La paciencia del agua sobre cada piedra - Alejandra Kamiya - E-Book

La paciencia del agua sobre cada piedra E-Book

Alejandra Kamiya

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Toda la oscuridad del mundo cabe en una habitación pequeña. Porque la oscuridad no deja intersticios como dudas. No distingue entre rincones o espacios abiertos, no hay para esa boca nada demasiado ínfimo ni demasiado grande. Es de lo que no tiene medida, como Dios o el miedo. Una mujer convive pacíficamente con un mono hasta que llega la noche y los límites se difuman, el peligro acecha. Un grupo de perros hace su paseo cotidiano de la mano de su cuidadora. Mientras caminan conversan entre ellos: sobre las repeticiones, sobre la memoria, sobre la muerte. A partir de una misma tristeza compartida, dos músicos logran una armonía perfecta, como si el destino ineludible de un piano y un violín fuese esa única unión. Frente a la posibilidad de adoptar una mascota, una mujer duda, se siente vieja, pero recuerda en una suerte de catálogo entrañable a todos los perros que la acompañaron a lo largo de su vida. Quizás todavía sea posible un nuevo comienzo. Alejandra Kamiya, artífice de una de las estéticas más potentes de la literatura argentina contemporánea, construye una colección de relatos que indagan sobre el vínculo entre lo animal y lo humano, entre lo cotidiano y lo onírico, entre lo dicho y lo sugerido. Y es precisamente en esos intersticios donde su estilo explota, pero no pomposamente, sino con la modestia certera de la gota de agua que va horadando toda superficie, sobre todo las de papel.

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LA PACIENCIA DEL AGUA SOBRE CADA PIEDRA

ALEJANDRA KAMIYA

Toda la oscuridad del mundo cabe en una habitación pequeña. Porque la oscuridad no deja intersticios como dudas. No distingue entre rincones o espacios abiertos, no hay para esa boca nada demasiado ínfimo ni demasiado grande. Es de lo que no tiene medida, como Dios o el miedo.

 

Una mujer convive pacíficamente con un mono hasta que llega la noche y los límites se difuman, el peligro acecha. Un grupo de perros hace su paseo cotidiano de la mano de su cuidadora. Mientras caminan conversan entre ellos: sobre las repeticiones, sobre la memoria, sobre la muerte. A partir de una misma tristeza compartida, dos músicos logran una armonía perfecta, como si el destino ineludible de un piano y un violín fuese esa única unión. Frente a la posibilidad de adoptar una mascota, una mujer duda, se siente vieja, pero recuerda en una suerte de catálogo entrañable a todos los perros que la acompañaron a lo largo de su vida. Quizás todavía sea posible un nuevo comienzo.

Alejandra Kamiya, artífice de una de las estéticas más potentes de la literatura argentina contemporánea, construye una colección de relatos que indagan sobre el vínculo entre lo animal y lo humano, entre lo cotidiano y lo onírico, entre lo dicho y lo sugerido. Y es precisamente en esos intersticios donde su estilo explota, pero no pomposamente, sino con la modestia certera de la gota de agua que va horadando toda superficie, sobre todo las de papel.

La paciencia del agua sobre cada piedra

ALEJANDRA KAMIYA

A Kenta

SOLA

Toda la oscuridad del mundo cabe en una habitación pequeña. Porque la oscuridad no deja intersticios como dudas. No distingue entre rincones o espacios abiertos, no hay para esa boca nada demasiado ínfimo ni demasiado grande. Es de lo que no tiene medida, como Dios o el miedo.

Esa noche, Eva abrió los ojos y fue como si no lo hubiera hecho. Entonces giró, pesada, buscando el cuerpo de Antonio, esa roca cálida donde apoyarse, donde hacerse una cueva. Eva giró hacia él, pero él no estaba ahí.

Lo esperó, en un tiempo que casi no pasaba, pero Antonio no volvió.

Entonces Eva lo llamó, con voz suave, se sentó en la cama y dijo su nombre como si lo preguntara. Echó el cuerpo un poco hacia atrás y con el impulso se levantó.

Cerrándose el deshabillé con las dos manos buscó por la casa el temblor de luz que pasa como un fantasma de un ambiente a otro, la línea blanca debajo de alguna puerta, el resplandor azul del televisor en el sofá. Pero la oscuridad se repitió una y otra vez.

Antonio no estaba en el baño, ni en la cocina, ni en el escritorio.

Su ropa y sus cosas estaban como él las había dejado, en la silla y ordenadas. Esperándolo.

Tal vez algo lo había despertado, un vecino, una alarma, un grito. Cualquier cosa puede pasar en las horas vedadas a la luz.

Eva se sirvió un vaso de leche y se sentó en un banco de madera en la cocina.

En treinta y siete años, Antonio nunca había hecho algo así, salir en medio de la noche sin avisarle. “Pero los dos hacemos cosas que antes no hacíamos”, pensó Eva, y tomó la leche despacio.

Antes se habría molestado, pero el tiempo le había erosionado las puntas y la había redondeado por dentro, podía aceptar sin entender y rodar con suavidad sobre los hechos.

Volvió al cuarto e intentó leer.

“Salir a ayudar a alguien, eso sería típico de él”, pensó y cerró el libro.

Una presencia tiene un espacio limitado. La ausencia, en cambio, lo ocupa todo. Eva estaba acorralada en la espera.

Sentada en el sofá con una mano a cada lado se dejó invadir por los pensamientos que normalmente ahuyentaba, como alguien que ya no se espanta las moscas y se deja cubrir la cara por ellas. El paso del tiempo, Paloma, el dinero, la muerte.

Abrió la puerta del balcón.

La noche estaba quieta y era perfecta.

Miró el reloj del living. Si llamaba a Paloma iba a despertarla y seguramente Antonio iba a aparecer por la puerta justo en el momento en que Paloma atendiera.

Unos minutos después llamó. La voz diurna de Paloma en el contestador. Siempre se sorprendía un poco de la voz de Paloma. Cortó. Como de costumbre, Paloma iba a enterarse de todo cuando ya hubiera pasado.

“Alfonso”, pensó Eva como si lo gritara. Cerrándose el deshabillé con las dos manos bajó al primer piso del edificio. Tocó un timbre corto y esperó. Insistió.

Recordó los ladridos agudos del perro del encargado, su modo de olfatear debajo de la puerta, su jadeo. Pero eso no ocurrió.

“Lidia”, pensó después y subió al tercer piso. Una mano en la baranda, la otra levantando el deshabillé para no pisarlo. “Lidia”, repetía por dentro.

El ruido del ascensor le pareció enorme, pero el silencio se lo tragó enseguida.

Eva tocó el timbre del departamento de su amiga. “Casi no puede caminar”, pensó. Tocó de nuevo. Una vez más. Lidia no respondió.

Entonces la luz del pasillo se apagó y Eva permaneció a oscuras un momento, un tiempo breve y profundo como un cuchillo infinito que hundiéndose en la tierra pudiera acercarse al centro.

Cuando el momento pasó, Eva tocó el interruptor de la luz y miró el pasillo, las puertas iguales y equidistantes, mudas como bocas cerradas, ciegas como ojos blancos, falsas e infranqueables como la sonrisa de un muerto. Una larga fila de puertas inútiles.

Las golpeó una a una. Primero con los nudillos. Después con los puños y con las manos abiertas. Finalmente, apoyando en ellas la frente, la mejilla, el pecho. Ni una respuesta, solo el cansancio y el silencio. Hizo lo mismo en varios pisos hasta que se vio frente a su propia puerta, igual a las demás, idéntica, pero reconocible entre todas como si fuera única.

La abrió despacio, sintió el peso del cuerpo, la ropa húmeda contra la piel.

Dijo “Antonio” por toda la casa, arrojando el nombre al aire cada vez con más fuerza, después con menos.

Se quedó quieta, como si pudiera escuchar algo en el silencio.

Antes de salir miró largamente cada cosa, pasando su mirada por todos los rincones, porque es el modo de acariciar una casa y sus objetos.

En los espejos enfrentados del ascensor se repitió mil veces, pero no se vio ni una.

Por la calle no pasaban autos. No había nadie caminando, nadie paseando el perro, nadie volviendo de madrugada ni saliendo temprano a trabajar.

Caminó hasta la avenida.

Los semáforos cambiaban de colores, solos. “Locos”, pensó, “parecen locos”.

Dejó de andar por la vereda y se paró en medio de la avenida muerta. Escuchó el ruido interno del semáforo que estaba junto a ella, un acoplarse de dos piezas, clac, y un sonido largo, como si algo se deslizara, sssss, y el acople de nuevo.

“Antonio”, dijo Eva. “Paloma, Lidia, Pablo, Ana, Jorge...”, a cada paso le dio un nombre o a cada nombre un paso, para poder avanzar en medio de aquello.

Todo se había vaciado.

Pianos cerrados para siempre, triciclos quietos, espejos vacíos, escaleras sin sentido, mesas a las que nadie se iba a sentar, palabras que habían soltado lo que nombran y se alejaban como globos para diluirse en el silencio. Ya no importaban ni la tinta de las lapiceras ni el filo de los cuchillos. Todo estaba vacío.

Todo vacío y Eva comprendiéndolo.

Pero no los árboles, los árboles estaban llenos de sí mismos. “Siempre quedan los árboles”, dijo Eva y escuchó su voz al decirlo.

El parque estaba lejos y Eva no tenía más fuerzas.

Buscó la luna en el cielo. La usó para avanzar, como si la hubiera enlazado y se dejara arrastrar aferrada al lazo. Caminó despacio mirándola fijo. Dándoles nombre a los pasos. Agradeciéndoles a sus huesos.

Esperó el miedo, el gran miedo, pero lo que le vino fue un miedo manso que es como decir un tiburón manso o un tigre manso, porque el miedo cuando viene tiene que venir a comerle a uno el corazón.

Al llegar no eligió los bancos, sino la tierra bajo una lambertiana.

Apoyó una mano en el tronco y se dejó caer de costado. El deshabillé se le abrió y no se lo cerró. La mejilla buscó la corteza.

El cielo estaba empalideciendo como si hubiera enfermado y Eva sintió que el sol salía en vano, que no amanecía del todo si no había pájaros.

Los pensamientos que antes la habían ocupado habían desaparecido, caídos como moscas muertas al piso. Solo uno continuaba en vuelo produciendo un zumbido.

Eva dejó caer los párpados y solo entonces vio caras. Las últimas caras.

EL MONO

Es la hora en que el sol inunda la galería y ya terminamos las tareas. Entonces nos sentamos.

Él sube los pies a la silla, igual que yo. Somos parecidos. Pero sus dedos negros agarran el borde del asiento y los míos son cortos, no agarran nada.

La línea de su espalda no se interrumpe, como la mía, en la cintura o el cuello. Como si yo estuviera hecha de partes y él fuera un todo.

Adelanta la cara como si la metiera en la luz blanca del sol. Cierra los ojos y ahí se queda. La mandíbula inferior sobresale apenas y los pelos cortos del mentón parecen blancos. Su cara brilla negra. La mano cuelga larga del apoyabrazos. La mía se ve pálida y débil. Sus manos y sus pies son casi idénticos.

Me gusta mirarlo, es como si siempre descubriera algo. De él o de mí.

Adelanto la cara para meterla en el sol. Cierro los ojos y ahí me quedo.

El día que se está yendo ha sido bueno. Hicimos muchas cosas, que parecen irse también detrás de las paredes del jardín y de los techos ajenos. Acá quedan el cansancio, la quietud y el silencio.

Cuando del sol no queda nada, entramos a la casa.

A esta hora él ya no salta, se mueve apoyando los nudillos en el suelo y balanceándose, aunque menos que antes.

Preparo la comida y él me ayuda, a su modo. Si ve que lavo papas, toma una y la pone debajo del chorro de agua y la frota. Cuando no llego a los estantes de arriba, él se estira o trepa y me alcanza lo que necesito.

Ayer buscaba una bandeja que está arriba. Él subió a la mesada, abrió la puerta de la alacena y se quedó mirando algo que yo desde abajo no veía. Dije su nombre y le toqué un pie. Pero estaba muy entretenido. Entonces busqué el banco de madera y subí también a la mesada.

Unos cubos de vidrio, eso era. Unos cubos de vidrio con un hueco en el medio para poner una vela. Él estiraba un dedo y los tocaba con la punta y se asustaba, o fingía hacerlo. Cuando le ofrecí uno me miró, lo agarró y saltó al piso donde siguió estudiándolo. El cubo de vidrio está ahora en la caja en la que él guarda sus cosas.

Comemos en la cocina. Él conoce su plato y siempre le gusta lo que le sirvo. Adora las frutas, todas. A veces las mira antes de comerlas, otras veces se tapa la boca con la mano mientras mastica, como si la comida fuera a escapar o a caerse. En invierno hago guisos. Él puede usar la cuchara con cualquiera de las dos manos.

Se ha quedado dormido en la mesa, con la cabeza cerca de las rodillas y la boca entreabierta.

Hoy cargó leña y después subió al árbol del fondo para ver al gato del vecino. A veces juegan y su cuerpo enorme y negro se mueve con más delicadeza que el del hermoso gatito dorado.

Lavo los platos y los vasos.

“Vamos”, le digo cuando termino.

Se rasca un costado y baja los pies del asiento. Camina estirando menos las patas: parece más pequeño. Me muestra su mano para que yo la tome: parece un niño, él, que es casi viejo.

Después de lavarme y cambiarme no lo veo.

La hamaca hecha con una sábana está vacía en el rincón. Debe haber elegido otro lugar. A veces se esconde.

Yo también estoy cansada, pienso. Dónde estará, sigo pensando mientras caigo en el sueño.

Duermo hasta que algo raspa el silencio.

Puedo oírlo respirar: él está junto a mi cama.

Sé que no debo moverme.

No puedo verlo, pero sé de memoria la curva de su espalda, sus brazos que cuelgan. Ahora arrastra los pies como si le pesaran. Sé lo que no veo. Sube a la cama. Sé que no debo hablarle.

Está sentado en la punta, junto a mis pies.

Es como si los dos esperáramos y lo que estuviera por ocurrir fuera inevitable. Sí, esperamos. Me quedo muy quieta: tal vez no ocurra. Hasta el miedo espera, agazapado.

Entonces de repente él da un salto al medio y la cama absorbe el golpe, él da otro y cae al piso con fuerza y la madera suena y son como tambores y mi cuerpo se ha acurrucado y tiembla. Él salta del mueble alto al escritorio y las cosas caen y yo intento saber qué es lo que ha caído y la puerta del mueble se abre y sus brazos golpean la pared, el piso, las cosas que vuelan o han caído, y entonces da un grito como quien lanza un cuchillo. Yo voy hacia su sombra, salto como él, pero soy torpe. Estiro los brazos como si pudiera correr la oscuridad, como si fuera un velo. Voy detrás de él y hacemos círculos en los que él va detrás de mí o ya no importa porque los dos corremos y nos golpeamos al caer y nos levantamos para seguir corriendo en la noche que gira. Y él lanza al aire un aullido y yo solo tengo palabras y las palabras no sirven, pero grito. Él estira las patas y se hace enorme. Puedo ver sus bordes. Levanta los brazos y los sacude y vuelve a empezar de la cama al mueble y de ahí al escritorio como si fueran islas sobre un río de cosas rotas. Yo lo sigo o lo persigo y quiero atraparlo o escapar o no sé porque ya nos ha enredado enloquecida la noche, y saltamos y corremos hasta que ya no puedo y en un rincón en el que caigo como en un pozo me quedo muy quieta. Tengo sabor a sangre en la boca. De costado veo la cortina en el suelo. Y entonces él viene a mí como vienen los tornados, siento el golpe y la caída. De nuevo, pero esta vez no puedo moverme y tengo miedo y el miedo no es más que ver la muerte, pero sin poder ponerle nombre. Ya nada tiene nombre porque los nombres se han desprendido de las cosas y las muerden. Silencio.

 

 

Me despierto en el corazón blanco de mi cama. Una línea de luz entre las cortinas anuncia algo. Las cortinas…, pienso. Escucho un pájaro. Canta.

“¿Dónde estás?”, pregunto. Ante esta pregunta él siempre responde apareciendo.

Entonces veo: en el cuarto hay, como si fuera Dios, un orden impecable. Él juntó cada cosa, reparó las que pudo, tiró lo que ya no sirve. Curó los arañazos de la pared y la madera, limpió los rastros de la noche. La borró hasta en el más sutil de sus detalles. Las cosas han vuelto a su lugar como vuelve todo a donde pertenece. La prolijidad y el esmero dicen que aquí no ha pasado nada. En mi mesa de luz hay un vaso con agua.

Hay simetría entre su fuerza para destruir y su fuerza para reparar, hay simetría entre el dios furioso de la oscuridad y esta armonía que dice minuciosamente que no es verdad la noche. Hay simetría, y la simetría se parece a la justicia.

Me mira, manso, sentado junto a la puerta. Los brazos cruzados, las manos enormes, quietas, colgando.

Sonrío.

El día será bueno.

La mañana es espléndida.

LA PREGUNTA DE RAWSON

Lo que diferencia a los seres humanos de los animales es la conciencia de muerte. Los animales no la tienen. GRACIELA PISANO

Hay un ritmo en todo lo que ocurre. Una S larga de la brisa entre las ramas acompaña a las voces de los niños y al silbido intermitente de una hamaca, y ahora pasa una bicicleta sobre el camino rojo de grava, y no es solo un ritmo, es una especie de acuerdo entre cada parte con el todo de la plaza. Y en ese manso acuerdo, Oso, el perro viejo, duerme. Le tiemblan apenas las mejillas y luego se le hunden. Se hunden y tiemblan, se hunden de nuevo y de nuevo tiemblan, y el viento en las ramas y los niños y la hamaca.

Los otros perros se mueven: andan, corren, saltan.

A las cinco de la tarde la chica los llama, les pone las correas, despierta a Oso con la mano. “Arriba, viejo”, dice, y el perro estira las patas, se levanta.

Van cuatro atados, Sasha y Papu siempre adelante, Oso atrás, y Rawson a su lado. Pina va suelta y es como una luna, girando alrededor y casi en el aire.

Sasha es blanco, de pelo largo y se ve casi idéntico a otros perros de la plaza.

Papu, en cambio, no se parece a ninguno: tiene orejas puntiagudas que se alzan a pesar de ser largas, el pelo corto y de un negro debajo del cual hay una sombra atigrada, como si lo hubieran pintado dos veces, una capa sobre otra capa, y es de una ligera desproporción de lo que está hecha su elegancia.

Rawson pasó la tarde mirando los movimientos de la plaza. Vio cómo Sasha se metía debajo de Papu, y Papu doblaba las patas y aplastaba a Sasha, que se deslizaba hacia atrás y abría la boca como si fuera a morder. Pero la dejó abierta y el gesto terminó pareciéndose a una sonrisa humana. Mirándolos, Rawson sintió que podía anticipar cada acción de ellos aunque más no fuera de una manera mínima.

Hacen un alto en el camino de regreso, junto a un árbol, y mientras los demás olfatean la tierra y las raíces, Rawson le dice a Oso lo que estuvo pensando.

—Usted dijo el otro día —dice Rawson— que haremos una y otra vez lo mismo.

Oso asiente con esa lentitud de los perros pesados, y responde:

—Seguimos haciendo lo que siempre hemos hecho.

Marcan el árbol, la chica los espera mirando el teléfono. Papu se acerca como si fuera a ver qué pasa y también marca el árbol. Pina va y viene.

Al llegar a la casa de Oso, la chica toca el timbre, la otra chica viene por el camino de piedras, abre la reja y el perro entra. Antes de llegar a la puerta de madera se da vuelta y le dice a Rawson:

—Repetición, eso es todo.

Rawson no sabe si lo que le da tristeza es la idea de una repetición eterna o el modo en el que Oso se refiere a ella.