Una luz en la noche de Roma - Jesús Sánchez Adalid - E-Book

Una luz en la noche de Roma E-Book

Jesús Sánchez Adalid

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Beschreibung

Una novela imprescindible y esperanzadora para los tiempos que corren. En el verano de 1943, Gina, una estudiante de familia acomodada, se enamora perdidamente de Betto, un intrépido muchacho judío que forma parte de una organización clandestina. Entre ambos surge una original, intensa y prohibida relación que transcurre en el devenir de una de las tragedias más impresionantes de la historia reciente de Europa. Tras la estrambótica caída de Mussolini, Roma se precipita hacia una tormenta de violencia que culminará con la ocupación de la ciudad por las tropas de Hitler. Por otra parte, cuando las SS se disponen a capturar a todos los judíos del barrio hebreo, en el hospital de la isla Tiberina será ideado un sofisticado engaño para salvar a un buen número de personas: el llamado «Síndrome K». Sánchez Adalid nos regala una fascinante novela que retrata la sociedad romana bajo el dominio nazi. Una mezcla de amor, heroísmo y generosidad, donde hay lugar para la ternura y la belleza. Porque, curiosamente, a pesar del peligro de los bombardeos y las amenazas constantes, la ópera, los teatros, los cines y los cafés romanos siguen abiertos invariablemente. Aun en los momentos más trágicos, Roma no renuncia a su esencia eterna y vital. Esta es la historia real de unos hombres y mujeres que tuvieron que enfrentarse a los acontecimientos más extraños, infaustos y peligrosos que puedan darse en la existencia. Pero es en la mayor adversidad cuando sale y resplandece lo mejor del alma humana.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Una luz en la noche de Roma

© Jesús Sánchez Adalid, 2023

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta y mapa: CalderónStudio®

 

ISBN: 9788491398202

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Citas

Preludio

I. I promessi sposi

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

II. Pagliacci

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

III. Roma, citta aperta

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

IV. La razzia

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

V. Bombe, fame e paura

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

VI. Un ballo in maschera

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Epílogo

Agradecimientos

Apéndice histórico

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A mis amigos Antonio Amores y Laly Morales, que siempre están ahí…

 

 

 

 

 

 

Hay algo tan necesario como el pan de cada día, y es la paz de cada día; la paz sin la cual el mismo pan es amargo.

 

Amado Nervo

 

 

Manda el que puede y obedece el que quiere.

 

Alessandro Manzoni

Preludio

 

 

 

 

 

Cuando me preguntan por qué escribo, no puedo evitar sentir la cuestión como una invitación a la mentira. Ya que a esa pregunta se suele responder con frases más o menos ingeniosas. Y casi todas las frases ingeniosas contienen cierto grado de falsedad, porque el uso de la imaginación implica de hecho la alteración de la realidad en beneficio del enunciado mismo. Aunque, si no se recurre al ingenio, se abordará la respuesta de forma más simple, o al menos con una ostensible modestia. Por ejemplo, diciendo que escribimos porque tenemos algo importante que contar; algo que no podemos guardar por más tiempo dentro de nosotros y que debemos darlo a conocer a los demás irremediablemente. También esto, si no una mentira, es una verdad a medias. O quizá una justificación fácil para lo que encierra en sí una profunda complejidad. Hasta el hecho de apropiarse uno de la palabra «escritor» me parece una felonía. Porque uno no elige ser escritor, sino que es la escritura la que te elige. Por mucho que quieras huir de ella, hacer otras cosas, otros trabajos, y tener una vida normal con problemas más corrientes. Incluso hay veces en las que aquella historia que te propones narrar pareciera que te ha preferido a ti, que de alguna manera te han designado misteriosamente para que la desveles al mundo. Entonces ya no puedes negarte. No te queda más remedio que escribirla.

En consecuencia, si se me perdona el subterfugio, diré sencillamente que las auténticas razones para escribir deben permanecer en el misterio. Pero nunca antes lo había experimentado con tanta fuerza como después de conocer con hondura los hechos que voy a relatar aquí. Esos hechos vinieron a mí de repente y sin esperarlos. Yo no los busqué. Y no me importa en absoluto que alguien pueda pensar que necesitaba hallar algo verdaderamente sobrecogedor, sugestivo, excitante… No fue así. Por el contrario, no tenía el más mínimo interés en escribir sobre unos acontecimientos y una época que ya están tratados hasta la saciedad en miles de relatos, ensayos y crónicas. Me refiero al período histórico europeo más siniestro del siglo XX: los totalitarismos, el fascismo italiano, el nazismo alemán y la Segunda Guerra Mundial. La amplia obra literaria surgida al respecto constituye un perturbador testamento para las generaciones futuras y, no obstante, parece inagotable la atracción que sigue suscitando. Pero, precisamente por ser un tema tan recurrente, nunca antes me había planteado escribir sobre él. Consideraba que después de tantos episodios narrados, como aquellos que he leído, no hacía falta nada más; que casi todo estaba contado, y que volver una y otra vez sobre lo mismo no aportaba ninguna novedad destacable. Y no ocultaré que se despertaba en mí cierto pudor porque llegaran a pensar que me unía de manera oportunista a la reciente moda de escribir historias de nazis, judíos y campos de concentración.

Pero mi actitud al respecto cambió el día 19 de septiembre de 2019, cuando recibí un mensaje por correo electrónico que comenzaba así:

 

Estimado don Jesús:

No quiero invadir su intimidad por el momento, y por esto prefiero escribir. Y cuando no le interese esta conversación escrita, pues no la siga y punto…

Le adjunto un hecho histórico acaecido en nuestro Hospital de la isla Tiberina de Roma, sobre el que algunas televisiones (de USA y Polonia) e investigadores de la historia desean obtener información. Ese interés ha aumentado de manera considerable últimamente. De forma resumida, trataré de contárselo en estas líneas.

Durante la ocupación nazi de Italia en la Segunda Guerra Mundial, en 1943, hubo, como sabrá, una persecución de la comunidad judía de Roma, que básicamente se concentraba en el gueto, siendo, por tanto, vecina de nuestro Hospital, que se encuentra en la isla Tiberina. Solo nos separa del barrio judío el puente Fabricio…

 

Aunque el remitente no se presentaba inicialmente ni daba indicación alguna sobre su persona, su intención era evidente: me ofrecía el posible tema de fondo para un relato. Lo cual no es nada raro en mi caso. Porque, dada la temática histórica de la mayoría de mis novelas, resulta frecuente que se pongan en contacto conmigo para ofrecerme hechos que podrían servirme —según su criterio— como base para un argumento. A veces son historiadores, archiveros, periodistas o arqueólogos; otras, sencillos lectores. Siempre lo agradezco y suelo prestar atención a estas amables informaciones.

A continuación, el mensaje exponía el acontecimiento. Aunque la descripción era un resumen muy sucinto, enseguida percibí que se trataba de unos hechos verdaderamente sorprendentes, apasionantes. Por otra parte, parecía que el remitente evitaba asumir cualquier clase de protagonismo en ellos. Acudía a mí con el único fin de ofrecerme esa historia, pero no se consideraba en absoluto parte de ella, ni pretendía arrogarse el mérito del potencial interés que los hechos suscitaran en el escritor. Y el fundamento de esta manera de obrar se vislumbraba con solo descender con la vista hasta el pie del escrito. Se identificaba por fin como hermano Ángel López Martín, llanamente, sin ninguna otra indicación sobre su cargo, ocupación o relación con ese lugar de Roma que nombraba como «nuestro Hospital». Actuaba pues como un mero intermediario.

Yo sabía que en la isla Tiberina se halla desde antiguo un centro hospitalario regentado por la Orden de San Juan de Dios, conocido popularmente entre los romanos como Fatebenefratelli (en español: «Hagan el bien, hermanos»), pero cuyo nombre oficial es Hospedale San Giovanni Calabita. Quien me había escrito era seguramente uno de los religiosos que prestan servicio en dicha fundación. Respondí al correo dándole mi número de teléfono e invitándole a entablar un contacto más directo por esta vía. La llamada no se hizo esperar. El hermano Ángel López Martín resultó ser, en efecto, uno de los frailes de la Orden de San Juan de Dios, superior de la comunidad y buen conocedor de mi obra. Tras los primeros saludos, me hizo saber que es español, extremeño de origen, como yo, aunque lleva muchos años viviendo lejos de nuestra tierra a causa de sus labores religiosas. Luego vino la explicación del motivo principal por el que había decidido poner en mis manos aquellos hechos históricos: consideraba que encerraban algunos detalles delicados que yo podría tratar —según su personal apreciación— con la hondura y la honestidad que requerían. A continuación, fue desgranando los acontecimientos y me ofreció amablemente toda la documentación que había ido reuniendo. Mi interés creció y convine con él la manera de avanzar en un estudio más exhaustivo.

Pocos días después, recibí el conjunto de artículos, cartas, entrevistas y testimonios enviado desde Roma por el hermano Ángel. Con estas premisas, inicié una ardua investigación que me iba a conducir hacia los archivos y registros documentales donde se han ido recopilando los nombres y datos biográficos de millones de víctimas del Holocausto. Curiosamente, los comienzos de mis pesquisas coincidían con la decisión del Vaticano de hacer públicos más de dos mil setecientos expedientes de peticiones de ayuda de judíos de toda Europa durante la persecución nazi, que con anterioridad estaban conservados en el antiguo «Archivo Secreto», y que hoy forman parte del Archivo Histórico de la Secretaría de Estado del Vaticano. Además, el Archivo Central del Estado Italiano acababa de publicar trescientas veintidós entrevistas en vídeo hechas a judíos italianos perseguidos por los nazis en Roma y de supervivientes de los campos de concentración. Luego acudí a la Shoah Foundation Institute Steven Spielberg, que contiene cincuenta y dos mil testimonios personales en treinta y dos lenguas y provenientes de cincuenta y seis países. Esta impresionante colección, además de documentar con nombres, hechos y episodios de judíos italianos, me ofrecía un extraordinario retrato inédito de la vida judía europea desde 1918 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, con recuerdos y descripciones de las costumbres, de las tradiciones populares y religiosas, y una completa relación de las diversas comunidades y dialectos hebreos de la época. Mis indagaciones acabaron finalmente en los Archivos de Yad Vashem, que comenzaron a funcionar en 1946, y que contienen unos ciento ochenta millones de documentos, la colección más grande del mundo sobre el Holocausto.

Cuando estaba inmerso en lo más arduo de esta investigación, recibí un testimonio de primera mano realmente valioso. Ángel López Martín me puso en contacto directo con fray Giuseppe Magliozzi, religioso de la Orden Hospitalaria, doctor en Medicina y Cirugía e historiador, que había realizado un exhaustivo trabajo de indagación sobre los acontecimientos. Fue contemporáneo de los hechos, aunque era apenas un niño, y conoció en persona a los protagonistas supervivientes, recibiendo el testimonio directo de sus experiencias. Mi conversación con él resultó apasionante, pues me dio datos muy precisos, desgranando un relato elocuente, lleno de anécdotas que recordaba muy vivas.

Como resultado de esta primera búsqueda, reuní una buena relación de nombres e historias, aunque concisas, de familias que habían formado parte de aquellos sucesos acaecidos en el hospital Fatebenefratelli. Tenía ya a los protagonistas del posible relato. Pero eso no es lo que más me empezaba a cautivar, sino la tremenda realidad que les tocó vivir a esas personas y la manera en que afrontaron la gran tragedia que los rodeaba. A medida que más indagaba, más me sorprendía, más me atrapaba aquella historia y tenía mayor deseo de escribirla. El maravilloso viaje al pasado comenzaba. Y la profundidad humana que se me prometía en el itinerario resultaba irresistible. Pero me topé muy pronto con los escollos…

Aunque la veracidad del hecho histórico de base, por fantástico que pudiera parecer, resultaba incuestionable, no bastaba con referirlo sin más. Para armar un relato vivo y convincente, se necesitaban más detalles, los pormenores de las vidas de esas personas con anterioridad a la desventura que los esperaba. ¿Quiénes eran en verdad? ¿Cómo eran? ¿Cómo pensaban? ¿Qué los preocupaba? Es decir, no bastaba con los nombres y la procedencia. Había que dar con los testimonios precisos, con las vidas reales, con las desdichas personales y la propia apreciación de los acontecimientos de aquellos que los sufrieron. Algunos pudieran estar vivos todavía; y otros muchos seguramente habrían muerto, por lo que debía ponerme en contacto con sus descendientes. Entonces inicié un periplo un tanto caótico y agotador para localizar números de teléfono y direcciones de correo electrónico, al cual siguieron muchas llamadas telefónicas y el envío de mensajes. Como respuesta, obtenía escaso interés, evasivas y casi ninguna información nueva. Comprobaba, sorprendido, que mis eventuales colaboradores no deseaban sacar a la luz circunstancias y hechos dolorosos en extremo. No se mostraban dispuestos a airear recuerdos duros, desagradables, cuando no poco heroicos o nada ejemplares. Me enfrentaba a la lógica reticencia y al pudor que suele envolver la infausta historia del todavía próximo siglo XX. Al fin y al cabo, se trata de las vidas de los padres y abuelos… La memoria no ha sido purificada del todo; no ha transcurrido tiempo suficiente y esas vidas se sienten todavía recientes.

Y no me consideraba autorizado siquiera para comenzar la escritura sin esa información. No me parecía honesto ni justo inventar un mundo del todo desconocido para mí. Con épocas más antiguas me permito en mis novelas mayores licencias, pero no lo iba a hacer con el cercano siglo XX. De hacerlo, faltaría un elemento fundamental en la consistencia de la historia: el cumplimiento con el principio de verosimilitud.

Soy de los que consideran que, para que un escrito narrativo resulte verosímil, es decir, que parezca verdadero, no debe entrar en contradicción con nuestros conocimientos de la realidad. Y no hay que confundir esta palabra, «verosimilitud», con «veracidad», o cualidad de verdadero. Porque tampoco el relato tiene por qué ser una copia exacta, como lo es una fotografía de la imagen de la realidad. Si bien cuanto más se aproxime a la verdad estricta, aumentará su fuerza narrativa, con tal que no se confunda jamás con ella. Y eso requiere un esfuerzo añadido, además de fabular: acercarse el narrador al conocimiento de esa verdad estricta cuanto pueda. Porque la mayor dificultad que el creador tiene que superar es la de hacer que sus personajes hablen y obren de modo que sus acciones y palabras correspondan exactamente con lo que individuos reales harían y dirían si se hallasen verdaderamente en las circunstancias que él les atribuye. Lo cual exige un buen juicio sobre tales circunstancias. Bien sé que el escritor que acierta en esto no defrauda, por extravagante que pueda ser su ficción original.

Pues bien, mi frustración iba en aumento a medida que más me esforzaba en vano tratando de conseguir los testimonios personales de los familiares de mis protagonistas. Y cuando ya estaba a punto de desistir, se produjo el milagro inesperado. Porque yo lo viví efectivamente así, como un verdadero milagro. Una noche recibí la llamada de alguien que antes me había manifestado con rotundidad que no deseaba en ningún caso compartir con escritores o periodistas esa memoria familiar conservada en secreto durante más de siete décadas. Ahora reconsideraba finalmente su decisión. Iba a hablar. Esta persona vive en un país de Hispanoamérica, había leído algunas de mis novelas y me dijo que confiaba en mi honestidad. Para mi alegría, declaró en principio que iba a referir lo que les sucedió a sus antepasados que vivieron en Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Y digo «en principio», porque, antes de nada, imponía una condición sine qua non: yo no podría desvelar los nombres reales de los protagonistas, ni dar cualquier referencia o dato que pudiera identificarlos. Esta exigencia afectaba tanto a la posible novela como a la posterior campaña de promoción que pudiera hacerse en torno a ella. Y no bastaba con mi palabra. Para asegurar su anonimato y el de sus familiares, me obligaba a firmar un instrumento notarial con el compromiso formal de cumplir con esta voluntad. Justificó la medida alegando que no quería ser molestado en modo alguno tras la posible curiosidad que pudiera suscitar su historia familiar en los medios de comunicación, dado que hoy día es una conocida figura empresarial en su país y temía que su personalidad pública quedara empañada. Le rogué que al menos me dejara agradecerle en un epílogo su generosidad. No aceptó. También le pedí que me permitiera grabar las conversaciones. Lo prohibió tajantemente. Intenté que me enviara copias de documentos, fotografías, cartas, etc. Tampoco accedió a esto. No me entregaría material gráfico alguno y solamente hablaría conmigo por teléfono. Yo debería tomar mis propias notas. Exigía además que la serie de llamadas telefónicas necesarias tuvieran lugar solo una vez al día en horario fijo, a las 12 de la noche, hora española, y no podrían alargarse por más de una semana. Estas eran sus condiciones. Ante su firme determinación, no me quedó más remedio que suscribir el contrato que me envió.

Todavía temí que se arrepintiera antes de la primera llamada. Pero el lunes siguiente, a la hora estipulada, descolgó puntualmente el teléfono y se manifestó cordial desde el principio. Comenzó hablando despacio. Observé que no le resultaba molesto tratar sobre aquello. Tenía estructurado a la perfección su relato. Al oír el ruido del paso de hojas, comprendí que lo conservaba ordenado en papeles. Y así, de manera sistemática, fue aportando nombres, datos, hechos, peripecias… Se trataba de una ingente cantidad de información directa recibida de forma oral de sus padres y abuelos, que seguramente él u otro familiar cercano había ido poniendo por escrito. Yo escuchaba atónito y no necesitaba interrumpirle demasiadas veces. Porque contaba aquella historia con la conciencia de un verdadero biógrafo y el entusiasmo conmovedor de quien conoce los hechos profundamente. Ante mí, la historia brotaba paso a paso; cobraba sentido y se llenaba de existencia y de verdad. Todo aquello era como una revelación… Justo lo que necesitaba. Mi relato estaba allí, ¡vivo y palpitante! Se me ofrecía un verdadero regalo. Y desde el primer instante ya deseaba escribirlo.

I I promessi sposi

(Los novios)

1

 

 

 

 

 

Roma, viernes, 21 de mayo de 1943

 

En la Piazza Margana, en el bajo de una casa de tres pisos, está la Cantina Senni, que regenta el señor Vittorio Pinto. Desde siempre ha tenido fama de vender vino muy bueno, vino de Frascati de intenso reflejo ambarino. Aunque ahora, en estos tiempos en que todo se degrada, el tono es más claro y el sabor más insípido. Así que dicen las malas lenguas que le añaden algo de agua. A pesar de eso, está siempre llena de gente, sobre todo de transportistas y vendedores forasteros. Justo enfrente está la célebre Trattoría Angelino. Antes de la guerra, en la cocina abierta, se preparaban varios platos cada día, y los comerciantes de rostro avispado, vestidos con abrigos cortos y gorras de piel, esperaban en primavera junto a sus carros con la fusta en la mano, y con mucha paciencia y orgullo, a que les sirvieran unos buenos bucatini, gnocchi alla romana, ensalada y pan tierno con salami, o las célebres carciofi alla giudia, alcachofas a la judía, que es la especialidad de la casa. A la hora del almuerzo siguen yendo los asiduos parroquianos, pero tienen que conformarse con una sola variedad de insípida pasta, casi siempre la misma, o si acaso con unos fettuccineprocedentes del mercado negro, cuando el cocinero puede hacerse con ellos. El racionamiento ha complicado la vida, pero no la ha detenido.

Por la tarde, la clientela de ambos establecimientos es diferente. Mientras que en la Cantina Senni se reúnen unos cuantos ancianos, Angelino está lleno de jóvenes que fuman cigarrillos liados y sorben diminutas tazas de falso café hecho a base de habas tostadas. Son alumnos del cercano Liceo Ginnasio Ennio Quirino Visconti. Hoy bajaron un buen grupo de ellos hasta el barrio judío para celebrar el final del curso, anticipado a causa de la guerra. Aquí se sienten más tranquilos, separados de su habitual ambiente. Han dejado sus bicicletas junto a la puerta, apoyadas en la pared, y ahora están sentados en las viejas y desvencijadas sillas y hablan de sus cosas con la extática indolencia que les confiere su edad. Son todos muchachos y muchachas de dieciocho a veinte años, de inconfundible apariencia estudiantil. La naturaleza acomodada de las familias a las que pertenecen es visible no solamente en sus ropas dignas, aunque informales, sino en lo delicado de las personas, en el corte de los cabellos, en las manos, en la manera de reírse y en todos sus ademanes. Reflejan al mismo tiempo un algo diferente; aquella especie de dejadez que fue moda antes de la guerra y que lo sigue siendo todavía entre los jóvenes intelectuales de origen burgués que no son fascistas. Poco después se unen a ellos algunos más, pero estos otros tienen una característica apariencia obrera. También entran dos hombres barbados de más edad, seguramente profesores, y una mujer de unos cuarenta años, extraordinariamente gorda y de tez blanca, llena de pecas rojas, que va a sentarse en una butaquita baja al lado de una ventana, y que no para de hablar manoteando desde que ha llegado.

Betto, el joven camarero que se ocupa de la cantina a esa hora, está detrás del mostrador sentado en un rincón, en penumbra, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro en los nudillos, y fija su mirada ora sobre uno, ora sobre otro, sin pestañear. Desde aquel ángulo, observa la animada reunión, con las caras alegres y los gestos, sobre el fondo de la sórdida taberna donde todo está venido a menos; los descoloridos cuadros, las ventanas rotas, entabladas por fuera, las rejas oxidadas o cubiertas de brea. No se pinta nada en Roma desde 1940. Todo el país sufre los efectos de la depresión y la carestía.

Betto tiene diecinueve años, más o menos la misma edad que aquellos jóvenes a los que tiene que servir el café. Y hace tiempo que se ha fijado especialmente en una muchacha rubia bastante llamativa, que lleva una blusa de seda anaranjada. Ya no puede apartar la vista de ella. La joven está de pie, muy atenta a lo que dice la mujer gruesa, con el codo derecho apoyado en la palma izquierda, sosteniendo un cigarrillo entre los finos dedos. Tiene los brillantes ojos azules semicerrados por el humo que escapa del pitillo y no parece que tenga demasiada experiencia en eso de fumar. Su pálido rostro, en el cual resplandece aquella belleza propia de las grandes familias nobles italianas, forma un singular contraste con el resto de sus compañeros, sobre todo con los ademanes y la general apariencia de la mujer gruesa que no para de hablar.

Uno de los jóvenes pide café para los recién llegados. Betto lo prepara y va a servirlo. Cuando regresa a su rincón, detrás del mostrador, se da cuenta de pronto de que la muchacha rubia mantiene fijos en él sus bellos ojos de zafiro, con persistencia burlesca y misteriosa. Ella le contempla. El muchacho es delgado y de figura atractiva; lleva una camisa de rayas y un delantal gris ceñido y anudado en la nuca. Deja lo que está haciendo, estira el cuello largo y sostiene retadoramente la mirada, con las manos hundidas en los bolsillos. Su boca tiene la gentileza afectada de una media sonrisa burlona, con dos hoyuelos de forma oblonga junto a las comisuras de los labios. Tiene el cabello corto, crespo y de un matiz poco definido, entre paja seca y trigo mojado. Sus raros ojos, de infrecuente iris amarillento, resultan para la joven diferentes a los millones de ojos de Italia.

Él sostiene aquella intensa mirada y sonríe. Es un instante inesperado y maravilloso que parece quedar suspendido. Desde entonces, ya no dejan de estar pendientes el uno del otro, sin ningún pudor, demostrándose en la distancia una complicidad que no puede albergar ninguna vacilación.

Un poco después, los estudiantes se ponen en pie, se despiden con sonoros saludos y la mayoría de ellos se marcha. Solo permanecen en la taberna los tres mayores y la muchacha rubia, que ahora va a sentarse junto a uno de los hombres barbados que a Betto le resulta de una apariencia repulsivamente petulante, con su traje bien planchado y una pajarita color azul cielo. Mientras conversa con ellos, ella no deja de enviarle miradas ni un instante. También sonríe burlona, con una pillería irresistible para él.

Betto es un joven duro, que se precia generalmente de no dar muestras de la más mínima emoción, ni aun en presencia de la chica más guapa; pero esta vez deja de lado su expresión impasible, como quien se quita una máscara y permite a su mirada que acaricie la aterciopelada manzana que le está tentando de manera tan directa, y se fija en todas las partes perfectas y firmes que adornan aquel cuerpo femenino, con una mezcla de delicia y confusión en su sonrisa. Y un instante después, sucede como por ensalmo lo que en verdad él estaba deseando más que nada en el mundo en aquel momento: ella se levanta y se dirige hacia el mostrador. Camina con seductora torpeza, y arquea y encoge los hombros mientras le mira muy fijamente. Sus mejillas se han ruborizado de pronto, pero resulta con ello más atractiva si cabe. Betto se pone nervioso. No sabe qué hacer y empieza a rellenar una jarra de vino con los restos de otras dos.

—Eh, Betto —dice la muchacha—. Eres Betto, ¿verdad?

Él contesta con parquedad:

—Ah, me conoces…

—Claro. Estudiabas en el Ennio Quirino. Tú y yo hemos hablado una vez… ¿No lo recuerdas?

El muchacho se queda estupefacto. ¿Cómo es posible que aquella belleza le conozca, cuando él, en cambio, la ha olvidado?

Ella suelta una carcajada al verle tan confundido. Luego dice:

—Resulta que no te acuerdas… ¡Qué desmemoriado!

—No, no me acuerdo…

—¡Soy Gina!

—¿Gina?

—¡Sí, bobo! Me entregaste unos panfletos antifascistas a la salida del Liceo. Hace ya mucho tiempo. Tendría yo unos dieciséis años… —ríe divertida—. Yo me interesé y te pregunté por aquello. Y tú me dijiste muy serio: «Soy Betto. Si quieres saber más sobre esto, ve a la reunión que habrá mañana en la Piazza di Pietra». O algo así. ¿Lo has olvidado? Estuve en la Piazza di Pietra con una amiga, pero no pude acercarme a ti porque estabas muy ocupado en medio de un montón de comunistas bastante alterados… Me dio miedo, la verdad… No sé cómo me atreví…

Betto se acuerda perfectamente de la reunión que tuvo lugar hacía más de tres años en la Piazza di Pietra, cuando todavía había de vez en cuando algún tímido asomo de protesta contra el régimen. Él acudía, aunque no era nada más que un adolescente que empezaba a meterse en líos. Pero es imposible recordar a aquella muchacha que por entonces sería solo una niña. Así que esboza una sonrisa conciliadora y miente con descaro:

—¡Claro que me acuerdo de aquello! Y desde luego no te vi en la Piazza di Pietra. Si te hubiera visto allí, me habría acercado para decirte algo.

Gina se pone visiblemente contenta. Guiña un ojo y, bajando la voz cuanto puede, dice:

—Soy antifascista. ¿Qué te parece? Lo soy con pleno convencimiento. Por aquella época todavía no me enteraba de nada. Fui a la Piazza di Pietra solo para volver a verte. Ahora ya sé muy bien lo que quiero…

Betto se estira y adopta un aire interesante, al contestar:

—No sé… No tienes pinta de ello.

—¡Serás idiota! —le espeta Gina sin ocultar su enfado—. ¿Acaso lo eres tú más que yo, pazguato?

Betto se pone serio y, con severo aire de superioridad, replica:

—La juventud burguesa se rebela en contra de la Italia de Mussolini, la opresora y tiránica, pero solo porque no quiere ir a la guerra, ni sufrir esta carestía, los racionamientos y la incomodidad de esta vida sórdida que tiene ahora. Ese antifascismo nuevo es pura nostalgia del bienestar en que vivían. Pero pronto ha olvidado esa juventud burguesa que sus padres entronizaron a la bestia para conservar sus privilegios…

Gina se le queda mirando encandilada, en vez de enfadarse por esta suerte de reconvención. Enciende un cigarrillo y fuma mientras escucha sin interrumpirle. Los ojos de Betto, grandes y bellos, se abren desmesuradamente cuando habla. El blanco que rodea el iris color miel brilla en la penumbra. Tiene los cabellos pardos en desorden, con reflejos cobrizos, y una extraña piel atezada. Ella ya está totalmente vencida por aquel rostro digno y despejado.

Él sigue hablando. Pero ya ha abandonado el tono admonitorio. Ahora le cuenta con calma que de vez en cuando escribe poesía. Lee a los poetas más modernos, conoce las obras de Tolstoi; escoge sus lecturas basándose en su propio criterio y es muy crítico; desprecia sin pudor alguno las diversiones de los jóvenes de su edad y se sumerge en el mundo de las bellas letras.

Ella escucha complacida la parrafada vivaz y desenfrenada del guapo muchacho. Le parece brillante, de mente aguda, sorprendentemente culto. Hasta que, de pronto, le frena preguntando:

—¿Cuándo terminas tu trabajo aquí?

El joven suelta un suspiro melancólico que le cambia el rostro. Su expresión es ahora humilde y enamorada, mientras la mira como preguntándole a su vez: «¿Con eso quieres decirme que te apetece ir a dar un paseo conmigo?». Vuelve a suspirar y, mientras sale de detrás del mostrador, susurra:

—¡Vámonos!

La cara de Gina se ilumina y replica:

—Eh, no lo hagas por mí. No abandones tu trabajo, no sea que te busques una reprimenda o te despidan. Si quieres, podemos quedar mañana.

Mientras se quita el delantal, Betto mira hacia el reloj que hay colgado en la pared y explica:

—No te preocupes por eso. Acabo de cumplir el horario que me corresponde. Enseguida vendrá mi jefe para encargarse del turno de noche. Su mujer ya está en la cocina.

No ha terminado de decir aquello, cuando irrumpe el jefe en la cantina. Le entrega al muchacho unas monedas y le dice:

—Ven también mañana. Es sábado y tendremos más lío.

Gina y él salen de allí envueltos en un halo de felicidad. Ella dice con voz melosa:

—¡Qué suerte haberte encontrado! He terminado hoy el curso y no podía pasarme nada mejor… Betto, quiero que me expliques todo aquello que no me explicaste en la Piazza di Pietra…

El joven esboza una sonrisa radiante y guiña un ojo con gesto audaz y malicioso.

—Conmigo aprenderás a ser una verdadera antifascista —dice con aire suficiente.

2

 

 

 

 

 

Roma, sábado, 29 de mayo de 1943

 

Amanece y, como una galera arcaica y monumental, la isla Tiberina parece navegar solitaria y desnuda. Se diría que boga río arriba, sirviéndose como remos de los puentes que la conectan con la ciudad. Va iluminándose poco a poco por la luz ambarina de un sol que todavía no asoma entre las colinas; esas secretas colinas, oscuras y maravillosamente remotas de Roma. El abismo de la noche se agota y el firmamento se extiende en lo alto, tranquilo, sonriente, destilando paz. Poco a poco, emergen los viejos edificios cenicientos, destacando la monotonía de sus paredes grises y las pardas piedras de travertino. Allá abajo, las aguas del Tíber se deslizan tranquilas, con la humedad fría y opaca que tiene la piel de los reptiles, discurriendo entre los muros construidos para defender la urbe de las inundaciones; y su olor es el olor acre y dulce que despiden los verdes terraplenes, poblados de chopos, sauces, laureles, higueras y olivos agrestes, que han crecido allí siempre gracias a las semillas que sueltan los pájaros. El hospital de los hermanos de San Juan de Dios, antiguo y solemne, permanece aún sombrío en el centro de la isla; sus formas reposan con unas tonalidades tristes y muertas en aquel paisaje sumido en la penumbra.

Poco después, una alegre y dorada saeta de sol hiere oblicuamente el campanario de la iglesia de San Juan Calabita, resaltando el cálido y radiante resplandor de las molduras y adornos. En la vecina torre del contiguo hospital Hebraico se remueven las palomas. También algunas bandadas de negros estorninos empiezan a levantarse desde las alamedas de las orillas y crean una inquietante visión al recortarse en la primera claridad. Tal vez las aves han sido despertadas tempranamente por un ruidoso automóvil que se aproxima por el Ponte Fabricio; un Fiat Balilla azul cobalto, nuevo, pero lento y con una bocina estridente. En la garita de vigilancia que hay en la entrada a la isla, inmediatamente se asoma un guardia de edad provecta y saluda brazo en alto. Es el señor Santino, el policía que ha cubierto el servicio de vigilancia de noche; hombre largo y desgarbado, de cabello ceniciento, cuyo uniforme está descolorido y arrugado. El conductor del automóvil ni siquiera mira al pasar a su lado; lleva el cabello negro perfectamente teñido, pegado al cráneo, y su bigote, como una fina línea gris, no se altera sobre el labio. Solamente hace una leve seña de contestación al saludo del anciano guardia con la mano derecha, en la que lleva un puro, antes de tocar la bocina de nuevo con la izquierda. El que va al volante es don Vincenzo Lombardi, potentado y benefactor del hospital, que circula muy serio y con un cierto aire de importancia distante. El vehículo aparca delante de la puerta del hospital, confiriendo de pronto un inusitado aspecto mundano al conjunto de los vetustos edificios.

El señor Santino corre hacia él y exclama en voz alta:

—¡Salve! ¡Buenos días, don Vincenzo! ¡Cómo me alegra verle por la isla!

—Calle usted, calle y no alborote —replica malhumorado el conductor, mientras apaga el motor, y luego, sacando autoritario el dedo índice por la ventanilla, añade—: ¿Todavía no ha aprendido a respetar el silencio de este lugar? ¡Y mire que lleva usted años destinado en ese puesto de guardia!

El anciano policía se cuadra, saluda militarmente y abre solícito la puerta del automóvil, mientras contesta con humildad desmedida:

—Treinta años llevo en esta garita, don Vincenzo, cumpliendo fielmente… ¡Treinta años sirviendo al reino de Italia en este puesto! Y por eso mismo quería hablarle… ¿Tiene usted unos minutos para mí? Desearía pedirle un favor, don Vincenzo…

—¿Ahora precisamente? ¡No es el momento!

—Don Vincenzo, por el amor de Dios…

—Ande, apártese, ¡quítese del medio, hombre! ¿No ve que me impide el paso? ¡Con la prisa que tengo!

—Concédame solamente un momento, por favor…

Don Vincenzo clava en él una mirada cargada de fastidio, resopla y pregunta:

—A ver, ¿qué es lo que le pasa?

El señor Santino alza el rostro, inspira hondamente como para infundirse ánimo, y responde ufano:

—El mes que viene me jubilo, don Vincenzo.

—Ah, vaya, se trata de eso… Enhorabuena pues. Ya tiene usted sobrada edad para descansar…

—¡Setenta y cuatro cumpliré el mes que viene! Hace ya seis años que debería estar en casa… Pero… ¡con esta guerra!

—Pues hace usted lo que es su obligación y nada más —replica adusto don Vincenzo—. Todos debemos contribuir a la defensa de la patria. Cada uno según sus fuerzas y sus posibilidades. Y usted, a pesar de su edad, está sano como el pedernal.

—Ay, no crea… Una cosa es lo que usted ve y otra cosa la pura y cruda realidad. Tengo grandes dolores en las corvas, don Vincenzo. Si usted supiera… Mis huesos ya no aguantan como antes la humedad del río. ¡Y estas largas y frías noches! Antes yo podía con cualquier cosa, pero ahora…

—¡Ande, no se queje! ¡Si está hecho un chaval!

—Que no, don Vincenzo, que no… Que con el poco alimento que uno tiene a causa de las restricciones y el frío que hace ahí en esa garita… La edad es la edad, y por mucho que uno quiera hacerse el joven, los años no pasan en balde. Cuando yo estuve destinado en África… ¡Cincuenta años hace ya de aquello! Y si viera usted lo dura que era la vida allí… Pero, claro, para un hombre de poco más de veinte años… Fíjese que, cuando fue aquello del Tratado de Uccialli, enviaron a nuestro regimiento a Somalia…

—¡Bueno, abrevie! —le interrumpe de manera intempestiva don Vincenzo—. ¿No le he dicho que tengo prisa? He venido a ver al superior de los frailes.

El señor Santino mueve la cabeza con tristeza y contesta suspirando:

—Los frailes están todavía en misa a esta hora. Yo lo que quería decirle, don Vincenzo, es que me viene muy mal jubilarme ahora…

—¿Cómo dice usted eso? Acaba de quejarse por sus muchos dolores. ¡No hay quien le entienda!

—¡Y claro que quiero jubilarme! ¿No había de querer a mi edad? Pero una cosa es lo que uno desea y otra lo que verdaderamente le conviene. Y usted sabe bien lo malos que están los tiempos y la necesidad que hay por todas partes. Tengo siete hijos, dos varones y cinco hembras, y… ¡diecisiete nietos con el que está en camino! Como está la vida hoy, no hay trabajo para todos mis yernos… Además, dos de ellos son mutilados de guerra y necesitados de cuidados. En mi casa vivimos quince personas… Y no entra más sueldo que el de un servidor… ¿Comprende lo que le quiero decir, don Vincenzo? Apenas nos las vemos y nos las deseamos para hacer una comida al día… Si ahora me jubilo, con la pensión que me quede… ¡Nos moriremos de hambre!

Don Vincenzo se queda pensativo. Echa una ojeada de arriba abajo al anciano guardia y luego replica con calma:

—Señor Santino, tiene usted más que cumplida la edad de jubilación. La ley es la ley. No se le puede mantener en ese puesto ni un solo año más.

—Eso lo sé, y ya he hablado al respecto con mis superiores, que bien sabe Dios lo que me aprecian por mi abnegación y fidelidad. Y no seré yo quien proponga a nadie cometer una ilegalidad. Pero… yo puedo ser útil todavía a Italia en otros menesteres… Usted lo sabe bien, don Vincenzo: soy miembro del Partido Nacional Fascista desde el mismo año de su fundación; es decir, desde el año veinticinco. Tengo mi hoja de servicio impoluta. Si tiene a bien entrar un momento en el despacho, le mostraré mi expediente…

—Hombre de Dios, ahora no hay tiempo para eso. ¡Le repito que tengo prisa! El vicario de los frailes me espera. Dígame de una vez lo que pretende de mí.

—Yo puedo resultar muy útil, ya le digo. Tengo mucha experiencia y, después de tantos años, conozco a mucha gente y sé muchas cosas…

—¿Qué quiere decir? —pregunta don Vincenzo con un asomo de intriga en el semblante—. ¿A qué cosas se refiere?

—Cosas que yo he averiguado y que… En fin, algunos se asombrarían mucho al saber que… Pero yo necesitaría tiempo para contar todo lo que sé. Yo puedo resultar muy útil como informador…

—¡Hable claro, señor Santino! ¡No me gustan nada los rodeos! Y le repito por última vez que tengo prisa. La misa habrá terminado ya y debe de estar esperándome el superior de los frailes.

—Mire usted, don Vincenzo —insiste con exasperación el anciano, manoteando profusamente mientras habla—, ¡tenga la bondad de atenderme! Yo lo único que pido es que se me dé la oportunidad de prestar un servicio más directo y comprometido en el partido. ¿Comprende lo que quiero decirle? Un servicio remunerado, claro está; un trabajo que yo haría de mil amores, retribuido con una prestación auxiliar… Como tantos otros, don Vincenzo, como tantos otros… Y no quiero hablar de enchufes y favoritismos… Usted me comprende, ¿verdad? No pido la luna, me conformo con poco… Y los beneficios que yo podría reportar a la causa… ¡Ay, si usted supiera todo lo que yo podría ayudar para el esclarecimiento de muchas cosas!

Don Vincenzo se estira, arruga el semblante, esboza una media sonrisa despreciativa y contesta:

—Usted pide, ni más ni menos, lo que todo el mundo últimamente… Es decir, un pedacito del momio que se cree la gente que hay en el partido. Cuando resulta que ya no quedan ni las migajas… ¡Qué iluso! ¿No sabe que el partido está en la ruina total? Presumiendo usted, tanto como presume, de saber cosas, ¿no se ha enterado de que ese tipo de retribuciones ya no funcionan? No están los tiempos como para eso… La crisis es total y afecta a todos. ¿En qué mundo vive, don Santino? El que quiera servir a la causa, que lo haga gratis et amore. ¡Voluntarios es lo que necesita la patria y no más paniaguados! Ande, vuelva usted al trabajo y confórmese con lo que tiene, que son muchos los que no cuentan ni siquiera con una mísera pensión. Estos son los tiempos de la tribulación y hemos de vivir con austeridad y esperanza. Eso es lo que ahora manda el Duce. ¿O es que no presta usted atención a los discursos del Duce?

El anciano policía abre la boca cuanto puede, mostrando sus encías desdentadas. Luego levanta el brazo y hace el saludo fascista, gritando:

—¡Italia, Duce!

—¡Shhh..! ¡No alborote, hombre de Dios! Que esto es un hospital…

El señor Santino se inclina hacia atrás y cierra los ojos para descansar un poco. Se queda en esta posición mientras don Vincenzo escudriña su rostro como a la espera de que diga algo más. Luego el guardia abre los ojos y le habla con una voz tranquila y de tonos nuevos, pero que no anuncia un cambio de tema:

—No quiero importunarle. ¡Dios me libre de ello! Comprendo que habrá venido al hospital para solucionar algún problema urgente. Pero le aconsejo que tenga en cuenta lo que le he dicho. Yo sé cosas que usted debería conocer, dada su gran responsabilidad…

Don Vincenzo contesta con voz sosegada:

—Escucharé en otra ocasión… Que tenga un buen día, señor Santino.

Dicho esto, el potentado apaga el puro apretándolo contra la pared de piedra, lo envuelve en un pedazo de papel y se lo guarda en el bolsillo. Después sigue su camino, en dirección a la capilla del hospital.

En la puerta de la iglesia le está esperando un fraile maduro de mediana estatura, casi totalmente calvo, de rostro sereno, ojos pequeños y vivos. Es fray Leonardo, el vicario de casa, que se ocupa de los asuntos internos de la comunidad de frailes. Saluda amablemente con una radiante sonrisa, y luego se dirige hacia don Vincenzo, diciéndole amablemente y con cierta gracia:

—Bienvenido, benefactor de esta casa. Aquí siempre se le espera con paciencia, con toda la paciencia que sea precisa, aun siendo grandes nuestras ocupaciones…

Don Vincenzo inclina la cabeza, al tiempo que se aproxima a él para saludarlo con la mano extendida, y contestando con cierto apuro:

—Disculpe el retraso, fray Leonardo. El guardia de la entrada me entretuvo y no me quedó más remedio que atenderlo.

El fraile responde con llaneza y preocupación:

—Umm… ¡El señor Santino! Le habrá comunicado que se jubila y tal vez le habrá contado algo más…

—En efecto, padre. Me ha dicho lo de la jubilación, pero no he consentido que me dijera nada más.

El fraile mueve la cabeza con tristeza y dice suspirando:

—¡San Juan de Dios! Espero que ese hombre no nos acabe metiendo en un lío…

Brilla la inquietud y la desconfianza en los ojos del potentado, que murmura:

—Por mi parte, puede estar usted tranquilo. Yo no prestaré oídos a sus informaciones.

El fraile deja vagar su mirada en el vacío y repone con seriedad:

—Quien no debe oírle a él es el partido fascista… Si se le ocurriera al señor Santino ir con el cuento a sus superiores… ¡San Juan de Dios bendito!

Don Vincenzo lanza una ojeada a sus espaldas y luego se vuelve hacia el vicario, haciendo un gesto con la mano como si le dijera: «Vamos a dejar el tema». Y añade en tono tranquilizador:

—Descuide, fray Leonardo. Yo me ocuparé del partido, como siempre. No ha de tener la mínima preocupación por eso.

El fraile deja escapar una débil carcajada y menea la cabeza de lado a lado, haciendo ver que confía plenamente en ello. El vicario es español, navarro de origen, y muestra una salud envidiable, a pesar de rebasar los setenta y cuatro años; de no ser por sus ojos cansados, de párpados inflamados, y su boca ruinosa, no tendría ningún achaque aparente. Viste el hábito de la Orden de San Juan de Dios y se cubre con una capa raída y descolorida a la que se aferra, aunque hubiera podido sustituirla por otra mejor gracias a la generosidad que le muestra la gente compasiva que le aprecia y que ayuda al hospital en sus necesidades, como don Vincenzo. El buen fraile es conocido no solo por su mansedumbre y su austeridad, sino también por su franqueza y su ingenio, en el que tiene cabida el chiste y una fina ironía. Levanta los ojos hacia el cielo y musita, para cerrar la cuestión:

—Sursum corda! ¡Arriba los corazones! Dios nos regala un precioso día de mayo y habrá que aprovecharlo.

Don Vincenzo sonríe por primera vez desde que llegó, antes de anunciar alegremente:

—Les he traído un saco de polenta y cuarenta kilos de patatas. También pude reunir algo de aceite y manteca, aunque no demasiada cantidad…

El rostro del vicario se ilumina, lanza una mirada llena de gratitud al benefactor y después entra en la iglesia. Pero enseguida regresa, acompañado por otro fraile más joven, de mediana estatura, cara amplia y rasgos afables. Este otro es el maestro de novicios, fray Clemente Petrillo, que inclina la cabeza en un saludo respetuoso y mira a su superior esperando órdenes.

El vicario le indica:

—En el automóvil de don Vincenzo hay alimentos para el hospital.

El joven fraile sonríe para manifestar su alegría por la noticia. Luego se inclina de nuevo y se dirige hacia el automóvil. Pero don Vincenzo le retiene, diciéndole:

—Usted solo no podrá, son sacos que pesan mucho.

—Iré a avisar a los novicios —dice fray Clemente, antes de volver a entrar en la iglesia.

Fray Leonardo, con los ojos brillantes de felicidad, se dirige de nuevo al benefactor para expresarle su gratitud.

—Dios ha de pagarle toda esta caridad, mi querido don Vincenzo. No puede imaginar siquiera el beneficio tan grande que nos hace. Estábamos en las últimas, créame, en las últimas… Con toda esa polenta podremos alimentar a los enfermos durante varias semanas… ¡Y las patatas! ¡Un verdadero lujo! ¡Bendito sea Dios que no nos abandona!

Don Vincenzo se alisa suavemente la apelmazada cabellera con la mano y sonríe, con orgullo y satisfacción, antes de responder:

—Siento que es mi obligación hacer algo por esta santa casa. Ya mi bisabuelo asumió el deber de ayudar al hospital en sus necesidades y yo he heredado ese compromiso. Y no es que me vayan bien las cosas últimamente… Nada tengo de sobra, pero… ¿cómo voy a desentenderme de ustedes en un momento tan duro como este? Ahora es cuando más hay que arrimar el hombro.

Mientras conversan, sale un grupo de novicios, muchachos jóvenes todos ellos que visten el hábito de la Orden, y se ponen a cargar los sacos en una carretilla.

Fray Leonardo contempla contento la escena y luego, volviéndose hacia el benefactor, le dice con amabilidad:

—Quédese a desayunar con nosotros, don Vincenzo.

—No, muchas gracias, padre. Hoy no puedo. Es sábado. Tengo una reunión importante a media mañana y debo prepararla bien.

Y dicho esto, saca el envoltorio del bolsillo, deslía el puro y lo enciende con un elegante mechero de oro. Unas volutas de humo empiezan a balancearse, suaves, transparentes, en los rayos del sol, ante la atenta mirada de fray Leonardo.

—En fin, me marcho —se despide el potentado, con aire importante—. No se olviden de rezar por mí. Y tampoco de decir misas por mis antepasados.

—¡Cómo no!, nunca se deja de hacer —contesta el vicario.

Pero, nada más sentarse dentro del automóvil, don Vincenzo vuelve a salir y se dirige de nuevo al fraile, diciéndole:

—Por poco se me olvida a mí una cosa más… Aquí tengo un obsequio para usted, padre. —Saca la billetera mientras habla—. Le ruego que lo acepte.

—¡Oh, no, por Dios! —replica fray Leonardo—. No aceptaré nada. Ya sabe que no consiento dádivas personales. Si me da dinero, será para obras de caridad.

Don Vincenzo suelta una sonora carcajada y afirma jocoso:

—Ya lo sé, padre. Le quise comprar una capa nueva y no lo consintió. Pero esto que le voy a dar tiene que aceptarlo o perderemos la amistad usted y yo. No se trata de dinero, sino de dos entradas para el cine.

—¡Válgame Dios! —exclama el vicario, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Qué ocurrencia! ¿Cómo dice usted eso? ¡Soy fraile! Los frailes no podemos permitirnos esos lujos…

—¿Y qué hay de malo en ello? —observa circunspecto don Vincenzo—. Padre, no se me ocurriría invitarle a ver nada inadecuado. Las entradas que le voy a dar son para que vea una película bellísima, piadosa y edificante en todo término. No sé si habrá oído hablar de ella: I promessi sposi, basada en la novela de Alessandro Manzoni. Mi esposa y yo fuimos a verla el pasado domingo. ¡Qué maravilla! Es una obra que invita a tener esperanza, a creer y a rezar… No sabe usted la cantidad de curas que había en el cine Tuscolo viéndola. Padre Leonardo, usted sabe todo lo que le aprecio. Enseguida pensé que no podría hacerle mejor regalo que una entrada para esa película. Y luego reparé en que ustedes los frailes no van solos a ninguna parte. Por eso compré dos entradas; para que le acompañe el hermano que a usted le parezca. Por favor, vayan a verla y disfruten un poco de la vida, que lo tienen bien merecido. Es para el próximo jueves, fiesta de la Ascensión. ¿Qué mejor manera de celebrarlo?

El potentado saca las entradas de la billetera y se las ofrece al fraile. Hay un instante de silencio en el que permanece con la mano extendida, mientras fray Leonardo le mira vacilante, como si no se atreviera a cogerlas.

—¡Ande, tómelas! —insiste don Vincenzo—. No me dé un disgusto, se lo ruego.

El fraile acepta al fin, con una sonrisa algo forzada.

—Gracias, Dios le bendiga —dice con débil voz.

Don Vincenzo sube al coche, lo arranca y conduce, salvando algo rápido la garita del guardia. Deja atrás la iglesia y el edificio del hospital Hebraico y cruza el puente, pasando al lado de un hombre que llega caminando a la isla en ese momento.

El vicario sigue en el mismo sitio que estaba, con las entradas en la mano, contemplando muy quieto el horizonte. La luz difusa del gris cielo primaveral no solo no despierta en él inquietud alguna, sino que incluso promete suavizar cualquier insignificancia que, a buen seguro, no dejará de aparecer, y que podría ser cualquier cosa: un problema con la electricidad, que diariamente falla, o la falta de algún medicamento que se necesite con urgencia. No, no será nada de eso —piensa el fraile—, hoy no, por lo menos; y, además, hay que dar gracias a Dios por todo lo que ha traído don Vincenzo, que no es poco.

Mientras tanto, el hombre que venía solo por el puente ha llegado a la isla. Camina rápido, con zancadas grandes y ágiles. Es de edad de unos cuarenta y cinco años, de aspecto saludable, con su calva y los escasos cabellos a ambos lados, con unos rasgos inconfundibles en los rabillos de los ojos, en las grandes ventanas de la nariz, en el bigote poblado y en la mirada audaz e inteligente. Viste traje claro y camisa blanca, como casi siempre. Y, aunque fray Leonardo le conoce bien, se extraña mucho al verle por allí. Pues aquel hombre es el doctor Giovanni Borromeo, el más activo e importante de los médicos del hospital, que no por eso debía estar en su puesto esta mañana de sábado, ya que tenía pedido el día libre.

—¡Doctor! —exclama el fraile, abriendo los brazos para expresar su sorpresa.

Borromeo sonríe, sacude la cabeza y contesta:

—No he podido dormir pensando en los análisis clínicos… Si se va la luz hoy, perderemos el trabajo de toda la semana…

—Estará a punto de llegar la enfermera —observa fray Leonardo—. ¿No pensaba irse usted a pasar el sábado en Ostia con la familia? ¡Con el día tan bueno que hace!

El médico no contesta a esta observación, sino que vuelve la cabeza hacia el puente e indica con preocupación:

—¿Qué quería ese?

Se refiere a don Vincenzo, cuyo automóvil ya se ha perdido en la distancia.

—Nada malo —contesta el fraile—, sino muy al contrario. Ha venido a traer polenta, patatas, aceite y manteca.

—Lo siento, padre, no me gusta nada verle por aquí. Si llegara a saber que… En fin, ya sabe a lo que me refiero.

—No ha de preocuparse por eso —dice fray Leonardo con una sonrisa tranquilizadora—. Don Vincenzo ha venido solo para hacernos un gran bien. Con esos alimentos podremos solucionar el problema de las próximas semanas.

Borromeo arruga el gesto y replica:

—No tengo nada que objetar al hecho de que sea un buen benefactor del hospital. Pero, si hay fascistas realmente convencidos, Vincenzo Lombardi es uno de ellos. Si viera cómo me ha mirado al pasar en su flamante Fiat a mi lado… ¡Ese hombre me desprecia! Odia a cualquiera del que sospeche siquiera que no es fascista.

—La política, siempre la política… Es fascista, ya lo sabemos. ¿Y quién no es fascista en Italia? Es fascista don Vincenzo, pero nos ha traído comida para un mes.

Luego añade en tono irónico, alzando la mirada hacia las alturas:

—Y si la polenta y las patatas son también fascistas… ¡Válganos entonces el cielo!

Reina el silencio hasta que desaparece la huella que ha dejado el recuerdo de don Vincenzo.

Luego, con el tono de quien recuerda algo importante, dice el doctor:

—La señorita Orlena se ha prometido.

Fray Leonardo abre mucho los ojos y dice mientras levanta la cabeza:

—¿De verdad? ¿Ya ha vuelto su novio del frente?

—No. Por desgracia sigue allí. Se han prometido por carta. Me lo dijo ella misma ayer.

—¡Lástima de guerra! —musita con tristeza el fraile—. Dios tenga misericordia y salve a ese pobre muchacho…

Un instante después, aparece en la cabecera del puente una mujer joven, esbelta y de cabellos dorados, que lleva recogidos cuidadosamente en la nuca. Es la señorita Orlena Daureli, la enfermera que se ocupa de los análisis clínicos en el hospital.

Fray Leonardo la ve acercarse y dice en voz baja:

—Ahí está esa pobrecilla… ¿Qué hago? ¿Cree que debo felicitarla?

—Desde luego, padre, ¡no le va a dar usted el pésame! —responde irónicamente el doctor Borromeo—. ¡Pues claro que debe felicitarla! Ella está contenta a pesar de todo. No nos pongamos en lo peor y esperemos que su novio vuelva pronto. No podemos faltar a esa boda ni usted ni yo.

—¡Dios le oiga, doctor! Voy a rezar insistentemente para que eso sea así.

Mientras hablan, la enfermera ha llegado ya junto a ellos. Se detiene delante de la puerta de la iglesia y saluda educadamente:

—Buenos días, fray Leonardo; buenos días, doctor.

El vicario la mira muy sonriente y exclama con tono burlón:

—¡Bendito sea Dios! ¡Señorita Daureli, enhorabuena! Así que tiene usted más confianza con el médico que con el fraile.

Ella inclina la cabeza, mirándolo por debajo de sus cejas, fruncidas amistosamente, como diciéndole: «¡Resulta que ya se ha enterado!».

Y Borromeo se apresura a precisar, no sin cierto apuro:

—Se lo he contado yo… Discúlpeme, Orlena…

—No me importa —dice ella tímidamente—. Venía decidida a pedirle al padre Leonardo que fuera él quien nos casara… Cuando pueda ser…

—¡Y yo acepto encantado! —responde el fraile, sin ocultar su alegría.

El doctor no puede contener la risa, y pregunta:

—Y el novio, ¿es que él no pinta nada en este asunto?

Orlena suelta una gran carcajada, y contesta con decisión:

—Al novio le parecerá bien todo lo que yo decida, ¡faltaría más!

—¡Diga usted que sí, señorita Daureli! —exclama fray Leonardo—. ¡Y ya puede estar bien contento con la esposa que Dios le va a dar!

Los tres se ríen durante un rato. Hasta que, de pronto, Orlena deja de reírse, a la vez que el aspecto alegre se aleja de sus facciones. Luego su boca empieza a contraerse poco a poco hasta apretar sus labios. En silencio, fija sus ojos en el rostro del vicario y rompe a llorar discretamente.

El fraile y el médico se quedan desconcertados, ya que la señorita Daureli es una mujer recia y poco dada a exteriorizar sus sentimientos.

—Bueno, bueno —dice fray Leonardo cariacontecido, yendo hacia ella—. ¿Y esas lágrimas ahora?

—No pasa nada… —balbuce ella—. Nada…

En los rostros del fraile y el médico ha desaparecido toda muestra de ironía. Se refugian en el silencio, un poco apurados, mientras Orlena prosigue:

—Nada más que… ¡Esta maldita guerra! A ver si se acaba ya…

Los dos la miran compadecidos y en silencio. Aquella mujer bella y elegante, así, llena de tristeza, despierta en ellos una gran ternura. Hasta que fray Leonardo dice de pronto:

—No hay motivos para llorar, sino para celebrar. Así que permítame usted que le haga un regalo, señorita Daureli.

Dicho lo cual, mete la mano en el bolsillo de su hábito y saca las dos entradas para el cine, añadiendo:

—Vayan usted y su hermana al cine Tuscolo el día de la Ascensión de Nuestro Señor. Tenía guardadas estas entradas para ustedes. Deben celebrar el acontecimiento como se merece. Y nada mejor que ver la película I promessi sposi, basada en la novela de Alessandro Manzoni. ¿Qué mejor ocasión para ello que un compromiso de boda? ¡Además es fiesta!

El doctor Giovanni Borromeo, examinando al fraile, agita admirado la cabeza y dice:

—Me asombra, padre… Pareciera que usted lo tiene siempre todo previsto…

Fray Leonardo ríe socarrón y apostilla:

—¡Nuestro Señor es quien ya lo tiene todo previsto! Así que no nos queda otra que confiar en Él.

Orlena levanta hacia el fraile la mirada. La tristeza desaparece repentinamente de su rostro lleno de lágrimas, y contesta:

—Gracias, padre. Es usted tan bueno…

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Roma, jueves, 3 de junio de 1943