Los árboles caídos también son el bosque - Alejandra Kamiya - E-Book

Los árboles caídos también son el bosque E-Book

Alejandra Kamiya

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Beschreibung

Hay muchas cosas que no tienen nombre. Ciertos momentos del día, como aquel rojizo entre la tarde plena de luz y la noche, ciertos gestos, ciertos ritmos, algunas partes del cuerpo, algunos colores como verdes que no son ni agua ni musgo Amanece, una mujer prepara un desayuno perfecto para su marido y su hijo, pero las cosas nunca son lo que parecen y el horror aguarda pacientemente para mostrar su peor cara. Un intercambio epistolar a lo largo de los años mantiene vivo el vínculo entre dos mujeres que se conocen de una manera tan entrañable como solo la verdadera amistad lo hace posible. En medio de una guerra, un soldado japonés cumple sin objeciones una orden tan precisa como incomprensible mientras descubre que la manera en que medimos el tiempo no necesariamente es siempre acertada. Fragmentos de una larga conversación entre una empleada doméstica y su empleadora sugieren mucho más que lo que dicen, aceptan mucho menos de lo que denuncian. Los cuentos que componen este libro, el primero que publicó Alejandra Kamiya, pronostican lo que será un estilo con marca propia, tan despojado como potente, tan sereno como sorprendente. Los árboles caídos también son el bosque se ha convertido en un libro ineludible de la literatura argentina contemporánea, al que hoy se le suma un breve texto inédito de Kamiya: Sobre Niimi Nankichi.

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LOS ÁRBOLES CAÍDOS TAMBIÉN SON EL BOSQUE

ALEJANDRA KAMIYA

Hay muchas cosas que no tienen nombre. Ciertos momentos del día, como aquel rojizo entre la tarde plena de luz y la noche, ciertos gestos, ciertos ritmos, algunas partes del cuerpo, algunos colores como verdes que no son ni agua ni musgo.

Amanece, una mujer prepara un desayuno perfecto para su marido y su hijo, pero las cosas nunca son lo que parecen y el horror aguarda pacientemente para mostrar su peor cara. Un intercambio epistolar a lo largo de los años mantiene vivo el vínculo entre dos mujeres que se conocen de una manera tan entrañable como solo la verdadera amistad lo hace posible. En medio de una guerra, un soldado japonés cumple sin objeciones una orden tan precisa como incomprensible mientras descubre que la manera en que medimos el tiempo no necesariamente es siempre acertada. Fragmentos de una larga conversación entre una empleada doméstica y su empleadora sugieren mucho más que lo que dicen, aceptan mucho menos de lo que denuncian.

Los cuentos que componen este libro, el primero que publicó Alejandra Kamiya, pronostican lo que será un estilo con marca propia, tan despojado como potente, tan sereno como sorprendente.

Los árboles caídos también son el bosque se ha convertido en un libro ineludible de la literatura argentina contemporánea, al que hoy se le suma un breve texto inédito de Kamiya sobre la lectura y la traducción.

Sobre Niimi Nankichi

Alejandra Kamiya

Abrimos nuestros libros de Nankichi sobre la mesa. Comenzamos: él lee, yo escribo. Un oso que una noche de luna se acerca a los barrotes de la jaula: escucha voces que vienen de lejos. De los ainu, piensa el oso, y lanza un rugido pero lo que vuelve es un eco. Después de cada poema hacemos un silencio. No, no lo hacemos, se hace solo, como los charcos cuando llueve. Es una acumulación de algo y espera. Le cuento a mi padre sobre “El oso”, de Moris. “Yo vivía en el bosque muy contento”, canto y levanto los brazos, los muevo. El oso de Nankichi añoraba el bosque. “Kuma wa”, dice mi padre, “veía las hojas caídas y añoraba caminar sobre ellas”. Hoy vimos en la calle bolsas de plástico llenas de hojas que alguien había retirado de un jardín. Han metido el otoño en una bolsa, pensé. “Carnívoros”, dijo mi padre. “Creen que las hojas son basura”.

Seguimos traduciendo: hay un camino que sube. Él dice “Une une” y hace zigzaguear su mano. “Nadie sube directo”, la mano se levanta recta. Ahora el camino baja. “Tara tara”, dice, “como frenando”. Al camino lo cruza un zorrino “como un relámpago”, dice mi padre. “Y después el camino pasa a través de una niebla muy densa”. “El camino nunca se detiene, nunca se pierde, nunca se arrepiente”, dice Nankichi o mi padre. “El camino sigue”, dicen los dos, “y se va dónde, no sabemos”.

Los árboles caídos también son el bosque

ALEJANDRA KAMIYA

A Kenta

DESAYUNO PERFECTO

No vas a esperar a que se cuele la luz por la ventana. Vas a mirar a Takashi dormir a tu lado. Vas a pensar que es bueno que descanse porque lo espera un largo día de trabajo. Vas a levantarte del futón sin hacer ruido, y levísima vas a andar por el tatami hasta la cocina, donde te vas a vestir para no rasgar el sueño de papel de Hiro y de Takashi.

Un desayuno perfecto requiere pescado fresco y el pes- cado más fresco está en los alrededores del mercado de Tsukiji. Es temporada de caballa.

Vas a ir en tren a Tsukiji por una caballa perfecta.

Una vez allí todas te van a parecer bellas. Ese reflejo azul, las líneas de tigre en negro mojado, siempre moja- do, como un recuerdo que nunca se seca, un recuerdo del océano.

Vas a cerrar los ojos y vas a elegir. No te vas a dejar llevar solo por lo que veas.

Vas a hacer el viaje de regreso a casa con la caballa perfecta en una bolsa, deseando que no se produzca ninguna demora. Sería una pérdida de frescura. Una grieta en la lisura de tu plan.

Una vez en casa, vas a cortar la caballa a la mitad y la vas a salar, para que retenga en ella su espíritu del mar. Vas a poner el arroz en remojo, después de haberte lavado las manos con ese jabón de coco que te regaló Mariko. Qué afortunada. ¿Cuántas japonesas se lavan por la mañana la cara y las manos con un jabón de coco?

Vas a imaginar una playa como las de los avisos de agencias de viaje y vas a acercar tu imaginación a la punta de las palmeras: vas a ver los cocos, con los que hicieron el jabón para que tus manos sean suaves esta mañana. Vas a desear que algo de esa playa y esa blancura del coco pase al arroz a través de tus manos cuando lo laves y lo dejes en reposo.

El reposo es importante. En todo.

Para hacer el miso shiru vas a perfumar el agua con pequeñas anchoas secas. Vas a imaginar la danza del dulzor del coco con el sabor salado de las anchoas. Como si ese mar que acaricia los pies de las palmeras volviera a hacerlo en Tokio, en tu casa.

No vas a poner muchas anchoas en el agua porque sino esa danza de sabores se transformaría en una lucha.

Vas a abrir el natto, y el paquete de nori, ese que compraste después de ahorrar. Nori de una negrura perfecta, como una muerte. Sin los atisbos de verde de las algas comunes.

Hay algo de soberbia en este gesto y te vas a avergonzar, pero la idea de un desayuno perfecto va a volver a convencerte de que hiciste bien, de que un solo elemento de otra calidad echaría a perder el trabajo puesto en todos los demás.

Por eso también vas a usar el té del primer brote, ese del sur de Japón. Vas a retirar el agua del fuego antes de hervir, vas a humedecer apenas las hojas y luego de echar el agua las vas a dejar reposar. Se van a desperezar y van a dejar salir su sabor, su perfume, su esencia verde en tu cocina gris. Vas a ir a la habitación de tu hijo. Vas a quedarte arrodillada junto al futón mirando su respiración. Podrías pasar todo el tiempo del mundo así. Qué egoísta. Podrías dejar que el desayuno se pudriera en la cocina, y el resto del mundo sin sentido se hiciera pedazos allí afuera, y seguir arrodillada junto al futón de Hiro. Como si fuera tuyo y no del mundo que lo espera y del que es un engranaje más.

Vas a poner una mano en su pequeño hombro flaco. El niño va a decir “Hi” y le vas a responder con un tono de voz ni alto ni bajo que es la hora de levantarse.

Él se va a restregar los ojos y va a decir “Sí, mamá” y luego se va a volver a tapar para remolonear un minuto más. Luego vas a volver a la cocina y vas a escuchar cómo Hiro y tu marido se preparan para sus días llenos de obligaciones, como árboles llenos de frutos o de flores.

Vas a mezclar la mostaza con el natto: una danza de espadas. Un tintineo filoso en tu nariz.

Vas a colocar todo sobre la mesa con el mismo cuidado de cada mañana pero buscando algo más.

Ningún ángulo debe desafinar, ningún color puede chocar o apagarse, deben fluir hasta Hiro y su papá.

Los perfumes deben seducir como lo que se oculta. El orden debe ser amable como la voz de las chicas de los ascensores de los grandes almacenes.

Vas a colocar una pequeña flor junto al recipiente del natto. Casi un gesto de vanidad que no vas a poder evitar. Una señal tal vez.

Tu marido y Hiro van a arrodillarse alrededor del desayuno. Vas a disfrutar mirándolos comer. Hiro, un poco desgarbado como acurrucado aún en el sueño, se va a restregar la cara con el dorso de la mano que sostiene los ohashi.

Vas a romper un huevo y lo vas a colocar en su bol. Un sol se va a esparcir por un pequeño mundo de arroz.

Vas a ver a Hiro terminar de despertarse al masticar, y vas a percibir que se da cuenta de que este es un desayuno perfecto. Tu marido va a comer hasta el último grano de arroz, lo último del natto, la última fibra de la caballa y va a asentir mientras lo hace.

“Oishi”, va a decir Hiro, y vas a estar satisfecha y vas a agradecer, inclinando apenas la cabeza y sonriendo más con los ojos que con los labios que no se despegan. “Oishi”, va a repetir el niño, y vas a sentir un pez globo en el pecho. Tu marido va a volver a asentir.

La mesa va a quedar vacía. Solo los bols, tazas, pequeños platos, vacíos como esqueletos. Y la flor, abierta como una boca que grita. Muda de sentido en su belleza.

Hiro va a decir que tiene clase de inglés y se va a levantar corriendo.

Tu marido va a esperar un poco, como si reposara, como el arroz, como el té. Luego se va a poner de pie apoyándose en los puños.

Vas a recoger las cosas de la mesa. Las vas a dejar cubiertas de espuma en la pileta. Te vas a enjuagar las manos para despedirlos. Vas a usar tu jabón de coco una vez más.

Hiro va a llevar su mochila y su gorra de béisbol.

Le vas a decir que se la debe quitar antes de entrar al colegio.

Él va a asentir y te va a decir que su amigo lo espera en la otra calle.

Le vas a decir que no lo haga esperar.

Tu marido, ya en la puerta, antes de calzarse, te va a decir que ha sido un desayuno perfecto. Vas a agradecer.

Una vez sola en la casa, vas a limpiar en detalle, como siempre, pero de otra manera. Todo puede siempre mejorarse. Qué falta de humildad sería no intentarlo.

Al terminar, te vas a sentar junto al horno y vas a abrir la puerta, hacia abajo como los puentes levadizos.

Vas a girar la llave y vas a apoyar la cabeza en la puerta como si fuera una almohada en la que vas a descansar.

La nota de disculpas ya estará hecha y la habrás dejado sobre la mesa.

Vas a pensar en las playas llenas de sol y palmeras muy altas. En las puntas vas a ver cocos y vas a adivinar su interior blanco y su perfume.

Vas a mirar el mar, vas a sentir ese olor extraño que viene y va.

LOS RESTOS DEL SECRETO

Su desnudez no exhibe partes, las partes que normalmente están cubiertas. La desnudez de Guillermina es como la de los árboles en otoño: lo que muestra es falta. Con los huesos marcados, saliéndoseles las puntas aquí y allá, Guillermina tiene algo de ala de murciélago, algo de paraguas abierto a medias.

Belinda en cambio es como un pan casero grande y blanco.

Se disfrazan.

El campo de la pampa es plano, como una hoja, y allí van ellas a escribirle encima historias.

Belinda mueve la cabeza para que le caiga sobre un ojo un mechón negro y lacio. Lleva una bandeja rota sobre la que acomodaron paquetes vacíos de Jockey Club y Parliament, y dos cigarrillos enteros que Guille le sacó a su abuelo a la tarde.

Las argollas de los aros rozan los hombros redondos de Belinda, que se mira en el espejo atado con alambre a la chapa del galpón. Se pinta la boca y la transforma: todo lo que diga con esta nueva boca roja será importante.

Entra el torero: Guillermina con un sombrero negro, calzas y una faja violeta. Tiene el paño cubriéndole un hombro. Es la cortina de la cocina de antes. Guille camina como si lo hiciera sobre una cuerda, un pie en línea con el otro. Tiene los labios ligeramente tensos, como si quisiera sostener el bigote dibujado con corcho quemado. Una mano en la cintura. Con la otra se quita el sombrero y saluda mirando lejos. De solo ver cómo camina, Belinda puede escuchar a la multitud que lo aclama.

“Carmen”, dice Guille, erguida. “Véngase conmigo a la montaña. Tengo una banda. Robamos de todo. Voy a darle una vida, Carmen”. “Ay, torero, yo ya tengo una”, dice Belinda bajando la vista. “Puedo darle otra, Carmen”, insiste Guillermina. “Pero, torero, cada uno tiene una vida sola”, dice Belinda reacomodando las cajas de cigarrillos. “No, Carmen”, dice Guillermina, revoleando el paño. “Tenemos muchas, como los caminos. Si no las andamos, les crecen los yuyos y las tapan. Anímese, Carmen, vamos”. “Bueno, torero”, dice Belinda haciéndose el pelo a un lado. Miran al frente y caminan con el mentón levantado. Cuando juegan siempre tienen el mentón levantado. El resto del tiempo, en cambio, lo bajan y son los ojos los que sobresalen. Sobre todo los de Guillermina, tan hambrientos y tan grandes.

La historia de Carmen la leyeron en la tapa de un disco. En el casco tiraron unos cuantos de pasta y de vinilo y Guille y Belinda los guardaron.

Siempre guardan cosas y con ellas construyen otras. En ese mundo las cosas son libres y se transforman. El paño del torero de hoy fue ayer mantel de un festín egipcio, y antes mantita de bebé de una especie de tragedia griega. El bebé había muerto y Guille y Belinda hicieron un cortejo fúnebre. Al principio parecía que a Guille no le pasaba nada. Caminaba en silencio junto a Belinda que lloraba a los gritos y se golpeaba el pecho, estrujando las flores y tironeándose la ropa. Guille, que era el padre, caminaba en silencio sin mover los brazos, hasta que de repente cayó vertical en la tierra y Belinda creyó que estaba muerto. Belinda hacía la señal de la cruz tan rápido que parecían ochos, uno detrás del otro, y al final un beso fuerte en la punta de los dedos, y luego otra cruz, otro ocho torcido entre la frente, los hombros y el pecho.

Después se preguntaron si es posible morir de tristeza o no.

“Se puede morir de tristeza, y de amor también”, dijeron. “Tanto”, dijeron, “que hay que tener cuidado”. Pensaron en la señorita Ana. Guille y Belinda tenían miedo de que se muriera. Hasta las cuentas que escribía en el pizarrón daban tristeza. “Lo malo de los novios”, habían concluido ellas, “es que te dejan”.

Guille y Belinda se sientan juntas, y juntas van y vienen de la escuela de la estancia hasta el puesto en donde vive Belinda. La casa de Guillermina queda más cerca de la casa grande y de los girasoles.

Una tarde, casi de noche, el padre de Belinda se acerca a la pileta donde ella lava los platos y dice: “Usted no me viene más de la escuela con la hija de Cáceres”. “¿Por qué?”, dice Belinda, con los ojos muy abiertos.

Juan Arancibia mueve el escarbadientes en su boca y dice: “Porque usted no me viene más de la escuela con la hija de Cáceres”.

Esa noche Belinda no piensa en lo que va a ser cuando sea grande. Belinda se hace preguntas y como no se responde, no duerme.

Cuando le cuenta a Guillermina, ella dice que no le haga caso, que van a ir por el monte, para que no las vean y no le vayan con cuentos al padre.

Y al final todo resulta mejor, porque en el monte arman una casa.

Cada día le agregan una parte y la casa crece y las recibe todas las tardes.

Es una magia lenta (no todas las magias son rápidas), la magia que hace que donde ellas imaginan una pared y dicen “de acá hasta acá”, de a poco vaya creciendo algo de verdad.

Cuando la madre de Belinda cocina siempre dice que lo hace lento “para que no se arrebate”. En eso piensa Belinda mientras coloca rama sobre rama.

Le gusta hacer las cosas despacio. Elige las ramas entre las que Guillermina va juntando y las hace encajar para que pase lo menos posible la luz, la lluvia, el frío. Podrían llenar esos huecos con barro, hacer una especie de adobe. “O adobe de verdad”, piensa Belinda. Podría decirle al padre. Pero entonces él preguntaría para qué quiere saber y diría algo sobre Cáceres y todo se arruinaría.

La casa se llama El secreto, piensa Belinda. Los secretos contienen a la gente adentro, protegiéndola o haciéndola prisionera. Todas las casas podrían llamarse así. Pasamos del secreto de nuestros padres a formar nuestro propio secreto con la persona que elegimos.

Belinda elige a Guillermina y hacen una casa de paredes sin ventanas. Cuando uno es viejo, sigue pensando Belinda, a veces se queda sin poder compartir su secreto con nadie, o lo que es peor, como el abuelo de Guillermina, teniendo que compartirlo con un montón de gente a la que no eligió. O tal vez el abuelo de Guille ya no tiene un secreto.

Antes de irse, se meten en la casa. Está bajando el sol y adentro casi no hay luz. “Me gustaría vivir siempre acá”, dice Guille, suspirando.

Hay ruido de pájaros.

No, es un pájaro. Uno solo.

Comienza a hacer frío, como si el frío fuera cayendo lentamente del cielo sobre todas las cosas y las abrazara antes de entrar en ellas y transformarlas.

“Seamos fantasmas entonces”, dice Belinda, porque Guille dijo que quería quedarse para siempre.

Guille sonríe y pone las manos sobre su regazo. Mira la luz que apenas entra por el hueco de la puerta de la casa.

El canto del único pájaro se va apagando.

Hay algo de despedida en esta hora de la tarde.