La máquina de los sueños - Daniel Garro - E-Book

La máquina de los sueños E-Book

Daniel Garro

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Beschreibung

Lo que la Máquina dice suena razonable. Lo que la Máquina hace se ve razonable. Lo que las autoridades opinan se oye razonable. Sin embargo, las cosas no son lo que parecen. Y la sospecha surge entre unos chiquillos brillantes y rebeldes que se proponen llegar a la verdad... y descubrir que el mal está escondido y debe revelarse. La máquina de los sueños es una novela juvenil, cuya trama ágil y subyugante le valió el Premio Carmen Lyra en su edición del año 2009. Su publicación marca un hito en el género; por eso su lectura resulta imprescindible.

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Veröffentlichungsjahr: 2014

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Daniel Garro Sánchez

La máquina de los sueños

IlustróRodmi Cordero

Esta obra está dedicada con amor y respeto a mi abuela, Eliette Ureña Tenorio (1932-2001).

Mientras la máquina gobierne, no puede haber ningún conflicto serio en la Tierra en el cual uno u otro grupo pueda incrementar su poderío en beneficio propio, oponiéndose a los intereses del resto de la humanidad. Si la fe popular en las máquinas pudiese ser destruida hasta el punto de que fuesen abandonadas, imperaría de nuevo la ley de la selva.

El conflicto evitable, Isaac Asimov.

Lo que ustedes necesitan –prosiguió el salvaje– son lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo suficiente.

Un mundo feliz, Aldous Huxley.

Todo lo que una persona sea capaz de soñar, otros serán capaces de hacerlo realidad.

Julio Verne

Prólogo

Esta es la historia de los días previos a la Fiesta del agua, en la Ciudad de La Máquina.

I

La Ciudad de La Máquina

Era espectacular, pero inquietante. Había quinientos edificios de centenares de metros de alto, con alargadas formas de obeliscos, diamantes y pirámides, que se apretujaban extrañamente como si fueran un público tratando de ver algo; estos edificios brillaban como plata en lo más alto, con los tonos amarillos del sol, los tonos rosa del cielo y el naranja del atardecer; pero abajo, ya cerca del nivel del suelo, donde la bruma y el esmog flotaban lentamente, como fantasmas perezosos cautivos entre las piernas de hierro de los edificios, todo era oscuro y nebuloso, aún en los días soleados. En algunas de las edificaciones había gigantescas pantallas donde se transmitía noticias, anuncios, propaganda política (invariablemente a favor de La Máquina) y los tediosos mensajes del alcalde, a quien ya nadie hacía caso porque el verdadero gobierno estaba en otras manos.

En el centro de la ciudad se alzaba el edificio más alto de todos; el edificio de La Máquina, y era allí donde realmente estaba el gobierno. Era un grandioso hongo alargado, hecho de hierro negro y de casi dos mil metros de altura. Conforme avanzaba el día, la sombra del edificio, que llegaba a medir decenas de kilómetros, recorría toda la ciudad como un espectro vigilante. En lo alto del hongo había una grandiosa cúpula de hierro y dentro de ella “vivía” La Máquina, aunque eso significaba sencillamente que su cerebro estaba ahí en la cúpula, ya que todo el edificio era La Máquina.

El cielo estaba poblado de varios tipos de vehículos voladores que se movían en filas rápidas, fluidas y ordenadas; había autobuses, camiones de diferentes tamaños, automóviles y la sensación de los jóvenes: los aeroscúteres. Eran como los antiguos escúteres terrestres, solo que provistos de un generador de flotación y un pequeño motor de alta velocidad. En la parte baja y oscura de la ciudad, los vehículos terrestres avanzaban lenta y pesadamente, atrapados en fastidiosos embotellamientos de kilómetros y kilómetros. En el cielo, a pesar del orden con que se movían los vehículos, de vez en cuando había ineptos que trataban de ir más rápido que los demás y ocasionaban choques; en el mejor de los casos, el choque no era muy grave y las naves quedaban flotando a la espera de los mecánicos y los oficiales de tránsito; en el peor de los casos, cuando el choque sí era demasiado grave, las naves averiadas caían hasta perderse en la oscuridad de la parte baja de los edificios.

En la entrada principal de la ciudad, donde pasaba la gran carretera de ocho carriles (que invariablemente permanecían obstruidos con los vehículos terrestres), había una colosal estatua de hierro plateado de un hombre musculoso que sostenía un mazo de trabajo en su mano derecha, junto a la cintura, y una antorcha en su mano izquierda, apuntando hacia el cielo. Era el Monumento del Obrero, y medía casi trescientos metros de altura; los ocho carriles de la autopista circulaban entre sus pies.

Había un grupo de chicos a quienes les gustaba reunirse para hablar, contar chistes y hacer competencias. Ese día, a mitad de la tarde, el primero de ellos llegó volando en su aeroscúter y se posó en la cabeza del Obrero, cuyo hierro plateado ya empezaba a refulgir con los tonos rojos del atardecer. Su nombre era Richi, tenía once años; era el tipo de muchacho que nunca tomaba nada en serio, todo le parecía chistoso y le gustaba hacer bromas por cualquier cosa. Sus amigos lo molestaban diciéndole “tonto” porque siempre estaba distraído, jamás parecía entender lo que le decían y pasaba su tiempo diciendo tonterías. Lo molestaban también por su escaso atractivo, ya que tenía piernas torcidas, cara de ratón, orejas enormes y apenas un escuálido bucle de cabello rubio en la frente. Sin embargo, a él no le molestaba que le dijeran tonto porque no le interesaba ser un chico sabelotodo engreído, ni tampoco le importaba que le dijeran que era feo porque tenía la esperanza de crecer y convertirse en un modelo de ropa de caballeros. Él afirmaba que todos los hombres más cotizados de la moda y el cine fueron chicos feos y cómicos.

Esa tarde, mientras esperaba a sus amigos, Richi contemplaba embelesado a la guapa reportera que daba las noticias en las pantallas gigantes:

En otras noticias, los alumnos y profesores de la Escuela Preparatoria del Oeste iniciaron un movimiento de protesta contra la nueva selección de textos obligatorios, en la que se suprime por completo la literatura y solo se incluye el Tratado del Buen Gobierno y el Manual de Principios Fundamentales de La Máquina…

El cabello y los ojos de la periodista tenían el color negro más negro que Richi había visto en la vida, y sus labios eran rojos, encendidos, carnosos y apretados. Cuando hablaba, su rostro apenas se movía, sus cejas saltaban de vez en cuando y en ocasiones ladeaba la cabeza para acentuar alguna frase importante de la noticia; pero sus labios se movían de una forma que hacía temblar al muchacho cara de ratón, sin que él entendiera por qué. Tendrían que pasar algunos años para que Richi supiera la causa; pero, mientras tanto, observaba a su chica de cabello negro y labios apretados dejando que sus recién estrenadas hormonas lo hicieran sentirse misteriosamente enamorado de ella.

Un grupo de delincuentes juveniles, que se hace llamar “Los Hijos de Hermes”, se manifestó escribiendo consignas en las paredes de la escuela, todas en contra de La Máquina y su plan educativo...

Cuando las pantallas mostraban alguna otra cosa que no fuera de su interés (es decir, todo aquello que no fuera la reportera), Richi seguía los movimientos del tránsito aéreo esperando algún sensacional choque, pero no hubo ninguno; la tarde amenazaba con ser bastante aburrida.

Llegaron dos chicos en otro aeroscúter un poco más grande que el de Richi. Uno de ellos era bastante alto y gordo, a pesar de que solo tenía diez años; pero su cara redonda era sonriente y agradable. Se llamaba Tomi; era uno de los más inteligentes de la escuela y soñaba con ser arquitecto para construir ciudades espaciales. El otro chico venía muerto de miedo y temblaba como un pollo, abrazando a Tomi para no caerse de la nave. Su nombre era Alex, tenía doce años y le daban pánico las alturas; era alto y bastante atractivo, pero siempre lucía enfermo y asustado; sus notas eran las mejores de la escuela, mejores que las de Tomi, incluso. Su sueño era viajar a la Luna.

—¡Hola, tonto! –saludó Tomi.

—¡Hola, gordo! –contestó Richi–. ¡Hola miedoso!

—No me digas miedoso –protestó Alex.

—¿Cómo están los choques? –preguntó Tomi.

Richi torció la boca, se rascó la cabeza y respondió:

—Mal, solo ha habido uno, pero no tuvo gracia; chocó un taxi con un camión, pero no cayeron; ni siquiera se pelearon; solo se dieron la mano y se fueron.

—¡Qué farsa!

—Ayer vi uno muy bueno; chocó un autobús contra un auto corriente y los dos cayeron, pero no pude ver qué más pasó porque el inspector Hufa andaba por ahí.

El inspector Hufilenstky era el jefe de policía; un sujeto oscuro y grosero al que todos los chicos le temían como si fuera Drácula.

—¿Y por qué yo no me di cuenta de eso? –preguntó Tomi, al escuchar lo del choque del autobús.

—Por estar en tu casa, comiendo, ¡gordo!

—Yo soy gordo porque paso estudiando para no ser un tonto como tú, ¡tonto!

—Alex también es inteligente y no está gordo, ¡gordo!

—Sí, pero Alex es un amargado.

—Oye, no la agarres conmigo –volvió a protestar Alex.

—Pero es que es cierto –insistió Tomi.

—Sí, pero no importa, no la agarres conmigo. ¡Agárrasela a Richi!

Todos soltaron una carcajada.

—¡Jaja! ¡¿Lo ves?! ¡¿Lo ves?! –gritó Alex, triunfalmente–. Soy tan amargado que ya los hice reírse, ¡gordo!

De pronto, Richi exclamó, señalando hacia arriba:

—¡Uy, casi chocan dos cisternas!

—Aquel no es una cisterna –corrigió Tomi–, es un camión normal, ¡tonto!

—¡Es lo mismo!

—No, no es lo mismo. La cisterna explota, el camión normal no. Ya te hice trescientos dibujitos explicándote eso, ¡tonto!

—Dibuja esto, ¡gordo!

Y le enseñó el dedo del centro.

—¡A que te lo dibujo!

Tomi sacó papel y lápiz de la guantera de su aeroscúter, se sentó sobre el metal rugoso y empezó a dibujar.

—Dibújalo –lo desafió Richi, sin bajar el dedo.

—¡Te lo dibujo!

—Dibújalo.

—¡Te lo dibujo!

—Dibújalo.

—Vas a ver... vas a ver...

Tomi empezó a dibujar, mientras Alex lo observaba con mucha atención.

Alex sentía que su sueño de viajar a la Luna estaba de alguna forma relacionado con el sueño de Tomi de construir ciudades espaciales; por eso siempre mostraba interés cuando Tomi dibujaba, aunque en este caso no estaba dibujando ninguna fantástica estructura espacial; tan solo estaba dibujando la malacrianza de Richi.

En ese instante apareció el aeroscúter más hermoso que alguna vez cruzara los cielos... y su dueña era la chica más hermosa que alguna vez cruzara los doce años. Se llamaba Tania; sus ojos eran enormes, brillantes y expresivos, del color de la hierba. Su cabello era magnífico, pero extraño; era verde, cosa que nadie sabía explicar, y había crecido tanto que a veces ella podía dormir envuelta en él como si fuera un capullo; pero había aprendido a doblarlo cuidadosamente para meterlo debajo de una abultada gorra sin dañarlo, y nadie se imaginaba que tuviera semejante melena. Le encantaba usar la gorra con la visera hacia atrás, y siempre andaba guantes negros, un millón de pulseras negras, una larga cadena plateada en el cuello y una gigantesca argolla en su oreja izquierda. Su figura pretendía ser rebelde y agresiva, pero nunca perdía su encanto de chica. Desde pequeña vestía con pantaloncillos cortos y camisetas ajustadas, para verse más fuerte y poder competir con los varones en todos los juegos. No se había percatado de que ya casi era una adolescente y su atuendo inquietaba a los chicos, que empezaban a detectar en ella y en su ropa corta y ajustada las primeras señales de la mujer que llegaría a ser.

A Tania le aburrían las muñecas y las casitas; le parecía que eso era para chicas tontas que no sabían nada y que vivían como en la Edad de Piedra. Su verdadera pasión eran los motores, los vehículos rápidos y las naves; su aeroscúter era una máquina primorosa que ella misma había construido casi completamente. La nave de Tomi era buena y rápida porque a él le interesaba la ingeniería, pero nadie en la ciudad había llegado jamás a tener una nave tan extraordinaria como la de Tania. Ella le había adaptado una carrocería más fuerte y aerodinámica, de brillantes colores plateados y rojos; le había movido el asiento para poder llevar a una persona más (los aeroscúteres normales solo tenían espacio para dos personas), le había cambiado el generador de flotación por uno más grande para aguantar más peso y le había instalado unas pequeñas alitas que aumentaban la estabilidad del aparato. ¡Con todos esos cambios podía llevar a tres personas y maniobrar a toda velocidad sin perder el control! Y como si fuera poco, Tania le había cambiado también el motor e instalado un propulsor de automóvil que lanzaba fuego al encenderse.

No había chico alguno en la ciudad que no envidiara el aeroscúter de Tania... y tampoco había chico alguno en la ciudad que no estuviera enamorado de ella.

—¡¿Qué hay, chicos?! –saludó, apeándose de la nave, que refulgía poderosamente con la luz del atardecer.

—Lo mismo de siempre –contestó Alex–. Tomi y Richi compiten para ver quién es más perdedor.

—Ñañañañaña, amargado –replicó Richi; después se dirigió a Tania–: ¿Qué cuentas, ricura?

—¡Ricura tu abuela, cara de ratón!

—Así me aman las chicas, con cara de ratón.

—Sí, ¡cómo no!, roedor.

—Yo sé que suspiras por mí, cariño; aunque no lo reconozcas.

Tania hizo una mueca de repulsión.

Tomi concluyó su dibujo, se puso en pie y proclamó:

—¡Suspira con esto, tonto!

Y mostró un estupendo dibujo de la mano de Richi con el dedo del centro arriba.

El dibujo era perfecto; había detallado las pequeñas arrugas de la piel, los lunares, las venas y hasta el brillo de las uñas, y las proporciones del tamaño de los dedos y la mano eran exactas. Parecía una fotografía.

Tania exclamó:

—¡Uuuaaaaooo!

—Ay, sí, qué lindo, Picasso –se burló Richi–. ¡Picasso gordo!

—¡Cállate, tonto! –lo reprendió la chica–. ¡Tomi, está genial!

—Gracias, preciosa. ¿Viste, roedor? Las chicas prefieren a los inteligentes; no a los tontos con cara de ratón que eructan.

—¡Cómete esto, gordo! –respondió Richi.

Y le eructó en la cara.

—¡Ay, asqueroso! ¡Puerco y asqueroso! –se quejó Tania, arrugando la nariz.

—Igualmente, ya sabemos que a Tania solo le gusta Ariel y nada más –dijo Alex.

—¡¿Cómo se te ocurre?! –protestó ella.

—¡Miren! –señaló Richi-. ¡Se puso roja!

Y los tres amigos cantaron en coro:

—¡Se puso roja! ¡Se puso roja! ¡Se gustan! ¡Se gustan!

De pronto, una voz detrás de ellos preguntó:

—¿Quiénes se gustan?

Todos se volvieron asustados.

Había llegado el chico que faltaba para completar el grupo.

Se llamaba Ariel, y era la persona más extraña, misteriosa e interesante que ellos habían conocido en la vida. Era huérfano y vivía en las calles, no asistía a la escuela y nunca se sabía qué comía o qué hacía para vivir. Pero lo curioso es que no aparentaba ser un chico de las calles, nunca andaba sucio ni desarreglado; siempre vestía un raro atuendo exótico de color blanquísimo parecido a la sotana de un monje, y nunca se sabía cómo, cuándo o dónde lo lavaba para mantenerlo tan limpio. Era más alto que los otros chicos porque era mucho mayor; tenía catorce años, o al menos eso decía él. Su cabello era negro, un poco largo y extremadamente suave, casi como el de una mujer; sus ojos eran azules, su nariz pequeña y puntiaguda, y su boca apenas una leve mancha triangular. Era callado y misterioso, pero aun así se mostraba siempre amigable; siempre sonreía, siempre le parecía bueno y bonito todo lo que hacían los demás y siempre tenía algún buen consejo que dar a sus amigos. Por eso a ellos les fascinaba estar con él... y también por sus “trucos de magia”, como el de aparecer de pronto en cualquier lugar. Ariel podía llegar a cualquier sitio sin que lo vieran ni escucharan porque él no llegaba en aeroscúter; él no necesitaba aeroscúter para viajar a cualquier parte de la ciudad... no necesitaba aeroscúter para volar.

—¡Oye, no aparezcas así de pronto! –dijo Richi.

Ariel los miró a todos sonriendo, sin decir nada; esa era su forma de saludar.

Pero la sonrisa que le dedicó a Tania fue un poco diferente, más afectuosa y larga.

—¿Qué estaban diciendo? –preguntó–. ¿Que Tania y yo qué?

Ella se apresuró a responder:

—¡Nada, nada, en serio, no era nada!

Tomi y Richi susurraban maliciosamente; ella los reprendió:

—¡Cállense! Ya que estamos todos, ¿vamos a jugar? –miró a Ariel, con los ojos brillantes–. ¿Vamos a jugar con la esfera?

—¡Sí, con la esfera, con la esfera! –exclamó Richi.

—¿Podemos, Ari? ¿Ah? ¡Porfis! ¡Porfis!

Richi, Tomi, Tania y hasta el mismo Alex empezaron a canturrear:

—¡Esfera! ¡Esfera! ¡Esfera! ¡Esfera...!

—Bien, bien –aceptó Ariel–, ¡juguemos!

Los chicos celebraron.

Ariel levantó su mano, con la palma bien abierta hacia arriba. Un punto de luz apareció en el centro de su mano, creció un poco y se convirtió en una temblorosa esfera de luz blanca.

—¡A sus naves! –exclamó Tomi.

Cada quien subió a su aeroscúter y encendió el motor. La nave de Tania tronó escandalosamente como las antiguas motocicletas y lanzó una bocanada de fuego por el propulsor.

—Pero esto solo lo ganan los más ágiles –indicó Richi, siempre con ganas de molestar–; o sea, ni sueñes, gordo.

—Mentira –respondió Tomi–; como dijiste, lo ganan los más hábiles; o sea, ya quedaste fuera, tonto.

—Disculpen los dos, pero esto lo gano yo –concluyó Tania.

—Nunca nadie lo ha ganado.

—Tal vez hoy gane alguien –dijo Ariel–. ¡¿Listos?!

—¡Listos!

Ariel lanzó la esfera y los chicos salieron volando en sus naves, persiguiéndola.

El juego de perseguir la esfera siempre era largo, frenético y hasta peligroso, pero sencillamente fantástico. La esfera volaba por toda la ciudad, rebotaba en las paredes de los edificios, en el suelo y en la carrocería de los autos, y los chicos debían tratar de capturarla. A veces, Ariel movía las manos como si estuviera controlándola, y la hacía cambiar de dirección para hacerlo más difícil. Por eso es que nadie nunca había ganado el juego; aunque la que siempre había estado más cerca de lograrlo era Tania, gracias al poder de su nave, que volaba como un brillante cóndor plateado. No se sabía qué diablos era la tal esfera, no se sabía cuál era el truco de Ariel para producirla y controlarla, ni se sabía qué era esa mágica luz blanca que surgía de su mano; pero a los chicos no les interesaba. Lo único importante es que era grandioso y divertido.

La esfera se escurrió entre dos edificios que estaban demasiado próximos, y el aeroscúter de Tomi golpeó levemente la nave de Richi cuando ambos fueron tras ella.

—¡No me estorbes, tonto!

—¡Es difícil no estorbarte, gooooordo! ¡Jejejejejeje...!

—¡Vas a ver, cara de coneja!

Cuando la esfera rebotaba en alguna superficie, emitía un destello azulado y un ruido de golpe eléctrico, como en los videojuegos. La gente se asomaba a las ventanas y maldecía a los chicos; los conductores de los vehículos aéreos también protestaban airados cuando la esfera los golpeaba o cuando alguno de los aeroscúteres se mezclaba en el tránsito. Richi y Tomi preferían no acercarse tanto a las otras naves, pero Tania sí cruzaba intrépidamente las rutas de tránsito y hacía toda clase de piruetas y zigzagueos entre los vehículos a altísima velocidad. En ocasiones, Tomi la miraba y quedaba atónito, pensando: ¡Rayos! ¡Debe de ser la mejor pilota del mundo! Y si esto es con doce años, ¡cuando sea adulta va a ser la mejor pilota del universo!

Tania se escondió detrás de una pequeña torre de comunicaciones, donde Ariel no pudiera verla, y aguardó a que la esfera pasara para atraparla; pero el chico la desvió y ni la máxima velocidad del aeroscúter de Tania pudo darle alcance. Ella se ocultó cinco veces más para tratar de efectuar la maniobra, pero las cinco veces sucedió lo mismo; Ariel desviaba la esfera antes de caer en la trampa.

Entonces, Tania voló hacia la cabeza del Obrero y se acercó a Ariel para poder hablarle:

—Oye, ¿cómo sabes lo que voy a hacer? ¿Me estás leyendo la mente?

—Tal vez –contestó Ariel.

—En serio, ¿puedes leer mi mente?

—Tal vez.

—Entonces nunca vamos a ganarte.

—Tal vez.

—¡¿Puedes decir algo que no sea “tal vez”?!

Ariel lanzó una breve carcajada y repitió:

—¡Tal vez!

La chica gritó “¡idiota!” y regresó a la persecución de la esfera.

Alex miraba todo desde la cabeza del Obrero, junto a Ariel. Había una extraña mezcla de deleite y tristeza en su cara; deleite por presenciar el espectáculo de las naves volando detrás de la esfera y tristeza porque deseaba hacer lo mismo, pero se sentía incapaz.

Ariel pareció adivinar las inquietudes de Alex y le preguntó:

—Oye, Alex, ¿cómo vas a ir a la Luna si le tienes miedo a las alturas?

—No lo sé –contestó su amigo–; realmente creo que nunca voy a ir; de cualquier forma era una tontería.

Ariel lo miró bondadosamente y empezó a hablar fingiendo que lo hacía distraído, como si lo que estaba diciendo no fuera tan importante; pero Alex lo escuchaba con suma atención:

—Alex, todo lo que existe, existe porque alguien lo soñó; las ciudades, las máquinas, la música... las naves que van a la Luna. Mira cualquier edificio; aquel de allá, el que tiene forma de diamante –señaló uno de los edificios más altos y hermosos de la ciudad; brillaba como la hoja de un cuchillo.

—Ese edificio –prosiguió Ariel– seguramente fue construido por alguien como Tomi, que se sentaba a dibujar soñando con ser arquitecto. Si crees que tu sueño es una tontería, entonces todo el mundo es una tontería, porque cada cosa que existe es el sueño que alguien tuvo. Alguien soñó con ese edificio. Y alguien soñó con ir a la Luna y construyó las naves que viajan hasta allá, para que personas como tú puedan ir. Y ya has avanzado mucho; antes no te podías subir ni a un banquito, y ahora te subes con los chicos en el aeroscúter y estás en la cabeza del Obrero. Otro día llegarás a la antorcha... y después irás a la Luna.

Alex sonrió; levemente, pero sonrió. Siempre que escuchaba a Ariel, le parecía que su voz era hipnótica y relajante, como la de un sacerdote o la de un psicólogo.

Después de jugar durante casi dos horas, cuando ya Richi y Tomi lucían exhaustos y el anochecer comenzaba a apagar el brillo de las torres, Tania logró atrapar la esfera; pero ella notó que había sido muy fácil porque la esfera disminuyó su velocidad de pronto.

Se acercó a la cabeza del Obrero y protestó:

—¡Hey! ¡Te dejaste ganar!

Ariel se carcajeó alegremente y contestó:

—¡Tal vez! ¡Tal vez!

—¡Uy, te odio! ¡Vas a ver! –gritó Tania, y se lanzó hacia él con el aeroscúter.

Sin dejar de reír, Ariel corrió y saltó al vacío desde la cabeza del Obrero; Alex gritó aterrado y Tania se lanzó en picada detrás de Ariel.

Pero Ariel no estaba en peligro, porque hizo otro de sus “trucos”. Disminuyó su velocidad de caída poco a poco; cruzó las piernas y se puso las manos en la nuca, como si estuviera plácidamente acostado en una hamaca, y cerró los ojos mientras caía con la suavidad de una pluma. Tania pasó volando junto a él y gritó, entre risas:

—¡Eres insoportableeee...!

Cuando estaba a punto de llegar al suelo, Ariel se detuvo, flotó durante algunos instantes, mirando a todos lados con aire distraído; tocó el pavimento con la punta del pie, hizo un par de graciosos giros de bailarina y terminó de posarse elegantemente en la calle, junto al enorme pie del Obrero. La chica aterrizó frente a él y suspiró:

—Eso fue increíble.

Él hizo una reverencia.

—¿Alguna vez me dirás cómo haces estas cosas? –preguntó ella.

—Un mago no revela sus secretos –contestó él.

Richi y Tomi pasaron a recoger a Alex en la cabeza del Obrero y luego bajaron hasta la calle. Ya casi era totalmente de noche y el sitio se estaba poniendo nebuloso y oscuro; algunas luces se encendieron tímidamente por aquí y por allá, pero no lograban quitar lo tenebroso de esas partes bajas de la ciudad. Al otro lado del pie del Obrero, y más allá de un alto muro de concreto, estaba la carretera principal, llena de autos, pero el muro no dejaba que las luces de estos iluminaran los alrededores.

—Bueno, el día de hoy, por primera vez, Tania es la ganadora –sentenció Ariel, con la esfera de luz en la mano.

—¡Pero no se vale! –protestó Richi–. ¡La dejaron ganar! ¡Así cualquiera...!

—Shshshsh, silencio, miren –indicó Tomi.

Había un hombre a cierta distancia de ellos; era tan solo una sombra, pero los chicos sabían perfectamente de quién se trataba: el inspector Hufilenstky.