La obra maestra desconocida - Honoré de Balzac - E-Book

La obra maestra desconocida E-Book

Honore de Balzac

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Beschreibung

En el corazón del París del siglo XVII, tres pintores —el joven Nicolas Poussin, el maestro Porbus y el excéntrico Frenhofer— se reúnen en torno a un lienzo que oculta un secreto. Frenhofer, un artista consumido por la búsqueda de la perfección absoluta, lleva años trabajando en una pintura que nadie ha visto. Para él, no se trata solo de arte: es una obsesión, un ideal inalcanzable, una mujer que existe entre la vida y la tela. La obra maestra desconocida es una intensa meditación sobre los límites del genio, la locura y la representación artística. Con una prosa precisa y visionaria, Balzac anticipa preguntas que inquietarán siglos después a artistas como Cézanne y Picasso.

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Seitenzahl: 48

Veröffentlichungsjahr: 2025

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La Colección Clásicos Libres está destinada a la difusión de traducciones inéditas de grandes títulos de la literatura universal, con libros que han marcado la historia del pensamiento, el arte y la narrativa.

Entre sus publicaciones más recientes destacan: Meditaciones, de Marco Aurelio; La ciudad de las damas, de Christine de Pizan; Fouché: el genio tenebroso, de Stefan Zweig; El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa; El diario de Ana Frank; El arte de amar, de Ovidio; Analectas, de Confucio; El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, entre otras...

Honoré de Balzac

LA OBRA MAESTRADESCONOCIDA

© Del texto: Honoré de Balzac

© De la traducción: Danilo García

© Ed. Perelló, SL, 2025

Calle de la Milagrosa Nº 26, Bajo

46009 - Valencia

Tlf. (+34) 644 79 79 83

[email protected]

http://edperello.es

I.S.B.N.: 979-13-87576-46-2

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I

Guillette

A finales del año 1612, en una fría mañana de diciembre, un joven, pobremente vestido, paseaba ante la puerta de una casa situada en la Rue des Grands-Augustins, en París. Tras haber caminado harto tiempo por esta calle, con la indecisión de un enamorado que no osa presentarse ante su primera amante, por más accesible que ella sea, acabó por franquear el umbral de aquella puerta y preguntó si el maestro Françoise Porbus estaba en casa. Ante la respuesta afirmativa que le dio una vieja ocupada en barrer el vestíbulo, el joven subió lentamente los peldaños, deteniéndose en cada escalón, cual un cortesano inexperto, inquieto por el recibimiento que el rey va a dispensarle. Al llegar al final de la escalera de caracol, permaneció un momento en el rellano, perplejo ante el aldabón grotesco que ornaba la puerta del taller donde, sin lugar a duda, trabajaba el pintor de Enrique IV que María de Médicis había abandonado por Rubens. El joven experimentaba esa profunda sensación que ha debido de hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en el apogeo de su juventud y de su amor por el arte, se han acercado a un hombre genial o a alguna obra maestra. Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va marchitándose poco a poco hasta que la felicidad no es ya sino un recuerdo, y la gloria una mentira. Entre estas frágiles emociones, nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética. Aquellos fanfarrones que, pagados de sí mismos, creen demasiado pronto en el porvenir, no son gentes de talento sino para los necios. A este respecto, el joven desconocido parecía tener verdadero mérito, si el talento debe ser medido por esa timidez inicial, por ese pudor indefinible que los destinados a la gloria saben perder en el ejercicio de su arte, como las mujeres bellas pierden el suyo en el juego de la coquetería. El hábito del triunfo atenúa la duda y el pudor es, tal vez, una duda.

Abrumado por la miseria y sorprendido en aquel momento por su propia impertinencia, el pobre neófito no habría entrado en la casa del pintor al que debemos el admirable retrato de Enrique IV, sin la extraordinaria ayuda que le deparó el azar. Un anciano comenzó a subir la escalera. Por la extravagancia de su indumentaria, por la magnificencia de su gorguera de encaje, por la prepotente seguridad de su modo de andar, el joven barruntó en este personaje al protector o al amigo del pintor; se hizo a un lado en el descansillo para cederle el paso y lo examinó con curiosidad, esperando encontrar en él la buena naturaleza de un artista o el carácter complaciente de quienes aman las artes; pero percibió algo diabólico en aquella cara y, sobre todo, ese no sé qué que atrae a los artistas. Imagine una frente despejada, abombada, prominente, suspendida en voladizo sobre una pequeña nariz aplastada, de remate respingado como la de Rabelais o la de Sócrates; una boca burlona y arrugada, un mentón corto, orgullosamente levantado, guarnecido por una barba gris tallada en punta; ojos verdemar que parecían empañados por la edad, pero que, por contraste con el blanco nacarado en que flotaba la pupila, debían de lanzar, a veces, miradas magnéticas en plenos arrebatos de cólera o de entusiasmo. Además, su semblante estaba singularmente ajado por las fatigas de la edad y, aún más, por esos pensamientos que socavan tanto el alma como el cuerpo. Los ojos ya no tenían pestañas y apenas se veían algunos vestigios de cejas sobre sus salientes arcos. Coloque esta cabeza sobre un cuerpo enjuto y débil, enmárquela en un encaje de blancura resplandeciente, trabajado como una pieza de orfebrería, eche sobre el jubón negro del anciano una pesada cadena de oro, y tendrá una imagen imperfecta de este personaje al que la tenue iluminación de la escalera confería, por añadidura, una coloración fantasmagórica. Diríase un cuadro de Rembrandt avanzando silenciosamente y sin marco en la oscura atmósfera que ha hecho suya este gran pintor. El anciano lanzó al joven una mirada impregnada de sagacidad, golpeó tres veces la puerta, y dijo a un hombre achacoso, de unos cuarenta años, que vino a abrir:

—Buenos días, maestro.