La muchacha de los ojos de oro - Honoré de Balzac - E-Book

La muchacha de los ojos de oro E-Book

Honore de Balzac

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Beschreibung

"—Querido —dijo ella—, sácame de aquí esta misma noche. Méteme en algún sitio en donde no puedan decir al verme: "Esta es Paquita"; en donde nadie conteste: "Hay aquí una muchacha de ojos dorados y pelo largo". En ese sitio te daré cuantos placeres desees recibir de mí. Luego, cuando ya no me ames, no diré nada y no deberás sentir remordimiento alguno si me abandonas, pues un día pasado a tu lado, un día nada más, durante el que te habré estado mirando, me habrá hecho las veces de una vida entera. Pero si me quedo aquí, estoy perdida." Publicada en 1835, "La muchacha con los ojos de oro" es una novela realista de temática LGBTQ+ anterior al proyecto literario que ocupó la mayor parte de la vida de Honore de Balzac, "La comedia humana". Esta novela forma parte de la trilogía "Historia de los trece", junto a "Ferragus" y "La duquesa de Langeais". "La muchacha con los ojos de oro" es una historia de amor parisina con un destino trágico. El libro cuanta la historia del atractivo, rico y joven noble inglés Henri de Marsay, que, un día, paseando por el jardín de las Tullerías, conoce a una misteriosa chica con ojos dorados. De Marsay se enamora inmediatamente de la joven y la visita cada mañana en el jardín, hasta que su amor por fin es consumado. Sin embargo, De Marsay irá descubriendo las circunstancias en la que la chica vive, custodiada por un marqués octogenario que la mantiene encerrada en la habitación de su palacete, al servicio de sus placeres, así como un nuevo mundo de placeres y sensualidad pura…

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Seitenzahl: 145

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Honoré de Balzac

La muchacha de los ojos de oro

 

Saga

La muchacha de los ojos de oro

 

Original title: La Fille aux yeux d'or

 

Original language: French

 

Copyright © 1833, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672473

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I FISONOMÍAS PARISINAS

Uno de los espectáculos que más espanto puede causar es, sin duda alguna, el aspecto general del vecindario parisino, gente feísima de ver y de color quebrada, gente amarilla y curtida. ¿No es acaso París un campo amplísimo que trastorna continuamente una tempestad de intereses bajo la que gira el torbellino de una cosecha de hombres que la muerte siega con mayor frecuencia que en otros lugares y vuelven a nacer en idéntica estrechez, hombres cuyos rostros enrevesados y tortuosos rezuman por todos los poros el alma, los deseos, los venenos que preñan sus cerebros, no ya rostros, sino máscaras, máscaras de flaqueza, máscaras de fuerza, máscaras de miseria, máscaras de alegría, máscaras de hipocresía, todas ellas exhaustas, todas ellas impregnadas de las marcas indelebles de una anhelante avidez? ¿Qué ansían? ¿Oro o placer?

Unos cuantos comentarios referidos al alma de París pueden aclarar la causa de su fisonomía cadavérica que solo tiene dos edades, la juventud o la caducidad: juventud lívida y descolorida, caducidad que quiere aparentar juventud con afeites. Al ver a estos desenterrados, los forasteros, que no tienen obligación alguna de cavilar, notan de entrada un impulso de asco a esa capital, extenso taller de goces, de la que pronto tampoco podrán zafarse y donde se quedan de buen grado para desfigurarse en ella. Bastarán pocas palabras para aportar la justificación fisiológica de la tez casi infernal de los rostros parisinos, pues si a París se le da el nombre de infierno no es únicamente por chanza. Dé el lector esa palabra por cierta. Todo humea en París, todo arde, todo reluce, todo hierve, todo se quema, se evapora, se extingue, vuelve a prender, chisporrotea, crepita y se consume. Nunca hubo vida más ardiente en comarca alguna, ni más abrasada. Esta naturaleza social, siempre en estado de fusión, parece decirse, tras rematar cada obra: ¡Vamos por la siguiente!, tal y como lo hace la propia naturaleza. De la misma forma que la naturaleza, esta naturaleza social tiene que ver con insectos, flores de un día, bagatelas, cosas efímeras, y por su cráter salen también despedidos fuego y llamas. Es posible que, antes de analizar las causas que prestan una fisonomía peculiar a todas y cada una de las tribus de esta nación inteligente y cambiante, debamos indicar cuál es el motivo general que priva de color y torna pálidos, cárdenos y más o menos cetrinos a los individuos.

A fuerza de interesarle todo, al parisino acaba por no interesarle nada. No hay sentimiento que prevalezca en su rostro, que el roce desgasta y que se vuelve gris como el yeso de las casas sobre el que caen toda suerte de polvos y humos. Pues, indiferente ayer a lo que va a exaltarlo mañana, el parisino vive como un niño, tenga la edad que tenga. De todo rumorea, de todo se consuela, de todo se chancea, todo lo olvida, todo lo quiere, todo lo prueba, por todo se apasiona, todo lo abandona despreocupadamente: sus reyes, sus conquistas, su gloria, su ídolo, bien sea de bronce o bien de cristal, de la misma forma que desecha las medias, los sombreros o la fortuna. En París no hay sentimiento que resista el surtidero de las cosas, y esa misma corriente impone una lucha que afloja las pasiones: allí el amor es un deseo, y el odio una veleidad; no hay más pariente verdadero que el billete de mil francos, ni más amigo que el Monte de Piedad. Tan generalizada desidia da sus frutos y, tanto en los salones cuanto en la calle, nadie sobra, ni nadie es realmente útil ni completamente nocivo, ni los tontos y los bribones ni las personas de talento y probidad. Todo se tolera: el gobierno y la guillotina, la religión y el cólera. A esta gente todos le parecen bien; pero a nadie echa de menos. ¿Quién reina, pues, en esa tierra que no tiene ni conducta moral, ni creencias, ni sentimiento alguno, pero de donde salen y adónde van a parar todos los sentimientos, todas las creencias y todas las conductas? El oro y el placer. Que considere el lector estas dos palabras como una luz y recorra con ella esta gran jaula de yeso, esta colmena de arroyos negros, y deambule por los vericuetos del pensamiento que la mueve, la enardece y la labra. Que preste atención. Que se fije primero en quienes nada tienen.

El obrero, el proletario, el hombre que tiene que mover los pies, las manos, la lengua, la espalda, el brazo único, los cinco dedos para vivir es, por supuesto, quien más debería escatimar el principio vital; pero va más allá de sus fuerzas, unce a su mujer a una máquina, agota a su hijo y lo ata a un engranaje. El fabricante, ese hilo secundario —vaya usted a saber cuál— que, cuando se mueve, pone en marcha a quienes, con sus manos sucias, tornean y doran las porcelanas, cosen las levitas y los vestidos, adelgazan el hierro, desbastan la madera, tejen el acero, solidifican el cáñamo y el hilo, satinan los bronces, festonean el cristal, imitan las flores, bordan la lana, doman los caballos, trenzan los arneses y los galones, cortan el cobre, pintan los carruajes, recortan los olmos viejos, embobinan el algodón, ahuecan los tules, corroen el diamante, bruñen los metales, convierten en láminas el mármol, pulimentan los guijarros, acicalan el pensamiento, colorean, blanquean y ennegrecen todo, ese jefe adjunto, decía, llegó y le prometió a este gentío hecho de sudor y empeño, de estudio y de paciencia, un salario excesivo, ora en nombre de los caprichos de la ciudad, ora a la voz de mando de ese monstruo cuyo nombre es Especulación. Y entonces esos cuadrúmanos empezaron a pasarse las noches en vela, a padecer, a trabajar, a blasfemar, a ayunar, a caminar; todos se excedieron para ganar el oro que los fascina. Luego, despreocupados del porvenir, ávidos de goces, contando con sus brazos como cuenta el pintor con la paleta, tiran el dinero los lunes, como grandes señores de un día, en esas tabernas que tienen encerrada la ciudad en una ceñida muralla de cieno, el cinturón de la Venus más impúdica, continuamente doblado y desdoblado, en donde se pierde, lo mismo que en el juego, la fortuna periódica de esta gente tan feroz para el placer como sosegada para el trabajo. ¡Así pues, durante cinco días esa parte activa de París no sabe qué es el reposo! Es presa de ademanes que la obligan a retorcerse, crecer, adelgazar, palidecer, brotar en mil surtidores de voluntad creadora. Después, su gusto y su descanso consisten en un fatigoso desenfreno, oscuro de piel, negro de golpes, lívido de borracheras o amarillo de indigestión, que no dura sino dos días, pero roba el pan de mañana, el sustento de la semana, los vestidos de la mujer y los pañales del niño, ambos vestidos de andrajos. Esos hombres, que nacieron sin duda para ser hermosos, pues cualquier criatura posee una belleza relativa, se alistaron desde la infancia bajo el mando de la fuerza, bajo el imperio del martillo, de la cizalla, de la hilatura, y no tardaron en vulcanizarse. ¿No es acaso Vulcano, feo y fuerte, el símbolo de esta fea y fuerte nación, de sublime inteligencia mecánica, paciente cuando le toca serlo, pavorosa un día al siglo, inflamable como la pólvora, a quien el aguardiente da alas para al incendio revolucionario y que es, en fin de cuentas, lo bastante ocurrente para incendiarse con una palabra capciosa que, para ella, siempre equivale a oro y placer? Si consideramos que incluye a todos los que tienden la mano en espera de una limosna, un salario legítimo o esos cinco francos que recibe toda suerte de prostitución parisina, es decir, cualquier cantidad bien o mal adquirida, ese pueblo cuenta con trescientos mil individuos. ¿No es probable que, si no hubiera tabernas, todos los martes derrocaría al gobierno? Afortunadamente, los martes este pueblo está embotado, duerme la mona de su placer, no tiene ya un céntimo y vuelve al trabajo y al pan solo, con el acicate de una necesidad de procreación material que, para él, se convierte en hábito. Cuenta, no obstante, este pueblo, con sus fenómenos virtuosos, sus hombres cabales, sus Napoleones desconocidos, que son prototipo de su fuerza llevada a la más alta expresión y compendian su alcance social en una existencia en donde la acción y el pensamiento se combinan no tanto para aportarle alegría como para regular la acción del dolor.

El azar creó un obrero ahorrativo, el azar lo dotó de pensamiento, pudo mirar al porvenir, conoció a una mujer, se vio padre, y tras unos cuantos años de duras privaciones, se mete en un modesto negocio de mercería, alquila una tienda. Si ni la enfermedad ni el vicio lo detienen en ese camino suyo, si prospera, he aquí el croquis de su existencia normal.

Y, antes que nada, salude el lector a ese rey de la acción parisina, que sometió el tiempo y el espacio. Sí, que salude a ese ser compuesto de nitrato de sosa y gas que surte de hijos a Francia en sus noches laboriosas y, de día, multiplica por varias su individualidad para dar servicio, gloria y placer a sus conciudadanos. Ese hombre resuelve el problema de prestar, a un tiempo, atención suficiente a una gentil esposa, a su hogar, a Le Constitutionnel, a su oficina, a su servicio en la Guardia Nacional, al Teatro de la Ópera y a Dios, pero para convertir en pecunia Le Constitutionnel, la oficina, el Teatro de la Ópera, la Guardia Nacional, y a la esposa y a Dios. Salude el lector, en fin, a un acopiador irreprochable. Se levanta todos los días a las cinco y salva como un pájaro la distancia que separa su domicilio de la calle de Montmartre. Haga viento o truene, llueva o nieve, llega a Le Constitutionnel y espera allí para hacerse cargo de los periódicos cuyo reparto le compete. Recibe con avidez ese pan político, lo coge y lo transporta. A las nueve está en el seno del hogar, le dice una chanza a su mujer, le roba un buen beso, paladea una taza de café y riñe a sus hijos. A las diez menos cuarto, se persona en la Junta de Distrito y, allí, posado en un sillón como un loro en la percha, disfrutando de buena temperatura a expensas de la villa de París, inscribe hasta las cuatro de la tarde, sin concederles ni una lágrima ni una sonrisa, los fallecimientos y los nacimientos de todo un distrito. La dicha y la desdicha del barrio pasan por su plumilla de la misma forma que el espíritu de Le Constitutionnel viajaba hace un rato subido en sus hombros. ¡Nada se le hace gravoso! Camina recto, saca el patriotismo ya hecho del periódico, no le lleva la contraria a nadie, protesta o aplaude con todo el mundo y vive como una golondrina. Como está a dos pasos de su parroquia, puede, en caso de ceremonia importante, dejar en su puesto a un supernumerario e ir a cantar un réquiem junto al pupitre del coro de la iglesia, al que pertenece y cuyo mejor adorno y voz más imponente es él en domingos y festivos, donde tuerce con energía la ancha boca para atronar con un jubiloso Amén. Se queda libre a las cuatro del servicio oficial y aparece, para prodigar a manos llenas alegría y buen humor, en el comercio más famoso de l’Île de la Cité. Dichosa su mujer, pues no le da tiempo a ser celoso; es más hombre de acción que de sentimientos. Así que, no bien llega, galantea a las dependientas, cuyas vivaces miradas atraen a no pocos parroquianos, se solaza entre la ropa, las pañoletas, la muselina a la que dan forma tan hábiles operarias; o, con mayor frecuencia, antes de cenar, atiende a un cliente, copia una página del diario o le lleva al agente judicial algún efecto atrasado. A las seis, un día de cada dos, está, fiel, en su puesto. Barítono inamovible de los coros, acude al Teatro de la Ópera, dispuesto a ser soldado, moro, prisionero, salvaje, campesino, sombra, pata de camello, león, demonio, genio, esclavo, eunuco, negro o blanco, siempre experto en la creación de gozo, dolor, compasión, asombro, en lanzar gritos invariables, en callarse, en cazar, en pelear, en representar a Roma o a Egipto; pero es siempre, in petto, mercero. A las doce de la noche, vuelve a ser buen marido, hombre, padre tierno; se mete en el lecho conyugal, con la imaginación tensa aún debido a las formas decepcionantes de las ninfas de la Ópera, y hace de ese modo redundar en provecho del amor conyugal las depravaciones del mundo y los voluptuosos movimientos de las piernas de la Taglioni. Y, por fin, si es que duerme, duerme deprisa y despacha el sueño con la misma premura que despacha la vida. ¿No es acaso el movimiento hecho hombre, la encarnación del espacio, el Proteo de la civilización? Ese hombre lo resume todo: historia, literatura, política, gobierno, religión, arte militar. ¿No es acaso una enciclopedia viva, un atlas grotesco, siempre en marcha, como París, y que nunca descansa? Es todo piernas. No hay fisonomía que pueda conservarse pura con semejantes trabajos. Es posible que a algunos filósofos con buenas rentas les parezca más feliz que el mercero el obrero que muere, viejo ya, a los treinta años, con el estómago encallecido por las dosis progresivas de aguardiente. Uno se muere de golpe y el otro se va muriendo al por menor. Como si fueran otras tantas granjas, a sus ocho ocupaciones, a sus hombros, a su garganta, a sus manos, a su mujer y a su comercio les saca hijos, unos cuantos miles de francos y la más laboriosa dicha que haya fraguado nunca el corazón de un hombre. Esa fortuna y esos hijos, o los hijos en que para él se resume todo, se convierten en presa del mundo superior, al que lleva su dinero y a su hija, o a su hijo, educado en un internado y que, más instruido que el padre, alza a mayor altura las ambiciosas miradas. El hijo menor de un modesto detallista aspira con frecuencia a ser alguien en el Estado.