La mente narradora - Marta Grau Rafel - E-Book

La mente narradora E-Book

Marta Grau Rafel

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Beschreibung

La década de 1990 es conocida como "la década del cerebro" por los grandes descubrimientos neurocientíficos, que reflejaban la importancia que ha tenido y tiene esta disciplina en todos los ámbitos: desde la salud, hasta la economía, pasando por el márketing o la política. Pero, ¿pasa lo mismo con la narración?, ¿puede estar también estrechamente vinculada a cómo pensamos y a cómo funciona nuestro cerebro? ¿Podría ser que nuestras estructuras mentales influyan en la manera en que muchos estudios de guion han categorizado el cómo escribir un buen guion cinematográfico? Este ensayo analiza las relaciones entre mente y escritura cinematográfica, a través de una perspectiva neurocientífica particularmente centrada en la psicología cognitiva y la narratología. A partir de una selección de películas de cineastas de finales del siglo XX e inicios del XXI de la cinematografía indie norteamericana (Tarantino, Jonze, Lynch, Linklater, González Iñárritu, Nolan...) y adentrándonos en la subversión de la construcción de sus relatos, descubriremos nuevos dispositivos de escritura cinematográfica para seguir atrapando igualmente al espectador. Mediante el viaje por estas películas y por los derroteros de la mente humana, el libro no tan sólo aborda los elementos básicos que necesita un guion cinematográfico para conectar con su público, sino también cómo las características esenciales del cine clásico perviven bajo estos filmes de apariencia poco clásica, al ser, al fin y al cabo, un perfecto resumen de como nosotros, los humanos, animales narradores excepcionales, sentimos, experimentamos y comprendemos el mundo. Amantes del cine y de la narrativa, así como aquellos interesados en la comprensión del funcionamiento de la mente, disfrutarán a partes iguales de este interesante libro.

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Marta Grau Rafel

La mente narradora

La neurociencia aplicada al arte de escribir guiones

Primera edición papel: febrero 2017

Primera edición ebook: julio 2018

© Marta Grau Rafel

©de esta edición: Laertes S.L. de Ediciones, 2016

C./Virtut, 8 - 08012 Barcelona

www.laertes.es / www.laertes.cat

Diseño cubierta: Nino Cabero Morán / OX Estudio

Ilustración de la cubierta: Irati Eguren

Fotocomposición: JSM

Correcciones: Melanie Montes Aasmundsen

ISBN: 978-84-16783-32-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase acedro(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Impreso enla UE

A mis padres

Agradecimientos

Al Dr. Xavier Pérez, por sus consejos, su visión siempre acertada y, muy en especial, por su generosidad, no sólo de sus conocimientos sino también de su tiempo en este último tramo lleno de suspense.

A Coral Cruz, compañera de andanzas, de pasión y visión sobre el cine y la narrativa. Por saber escuchar y aconsejar, por la lectura final de este libro, por haberme también animado en momentos en que el relato se volvía excesivamente confuso.

Al tribunal que evaluó y criticó este estudio, ofreciendo motivantes nuevas líneas de investigación y me animó a la publicación de este libro: a la Dra. Glòria Salvadó, al Dr. Iván Gómez y al Dr. Antonio Penedo.

A los analistas de guion que han colaborado con entrevistas a esta investigación, a Ana Sanz-Magallón, Elena Serra, Amelia Mora, Julia Fontana, Pablo Gómez-Castro y, especialmente, a Carles Mallol, por tener siempre a mano su inestimable ayuda, por ser el mejor co-protagonista de cualquier buddy-film que se empiece.

A Alan Salvadó que me animó y aconsejó para que el conflicto no se complicara en exceso al final del Tercer Acto. A Fernando, Iván, Anna, Carla y Monte, con los que hemos intercambiado pareceres o angustias de peripecias de Segundo Acto durante esta escritura.

A los que me habéis escuchado día a día en el APIC, que os habéis interesado en mis hallazgos, fueran o no de vuestro interés, que habéis sido las mejores espectadoras de este relato; a Lucía, Anna, Elena, Cinta y Ona.

A los amigos y familia que habéis aguantado las vicisitudes del personaje y sus dilemas durante los últimos diez años: a los amigos noruegos siempre dispuestos a resolver cualquier duda; a Nona y June, lingüistas acérrimas y mejores compañeras; a Jordi, Ximo y Anna, por vuestra paciencia y escucha mientras viajábamos, al igual que a Chus, Berta, Eneko, Laura y Marta, que hicieron del mar un lugar ideal para que el personaje tuviera su anagnórisis final. A Bruno por tantas charlas iluminadoras que sin saberlo abrieron tramas secundarias. A Marina, por compartir y debatir tantas teorías sobre la mente, por saber sugerir inacabables caminos para la transformación del personaje. A Mireia Galofré, por tener siempre tantas ganas de leerme hasta en las tediosas lecturas de capítulos inacabados, por haberlos contrastado con sus conocimientos neurocientíficos. A mi abuelo y a mi tía Tete, por siempre creer que acabaría esta peripecia; a Bernat por tantos puntos de giro inesperados en la historia, por haber creído desde el inicio que llegaría tarde o temprano a este desenlace.

A mi madre, por su energía inagotable y vitalidad envidiable, por haberme enseñado el valor del esfuerzo y que siempre hay un camino para salvar cualquier obstáculo.

A mi padre, por saber dar sin decir y, muy en especial, por haberme enseñado a querer las historias y a fascinarme desde pequeña por la manera de contarlas.

Prefacio

Live, learn... then write about it.

Syd Field (1935-)

Mi historia con los relatos nace, como en la mayoría de los niños, cuando empecé a tener uso de razón: la fascinación por los cuentos antes de ir a dormir dieron paso a la glotonería por libros y más libros con los que fui alimentando mi imaginación. Mi pasión por el relato fue creciendo hasta el punto en que, a día de hoy, no concibo la vida sin poder contar historias.

Con el tiempo, me di cuenta de que no sólo me fascinaban las historias, sino también las personas. Lo que me contaban me interesaba casi tanto —o más— que las películas que veía en el cine o las aventuras que leía en los libros. De ello se nutren la mayoría de los escritores: de lo que viven, escuchan, conocen y sienten. Comprender al ser humano es el primer peldaño para poder escribir sobre él. Y de ahí surgió mi pasión por la Psicología y la Neurociencia: mi fascinación por el cerebro, por comprender cómo éramos, empezó a tomar dimensiones de igual magnitud que mi pasión por los relatos. En cierto modo, tenía sentido, pero todavía no lo sabía. En ese momento, me veía como un dragón de dos cabezas.

Posteriormente, llegó la oportunidad de impartir clases en la Universidad y explicar cómo crear y construir narraciones cinematográficas. Y ahí surgieron las grandes dudas, siempre las más buenas, las que venían de los alumnos y me obligaron a replantear todo lo que había aprendido sin haberme parado a pensar, en profundidad, por qué esas reglas funcionaban tan bien en las narraciones que ahora enseñaba.

La voluntad de romper con el canon y con los esquemas impuestos es propia de todos aquellos que no se quedan satisfechos con fórmulas impuestas. Estaba claro que mis respuestas no podían sólo quedarse ancladas en los férreos manuales de guion que a menudo la industria —especialmente la estadounidense— ha utilizado como si fueran verdades absolutas. Llevaba tiempo trabajando como analista de guiones y había empezado a elaborar en paralelo mi tesis doctoral. Sabía que había unas mínimas reglas que se repetían para que las historias pudieran conectar con el espectador, unas normas ni dichas ni escritas que compartíamos con gran parte de los compañeros de profesión. Algunas ni tan sólo habían sido estrictamente formuladas por ningún manual. Se llamaba, simplemente, sentido común.

Y ahí el dragón de dos cabezas comenzó a tomar sentido. La manera cómo el ser humano piensa estaba estrechamente vinculada a cómo cuenta las historias. Mi interés por saber cómo somos y por qué pensamos como lo hacemos no sólo revertía en la construcción de personajes, sino que finalmente ayudaba a comprender por qué las historias funcionaban tan bien como lo hacían; simplemente, porque tenían las mismas características que nuestra manera de comprender y organizar el mundo.

Empecé a revisar aquellas películas de la filmografía americana que, analizadas, rompían (aparentemente) los esquemas clásicos pero que mantenían una fuerte conexión con el público. Me di cuenta de como la subversión de algunas de las características clásicas en realidad eran suplidas a través de otros recursos. El sentido común hacía que estos narradores no llevaran al límite sus relatos, querían seguir conectados a su público, esa voluntad clave de la industria americana desde el nacimiento del cine.

En este punto acabó de tomar forma este estudio, del deseo de dar respuesta a las cuestiones que se escapaban de los férreos manuales de guion, con el afán de iluminar y ordenar el sentido común que todos tenemos cuando analizamos si un guion «funciona».

En todo caso, espero que este libro pueda servir a estudiantes del ámbito de la Comunicación o las Humanidades, así como a los interesados por la Psicología y la Neurociencia, con cierto interés por el uso de las historias y su vinculación a estas disciplinas. Sin embargo, este libro no sólo quiere dirigirse a estudiosos de estas áreas, sino también quisiera llegar a productores, directores, guionistas y escritores, o a simples amantes del cine y de las historias que, como la misma autora, tengan interés por saber por qué escribimos como lo hacemos. Así pues, espero que el viaje por los derroteros de la mente humana y por la construcción de las historias resulte tan placentero y fascinante como lo fue para mí poder domesticar, finalmente, al dragón de dos cabezas.

1. Introducción

Para mí, el cine son 400 butacas que llenar.

Alfred Hitchcock (1899-1980)

El funcionamiento de nuestra mente y su reflejo en la narrativa cinematográfica del siglo xxi

Neuroeconomía, neuropolítica, neuromarketing... parece como si la neurociencia y el funcionamiento del cerebro hayan empezado a rociar gran parte de las áreas del conocimiento y de la actividad socioeconómica del siglo xxi, a habitar más allá de los límites de los laboratorios. Y es que la neurociencia y sus investigaciones han avanzado a pasos de gigante los últimos años. No en vano el 17 de junio de 1990 el Congreso de los Estados Unidos y el entonces presidente George Bush designaron la década de los noventa como «la década del cerebro» (Library of Congress, s.f.), lo cual reflejaba la importancia que tendría esta disciplina y el estudio de la cognición para los avances en cuestiones de medicina, salud y en tantas otras áreas sobre las que cada día que pasa se están realizando grandes descubrimientos.

Pero, ¿y la narración? ¿Puede estar también estrechamente vinculada a la neurociencia? ¿Cuál es la relación existente entre un acto diario como el de contar un chiste, una anécdota, ver un anuncio, una película o explicar un cuento a un niño antes de ir a dormir, con el funcionamiento de nuestro cerebro? Todos éstos son actos narrativos que invaden nuestro día a día sin ni siquiera darnos cuenta. Nos relacionamos constantemente mediante la narración que es, para nuestras relaciones sociales, como el agua para nuestro cuerpo. El acto narrativo tiene vínculos desde tiempos inmemoriales con el funcionamiento de nuestro cerebro ya que, en cierto modo, ha sido —y es— espejo de la manera cómo somos y pensamos. Desde su construcción mitológica, simbólica o hasta estructural, cualquier historia no deja de ser un reflejo de lo que se mueve dentro de nuestra cabeza, sea en lo más hondo que habita en el inconsciente personal o colectivo (Jung, 1936/1995) o en las estructuras más visibles, lingüísticas (Lévi-Strauss, 1958/1968) o narrativas (Propp, 1928/2011).

Así pues, si toda narración parte de un reflejo de nuestra mente, ¿es la manera como se construyen los guiones cinematográficos también un reflejo de ese mismo funcionamiento? ¿Podría ser que el proceder de nuestras estructuras mentales haya influenciado las estructuras clásicas que muchos estudios y libros de guion han categorizado en las últimas décadas?

Ante tal pregunta, en un primer estadio, pensamos en centrar este libro en la vinculación de la narrativa clásica con el funcionamiento de las estructuras cognitivas de nuestro cerebro, como apuntaron ya David Bordwell, Kristin Thompson y Jane Staiger (1985) al observar la narración como un proceso cognitivo en sí mismo, a partir de la relación que se establecía con el espectador. Sin embargo, posteriormente observamos que quizás la evolución de la narrativa cinematográfica existente en la actualidad nos instaba a ir más lejos.

Parecía que algunos guionistas no querían ya tener que seguir las plantillas formuladas por los manuales de guion de Robert McKee (2002), Syd Field (1994) o Linda Seger (1994), y muchos espectadores deseaban la originalidad de nuevas narrativas emergentes que empezaron a surgir en el cine independiente de Hollywood a partir de las décadas de los ochenta y noventa. En cierto modo, numerosas películas, especialmente de cine independiente americano, rompían con la normativa de los manuales de guion, así como parecían heterogenias entre ellas. Poco tienen que ver —en apariencia— Tarantino, con Lynch o Linklater. Cada uno tiene su impronta personal (y autoral), no sólo a nivel estético sino también en la manera de narrar sus historias. ¿Qué había sucedido entre la Edad de Oro y la industria estadounidense del siglo xxi?

Tras la caída del viejo Hollywood (la Edad de Oro de los estudios) su renacimiento ha sido influenciado por múltiples cambios, no sólo por la estructura de la propia industria, sino también porque el contexto histórico —social, económico y político— ha evolucionado: la nueva generación de directores provenientes ya de escuelas de cine (los llamados movie brats), con gran cultura cinematográfica a sus espaldas, se permitían ir más allá en el acto narrativo; nacían nuevas estrategias de marketing (en las que se incluye la proliferación de blockbusters) y el nuevo sistema de propiedades de los medios también cambiaba; aparecía un diferente estilo de gestión y de objetivos en la rentabilización de los productos audiovisuales; empezaba la globalización tanto económica como artística, con la influencia no sólo de la cinematografía europea, sino de otras igualmente potentes como la asiática o la aparición de las nuevas tecnologías. Todo ello fomentaba nuevas variables que complicaban la búsqueda de una misma (o nueva) homogenización narrativa a nivel cinematográfico.

Sin embargo, Kristin Thompson (1999) reafirmó la misma tesis que ya abrió en el estudio común con Bordwell y Staiger, analizando varios filmes de los ochenta y noventa (Tootsie, Back to the Future, The Silence of the Lambs, Groundhog Day, Desperately Seeking Susan, Alien, Hannah and Her Sisters...). A fin de demostrar que el estilo del Hollywood clásico persistía, argumentaba que a pesar de la aparición durante los setenta del concepto de autor entre los jóvenes directores influenciados por las corrientes europeas el sistema se había mantenido, especialmente, en cuanto a las normas de la propia narración (el storytelling).

Por el contrario, este punto de vista hizo aparecer varios detractores. Warren Buckland (1998), entre otros teóricos, se erigió como uno de los autores más críticos con esta idea, al entender la situación del New Hollywood como una respuesta al canon más que una continuidad en sí misma. Buckland no sólo atacaba la idea de la persistencia del canon en el New Hollywood, sino también que el estudio de Bordwell había provocado una falsa homogeneización de toda una época. Múltiples ejemplos de filmes que se distanciaban de las características canonizadas por Bordwell y que, en cambio, sí fueron producidos dentro y durante la época de oro de los estudios pueden ser muestra de ello. Por ejemplo, el mismo estudio de Bordwell pretendía que fueran excepciones a la regla —y no justamente un motivo claro de la imposibilidad de homogenización— las narraciones múltiples o corales producidas en el Hollywood Clásico, que se desviaban justamente del canon.

En cierto modo, el hecho de que dichas características comunes a nivel cinematográfico se desmoronan especialmente llegados a finales del siglo xx y a principios del siglo xxi, en el ámbito del cine independiente americano, generaba dudas sobre el canon. Pero al ahondar en lo aparente, pudimos observar algo al preguntarnos qué era lo que hacía que estas películas fueran justamente independientes. ¿Era sólo una cuestión de presupuesto y de valor de producción o también había otras cualidades que las distinguían de la producción masiva del Hollywood entertainment?

En realidad, existía una pequeña «perversión» en el sistema. Si observamos el término «independiente» a nivel de producción y hasta de estilo narrativo al hablar de ciertos directores y producciones, podemos ver que acaba por ser vago. Hollywood en los últimos años ha comprado algunas de las distribuidoras independientes que ahora son empresas subsidiarias (por ejemplo, Disney compró Miramax en 1993, o Universal obtuvo la gran parte de acciones sobre October Films en 1997). Lo mismo sucede con los directores aparentemente independientes; Hollywood espera que sean rentables para acogerlos dentro de su sistema. El camino que han hecho Tarantino o Lynch es similar al de los autores-directores de los setenta, como Robert Altman, el cual obtuvo un estatus de culto fuera de la industria mainstream de Hollywood, pero posteriormente dejó que ésta produjera y distribuyera sus filmes. Este mismo flujo de intercambio entre el cine independiente estadounidense y las majors de Hollywood, llega hasta el punto de crear cierta codependencia entre ambas partes, lo que a algunos productores, como Ted Hope,1 les ha llevado a dictaminar que resulta imposible hacer cine independiente de verdad:

Aunque celebremos nuestro «espíritu» independiente, la lógica de los estudios —su variedad de preocupaciones políticas y sociales, sus normas de marketing e incluso su estética narrativa— está colonizando lentamente nuestra conciencia. (Ted Hope, Filmmaker, otoño, 1995).

Lo cierto es que el cine independiente a partir de los años noventa ha emergido como terreno de pruebas de una nueva cinematografía innovadora en relación al relato, como modelo de experimentación para películas donde no sólo hubiera acción sino protagonistas con viajes emocionales potentes (las apodadas como character-driven stories), acogiendo a un tipo de estrellato que prefería reducir sus salarios en pos de la originalidad y la innovación en la caracterización de sus personajes. Este tipo de producción ha dado a algunos directores —Spike Jonze, David Fincher, Quentin Tarantino, David Lynch, Richard Linklater, Christopher Nolan, etc.— la suficiente autonomía para que pudieran sacar toda su creatividad a flote, de lo que al final Hollywood se ha acabado aprovechando al captar este talento de nuevo en las estructuras industriales, pero dejando ese margen de innovación y autonomía a los nuevos directores.

Es decir que, en las propuestas de estos directores independientes, puede que subyazcan elementos clásicos que han hecho posible que Hollywood, perspicaz como siempre, reabsorba su talento mejorando sus producciones a nivel de originalidad, pero sin perder el clasicismo que le hizo desde sus inicio convertirse en la «fábrica de sueños» de millones de espectadores. La etiqueta «independiente» a día de hoy se está convirtiendo en una marca, pero podría englobar también ciertas características estéticas que, sin que nos diéramos cuenta, han encontrado subterfugios para conciliarse con la narración canónica y la conexión que tienen con nuestra manera de pensar.

Llegados a este punto, pues, decidimos partir de estas constantes clásicas que vinculaban nuestra forma de pensar con la narración cinematográfica para posteriormente buscar los subterfugios creados por este tipo de nuevas narrativas. Así, se podía observar como estas películas sorprendentemente cumplían con las constantes clásicas vinculadas a nuestro funcionamiento cerebral, pero a su vez jugaban con ellas de tal modo que en apariencia parecían distanciarse. La originalidad del juego narrativo estaba servida y nuestra mente, deseosa siempre de narraciones y de novedad, estaba más que satisfecha con ello. A más complicación en el subterfugio, la mente obtenía mayor placer cognitivo, pero sin perder el vínculo necesario para obtener la gratificación que siempre hemos buscado, como humanos, en el acto narrativo.

Adentrándonos en este viaje que iniciaremos por los derroteros de la mente y la narración, haremos cinco paradas, los cinco capítulos en los que se divide el libro. En cada uno, se aborda uno de los grandes temas que relacionan el funcionamiento de nuestra mente con aquellas características esenciales clásicas que el espectador necesita para gozar —de uno u otro modo, como iremos viendo— de las historias. A partir de las últimas investigaciones neurocientíficas, así como también de las teorías psicológicas cognitivas y sociales, veremos de dónde surgen ciertas necesidades narrativas clásicas. En este sentido, las películas que se analizan en cada capítulo han sido seleccionadas por sus distintos tipos de subversión de algunos de los aspectos del canon clásico. El descubrimiento de los nuevos dispositivos narrativos pretende no sólo demostrar como las constantes clásicas siguen funcionado, sino a su vez aportar nuevas fórmulas narrativas, originales y novedosas, recursos que las propias narraciones utilizan o reinventan para seguir conectadas al público y aportar al mismo tiempo originalidad.

Finalmente, nos gustaría que se tuvieran en cuenta ciertas consideraciones en cuanto a la selección de películas, marco teórico y aplicación de los estudios neurocientíficos analizados: en primer lugar, las películas seleccionadas se encuentran dentro del marco de la producción cinematográfica estadounidense, de cineastas que en sus inicios fueron apodados como pertenecientes a una cinematografía indie. Esta selección se ha realizado para acotar al máximo esta primera aproximación del estudio del guion a través de la neurociencia. Cabría (y sería interesante) abordar, en un futuro, como estas aplicaciones podrían también tener vinculaciones o usos en narrativas de otros ámbitos o culturas, realizadas en marcos de producción diferente al estadounidense, que se erige como el canónico según la Historia del Cine.

En segundo lugar, nos hemos limitado en gran parte a los aspectos narrativos de las obras, sin abordar en profundidad la estética, pese a que se hará referencia en momentos puntuales a la puesta en escena, al género y a las referencias intertextuales, dada la importancia que también tienen en el acto narrativo para determinadas películas.

En tercer lugar, en cuanto al nivel teórico vinculado a los estudios cinematográficos, hemos partido de una base intrínsecamente conectada con la narratología, el neoformalismo, la teoría del guion y ciertos apuntes también relacionados con la antropología estructural.

Por otro lado, queremos señalar que hemos partido de estudios neurocientíficos pero los hemos contrastado y completado con ciertas líneas de la psicología que vienen trabajando desde hace tiempo sobre el interrogante que era hasta hace poco el funcionamiento interno del cerebro. Por eso, también hemos utilizado el marco de la psicología cognitiva como base indispensable para algunas de nuestras afirmaciones teóricas en relación al acto narrativo. Asimismo, el interesante vínculo que ha surgido entre la neurociencia cognitiva y la psicología social, fusionándose en la neurociencia social, la cual combina herramientas de ambos campos, nos ha llevado a utilizar temas y teorías propias de esta nueva disciplina como la Theory of Mind (ToM), el entendimiento de las emociones ajenas, la autoconciencia o la memoria autobiográfica. Sin embargo, somos conscientes de la gran influencia que también tiene el inconsciente y otras áreas del desarrollo personal en las narraciones, pero para este primer abordaje no hemos querido tomar perspectivas como el de la psicología analítica o el de la psicología humanista en profundidad, dado que ello merecería estudios aparte.

Las aplicaciones neurocientíficas que presentamos son meramente teóricas y algunas de la afirmaciones se basan en estudios hechos en neurociencia aplicada a aspectos generales, conductuales o psicológicos sobre el funcionamiento del cerebro. Sería interesante ver, pues, si se podría contrastar en futuros estudios prácticos de laboratorio algunas de las conclusiones a las que aquí hemos llegado a través del análisis narrativo. Asimismo, los procesos de la conciencia y por qué pensamos como pensamos parten de una tradición milenaria —si nos remontamos al pensamiento oriental o a las corrientes metafísicas de la Filosofía de Occidente— y siguen siendo a día de hoy grandes incógnitas. Nos remitiremos a teorías de neurocientíficos y estudios de la psicología cognitiva que han contrastado datos, aunque sabemos que las preguntas sobre nuestra mente y la gran incógnita sobre su origen, función, fisiología y el porqué de la autoconciencia humana siguen siendo uno de los grandes enigmas a día de hoy, sobre el cual otros autores y disciplinas dieron y están dando nuevos puntos de vista.

Por ello, no pretendemos concluir con argumentos cerrados este libro en forma alguna, sino ser un punto de partida que nos puede llevar más allá en el estudio entre el vínculo del cerebro con la narrativa. Esperamos que su lectura haga aflorar nuevas reflexiones o ideas creativas que permitan evolucionar o dar respuesta a las preguntas que vayan surgiendo. Y, para cuando hayamos acabado de pasearnos entre las bambalinas de estas grandes obras del cine actual, también esperamos alzar del todo el telón y descubrir como los mecanismos narrativos de estas obras esconden su secreto mejor guardado: que el cine clásico pervive en esencia debajo de ellas.

2. La necesidad de contar historias

El arte nace en el cerebro y no en el corazón.

Honoré de Balzac (1799-1850)

El cerebro social

El relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades; el relato comienza con la historia misma de la humanidad; no hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos; todas las clases, todos los grupos humanos, tienen sus relatos y muy a menudo estos relatos son saboreados en común por hombres de cultura diversa e incluso opuesta; el relato se burla de la buena y de la mala literatura: internacional, transhistórico, transcultural, el relato está allí, como la vida (Barthes, 1966/1977:65-66).

El hombre no sólo es un animal social, sino también un animal narrador, ya que es mediante la narración como se transmiten conocimientos, aprendizaje y sabiduría. De generación en generación, desde Sófocles a Shakespeare, del teatro existencialista al cine de Hollywood, se han difundido los valores y un aprendizaje emocional de cada momento y de cada cultura a través de la narración.

Los psicólogos evolutivos se fijaron justamente en lo extraño que resultaba aquello que ellos denominaron «la atracción de la experiencia ficticia». No importa el medio (una novela, una obra de teatro, un cuadro) pero en cualquier cultura y época la invención de mundos imaginarios y el uso la ficción siempre existió. En los niños el juego fingido empieza a aparecer en torno a los 18 meses, en el mismo momento en que comprenden que existen otras mentes (Gazzaniga, 2010). Como consecuencia del hecho de ser humano, resulta inevitable que necesitemos crear historias.

Esto es debido justamente al funcionamiento particular y único de nuestro cerebro como especie. El arte, que a menudo damos por supuesto —y en el caso que nos ocupa; el relato—, es un fundamento indispensable para la supervivencia de la especie, dado que el ser humano necesita aprender a relacionarse socialmente para sobrevivir.

El cerebro es, por lo tanto, un gran artilugio de comunicación social, dentro del que existen circuitos específicos para nuestra vida en comunidad. A través de las neuronas espejo, sobre las cuales hablaremos en profundidad posteriormente, hemos desarrollado capacidades imitativas, habilidades sociales, la capacidad de aprendizaje, nuestra empatía y hasta tal vez nuestra capacidad lingüística. Es más, la mente humana es ética y, a diferencia de los animales, capaz de anticipar las intenciones del otro y sentir lo que el otro siente o sentirá. La ficción es uno de los grandes métodos que tiene nuestro cerebro de hacer funcionar y poner en práctica todas estas habilidades congénitas al ser humano.

Podríamos distinguir los elementos propios y necesarios en la construcción de una ficción para que haya la conexión necesaria entre espectador y narración, con el objetivo de llevar a cabo estas habilidades que el ser humano busca en los relatos. Dichas características son las que podríamos concretar como esenciales para que la narrativa dramática tenga el efecto esperado por el espectador, sin ser las mismas inventos de los manuales de guion.

David Bordwell (2006) analiza la crítica que los dichos textos han recibido últimamente como causantes de la creación de «patrones» que han estrangulado la creatividad de Hollywood. Sin embargo, no pueden tomarse obviamente como el único camino, pero de algún modo los manuales han recogido inconscientemente las estructuras que todo film acaba por repetir para conectar con el público.

Dentro de estos límites, podemos observar como algunas de las películas del reciente cine independiente, aparentemente rompedoras en su concepción narrativa, que muchos autores han aclamado como «estructuras alternativas» o como «nuevas narrativas del siglo xxi» siguen manteniendo en su base las mismas características esenciales de la narrativa clásica. Este hecho provoca que películas como Elephant, Her, Kill Bill, Boyhood o 21 grams, pese a su relativa radicalidad narrativa, hayan atraído a las salas de cine al público actual, a la vez que las majors han comprendido que sus directores y creaciones son perfectamente aptos para su sistema de producción.

Pero antes de ahondar en estas características esenciales de la ficción, cuyo funcionamiento está intrínsecamente vinculado a la manera que tiene de entender el mundo la mente humana, ahondemos un poco más sobre cuáles son las funciones de la ficción y qué es lo que ha buscado el ser humano en la narración desde siempre.

¿Para qué sirve la ficción?

Hemos nacido con un cerebro que tiene instalados diversos programas, pero a diferencia de los ordenadores, cuantos más programas instalemos en él y más conexiones internas se establezcan, nuestro cerebro funcionará más rápido y mejor. Al debate sobre si la causa de nuestras distintas capacidades es la naturaleza (innatismo) o la cultura (empirismo), podríamos decir que las artes no son la guinda del pastel, sino que es mediante ellas como se consigue alcanzar el pleno potencial de ciertas aptitudes innatas o aprender nuevas fórmulas o reglas del funcionamiento del mundo.

Aprender a través de la ficción: la experiencia vicaria

La ficción es uno de los grandes mecanismos para conseguir adaptarnos al entorno, especialmente en el terreno de la interacción social y emocional. Paul Ekman (1934-) fue uno de los primeros psicólogos en darse cuenta de que las emociones merecían mucha más atención que los procesos cognitivos o de razonamiento. Observó como reaccionamos automáticamente a hechos con respuestas emocionales mucho más rápidas que las respuestas razonadas que ofrecemos posteriormente. Quizás no tengamos la posibilidad de controlar las emociones, pero sí podemos hacer cambios a los hechos que las disparan. Ese es el aprendizaje que, desde niños, empezamos a realizar, intentando no desatar la rabia o salir huyendo ante cualquier hecho que nos dé miedo. Para ello, es necesario pues un gran entrenamiento emocional, el cual ya obtenemos en nuestro día a día, pero que podemos ampliar y mejorar gracias a la ficción. En efecto, un axioma en neurociencia —la regla de Hebb— subraya que cells that fire together, wire together, lo que se ha traducido de forma no literal como «la potenciación a largo plazo». Eso quiere decir que la práctica de un hábito o de una situación repetida puede cambiar la plasticidad del cerebro y mejorar la eficiencia de las conexiones neurales. La teoría de la simulación (simulation theory) demuestra como la experimentación a través de la ficción es una manera de explorar aspectos de nuestra personalidad para fijarla en nuestro inconsciente.

Los simuladores de vuelo son un buen ejemplo: los aviadores practican habilidades que quedan guardadas en su inconsciente para que, en caso de verse en situaciones extremas que necesiten una reacción inmediata y no razonada, sean activadas. De hecho, el psicólogo y novelista Keith Otley (1999) llama a las historias «simuladores de vuelos para la vida social humana».

La citada experiencia vicaria es pues la base de la ficción. El psicólogo Albert Bandura (1925-), principal representante de la teoría cognitiva social, diferenció entre la experiencia activa y la experiencia vicaria, apuntando que se puede aprender igualmente por observación, mediante terceras personas, sin necesidad de experimentar los actos en sí mismos:

Según el punto de vista del aprendizaje social, los resultados de las acciones propias no constituyen la única fuente de conocimiento... la información sobre la naturaleza de las cosas se extrae con frecuencia de la experiencia vicaria. En este modo de verificación, la observación de los efectos producidos por las acciones de otro proporciona una comprobación de los pensamientos propios (Bandura, 1982: 215).

El especialista en informática Jerry Hobbs, en su ensayo titulado ¿Los robots llegarán a tener literatura?, concluyó que las novelas funcionan como experimentos, ya que permiten al lector explorar las consecuencias de actos que quizás no haya vivido. En efecto, los niños confrontan problemas a los que quizás se vayan a encontrar más adelante por medio del juego. Este acto no es para nada escapista, sino una práctica paralela al mundo real. Hasta los mamíferos, especialmente los más desarrollados cognitivamente —fijémonos en los cachorros luchando entre sí cuando juguetean de pequeños— también practican algunos de los actos que realizarán luego como adultos.

Gran parte de los recientes estudios en neurociencia (Damasio, 2013; LeDoux, 1999) apuntan como la idea cartesiana de la razón, como núcleo de nuestro pensamiento, ha quedado obsoleta: es gracias a la emoción que el ser humano toma gran parte de sus decisiones y realiza en cierto modo también una notoria parte de su aprendizaje.

Así pues, la ficción ofrece un campo de experimentación emocional muy elevado al espectador, para aprender viviendo las historias de otros, sintiéndolas desde la seguridad de saber que al salir de la sala de cine todo su mundo seguirá en el mismo lugar y que a sus seres queridos no les habrá sucedido nada, pese al viaje emocional que habrá hecho el espectador con el protagonista durante la película.

Cuanto mayor sea el campo de experimentación emocional, más posibilidades de supervivencia social tendremos, al haberlo experimentado previamente en la ficción. Un reciente estudio (D. C. Kidd y E. Castano, 2013) presentó cinco experimentos donde se mostraba que la lectura de ficción producía una mejoría en la inteligencia emocional de los individuos. Con los test, se veían mejoras en las capacidades afectivas y en la inteligencia emocional en los lectores de ficción, al compararse con test similares hechos con lectores de no-ficción o con los no-lectores. Este estudio nos hace reflexionar sobre como la inteligencia emocional y la capacidad relacional con los otros podría aumentar en personas que son consumidoras de ficción. Esto podría conllevar que los consumidores de ficción (sea en el medio que sea) pudieran llegar a tener o desarrollar habilidades mayores socialmente, para relacionarse y de encajar en entornos hostiles.

Pero para que esto suceda necesitamos emocionarnos con la ficción. Sin la emoción, este aprendizaje no surtiría efecto ni entenderíamos las consecuencias de los actos de los protagonistas si no las sufriéramos como si estuviéramos «en su propia piel». En un estudio efectuado en la universidad de Dartmoth (Hasson et al., 2004), realizado con espectadores que visionaban The Good, the Bad and the Ugly (Sergio Leone, 1966), que eran monitorizados por medio de imagen por resonancia magnética funcional (fMRI), descubrieron que, pese a no moverse de sus sillas, tenían activados claramente los mismos campos emocionales que Clint Eastwood en la pantalla: cuando Eastwood estaba triste los cerebros de los espectadores también; cuando estaba enfadado, sucedía lo mismo. En definitiva, al mirar una película vivimos iguales sensaciones y emociones que el protagonista de la historia, porque es así como obtenemos la experiencia y de ahí sacamos el aprendizaje emocional.

No importa lo límite que sean las situaciones mientras exista la experiencia vicaria; es decir, mientras podamos emocionarnos y comprender el porqué de tales acciones, pese a que quizás no estemos de acuerdo con ellas moralmente. Nos podemos preguntar ante esta función de la ficción por qué al ser humano le gustan entonces las narraciones con experiencias de terror o angustia, y hasta por qué pagamos por una simulación de la vida que nos hace sentir desgraciados o que no acaba con un final feliz. En cierto modo, encontramos lo mismo que en la vida; a veces ésta tiene respuestas amargas o, a veces, queremos creer que tiene finales felices.

La elección del tipo de experiencia que busquemos estará escogida en gran parte en función del género. De hecho, la estructura genérica ofrece una respuesta emocional de lo que buscamos: Noël Carroll (1999) estudió en profundidad las emociones buscadas por cada uno de los géneros, en especial en el melodrama —el llamado tearjerker en EE.UU.— y el terror. En el primer caso, el género y el espectador buscan sentir lástima y entender cómo se superan los conflictos dolorosos de la vida.

En el caso del terror, en cambio, los monstruos presentados poseen poderes que pueden hacerlos amenazadores hasta el límite de poner en riesgo la vida humana. Ante un filme de terror o uno de acción trepidante, el espectador está deseando meterse en situaciones donde nunca querría encontrarse, experimentar un mal momento y sentir la misma adrenalina que se sufriría al ser perseguido por un asesino o un monstruo aterrador. En definitiva, hay algo de masoquismo benévolo en el hecho de querer ver ficción y ampliar la gama de opciones vitales al ponerse a prueba con cada viaje emocional que hacemos con una narración.

Historias compartidas

Viendo que el relato era algo que compartían todos los seres humanos, no era de extrañar que varios estudiosos desde diferentes disciplinas se preguntaran si había algo en común entre las distintas narrativas, independientemente de sus geografías o épocas.

Vladimir Propp, en La morfología del cuento (Propp, 1958/2000)2 se dedicó a estudiar los distintos cuentos populares y concluyó que había unas estructuras universales que se repetían en todos los cuentos. Dicho estudio influenció posteriormente a Roland Barthes y al antropólogo Claude Levi-Strauss (1958/1968), el cual también afirmó —a partir del estudio de sus esquemas lingüísticos, mitos y conductas— que las diferentes culturas, fueran de donde fueran, compartían asimismo patrones comunes. Paralelamente, otro gran mitólogo, Joseph Campbell (1949/1959) desarrolló en profundidad el estudio sobre el mito del héroe, en el cual también descubría las características comunes entre los mitos de culturas diversas. Justamente el autor hizo una conexión clave al relacionar el arquetipo del mito con la teoría junguiana (Jung, 1936/1995) del inconsciente colectivo, llevando esta universalidad del relato justamente al terreno de lo psicológico y, por ende, a nuestra unidad como seres humanos.

Así pues, ante tales grandes hallazgos —estructuras, arquetipos, símbolos compartidos entre culturas heterogéneas—, se nos revela cómo se transmiten ciertos aprendizajes. Es interesante ver como en toda la literatura mundial parece haber un número de argumentos concretos, todos ellos relacionados con preocupaciones evolutivas. Antonio Damasio, neurólogo, señala como las artes fueron el medio privilegiado para transmitir la información factual y emocional considerada importante para los individuos y sociedades. Introducían emociones y sentimientos nutritivos, y un medio para ensayar los aspectos específicos de la vida y el ejercicio de juicios y acciones morales.

De este modo, los valores éticos y morales para explicar el mundo y cohesionar las sociedades se escondieron en cada una de las religiones a través de sus parábolas y actos. En definitiva, los argumentos universales han transmitido la sabiduría de cada una de nuestras culturas, acumulada a lo largo de los tiempos por sabios, poetas y religiones, ayudando a la supervivencia de la especie y a la buena organización entre sociedades.

En cierto modo, no importa el medio en el que se usen estos argumentos, porque continuarán existiendo, dada la gran importancia que tiene esta transmisión de la sabiduría compartida. Ya antes de que existiera la novela éramos «animales narradores» por lo que hoy en día, pese a los avances tecnológicos, lo seguimos y seguiremos siendo. Hasta los propios realityshows o los videojuegos, narrativas propias del siglo xxi, están organizados en su mayoría a través de gramáticas y estructuras que ya se encuentran en mitos y fábulas clásicas, como por ejemplo el argumento de la justicia, la supervivencia o el triunfo social (Gottschall, 2013).

La ficción como test de inteligencia social y emocional

Howard Gardner (1983) distinguió diversas inteligencias para rebatir la idea de que la capacidad cognitiva no era medible simplemente con indicadores usados hasta el momento, como el coeficiente intelectual del individuo. Gardner enumeró las siguientes inteligencias/capacidades: la lingüística, la lógica-matemática, la corporal-quinésica, la visual y espacial, la musical, la interpersonal, la intrapersonal y la naturalista. Posteriormente, Daniel Goleman (1995) puso en relieve el concepto de inteligencia emocional que incluye las capacidades interpersonales e intrapersonales, dando relevancia a las emociones y su gestión.

Sólo los humanos y unas pocas especies de los grandes simios saben hacer uso de la inteligencia emocional, a través de la cual se relacionan y se incluyen aspectos diferenciados como los estados emocionales o los procesos cognitivos.

Cuando nos comunicamos de cualquier modo, hay diferentes capas de lectura de un significado, dependiente del nivel de inferencia que se demanda al lector-interlocutor: dependiendo de la literalidad del significado, se centra en inferencias de primero, segundo o tercer nivel. Por ejemplo, la ironía, la metáfora o la mentira demandan una capacidad de tercer nivel para extraer un significado en función de un contexto particular, ampliando aspectos metacognitivos, como interpretar emociones sociales complejas a través de la mirada, la cognición social o la empatía (Tirapu-Ustárroza, 2007).

Así pues, los niveles de reconocimiento son complejos ya que van desde el reconocimiento facial de emociones, creencias de primer y segundo orden, utilización social del lenguaje, comportamiento social y empatía. Se han elaborado numerosos estudios con el autismo, para demostrar que las personas que lo sufren justamente son incapaces de atribuirse estados mentales independientes a sí mismos ni a los demás para poder predecir y explicar los comportamientos ajenos. Esta incapacidad altera e imposibilita su capacidad social. En este sentido, la empatía es la base fundamental para que exista una buena convivencia humana, como veremos posteriormente en profundidad.

¿Qué relación, pues, se establece en estos aspectos relacionales y sociales del ser humano con la ficción? Pues justamente la ficción resulta el campo de pruebas ideal para el ser humano. Todas aquellas experiencias relacionales que el espectador tendrá que llevar a la práctica algún día en el mundo real las pondrá a prueba narración tras narración. Comprender «al otro» como personaje, saber interpretar su conducta, sus deseos y sus motivaciones, en cierto modo son formas de poner a prueba nuestra capacidad para entender a otro ser humano y poder predecir e interpretar cada una de sus acciones en el mundo real.

En definitiva, al igual que hacen los niños cuando «hacen ver que juegan a», los adultos seguimos consumiendo ficción para estimular, desarrollar la imaginación y para vivir otras situaciones vitales, pero en especial para poner a prueba y testar nuestra capacidad de comprensión «del otro».