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NOVELA GANADORA DEL PREMIO CAFÉ GIJÓN 2017 Un suicidio y un misterioso asesinato sirven de arranque a este relato donde dos universitarios recién licenciados afrontan una misión que cambiará sus vidas para siempre: la de localizar unos antiguos libros de teatro medieval. Así comienza una trepidante búsqueda en la que los personajes acabarán encontrándose consigo mismos y con su propio destino, trazando a la vez el retrato de una generación fronteriza que luchó por conseguir un espacio propio en la España de los últimos años setenta y principios de los ochenta. Una apasionante historia de intriga, de ambiciones y rencores, de amor y desamor, de frustraciones y deseos, donde los más turbios y los más nobles sentimientos se entremezclan y chocan dramáticamente, siempre con el telón de fondo del mundo teatral, ese espacio metaliterario en el que, como en un juego de espejos, no todo es lo que parece... «Dos muertes y la búsqueda de unas supuestas obras de teatro anteriores a la aparición de La Celestina crean una apasionante novela ambientada en el mundo universitario. La protagonista se verá inmersa en un cruce de intrigas que el autor desarrolla hábilmente y con un excelente despliegue de recursos narrativos».Fallo del jurado
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Seitenzahl: 606
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Edición en formato digital: enero de 2018
Esta edición ha contado con el patrocinio de
En cubierta: fotografía de © iStock.com / Praetonrianphoto
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Pedro A. González Moreno
© Ediciones Siruela, S. A., 2018
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17308-35-3
Conversión a formato digital: María Belloso
Reunido desde las 20:00 horas del miércoles 13 de septiembre de 2017 en el Café Gijón, el Jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón, compuesto por Dña. Mercedes Monmany, D. Antonio Colinas, D. Marcos Giralt Torrente, D. José María Guelbenzu en calidad de presidente y las valoraciones y votos emitidos telefónicamente por Dña. Rosa Regàs, y actuando como secretaria Dña. Patricia Menéndez Benavente, tras las oportunas deliberaciones y votaciones, el jurado acuerda:
Otorgar por mayoría el Premio de Novela Café Gijón 2017 a la novela La mujer de la escalera presentada por Pedro A. González Moreno.
Dos muertes y la búsqueda de unas supuestas obras de teatro anteriores a la aparición de La Celestina crean una apasionante novela ambientada en el mundo universitario.
La protagonista se verá inmersa en un cruce de intrigas que el autor desarrolla hábilmente y con un excelente despliegue de recursos narrativos.
MERCEDES MONMANY
ANTONIO COLINAS
MARCOS GIRALT TORRENTE
JOSÉ MARÍA GUELBENZU
A Rosa y Julio Contreras
Seguramente murió al amanecer.
Cuando le vi allí, inerte en el centro del escenario, al principio pensé que se trataría solo de un ensayo más; pero enseguida me di cuenta de que aquello era real, aunque él se había encargado de darle a la escena ciertos toques teatrales, como si pretendiera convertir su muerte en una macabra representación, recreándose en algunos detalles en los que Ricardo sabía que solo yo sería capaz de reparar: había colocado varias velas por todo el escenario, que estaban ya a punto de consumirse cuando se descubrió su cadáver; en el suelo encontraron también una petaca con algún resto de ginebra, un ejemplar de La Celestina abierto por la página donde comenzaba su monólogo y, no muy lejos del libro, el vaso de plástico donde había disuelto la estricnina. Y en el centro, muy próximo a su cuerpo, se encontraba el gran montón de ceniza por el que comprendí, pocas horas más tarde, que toda esa cuidada puesta en escena no había sido más que una extraña forma de venganza.
No me costaba mucho imaginármelo allí, leyendo para nadie aquellas palabras de Pleberio con las que tantas veces nos habíamos emocionado y que debieron de rebotar contra las paredes del salón vacío con una resonancia siniestra: «¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada; oh mundo, mundo! [...] Agora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno...».
Nunca había conseguido saberse de memoria toda esa larga enumeración del padre atormentado: a menudo se olvidaba alguna frase o la cambiaba de sitio, o se atrevía a improvisar algo nuevo; pero aquella vez, a la luz indecisa del amanecer y con las velas proyectando sombras vacilantes sobre el escenario, probablemente fue la primera y la última que consiguió encadenar el párrafo sin titubeos, y puede que incluso se le escapara, entre los sollozos fingidos, alguna lágrima verdadera: «... región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor».
Le habían visto entrar en la facultad, ya tarde, con una bolsa negra de deporte en la mano, y allí, oculto en algún sitio, debió de permanecer hasta la hora del cierre. Esperó a que el edificio se quedara vacío y cuando salió de su escondite era ya el único dueño de todo y el único habitante de aquel lugar que había decidido convertir en el escenario de su última función. Por los rastros de cera o por las colillas que, como una babosa, había ido dejando por el suelo, supimos luego que había estado toda la noche deambulando de un lado para otro y no resultaba difícil imaginarlo yendo y viniendo a la luz de una vela por los pasillos de la facultad, o fumándose un cigarrillo en la biblioteca, de donde cogió el ejemplar de La Celestina que seguramente utilizó para recitar por última vez su monólogo.
Tampoco resultaba difícil imaginar, por la mueca que la muerte había dejado en su rostro, que el rencor y el desprecio eran los sentimientos que le habían dominado en esas últimas horas de su vida. Un rencor y un desprecio que nos correspondían, a partes iguales, al decano y a mí, aunque para tranquilizar mi conciencia yo prefería pensar que nosotros solo habíamos sido dos eslabones más en la larga cadena de su infortunio.
A pesar de la lluvia que había caído la noche anterior, aquella mañana amaneció soleada, con una luminosidad intensa que tenía algo de espejismo y parecía envolverlo todo en una luz casi irreal. Tal vez por eso cuando, con mi paraguas negro absurdamente colgado de la muñeca, llegué a la facultad pocos minutos después de las nueve, me pareció natural ver allí un coche de policía aparcado junto a un par de furgonetas de la televisión. Después de las huelgas y las movilizaciones de los últimos días, tampoco me sorprendió el bullicio que había en el vestíbulo, por donde bedeles y profesores, alumnos y periodistas, y algún que otro policía, se movían igual que figurantes a la espera de que alguien diese una orden para el comienzo de un rodaje. Pensé que la rueda de prensa convocada por el decano había despertado más expectación de la prevista y fui abriéndome paso, desorientada, entre los corrillos del vestíbulo. Busqué con la mirada a Daniel Carvajal, el decano, como si él fuese el único capaz de darle verdadero sentido a mi presencia allí, pero no le localicé por ninguna parte y supuse que estaría ya preparando los últimos detalles de la rueda de prensa en el salón de actos.
De pronto, abriéndose paso entre la gente y acompañado de Dolores Merlo, vi a Sebastián Olivares dirigirse hacia mí. A Sebastián yo le había conocido el día anterior y sabía poco de él, salvo que, además de un adicto al café, era un buen amigo del decano y subdirector o vicesecretario de algo en un ministerio, aunque llevaba su cargo con mucha naturalidad y discreción. Y al verles juntos, de repente comprendí por qué Lola Merlo tenía fama de moverse con tanta desenvoltura por los aledaños del poder.
Dolores Merlo había llegado a la facultad un día cualquiera y había acabado ocupando en el Departamento de Lengua una plaza que, según los rumores, había sido creada expresamente para ella. Se decía también que había ganado la plaza en un concurso de méritos, entre los que figuraba, al parecer, una sesuda tesis doctoral sobre el leísmo y el laísmo como fenómenos lingüísticos que representaban el declive de la sociedad patriarcal. Todos suponíamos que, aparte de su sabiduría en materia de pronombres, ciertas amistades le habrían facilitado mucho las cosas, y sus mejores credenciales, de eso no nos cabía ninguna duda, no las lucía en su currículum sino más bien en su propio cuerpo, que era de carnes generosas y muy bien torneadas.
Yo apenas había cruzado con ella unos cuantos saludos por los pasillos, y por eso aquella mañana me sorprendió su gesto amable y decidido cuando, al lado de Sebastián Olivares, la vi llegar hasta mí y estrecharme en un abrazo que me pareció no solo cariñoso sino también compasivo. Pero enseguida comprendí que su abrazo solo era el preámbulo de una pregunta que me obligó a reinterpretar, de golpe, toda la realidad que me rodeaba:
—¿Sabes ya lo de Ricardo?
Hacía ya algún tiempo que no sabía nada de Ricardo, pero su pregunta fue como una revelación por la que sospeché que todo aquel revuelo no tenía nada que ver con la rueda de prensa que se había programado para las diez. Como si pretendieran sacarme de dudas, Sebastián y Lola Merlo me condujeron hacia el salón de actos. Lo primero que percibí al entrar fue un fuerte olor a cera y a papel quemado, y luego, cuando vi el cuerpo de Ricardo tendido sobre el escenario, se me ocurrió la absurda idea de que me llevaban allí para ver algún ensayo. Quizá por eso no me sorprendió ver en el suelo, junto al cadáver, el libro de La Celestina, una petaca y un vaso de plástico, como tampoco me sorprendieron demasiado los montoncitos de cera derretida que había próximos al borde del escenario, o aquel extraño montón de ceniza que se alzaba en el centro. Solo después me fijé en el hombre de aspecto rudo y traje gris que andaba curioseando por el escenario. Pero fue al final, tras reparar en la mueca del rostro de Ricardo, y en la herida ya cicatrizada de su frente, cuando tuve la certeza de que aquella escena era real. El hombre del traje gris se volvió de pronto hacia nosotros y me miró con curiosidad, como intentando hallar en mí alguna relación con aquel tétrico decorado.
—Es Sara, una buena amiga de Ricardo Valle —se apresuró a aclarar Dolores Merlo.
Me dirigió un saludo que me pareció displicente y bajó por una de las escaleras laterales del escenario. Yo esperaba que allí, delante del cadáver, aquel hombre que no tenía aspecto de policía ni de actor me diera una larga y detallada explicación de lo ocurrido, pero se limitó a acompañarme hasta la puerta y allí les hizo a Sebastián y a Dolores un gesto por el que ellos comprendieron que debían dejarnos solos:
—Si a usted no le importa, buscaremos un sitio un poco más tranquilo para hablar. La invito a un café.
Sabía que no podía rechazar aquella invitación y la idea de tomarme un café bien cargado me pareció de lo más estimulante. Nos abrimos paso entre los corrillos del vestíbulo y, por el largo pasillo que conducía a la cafetería, comencé a notar que algo blando y pegajoso se adhería a la suela de mis zapatos.
—Tenga cuidado, no vaya a resbalar —me advirtió, agarrándome del brazo.
Me fijé en el rastro de cera que había en el suelo y entonces comprendí que las velas rojas y amarillas no habían servido a Ricardo solo para decorar el escenario, sino también para caminar en la oscuridad. Ese rastro de cera, según me dijo el comisario, llegaba también hasta la biblioteca y la cafetería, los otros dos lugares en los que había estado antes de encerrarse en el salón de actos. Y aquella imagen fantasmal de Ricardo moviéndose por los pasillos entre las tinieblas me produjo un súbito escalofrío.
No había nadie en la cafetería, salvo un camarero que, con una dedicación casi frenética, limpiaba vasos y tazas con una bayeta. El comisario Tena pidió los cafés y nos sentamos en una de las mesas más alejadas de la barra, donde volví a sentir otro escalofrío al imaginarme a Ricardo yendo y viniendo por allí con su petaca en una mano y una vela en la otra, mientras tal vez recordaba otros tiempos que, sobre todo para él, habían sido mucho mejores. Vacié el sobre de azúcar en la taza y comencé a darle vueltas con la cucharilla mientras veía al comisario oler su café con un gesto de desagrado, casi de asco.
—Donde esté un buen chocolate con churros... —Miró de reojo al camarero, que de espaldas a nosotros limpiaba afanosamente la cafetera y luego, al ver que yo continuaba abstraída removiendo el café, continuó—: Usted me dirá, señorita.
Yo tenía muy poco que decirle o al menos no sabía cuál era la información que buscaba, y por mi cara de sorpresa dedujo que era él quien, al menos por cortesía, debía comenzar dándome alguna explicación. Por eso, con desgana y en pocas palabras, me resumió las circunstancias del suicidio y concluyó diciendo que esa mañana tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse.
Observé con atención las líneas duras de su cara, su mandíbula prominente, sus ojos algo saltones, sus hombros anchos y sus dedos un poco amorcillados, y no pude evitar imaginármelo, más que realizando sutiles pesquisas criminales, trinchando pollos en la cocina de un restaurante o despedazando carne en una charcutería.
—Un caso evidente de suicidio —repitió sin demasiado interés—. Aquí yo tengo muy poco que hacer, salvo que usted, naturalmente, tenga algo interesante que contarme.
Entendí aquellas palabras como algo más que una mera insinuación y, a pesar de la indolencia con que el comisario parecía afrontar el asunto, me sentí obligada a contarle, muy abreviadamente, todo lo que nos había ocurrido durante los últimos meses. Y mientras hablaba, recordaba el cuerpo de Ricardo sobre el escenario, superponiéndose a los gestos con los que, de cuando en cuando, el comisario pretendía aparentar un interés que a mí se me antojaba más bien profesional. Y también, mientras me oía a mí misma hablar en voz alta, aún tenía la esperanza de que aquello no fuese real, y miraba a veces hacia la puerta imaginando que Ricardo aparecería por allí en cualquier momento con su libro de La Celestina en la mano.
Embutido dentro de su traje gris, el comisario Tena me pareció que tenía también cierto aire de feriante, y no pude evitar imaginármelo arremangado y sudoroso, rodeado de pringue, mientras freía churros en un caldero de aceite hirviendo. La mano negra del destino había decidido que en aquellos instantes, en vez de estar hablando en una rueda de prensa, yo me encontrara contándole parte de mi vida a aquel hombre que, mientras me escuchaba, quizá no dejaba de pensar en una apetitosa ración de churros. En cuanto terminé mi relato, asintió como si acabara de iluminarse de golpe alguna zona que hasta entonces hubiera permanecido en penumbra dentro de sus pensamientos.
—Ahora comprendo perfectamente todos esos detalles.
—¿Qué detalles? —le pregunté.
—Las velas, el libro de La Celestina, ese montón de ceniza en medio del escenario... Evidentemente, es como si hubiese querido darle un aire teatral a su muerte.
El comisario hablaba con bastante reposo y usaba a menudo largos adverbios que quizá le permitían reflexionar mientras elegía las palabras precisas. Pero no había que ser muy sagaz, ni siquiera hacía falta ser policía, para llegar a una conclusión tan obvia. Aquella, la de una teatralización, fue también la primera impresión que yo tuve al contemplar la escena que con tanto esmero Ricardo había preparado en el salón de actos. Los remordimientos se me agolparon en la garganta y, al apurar el último sorbo de café, ya frío, noté una sensación parecida al roce de una lija. No supe qué decir y en aquel instante oí el rápido taconeo de alguien que se aproximaba a la cafetería. Fue Lola Merlo quien, con el rostro desencajado y una expresión de angustia, apareció en la puerta. Se acercó a la mesa y ni siquiera me miró cuando le dio al comisario la noticia; quizá no me miró porque estaba demasiado nerviosa o porque suponía que a mí no me afectaba lo que estaba a punto de decir, pero ella no podía saber que esa noticia me afectaba tanto como la muerte de Ricardo:
—Han encontrado a Daniel Carvajal muerto en su casa.
Noté que le temblaban las manos y su carnoso labio inferior mientras pronunciaba aquellas palabras, que yo necesité repetirme a mí misma, casi deletreándolas, para comprender en su verdadero significado. Miré incrédula a Dolores y después al comisario, que se limitó a esbozar un gesto de contrariedad antes de levantarse y encaminarse hacia la puerta. Las dos le seguimos y, al volver a pisar los rastros de cera del pasillo, una súbita y atroz asociación me llevó a recordar las velas, rojas y amarillas, que yo había visto la tarde anterior en los candelabros de la casa de Carvajal. Pero me sentía incapaz de elaborar conexiones o de establecer causas y consecuencias; de pronto, todo a mi alrededor comenzaba a adquirir un aire absurdo de pesadilla, y dentro de mi cabeza las ideas parecían haberse vuelto sólidas y pegajosas, como las gotas de cera que había por el suelo.
Ya en el vestíbulo, el comisario se acercó a uno de los corros de profesores, entre los que reconocí a Lorenzo Blanco, y más allá vi a Sebastián Olivares, abrumado y rascándose nerviosamente la barba, rodeado de los fotógrafos y periodistas a los que él mismo había convocado, en una improvisada rueda de prensa para la que ya no servirían ni el suyo, ni el mío, ni ningún otro discurso. Miré hacia el salón de actos, de donde acababan de salir un par de fotógrafos, y pensé que, por una perversa paradoja, los periódicos del día siguiente no hablarían de libros sino de muertos; en sus titulares no figurarían los nombres de Juan de Pisuerga o Martín López Acuña, ni los de Belisa y Luscinda, sino solo los de Ricardo Valle y Daniel Carvajal, unidos por un infausto protagonismo. Sentí la tentación de ver de nuevo a Ricardo y dirigí mis pasos hacia el salón de actos, pero a mitad de camino me abordó el comisario:
—¿Le importaría acompañarme a la casa del decano? Antes me ha dicho que estuvo usted allí precisamente ayer por la tarde.
Sin saber si se trataba solo de una invitación o más bien de una orden, acepté aquella proposición y acompañé a Adolfo Tena en un coche que enseguida, en cuanto salimos de la Ciudad Universitaria, encendió una sirena cuyo ulular siguió resonando después durante varias horas dentro de mi cabeza, como para recordarme la parte de culpa que a mí me pudiera corresponder en aquella sucesión de desdichas.
Fue Aurelia, la mujer que se encargaba de la limpieza de la casa de Daniel, quien al vernos llegar se apartó del grupo de vecinos que se había reunido en el rellano, saludó al comisario y entrecortadamente, entre gimoteos, le dijo que era ella quien, al llegar allí a las nueve en punto como todas las mañanas, había descubierto el cadáver y, tras alertar a todo el vecindario, había llamado a la policía. A su edad, Aurelia seguramente habría visto ya muchos muertos, pero le temblaba la voz al hablar, como si aquel hubiese sido el primero, igual que me habían temblado a mí las piernas poco antes mientras contemplaba el cadáver de Ricardo. Sentí el mismo temblor al entrar en la casa y, mientras atravesaba el vestíbulo, recordé a Daniel Carvajal ofreciéndose para llevarme en su coche, en un gesto galante que yo había despreciado y que tal vez fue el último de su vida.
Aunque recordaba haber visto tres paraguas la tarde anterior, vi que había solo uno en el paragüero; dejé allí el mío mientras sentía que me liberaba de alguna pesada carga, y entonces pensé que si yo hubiera tenido paciencia para esperar un rato más, al menos hasta que hubiese escampado, tal vez ese negro destino tampoco habría acabado cumpliéndose. Pero ya no tenía ningún sentido intentar hacer reversible el curso del tiempo, que era también el curso inexorable de la desgracia. Al entrar en el salón, precedida de Aurelia y del comisario, me pareció que había transcurrido ya mucho tiempo desde la tarde anterior, aunque apenas hacía unas horas que me había marchado de allí y el escenario que tenía ante mis ojos tampoco se parecía mucho al que yo recordaba.
Daniel Carvajal estaba allí, tumbado boca abajo sobre el suelo entarimado del salón, y su cuerpo —según observó el comisario con ese lenguaje suyo que apestaba a informe forense— no presentaba ninguna señal, por lo menos visible, de violencia. La bolsa negra de deporte no estaba sobre la gran mesa ovalada de cristal, aunque sí permanecían sobre ella la botella de champán, ya vacía, y las dos copas con las que él y yo habíamos estado brindando; y había además una tercera copa, una botella de ginebra y cuatro colillas en el cenicero. Tampoco estaban sobre los candelabros las velas rojas y amarillas, pero la portezuela de la caja fuerte continuaba entreabierta. Había libros esparcidos por el suelo, y todos los cajones, no solo los de los muebles del salón sino también los del resto de la casa, estaban abiertos y removidos. Sentí una repentina sensación de mareo y una flojera en las piernas que me obligó a sentarme en el sofá, en el mismo lugar donde había rechazado el beso de Daniel pocas horas antes; y desde allí, con el bolso apretado contra mi pecho, vi moverse al comisario de un sitio para otro mientras Aurelia le seguía entre hipidos y lamentaciones.
Sin querer, porque no era dueña de mi voluntad y porque las imágenes y los recuerdos se agitaban desordenadamente dentro de mi cabeza, miré los candelabros otra vez y vinieron a mi memoria los restos de cera derretida, rojos y amarillos, que había visto sobre el borde del escenario en el salón de actos. Y mientras los dos cadáveres y las dos escenas se iban superponiendo dentro de mi mente en una danza de imágenes desbocadas, el comisario se demoraba inspeccionando el rostro de Carvajal, examinando el interior vacío de la caja fuerte, las colillas del cenicero, los restos de champán de las copas. Por la rigidez que ya comenzaban a presentar algunas articulaciones del cadáver, Adolfo Tena dedujo que la muerte se había producido hacía unas doce o catorce horas. Y en un rápido cálculo mental, tras mirar mi reloj supuse que, de ser así, Daniel habría muerto poco después de que yo me marchara.
—Yo me fui a las seis y media —dije, y me miró con curiosidad o con cautela, como si hubiese visto en mis palabras algo muy parecido a una coartada, tan ingenua como innecesaria.
Me pidió que mirase alrededor con mucha atención y le dijese qué cambios advertía con respecto a la tarde anterior, pero no necesité mirar de nuevo porque ya había reparado antes en todos esos cambios: la bolsa negra de deporte y las velas de los candelabros, la tercera copa, las colillas en el cenicero, los cajones abiertos y los libros tirados por el suelo, incluso el paraguas que había echado en falta al entrar. Sin embargo, llevada por el mismo impulso protector que ya había sentido también en la cafetería de la facultad, incluí en esa breve lista de cambios la puerta abierta de la caja fuerte. No lo hice con intención de mentir, ni siquiera sabía hacia dónde podría conducirme la mentira, pero me sentí como si estuviese ocultando alguna prueba o proporcionándole al comisario alguna pista falsa. Después de quedarse pensando durante unos instantes, Adolfo Tena me dirigió una mirada neutra y, con un tono en el que no había ni satisfacción ni desconfianza, dijo:
—Bien, pues a falta de lo que nos diga el análisis de huellas, me parece que todas las piezas encajan casi perfectamente.
Aunque me encontraba demasiado aturdida para captar los matices con la lucidez necesaria, no dejó de sorprenderme otra vez aquel desparpajo con el que Adolfo Tena usaba los adverbios, y en los dos últimos había algo que me resultaba chirriante y hasta contradictorio. Fueran cuales fuesen sus conclusiones, las piezas podían encajar o no, y hasta podían encajar perfectamente, pero lo que no me parecía muy razonable era que encajaran perfectamente a medias. En cualquier caso, supuse que Adolfo Tena no tendría muchos reparos en limar a su antojo los bordes de esas piezas para que se acoplaran a la perfección dentro del engranaje de sus conjeturas. Pese a sus aires rudos de labriego, el comisario razonaba con cierta sutileza, y puede que a aquellas alturas hubiese realizado ya, con muy buen tino, todas las conexiones que yo me negaba a reconocer y a aceptar, tal vez por parecerme demasiado dolorosas o demasiado evidentes. Apenas una hora después de haberse descubierto los dos cadáveres, a él le había bastado con inspeccionar ambos escenarios y con interpretar no solo mis palabras, sino también mis silencios, para llegar a la misma conclusión a la que yo me sentía incapaz de llegar.
Cerré los ojos, creí oír un lejano rumor de olas rompiendo contra las rocas y pensé que el mar de mi pueblo vendría en mi ayuda para lavar con su asperón de espuma y sal las manchas de mi conciencia. Pero entre el fragor de las olas oí también el ruido de la lluvia de la tarde anterior azotando con furia los cristales y pensé que aquellas aguas venían cargadas de presagios. Unos presagios de muerte que, sin embargo, yo no había querido o no había sabido escuchar, como tampoco había escuchado a Daniel pidiéndome que no me marchara todavía.
Cerré los párpados aún con más fuerza, como intentando sacudirme todos esos ruidos y recuerdos confusos, y tuve la esperanza de que, al abrirlos de nuevo, me encontraría muy lejos de allí, tumbada en la playa o viendo romper las olas en los acantilados, ajena a aquel laberinto de errores y a aquella sucesión de desdichas en donde me encontraba atrapada. Pensé que, al abrirlos, la realidad se desvanecería lo mismo que un mal sueño, pero mis ojos volvieron a toparse con el cuerpo inerte de Daniel Carvajal y con la mirada atenta del comisario, que ajeno a mis reflexiones y a mis temores más ocultos, con esa falta de pudor que tenía para usar los adverbios, repitió:
—Casi perfectamente.
Mi inteligencia o mi sagacidad eran, sin embargo, mucho más rudimentarias que las del comisario Tena y por eso en mi cabeza se abrían demasiados vacíos que mi imaginación no conseguía rellenar. Quizá por la conmoción que las dos muertes me habían provocado, dentro de mi conciencia todo se había vuelto confuso, como si lo contemplara a través de un filtro deformante que solo me permitía percibir acciones dispersas y realidades borrosas. Tan solo comencé a aceptar las evidencias tras hablar con Irene Vidal el mismo día del entierro de Daniel, al que acudieron todos los antiguos compañeros del grupo de teatro.
Más que un grupo de teatro, Bambalinas 9 fue al principio como una burbuja dentro de la cual nos sentíamos protegidos, porque surgió como una manera de estrechar los lazos de una amistad que aún no teníamos y que, en aquel primer año de carrera, todos necesitábamos. Veníamos de provincias y andábamos como desorientados en aquel Madrid que se abría ante nosotros como un mundo unas veces hostil y otras veces fascinante, pero siempre desconocido. Dentro de las aulas sabíamos cuáles eran nuestros objetivos, pero fuera de ellas nos movíamos con torpeza, un poco acomplejados entre gente que iba siempre varios pasos por delante de nosotros. No sabíamos muy bien hacia dónde encaminarnos y Bambalinas 9 fue como una balsa que consiguió mantenernos unidos y a salvo frente a unos círculos en los que no acabábamos de sentirnos integrados.
Nuestra adolescencia y nuestros pueblos pertenecían ya a un mundo anticuado del que estábamos obligados a desprendernos, como si se tratara de una piel vieja y gastada que ya no nos servía para andar por la vida. Era como despertar, de golpe, de un sueño tranquilo y bucólico tras el que nos aguardaba una realidad desconocida por la que solo acertábamos a caminar con pasos vacilantes. Por eso al principio Bambalinas 9 vino a ser para nosotros el faro que nos guio entre unas nieblas por donde deambulábamos sin dirección precisa, y también fue el refugio donde encontramos amistad y cobijo.
Pero aunque algunos se empeñaban en disimularlo, llevábamos aún la provincia enquistada por dentro, eso ninguno lo podíamos evitar. Aquellos baúles de nuestros desvanes, desde la distancia, seguían impregnando nuestras ropas y nuestros pensamientos. Aunque no lo supiéramos o no lo quisiéramos reconocer, traíamos una modorra de campos, de mares lejanos y de pueblos perdidos en los mapas, y eso actuaba en nuestros ojos como un filtro que lo distorsionaba todo y nos impedía ver los colores reales de las cosas.
A menudo había revueltas en la Ciudad Universitaria, pero nosotros casi nunca participábamos en ellas, quizá porque teníamos la sensación de habernos subido, a destiempo, al último vagón de un tren que no era el nuestro, y toda aquella agitación nos llegaba con sordina hasta el furgón de cola donde viajábamos. Por eso mientras los demás, sobre todo los de los cursos superiores, acudían a conciertos de cantautores, participaban en manifestaciones, en asambleas y en huelgas, o hasta presumían a veces de los moratones que les habían dejado los antidisturbios, nosotros andábamos entretenidos con algún entremés de Cervantes o con alguna comedia de Lope, como si esos mundos de ficción fuesen la única alternativa posible a aquellos escenarios reales en los que no acabábamos de encajar. El único escenario que les daba sentido a nuestro tiempo y a nuestras ilusiones era el del salón de actos; esa fue nuestra única barricada y desde ella aprendimos a luchar de otra manera: sin gritos, sin pancartas y sin botes de humo; una manera mucho menos violenta, aunque no menos apasionada.
No sabíamos quién era el enemigo, ni siquiera estábamos seguros de que hubiese algún enemigo, por eso durante algún tiempo vivimos con un pie entre las bambalinas y el otro en un mundo que cambiaba a nuestro alrededor sin que apenas lo advirtiéramos. Todo lo que ocurría al otro lado del telón era como un ruido de fondo que escuchábamos con curiosidad o con interés, pero también a cierta distancia, como si se tratase de la banda sonora de una película en la que a nosotros nos hubieran asignado tan solo el papel de figurantes.
A nuestro alrededor, dentro y fuera de las aulas, todas las piezas de la gran maquinaria del mundo parecían engrasadas, a partes iguales, por la ilusión, por la desconfianza o por el miedo; pero nosotros nunca llegamos a formar parte de sus engranajes. Nos parecía que habíamos llegado a Madrid demasiado pronto o demasiado tarde, pero no en el momento oportuno, y eso nos obligaba a contemplarlo todo desde lejos, como espectadores que hubiesen sido invitados a una obra donde los papeles estaban ya adjudicados de antemano. Quizá también por eso, como una insólita forma de rebeldía, decidimos actuar a nuestro modo.
Hasta bien mediado aquel primer curso, el del 76, no conseguimos organizar el grupo. Apenas nos dio tiempo a preparar un entremés de Cervantes, El viejo celoso, la obra con la que, a decir verdad y según la opinión de casi todo el mundo, debutamos con mucha más voluntad que acierto. Pero pronto les dimos la espalda a los clásicos y, contra el consejo de algunos profesores, que nos animaban a seguir desempolvando a los Lopes, a los Tirsos y a los Calderones, en los años sucesivos, ya con más tiempo y con más experiencia, nos atrevimos con Ibsen, con Ionesco o con Beckett. Curso a curso, aquellos nueve provincianos ingenuos y acomplejados nos fuimos convirtiendo en una especie de vanguardia bohemia de la facultad. Fue por eso por lo que el último curso de carrera don Ramiro Cárdenas, nuestro profesor de Literatura Medieval, nos sugirió que representáramos La Celestina.
Todos, al principio, miramos con mucho recelo aquella propuesta porque conocíamos sus dificultades de adaptación y sus problemas técnicos, aunque también era para nosotros el último gran reto al que podíamos enfrentarnos. Aceptamos por esa razón y también, en el fondo, por no decepcionar a don Ramiro, por el que todos sentíamos una mezcla de admiración y cariño, y a quien en gran medida debíamos nuestra pasión por el teatro. Tuvimos que suprimir algún personaje, reajustar un poco el reparto, y nos costó muchas horas y no pocos esfuerzos adaptar los larguísimos monólogos o resolver los problemas escénicos, pero cada cual se puso a trabajar por su cuenta para que los primeros ensayos pudieran comenzar a principios de octubre.
Irene Vidal, quizá por su carácter dominante o porque era dos años mayor que los demás, tenía una cierta autoridad sobre nosotros, aunque no necesitaba ejercerla demasiado. Desde el principio habíamos tratado de eliminar las jerarquías dentro del grupo y nunca habíamos necesitado que nadie nos dirigiese. Resolvíamos todos los problemas de común acuerdo; tomábamos todas las decisiones tras analizar y valorar la opinión de cada uno. Nos habían unido la ilusión y el interés, pero también el desamparo y la soledad, y esos vínculos, que eran mucho más fuertes que la amistad, nos hacían más responsables, más solidarios. En los reducidos espacios del escenario, que eran como un reflejo en miniatura del mundo que nos rodeaba, aprendimos a compartirlo y a relativizarlo todo: la miseria o la gloria, la felicidad o la angustia, el fracaso o el éxito. Hasta el último curso nunca existieron entre nosotros, al menos de una manera visible, envidias ni rencores, ni oscuras rivalidades.
Si en algún sitio aprendimos a ser rencorosos o desleales, o si fuimos víctimas de la vanidad o el egoísmo, eso sucedió siempre fuera del escenario, porque dentro de él cada cual dio siempre lo mejor de sí mismo. El escenario tuvo para nosotros algo de espacio sagrado, y a lo largo de cinco años fuimos creciendo dentro de él no solo como actores, sino también como personas. La nuestra era como una perfecta máquina de nueve piezas donde cada cual tenía muy bien asumida su función y donde todos habíamos aceptado el lugar que ocupábamos.
Aquella fue, si es que hubo alguna, la fórmula secreta de nuestro éxito, al menos hasta que decidimos representar La Celestina. Había algo en esa obra que removió nuestros sentimientos más sórdidos o despertó nuestras más turbias ambiciones. Quizá debimos haber abandonado el proyecto al principio, cuando nos dimos cuenta de los graves problemas escénicos que nos planteaba su adaptación, pero empujados por el orgullo o por la fatalidad decidimos seguir adelante, aunque ni siquiera teníamos actores suficientes para cubrir todo el reparto. Fue entonces, a la hora de distribuir los papeles, cuando se desataron las primeras tensiones. Eso era algo que jamás había ocurrido entre nosotros y que nos costó largas y enojosas disputas, seguramente porque todos sabíamos que aquella era nuestra última obra y algunos no se conformaban ya con un papel de simples criados. Después, durante los ensayos, hubo también momentos de tirantez porque a Irene Vidal se le avivó el instinto autoritario, y no todos estaban ya dispuestos a aceptar de buen grado sus consejos. Para colmo, Ricardo, que nunca había acabado de identificarse con su papel de Pleberio, comenzó a faltar a algunos ensayos y, cuando aparecía, dejaba reducido su monólogo final a unas cuantas frases sueltas e inconexas, que ni siquiera eran las más significativas ni tampoco las más oportunas.
Todas aquellas eran señales de alarma que no supimos o no quisimos interpretar, o tal vez solo eran los síntomas de que el grupo estaba ya desintegrándose mucho tiempo antes de que, tras la última función, se disolviera definitivamente. Al final, la obra resultó decepcionante para unos, discreta para otros y casi aceptable para la mayoría; aunque para nosotros, que conocíamos sus circunstancias, fue todo un milagro que saliera adelante. Un milagro que se transformó enseguida en alguna oscura maldición, porque a partir de entonces comenzamos a avanzar, casi a ciegas, por unos caminos que nosotros mismos habíamos elegido, pero que también iban siendo trazados por los caprichos del azar. Fue como si algunos, sobre todo los que habíamos tenido un mayor protagonismo en la obra, hubiésemos entrado en un extraño laberinto donde nuestros destinos estaban condenados a cruzarse.
Nadie se atrevió a discutirle a Irene Vidal su papel de Celestina, un personaje para el que estaba, por su carácter, mejor dotada que las demás. Tenía unas cualidades innatas para actuar no solo dentro sino también fuera de la escena, porque en realidad concebía la vida como un escenario en cuyo centro, o siempre muy cerca, se encontraba ella. Poseía, además, una rara habilidad para mover los hilos desde la sombra y sabía mantenerse siempre a una razonable distancia desde la que nunca dejaba de tejer sus redes. Los libros nunca habían sido su fuerte. El tiempo que nosotros habíamos dedicado a estudiar, ella lo había dedicado a vivir; y por eso, aunque dentro de las aulas iba siempre a nuestra zaga, fuera de ellas nos llevaba varios cuerpos de ventaja. Sus ojos, según le gustaba decir a Marcos Villarrubia, tenían un brillo negro y cortante como el filo de un alfanje, y ese brillo lo usaba sobre todo para encandilar a los hombres. Su birrioso expediente académico lo compensaba con otro expediente mucho más brillante, el de sus conquistas amorosas, que le proporcionaban, decía ella, mucha más paz a su alma y más placer a su cuerpo. Irene tenía un talento natural para llevarse a la cama a los hombres y para manejarlos del mismo modo que manejaba los asuntos escénicos: sin que se notara demasiado. Alguno de esos lances le había dejado el recuerdo de un aborto, que ella lucía en su currículum sentimental con la misma naturalidad con la que otras lucíamos alguna que otra matrícula de honor.
Sandra Valero me disputó a mí el papel de Melibea, pero tuvo que conformarse con el de Lucrecia, aunque le costó mucho aceptar ese papel de criada sumisa. Ella había sido ya protagonista varias veces, y además sus virtudes dramáticas no eran peores que las mías, incluso su presencia en la escena era también muy poderosa. Poseía un fuerte magnetismo que comenzaba en su cuerpo, aunque iba mucho más allá de él. Pero al final, cuando ya casi todos daban por hecho que el papel sería suyo, fue Marcos Villarrubia quien decidió que prefería tenerme a mí como pareja. Puede que en su decisión influyera nuestra mayor amistad, pero también influyeron los afanes reivindicativos a los que Sandra estaba entregada por entonces, y que fueron la causa de que su Lucrecia tuviera unos aires demasiado contestatarios. Convencida de que la única revolución pendiente era la de los ovarios, Sandra se había afiliado a un colectivo feminista, y no había manifestación callejera donde no se la viese empuñando pancartas y protestando contra el machismo y contra otras formas parecidas de opresión y de injusticia.
Alfonso Rivas, que había tenido que desdoblarse en Pármeno y Tristán, fue el único que intentó disputarle su papel a Marcos Villarrubia; pero competir con Marcos en cualquier terreno era partir con la mitad de la batalla perdida. Cierto que a Alfonso no le faltaban cualidades, pero tampoco las tenía muy sobradas; él se limitaba a cumplir con dignidad, aplicando siempre la ley del mínimo esfuerzo. «Le darías un aire de funcionario a Calisto, y eso no puede ser», le había dicho Marcos en una de las numerosas discusiones que sostuvieron mientras decidíamos el reparto. Y no le faltaba razón, porque el bueno de Alfonso, con su aire de alumno aplicado y metódico, tenía unas trazas de oficinista que, sobre las tablas, le hacían resultar demasiado plano, aunque nunca hacía un gesto de más ni decía tampoco una palabra de menos.
Pero algo debió de ocurrir en su vida aquel último curso para que no solo cambiaran de pronto sus hábitos, sino también su carácter. Igual que le había ocurrido a Sandra Valero, y seguramente influido por ella, se le despertó con algún año de retraso el espíritu combativo y, como intentando recuperar el tiempo perdido, comenzó a aparecer en las asambleas de la facultad y se dejó ver también en todas las movilizaciones, tuvieran o no que ver con la universidad. Tan pronto aparecía en una manifestación contra la subida de tasas como en otra contra los atentados terroristas, y tampoco tenía reparos en acompañar a Sandra en movilizaciones a favor del aborto o en defensa de los derechos de los gais y las lesbianas. A medida que iba alejándose de nosotros y del escenario, fue acercándose cada vez más a la calle: esa calle que nunca nos había interesado mucho y que todavía seguía oliendo a barricadas, a botes de humo, a sudor y sangre de huelguistas y al cuero de las porras de los antidisturbios.
Casi con un curso de retraso, Ricardo fue el último en incorporarse al grupo. Llegó acompañado de Irene Vidal, que fue quien primero consiguió trabar relación con él. En aquel primer encuentro, a todos nos pareció huraño y receloso, enfundado dentro de un pellizón tejano que parecía servirle más como coraza protectora que como abrigo. Antes de eso, durante varios meses le habíamos visto ir y venir por todas partes, siempre solo y ensimismado, aunque nunca supimos muy bien si en su actitud esquiva había algo de timidez o más bien de desprecio por todo lo que le rodeaba.
Pero desde el momento en que comenzó a participar en los primeros ensayos, el grupo se convirtió para él en una gran familia donde encontró de golpe todos los afectos que tal vez no había tenido nunca. Fuera del escenario continuaba siendo introvertido y huidizo, pero cuando actuaba, aunque le dejábamos siempre los papeles más insignificantes, se transformaba su personalidad. Entraba en los personajes como si quisiera quedarse a vivir en ellos, como si se vaciara por dentro y se despojara de lo que más odiaba de sí mismo. Por eso, después de cada función, durante algún tiempo aún continuaba interpretando y solía mezclar con la realidad las frases y situaciones que había vivido en el escenario. Algo parecido le ocurría a Marcos Villarrubia, pero lo que era para Marcos solo un juego o una actitud retórica, para Ricardo era una necesidad, porque lo que él pretendía era salirse de su propio pellejo, meterse en el de otros, ponerse el traje de otras identidades que le resultaban más interesantes o más gratas que la suya. Su monólogo de Pleberio estuvo lleno de pausas, de aspavientos, de balbuceos y de olvidos, pero aunque no llegó a conseguir la interpretación de su vida, al menos salió del trance con cierta dignidad.
De entre todos los compañeros de Bambalinas 9 era con Marcos Villarrubia con quien yo tenía más confianza. La nuestra fue desde el principio una relación que estaba siempre como al borde de algo, pero que nunca acababa de cuajar en nada. Marcos era brillante a ratos, divertido a menudo y tan seguro siempre de sí mismo que ni siquiera necesitaba esforzarse para destacar. En ocasiones le bastaba solo con un chispazo de ingenio para dominar una conversación; otras hablaba demasiado, como si su mundo estuviese hecho solo de palabras, pero todo en él, incluso sus gestos más vanidosos, tenían una espontaneidad natural que los privaba de fatuidad o de soberbia. Siempre me había sentido atraída por su descaro, por sus resabios de cinismo, por esa actitud ambigua que a veces resultaba ingenua y a veces un poco canalla. No tenía hechuras de seductor aunque, sin proponérselo, seducía. Y desde la distancia escéptica a la que le gustaba situarse, parecía burlarse constantemente de todo y de todos, incluso de sí mismo.
El día del estreno, durante una de las escenas del acto catorce, estaba abrazándome en la penumbra del escenario mientras me decía, quizá con más énfasis del que lo había hecho en los ensayos: «¡Oh angélica imagen; oh preciosa perla ante quien el mundo es feo; oh mi señora y mi gloria! En mis brazos te tengo y no lo creo. Mora en mi persona tanta turbación de placer, que me hace no sentir todo el gozo que poseo».
Cada vez que terminaba una de aquellas frases me ceñía un poco más contra él, mientras yo pensaba que estaba llevando su interpretación demasiado lejos; y cuando por fin noté su erección entre mis muslos, los dos nos quedamos callados un instante que se me hizo eterno y, con aquella facilidad que tenía para improvisar, intercaló unas palabras que me desconcertaron y que pertenecían, según me dijo luego, a una égloga de Garcilaso: «Oh más dura que mármol... ¿no lo notas?».
Solo yo podía notarlo; solo yo podía comprender el verdadero sentido de sus palabras, porque solo yo podía sentir aquella dureza que había crecido de repente entre mis muslos. Turbada por aquel roce, más atenta a los movimientos de Marcos que a los detalles de nuestro diálogo, durante unos segundos sentí una mezcla de placer y de angustia, a la espera de que él mismo salvara la situación. Pero se limitó a mirarme con una curiosidad que tenía algo de desafío, esperando que respondiese a su pregunta. Yo solía respetar escrupulosamente el guion, aunque tuve que hacer un esfuerzo supremo para buscar, sobre la marcha, las palabras que encajaran en aquella situación. Y saltándome unas frases y mezclándolas con otras que me correspondía decir más tarde, al final le respondí: «Está quedo, señor mío. Bástete, pues ya soy tuya, gozar de lo exterior, no me quieras robar el mayor don que la natura me ha dado... No quieras perderme por tan breve deleite... Guárdate, señor, de dañar lo que con todos los tesoros del mundo no se restaura».
Nadieadvirtióaquellos gazapos, ni algunos otros que se nos escaparon, porque logramos maquillarlos con cierto oficio y hasta con mucho donaire. Pero aquella escena estableció entre nosotros una complicidad aún mayor de la que ya teníamos. Al contrario de lo que me ocurría con Ricardo, con Marcos me sentía cómoda incluso en las peores situaciones; por eso, si me hubiese sido posible elegir, habría preferido compartir con él la aventura que estaba a punto de cambiar mi vida.
Sin embargo, unos días después del estreno, fue a Ricardo y a mí a quienes llamó don Ramiro a su despacho.
Por don Ramiro Cárdenas habíamos sentido siempre un respeto que casi rayaba en la veneración, y la mejor prueba de ello era que, después de tanto tiempo tratándole, no le habíamos retirado el dontodavía. Estábamos acostumbrados a verle sobre la tarima, donde su figura se agrandaba a veces hasta adquirir un vago aire de actor, ese actor que seguramente nunca había tenido la oportunidad de ser y que le asomaba en algunos de sus gestos. Quizá por eso, al verle allí aquella mañana entre las vitrinas de su despacho me pareció que tenía un aspecto un poco desvalido. Recordé que en las últimas semanas le habíamos visto sentarse a menudo durante las clases, contra lo que era su costumbre, y en algunas ocasiones su cuerpo ya solo parecía una caja de resonancias, apenas un soporte físico de su voz: una voz lenta, cálida y profunda, con la que sabía envolvernos cuando hablaba o cuando nos leía, con una admirable cadencia musical, algún romance, alguna cantiga o incluso fragmentos de poemas épicos. Con él no solo habíamos aprendido a leer o a entonar la poesía, sino que habíamos aprendido también que una cosa era contar una historia y otra muy distinta saber transmitirla. Don Ramiro Cárdenas, por circunstancias de su vida, había acabado siendo profesor, pero en el fondo tenía alma de juglar.
Desde su sillón raído nos sonrió con un gesto amable y nos rogó que nos sentáramos.
—Antes de nada, permitidme que os tutee, al fin y al cabo ya sois licenciados y dentro de poco es probable que también seáis profesores. —Sonreímos por corresponder a su optimismo y a su sonrisa, que me pareció velada por alguna sombra de melancolía—. Y felicidades, de verdad, por vuestra interpretación del otro día. Muy meritoria, digna en algunos casos de actores profesionales. No me refiero solo a vosotros, también a otros compañeros vuestros. Irene Vidal, por ejemplo, estuvo espléndida en su papel de alcahueta. —Hizo una pausa, larga y reposada, con la que pareció recobrar aliento para seguir hablando—. Es verdad que con alguna que otra licencia en el texto, pero la adaptación que hicisteis de la obra fue, en general, muy aceptable.
Ricardo y yo nos miramos ante aquel comentario pensando en la responsabilidad que a cada uno nos correspondería en aquellas licencias, y mientras yo me ruborizaba recordando la escena del acto catorce con Marcos Villarrubia, Ricardo, quizá dándose por aludido o incapaz de reprimir su curiosidad, dijo:
—Si se refiere a lo de Castillejo, sepa usted que no estaba previsto. Lo de darle ese acento andaluz a Sempronio fue cosa suya, se le ocurrió sobre la marcha.
Agustín Castillejo no había nacido para el teatro, que solo era para él una manera de divertirse y de relacionarse con la gente, por eso no le importaba hacer de criado como tampoco le habría importado hacer de apuntador si hubiera sido preciso. Disfrutaba con todo lo que hacía, por eso también nos hacía disfrutar a los demás. Tuvo que desdoblarse en los papeles de Sempronio y Sosia, y lo hizo discretamente pero con el buen humor que nunca le faltaba. En realidad Agustín no actuaba, se limitaba a hablar y a moverse sobre el escenario igual que en la calle; hacía los apartes con la misma naturalidad con la que daba los cambiazos en los exámenes, que era otra de sus mejores habilidades, o ejecutaba sus diálogos con los mismos gestos de complicidad que utilizaba para trapichear por los pasillos. Pero su verdadera especialidad eran las «morcillas», en eso nadie, ni siquiera Marcos Villarrubia, podía competir con él. Ya nos había dejado muchas perlas en otras obras anteriores, pero en La Celestina lo bordó. Aunque nunca lo había hecho durante los ensayos, el día del estreno se le ocurrió aspirar las eses y, al ver el efecto que eso causaba entre el público, acabó seseando unas veces y ceceando otras, hasta darle a Sempronio un aire andaluz que resultó tan cómico como grotesco. Por eso los mejores aplausos y los mayores elogios fueron aquel día para él.
—Me refiero a eso y a algunas otras cosas, pero nada de importancia, podéis creerme: algunas frases de más o de menos, algunamorcilla inoportuna, incluso la mitad de algún verso de Garcilaso que se cruzó por ahí...; pero nada que, en definitiva, llegase a empañar una interpretación excelente, de verdad.
Me miró a mí y mi rubor aumentó al sospechar que aquel contacto entre Marcos y yo tal vez no había pasado tan desapercibido como nosotros habíamos pensado.
—Lo del acto catorce..., quiero decir que lo del verso de Garcilaso... —dudé intentando justificarme o justificar a Marcos—, lo que ocurrió es que hubo un momento en el que él se equivocó y eso me hizo equivocarme a mí también.
—No te preocupes, supisteis resolver muy airosamente la situación. Incluso tuvo su gracia. La pena es que el grupo, según me ha contado Ricardo, esté a punto de disolverse. El del teatro es un mundo difícil y cerrado, pero creo que tendríais futuro. Además lo vuestro es todo un ejemplo. Hoy se echa de menos gente como vosotros: con inquietudes, con ilusión... En los últimos tiempos me parece que a la mayoría de los que pasan por aquí les interesa mucho más lo que les cuentan en las asambleas que lo que nosotros les contamos en clase. Una lástima.
Su voz fue debilitándose hasta convertirse en un murmullo casi inaudible y tuvo que hacer otra pausa antes de continuar.
—Desde hace unos años cada vez veo con mayor claridad que, en el mejor de los casos, estos muchachos vienen aquí porque no tienen nada mejor que hacer y, los que consiguen terminar la carrera, se llevan su título bajo el brazo y se marchan sin haber llegado a interesarse realmente por nada. Pero puede que parte de la culpa también la tengamos nosotros, los profesores.
—Sobre todo algunos profesores —matizó Ricardo, mirándome de reojo—, entre los que no está usted, por supuesto.
Ratifiqué con un gesto aquella frase y, ante la sonrisa amarga de don Ramiro, miré distraídamente alrededor. Había cierto aire de desorden en el despacho, un desorden que comenzaba en su propia mesa y se prolongaba por el armario acristalado en el que se amontonaban carpetas, libros y archivadores, y llegaba hasta unas estanterías, algo desvencijadas, donde se apilaban cientos de volúmenes. Todas las cosas parecían situadas un poco más acá o más allá del lugar que les correspondía, pero por encima de ese aparente desorden lo que transmitía aquel despacho era más bien una sensación de abandono.
—Me gustaría proponeros algo.
Pensé que, fuera cual fuese su propuesta, debía de estar relacionada con el teatro. Por eso me entró la duda de si aquel plural también incluiría a los demás compañeros del grupo o tan solo a nosotros dos, en cuyo caso no acababa de comprender qué extraños vínculos podría haber establecido don Ramiro entre Ricardo y yo.
—Se trata de algo que es muy importante para mí, perdonadme la inmodestia, aunque también podría serlo para vosotros. No me extenderé demasiado, pero recordaréis que he aludido algunas veces en clase a los siglos oscuros del teatro español. Ese gran vacío que va desde el Auto de los Reyes Magos hasta Gómez Manrique...
—Un vacío demasiado largo y misterioso: esas son exactamente sus palabras —le interrumpió Ricardo.
Yo también recordaba aquellos dos adjetivos con los que a menudo don Ramiro solía referirse a ello, y se me ocurrió que con su interrupción lo único que Ricardo pretendía era demostrarme que su confianza con él era mucho mayor que la mía, lo cual no dejaba de ser cierto porque, al fin y al cabo, don Ramiro era el director de su tesina; aunque a ambos nos inspirara un parecido afecto, Ricardo mantenía con él un trato mucho más frecuente y familiar que yo.
—En efecto, dos siglos en los que, según todos los especialistas, no existe el menor rastro del género dramático. Pero yo siempre he sospechado, ya lo sabéis, que ese periodo es como la parte sumergida de un gran iceberg...
—Unas ideas que Carvajal también ha empezado a defender en sus clases, según me han dicho —le volvió a interrumpir Ricardo.
Vi que el rostro de don Ramiro se ensombrecía por unos instantes y que, a través de los gruesos cristales de sus gafas, en sus ojos chispeaba un brillo de alarma. Cruzó sus manos sobre la mesa y en sus dedos entrelazados, largos y huesudos, advertí un ligero temblor.
—Daniel Carvajal es, en el mejor de los casos, un oportunista —dijo con una voz serena en la que no se apreciaba ningún tono de acusación.
Mis recuerdos de Daniel Carvajal, el vicedecano, que no nos había dado clase desde tercero, no eran en ningún modo desagradables; al contrario, siempre me había parecido un hombre muy atractivo, aunque algo petulante; pero en aquel momento, tal vez dejándome llevar por un sentimiento de solidaridad con don Ramiro, contribuí a reforzar esa imagen negativa:
—A mí siempre me ha parecido un poquitín engreído.
—¿Un poquitín engreído? Un chulo, querrás decir —puntualizó Ricardo con ese desprecio casi visceral que solían causarle los hombres atractivos.
—Bien, afectos y desafectos al margen —medió don Ramiro—, hay que reconocer que es un hombre listo y ambicioso. Además tiene muy buenas relaciones, sabe mover muchos hilos... Es joven, sabe lo que quiere y dispone de los medios para conseguirlo. Él y yo sabemos que nos separan demasiadas cosas. Pero el próximo curso él ocupará este despacho y seguramente lo tendrá mucho más ordenado que yo, de eso estoy seguro.
—¿Se jubila entonces? —le pregunté.
—Yo preferiría haberme jubilado ya hace unos años; lo único que me lo ha impedido es un proyecto que no he visto realizado todavía. Pero estoy demasiado viejo para llevarlo a cabo yo solo, por eso os he llamado. Por eso y también porque confío en vuestra discreción.
Temí que en cualquier momento el hilo de su voz pudiera quebrarse, y luego miré a Ricardo, convencida ya de que en ese proyecto, fuera el que fuese, solo estábamos incluidos los dos. Y una vez más fui incapaz de imaginar qué vínculos habría establecido don Ramiro entre nosotros para que yo pudiera inspirarle tanta confianza.
—Siempre he sospechado —continuó— que ese largo y oscuro vacío tan solo era una patraña oficial en la que se han empecinado todos los historiadores de la literatura. Ahora ya no tengo ninguna duda de que existió una producción teatral durante ese periodo. Que las obras no hayan llegado hasta nosotros no significa que no fuesen escritas. Solo significa que, en algún momento, desaparecieron. No sabemos dónde, pero algunos de esos libros han permanecido ocultos durante siglos en alguna parte. Tengo la prueba que lo demuestra.
Como tantas veces durante sus clases, contuvimos unos instantes la respiración esperando que continuara. Durante la pausa miré a Ricardo para cerciorarme de que él tampoco estaba al tanto de aquella revelación, pero su rostro no reflejaba ninguna clase de emoción ni sorpresa. Nos quedamos en silencio, a la espera de que pusiera ante nosotros la prueba a la que acababa de aludir. Luego me miró a mí antes de proseguir:
—Pero antes de enseñárosla necesito saber si de verdad puedo contar con vosotros.
Esta vez Ricardo y yo ni siquiera necesitamos mirarnos para darle la respuesta que esperaba. Como si previamente nos hubiésemos puesto de acuerdo, asentimos al unísono.
—Pues confío en vosotros —concluyó satisfecho—. Si no tenéis nada que hacer esta tarde, os espero en mi casa.
Se levantó con dificultad y me pareció que el sillón y los huesos crujieron al mismo tiempo, como si después de tantos años hubieran acabado formando un único organismo. Nos anotó en un papel su dirección y nos tendió su mano en un gesto, algo solemne, con el que parecía invitarnos a sellar un pacto de lealtad, un pacto que resultaba innecesario porque ya lo habíamos sellado con palabras.
—¿Por qué crees tú que nos habrá elegido a nosotros para esto? —le pregunté a Ricardo mientras salíamos a la calle, camino de la parada del autobús.
Tras encender un cigarrillo y dirigirme una sonrisa de complicidad, dijo:
—¿Quieres decir que por qué ha pensado en ti? La verdad es que no fue él quien pensó en ti. La propuesta me la hizo a mí hace un par de días y me dejó libertad para que yo eligiese a un acompañante.
Le agradecí aquel gesto de confianza que, sin embargo, no consiguió sacarme de la confusión en la que estaba.
—Entonces, ¿también te ha dicho para qué quiere contar con nosotros?
—No, supongo que eso lo sabremos esta tarde.
Ricardo estaba ya esperándome cuando, poco antes de las seis, llegué a un antiguo portal de la calle Quintana. En tres o cuatro caladas rápidas y profundas apuró su cigarrillo y subimos al piso de don Ramiro, que apareció en la puerta con el mismo traje gris de aquella mañana, y eso le daba un aspecto extrañamente provisional a su figura, como si acabara de llegar o estuviese a punto de marcharse. En medio de aquel largo pasillo flanqueado de estanterías repletas hasta el techo, su cuerpo tenía un aire más desvalido aún que en el despacho. Allí, lejos de los espacios por donde estábamos acostumbrados a verle moverse, don Ramiro me pareció un poco más viejo o más cansado que nunca, incluso su voz sonaba con un timbre más apagado.
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