La odisea del mañana - Charles Sheffield - E-Book

La odisea del mañana E-Book

Charles Sheffield

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Beschreibung

Un amor que desafía el tiempo, un hombre dispuesto a todo por salvar a la mujer que ama. El excepcional músico Drake Merlin, devastado por la muerte inminente de su esposa, Ana, toma la radical decisión de congelarse junto a ella con la esperanza de que, en un futuro, la ciencia pueda salvarla. Pasan cinco siglos, y cuando finalmente es despertado, descubre que el amor de su vida sigue sin poder ser curado. Así comienza una apasionante odisea, donde Drake se enfrenta al futuro, desafiando el tiempo y la muerte, viajando entre ciclos de congelamiento y despertar, con la única misión de salvarla. Una historia deslumbrante, emotiva y trascendental, escrita con una brillante concisión y fuerza impactante, llena de ideas que desafían los límites de lo posible. ¿Hasta dónde llegarías por amor? La respuesta de Drake cambiará todo lo que conoces sobre el tiempo y la esperanza.

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Seitenzahl: 581

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Charles Sheffield

La odisea del mañana

Traducción: Manuel de los Reyes

Saga

La odisea del mañana

 

Author: Charles Sheffield

 

Original title: Tomorrow and Tomorrow

 

Original language: English

 

Copyright 2025

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788727225814

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Libro uno Amor y muerte

1 Al filo de la condena

El Tiempo: Remedio Para

todo, disolvente universal

 

¿Y si el tiempo no se pudiera alcanzar?

Cuando Drake recibió finalmente un diagnóstico médico claro tras meses de terrores secretos y falsas esperanzas y evasivas por parte de los especialistas, a Ana le quedaban menos de cinco semanas de vida. Su deterioro era ya irreversible. De repente, después de doce maravillosos años juntos y un futuro que parecía extenderse cincuenta más ante ellos, veían cómo el mundo se reducía a un puñado de días.

Había empezado de forma tan fácil; más que fácil. Había empezado con nada, un coche rojo en el camino de entrada cuando no esperaba ninguno. El coche de Ana.

Pasaba frente a la casa casi por casualidad, después de una limpieza de boca, camino de una entrevista en la nueva sala de conciertos. Como todo el mundo, Drake se había quejado de la acústica, y los responsables de la sala le habían llamado para que fuera más específico. El período de gracia para los cambios en la construcción sin recargo añadido expiraba en menos de treinta días, y estaban preocupados.

En fin, podría ser específico, muy específico, sobre la absorción de graves, la saturación del sonido a media distancia y la resonancia de las altas frecuencias. Pero Ana no debería estar en casa. Le había dicho al salir que pensaba almorzar con el pianista y el clarinetista, y que no volvería más o menos hasta las seis.

¿Problemas mecánicos? Hacía una semana que el Camry presentaba síntomas de rebeldía.

Aparcó en la calle y entró, reparando en el charco de agua del asfalto y prometiéndose por enésima vez que lo haría repavimentar. Ana no estaba en la cocina. Tampoco en el comedor, ni en el estudio, ni en el salón.

Sintió la primera punzada de ansiedad mientras subía corriendo las escaleras. El alivio que sintió al verla, vestida con sus vaqueros y su camisa de tela escocesa y plácidamente dormida en su cama, fue sorprendentemente intenso.

Cruzó el cuarto y le dio un meneo. Ella abrió los ojos, parpadeó, y le sonrió.

Él se agachó y la besó con suavidad en los labios.

—¿Estás bien?

—Estoy bien, amor. Es sólo que me siento tan cansada...

—¿Te quedaste despierta hasta tarde? —Drake había ido al centro para asistir a la representación de una de sus últimas obras y estrechar la mano de su público a continuación lo había mantenido ocupado hasta pasada la medianoche.

Ana negó con la cabeza.

—A las diez ya estaba en la cama. Últimamente me siento así a menudo. Sin fuerzas y desganada. Pero nunca tan mal.

—Eso no es propio de ti. ¿Por qué no llamamos a Tom?

Esperaba que ella le dijera que no hacía falta, que lo único que necesitaba era un poco más de relax; Ana, entre sus ofertas para cantar y sus clases, se exigía demasiado.

Para su sorpresa, ella asintió.

—¿Te importa llamarle por mí? —Se tumbó y cerró los ojos—. Quiero pasar un rato más en la cama.

 

Drake había empezado a preocuparse a partir de ese momento, aunque al principio nadie más pareciera compartir su inquietud. Tom Lambert era un amigo íntimo además del médico de la familia. Acudió esa misma tarde, rezongando sobre lo que dirían los demás pacientes si supieran que hacía consultas a domicilio.

Pasó mucho tiempo auscultando a Ana. Parecía más perplejo y curioso que preocupado.

—Podría tratarse de simple fatiga —dijo al terminar. Aceptó un sorbo de whisky escocés en vaso grande y le echó mucho hielo. Los tres estaban sentados en el estudio. Tom levantó su vaso en dirección a Ana antes de probarlo. Suspiró—. Lo único que digo es que, si se trata de algo, es la primera vez que lo veo.

—¿Crees que deberíamos olvidarlo y ya está? —preguntó Ana. Estaba sentada en el sofá con los pies recogidos debajo del cuerpo. Drake, estudiándola ahora en vez de aceptar su presencia sin más, decidió que parecía más delgada—. Ya sabes, tomarse un par de aspirinas y esperar a mañana.

—¿Olvidarlo? —Tom parecía conmocionado—. Claro que no. ¿Por qué clase de médico me tomas? Quiero que veas a un especialista.

—Claro. —Ana estaba tomándole el pelo. Tom y ella ya habían tenido antes la misma discusión—. El médico típico de hoy en día: es imposible que te digan lo que te pasa a menos que consultes a otros cuatro médicos..., cada uno con sus respectivos honorarios, naturalmente. Si fuerais músicos, todas vuestras partituras serían al menos para un quinteto.

—Ya. Y si vosotros fuerais médicos, no abriríais la consulta para menos de cien personas. De todos modos, no cambies de tema. Quiero que veas a un especialista. Te voy a dar cita con el doctor Kevin Williams.

—Pero si no sabes de qué se trata —protestó Drake—, ¿cómo sabes qué tipo de especialista necesita?

Tom Lambert parecía ligeramente abochornado.

—Dije que era la primera vez que lo veía, en la práctica. Pero eso no quiere decir que no tenga ideas. Kevin Williams está especializado en enfermedades de la sangre y el sistema linfático. Dirige un grupo en NIH. Es amigo mío y es endiabladamente bueno. No te preocupes, Ana.

—No pensaba hacerlo. No es lo mío. Drake es el que se preocupa de la familia.

—Pues tú tampoco te preocupes, Drake. Llegaremos al fondo de la cuestión. —Tom asintió, y cuando habló de nuevo fue como si lo hiciera para sí—. Sí. Llegaremos muy pronto.

Tom hizo cuanto pudo. Drake no lo dudó nunca ni por un momento. Ana vio al doctor Williams al día siguiente, preludio de una mareante sucesión de médicos y análisis en el transcurso de las dos semanas siguientes. El comentario jocoso que le había hecho Ana a Tom se quedó corto. Drake contó doce médicos distintos, sin contar los individuos, muchos de ellos doctores en Medicina a su vez, que administraban las resonancias magnéticas, los tratamientos intravenosos, las mielografías y las múltiples muestras de sangre.

Tom hablaba poco, pero Drake sabía en el fondo que el problema era grave. La lasitud de Ana se desarrolló. No cabía duda de que estaba perdiendo peso. La habían obligado a cancelar sus clases y sus conciertos a corto plazo. Una mañana estaba sentada a la mesa de la cocina, con la pálida luz invernal reflejada en su cabello rubio pajizo. Drake se fijó en la traslúcida pátina cérea que le empañaba la frente y en el patrón de finas venas azules de sus sienes. Lo embargó un temor tal que no fue capaz de decir nada.

El nefasto resultado de la biopsia, cuando llegó por fin, no supuso ninguna sorpresa. Tom les dio la noticia en persona, una tarde gris de comienzos de marzo.

—¿Una operación? —Ana, como siempre, hacía gala de calma y racionalidad.

Tom meneó la cabeza.

—¿Quimioterapia?

—Probaremos con eso, desde luego. —Tom vaciló—. Pero tengo que decirte, Ana, que el pronóstico no es demasiado bueno. Te podemos tratar, qué duda cabe, pero no podemos curarte.

—Entonces no hay más que hablar. —Ana se incorporó, ya un poco inestable al erguirse a causa de la reducción muscular en sus piernas—. Voy a traer café para todos. Ya debería haber subido. ¿Azúcar y crema, Tom?

—Ah..., sí. —Tom la miró con tristeza—. No, o sea, crema sí, sin azúcar. Da igual. Me gusta de todos modos.

En cuanto Ana salió de la habitación se volvió hacia Drake.

—Está en una fase de negación. Es natural, y no me sorprende. Tardará un tiempo en hacerse a la idea.

—No. —Drake se levantó y se acercó a la ventana. Las últimas nieves fuertes del invierno estaban derritiéndose, y ya despuntaban los primeros tallos verdes de la primavera. En unos cuantos días florecerían las campanillas de invierno y el azafrán.

»Tú no conoces a Ana —continuó—. No hay nadie más realista que ella. No es como yo. Ana no está negando nada. Soy yo el que se resiste a aceptarlo.

—Voy a recetarle analgésicos —prosiguió Tom, como si no hubiera estado escuchando—. Todos los que quiera. El dolor no es ninguna virtud. En casos como este no me preocupa la adicción. Y también os voy a recetar tranquilizantes... a los dos. —Tom miró en dirección a la cocina, para asegurarse de que Ana no podía escucharlo—. Será mejor que sepas la verdad, Drake. No podemos hacer absolutamente nada por ella. Olvídate de la quimioterapia. Me sorprendería que Anastasia consiguiera con eso algo más que unas cuantas semanas de prórroga. Tengo la impresión de que la medicina sigue aún en la Edad Media en lo que a esta enfermedad se refiere. Como médico también debo preocuparme por ti, Drake. No descuides tu salud. Y recuerda que puedo venir a veros, de día o de noche, siempre que me necesitéis cualquiera de los dos.

Ana regresaba de la cocina. Se detuvo en el umbral, sosteniendo una bandeja con tazas, una cafetera, crema y azúcar. Sonrió y enarcó una ceja.

—¿Habéis acabado? ¿Puedo volver ya?

Drake la miró. Estaba delgada y debilitada, pero nunca le había parecido más hermosa. Hermosa y valiente y adorable. Ante la perspectiva de vivir sin ella se le encogía el corazón. Se sentía como si le faltara el aliento.

Ana era toda su vida, sin ella no tenía nada. ¿Cómo iba a soportar su pérdida?

2 «¡Oh! Que vuelva el ayer, ruega al tiempo que regrese»

Tom se fue antes de las diez. Se dio cuenta de que Ana, que ponía buena cara por él, estaba rendida.

Ana se acostó en cuanto se hubo marchado Tom. Drake la siguió, media hora después. Ya estaba dormida. Se tumbó junto a ella sin desvestirse, convencido de que sería una pérdida de tiempo. Tenía demasiadas cosas en la cabeza como para conciliar el sueño.

Cerró los ojos. Se imaginó a Ana como era cuando se conocieron.

Siempre le decía a todo el mundo que estaba enamorado de ella incluso antes de verla. La ocasión que propició su primer encuentro fue un examen de fin de trimestre. Drake, como alumno estrella del doctor Bonvissuto en composición musical, estaba realizando un examen en solitario, en un pequeño cuarto contiguo al austero despacho de Bonvissuto.

No era el escenario ideal para concentrarse, pero Drake había ensayado el ejercicio varias veces antes. Mientras escribía las partes de una fuga compuesta por su profesor, Bonvissuto se entrevistaba con los aspirantes a alumnos y becarios del orfeón en la sala contigua.

El material del examen no era ninguna obra inspirada, y Drake podía hacerlo de forma casi automática, utilizando hojas de papel pautado y un lápiz. Bonvissuto desconfiaba de los ordenadores y el resto de accesorios que aceleraban la composición musical.

—Conque te hace falta un ordenador para escribir más deprisa, ¿eh? —Había regañado a Drake en su primera sesión con él—. Händel escribió El Mesías, de la primera nota a la última, en veinticuatro días. Tú haz lo mismo en dos o tres meses y no me quejaré. ¿Quieres ayuda informática? Perfecto. Siempre y cuando escribas más y mejor. Mejor que Bach. Mejor que Monteverdi, mejor que Mozart. Ellos no tenían ordenador.

Viniendo de Bonvissuto, la reprimenda había sido suave. Pero hablaba en serio. Drake trabajaba como una bestia en el examen, sin la ventaja de siglos de desarrollo tecnológico, mientras en la habitación de al lado iba y venía una sucesión de jóvenes.

La mayoría, Drake lo sabía, llegaban preparados para cantar como Brunilda o Tristán o la Reina de la Noche. Bonvissuto no lo consentía.

—Algo sen-ci-llo. Nada de óperas grandiosas. Canciones simples, canciones populares. Cuando me cantéis eso bien de verdad, a capela, a lo mejor entonces empezamos a pensar en Verdi y Mozart y Wagner.

Cantaban sin acompañamiento, a menudo alto y desafinado. Y Bonvissuto comentaba, igualmente alto:

—¿Qué nota pensabas que era esa del final? ¿Y en qué idioma? ¿Has oído hablar de la dicción? Esta canción es en inglés, por el amor de Dios. Escuchándote parecía polaco o chino o vete a saber qué.

Bonvissuto le daba la vuelta al patrón convencional. Cuando se enfadaba, su acento italiano desaparecía. En su lugar aparecía un inglés perfecto y un acento de Kansas. Lo mismo ocurría durante sus clases con Drake, que una vez cometió la imprudencia de mencionar esa circunstancia. El profesor le había guiñado un ojo y dicho:

—¿Quién ha oído hablar alguna vez de un italiano de Kansas? ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un compositor de Kansas?

Drake acabó de escribir la fuga, le dio la vuelta a la página y siguió con el último ejercicio. «Propón una melodía que case con el acompañamiento propuesto».

Leyó lo que seguía y se dio cuenta de que el problema estaba chupado. Conocía la obra original. Lo que tenía delante era la parte de piano de «Adormecimiento», cuarta canción del ciclo de El viaje de invierno. Lo único que tenía que hacer era escribir la parte vocal. Daba la casualidad de que el acompañamiento estaba en la menor, un tono por encima de la versión con la que estaba familiarizado, de modo que tendría que transportar; pero eso era insignificante.

Volvió a leer la pregunta para asegurarse. «Propón una melodía que case». No decía, «Compón una melodía que case». Y estaba claro que no podía superar a Schubert.

Mientras escribía en la línea vocal oyó la puerta que se abría de nuevo en la sala contigua. Hubo un murmullo de conversación, luego un único acorde, mi mayor, en el piano de Bonvissuto.

Empezó a cantar una voz de contralto femenina Blow the wind southerly. Era una voz fuerte y clara, ligeramente ronca en el registro más bajo y con apenas la insinuación de un atractivo vibrato en las notas altas. Drake se paró a escuchar. Después de la última nota se produjo una pausa, a continuación de nuevo un solo acorde al piano. Confirmó lo que Drake ya sabía. La mujer había terminado exactamente en mi natural, en la clave con la que había empezado. Había dado el tono justo de principio a fin.

Drake oyó una o dos frases más murmuradas en el cuarto de al lado, la puerta que se abría y se cerraba de nuevo. Esperó, redactando los últimos compases del ejercicio. No podía ser que Bonvissuto la hubiera rechazado, así sin más, sin hablar un poco más con ella. Drake quería oírla cantar de nuevo.

Obedeciendo a un impulso recogió sus hojas de examen, las apiló pulcramente, y se acercó a la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Giró el pomo y entró sin llamar.

Se preparó. Cualquiera que entrara en el despacho de Bonvissuto sin permiso podía esperar un caluroso recibimiento.

La bronca que esperaba no llegó. El profesor Bonvissuto no estaba allí. Sola en el cuarto, de pie junto al piano y mirándolo con fijeza e incertidumbre, había una muchacha rubia y delgada.

Él le devolvió la mirada. Su peinado era un poco desigual. No era muy alta, uno sesenta y cinco tal vez, y su vestido azul claro no le quedaba del todo bien. Drake, que no era ningún entendido en moda, no se dio cuenta de que había sido confeccionado para alguien un poco más alto. Pero lo más sorprendente de ella, mucho más significativo que su atuendo, era su edad. Aparentaba unos quince años. Costaba creer que la madura voz de contralto que había escuchado hubiera salido de ella.

—¿Eres el siguiente? —preguntó ella por fin—. Pensaba que yo era la última. Enseguida viene.

Se daba cuenta de que estaba mirándola fijamente, pero ella también. Debía de asumir que él estaba allí para una audición vocal. Le enseñó su fajo de papeles.

—No he venido a cantar. Estaba haciendo un examen. Soy alumno del profesor Bonvissuto. ¿Esa eras tú?

—¿Yo qué?

—Cantando. Blow the wind southerly.

—Sí. ¿Por qué?

—Ha estado muy bien. —Quería añadir que había sido asombroso, impresionante, conmovedor. En vez de eso dijo— ¿Dónde está?

—¿El profesor? Ha ido a apuntarme. Pensaba que no me iban a aceptar, y es el último día para inscribirse. Me ha dicho que él podía ejercer un poco de presión.

—Sí. Se le da muy bien. —Drake, sin saber qué hacer a continuación pero renuente a marcharse, se sentó en el taburete del piano.

—¿Tocas? —preguntó ella a su espalda.

—Sí. No muy bien. —Estaba convencido de que podía sentir su mirada crítica clavada en su nuca. La música estaba llena de prodigios: bebés que distinguían secuencias de acordes, concertistas que no contaban ni diez años de edad, compositores que escribían grandes obras en la pubertad. Y aquí estaba él, superados los dieciocho y estudiando todavía. Quiso espetar que había empezado tarde, que su familia era demasiado modesta como para pensar en clases de música, que se había acercado a la música tan solo al descubrir que, casi en contra de su voluntad, las melodías surgían en su cabeza para acompañar los poemas que estuviera leyendo en ese momento.

No consiguió decir nada de eso. En cambio, para disimular su inseguridad, y con «Adormecimiento» todavía en la cabeza, empezó a tocar los tresillos agitados e inquietos de la introducción de la canción.

—Esa la he escuchado un par de veces —dijo la voz a su espalda—. Pero es una canción para hombres. ¿Te sabes Gretchen am Spinnrade?

—¿Margarita en la rueca? —Drake se sentía mucho más cómodo con la traducción del alemán. Hizo una pausa antes de empezar a tocar una figura rítmica y acompasada.

—Eso es —dijo de inmediato la muchacha—. ¿Sabías que Schubert la escribió cuando solo tenía diecisiete años?

—Sí. —Podía tratarse de una crítica, señalando el hecho de que Drake tenía más de diecisiete años y no había hecho nada. Pero antes de que pudiera decir nada más,S ella continuó:

—Para mí es un poco alto. Pero puedo apañármelas. Empieza desde el principio.

Tras las cuatro figuras breves de la introducción empezó a cantar:

—Mein Ruh ist hin, mein Herz ist schwer. —«Mi paz se ha ido, me pesa el corazón». Drake, que entendía vagamente el alemán pero sentía la fuerte compenetración musical que existía entre ellos, se concentró en el ejercicio, intuyendo y adaptándose a la línea vocal de la muchacha.

Tocaron la canción entera. Tras los últimos acordes pausados del piano se hizo un silencio absoluto. Drake se dio la vuelta y encontró en el rostro de ella una sonrisa que reflejaba su propio entusiasmo. Antes de que pudieran decir nada, se escuchó un sonido en el umbral: cuatro aplausos monótonos.

—Sabrás, ¿no es así?, que tocar mi Steinway sin permiso es motivo de castigo. —Bonvissuto se acercó a ellos—. ¿Qué haces aquí, Merlin?

Drake cogió sus hojas de examen y se las ofreció.

—Ya he terminado.

—¿Sí? —Bonvissuto ojeó los papeles un par de segundos. Soltó un bufido—. Le dije a Leila Nielsen que poner «Adormecimiento» era una tontería, que seguro que la conocías. Da igual. Para la próxima hay un montón de cosas que no sabes. —Sonrió con sadismo—. ¿Qué tal te llevas con Webern? —Y antes de que Drake pudiera responder—: Venga, vamos. Largo, los dos. —Los espantó con las manos—. Merlin, hablaremos de tu examen mañana por la mañana. Werlich, te he matriculado. Es oficial. Ven mañana a la una y practicaremos tu registro medio. Ahora, largo. ¿A qué estáis esperando? —Y cuando ya estaban casi en la puerta—, ya que los dos vais a actuar juntos en público, os conviene ensayar. Tenéis que mejorar.

Drake sabía cómo se llamaba, al menos en parte. Werlich. Y ella sabía cómo se llamaba él. Se quedaron en el pasillo, mirándose.

—¿Has oído eso? —dijo ella por fin—. Actuar juntos. ¿Crees que hablaba en serio?

—No lo sé. —Drake sólo había tocado ante grupos reducidos. La perspectiva de un concierto público le helaba la sangre en las venas—. Aunque suele hablar en serio cuando se trata de música.

Ella le tendió la mano.

—Anastasia Werlich. Ana para abreviar.

—Drake Merlin. —Le estrechó la mano y sintió la compulsión de desvelar su secreto—. En realidad me llamo Walter Drake Merlin, pero el Walter no me gusta nada.

—Pues no lo uses. No lo escogiste tú. A mí tampoco me gusta mucho el Werlich. —Frunció el ceño—. ¿Cuánto dinero tienes?

La pregunta lo desconcertó. ¿Quería decir en el mundo, o en el bolsillo? En cualquier caso, la respuesta era insatisfactoria.

—Cuatro dólares.

Ella asintió.

—Vale. Yo tengo nueve. Así que la rica soy yo. Te invito a una Cola.

—No bebo Cola. La cafeína y yo nos llevamos mal. Me pone de los nervios. —Drake se preguntó por qué estaba diciendo algo tan rematadamente estúpido. Ahí estaba, más ansioso por continuar una conversación con Ana de lo que había estado nunca con nadie, y sonaba como si estuviera dándole largas.

Pero ella se limitó a contestar:

—Pues entonces Sprite, o 7Up —y se dirigió a la cafetería que había en la otra parte del edificio.

Se pasaron el resto de la tarde charlando, tan absorto cada uno en el otro que la presencia de los demás clientes de la cafetería era totalmente irrelevante.

Al principio a Drake le había agradado descubrir que ella andaba tan escasa de dinero como él. Su dominio del alemán y su conocimiento del mundo no provenían de su costosa educación en algún colegio privado de Europa, sino del hecho de que Ana era la hija de un militar y había pasado su infancia yendo de una escuela a otra por toda Europa y casi todo el resto del mundo. Al igual que él, Ana era pobre, demasiado pobre para ir a la universidad sin una beca.

Y luego, después de solo unas cuantas horas juntos, tener o dejar de tener dinero se hizo irrelevante.

Lo importante era que les gustaba tanto conversar y escuchar al otro que Ana estuvo a punto de perder el último autobús de vuelta a casa. Lo importante era que cuando estaban en la parada de autobuses ella le dijo, con la franqueza que jamás perdería:

—Quería conocerte desde que tenía cinco años.

Lo importante era que su rostro, con los ojos grises cerrados, se elevó hacia él para darle un breve beso de buenas noches. Cuando el autobús se alejaba Drake sintió la pérdida más profunda de sus dieciocho años. Ya entonces sabía que había encontrado a la chica que amaría eternamente.

Aquel primer día sentó las bases de todo el tiempo que iban a compartir. Estaban juntos siempre que podían. Cuando Ana tenía que actuar fuera de la ciudad siempre volvía a casa en el primer vuelo posible. Cuando las comisiones o las inauguraciones reclamaban a Drake en Nueva York, Miami o Los Ángeles, era incapaz de disfrutar de las cenas o cócteles de rigor que formaban parte del trato. No quería cenar ni beber gratis, ni tener que escuchar extravagantes halagos sobre su talento. Quería estar con Ana. Incluso al principio, cuando eran tan desesperadamente pobres, él prefería saltarse la cena para coger un taxi en vez del autobús y llegar a casa una hora antes.

Drake recordaba un día en que Ana se vio implicada en un aparatoso accidente de tráfico en la carretera de circunvalación. Estaba en la cama con una fiebre de treinta y ocho cuando recibió una llamada telefónica de un completo desconocido, informándole del accidente pero asegurándole que Ana estaba perfectamente.

No recordaba haberse levantado ni vestido ni conducido hasta el lugar del accidente. Lo único que recordaba era la espantosa sensación de posible pérdida, de la desgracia que se cernía sobre él hasta que volvió a tenerla entre sus brazos. Su coche era siniestro total, y él no se fijó ni le importaba. Estaba consumido por el miedo a perderla.

Y ahora...

Drake consultó la cara iluminada del reloj de la mesita. Era medianoche pasada, casi la una. Se levantó, fue al cuarto de baño y tiró al retrete la receta para los tranquilizantes que le había dado Tom.

Más adelante tendría tiempo para lamentaciones. Ahora tenía trabajo que hacer, y poco tiempo para hacerlo. Necesitaba todas sus facultades, libres de drogas. Durante doce años Ana y él lo habían meditado y planificado todo juntos. Esta vez no sería así. Ella tenía que volcar todas sus energías en la lucha contra la enfermedad. Dependía de él.

No sabía lo que iba a hacer, ni cómo lo haría. Lo único que sabía era que iba a hacer algo.

Ana era toda su vida; sin ella no tenía nada.

No podría soportar su pérdida.

No estaba dispuesto a perderla.

Nunca.

3 Segunda Oportunidad

Tres semanas y media de esfuerzos sin resultado. Tras la primera media decena de intentos Drake aprendió a desembarazarse sin piedad de las pistas falsas. Lamentablemente, antes de poder rechazarlas tenían que ser exploradas. Y había tantas: homeopatía, acupuntura, interferón bipolarizado, amigdalina, reequilibrio de iones, meditación, quelación, manipulación del aura de Kirlian, bioretroalimentación, energía cuántica...

La lista parecía interminable, e inútil. Fueran cuales fueran sus virtudes, no podían curar a Ana.

Llegada la cuarta semana era evidente que Drake tenía que hacer algo. Ana, aunque no se quejaba nunca, empeoraba rápidamente. Él estaba al límite de su resistencia. Dormía sólo un par de horas por las noches, haciendo sus búsquedas en bancos de datos y sus llamadas de teléfono a larga distancia cuando Ana dormía sedada. Había cancelado o aplazado todos sus compromisos, salvo una pequeña pieza para la televisión que no podía esperar. La había despachado en una única sesión desesperada de diecisiete horas, escuchando mientras trabajaba con el ordenador la lejana voz del profesor Bonvissuto: «¿Crees que escribes rápido y bien, Merlin? Es posible. Mozart escribió la obertura para Don Giovanni, la partitura entera, de una sentada».

Cuando Ana estaba despierta pasaban el tiempo en un mundo onírico y opiáceo, tocándose, sonriéndose, saboreándose, divagando. Solo que Drake no había tomado ninguna droga y no podía permitirse el lujo de divagar. Ni de esperar.

Al final se redujo a una sola opción desesperada. Le hubiera gustado discutirlo con Ana, pero no podía. Si ella supiera qué era lo que tenía en mente, se opondría. Le haría prometer, sobre su cuerpo moribundo, que desecharía la idea.

Por eso no debía enterarse, no debía sospecharlo siquiera.

Cuando hubo hecho todo cuanto podía y estuvo listo para dar el último paso, llamó a Tom Lambert y le pidió que fuera a su casa.

Tom llegó después de cenar. Hacía un tiempo estupendo para estar a comienzos de abril, con los narcisos, los tulipanes y los jacintos en flor tras una primavera fría. La vida y la energía parecían estar en todas partes menos en la casa en penumbra. Ana descansaba en el dormitorio de la parte delantera. Tom la sometió a un breve examen y condujo a Drake a la sala de estar. Meneó la cabeza.

—Es más rápido de lo que pensábamos. A este ritmo Anastasia entrará en un coma definitivo dentro de tres o cuatro días. Tienes que dejarme que la lleve a un hospital. No puedes hacer nada por ella, y tienes que descansar. Por tu aspecto se diría que hace un mes que no duermes.

—Ya habrá tiempo para dormir. Quiero que se quede aquí conmigo. De hecho, será necesario. —Drake instaló a Tom en el asiento junto a la ventana y se acomodó frente a él, rodilla con rodilla. Le explicó lo que llevaba haciendo una semana, y lo que quería que hiciera Tom en los próximos días.

Lambert lo escuchó sin decir palabra. Luego se encogió de hombros.

—Si eso es lo que quieres hacer, Drake, es cosa tuya. —Su mirada era triste—. Te ayudaré, claro que sí. Y estoy de acuerdo en que Anastasia no tiene nada que perder. Pero espero que sepas que nunca se ha practicado una congelación y descongelación con éxito.

—Con peces, con anfibios...

—No te engañes, Drake. Los peces y los anfibios no son nada. Estamos hablando de seres humanos. Te diré que, en mi opinión, vas a malgastar tu tiempo y tu dinero. Y de paso te vas a poner las cosas aún más difíciles. ¿Qué dice Ana al respecto?

—No mucho. —Era una mentira flagrante. Nunca le había comentado la idea. Pero, ¿cómo podría tomar cualquier decisión, esta más que ninguna, sin decírselo a Ana? Drake se obligó a no pensar en ello y continuó—. Está dispuesta. Quizá más por mí que por ella. Cree que no saldrá bien, pero está de acuerdo en que no tiene nada que perder. Mira, preferiría que no le comentaras nada. Es como..., como asumir que ya está muerta. Ya me ocupo yo de los papeles. Y de conseguir la firma de Ana.

—Será mejor que no esperéis demasiado. —La expresión de Tom era sombría—. Si vais a hacerlo, Ana tendrá que ser capaz de sostener un bolígrafo.

—Ya lo sé. Te digo que conseguiré su firma.

Cuando Tom se hubo ido, Drake se dirigió al patio trasero. Todavía hacía calor en la calle, la promesa del verano. Pero la primavera era una burla, una broma cruel y despiadada. Deambuló entre los senderos. Habían creado este jardín con sus propias manos. Cuando se mudaron a la casa, hacía siete años, el jardín estaba muy descuidado. No contenía más que hierbajos y tierra desnuda. Él se había ocupado de casi todo el trabajo, pero siempre según el diseño y la dirección de Ana. Estos senderos y arriates eran de ella, no de él. ¿Cómo podría ser capaz de contemplarlos, cuando ella ya no estuviera?

Volvió adentro cinco minutos después. Tenía que repasar de nuevo todos los trámites legales.

 

Tres días después, Drake volvió a llamar a Tom Lambert para que acudiera a la casa. El médico fue al dormitorio, tomó el pulso a Ana, le midió la presión arterial y la actividad cerebral.

Salió de la habitación con gesto pétreo.

—Me temo que este es el fin, Drake. Me sorprendería que recuperara el conocimiento. Si sigues empeñado en esto, tendrás que hacerlo mientras conserve algunas funciones corporales normales. Tres días más..., y será una pérdida de tiempo.

Los dos hombres entraron juntos en el dormitorio. Drake echó un último vistazo al rostro sereno y demacrado de Ana. Se dijo que esto no era un último adiós. Por fin hizo un gesto con la cabeza a Tom.

—Adelante. —No lograba apartar los ojos del rostro de Ana—. Cuando quieras.

Tiempo, tiempo. Una pérdida de tiempo. Hasta el fin de los tiempos. El tiempo cura todas las heridas. ¡Oh! Que vuelva el ayer, ruega al tiempo que regrese.

—¿Drake? ¿Drake? ¿Te encuentras bien?

—Perdona. Estoy bien. —Asintió de nuevo—. Adelante, Tom. No tiene sentido esperar más.

El médico dio la inyección. Juntos, levantaron a Ana de la cama y le quitaron la ropa. Drake trajo el tanque termal preparado. La depositó en su interior con delicadeza. Pesaba tan poco, era como si una parte de ella se hubiera perdido ya.

Mientras Tom rellenaba el certificado de defunción, Drake efectuó la llamada a Segunda Oportunidad. Les dijo que acudieran a la casa de inmediato. Tal como le instruyeron, programó el tanque tres grados por encima del punto de congelación. Tom insertó los catéteres y las intravenosas. Las fases siguientes eran automáticas, controladas por los programas del tanque. La sangre se extraía por medio de una larga aguja hueca introducida en la arteria ilíaca externa principal, se enfriaba con precisión, y se inoculaba de nuevo en la vena femoral.

En diez minutos la temperatura corporal de Ana disminuyó treinta grados. Todos los signos vitales habían desaparecido. Ahora Ana estaba legalmente muerta. Para una generación anterior, Drake Merlin y Tom Lambert serían dos asesinos. Resultaba difícil no sentirse como tales sentados en el silencio del cuarto, aguardando la llegada del equipo de preparación de Segunda Oportunidad. Tom sentía lástima, por Drake. Ana estaba ya por encima de la lástima.

Los pensamientos y planes de Drake estaban, afortunadamente, por encima de la imaginación de su amigo.

 

Tuvo problemas con Tom Lambert y las tres mujeres que llegaron enviadas por Segunda Oportunidad. A ninguno le parecía lógico que Drake quisiera acompañar al cadáver de Ana hasta las instalaciones de Segunda Oportunidad.

Tom pensó que Drake se resistía a hacerse a la idea de que todo había terminado. Instó a su amigo a ir a su casa para tomar un trago. Drake rehusó. El equipo de preparación no sabía cómo reaccionar ante su presencia. Parecía un vampiro o una especie de necrófilo, aunque la expresión de su rostro indicaba claramente que estaba sufriendo. Le explicaron pacientemente que los procedimientos eran muy desagradables de presenciar, sobre todo para alguien tan implicado personalmente. Convinieron con el doctor Lambert en que Drake haría mucho mejor en dejarlo todo en sus manos expertas e ir a casa de su amigo. Ellas se ocuparían de que todo estuviera en orden. Si estaba preocupado, se asegurarían de llamarlo en cuanto hubiera terminado la operación.

Drake no podía contarles cuál era el verdadero motivo por el que quería presenciar todo el procedimiento de preparación, hasta el último y truculento detalle. Pero, negándose simplemente a no aceptar un no por respuesta, por fin se salió con la suya.

La directora del equipo decidió entonces que Drake quería acompañarlos porque tenía miedo de que fallara algún paso de la operación. Le explicó todo el proceso, despacio y con amabilidad, durante la hora de trayecto hasta las instalaciones. Estaban sentados juntos en la parte posterior de la furgoneta, al lado del arcón de temperatura controlada.

—La mayoría de los revivibles..., preferimos ese término al de criocadáveres..., se almacenan a temperaturas de nitrógeno líquido. Eso es, aproximadamente, doscientos grados Celsius bajo cero. No cabe duda de que es lo bastante frío. Pero sigue siendo unos setenta y cinco grados por encima del cero absoluto. Todos los procesos biológicos mensurables se vuelven imperceptibles mucho antes de eso. Sin embargo, siguen produciéndose algunas reacciones químicas. Las leyes de la estadística garantizan que unos cuantos átomos retendrán la energía necesaria para inducir cambios biológicos. Y la mente y la memoria son dos cosas muy delicadas. De modo que para aquellas personas a las que eso les preocupe, ponemos a su disposición una versión deluxe. Esa es la que usted ha contratado. Su esposa será restaurada en temperaturas de helio líquido, tan solo unos pocos grados por encima del cero absoluto. Eso es extremadamente seguro. Con ese frío, las posibilidades de cambio, tanto físico como mental, se reducen al máximo.

Y el precio, aunque pasó por alto ese detalle, se disparaba. Pero el precio ni siquiera era una variable a tener en cuenta desde el punto de vista de Drake. Cuando llegaron a las instalaciones de Segunda Oportunidad se quedó en las inmediaciones de la sala de preparación, haciendo caso omiso de todas las sugerencias para que esperara fuera; y observó con mucha atención.

Los miembros del equipo se volvieron más comprensivos. Ahora estaban convencidos de que, sencillamente, le aterraba que se pudiera cometer algún error. Le permitieron presenciarlo todo y respondieron a todas sus preguntas. Tuvo cuidado de no preguntar nada que pudiera parecer demasiado clínico y desapasionado. Lo que más quería era ver, saber de primera mano qué era lo que se hacía, y en qué orden.

Transcurridos los primeros minutos, de todos modos, no había gran cosa que ver. Sabía que todas las cavidades respiratorias del cuerpo de Ana se habían llenado de una solución neutra, y que habían reemplazado su sangre por anticristaloides. Pero luego la trasladaron a la cámara de presurización sin fisuras. Allí mantuvieron el cuerpo tres grados por encima del punto de congelación, en tanto se aumentaba lentamente la presión hasta las cinco mil atmósferas. Una vez hecho esto, comenzó el descenso de la temperatura.

—Allá por los ochenta y los noventa, no tenían ni idea de esta técnica. —La directora del equipo seguía hablando con Drake, quizá con la idea de que podría ayudarle a sentirse más relajado—. Practicaban la congelación a presión atmosférica. Se formaban cristales de hielo dentro de las células al descender la temperatura, y la descongelación era un verdadero estropicio. Así era imposible recuperar la consciencia.

Dedicó una sonrisa tranquilizadora a Drake, que no se sintió tranquilizado en absoluto. Así que allá por los ochenta y los noventa no tenían ni idea de lo que hacían. ¿Dirían dentro de veinte años que la gente no sabía lo que se hacía ahora? Pero no tenía otra alternativa. No podía esperar veinte años, ni siquiera otras veinte horas.

—El método moderno difiere bastante —prosiguió la mujer—. Aprovechamos el hecho de que el hielo puede existir en muchas formas sólidas distintas. El hielo es un asunto delicado, mucho más de lo que se piensa la gente. Si se eleva la presión hasta las tres mil atmósferas, y se baja la temperatura a continuación, el agua permanecerá en estado líquido hasta los veinte grados Celsius bajo cero, aproximadamente. Y cuando cambie finalmente a estado sólido, no lo hará en la familiar forma de hielo, lo que generalmente se llama la fase 1. Se convertirá, en cambio, en algo llamado fase 3. A partir de ahí se reduce la temperatura, manteniendo constante la presión, y alrededor de los veinticinco grados bajo cero cambiará a otra forma, la fase 2. Y permanecerá así mientras se disminuye todavía más la temperatura. Si se alcanzan las cinco mil atmósferas de presión..., eso es lo que estamos haciendo aquí..., antes de disminuir la temperatura, el agua se congela alrededor de los cinco grados bajo cero y adopta otra forma, la fase 5. El truco para evitar problemas de ruptura celular, llegado el punto de congelación, consiste en inyectar anticristaloides, que ayudan a inhibir la formación de cristales, y luego mediante la correcta combinación de temperaturas y presiones se alcanza el cero absoluto, pasando por las fases 5, 3 y 2.

»Eso es lo que estamos haciendo ahora. Pero no espere usted ver gran cosa aparte de las lecturas de los diales. Por razones obvias, la cámara de presión se construye sin juntas ni puertos de observación. No se obtienen presiones de cinco mil atmósferas, ni siquiera en las simas oceánicas más profundas. Afortunadamente, una vez establecida la temperatura por debajo de un cien absoluto, se puede reducir la presión a una atmósfera; de lo contrario, el almacenamiento de revivibles sería impracticable. Así las cosas, tenemos varios miles almacenados en las matrices de Segunda Oportunidad. Cada uno de ellos está pulcramente etiquetado y a la espera de la resurrección. Esta se producirá en cuanto alguien descubra cómo practicar el deshielo.

Miró a Drake de soslayo, consciente de que su último comentario quizá no hubiera sido muy afortunado. La postura oficial de Segunda Oportunidad era que todo el mundo era revivible, y que la organización controlaba plenamente toda la tecnología necesaria. A su debido tiempo todo el mundo sería revivido.

Drake asintió sin expresión. Había estudiado el asunto con todo detalle, y nada de lo que acababa de decirle la mujer era nuevo para él. En su opinión, sería igual de complicado revivir los primeros criocadáveres que conseguir que la momia de Tutankamon se levantara y volviera a caminar. Los habían congelado siguiendo un procedimiento equivocado, y los tenían almacenados a una temperatura demasiado alta.

Pero, ¿quién era él para tomar esa decisión? Habían pagado sus fianzas, y tenían derecho a quedarse allí sentados en sus matrices hasta que se agotaran los fondos. Él había firmado un contrato inicial de cuarenta años para Ana, pero consideraba que eso solo era el principio.

Había traído consigo una copia del historial médico de Ana. Le añadió una descripción detallada de todo cuanto había visto en el último par de horas, copió el documento entero y se aseguró de que se incluyera un juego completo en los archivos relativos a su esposa. Cuando, finalmente, se llevaron el cuerpo de Ana al depósito volvió a casa, se desplomó en la cama, y durmió las dieciséis horas siguientes como si también él fuera un criocadáver.

 

Era el momento de dar el siguiente paso. Y no iba a ser fácil.

Cuando Drake se sintió plenamente despierto de nuevo, comió y se bañó, llamó a Tom Lambert y le preguntó si se podían ver; en la casa de Tom, no en su consulta. Aceptó la bebida fuerte que preparó Tom, después de que este le hubiera echado un vistazo, con «fines medicinales», y le contó sus planes.

Cuando acabó, Tom se acercó a Drake, le tanteó los músculos de los hombros y la nuca, le tiró del párpado inferior y escudriñó la piel expuesta, y por último se sentó a su lado.

—Llevas unos cuantos meses sometido a una tensión espantosa —dijo en voz baja.

—Cierto. Así es. —Drake mantuvo la voz igual de tranquila.

—Y sería sin duda extraordinario que tu conducta o tus sentimientos fueran completamente normales. De hecho, si ahora tienes un aspecto normal, es tan solo porque has contenido tus emociones por completo. Está claro que no comprendes las implicaciones de lo que me estás proponiendo.

Drake negó con la cabeza.

—Esto no es algo nuevo. Solo lo es para ti. Yo llevo dándole vueltas desde el día en que renuncié a todas las otras opciones.

—Entonces ese fue el día en que pusiste el candado a tus sentimientos. —Tom Lambert se inclinó hacia delante—. Mira, Drake, Ana era una mujer estupenda, única. No estoy diciendo que sepa por lo que has pasado, porque obviamente no es así. Me hago una idea de la pérdida que sientes. Pero tienes que preguntarte qué querría Ana que hicieras ahora. No puedes dejar que el pasado te obsesione. Ella te diría que todavía tienes tu vida. Aunque sea sin ella, tienes que vivirla. Ella querría que la vivieras, porque te quería. —Hizo una pausa—. Permite que te dé un consejo...

Mientras Tom seguía hablando, a Drake le costaba cada vez más trabajo escuchar. La habitación parecía oscura y mal aireada, y encontraba dificultades para respirar. Las palabras de Tom Lambert le llegaban desde muy lejos. No parecían decir nada. Se obligó a concentrarse, a escuchar con más atención.

—...de tu trabajo. Todavía eres joven. Tienes de cuarenta a cincuenta años buenos por delante. Y ya te has labrado una reputación. Eres uno de los compositores más prometedores del país, y tus mejores obras están aún por venir. Ana podría haber representado tu trabajo mejor que nadie, pero habrá más. Aprenderán. Con el talento que tienes, nos debes a los demás el no truncar tu carrera antes de alcanzar la cima.

—No tengo intención de hacerlo. Seguiré componiendo. Después.

—¿Te refieres a después de eso? —Tom tenía el ceño fruncido y meneaba la cabeza—. ¿Y si no hubiera un después? Drake, acepta mi consejo de médico y amigo. Te hace falta salir de casa desesperadamente, y te hacen falta unas vacaciones. Haz un crucero por algún sitio, da la vuelta al mundo. Exponte a nuevas influencias. Sé cómo debes de sentirte en estos momentos, pero deberías darte un año y esperar a ver cómo te sientes entonces. Te lo garantizo, todo te parecerá distinto. Querrás vivir de nuevo. Te olvidarás de esta idea descabellada.

La sensación de ahogo estaba remitiendo. Drake había recuperado el control de sí mismo. Aguardó pacientemente a que Tom hubiera terminado, antes de mostrar su conformidad asintiendo con la cabeza.

—Te haré caso. Me iré fuera una temporada. Pero si resulta que te equivocas... si vuelvo a verte dentro de, digamos, ocho o diez años, y te lo pido de nuevo, ¿lo harás? ¿Me ayudarás? Quiero que me respondas con sinceridad, y quiero que me des tu palabra.

La tensión abandonó visiblemente a Tom Lambert. Resopló aliviado.

—¿Diez años a partir de ahora? Drake, si vuelves a verme dentro de ocho o diez años y me lo pides de nuevo, admitiré que estaba equivocado. Y prometo ayudarte en tu plan.

—¿Me lo prometes de verdad? No quiero que un buen día me digas que has cambiado de parecer, o que no hablabas en serio.

—Te lo prometo de verdad. Claro, esto te lo concedo. —Tom se rió—. Pero no me preocupa tener que cumplir mi palabra. Te apuesto todo lo que tengo a que dentro de un par de años no volverás a mencionar esta promesa. Por mucho que hoy te cueste creerlo, estarás viviendo una nueva vida, y la estarás disfrutando. —Se acercó al aparador y se sirvió una copa—. Me gustaría proponer un brindis, Drake. Tres brindis, de hecho. Por nosotros. Por tu futuro. Y por tu próxima, y más sublime, composición.

Drake levantó su vaso.

—Por nosotros, y por el futuro. Brindo por eso. Pero no puedo brindar por mi próxima obra, porque no sé cuándo voy a crearla. Tengo muchas otras cosas que hacer..., para empezar, me has dicho que salga de la ciudad. Pienso hacer eso mismo, de inmediato. Pero no te preocupes, Tom. Me pondré en contacto contigo cuando llegue la hora.

4 En el abismo

Había dos problemas. El primero era fácil de detectar pero difícil de resolver: el dinero.

Al principio, Drake y Ana habían sido muy pobres. De resultas hablaban de dinero con frecuencia. Ella echaba un vistazo a la libreta de su cuenta conjunta, con su saldo de cero, y se lamentaba. Él se reía, más preocupado que divertido, y en cierta ocasión citó una frase de Somerset Maugham que acababa de leer: «El dinero es el sexto sentido que nos permite disfrutar de los otros cinco». Añadió: «Supongo que eso nos deja con seis sentidos de menos».

Por desgracia, ni los lamentos ni las citas producían beneficios. El dinero, o la falta de, parecía importante, más importante que cualquier otra cosa con la excepción de la música y la pareja.

El éxito profesional trajo consigo un cambio de actitud. Ana tenía sus clases y sus conciertos, Drake tenía alumnos y encargos ocasionales. Sus necesidades eran modestas. Compraron una casa, un edificio grande y anticuado de ladrillo y estilo colonial, con cuatro dormitorios y dos mil metros cuadrados de patio vallado, con la esperanza de que algún día les haría falta todo ese sitio para una familia numerosa. Ninguno de los dos quería viajar ni ser millonario. Las citas de Wordsworth eran más frecuentes que las de Maugham: «Acumulando y dilapidando, así malgastamos nuestra energía».

Ahora todo eso era cosa del pasado. A Drake le hacía falta dinero, mucho dinero. Tenía que asegurarse de que Ana pudiera estar a salvo en su matriz helada en un futuro indeterminado, hasta que pudiera ser descongelada con seguridad y pudiera curarse su enfermedad. Entonces su vida podría empezar de nuevo. Había unas cuantas cosas sobre las que no tenía control alguno, como la posibilidad de que el mundo sucumbiera totalmente a la barbarie, o el rechazo de todas las formas de moneda y comodidad del presente. Esos eran riesgos que Ana y él tendrían que asumir.

El otro problema era más sutil. Según Tom, podría pasar mucho tiempo hasta que se descubriera una cura para la rara y sumamente maligna enfermedad de Ana. Como él mismo había señalado, una cosa que mata tan solo a un puñado de personas al año no llama tanto la atención como los cánceres y las afecciones cardíacas comunes, que acaban con cientos de millones de vidas.

Supongamos que se tardara un siglo en descubrir la cura, tal vez incluso dos siglos. ¿Qué conocimientos de la sociedad actual interesarían a la gente en el año 2200? ¿Qué tendría que saber un hombre o ser una mujer, para que los habitantes de esa Tierra futura consideraran que merecía la pena revivirlos? Drake estaba convencido de que aun cuando se descubriera una forma infalible de resucitar a los revivibles, la mayoría de los cuerpos almacenados en las criomatrices se quedarían exactamente donde estaban. Los contratos con Segunda Oportunidad garantizaban únicamente el mantenimiento en condiciones criogénicas. No ofrecían, ni podían ofrecer, garantía alguna de que un individuo en concreto fuera a ser descongelado.

¿Para qué descongelar a nadie en realidad? ¿Por qué añadir otra persona a un mundo atestado, a menos que tuviera algo especial que ofrecer?

Drake se imaginó emplazado en el siglo XIX. ¿Qué podría haber guardado en su cerebro, en esa época, que se considerara valioso hoy en día, doscientos años después? Ni política, ni arte. El conocimiento de ambos preceptos era bastante adecuado. Sin duda, nada de ciencia ni de tecnología; en los dos últimos siglos se había producido un avance fenomenal en ambas disciplinas.

¿Qué querría saber la gente del futuro acerca del pasado?

Decidió que tenía tiempo de sobra para reflexionar sobre su propia pregunta; tiempo, lo que le había sido negado a Ana. Sería una temeridad apresurarse, cuando podía planificar y calcular a placer. Se dio un plazo de diez años. Así le quedarían todavía cuarenta de los cincuenta años que había previsto y anhelado. Aunque estaba bastante dispuesto a prolongar el plazo hasta los quince años si era preciso.

Si necesitaba más tiempo, no sería porque se permitiera el lujo de que lo distrajeran otras actividades. Su única distracción consistía en estimar las probabilidades de que todo saliera tal como esperaba. Las probabilidades eran siempre deprimentemente escasas.

Mientras intentaba decidir qué aprender, seguía sin resolver ese complicado primer problema: conseguir dinero.

Se decidió a visitar a su antiguo maestro. Su relación con Bonvissuto había evolucionado a través de tres etapas distintas. Al principio se había sentido absolutamente maravillado ante el talento musical y los conocimientos enciclopédicos del profesor. Bonvissuto parecía saberse, y ser capaz de tocar de memoria con su adorado Steinway, sus propias transcripciones para piano de cualquier obra de cualquier compositor. Después de tres años de estudios, la actitud de Drake experimentó un cambio. Todavía respetaba y admiraba la sapiencia de su mentor, pero en cuestiones apartadas de la música llegó a pensar que Bonvissuto resultaba un tanto cómico. No podía pasar por alto los zapatos de tacón alto, los claveles rojos en el ojal, los mechones teñidos de castaño que le caían sobre los hombros, el caprichoso acento italiano, y la infatigable actividad romántica.

Fue Ana, el último año de Drake como alumno de Bonvissuto, la que le reveló otra faceta de su maestro.

—¿No te das cuenta de lo mucho que te envidia? —dijo una tarde en que estaban sentados para repasar un fragmento anotado de Carmina Burana.

—¿Quién?

—El Bonvi. ¿Quién si no?

—¿A mí? —Drake bajó la partitura—. ¿Por qué demonios tendría que envidiarme? Sabe diez veces más sobre música de lo que sabré yo en mi vida.

—Sí. Pero así y todo te envidia... por el mismo motivo que te envidio yo. Él enseña música. Yo la toco. Pero tú la creas. Ni él ni yo podemos hacer eso. ¿No te has fijado en la expresión de sus ojos cada vez que le llevas una melodía preciosa y original? Se alegra, pero también se entristece. Debe de corroerlo por dentro, tener tanto talento y aun así carecer de una chispa fundamental.

Los comentarios de Ana inspiraron en Drake una última opinión sobre su maestro. El profesor podía ser sarcástico y tener mal genio. Sin duda era vanidoso, y un mujeriego empedernido. Pero adoraba la música, con una pasión y una fuerza y una devoción que no reservaba para ninguna otra cosa en la vida.

Y fue Ana de nuevo la que mejor lo expresó. Cuando una discusión sobre las canciones inglesas de Haydn fue interrumpida por una llamada telefónica de la última conquista de Bonvissuto, Ana le dijo a Drake, en voz baja y con genuino afecto por su maestro:

—Escucha eso. Le dice a Rita, y a Charlene y a Mary y a Leah y a Judy, que las ama, y creo que es cierto. Pero cambiaría el lote completo por una nueva sinfonía de Haydn.

¿O una nueva obra original de Drake Merlin? Drake no estaba seguro, ni entonces ni nunca. Pero, dos meses después de que Ana fuera introducida en la criomatriz, se presentó sin avisar una mañana en el despacho de Bonvissuto. El profesor le dedicó una mirada sobresaltada antes de agachar la vista.

—Lo sé, lo sé —dijo—. Lo siento mucho.

Hacía tres años que no se veían, pero Bonvissuto había seguido la carrera de todos sus antiguos alumnos. Sentía un profundo orgullo por ellos. Naturalmente, sabía lo de Ana.

—No he venido para hablar de ella —dijo Drake— a menos que usted quiera, me refiero. He venido para pedirle consejo.

—Si está en mi mano, lo que sea. Por ti y por la pequeña Ana, será un placer... —Bonvissuto se interrumpió, tragó saliva, y apartó la mirada. El volátil personaje italiano no era totalmente falso.

—Me hace falta dinero. —Drake habló desapasionadamente a la espalda del hombre. Necesitaba consejo, no apoyo emocional—. Mucho dinero. Me preguntaba si tendría usted alguna sugerencia.

—¡Tú! El menos comercial de todos mis alumnos. ¡Oh! —Bonvissuto se dio la vuelta y Drake vio en sus ojos un súbito entendimiento—. Lo sé. Yo pasé por lo mismo, hace dos años. Los malditos hospitales..., los análisis, y todos los medicamentos, y esos precios desorbitados..., cinco dólares por una aspirina, doscientos dólares al día por una habitación, cincuenta dólares por un médico que no te visita más que dos minutos y que ni siquiera te mira a la cara..., lo desangran a uno.

Drake asintió. Era una presunción equivocada, pero dejarlo correr le ahorraría muchas explicaciones.

—Tengo que conseguir todo el dinero que pueda. Cuanto antes. No sé cómo.

—Pero yo sí. —Bonvissuto se acercó a su piano—. Siempre y cuando estés dispuesto a bajar el listón. ¿Lo estás?

—No lo sé. ¿A qué se refiere?

—No te preocupes. No voy a sugerirte que montes una banda de rock. Compones bien, y rápido. Pero tu música es demasiado compleja para alcanzar la popularidad. Esto es lo que escribe Drake Merlin. —Bonvissuto ejecutó una secuencia de acordes dispares sin un eje tonal definido, y por encima de ellos con la mano derecha una errabunda melodía angular.

—¡Eso es de mi Suite para Caronte!

—En efecto. Me he tomado la libertad de redactar una trascripción para piano. —Bonvissuto no parecía en absoluto arrepentido—. Es preciosa..., para ti, y para mí, y puede que para unos cuantos miles de personas. Pero si lo que quieres es llegar a gustar a millones, tendrás que ser más simple, más accesible. Algo así. —Bonvissuto tocó un garboso tema de bajo, acompañado de un vertiginoso presttissimo descendente con la mano derecha.

Drake frunció el ceño.

—Eso es de Danny Elfman. Para la banda sonora de una película.

—Sí que lo es. ¿Intentas decirme que estás por encima de cosas así?

—En absoluto. Es de primera. Pero no puedo presentarme en un estudio cinematográfico y pedirles que me den la música de una película. Me echarían a patadas.

—Por supuesto. —Bonvissuto se encogió de hombros—. Está claro que no vas a empezar por ahí. O mejor dicho, si quieres empezar por ahí, no puedo ayudarte. Pero hay muchos caminos que apuntan en esa dirección. —Se levantó, se dirigió a su antiguo escritorio de madera de roble, y cogió un bloc de notas corriente de color negro con el lomo en espiral—. No paro de oír hablar de mercados musicales. Lo anoto todo. Están abiertos para ti, siempre que no te empeñes en componer nada innovador. La gente se siente cómoda con lo que ya conoce. Dicen que saben lo que les gusta, pero en realidad les gusta lo que saben. Fíjate en esto.

Abrió el cuaderno y recorrió la lista de entradas con su largo y delgado dedo índice.

—Incluyo conciertos y recitales en esta lista, pero a ti te recomendaría encarecidamente la composición. ¿Estás dispuesto a escribir una obertura conmemorativa para el centésimo aniversario del primer vuelo de un aparato más pesado que el aire? Ofrecen cuatro mil dólares, por once minutos. El tiempo requerido es preciso, ni más ni menos. La obra se tocará después del himno nacional, después de una selección de La guerra de las galaxias y antes del Barras y estrellas para siempre. No te recomendaría un tempo marcial. O qué tal esto, que me ha llegado por canales privados: un encargo para escribir en negro un concierto de violín para un miembro del Gabinete con delirios de grandeza musical.

—¿Qué tendría que hacer?

—Escribirías la música, después de pasarte media hora escuchando a Lamar Malory tararear los temas, sin precisión y desentonando. Tu nombre, evidentemente, no aparecerá en la obra final. El suyo sí. La tarifa propuesta, por tu música y tu silencio, es de cuatrocientos dólares por minuto compuesto. No es mucho, pero la música no tiene por qué ser demasiado buena. De hecho, levantaría sospechas si lo fuera.

Drake se mordió la lengua para no preguntarle a Bonvissuto por qué no aceptaba él los encargos.

—¿Cuáles son los plazos de entrega?

—¿Cuándo podrías tenerlo listo?

—Antes que cualquier otro que puedan encontrar. Me quedo con los dos. Con todos los que pueda conseguir, de hecho. Escribiré día y noche si hace falta.

—Veré lo que puedo hacer. No puedo garantizarte ninguno de los otros encargos, pero me aseguraré de que te pongan en la lista de espera. Después de eso, dependerá de ti. Te lo advierto, tendrás que vértelas con personas que llevan tanta música dentro como un perro que ladra a la luna. —Bonvissuto se encogió de hombros—. Lo siento, pero ese es el precio. No importa. Cuando hayas conseguido el dinero que te hace falta, podrás volver a tu vida normal.

Una vida normal no era lo que Drake tenía en mente; no hasta dentro de mucho. Pero no podía desvelar sus planes. Le dio las gracias a Bonvissuto y se fue.

Fue el comienzo de un largo período de trabajo incesante. Drake aceptó encargos, compuso piezas conmemorativas, dio conciertos y grabó discos. A medida que crecía su reputación de bueno, rápido y fiable, produjo resmas de música para películas y espectáculos buenos, malos e indiferentes. Si alguien comparó sus últimos trabajos con los anteriores, y pensó que estaba pervirtiendo su arte, tuvo la delicadeza de no hacer ningún comentario. Su actitud era simple: si era lucrativo, era aceptable.

Una vez al mes visitaba las instalaciones donde estaba la criomatriz de Ana. No podía verla, pero sí sentarse frente a la habitación donde estaba almacenada. La proximidad de su presencia le inspiraba una extraña tranquilidad. Después de un par de horas con ella, estaba listo para enfrentarse de nuevo a su trabajo.

A veces ese trabajo era desagradable, le costaba grandes esfuerzos. Puesto que aceptaba plazos de entrega muy ajustados, a menudo se veía obligado a componer hasta bien entrada la noche, rayando en el agotamiento. Pero, a veces, encontraba algún reto comercial que sacaba lo mejor de él. La mejor melodía de su vida se le ocurrió como tema musical para un exitoso programa de televisión. Y después de cuatro años tuvo un golpe de suerte todavía mayor.

Había escrito un conjunto de piezas breves un par de años después de que se conocieran Ana y él, una especie de chiste musical diseñado especialmente para complacerla. Eran formas barrocas, con armonías periódicas, pero él les había añadido unos cuantos toques de armónica moderna, un regusto picante insertado allí donde más sorprendente y sugerente pudiera resultar.