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La mejor unión E-Book

DONNA ALWARD

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Beschreibung

Ambos resolverían sus problemas con aquel matrimonio temporal… Alexis Grayson sabía muy bien cómo cuidar de sí misma, pues llevaba haciéndolo toda la vida. Y seguiría haciéndolo por mucho que ahora estuviese embarazada y sola. Sin embargo, el guapísimo vaquero Connor Madsen parecía haberse empeñado en cuidarla y a cambio Alexis podría ayudarlo… necesitaba una esposa temporal y ella necesitaba un lugar donde vivir hasta que naciera el bebé. Pero en cuanto Alexis empezó a conocer bien a aquel hombre valiente y honrado, se preguntó si no habría cometido el mayor error de su vida. Porque aquella esposa de conveniencia quería ahora un matrimonio de verdad.

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Seitenzahl: 193

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Donna Alward

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mejor unión, n.º 2132 - mayo 2018

Título original: Hired by the Cowboy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-186-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SEÑORITA? Despiértese. ¿Puede oírme?

Alex escuchó primero una voz profunda y, poco a poco, comenzó a recuperar la visión.

–Oh, gracias a Dios. ¿Está bien?

Confundida, Alex miró para ver de dónde venía la voz. Esforzándose por enfocar la vista, se encontró de frente con el par de ojos marrones más hermosos que había visto jamás. Eran impresionantes, oscuros y con vetas doradas, grandes y rodeados de espesas pestañas.

Se dijo que los hombres no deberían tener ojos tan hermosos y, de pronto, se dio cuenta de que el propietario de aquellos ojos la sujetaba en sus brazos.

–¡Oh, cielos!

El extraño la sujetaba de un brazo y de la espalda para ayudarle a levantarse.

–Despacio. Se ha desmayado.

«¿De veras? No me había dado cuenta. Estaba demasiado inconsciente», pensó responder Alex. Pero se contuvo al ver preocupación sincera en la mirada de su interlocutor.

Él se aseguró de que Alex se mantuviera estable sobre sus pies antes de soltarla y se quedó cerca, como si no confiara en que pudiera sostenerse.

–Lo siento mucho –se excusó ella, sacudiéndose los pantalones y evitando mirarlo. Aunque sólo lo había visto un segundo, su imagen se le había quedado grabada. No sólo sus ojos, también su cabello moreno, sus labios y su figura vestida con un traje gris.

Alguien con el aspecto de aquel hombre no encajaba en su mundo, pensó ella, y siguió sin mirarlo, avergonzada. No levantó la vista más allá de sus zapatos… de cuero marrón, relucientes, sin una mota de polvo ni de tierra. Los zapatos de un hombre de negocios.

–No tiene nada que sentir. ¿Seguro que está bien?

Ella se inclinó para tomar su bolso. La primera vez que había intentado hacerlo, todo había comenzado a darle vueltas y se le había nublado la visión. Así que se agarró al banco para sujetarse, por si acaso. Con horror, se percató de que se le había caído el zumo de manzana y que estaba chorreando por toda la calzada. Agarró la botella del suelo y miró a su alrededor, buscando un cubo de la basura.

–Estoy bien –respondió, y lo miró por fin a la cara. Se sorprendió al verlo realmente preocupado. Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por ella. Era un extraño, pero la expresión de su cara demostraba que le importaba cómo estuviera ella–. Aún no le he dado las gracias por impedir que me cayera.

–Se puso blanca como la nieve.

Alex echó un rápido vistazo alrededor. Los viandantes que podían haber visto lo sucedido ya se habían ido y todos seguía su curso normal; nadie reparaba en ellos. Un rostro más entre la multitud. Eso es lo que ella era. Pero ese hombre… El señor desconocido se había percatado de su malestar y se había acercado para ayudarla.

–Estoy bien. Gracias por su ayuda. Sólo necesito sentarme un momento –dijo ella, a modo de despedida.

Con galantería, el extraño se echó a un lado para dejarle pasar y, cuando Alex se hubo sentado, se sentó también.

–¿Necesita un médico?

Alex se rió. Claro que lo necesitaba. Pero un médico no podía curar su problema.

–No.

La respuesta de Alex fue definitiva y, por el gesto que puso él, estuvo claro que había entendido el mensaje. Sin embargo, se sintió culpable por haber sido tan brusca.

–Pero gracias de nuevo, señor…

–Madsen. Connor Madsen –se presentó él, y le tendió la mano.

Ella estrechó su mano. Era cálida y sólida y un poco ruda. No eran las manos de un banquero, como había creído. Eran manos de trabajador. Manos sólidas.

–Alex –se presentó ella.

–¿Sólo Alex?

–Sí, sólo Alex.

Estaban a comienzos del mes de junio y hacía mucho calor. Alex notó cómo su camiseta de manga larga le asfixiaba y se pegaba incómoda a sus pechos. ¿Y por qué diablos se había puesto vaqueros en un día como aquél? Una ola de calor a comienzos del verano no era algo tan poco común y la temperatura no hacía más que acentuar su dolor de cabeza y su sensación de mareo.

Había elegido las ropas que llevaba porque no le había quedado otro remedio, así de sencillo. Los pantalones cortos le quedaban demasiado apretados y, al menos, con los vaqueros podía respirar.

Un pesado silencio cayó entre ellos y el mundo amenazó con tambalearse de nuevo para Alex. La sensación pasó poco a poco, mientras respiraba despacio y profundamente.

–Por el amor del cielo –murmuró ella.

Él rió, con un sonido tan masculino que un extraño oleaje recorrió el estómago de Alex.

–¿Así que sólo Alex? Intrigante. ¿Tus padres querían un hijo? –preguntó él, comenzando a tutearla.

–Seguramente –respondió Alex, sin poder creer que el desconocido siguiera ahí todavía. Después de todo, a pesar de haber caído desmayada en sus brazos, no había hecho nada para incitarlo. Por otra parte, su comentario educado no había hecho más que despertar en ella una antigua sensación de tristeza ante todo lo que tenía que ver con sus padres–. Mi nombre completo es Alexis McKenzie Grayson.

–Es un nombre muy largo para alguien tan pequeño como tú –señaló él, con mirada cálida.

–Alex por Graham Bell y MacKenzie por el primer ministro, ¿sabes? ¿Planeas emplearlo para el informe médico por si me vuelvo a desmayar?

Él rió y negó con la cabeza.

–Tienes mucho mejor aspecto. Pero se te cayó el zumo. ¿Quieres que te traiga algo fresco para beber? –se ofreció, dirigiendo su mirada a la tienda que había detrás de ellos.

El estómago de Alex rugió ante el sólo pensamiento de una bebida dulce y gaseosa. Apretó los labios.

–¿Estás hambrienta? Hay un puesto de perritos calientes un poco más abajo.

Alex se puso de pie, intentando tomar un poco de aire fresco y tratando de sacarse de la cabeza la imagen de un grasiento perrito caliente. Pero se levantó demasiado rápido, le bajó la presión sanguínea y su visión se nubló de nuevo.

Él la sujetó al instante, pero la bolsa de papel que Alex llevaba en la mano se le cayó al suelo, con todo lo que contenía.

Tomándola de las muñecas, le ayudó a sentarse.

–Pon la cabeza entre las piernas –ordenó él con tono calmado.

Por alguna razón, Alex obedeció.

–Lo siento mucho –se disculpó ella minutos más tarde, después de incorporarse, evitando mirarlo a los ojos y sintiendo el peso del silencio entre ellos. Se había caído no sólo una vez, sino dos, enfrente de su Caballero Andante particular. Que, por cierto, resultaba un poco molesto de ver ahí sentado, tan perfecto, tan calmado.

Esperaba que él se disculpara y se fuera a toda prisa pero, en lugar de eso, se arrodilló y comenzó a recoger lo que se había caído al suelo.

Cielos. Alex se sintió humillada por completo cuando su «salvador» se detuvo con el frasco de vitaminas para embarazadas en la mano y la miró a los ojos, como si ya lo comprendiera todo.

–Felicidades.

Alex esbozó una débil sonrisa. Él no sabía nada. No tenía por qué saber que su vida se había puesto patas arriba después de aquel test de embarazo que había dado positivo hacía sólo unas pocas semanas.

–Gracias.

Él la observó con detalle y volvió a sentarse a su lado.

–No pareces contenta. ¿No lo tenías planeado?

Alex pensó que debía terminar la conversación en ese mismo momento. Después de todo, aquel hombre no era más que un extraño.

–No es asunto tuyo.

No tenía por qué hacerle partícipe de sus problemas personales. Eran cosa suya y ella sola los resolvería. De una forma u otra.

–Te pido disculpas. Sólo quería ayudar.

Ella agarró el frasco de vitaminas y lo metió en su bolso.

–Nadie te pidió ayuda.

–No, no me pediste ayuda. Pero yo te la he ofrecido de todas formas.

Lo cierto era que nadie más parecía estar dispuesto a ayudarla. Estaba sola, casi sin trabajo y embarazada. Nadie la esperaba en casa. Casa… Hacía mucho tiempo que no tenía un verdadero hogar. Demasiado tiempo. Cinco años, para ser exactos. Cinco años era demasiado tiempo para estar de un lado para otro.

En ese momento, estaba durmiendo en el suelo de la casa de un amigo de un amigo. Su espalda se resentía cada mañana, pero era lo mejor que podía hacer mientras tanto. Se dijo a sí misma que encontraría una solución. Siempre lo había hecho, desde que se había quedado sola y sin un penique a los dieciocho años.

Connor tenía un rostro amistoso y era la primera persona que parecía interesarse por ella. Tal vez, por ello, Alex se decidió a responderle.

–Sí, este bebé no estaba planeado. Ni mucho menos.

–¿Y el padre?

–Como si no existiera –replicó ella, mirando hacia otro lado.

–¿Entonces estás sola? –quiso saber él, tras observarla pensativo durante unos segundos.

–Amarga y completamente –confesó ella, sin poder evitar un tono de desesperación en su voz. Al darse cuenta, quiso ser fuerte y no quejarse por lo que no podía cambiar. Así que volvió a hablar con un tono más firme y seguro–: Pero me las arreglaré. Siempre lo he hecho.

Connor se inclinó hacia delante en su asiento, apoyando los codos sobre las rodillas.

–¿Tu familia te ayudará?

–No tengo familia –contestó ella con rotundidad, para impedir que siguiera ahondando en ese tema. No tenía a nadie. Todos aquéllos que realmente le importaban se habían ido. A veces conseguía olvidarse, pero en aquel momento, embarazada y sin perspectivas de futuro, se sintió más sola y aislada que nunca.

–¿Te encuentras mejor? –preguntó Connor tras un largo silencio, y sonrió con amabilidad–. ¿Quieres un té o algo?

El corazón de Alex se estremeció ante aquel extraño que le mostraba tanta generosidad.

–No te preocupes. Estoy bien.

–Hazme ese favor. Aún estás un poco pálida. Me harás sentir mejor.

Era una oportunidad que no debía rechazar. La vida social de Alex no era demasiado activa.

–Un té puede sentarme bien. Gracias –replicó, y se colgó el bolso al hombro–. ¿Adónde vamos, Connor Madsen?

–Hay un pequeño café a la vuelta de la esquina.

–¿Invitas a todas las chicas ahí o qué?

–No creo que haya invitado a ninguna antes, de hecho –respondió Connor, ajustando su paso al de ella.

–Pues yo no soy una chica fácil.

–¿Vienes conmigo o no? –dijo él, y se quitó la chaqueta del traje para doblarla sobre su brazo–. Si te soy sincero, no paso mucho tiempo en la ciudad abordando a chicas. Ni haciendo ninguna otra cosa.

Connor vestía una camisa blanca que remarcaba sus anchos hombros, con pantalones ajustados a una esbelta cintura. Alex no creía que hombres tan atractivos existieran, y ahí estaba ella, yendo a tomar té con uno. Uno que la había visto desmayarse.

–Si no eres de la ciudad, ¿de dónde eres? –preguntó ella, tratando de enfocarse en conversación superficial.

–Tengo un rancho que está a dos horas al noroeste de aquí.

–Ah –dejó escapar ella, y pensó que, al menos, no tendría que preocuparse por volver a verlo. Lo recordaría como un sueño bizarro. Un caballero de reluciente armadura–. ¿Es éste el sitio?

–Así es.

Connor abrió la puerta para ella, mostrando sus buenos modales, y la acomodó en una silla, antes de ir a pedir las bebidas.

Estaba en un café de moda que no parecía ser del estilo de ninguno de los dos. Alex imaginaba a su acompañante como el visitante actual de la cafetería local, tomando café solo en una taza blanca mientras una camarera de mediana edad le recitaba el menú del día. A pesar de su apariencia, tenía la impresión de que Connor no se sentía del todo cómodo con un traje.

El lugar tampoco era el tipo de sitio que Alex frecuentaba. Solía comprar café de una máquina expendedora o tomarlo de detrás de la barra del bar donde trabajaba. Aunque no había tomado mucho café en las últimas semanas.

Enseguida, Connor regresó a la mesa con dos tazas humeantes… una de menta poleo y otra de café solo. Alex se sintió agradecida porque él hubiera elegido una infusión de hierbas para ella, en atención a su embarazo.

–Gracias por el poleo. Es un detalle.

–Tengo que admitir que le pedí a la camarera algo sin cafeína. Y el poleo puede ser relajante –replicó él, y le ofreció algo más, envuelto en papel–. Te he traído unas galletas, por si tienes bajo el azúcar.

Alex se preguntó por qué aquel hombre parecía saber tanto sobre el embarazo, mientras desenvolvía las galletas y probaba un bocado. Sabían bien. Dio un sorbo al poleo y se sintió mejor.

–Gracias. Nos sentará bien.

–Me alegro. No me gustaría que volviera a repetirse lo de antes –señaló él, relajándose.

Alex se rió un poco.

–Tendrás que pensar en algo para abordar a tu próxima damisela en peligro.

Connor tomó un pequeño trago de su café, que parecía estar muy caliente.

–Me pareció que lo necesitabas. Además, mi abuela me desollaría vivo si no ayudara a una dama en apuros.

–Creí que la caballerosidad había desaparecido.

–Pues no –dijo él, con una breve sonrisa–. Además, así puedo demorarme.

–¿Cómo?

–Tengo una reunión a mediodía. Y preferiría no ir.

–¿Por qué? –preguntó ella, fijando en él sus ojos.

–Bueno, es una historia muy larga –contestó él, evitando mirar a su compañera de mesa–. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué planes tienes para el bebé?

Alex tomó otro trago de su infusión para calmar la ansiedad que sentía en el estómago.

–Pues nuestros planes están bastante abiertos. Estoy trabajando, por el momento. Intentando pensar qué haré después. Es un empleo temporal.

–No eres de por aquí. Lo noto en tu acento.

–No. De Ottawa.

–Me pareció escuchar un acento del este –afirmó él, con una sonrisa–. Pero hay tanta gente de fuera viviendo aquí… ¿Llevas mucho tiempo?

–Llevo aquí tres semanas, dos días y veintidós horas –respondió ella–. Trabajo en el pub Pig´s Whistle por el momento.

Alex sabía que tendría que encontrar algún trabajo donde no hubiera tanto humo. Pero las propinas eran buenas y le costaría mucho encontrar un jefe tan comprensivo como Pete había sido con ella.

Connor no necesitó saber nada más para darse cuenta de lo que ella estaba pensando. Era un trabajo sin futuro. No podría sustentar con él al bebé.

Cuando Connor frunció el ceño, Alex se sintió como si no hubiera pasado alguna prueba. Lo que era ridículo. Porque no se conocían y no volverían a verse, así que lo que él pensara no debía importarle nada. Ella se estaba esforzando en buscar una solución. Que no la hubiera encontrado todavía no significaba que nunca lo haría. Diablos, llevaba años saliendo del paso sola. Su situación actual iba a necesitar un poco más de esfuerzo, eso era todo.

Era hora de terminar la velada, decidió Alex, y puso a un lado su taza de poleo.

–Escucha, gracias por ayudarme y por la infusión. Pero tengo que irme.

Alex se levantó para irse y él también se puso en pie, buscando en su bolsillo.

–Toma –le dijo, tendiéndole una tarjeta de visita–. Si necesitas algo, llámame.

–¿Por qué iba a hacerlo?

Connor dio un paso atrás ante el agresivo tono que ella había empleado.

–Me gustaría ayudarte, si puedo. Vivo en el rancho Windover, al norte de Sundre.

Alex no tenía ni idea de dónde estaba Sundre y no tenía ninguna intención de descubrir las maravillas del rancho Windover, así que pensó que no había nada de malo en responder a su invitación de forma educada. Se guardó la pequeña tarjeta blanca en el bolsillo del pantalón.

–Gracias. Fue un placer conocerte, Connor.

Alex le tendió la mano y él la estrechó con firmeza.

Ella lo miró a los ojos. En otro tiempo, en otro lugar, pensó. Quizás, en otras circunstancias hubiera querido conocerlo mejor. Tenía tan mala suerte que, precisamente, había ido a desmayarse delante del hombre más atractivo que había visto en mucho tiempo.

Y era el colmo de la ironía conocer a alguien como Connor cuando era obvio que ella no estaba disponible. Estaba segura que el hecho de estar embarazada de otro hombre la colocaba en la lista de mujeres no deseables.

–Adiós –murmuró, separando su mano de entre las de él.

Alex salió del café a toda prisa pero no sin antes ver la comprensiva y amable mirada que él le había dedicado al despedirse.

Capítulo 2

 

HAS LEÍDO el periódico de hoy? –preguntó Connor a su abuela con agitación.

Johanna Madsen lo miró con calma por encima de sus gafas y movió los ojos de forma afirmativa. No tenía ni un solo cabello fuera de su sitio, con un peinado retirado del rostro, sobre los hombros.

–Sí, querido, claro que lo he leído.

Connor comenzó a recorrer de nuevo el elegante salón con inquietud, sintiéndose encerrado entre los muebles clásicos y los caros adornos. Tenía la cabeza a punto de explotar. ¿Cómo podía ella estar ahí sentada, tan tranquila? Lo que pasaba era terrible. Podía ser el fin de Windover.

–La última vez, casi perdimos el rancho. Esto será su sentencia de muerte, abuela Johanna.

–Oh, estás enojado –replicó ella con una breve débil sonrisa–. Nunca me llamas abuela Johanna, a menos de que estés disgustado conmigo.

–Como quieras –dijo Connor, y se detuvo para mirar a su abuela frente a frente–. Quiero saber qué vas a hacer para ayudarme a conservar nuestro legado.

Su abuela rió sin muchas fuerzas y Connor se quedó en espera de una respuesta.

–¿Nuestro legado? Apuesto a que llevas todo el día dándole vueltas al tema.

Nada más lejos de la realidad. Durante unas horas aquella tarde, Connor se había olvidado de sus problemas y se había concentrado en otra cosa. En una chica menuda con cabello negro como el azabache e impresionantes ojos azules. ¿Dónde estaría? Deseó que estuviera bien. Se había desmayado a tiempo para que él la ayudara, mientras que nadie más había parecido prestar atención.

Incluso en un mal momento como el que había pasado, aquella chica sabía mantener su sentido del humor. La admiraba por eso. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que no le iban bien las cosas. Y que el padre desapareciera así..., pensó, frunciendo el ceño. No sentía ninguna compasión por los cobardes. Un hombre de verdad debía estar ahí para enfrentarse a las circunstancias.

Y eso era lo que Alex parecía hacer. Connor había percibido en ella una gran fuerza y tozudez en lugar de desesperación y autocompasión.

Y por qué, se preguntó, estaba pensando en ella, cuando tenía sus propios problemas. Debería concentrarse en convencer a su abuela para que le diera luz verde para acceder a los fondos que estaban reservados para él.

–¿Connor?

–Sí –replicó él, volviéndose para mirar a aquella mujer que tanto se parecía a su padre. La encontró con un aspecto preocupado y sin la sonrisa habitual que solía curvar sus labios–. Mira, sabes tan bien como yo por qué he venido. Han impuesto un bloqueo a las exportaciones de carne. Igual que la vez anterior, sólo que ahora nos costará más convencer al resto del mundo de que nuestra carne es segura. Mientras tanto, tengo un rebaño que crece y que no puedo sacrificar, pero debo alimentarlo y cuidarlo de todas maneras.

–¿Y quieres el dinero?

–Falta casi un año para que sea mi cumpleaños. ¿No puedes dármelo un poco antes?

Johanna lo miró con sus ojos azules, afilados como los de un halcón, y dejó descansar sus manos en el regazo. Manos que habían trabajado duro durante toda la vida pero que, entonces, parecían delicadas y mostraban un conjunto de anillos preciosos.

–No, nieto mío. No puedo hacer eso. El testamento de tus padres deja muy claro que ese dinero no debe entregársete hasta que cumplas treinta años.

Connor maldijo y Johanna levantó una ceja sin perder sus ademanes elegantes. La miró con desafío y ella sostuvo la mirada.

Diablos. Era una mujer fuerte. Demasiado fuerte. Había vivido su vida. Había llevado el rancho. Sabía lo que eran los malos tiempos. Tras jubilarse, había elegido un lugar cómodo con vistas a la montaña en el que descansar. Pero no había perdido ni una gota de su fuerza.

–Abuela, no podré hacerlo. No sin dinero.

–Eres hijo de tu padre. Sí puedes.

–Él nunca tuvo que enfrentarse a una situación así –afirmó Connor, sabiendo que era cierto.

La última vez que les había pasado algo parecido, casi se habían arruinado. Pero, entonces, no les quedaba ninguna reserva. La única manera de mantener el rancho funcionando era con dinero contante y sonante. Y estaba claro que su abuela no iba a darle nada. No podría salvar Windover, pensó Connor, y apretó los dientes con frustración.

–Legalmente, no puedo darte el dinero, Connor, ya lo sabes. Lo haría si pudiera –señaló su abuela, suavizando su mirada–. A mí tampoco me gusta ver que Windover lo pasa mal. Significa tanto para mí como para ti. Y tú lo sabes.

Connor lo sabía. Su abuela había pasado toda su vida de casada allí. Allí había nacido su hijo y había visto crecer a sus nietos.

–Sólo trato de encontrar una salida, pero todas parecen estar bloqueadas –replicó él, pasándose la mano por el cabello con exasperación.

–Existe otra manera, ¿recuerdas? –apuntó Johanna.

Connor pensó que su abuela estaba bromeando.

–La otra forma en la que puedo reclamar ese dinero es si me caso. ¡Abuela, ni siquiera salgo con nadie! ¿Qué quieres que haga? ¿Poner un anuncio en el supermercado? ¡Tal vez quieres que encargue una novia en Internet!

Johanna se encogió de hombros, impasible ante su sarcasmo:

–Las novias por encargo existían en el pasado, como bien sabes –señaló ella, y se levantó de su silla, mostrando su esbelta y alta figura, con cierto aire regio y algo de travesura en sus ojos–. Te sugiero que te pongas manos a la obra, mi niño.