La muñeca ciega - G. Scerbanenco - E-Book

La muñeca ciega E-Book

G. Scerbanenco

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Beschreibung

Una muñeca a la que le han arrancado los ojos es abandonada en un hospital. Al mismo tiempo, el multimillonario Déravans, quien quedó ciego a causa de un accidente de tráfico, podría recuperar la vista mediante una intervención que sólo el doctor Linden, amenazado de muerte si se atreve a llevarla a cabo, es capaz de realizar. Jelling, un empleado de la Policía de Boston que cuenta con una sorprendente habilidad para recordar delitos y perfiles de criminales, tendrá que seguir las huellas de un crimen que aún no ha sido cometido para evitar un posible homicidio. Sirviéndose de la tensión inducida al lector a través de inquietantes señales casi imperceptibles y de la originalidad de la trama, Scerbanenco vuelve a lograr que el lector perciba el angustioso hedor "a salvaje, a jungla" que transmite La muñeca ciega.

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Akal / Básica de Bolsillo / 274

Giorgio Scerbanenco

La muñeca ciega

Traducción: Cuqui Weller

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

La bambola cieca

© Sellerio Editore, Palermo, 2008

© Ediciones Akal, S. A., 2013

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3842-9

1

Arthur Jelling se enamora (o casi)

No es habitual que en un departamento de Policía, donde se encuentran montones de informes que narran historias de delitos misteriosos, haya un hombre soñando mientras mira a través del cristal de la ventana y avahándose los dedos por el frío. Sin embargo, esto era lo que sucedía en la Central de Policía de Boston, en la unidad de «Archivo Criminal».

Arthur Jelling soñaba. Soñaba sentado en su escritorio, con el abrigo puesto y el cuello levantado, y miraba a través del cristal el cielo blanco rosáceo de la mañana. No se puede decir con qué estaba soñando. Arthur Jelling era un hombre de cuarenta años, había estudiado medicina hasta los veinticinco, se había casado a los veinticuatro, y no había hecho nada más de importancia salvo descubrir la trama secreta de algunos delitos famosos. Pero en su vida nunca había tenido idilios más que de pasada. Tras descubrir al autor de un célebre delito, o después de archivar el informe del último proceso, él volvía a casa, con su mujer y su hijo, leía el periódico mientras comía, leía un libro en la cama, y por la mañana estaba en la Central, en el Archivo Criminal, como un empleado cualquiera, como el más oscuro de los empleados, catalogando interrogatorios y listas de partes médicos o declaraciones de coartadas.

Quién sabe lo que hay en el corazón de los hombres. Por fuera, parecen una cosa, y por dentro, sólo Dios sabe lo que son. Hacía frío aquella mañana en el despacho de Jelling. El termómetro registraba tan sólo ocho sobre cero. Jelling tenía las puntas de los dedos heladas, y un rayo de sol gris, glacial, entraba por la ventana. Todos los expedientes se archivaban y catalogaban, y las plumas se posaban en orden sobre la boca de los dos tinteros, azul y rojo; los sellos pendían ordenadamente del portasellos, un silencio sepulcral reinaba en el despacho. A veces, de la calle llegaba el grito de un boceras, o el sonido del claxon de un coche. Jelling soñaba, se le notaba en los ojos, que clavaban una mirada atónita en el rosa gélido que se transparentaba por la ventana.

Quién sabe qué. De repente la puerta se abrió de par en par y entró el capitán Sunder. El capitán Sunder era el superior directo de Arthur Jelling y el subdirector de la Central de Policía. Jelling era demasiado celoso de sus deberes de archivero como para desconcertarse ante aquella aparición inesperada. Dejó de soñar, se bajó el cuello del abrigo, hizo como que cogía una pluma, pero el capitán Sunder era lo suficientemente psicólogo como para no dejarse embaucar con maniobras como esa. Disimuló y, mientras se encendía un cigarrillo, lanzó su «¡Buenos días, Jelling!».

—Buenos días, señor Sunder... –respondió Jelling.

—Bueno, ¿qué tal?

—Bien, señor Sunder.

—Hace frío. Dieciocho bajo cero, fuera de aquí.

—Bastante frío, señor Sunder.

—Además, cuando uno se aburre, se nota más el frío.

—Efectivamente, señor Sunder.

La conversación había comenzado con este tono lleno de buenas maneras y de formalismo, hasta que el capitán Sunder volvió a sus modos bruscos y expeditivos.

—Vamos, Jelling, este despacho le empieza a hartar. Necesita un trabajo divertido, ¿no es cierto?

Jelling se lo agradeció con una sonrisa sincera.

—Me aburro un poco, tiene razón... –murmuró.

—Vaya a darse una vuelta o cójase vacaciones, qué sé yo... ¿Le he dicho alguna vez algo por ausentarse del despacho unos días?

—No, señor Sunder...

—¿Y entonces? ¿Qué quiere, que también le pague el viaje? Vaya al lago Michigan, hay regatas, me refiero a las regatas invernales, un espectáculo único en el mundo. O, si no le gustan, vaya a Nueva York. ¿Ha visto alguna vez Nueva York en invierno?

—No, señor Sunder. Nunca he estado en Nueva York.

—Pues vaya entonces. La Calle 42, Broadway, las estrellas de Hollywood... Podría conseguirle un billete de ida y vuelta gratis, con la excusa de una gestión...

Arthur Jelling, que estaba medio sentado, se levantó del todo, se limpió burocráticamente el abrigo, sólo para darse importancia, y dijo:

—Quiero trabajar, capitán. Me aburro porque no tengo nada que hacer. Quiero ser útil a la Central...

El capitán Sunder tosió haciendo mucho ruido, y cuando paró echó un vistazo alrededor sin disimular en absoluto que veía a Jelling.

—Trabajar... –murmuró como para sí mismo–. ¿Y quién se lo impide? En una ciudad como la nuestra, donde hay al menos cuatro delitos sin explicación cada día, un policía siempre tiene algo que hacer... Pero, ¡claro! Me olvidaba de que usted es un policía especial. ¡Me hizo tragar más bilis en el asunto Vaton que todos los ladronzuelos que arresto en un año juntos!...

Ante ese reproche afectuoso de una culpa, si es que existía una culpa, que ya había prescrito, Arthur Jelling se sonrojó. Y era raro ver sonrojarse a un hombre alto como él, severo, al menos en apariencia, como él.

—Por eso –dijo– no quise interesarme por trabajos que no tuvieran que ver con mi unidad. Me acuerdo perfectamente de que le causé muchas molestias.

—Mal, querido Jelling –replicó Sunder de golpe–. Dejémonos de cortesía y hablemos con más concreción... Si usted quiere, hay un asunto que le iría bien. Me refiero a la denuncia del profesor Linden, si me sigue...

—¿El cirujano que tiene que operar a Alberto Déravans?

—En efecto, querido Jelling. Usted ya es un policía especializado en delitos que todavía no han ocurrido. Los demás trabajan con muertos, con una pistola que ya ha disparado. Usted trabaja con el vivo que aún tienen que matar, con la pistola que todavía tiene que dispararse...

Mientras decía esto, el capitán Sunder se había acercado a la puerta y la había abierto.

—En definitiva, si me he explicado, le digo que se interese usted por este asunto. El expediente lo tiene usted, arrégleselas... Pero no deje que lo encuentren en el despacho con el cuello levantado y con los dedos helados. ¿Entendido?

Se oyó el ruido de la puerta al cerrarse. El capitán se había ido. Jelling se quedó dudando un poco, paseó por el despacho meditando las palabras de su superior, luego buscó en su archivo el expediente Linden, lo estudió media hora y vino a verme.

Era alrededor de mediodía. Mi criado, Giovanni, ya empezaba a pasearse delante de mi despacho, temiendo que me quedase a trabajar más allá de las doce.

Nunca he intentado trabajar como asalariado, con un jefe y un horario que cumplir, pero creo que la vigilancia de Giovanni a mis horarios de trabajo tiene que ser algo parecido, si no peor. A mediodía y a las siete en punto de la tarde, comienza a pasearse delante de mi despacho de manera intolerable. Por mucha urgencia que tenga el trabajo al que me dedico, prefiero parar antes que ver su insoportable cara de pocos amigos asomarse por la puerta y escuchar su voz murmurar con falsa cortesía:

—Es tarde, señor.

El día que Jelling vino a verme, estaba terminando precisamente un informe para el Círculo Jurídico de Boston, y ya escuchaba los pasos de Giovanni por el pasillo cuando oí el timbre; poco después mi criado entraba en el estudio y anunciaba:

—El señor Arthur Jelling.

—Hola, Jelling –dije, a la vez que me levantaba de la butaca.

Siguieron las formalidades, que con Jelling son más bien largas, y luego lo invité a almorzar.

—Sabía que no era lo más adecuado venir a la hora del almuerzo –respondió Jelling–. Es como imponer una invitación...

Tenía un rostro realmente afligido.

Conseguí convencerlo de que no se sintiera tan apenado, que podía venir a verme cuando quisiera, y ya a la mesa, tras un primer plato más bien mediocre, me enteré del motivo de la visita de Jelling: la denuncia de Augusto Linden.

—En el fondo –decía Jelling–, esta historia tiene toda la pinta de un asunto sin importancia. Hace dos días, el profesor Augusto Linden, que tiene una clínica oftalmológica en Rivery Street, se personó en la Central de Policía y presentó la siguiente denuncia: a las nueve de la mañana, mientras cruzaba el Parque Clobt para ir a la clínica, lo paró un desconocido que le empezó a hablar de la siguiente manera: «Usted va a operar, el día 17, al señor Alberto Déravans. Tras la operación, el señor Déravans, que se quedó ciego en un accidente de tráfico hace dos años, recuperará la visión. Pues bien, si hace esa operación, si Alberto Déravans recupera la visión, yo lo mataré a usted». Dicho esto, el desconocido desapareció. El profesor Augusto Linden se había personado de inmediato en la Central de Policía y había presentado la denuncia. No podía proporcionar ningún dato sobre el desconocido aparte de que iba vestido de marrón, llevaba una gorra y la cara se la cubría casi por completo una bufanda azul. Después de la denuncia, el profesor pretendía que dos agentes le hicieran guardia hasta el día de la operación y nada más. Eso es todo.

—¿Cree de verdad –pregunté a Jelling– que tras ese chantaje, que a mí me parece bastante común, se puede esconder algo interesante? Quizá sepa usted mejor que yo que en una ciudad como Boston se producen tres o cuatro chantajes al día...

Jelling terminó de servirse carne estofada que Giovanni le ofrecía de una fuente con estilo impecable, y después respondió:

—... Yo tampoco lo sé, señor Berra. En apariencia se trata de un chantaje como muchos otros. Pero, si se reflexiona un poco, las cosas se complican. No me gustaría tener una opinión demasiado contraria a la suya, pero le diré cómo he razonado. –Jelling hizo una pausa, cogió tres vasos que tenía delante, los colocó de cierta manera y dijo–: Nosotros tenemos un triángulo –me percaté en ese momento de que los vasos estaban dispuestos en triángulo–. El primer vértice es Alberto Déravans, el ciego. El segundo vértice está representado por el profesor Augusto Linden y por su clínica. El tercer... –y aquí Jelling tocó el último vaso, de cristal verdoso, todavía lleno de un vino blanco seco de Italia–... el tercer vértice es un fuerza oscura, el hombre que ha chantajeado al profesor Linden... En Geometría, los vértices de un triángulo están unidos entre ellos por tres líneas rectas. En nuestro caso, ¿qué los une? Entre Déravans, el ciego, y el profesor Linden, el cirujano, la línea de unión es clara: el primero debe operarse para recuperar la visión, el segundo debe operarlo; esta es línea recta que une los dos vértices. Pero es la única que conocemos. No sabemos cuál es la línea que une al profesor Linden con la fuerza oscura y cuál la que une a la fuerza oscura con Alberto Déravans... En definitiva, lo que quiero decir es que hay dos problemas que resolver: descubrir quién es el enemigo de Alberto Déravans y descubrir por qué este enemigo no quiere que recupere la visión...

Aunque el razonamiento de Jelling fuera, como de costumbre, bastante confuso, ya empezaba a comprender.

—¿Quiere decir –pregunté– que el enemigo de Déravans podría tener muchos medios para perjudicarlo y que no comprende por qué ha elegido precisamente el de prohibirle que recupere la visión?

—Eso, quería decir eso mismo –dijo Jelling–. He estudiado con atención el expediente y la denuncia del profesor. Pero no entiendo qué interés pueda haber en que Déravans siga siendo ciego... Así es como están las cosas. Hace dos años, Alberto Déravans conduce su coche y choca con el que conduce la señorita Evelina Soldier. Como consecuencia del impacto, Déravans pierde la visión y los mejores especialistas de los Estados Unidos declaran su impotencia. Mientras, entre la señorita Soldier y el señor Déravans nace el idilio. Déravans quiere casarse con ella, pero Evelina Soldier no quiere. Antes de casarse con él quiere agotar todas las posibilidades de curar a Déravans y devolverle la visión. Van a Europa, pero también los cirujanos europeos declaran que no hay nada que hacer. Vuelven a América. Déravans insiste en casarse con la señorita Soldier, pero ella no ha perdido la esperanza y antes busca de nuevo el medio de devolverle la visión. Al final, un día, el profesor Augusto Linden se les presenta a los dos. Visita a Alberto Déravans y le dice que lo operará y que gracias a esta operación Déravans recuperará la visión. Estamos a 2 de enero. Llevan a Déravans a la clínica del profesor Linden. Llega el 12 de enero. El profesor Linden cruza el Parque Clobt para ir a la clínica. Es una mañana muy fría –le ruego que se fije en este detalle–, el profesor Linden cruza el Parque Clobt vacío. De repente, una figura se le para delante. Es un hombre vestido de marrón, con gorra y la cara cubierta casi por completo con una bufanda azul. Este hombre amenaza al profesor Linden con matarlo si le devuelve la visión a Alberto Déravans y, antes de que el profesor Linden pueda replicar, saca un pequeño revólver y se aleja por entre las callejuelas. Sin perder la sangre fría, el profesor Linden se dirige enseguida a la Central de Policía, denuncia el hecho y pide la protección de dos agentes que lo vigilen día y noche para evitar que las amenazas del desconocido se cumplan... Hoy es 14 de enero. Dentro de tres días operarán a Alberto Déravans y, según las afirmaciones del profesor Linden, recuperará sin duda la visión... O el profesor será asesinado antes de que pueda llevar a cabo la operación.

Nos levantamos de la mesa y fuimos a sentarnos delante de la chimenea, donde ardían dos grandes leños. Giovanni nos sirvió el licor de costumbre y, mientras servía a Jelling, tuvo tiempo de murmurar:

—O el profesor Linden no hará la operación por miedo de que lo mate el desconocido.

Giovanni, por supuesto, había escuchado nuestra conversación, y ahora, a pesar de las recriminaciones que siempre le hacía, intervenía en nuestras discusiones.

Jelling pareció encantado con esa intervención. Sonrió cordialmente a Giovanni y le dijo:

—He pensado bastante en esa hipótesis, pero le diré la impresión que me causó el profesor Linden. Me pareció una persona muy apegada al dinero. Y Déravans se ha comprometido a pagarle veinte mil dólares por la operación. El profesor no me parece un tipo dispuesto a renunciar a veinte mil dólares por una simple amenaza. Tomará todas las precauciones del mundo, pero intentará llevar a cabo la operación a cualquier precio...

Indiferente a mis miradas de reproche, Giovanni continuó:

—Todo lo contrario, si es así, aprovechará la amenaza que lleva sobre sus espaldas para encarecer el precio de la operación. ¿O me equivoco, señor?...

Con una reverencia obsequiosa e hipócrita, Giovanni se llevó la botella y la bandeja, evitando de esa manera mi rapapolvo.

Arthur Jelling le sonrió y luego se dirigió a mí:

—Claro que he considerado también esa hipótesis... He venido a verle precisamente por eso... Ahora voy a la clínica de Linden, a hablar otra vez con el profesor Linden y con sus ayudantes, echar un vistazo y... si usted también viniera, me haría un favor. Desearía que observase atentamente todo y luego me diera sus impresiones... Pero quizá estoy abusando de usted...

—¡En absoluto, Jelling! –le dije–. Para mí se trata de algo divertido. Le ayudaré con mucho gusto.

La clínica Linden es quizá una de las más modernas de América, y, por supuesto, la más moderna de Boston. Se erige casi a las afueras de la ciudad, entre enormes construcciones funcionales y pequeñas parcelas todavía sin vender, donde los niños juegan a los gánsteres. Pero, a pesar de la modernidad arquitectónica del palacete, a pesar de la funcionalidad y el lujo de las instalaciones interiores, algo tétrico y lúgubre impresiona al visitante que entra por primera vez. No sé si Jelling tenía las mismas sensaciones cuando entramos, pero yo noté enseguida el pecho oprimido por una especie de tristeza y de angustia indefinidas. Soy profesor de psicopatología, he visitado cientos de hospitales y manicomios, he visto ambientes terribles como la sala de anatomía de la Fundación Rockefeller de Nueva York, la Clínica Carlton en Chicago, con los enfermeros de desintoxicación más tristemente famosos de Massachusetts cuidando de sus enfermos permanentemente dominados por el delirio de su veneno, en definitiva, no se me puede acusar de debilidad de ánimo. Sin embargo, al entrar en la clínica Linden, con esa fachada que recuerda a un bastión medieval, desnuda por dentro como una casa abandonada, me pareció encontrar la prueba que Jelling había adivinado justo para interesarse en ese asunto de Déravans, en apariencia intrascendente. Se olía la tragedia en ese ambiente. Puede que sea una exageración, pero había olor a sangre. Y más tarde tuve que convencerme de que mis impresiones no estaban del todo equivocadas.

Tras cruzar un patio pavimentado con cemento, sin una brizna de hierba, y recorrer un pasillo gris, iluminado por una luz fija violenta y artificial, que entraba por los grandes ventanales de cristal blanco leche, Jelling y yo entramos en el despacho del profesor Linden.

Augusto Linden era un hombre de unos cuarenta y cinco años, con el pelo cortado a cepillo y la cara cuadrada, aceitunada. Bajo las órbitas saltonas, dos pequeños ojos grises, acuosos, miraban con insistencia y con frialdad. En pocas palabras, era el tipo adecuado para cohibir a Jelling, ya demasiado dispuesto a amedrentarse.

—Perdone si le molesto de nuevo... –insinuó con suavidad Jelling.

Linden, con un gesto seco, nos invitó a sentarnos delante de su escritorio, y con voz baja, casi gruñona, dijo:

—Adelante, hablen.

Con mucho esfuerzo, Arthur Jelling recobró el aliento y me presentó.

—Ah –me dijo Linden, olvidándose completamente de Jelling–, es usted profesor adjunto del curso de Derecho... Creo que una vez asistí a una conferencia suya en el Círculo Jurídico. La suya era una teoría arriesgada, por lo menos contraria a las actuales. Es decir, según usted, el delito no siempre es la expresión de un estado psicopatológico en sentido estricto, sino que a menudo se realiza con plena conciencia de causa sin ningún estímulo del inconsciente enfermo, ¿no es así?

—Sí, así es –respondí.

—Yo también tengo la misma opinión –continuó Linden–. Muchos abogados consiguen salvar a sus clientes de la silla con la excusa de una enfermedad mental...

Jelling nos escuchaba correctísimamente sentado en el sillón. Después de algunas frases, pareció que Linden se daba cuenta de su presencia.

—Ah, perdóneme, señor... señor... –dijo Linden con distracción casi ultrajante.

—Arthur Jelling –sugirió educadamente mi amigo.

—Dígame, señor Jelling.

—Le agradecería enormemente –dijo este con paciencia– que me presentara al personal de la clínica y que me dejara conocer el ambiente... Querría...

Augusto Linden le cortó, se levantó y dijo:

—Venga, por favor.

Nos levantamos y lo seguimos. En el pasillo, al salir del despacho, vimos a dos agentes de paisano. Eran los dos que tenían el cometido de vigilar y de proteger al profesor.

Augusto Linden los señaló con una sonrisa despectiva.

—¿Usted cree de verdad –preguntó a Jelling– que esa gente sería capaz de salvarme si mañana me quisieran matar?

—Sólo en Boston –respondió Jelling con mucha educación, pero con firmeza–, mueren en acto de servicio doscientos agentes al año.

—Bien –dijo Linden con voz desagradable–, pero no por lo que a mí respecta.

Después de este chiste pueril, caminamos en silencio cruzando varios ambientes de la clínica. Linden nos enseñó las distintas salas, los departamentos, los laboratorios. Todo era lineal, preciso, monótono como una máquina. Todas las paredes estaban pintadas de un gris claro que hacía pensar en esos días de lluvia que nunca se acaban. Todo era sobriedad y concisión. No había el mínimo adorno, la mínima nota de color; algunos muebles de cristal, algunas estanterías de metal opaco, la luz difusa que entraba por los ventanales de cristal blanco daban tal sensación de frialdad que no se veía la hora de salir de ahí.

Pasamos delante de una puerta. Linden se paró.

—Este es el apartamento de Alberto Déravans. No se lo puedo enseñar porque no quiero que se moleste a mis enfermos.

—Gracias –respondió Jelling, y no se pudo comprender por el tono si lo había dicho de buena fe o por sarcasmo. En cualquier caso, Linden no se dio cuenta, o fingió no darse cuenta–. Perdone –dijo de repente Jelling–, la operación que le va a practicar al señor Déravans sólo la conoce usted, ¿no es cierto?

—Efectivamente.

—¿Y se trata de una nueva operación?

—¿A qué se refiere con «nueva»?... No existen nuevas operaciones. Existen nuevos procedimientos de operar. Cualquier cirujano sabe perfectamente de qué manera habría que operar a Déravans para devolverle la visión, pero no lo opera porque con el sistema que él conoce no conseguiría quitarle la ceguera, es más, la haría más profunda para siempre, mientras que con mi procedimiento yo estoy seguro de curarlo, y con facilidad. Lo nuevo es el sistema: la operación en sí es sencillísima. Yo no hago brujería...

Por último, entramos en una sala grande, ocupada por una mesa larguísima y por dos estanterías de cristal larguísimas con los instrumentales médicos más variados. En la sala había tres personas con bata blanca. Linden los presentó; eran sus tres ayudantes. Tendré que describir un poco más ampliamente a estas tres personas, porque en ese momento se pudo comprobar un hecho que después tuvo varias consecuencias en el asunto.

Uno era el doctor Alfredo Lamarck, primer ayudante de Linden. Creo que sólo se puede ver un tipo como él en el cine. Parecía un hombre de 1912 en el físico, en la cara y en el modo de vestir: algo verdaderamente extraordinario. Tenía un bigote negro denso, moda preguerra, y el pelo con la raya a un lado y ondulado. La cara era regordeta, pero pálida, como los hombres de hace treinta años que no hacían deporte. El gollete le sobresalía de un sobrecuello alto y duro de puntas redondeadas que le tenía que resultar difícil de cambiar porque ya no se confeccionaban. En las manos, para terminar, llevaba una de esas alianzas grandes y completamente adornadas; estoy seguro de que en el interior del anillo estaban escritos dos nombres, una fecha y la frase «Para siempre».

El otro era Severino Thesenty. Debo decir que al principio me pareció un tipo completamente insignificante. Lo miré en cuanto me lo presentaron y pensé en un primer momento que tenía enfrente a uno de esos hombres que pasan por la vida sin hacer ruido. Sólo más tarde, cuando habían pasado unas horas y lo volví a ver en mi despacho con los ojos de la mente, como si lo tuviera delante, me di cuenta de que me había equivocado. Para que me volviera tan lúcidamente a la memoria debía tener una personalidad que por error había juzgado mediocre. Era más bien alto, delgado, e incluso en algunas cosas se parecía a Jelling. Tenía el pelo rubio ceniza y la cara de un color rojo pardo extraño. Pero lo que más impresionaba eran los ojos, brillantes, grandes, calidísimos, llenos de expresión y movimiento. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Eran los ojos de un romántico, de un lírico, de un sensible. Y, de repente, volví a ver sus manos: grandes, delgadas, delicadas, con la movilidad de las antenas de un insecto. Todo esto, repito, no lo vi en su momento, sino horas después, cuando volví a pensar en mi visita a la clínica Linden.

La tercera persona era una mujer, la doctora en química Lila Leland. El nombre me sorprendió. Era más adecuado para una estrellita de café concierto que para una doctora, y pensé que era falso. Pero lo que me sorprendió todavía más fue su belleza. No encuentro otra expresión que esta: una belleza angelical. Y sé que no es una definición justa. Al decir angelical se puede pensar en algo muy puro, pero también un poco frío. Sin embargo, la belleza de Lila Leland estaba llena de calor femenino. La mirada tenía una tranquilidad agradable de gacela, y todas las líneas de la cara seguían perfectas curvas, pero llenas de feminidad viva, nada estatuaria. Un maquillaje sutil daba el último toque a esa obra maestra humana, un toque ligeramente artificial que lo hacía irresistible.

Aquí llega el hecho que hará que se me perdonen un poco estas descripciones a la antigua. Miré a Jelling. Él acababa de hacerle una breve reverencia a la doctora Leland, pero su mirada no se había desviado todavía del rostro de ella. Ya se habían hecho las presentaciones y pasó un segundo, un larguísimo segundo lleno turbación. Todos esperaban que Jelling se alejara y dejara de mirar a Lila Leland. Augusto Linden sonrió de manera extraña con los ojos al observar la escena. Yo me sentía incómodo por un acontecimiento tan imprevisible. En apariencia no ocurrió nada, pero ese segundo, ese larguísimo segundo en que Jelling siguió mirando, ausente y ajeno al mundo, a la doctora Leland, influyó luego sobre el resto del caso. «¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! –me dijo un día Jelling cuando todo había acabado...–. Si hubiese podido preverlo, ese día que conocí a Lila...».

Por fin, Jelling pareció despertarse. Me imaginaba que cuando volviera en sí se pondría rojo y se abochornaría; en cambio, nada de eso. Él estaba tranquilo, sereno; es más, tenía los ojos más claros y vivos que antes, como si en su interior hubiese nacido algo feliz que le había hecho más fuerte.

—Este es mi laboratorio de análisis y de anatomía...

Linden rompió el silencio insoportable y comenzó a darnos una vuelta por la sala, explicándonos cosas. Luego, con su estilo maleducado, le dijo a Jelling:

—Por lo demás, no veo qué utilidad pueda tener todo esto para su investigación... Perdone, pero no tengo mucha confianza en la Policía. Estoy convencido de que, si consigo desbaratar los planes de ese imbécil que me ha amenazado con matarme, lo deberé sólo a mí y a este instrumento...

Se sacó del bolsillo un pequeño revólver y nos lo mostró.

—Claro, claro, tiene razón... –asintió Jelling poniéndose rojo. Vi que su mirada tenía la continua tentación de volverse hacia Lila Leland, que estaba a su lado, pero se controlaba.

Mientras, Linden se había dirigido a Alfredo Lamarck, que se afanaba con un microscopio.

—¿Ya está hecho el análisis de Déravans?

Sin quitar el ojo del instrumento, sin dejar de manejar la platina, Alfredo Lamarck respondió con frialdad (y decir frialdad es bastante poco):

—Lo estoy haciendo.

—Le había rogado que lo hiciera hace dos días. Operaremos a Déravans el 17 y hoy estamos a 14 –observó Linden con tranquilidad.

Alfredo Lamarck levantó el ojo del microscopio y miró un punto en la pared, no al profesor Linden:

—Hoy todavía estamos perfectamente a tiempo –dijo, con el mismo tono de antes, anodino y lejano.

—No estoy de acuerdo –respondió Linden con nerviosismo mal disimulado.

Lamarck volvió a su instrumento y murmuró entre dientes:

—Perdone.

Tras este otro incidente, Linden nos acompañó fuera, hasta la salida. Al despedirse de nosotros, Jelling, que había permanecido en silencio hasta entonces, le preguntó:

—Por supuesto, el señor Déravans no ha sido informado de que usted se ha visto amenazado de muerte si lo opera.

—Por supuesto... –respondió Linden, abriendo la puerta que daba al vestíbulo.

—En cualquier caso, habrá advertido a algún familiar, ¿no?

—Claro.

—¿A quién?

—A su hermano, Andrea Déravans, y a su novia, Evelina Soldier.

Jelling dio un paso adelante, pero antes de salir volvió a preguntar:

—Perdóneme la indiscreción, quizá mis preguntas le cansan... Pero necesito saber si, aparte de usted, hay alguien más capaz de operar al señor Alberto Déravans...

Linden sonrió con los ojos, como antes.

—Mis ayudantes conocen la teoría de la operación. Ignoro si conseguirían ponerla en práctica.

—Gracias.

Salimos, cruzamos el vestíbulo y nos encontramos de nuevo en la calle. Un sol blanco, frío, nos inundó de luz, de esa luz clara y viva que faltaba en la clínica Linden. Me sentía mejor, para ser sinceros. Jelling estaba callado, y se mantuvo así un buen trecho del camino. Los árboles de la avenida por la que íbamos estaban secos, desnudos; trizas de hielo crujían bajo nuestros zapatos. Tenía la cabeza llena de pensamientos confusos que no conseguía coordinar.

—¿Qué le pasa, Jelling? –dije, más que nada por romper el silencio.

Al final, Arthur Jelling dejó de mirar fijamente hacia adelante y consiguió verme a mí también.

—¡Oh..., perdone! Tiene razón... –y se puso rojo como un muchacho–. Pienso en mí, siempre en mí, y, en cambio, debería pensar en el profesor Linden.

2

Diez dólares por acertar en el blanco

Déravans era un hombre poderoso en la alta sociedad de Boston. La riqueza de la familia no venía de antiguo, y el hecho de haberla acumulado jugando a la bolsa no suponía, claramente, a ojos de los nobles bostonianos un mérito honroso, pero era de tales proporciones que hasta los aristócratas más quisquillosos habían terminado por quedar subyugados. En Boston, en vez de decir Pierpont Morgan se decía Déravans, y en vez de decir «llevar leña al monte», expresión que en América sólo conocen los profesores de lengua, se decía «Dejar dinero a los Déravans».

Los Déravans, padre y madre, habían muerto dos años atrás. La señora Lisetta Déravans, de un problema de corazón (tenía una enfermedad cardiaca desde joven), y Antonio Déravans, tras una operación por unos cálculos renales. Los dos hijos, Alberto y Andrea, habían quedado como dueños de un patrimonio enorme cuyo valor sólo conocía el fisco. Habían renunciado a las operaciones bursátiles en las que su padre se había especializado y se dedicaron a vivir de las rentas, apartándose del mundo de los negocios. Alberto, el mayor, hacía deporte, natación, automovilismo, boxeo; Andrea, el otro, no hacía literalmente nada, y parecía muy contento con ello. Por mucho que tuvieran montones de dinero y estuviesen libres de toda tutela, nunca habían llevado una vida disoluta. En el fondo, no tenían vicios, no les iban los juegos de azar y no se dejaban engañar por las mujeres. A las típicas profesionales, cazadoras de ricos herederos, las mantenían amablemente alejadas con pequeñísimos cheques. Hasta se murmuraba que eran avaros; por lo menos, que el mayor, Alberto, mantenía a raya al otro, que quizá tenía tendencia a despilfarrar. A quien le hablara de hacer negocios, de comerciar, de crear industrias para que les rentara el patrimonio, Alberto Déravans respondía: «Tenemos tanto dinero que harían falta tres generaciones de Déravans para gastarlo todo. ¿Por qué deberíamos preocuparnos de ganar más?». Los dos jovencitos (Alberto tenía treinta y dos años y Andrea, veintiocho) vivían en su chalé en las afueras de Boston, un chalé modesto en el fondo, con un jardín pequeño y una piscina, como tantos otros de las afueras de Boston. Esta modestia también creaba un halo de simpática notoriedad a los dos Déravans. Entre tantos jóvenes vividores que con la décima parte del patrimonio que ellos tenían hacían gastos absurdos, construían chalés propios de las mil y una noches y terminaban medio alcohólicos en alguna clínica, estos dos jóvenes se contentaban divirtiéndose con bastante modestia, y nunca se emborrachaban: los bostonianos honestos los consideraban como dos verdaderos modelos de virtud.

Cuando Alberto, el mayor, se quedó ciego como consecuencia del accidente de tráfico (y esto había sucedido sólo un mes después de la muerte del padre y siete meses después de la muerte de la madre), supuso una conmoción general para todo Boston. «Realmente tienen mala suerte los Déravans», decía la gente, y los periódicos publicaban por enésima vez la historia de Déravans padre, que empezó jugando a la bolsa con los setenta y cinco dólares que había retirado de la pequeña caja de una oficina donde trabajaba como contable, y seis meses después tenía doscientos mil, y así hasta enriquecerse. Después, Boston se apasionó con las historias sentimentales de Alberto Déravans: «¿Se casará Déravans con la mujer que le quitó la visión?», así eran los titulares de los periódicos frívolos. Y enseguida: «Evelina Soldier, la novia de Berty (diminutivo de Alberto) declara que no se casará con el millonario hasta que este no recupere la visión que perdió por culpa de ella».

En definitiva, Boston quería mucho a su Berty, y precisamente por eso se debía tener oculto al público que el médico que le podría devolver la visión había recibido una amenaza de muerte si lo operaba. El interés popular y los horrorosos chismes de los periodistas harían imposible una investigación tranquila. En primer lugar, el capitán Sunder había silenciado todo el caso. En la ciudad, sólo unas quince personas conocían la existencia de la amenaza al profesor Linden.

La misma tarde que se produjo la visita a la clínica Linden, Jelling eligió de acompañante al leal Matchy, un sargento que terminaba dando mayor fuerza a su timidez a pesar de su gran corpulencia y del manifiesto semblante de policía que le eran propios, y se dirigió al chalé de los Déravans.

Fue a pie, para moverse un poco, y para disfrutar de ese extraño sol invernal, rojo como un batintín de cobre. Mientras caminaba, escuchaba al bueno de Matchy.

—Señor Jelling, ¿cree realmente que el profesor Linden está en peligro?

Arthur Jelling asintió.

—Si opera a Alberto Déravans, sí.

—Amenazar a un hombre es fácil, matarlo es otra cuestión. Y Linden no me parece alguien a quien se la puedan jugar tan fácilmente...

—Sí... Pero yo siempre pienso lo mismo: que si se amenaza a una persona con matarla es porque se puede hacer. Intente mirar en mi archivo, Matchy. De cien casos de amenaza de muerte, unos ochenta se llevan a cabo siempre si el amenazado no se pliega a los deseos del amenazador. Y esto usted lo sabe mejor que yo.

—Es cierto, es cierto –admitió Matchy–. Pero a veces sólo lo hacen para meter miedo...

Jelling sacudió la cabeza.

—Los ingenuos, quizá... Pero en toda esta historia todavía no he visto a nadie con cara de ingenuo, excepto la del señor Thesenty. Todos tienen la pinta de estar terriblemente ocupados en sus asuntos... Y, además, ¿sabe otra cosa? Hay demasiados millones en este caso, demasiados...

—Pero, si es así, entonces el profesor Linden está poco protegido. ¿De qué le sirven sólo dos agentes?

—Matchy –dijo Jelling parándose delante de la verja del chalé de los Déravans–, ¿se acuerda del caso Vaton? Estaba encerrado en su chalé, a la vista de los agentes, día y noche... Y, sin embargo, lo mataron... He pensado otra cosa: que en estas situaciones no hay que perder tiempo protegiendo al amenazado, sino que, en cambio, hay que encontrar enseguida al amenazador, antes de que consiga llevar a cabo su plan...

Habían llamado y un portero galoneado les había abierto. Al ver el uniforme de Matchy puso mala cara, como si le molestara mucho, y dijo bruscamente:

—¿Qué desean?

Jelling se quedó tímidamente aparte y dejó hacer a Matchy.

—Policía, como ve. Anúncienos a sus jefes –gruñó Matchy con severidad. Pero el portero galoneado no pareció inmutarse.

—Esperen, voy a llamar al mayordomo –dijo, y tocó una campanilla que estaba en la pared de su caseta de guardia.

Llegó el mayordomo y los acompañó al interior del chalé, a una sala en la planta baja, donde, tras más de cinco minutos de espera, apareció un joven alto, delgado, terriblemente pálido: Andrea Déravans.

—Hemos venido aquí –empezó Matchy sin mucha cortesía– por la historia de su hermano. El Jefe –y señaló a Arthur Jelling que, por la actitud abochornadísima, no tenía en absoluto el aspecto de un jefe– querría formularle algunas preguntas y ver la casa.

Andrea Déravans no disimuló cierta contrariedad.

—Estaba a punto de ir al Círculo, donde tengo una cita, pero estaré encantado de poderles ser útil –dijo a Jelling con frialdad.

—Debe perdonarme por venir a molestarlo –respondió Jelling mientras retorcía los guantes que tenía en la mano–. Necesitaría conocer un poco mejor el ambiente y las personas de esta casa. Estamos investigando en profundidad y no nos gustaría dejar escapar ningún detalle...

Así empezó la visita al chalé. Visita, por lo demás, bastante breve. En la planta baja se encontraban las salas de estar, un salón de recibimiento y una biblioteca. En el primer y último piso, los dormitorios, en total tres. En el sótano, las habitaciones del personal de servicio. Aunque no lo parecía, Jelling era insistente y meticuloso. Entró en todas las habitaciones, una tras otra, en la biblioteca incluso miró el lomo de los libros y leyó bastantes títulos; y, por último, le presentaron a todo el personal de servicio, desde el portero galoneado, que se llamaba Morney, hasta un elegantísimo chófer, Ignazio Hastings, el mayordomo, Cleavendale, y la primera sirvienta, Berenice. Andrea Déravans, correctísimo, le informaba con paciencia, con esa paciencia fría que termina por molestar a cualquiera. Y Jelling estaba molesto, pero se aguantaba porque la visita le interesaba mucho.

—... Y, perdone, ¿quién vive en este chalé, además de usted? –preguntó.

—Mi hermano –respondió Déravans con cortesía–, cuando no está en la clínica, por supuesto. La novia de mi hermano, que tiene una habitación, y los Golden, es decir, los señores Dundley...

—¿Los Golden? –preguntó tímidamente Jelling.