La novia de Lammermoor - Sir Walter Scott - E-Book

La novia de Lammermoor E-Book

Sir Walter Scott

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Beschreibung

Publicada en 1819, "La novia de Lammermoor" es una novela histórica del escritor escocés Sir Walter Scott.

Una de las grandes novelas de Walter Scott, nos ubica en Escocia durante el gobierno de la reina Ana I de Bretaña, entre 1702 y 1714. La trama desarrolla los infortunios de un amor desgraciado entre Lucy Ashton y el enemigo de su familia: Edgar Ravenswood.

Walter Scott aseguraba que "La novia de Lammermoor" estuvo basada en algunos incidentes reales de la familia Dalerymple, lo cual es factible, según algunos académicos.

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Tabla de contenidos

LA NOVIA DE LAMMERMOOR

Capítulo I. Donde aun no comienza esta historia pero se decide su autor a escribirla

Capítulo II. Una familia que viene a menos, otra que se encumbra y un hijo que hereda un afán de venganza

Capítulo III. En el que Sir William Ashton fragua un plan y luego vacila, yéndose a pasear con su hija

Capítulo IV. Con la visita a una extraña anciana

Capítulo V. Un héroe glacial

Capítulo VI. En el cual esperamos al Master en una taberna, y conocemos mientras a dos tipos indeseables

Capítulo VII. Donde Bucklaw se nos hace simpático, y aparece un criado que tiene recursos para todo

Capítulo VIII. Que viene a demostrar las ventajas de la vida retirada para favorecer los exámenes de conciencia

Capítulo IX. En el cual dejamos a Caleb afilando sus armas, y a su amo de un humor sombrío

Capítulo X. Donde los desconocidos dejan de serlo

Capítulo XI. Para demostrar el partido que puede sacarse de un trueno

Capítulo XII. El lema de Caleb puesto en acción: todo por el honor de la casa

Capítulo XIII. Todo sale en él a pedir de boca

Capítulo XIV. En el cual se hallan los sentimientos del Master en una encrucijada

Capítulo XV. Tribulaciones de la política y de la conciencia

Capítulo XVI. Un padre jugando con fuego y una aparición fugaz de Craigengelt

Capítulo XVII. «¡Generoso amigo mío!»

Capítulo XVIII. La profecía: «Cuando el último Laird de Ravenswood hasta Ravenswood cabalgue»

Capítulo XIX. En el cual oye Ravenswood nuevos presagios y algo que debía de serle agradable

Capítulo XX. En la Fuente de la Sirena

Capítulo XXI. Donde Bucklaw y Craigengelt brindan por Miss Ashton

Capítulo XXII. Los dos caminos

Capítulo XXIII. Donde se relata la maravillosa aventura que acaeció a Ravenswood

Capítulo XXIV. En el cual conocemos a Jhonie Mortsheugh, violinista y sepulturero

Capítulo XXV. En el que sucede algo totalmente inesperado

Capítulo XXVI. Una aldea agradecida

Capítulo XXVII. Giro completo de la rueda de la fortuna: tres cartas y tres contestaciones

Capítulo XXVIII. Un año después

Capítulo XXIX. Donde Lady Ashton interpreta los sentimientos de su hija

Capítulo XXX. Sitiada

Capítulo XXXI. Que es un buen ejemplo de la maldad humana

Capítulo XXXII. Esponsales

Capítulo XXXIII. Decisivo en el desarrollo de esta historia

Capítulo XXXIV. En el cual se describe una boda y se inicia el desenlace

Capítulo XXXV. En el cual se completa el desenlace

Notas a pie de página

LA NOVIA DE LAMMERMOOR

Sir Walter Scott

Capítulo I. Donde aun no comienza esta historia pero se decide su autor a escribirla

POCOS estuvieron al tanto de cómo compuse estas narraciones, que no es probable sean publicadas en vida de su autor. Aunque esto ocurriese, no ambiciono la honrosa distinción digito monstrarier[1]. Confieso que preferiría permanecer oculto tras la cortina, como el ingenioso manipulador de Polichinela, disfrutando del asombro y de las conjeturas de mi público. Quizás entonces pudiera ver ensalzadas por los juiciosos y admiradas por los sensibles las producciones del desconocido Peter Pattieson, mientras el crítico las atribuyese a alguna celebridad literaria, y la cuestión de cuándo y por quién fueron escritos estos relatos llenara huecos de charla en centenares de círculos y tertulias. No disfrutaré de esto mientras viva; pero a más tampoco se atrevería nunca a aspirar mi vanidad.

Soy demasiado tenaz en mis costumbres, y demasiado poco refinado en mis modales, para envidiar o aspirar a los honores concedidos a mis contemporáneos. No podría mejorar ni una pizca el concepto que tengo de mí mismo aun en el caso de que se me estimase digno de figurar como león [2], durante un invierno, en la gran metrópolis. No me podría exhibir luciendo mis habilidades, como una fiera de circo bien amaestrada; y todo al barato precio de una taza de café y una rebanadita (fina como barquillo) de pan con mantequilla. Y mal podría resistir mi estómago la repugnante adulación con que en tales ocasiones suele mimar la señora anfitrión a sus monstruos de feria, lo mismo que atiborra a sus loros con dulzainas cuando quiere hacerles hablar ante la gente. Perferiría permanecer toda mi vida en un molino —si me ponen en esa alternativa— moliendo mi propio pan, que servir de diversión a filisteos lords o ladies. Y esto no viene de que sienta aversión, o la finja, por esa aristocracia, sino de que ellos tienen su sitio y yo el mío; como la vasija de hierro y la de barro en la antigua fábula, sería yo quien saldría perdiendo en el caso de un choque. Pero con estos escritos varía el asunto. Pueden ser leídos o dejados a un lado a voluntad; divirtiéndose con su lectura, no promoverán los poderosos falsas esperanzas; no prestándoles atención o condenándolos, no mortificarán al autor; y son contadas las veces que pueden conversar, sin causar uno de estos efectos, con los que esforzaron su ingenio para solaz de ellos. Podría yo decir en el mejor sentido: Parve, nec invideo, sine me, liber, ibis in urbem[3]. Pero no me asocio al pesar de Ovidio por no poder acompañar personalmente al libro que enviaba al mercado de la literatura, el placer y el lujo.

Si no hubiera ya centenares de casos, el destino de mi pobre amigo y compañero de colegio Dick Tinto, sería suficiente para prevenirme contra el afán de buscar la felicidad en la fama que pueda dar el cultivo afortunado de las bellas artes.

Dick Tinto solía derivar su origen —una vez que se tuvo por artista— de la antigua familia de Tinto, del lugar de este nombre en el Lanarkshire, y alguna vez dio a entender que, al usar el lápiz como principal medio de sustento, hubo de manchar en cierto modo su noble sangre. Pero aunque la genealogía de Dick era limpia, algunos de sus antepasados debieron de haber caído aún más que él, ya que el bueno de su padre ejerció el necesario —y confío que honrado— oficio, pero desde luego no muy distinguido, de sastre en el pueblo de Langdirdum, en el oeste. Bajo su humilde techo nació Richard, y desde niño quedó incorporado al humilde negocio de su padre, contrariando en gran manera su vocación. El viejo míster Tinto no pudo alegrarse de haber forzado el genio juvenil de su hijo a torcer su inclinación natural. Le ocurría como al chico que trata de contener con un dedo el cañón de una cisterna mientras el chorro, exasperado por esta compresión, escapa por mil salidas insospechadas y lo empapa por haberse tomado ese trabajo. Que fue lo sucedido a Tinto padre, a quien su prometedor aprendiz no sólo le gastaba toda la tiza en dibujar sobre la mesa de confección, sino que hasta hizo varias caricaturas a los mejores clientes de su padre, los cuales comenzaron a murmurar que resultaba demasiado pesado el que después de ser deformadas sus personas por los trajes del padre, viniera encima a ridiculizarlos el lápiz del hijo. Esto produjo el consiguiente descrédito y pérdida de clientela, hasta que el viejo sastre, cediendo al destino y a las suplicas de su hijo, le consintió probar fortuna en un terreno para el que se hallaba mejor dotado.

Había por esta época en el pueblo de Langdirdum un peripatético «hermano de la brocha» que ejercía su profesión al aire libre y era objeto de admiración para todos los muchachos del pueblo, especialmente para Dick Tinto. Todavía no se había adoptado —entre otras indignas simplificaciones— ese inmoderado afán de economía que cierra un camino fácilmente accesible a los estudiantes de bellas artes, al substituir con caracteres escritos los dibujos simbólicos. Aún no se permitía escribir sobre la puerta enyesada de una taberna o en la muestra de una posada: «La urraca vieja» o «La cabeza del sarraceno», poniéndose, en vez de esta fría descripción, las vivas efigies de la plumífera charlatana y el ceño enturbantado del terrorífico sultán.

Dick Tinto se hizo ayudante de aquel héroe de tan decaída profesión y así, cosa frecuente entre los genios de esta sección de las bellas artes, comenzó a pintan antes de tener noción alguna de dibujo. Su talento para observar la naturaleza le indujo pronto a rectificar los errores de su maestro. Brilló especialmente pintando caballos, por ser éstos un motivo favorito en las muestras de los pueblos escoceses. Y, al estudiar sus adelantos, es sorprendente observar cómo aprendió gradualmente a acortar los lomos y prolongar las patas de estos nobles animales, hasta que fueron pareciéndose menos a los cocodrilos y más a las jacas. La maledicencia, que siempre persigue al mérito con zancadas proporcionadas al avance de éste, ha afirmado que una vez pintó Dick un caballo con cinco patas. Podría basarme para defenderlo en la licencia que suele concederse a esa rama de su profesión, libertad que al permitir toda clase de combinaciones irregulares, puede muy bien extenderse hasta adjudicar un miembro supernumerario en un tema favorito de las muestras. Pero la causa de un amigo fallecido es sagrada, y no me permitiría tratarla tan por encima. He visitado la muestra en cuestión, que todavía se balancea en Langdirdum; y estoy dispuesto a declarar bajo juramento que lo que ha sido tomado erróneamente como la quinta pata del caballo es, en realidad, la cola de dicho cuadrúpedo. Considerando la postura en que ha sido trazado, viene a ser un alarde artístico. Como la jaca ha sido representada en posición rampante, resulta que la cola, prolongada hasta el suelo forma un point d’appui y sirve de trípode a la figura, ya que sin ella sería difícil concebir, colocados los pies como están, cómo podría sostenerse el corcel sin caerse hacia atrás. Esta atrevida creación se halla, afortunadamente, bajo la custodia de alguien que sabe apreciarla en todo su valor. En efecto, cuando Dick, más perfeccionado ya en su arte, comenzó a dudar de la licitud de una desviación artística tan audaz y quiso hacerle un retrato al posadero para cambiárselo por la obra de su juventud, fue rechazado el amable ofrecimiento por el sensato cliente, el cual había observado, según parece, que, cuando su cerveza fallaba en alegrar a sus huéspedes, bastaba una ojeada a la muestra para ponerles de buen humor, y no era este detalle para ser despreciado por un respetable comerciante.

En medio de sus luchas y necesidades, Dick Tinto recurrió, como sus colegas, a cargar sobre la vanidad de los humanos el impuesto que no pudo sacar del buen gusto y de la liberalidad de éstos; en dos palabras: pintó retratos. Al llegar al grado de perfeccionamiento en que Dick se elevó sobre su primera actividad, y no permitía alusión alguna a ella, fue cuando nos encontramos de nuevo, tras una separación de varios años, en el pueblo de Gandercleugh, yo, con mi actual situación y Dick pintando reproducciones del rostro humano a guinea por cabeza. Remuneración no muy crecida, pero que bastaba por lo pronto para cubrir las modestas necesidades de Dick; de modo que ocupaba una habitación en el hotel Wallace y vivía bien y contento.

Aquella felicidad no podía durar. Cuando el honorable Señor de Gandercleugh con su mujer y sus tres hijas, el clérigo, el aforador, mi estimado mecenas, míster Jedediah Cleishbotham, y una docena más de personas acomodadas hubieron sido consignadas a la inmortalidad por el pincel de Tinto, empezó a flaquear la clientela, y no fue posible arrancar más que coronas y medias coronas de las ásperas manos de los campesinos cuya ambición conducía al estudio de Tinto.

Sin embargo, aunque el horizonte estaba cargado, no estalló ninguna tormenta durante algún tiempo. Mi patrón tenía fe en un huésped que había pagado bien, mientras tuvo medios. Y podía deducirse de la súbita aparición en la sala de un cuadro, al estilo de Rubens, representando a nuestro hotelero con su mujer e hijas, que Dick había encontrado medio de cambiar arte por primeras materias.

Nada más precario que los recursos de esté género. Pudo observarse que Dick se convertía en el hazmerreír del patrón, sin osar defenderse ni vengarse; que su caballete fue a parar a la guardilla; y que ya no se atrevía a frecuentar el club semanal del cual había sido el alma. En fin, que los amigos de Dick temieron le ocurriese lo que al animal llamado perezoso, el cual, una vez que se ha comido la última hoja verde del árbol donde se estableció, acaba cayéndose de las ramas y muere de inanición. Me atreví a insinuarle esto a Dick, aconsejándole que aplicase su inestimable talento a otra esfera de actividad y que abandonara el terreno que tenía ya exprimido hasta la última gota.

—Hay un obstáculo que me impide cambiar de residencia —dijo mi amigo, cogiéndome la mano, con mirada solemne.

—Una cuenta pendiente con el patrón, ¿no es eso? —repliqué con simpatía cordial—. Si puedo serte de alguna utilidad con mis escasos medios…

—¡No, por el alma de Sir Joshua! —contestó el magnánimo joven—. Nunca envolveré a un amigo en las consecuencias de mi mala suerte. Hay una manera de que yo recobre mi libertad. Es preferible arrastrarse por una alcantarilla que seguir en una cárcel.

No comprendí del todo lo que mi amigo quería decir. Parecía que la musa de la pintura le había fallado y era un misterio para mí qué otra diosa podría invocar en su infortunio. Nos separamos, sin embargo, sin más explicaciones y no volví a verle hasta pasados tres días, cuando me instó a participar en el foy con que su patrón se proponía obsequiarlo antes de su partida para Edimburgo.

Encontré a Dick muy animado, silbando, mientras apretaba las correas de la mochila que contenía sus colores, pinceles, paletas y una camisa limpia. Sin duda, quedaba en excelentes relaciones con el hotelero a juzgar por la carne fiambre servida en el reservado de abajo, acompañada por dos vasos de la mejor cerveza negra. Y reconozco que sentí curiosidad por conocer los medios de que se había valido mi amigo para que el aspecto de sus asuntos hubiese experimentado tan súbita mejoría. No creía capaz a Dick de estar en tratos con el diablo, y no podía ocurrírseme por qué medios terrenales había logrado librarse tan felizmente.

Notó mi curiosidad y me estrechó la mano.

—Amigo mío —me dijo—, con gusto ocultaría hasta a ti la degradación a que hube de someterme para retirarme honrosamente de Gandercleugh. Pero ¿qué objeto tendría ocultarlo, si pronto descubrirá todo el pueblo, todo el mundo, a dónde ha llevado la pobreza a Richard Tinto?

Me asaltó entonces un súbito pensamiento; había observado que nuestro patrón llevaba unos pantalones flamantes de pana, en vez de los viejos de fustán.

—¡Cómo! —exclamé, moviendo la mano derecha rápidamente, con el dedo índice apretado sobre el pulgar, desde la cadera derecha hasta el hombro izquierdo—. ¿Te has resignado de nuevo a cultivar el arte paterno? ¿Puntadas largas, eh, Dick?

Rechazó esta desafortunada conjetura con un gesto de enfado y un « pché» denotador de un gran desprecio y, conduciéndome a otra habitación, me mostró, apoyada sobre la pared, la majestuosa cabeza de Sir William Wallace, tan tétrica como cuando fue separada del tronco por orden del felón Edward.

Esta obra había sido realizada sobre tablones de un grueso muy respetable, y tenía el extremo superior decorado con herrajes para que la ilustre efigie pudiera colgarse como muestra. Me dijo:

—Ahí está, amigo mío, el honor de Escocia junto con mi indignidad; no, no la mía, sino la de aquellos que, en vez de estimular al arte en su verdadera senda, lo obligan a recurrir a tan viles e indecorosos extremos.

Me esforcé en calmar los agitados sentimientos de mi maltratado amigo. Le recordé que no debía despreciar, como el ciervo de la fábula, las cualidades que lo habían sacado de trances difíciles, en los cuales no le había servido su talento de pintor de retratos y paisajes. Alabé, sobre todo, la ejecución de su cuadro, así como su concepción. Le hice ver que lejos de sentirse deshonrado porque una prueba soberbia de su talento se expusiera a la vista del público, más bien debía alegrarse de que su fama se extendiera con ello.

—Llevas razón, amigo, llevas razón —replicó el pobre Dick, encendiéndose sus ojos de entusiasmo—, ¿por qué he de avergonzarme de ser llamado un… un… —vaciló buscando una expresión— un artista al aire libre? Hoggarth se ha presentado haciendo ese papel en uno de sus mejores grabados. Domenichino, o algún otro, en los tiempos antiguos, y Moreland en los nuestros, ejercitaron su talento de esa manera. Y ¿por qué limitar a las clases pudientes el placer que la obra de arte ha de inspirar a todos? ¿Qué razón hay para que la Pintura sea más avara en el despliegue de sus obras maestras que su hermana la Escultura? Bueno, nos queda muy poco tiempo que estar juntos: el carpintero vendrá dentro de muy poco tiempo a colocar el… el emblema. Y, la verdad, con toda mi filosofía y los ánimos que me das, preferiría irme de Gandercleugh antes de que comience la operación.

Compartimos el banquete de despedida ofrecido por nuestro magnífico hotelero y acompañé a Dick durante un buen trozo de su camino. Iba a pie hasta Edimburgo. Nos separamos a una milla del pueblo, precisamente cuando oímos la distante gritería de los chicos motivada por el izamiento del nuevo símbolo del Wallace. Dick Tinto apresuró el paso para no oír aquello.

En Edimburgo fueron reconocidos los méritos de Dick, y recibió invitaciones a comer y consejos de algunos distinguidos críticos. Pero estos caballeros tenían más pronta su crítica que su bolsa, y Dick pensó que necesitaba más de la bolsa que de la crítica. Por eso se fue a Londres, mercado universal del talento, donde, como suele ocurrir en todos los mercados, de cada mercancía se pone a la venta mucho más de lo que puede venderse.

Dick, a quien todos consideraban excelentemente dotado para su profesión, y que por su carácter vanidosa y confiado no dudaba ni un momento de su triunfo final, se arrojó de cabeza a la multitud que luchaba en trope por destacar. Atropello a otros y a su vez fue atropellado. Finalmente, a fuerza de intrepidez, consiguió significarse algo; llevó cuadros a la exposición de Somerset House y maldijo al jurado de admisión. Pero e pobre Dick había de perder el terreno que conquista tan bizarramente. En las bellas artes apenas si hay alternativa entre el éxito eminente y el fracaso absoluto, y comoquiera que la habilidad de Dick no consiguió asegurarse el primero, cayó en las consecuencias desasí trosas del segundo. Durante algún tiempo fue protegida por algunas personas inteligentes que se precian de originales y de sustentar opiniones opuestas a las corrientes en cuestiones de gusto y crítica. Sin embargo, pronto se cansaron del pobre Tinto, y se descargaron de él como el niño tira lejos de sí su juguete. Creo que la miseria se apoderó de él y lo acompañó hasta su tumba prematura, a la que fue conducido desde una humilde vivienda de la calle Swallow, en cuyo interior su patrona le había acosado con facturas y a cuyo exterior le aguardaban siempre los alguaciles, hasta que la muerte fue a liberarlo. En un rincón del Morning Post se notificó su fallecimiento, con la generosa aclaración de que su estilo revelaba positivo genio, aunque sus producciones fueran demasiado abocetadas. Se añadía un anuncio, en el cual míster Varnish [4], un acreditado vendedor de grabados, decía conservar varios dibujos y cuadros de Richard Tinto, Esquire, que se hallaban a disposición de los coleccionistas. Así terminó Dick Tinto; lamentable prueba de la gran verdad de que en el arte no se tolera la mediocridad y que quien no pueda subir hasta el último escalón hará bien en no poner el pie en la escalera.

Recuerdo con cariño a Tinto por las muchas conversaciones que sostuvimos, la mayoría de ellas referentes a mi actual tarea. Le encantaba verme adelantar, y hablaba de una edición ilustrada, con cabeceras, viñetas y culs de lampe, y todo ello habría de salir de un amistoso y patriótico lápiz. Persuadió a un viejo sargento de inválidos para que le sirviera de modelo encarnando la figura de Bothwell [5], a un soldado de los Life Guards para Carlos II, y el campanero de Gandercleugh para David Deans. Y a la vez que se proponía unir de este modo sus fuerzas con las mías, mezcló buenas dosis de crítica sana entre los panegíricos que a veces me tributaba.

—Tus personajes, querido Pattieson —me decía—, charlan demasiado. Hay páginas enteras con sólo diálogo.

—El antiguo filósofo —le respondí— solía decir: «Habla y te diré quién eres», y ¿de qué manera más interesante y eficaz puede presentar un autor sus personae dramatis a sus lectores que por el diálogo revelador del modo de ser de cada uno?

—Ese es un razonamiento falso —dijo Tinto—. Desde luego, te concedo que la conversación posee algún valor en el intercambio humano y no traeré a colación la doctrina de aquel borrachín pitagórico, cuya opinión era que hablando ante una botella se estropeaba la conversación. Pero si estas novelas se publican, ya dirán tus lectores si no llevo razón al decir que nos has dado una página de diálogo por cada idea que pudo expresarse en dos palabras. En cambio, mediante una descripción apropiada se habría conservado lo digno de conservarse y se hubieran evitado esos inacabables dijo él y dijo ella, con los que te has complacido en abarrotar tus páginas.

Le repliqué que confundía las funciones del lápiz y de la pluma; que el «arte sereno y silencioso», como ha llamado a la pintura uno de nuestros primeros poetas contemporáneos, se dirigía necesariamente a la vista por carecer de los medios para interesar el oído, mientras que la poesía o el género que se le aproxima, se ve precisada a hacer todo lo contrario para despertar en el oído ese interés que no podría lograr de la vista.

Dick no se inmutó lo más mínimo con mi argumentación. Decía que la descripción era para el novelista exactamente lo que el dibujo y el colorido eran para el pintor; las palabras eran su colores y, si se sabían emplear adecuadamente, acertarían a situar el ambiente que se trataba de evocar, con tanta eficacia para los ojos de la mente como pudiera conseguirlo la paleta para los ojos físicos. Sostenía que las mismas reglas servían para ambas artes y que el exceso de diálogo venía a confundir la ficción narrativa con el arte dramático, género literario muy diferente, cuya esencia es el diálogo, porque todo en él, a excepción de las palabras, se presenta materialmente, con los trajes, personas y acción sobre el escenario. «Y como nada es más aburrido —decía Dick— que una larga narración escrita con el plan de un drama, cada vez que te has acercado a este género con prolongadas escenas dialogadas, has perdido con ello el poder de retener la atención y excitar la imaginación, en lo cual has conseguido otras veces resultados bastante buenos».

Le agradecí este último cumplido y me mostré dispuesto a intentar por lo menos una vez un estilo más directo. Trataría de que mis actores hicieran más cosas y dijeran menos que en mis anteriores intentos. Dick acogió con satisfacción este propósito y me anunció que viéndome tan dócil, me iba a comunicar, para beneficio de mi musa, un asunto que había estudiado con miras a su propio arte.

—Esta historia —dijo—, pasa por verdadera, pero como ha transcurrido más de un siglo desde que ocurrieron los hechos, podemos tener algunas dudas sobre su exactitud.

Después de hablar así, Dick Tinto revolvió en su carpeta buscando el esbozo del que se proponía sacar algún día un cuadro de catorce pies por ocho. El dibujo, inteligentemente ejecutado —para emplear la expresión exacta— representaba un antiguo hall, decorado y amueblado en lo que ahora llamamos gusto isabelino. La luz, que entraba por la parte superior de un alto ventanal, caía sobre una figura femenina de exquisita belleza, la cual, en actitud de mudo terror, parecía esperar el resultado de una discusión que tenía lugar entre otras dos personas. Una de éstas, un joven con el traje Van Dyck usado en tiempos de Carlos I, y aire de arrebatado orgullo —esto se desprendía por su manera de levantar la cabeza y extender el brazo— parecía estar exigiendo el cumplimiento de un deber, más que pidiendo un favor, a una señora —cuya edad y alguna semejanza en las facciones señalaban como madre de la mujer joven—, y ella daba la impresión de estar escuchando con una mezcla de disgusto y de impaciencia.

Tinto me enseñó su dibujo con un aire misterioso de triunfo y lo contemplaba como un padre cariñoso a un chico que promete, mientras se figura por anticipado el papel que hará en el mundo y a qué altura levantará el nombre de su familia. Lo mantuvo a la distancia del brazo, lo acercó, lo puso sobre un armario, cerró los postigos inferiores de la ventana para lograr una luz más favorable, separóse a la debida distancia arrastrándome consigo, hizo pantalla de sus manos para excluir todo lo que no fuera el objeto favorito, y acabó echando a perder un cuaderno enrollándolo para que sirviera de tubo de observación. Me figuro que mis manifestaciones de entusiasmo no debieron estar a la altura de las circunstancias, porque Dick exclamó con vehemencia:

—Pattieson, creía que tenías ojos en la cara.

Reivindiqué entonces mi derecho a que se me reconociera el funcionamiento de los órganos visuales.

—Pues por mi honor —dijo Dick— juraría eres ciego de nacimiento, ya que no has descubierto a la primera ojeada el tema y el sentido de ese dibujo. No quiero con esto alabar mi trabajo; dejo a otros esas argucias. Conozco mis defectos, sé que mi dibujo y mi colorido podrán mejorarse con el tiempo que pienso dedicar al arte. Pero la concepción, la expresión, las actitudes, todo ello está contando la historia al que mir el dibujo; y si logro terminar el cuadro sin disminuí la concepción original, no podrán alcanzar va al nombre de Tinto las salpicaduras de la envidia y la intriga.

Contesté que admiraba muchísimo el esbozo, pero que, para darme plena cuenta de su mérito, necesitaba saber de qué se trataba.

—De esto precisamente me quejo —contestó Tinto—. Te has acostumbrado tanto a esos detalles farragoso que te has incapacitado para escribir esa impresión instantánea que hiere la mente, al contemplar las felices y expresivas combinaciones de una sola escena, y que no sólo deduce de la posición y actitudes del momento la historia de la vida pasada de los personajes representados y el asunto que traen entre manos, sino que hasta descorre el velo, del futuro y permite una lúcida visión del porvenir de aquéllos.

—En ese caso —repliqué— supera la pintura el asno del celebrado Ginés de Pasamonte, que sólo se ocupaba del pasado y del presente; y hasta a la misma Naturaleza; porque te aseguro, Dick, que si me fuera posible asomarme a ese aposento isabelino y ver en carne y hueso, conversando, a las personas que tú has dibujado, no tendría ni una pizca más de posibilidad para adivinar de qué trataban —no oyéndolos— que ahora mirando tu dibujo. Sólo puedo deducir, a juzgar por la mirada lánguida de la joven y el cuidado que has puesto en dotar al caballero de una pierna muy bien formada, que hay entre ellos alguna relación amorosa.

—¿Cómo puede ocurrírsete esa suposición tan atrevida? —dijo Tinto—. Y la profunda indignación con que ves al joven reclamar sus derechos, la pasiva desesperación de la joven, el aire severo de inflexible decisión en la mujer de más edad, cuyas miradas expresan a la vez la convicción de que está obrando mal y la firme resolución de persistir en la actitud que ha tomado…

—Si sus miradas expresan todo eso, querido Tinto —interrumpí—, entonces tu lápiz rivaliza con el arte dramático de míster Puff en el Crítico, al condensar toda una complicada frase en el expresivo gesto que hace lord Burleigh con la cabeza.

—Mi buen amigo Peter —replicó Tinto—, observo que eres incorregible; sin embargo, me compadezco de tu cerrazón y no quiero que te prives del placer de entender mi cuadro y de lograr, al mismo tiempo, un asunto para tu pluma. Has de saber que el verano pasado, mientras tomaba apuntes en la costa de East Lothian y Berwickshire, me interesó visitar las montañas de Lammermoor, porque me dijeron que había en aquella región algunas antiguas ruinas. Las que más me sorprendieron fueron las ruinas de un antiguo castillo, en el cual existió una vez ese aposento isabelino, como tú lo llamas. Pasé dos o tres días en una granja cercana, cuya vieja dueña conocía muy bien la historia del castillo y los sucesos que tuvieron lugar en él. Uno de éstos era tan interesante que me sentía atraído igualmente a dibujar el paisaje de las viejas ruinas y a representar, en una novela, los singulares acontecimientos ocurridos allí. Aquí están mis notas.

Y el pobre Dick me tendió un paquete de hojas sueltas, garrapateadas en parte a lápiz y en parte a pluma, donde se mezclaban con lo escrito apuntes de caricaturas, esbozos de torres, molinos, caballetes de tejados, palomares…

Me puse a descifrar el manuscrito lo mejor que pude, y lo tejí en la siguiente novela en la cual, ateniéndome en parte —sólo en parte— al consejo de mi amigo Tinto me esforcé en que mi narración fuera más descriptiva que dramática. A pesar de ello, mi propensión favorita me ha vencido a veces, y de cuando en cuando mis personajes, como muchos otros de este mundo parlante, hablan muchísimo más que accionan.

Capítulo II. Una familia que viene a menos, otra que se encumbra y un hijo que hereda un afán de venganza

EN un montañoso desfiladero, que va elevándose y estrechándose desde las fértiles llanuras de East Lothian, levantábase en tiempos pasados un espacioso castillo, del cual sólo quedan ruinas. Sus antiguos propietarios constituían un linaje de barones poderosos y guerreros, del mismo nombre que el castillo, o sea, Ravenswood. Su ascendencia se extendía hasta un período remoto y habían emparentado con los Douglas, Hume, Swinton, Hay y otras familias distinguidas y potentes de la misma región. Su historia se vio envuelta con frecuencia con la de Escocia, en cuyos anales se hallan registradas sus hazañas. El castillo de Ravenswood era de importancia estratégica tanto en casos de guerra con el extranjero como en el de luchas intestinas, por dominar en parte un paso entre el Berwickshire —o Merse, como se llama esta provincia del sureste de Escocia—, y los Lothians. Fue sitiado frecuentemente con ardor y defendido con obstinación; y, desde luego, sus dueños desempeñaron un papel importante en la historia, Pero aquella familia tuvo sus mudanzas como todo lo de este inundo. Había caído mucho de su esplendor a mediados del siglo diecisiete; y hacia el período de la Revolución, el último propietario del castillo de Ravenswood se vio forzado a abandonar la antigua mansión familiar y trasladarse a una torre solitaria y batida por las olas —situada en la lúgubre playa que va de Saint Abb’s Head al pueblo de Eyemouth— frente al tempestuoso mar del Norte. Su nueva residencia estaba rodeada por una agreste tierra de pastos, resto de su propiedad.

Lord Ravenswood, heredero de esta arruinada familia, no se adaptaba a su nueva condición. En la guerra civil de 1689 se hizo del bando que fue vencido [6] y, aunque no perdió la vida ni los bienes, le suprimieron el título.

Luego, si se le siguió llamando lord Ravenswood, era sólo por cortesía. Heredó el orgullo y la turbulencia de su casa, pero no la fortuna, y, habiendo imputado el definitivo hundimiento de su familia a cierto individuo, distinguió a éste con toda la fuerza de su odio. Y precisamente era este hombre quien se había convertido en propietario, mediante compra, de Ravenswood y de los bienes anejos. Descendía de una familia mucho menos antigua que la de lord Ravenswood, y que sólo adquirió importancia política y riquezas durante las grandes guerras civiles. Él se dedicó a la abogacía y desempeñó altos cargos y siempre supo pescar en el río revuelto de un Estado dividido en facciones y gobernado por delegación. Se ingenió para amasar una gran fortuna en, un país donde había muy poco que poseer, y conocía por igual el poder de la riqueza y los diversos modos de aumentarla, sabiendo usarla como instrumento para incrementar su influencia.

Con estas facultades resultaba un peligroso antagonista para el fiero e imprudente Ravenswood. Lo que no se sabía con seguridad era si había dado motivo para la enemistad que le tenía el barón. Unos decían que la discordia surgió sólo a causa del espíritu vindicativo y de la envidia de lord Ravenswood, que no podía ver con paciencia cómo otro, aun por legítima compra, se había hecho dueño de las tierras y el castillo de sus abuelos. Pero la mayoría de la gente, inclinada a calumniar a los poderosos cuando están ausentes, así como a lisonjearlos cuando presentes, sostenía una opinión menos caritativa. Decían que el lord Keeper [7] (pues a tal altura se había elevado Sir William Ashton) había realizado antes de la compra definitiva del dominio de Ravenswood, amplias transacciones pecuniarias con el entonces propietario. Y, preguntándose cuál de los dos haría prevalecer su derecho en asuntos tan complicados, se inclinaban a creer que el frío abogado y político hábil había de llevar notable ventaja sobre su contrario, de carácter arrebatado e imprudente, a quien había sabido envolver ya en dificultades legales y en lazos pecuniarios.

Los tiempos que corrían daban más verosimilitud a estas sospechas. «En aquellos días no había rey en Israel». Desde la marcha de Jacobo VI [8] para ceñir la corona de Inglaterra, más rica y poderosa, habían existido en Escocia partidos enemigos, formados por la aristocracia, entre los que se balanceaba la soberanía delegada, hoy un partido y mañana el otro, según triunfaban o no sus intrigas en la corte de St. James. Con ello, no había poder supremo ante el cual pudieran apelar los oprimidos por la tiranía subordinada para obtener justicia o misericordia. Aunque un monarca sea lo indolente, egoísta y arbitrario que quiera, sin embargo, sus intereses están de tal modo ligados a los de sus súbditos y las dañosas consecuencias del ejercicio de su autoridad son tan directas cuando la emplea para el mal, que el sentido político tiende siempre a establecer el trono sobre una base de rectitud. Así, hasta soberanos usurpadores o tiranos han sido rigurosos en la administración de justicia entre sus súbditos, siempre que su propio poder o sus pasiones no se hallaran comprometidos con esto.

Es muy distinto cuando la soberanía ha sido delegada en el jefe de un partido, a quien un líder contrario va pisando los talones en la carrera de la ambición. Tan breve y precario disfrute del poder ha de emplearse en recompensar a los partidarios, extender su influencia y aplastar a los adversarios. Hasta Abu Hassan, el más desinteresado de todos los virreyes, no se olvidó durante su califato de un día, de enviar una douceur de mil monedas de oro a los de su casa; y los regentes escoceses, elevados al poder por la fuerza de sus partidos, no dejaron de emplear el mismo sistema de recompensa.

La administración de justicia, sobre todo, padecía la más burda parcialidad. Apenas se daba algún caso de importancia en que los jueces no se inclinaran del lado de sus amigos. Resistían tan mal a esa tentación que el refrán: «Dime quién es el hombre y te diré cuál es la ley», prevaleció escandalosamente. Una corrupción abría el camino a otras aún más licenciosas. El juez que empleaba su autoridad para apoyar a un amigo en un proceso y en otro para hundir a un enemigo, y cuya sentencias se basaban en motivos familiares o conexiones políticas, no podía ser inaccesible a la bolsa de los pudientes, la cual, según se decía, caía con demasiada frecuencia en la balanza para que el litigante pobre perdiera. Los funcionarios subordinados mostraban pocos escrúpulos ante el soborno. Se enviaban valiosísimos regalos y sacos de dinero para influenciar la conducta del Consejo real y ni siquiera se tenía la decencia de ocultarlo. En una época semejante no era demasiado calumnioso suponer que un hombre experto en leyes y miembro de un poderoso partido triunfante, pudiera encontrar y usar los medios de vencer a un adversario menos hábil y peor situado. Y si se puede pensar que la conciencia de Sir William Ashton era demasiado delicada para aprovecharse de esas ventajas, se pensó también que su ambición había encontrado en las instigaciones de su esposa un estímulo tan fuerte como antaño Macbeth en la suya.

Lady Ashton pertenecía a una familia más distinguida que la de su marido, ventaja que supo utilizar para extender la influencia de éste sobre los demás y la suya propia sobre él. Había sido hermosa y conservaba una apariencia majestuosa. Dotada por la Naturaleza de una gran energía y de pasiones violentas, le había enseñado la experiencia a emplear la primera y ocultar, ya que no moderar, las segundas. Observaba estrictamente las formas —por lo menos— de la devoción; su hospitalidad era espléndida, incluso hasta caer en la ostentación; sus modales, de acuerdo con lo que entonces se estimaba más en Escocia, eran graves, dignos y severamente regulados por las reglas de la etiqueta. Su reputación había estado siempre por encima del hábito de la calumnia. Y a pesar de todas estas cualidades, muy raramente se hablaba de Lady Ashton afectuosamente. Sus actos resultaban motivados claramente por el interés —si no el suyo, el de su familia—; y cuando las gentes maliciosas se dan cuenta de casos como éste, es muy difícil burlar su aguda penetración con apariencias. Se veía que lady Ashton, en medio de sus más encantadoras atenciones para con los demás, no perdía ni un momento de vista su objetivo, como el halcón que en sus aéreos giros no aparta nunca los ojos de su codiciada presa. De ahí que las personas de su misma condición social acogieran con suspicacia sus finezas; y en sus inferiores producían éstas un efecto en que entraba el temor. Impresión útil para sus propósitos, ya que reforzaba su autoridad, pero triste por ser prueba de que no la estimaban.

Se dijo que hasta su esposo, cuyo éxito en la vida debía tanto al talento y la habilidad de ella, la trataba con respetuoso temor y no con afecto confiado. Y hasta se creyó saber que a veces le parecía haber pagado por su encumbramiento un precio demasiado elevado: la esclavitud conyugal. Sobre todo esto se pueden hacer muchas suposiciones, pero poco se puede afirmar con exactitud. Lady Ashton consideraba el honor de su marido como suyo propio, y se daba perfecta cuenta de cuánto se hubiera perjudicado aquél de aparecer Sir William ante la gente como vasallo de su mujer. Por ello decía tener por infalibles las opiniones de él, recurría a sus consejos en criterios de gusto y consultaba sus sentimientos con el aire deferente que una esposa sumisa habría de guardar para con un marido de la categoría de Sir William Ashton. Pero en todo esto había algo que sonaba a hueco, y a los que observaban a esta pareja con maliciosa curiosidad les parecía evidente que la dama miraba a su marido con algún desprecio —por darse en ella un carácter más firme, un origen más noble y una mayor ambición— y que él le tenía miedo y envidia en vez de sentir en su pecho un impulso de amor y admiración.

Pero como quiera que los principales intereses de Sir William Ashton y su esposa eran los mismos, iban ambos a una, aunque sin cordialidad, y se guardaban mutuamente este respeto que sabían necesario para asegurarse el de la gente.

Les nacieron varios hijos, de los que sobrevivieron tres. El mayor de ellos se hallaba ausente, viajando. Los dos siguientes, una muchacha de diecisiete años y un muchacho tres años más joven, residían en Edimburgo con sus padres durante las sesiones del Parlamento escocés y del Consejo Privado, y otras temporadas en el antiguo castillo gótico de Ravenswood, que había sido ampliado por el Lord Keeper en el estilo del siglo XVII.

Allan Ravenswood, propietario anterior de aquella vetusta mansión y de los extensos terrenos anejos a ella, continuó sosteniendo durante algún tiempo una guerra ineficaz contra su sucesor acerca de varios extremos a que habían dado lugar sus precedentes negociaciones, y en cada caso lo iba venciendo su rico e influyente antagonista, hasta que la muerte cerró el litigio citando a Ravenswood ante un Tribunal superior. El hilo de su vida, que estaba ya muy gastado, se quebró durante un ataque de furia violenta e impotente que estalló en él al enterarse de que había perdido una causa. Su hijo presenció su agonía y oyó las maldiciones que profirió contra su adversario, como si con esto le dejara en legado su afán de venganza. Otras circunstancias vinieron a exasperar esta pasión que era, y había venido siendo desde atrás, el vicio predominante del carácter escocés.

Era una noche de noviembre y el acantilado estaba cubierto de espesa niebla. Se abrieron las grandes puertas de la torre medio derruida, en la cual había vivido Lord Ravenswood sus últimos y atormentados años, para que sus restos mortales pasaran a otra mansión aún más lúgubre y solitaria. Entonces, cuando iba a entrar en el recinto del olvido, fue cuando volvió a recibir los homenajes que le habían faltado durante tantos años. Las banderas, los emblemas y cotas de su familia desfilaban en triste procesión desde las arcadas del patio. La aristocracia de la región asistía de luto riguroso y atemperaba el paso de sus caballos a la solemne marcha propia de las circunstancias. Las trompetas, de las que pendían crespones, lanzaban sus notas prolongadas y melancólicas para coordinar los movimientos de la procesión. Numerosísimos acompañantes de inferior posición social cerraban el cortejo, el cual no había terminado aún de salir cuando la carroza fúnebre ya se hallaba en la capilla.

Contra la costumbre, e incluso la ley de aquella época, fue a oficiar en la ceremonia un sacerdote de la Comunión Episcopal escocesa —vistiendo sobrepelliz—, que se preparó a leer ante el ataúd el servicio funeral. Éste había sido el deseo de Lord Ravenswood. Las autoridades eclesiásticas presbiterianas del distrito, considerando la ceremonia como un insulto, acudieron al Lord Keeper, por ser el consejero privado más próximo, para que les diera una orden que evitara se llevase a cabo. Así, cuando el clérigo había abierto su libro de oraciones, apareció un representante de la ley acompañado por algunos hombres armados y le mandó que callase. Este atropello, que indignó a todos los presentes, le llegó al alma a Edgard —hijo único del difunto—, joven de unos veinte años llamado por todos el Master [9] de Ravenswood. Se llevó la mano a la espada y, conminando al oficial para que desistiera de su misión, mandó al sacerdote que continuase. El enviado trató de cumplir su cometido, pero, como vio brillar ante él un centenar de espadas, se contentó con protestar contra la violencia de que había sido objeto en el cumplimiento de su deber. Y permaneció apartado, espectador malhumorado y torvo de las honras fúnebres, murmurando entre dientes, como diciendo: «Ya sentirás lo que has hecho».

La escena era digna de ser pintada por un artista. El sacerdote prosiguiendo el servicio en condiciones tan extrañas, los parientes del muerto expresando más ira que dolor y las espadas desenvainadas formando un contraste violento con los trajes de riguroso luto. Sólo en el rostro del joven predominaba una honda pena sobre la reciente irritación. Un pariente notó que palidecía mortalmente cuando una vez terminados los ritos, se procedió a enterrar el cadáver descendiéndolo a la cripta. Se ofreció a sostener al joven, ayuda que Edgard rechazó con un gesto. Sin una lágrima, cumplió éste con el último deber. Se colocó la losa sobre la sepultura, la puerta de la cripta fue cerrada con pesada llave y ésta quedó en poder del joven.

Cuando salieron de la capilla, Edgard se detuvo en las gradas y dijo:

—Caballeros y amigos: Habéis cumplido hoy coni un sagrado deber. Los ritos que en otros países se conceden al más humilde cristiano, hubieran sido negados al cuerpo de vuestro pariente y amigo —que no procede desde luego de la casa más humilde de Escocia— si vuestro valor no lo hubiera impedido. Otros entierran a sus muertos con dolor y lágrimas, en silencio y reverentemente; nuestros ritos funerarios son en cambio obstaculizados por la intromisión de alguaciles y rufianes, y nuestra pena empalidece ante el fuego de nuestra justa indignación. Pero afortunadamente sé de qué aljaba procede esta flecha. Sólo podía haber cometido la vil crueldad de turbar estos funerales quien estuvo cavando la fosa. ¡Que me castigue el Cielo si no devuelvo a ese hombre y a su casa la ruina y la desgracia que me causó a mí y a la mía!

Muchos de los presentes aplaudieron esta alocución, pero los más fríos y sensatos lamentaron que hubiera sido pronunciada. No estaba el heredero de Ravenswood en condiciones de permitirse provocar más la hostilidad de su adversario. Sin embargo, esta aprensión resultó injustificada, por lo menos en cuanto a las inmediatas consecuencias de este asunto.

La comitiva volvió a la torre para brindar allí profusamente —según la costumbre que se mantuvo hasta hace poco en Escocia— a la salud del difunto, haciendo que se animara la casa enlutada con la jovialidad y los excesos. Así reducían, con los gastos de una diversión prolongada y espléndida, las modestas rentas del heredero de aquel cuyas exequias honraban de manera tan singular. Pero esta era la costumbre, y se observó rigurosamente. Las mesas nadaban en vino; el populacho festejaba la ocasión en el patio y los labradores en la cocina; y apenas bastaron dos años de renta de lo que restaba a Ravenswood para costear la orgía funeraria. El vino produjo sus efectos en todos menos en el Master Ravenswood, título que aún conservaba aunque el de su padre se perdiera desde que fue abolido como sanción. Escuchó el joven mil exclamaciones contra el Lord Keeper, y apasionadas protestas de adhesión a él y al honor de su casa; escuchó con disgusto este entusiasta hervor que bien sabía se desvanecería como las burbujas carmesíes de aquel vino que lo había originado.

Cuando quedó vacía la última jarra, se despidieron los juerguistas reiterando sus protestas, que caerían en el olvido a la mañana siguiente si quienes las hacían no juzgaban necesario para su seguridad personal retractarse de modo más explícito.

Aceptando sus despedidas con despectivo continente, Ravenswood pudo ver despejada por fin de tanta algarabía su ruinosa mansión, y volvió al hall doblemente solitario por haber cesado los ecos del bullicio. Pero ahora lo habitaban los fantasmas que la imaginación del joven heredero conjuraba ante él; el deslucido honor de su casa y la fortuna hundida, la destrucción de sus propias esperanzas y el triunfo de la familia causante de su ruina. En todo ello había amplio campo de meditación para una mente inclinada por naturaleza a la melancolía.

El campesino que me muestra las ruinas de la torre, las cuales coronan aún el prominente acantilado y presencian la guerra de las olas, afirma que en aquella noche fatal el Master de Ravenswood evocó, con sus amargas quejas desesperadas, algún espíritu del mal, bajo cuyo malvado influjo se tejieron los sucesos posteriores. Pero ¿qué espíritu infernal es capaz de sugerir decisiones más desesperadas que las nacidas bajo la presión de nuestras violentas e incontrolables pasiones?

Capítulo III. En el que Sir William Ashton fragua un plan y luego vacila, yéndose a pasear con su hija

A la mañana siguiente se apresuró el funcionario, cuya autoridad no había conseguido interrumpir los funerales de Lord Ravenswood, a comunicarle al Keeper la resistencia que había encontrado en el cumplimiento de su obligación.

El estadista se hallaba, sentado, en una espaciosa biblioteca que había sido salón de banquetes en el viejo castillo de Ravenswood, como podía deducirse claramente de la insignia heráldica que aún figuraba en el techo artesonado con madera española de castaño, y de vidrieras policromadas, a través de las cuales pasaba una luz deslumbradora que venía a caer sobre las largas estanterías abarrotadas de comentaristas legales y de historiadores monásticos. En la maciza mesa de roble podía verse un montón revuelto de cartas, solicitudes y pergaminos, que constituían un placer, y a la vez una calamidad, para Sir William Ashton. Guardaba un continente serio y hasta noble, como convenía a quien ocupaba un alto cargo en el Estado. Solamente después de haber sostenido con él una conversación prolongada e íntima, podía descubrir un extraño cierta vacilación e incertidumbre en sus decisiones, cierta falta de firmeza debida a un carácter cauto y tímido. Por darse cuenta de lo que éste influía en su mente, tenía el mayor interés —tanto por su orgullo como por táctica— en ocultarlo a los demás.

Escuchó con apariencia de gran serenidad la exagerada relación que aquel individuo le hizo del tumulto producido en el funeral, y del desprecio con que fue tratada su autoridad —y la del Estado— y a la vez la eclesiástica. Tampoco pareció conmoverse ante la fidedigna comunicación de las palabras, dirigidas abiertamente contra él, que habían sido pronunciadas por el joven Ravenswood y otros. Asimismo enteróse, por lo que sú subordinado había podido recoger, de las amenazas y los brindis insultantes proferidos después en la fiesta. Luego anotó cuidadosamente todos estos extremos, y los nombres de las personas que podrían servir de testigos en caso de una acusación basada en este violento proceder. Despidió entonces a su informador, seguro de que era ya dueño de la restante fortuna, y hasta de la libertad personal, del joven Ravenswood.