5,99 €
¿Qué harías si un día despertaras en tu juventud, con la posibilidad de revivir tu vida? Esta es la paradoja que enfrenta Darío, un hombre mayor que, tras una vida de éxitos profesionales pero con algunos sueños rotos, se encuentra transportado misteriosamente al Buenos Aires de los años 70. Todo es como lo recuerda: el caos político, los amigos de entonces, la atmósfera vibrante y peligrosa de una época convulsionada. Pero ahora, Darío posee algo invaluable: la experiencia y el conocimiento de los próximos 50 años. Con esta inesperada segunda oportunidad, Darío se debate entre seguir el curso natural de los acontecimientos o intervenir para cambiar el destino, tanto el suyo como el de las personas que lo rodean. Enfrentado a la posibilidad de salvar a seres queridos o evitar errores del pasado, se da cuenta de que jugar con el tiempo no es tan sencillo. Los recuerdos, el arrepentimiento y las segundas oportunidades le abren un mundo de posibilidades, pero también de consecuencias imprevistas. En La paradoja de lo indeterminado, Darío no solo se enfrenta al desafío de revivir su juventud, sino que también lucha por entender el significado de sus decisiones pasadas y presentes. ¿Puede realmente cambiar el destino o hay fuerzas incontrolables que guían el curso de la historia? Esta novela es un viaje fascinante a través del tiempo y la memoria, que plantea profundas preguntas sobre el libre albedrío, el destino y lo que significa aprovechar una nueva oportunidad para vivir.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 530
Veröffentlichungsjahr: 2025
VÍCTOR SIGFRIDO POZZI
Pozzi, Victor Sigfrido La paradoja de lo indeterminado / Victor Sigfrido Pozzi. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5617-2
1. Ciencia Ficción. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Elfuturo es el tiempo que está por venir, más allá del presente.
Es la incertidumbre y la expectativa de lo que vendrá después.
Representa las posibilidades y oportunidades que nos aguardan.
El futuro es un lienzo en blanco, lleno de potencial y posibilidades
para dar forma a nuestras metas y sueños.
La salida del subte lo sorprendió; el aire caliente lo golpeó en el rostro, de pronto, se encontraba en ese lugar, a su lado, Lidia, que lo miraba entre divertida y desconcertada.
—¿Qué pasa? ¿Viste un fantasma? —le dice.
La memoria le acude de golpe. ¿Qué hacía allí? Era imposible, no podía ser. Su último recuerdo era durmiendo en el hotel Marriott, donde había terminado sus cálculos para una operación financiera que iba a realizar a la mañana siguiente y de pronto, estaba en ese lugar de Buenos Aires, habiendo vuelto a ser un joven veinteañero, con su cabello largo y acompañado de Lidia.
Su mente comenzó a revisar recuerdos de ese momento que habían quedado grabados. Volvían de hacer el amor desenfrenado en un hotel y ahora, en esa esquina de Corrientes y Uruguay, debía encontrarse con Adriana.
Finalmente, ella se despide, le da un beso en la mejilla mientras él acariciaba sus suaves cabellos. La rusa era fogosa y desprejuiciada, le pregunta cuándo se volverían a ver; él contesta: “Te llamo pronto”.
Nunca más la vería, años después se enteró de que había integrado la lista de miles de desaparecidos en la dictadura del setenta y seis, pero para eso aún faltaba. Darío sabía que eso iba a suceder.
Adriana lo esperaba frente al cine Lorraine, entraron a ver Orfeo Negro, un clásico brasilero de los sesenta, la mejor película carioca de su historia cinematográfica. La había visto varias veces, usaba ese film como gancho para sus conquistas.
Corrían los setenta. Sexo, pastillas, mayo francés, la llamada ‘generación maravillosa’, John Lennon, aún no se había separado los Beatles ‒ ¿o sí? no recordaba‒; y de pronto, tuvo un pensamiento... ¡Qué boludo! Estaba soñando. Eso, soñaba.
Su cena en Friday’s, ribs a la noche, le producían pesadillas. Claro, eso era. Quería retomar ese sueño tan lindo y éste pensaba disfrutarlo a pleno.
Lo continuó, se sumergió en la peli, que tan real le parecía. Adriana le toma la mano, siente la suavidad; su cabeza se apoya en su hombro, percibe el perfume cítrico de sus cabellos en la oscuridad.
Mira sus hermosos ojos grisáceos. Le susurra algo al oído; sabe de su creciente excitación; sus manos buscan desprender los botones de su camisa, ella aprieta más su cuerpo junto a él y se besan apasionadamente. Cierra sus ojos Adriana le clava las uñas en las manos, siente el dolor a través de la penumbra; las marcas que le quedaron… Es real, demasiado… Comienza a transpirar copiosamente, todo es muy verdadero. Le retira suavemente su cara y le susurra algo; se levanta buscando la salida a los lavabos.
Al entrar, la imagen en el espejo le devuelve su cara juvenil de los veintipico, vestido con una camisa común, un jean, cabello muy largo. Si soy yo, y no estoy soñando, esto me está pasando aquí y ahora. Pero ¿qué sucedió?
Estaba en Estados Unidos, en la Florida, cerrando un negocio, tenía más de setenta años, había llegado por la mañana al hotel de costumbre, acomodó su ropa y preparó toda la documentación para el día siguiente; luego descansó un rato, bajó al gimnasio, tomó una ducha y fue al restaurante a comer algo liviano y ligero, o por lo que entienden en esos lugares con esas características.
Volvió al hotel y habló trivialidades con la joven de la mesa de entrada, una simpática ecuatoriana que conocía de viajes anteriores.
Luego subió a su cuarto, encendió la televisión y a los pocos minutos se quedó profundamente dormido.
Entre sueños se sintió flotar en la nada, luces multicolores lo acompañaban y de pronto se despertó en Buenos Aires, más de cincuenta años atrás en el tiempo.
¿Qué había sucedido? No entendía, pero indudablemente estaba ahí, sabía que eso era imposible; le calculó que el año debía ser 1972. Recordaba ese episodio, lo tenía grabado en sus recuerdos.
¿Cómo seguía esa noche? Si mal no lo rememoraba, después de finalizar el film, partían raudo a un hotel de alojamiento, como se le decía en esa época a hacer el amor. Miró su bolsillo, tenía unos pesos, no muchos, pero los suficientes para pasar un rato y pedir algo para tomar.
No estaba en condiciones de vivir así nuevamente ese momento. Había un teléfono público a la salida de los sanitarios; tomó una moneda y marcó el número de su antigua casa, que aún recordaba.
Lo atendió la voz de su madre, no le contestó y colgó. ¿Cómo continuar? ¿Qué hacer? ¿Qué había pasado con su familia y sus amigos, que estaban en el futuro lejano? En ese instante se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué volver a ese momento? ¿Estaría vivo o muerto en el otro tiempo? Las piernas le temblaban, transpiraba; no sabía a quién recurrir.
Tomó una decisión, retornó a la sala, se sentó y volvió a cerrar los ojos. Pasaron largos minutos, por suerte en un momento se encendieron las luces, Adriana lo miraba extrañada; recordaba dónde vivía ella en aquel entonces.
Salieron del cine y fueron caminando desde Corrientes hasta Avenida de Mayo. Sus ojos miraban como si fuera la primera vez ese tráfico, esa ciudad que había conocido hacía más de medio siglo atrás.
Tomaron el subte, que estaba desierto a esa hora; caminar por Paraná hacia el sur no le pareció nada peligroso; por suerte, Adriana tenía cospeles. Lánguidamente pasaban las estaciones y arribaron a Primera Junta ‒cierto, en aquella época el metro no iba hasta Flores‒, bajaron y buscaron el colectivo que los alcanzara hasta la calle Artigas.
Ella le propuso ir caminando, la noche estaba agradable, las cuadras se hicieron eternas; finalmente llegaron a las puertas de su casa. Era en realidad un hotel familiar que compartía provisoriamente con su padre, madre y un hermano, mientras decidían si se quedaban en la ciudad o volvían a su pueblo, allá en Vedia.
Durante el trayecto se mostró cariñosa, especialmente cuando pasaron cerca de un telo, donde regularmente concurrían. Él se mantuvo impertérrito todo el tiempo, sabía que eso sería el fin de una relación sin futuro que, igualmente, naufragaría un par de años después.
Se despidieron, prometió llamarlo al día siguiente y así, sintiéndose más libre, apuró el paso. Necesitaba llegar a su casa, de más de medio siglo atrás.
No le sorprendió la fachada de granito y pintada de blanco en su piso superior. Como hacía de joven, no llevaba la llave de la puerta de calle y recordó que no tocaba el timbre, sino que daba unos golpecitos en la ventana del dormitorio de sus viejos. Al instante oyó la voz de su madre que le avisaba que lo había escuchado.
Los segundos fueron eternos, al abrir la puerta y verla la abrazó y besó efusivamente en la mejilla.
“¿Qué te pasa? ¡Qué cariñoso estás! O tomaste mucho… Mira el profundo gris de sus ojos, la ve joven nuevamente y le pregunta por el viejo... “Está durmiendo” le contesta, allí estaba, plácidamente descansando.
No lo podía creer, estaban vivos los dos y con salud. Aún faltarían unos cuatro o cinco años para que una enfermedad terminal acabara con su padre; su madre lo sobreviviría muchos años más.
Contuvo las lágrimas lo más que pudo. No se había dado cuenta de la nueva oportunidad para disfrutarlos, compartir con ellos, ser ese hijo que muchas veces se había reprochado no haber sido.
No podía comprender por qué estaba allí, cuál era el motivo de su regreso al pasado, pero pensaba aprovechar a sus padres en esta nueva oportunidad que se le presentaba.
Como de costumbre, le preguntó si quería comer algo, dice que no y sube a su dormitorio en el primer piso.
Sigilosamente abre la puerta; no lo recordaba así, tan pequeño. Revisa los posters colgados del Che y los Beatles, junto a una estufa con garrafa, la biblioteca rústica armada con madera y ladrillos pintados de blanco, su ropero y la estrecha cama.
Se desviste lentamente, va al baño, abre la ducha; el agua tarda en llegar, recuerda que debía ir a correr las manijas del calefón ya que estaba en piloto.
Recorre la estancia vacía, siente el piso frío, vuelve y toma un largo baño. Se seca con una toalla, en esa época no se usaban los cómodos toallones de algodón y batas, todo era más primitivo en aquel entonces; corre las sábanas y se sumerge desnudo en su cama.
Piensa qué hacer, cómo debía seguir. Revisa mentalmente la fecha del calendario: noviembre de 1972.
Indudablemente iba a ser una larga noche. ¿Por dónde comenzar? Nuevamente se levanta, va hacia el balcón, abre el ventanal y siente el fresco de la noche que lo acaricia.
Mira a su alrededor, ve el macetero y la luz callejera que alumbraba pobremente un espacio de la vereda. Todo era como lo recordaba de aquella época, en aquel Buenos Aires setentoso.
Todo era demasiado real. Volvió a su cama, daba continuas vueltas y no podía conciliar el sueño.
Se levantó y se acercó a su mesa escritorio que tenía en el cuarto, buscó hojas en blanco y no encontró nada, tampoco resmas A4 y toda la papelería que tenía en el lejano futuro. Encontró un cuaderno, se recostó y con una birome, comenzó a pensar qué escribir.
Primero anotó todo lo que recordaba de ese 1972 hasta su anterior presente: fin de la guerra de Vietnam, escaramuzas, acontecimientos que ocurrieron en esos más de cincuenta años; todo lo fue recreando en la escritura de esas hojas.
Conocía el futuro de la humanidad en las próximas décadas, era increíble. Sabía qué sucedería en cada circunstancia, en cada momento; era mágico, pero era también horrible y perturbador saber de cada persona conocida, su futuro y todo lo que el mundo padecería.
Pero ¿para qué tanta información? ¿Por qué a él? Siempre supuso que era alguien especial, creyó que estaba destinado a grandes cosas, pero la vida se le fue pasando y ninguno de sus sueños de grandeza se cumplieron.
Formó una familia, fue exitoso con el tiempo, además de visionario en muchas actividades emprendidas, pero nunca sobresalió en nada, fue uno de los tantos miles de seres humanos que poblaron el planeta, y ahora ni el polvo de sus huesos existía; y de pronto, esto que le estaba sucediendo…
Dejó de anotar, sus ojos se humedecieron, si se despertaba más tarde, allá en el Marriott, habría sido solo un sueño hermoso, pudo volver a ver a sus padres y sentir el aroma de su casa vieja. ¿Qué pasaría en cambio, si continuaba en ese presente? en tal caso debería tomar alguna decisión.
Necesitaba contárselo a alguien. ¿A quién? No sabía ¿A su terapeuta freudiana del futuro que no existía? O buscar a algunos amigos de entonces.
Su cuerpo se fue aflojando lentamente, entró en un profundo sopor y al rato lo venció el sueño.
Se revolvía en su cama, quería despertarse de nuevo en Estados Unidos, en el mismo instante en el que se durmió, la transpiración cubría su cuerpo; no sabía cómo continuar. ¿Es que estaba sufriendo algún tipo de locura, un Alzheimer fulminante y su cerebro, o lo que quedaba de él, lo transportó a ese tiempo?
¿Estaría en un estado vegetativo en su época y era su mente la que volvía a ese pasado?
Creyó que habían pasado horas y apenas fueron minutos. Prendió su luz de noche, eran apenas las dos de la mañana. Se acercó a la mesa que simulaba un escritorio y descubrió en un cajón su antigua radio portátil.
La encendió y comenzó a pasar emisoras, se detuvo en la que en esos años emitía música, eran las canciones de moda de entonces. Modart en la noche era su favorita para ser su compañera durante las veladas de estudio nocturno.
Repasó los acontecimientos que había escrito, contó las hojas del cuaderno y las guardó cuidadosamente, mejor sería que nadie las viera hasta saber cómo continuar.
Asimismo, en dicho cajón encontró la libreta del Banco de Italia y Río de la Plata, institución que, en su presente o, mejor dicho, su antiguo futuro, ya no existía. Allí tenía algunos ahorros; mucho no recordaba los valores de aquel entonces, pero calculó que esa cifra debía retirarla para cualquier decisión que tomara.
También volvió a su mente que, en esos años, los bancos abrían a las doce. Se sentía desnudo sin su celular, sin acceso a la web. Faltaban algunos años para que eso se desarrollara, aún Steve Jobs estaba en un garaje con las primeras pruebas y para que apareciera toda esa transformación, desde el fax, el teléfono inalámbrico, la PC portátil…
Todo estaba por llegar, su generación fue testigo privilegiada y la que hizo ese cambio radical tecnológico.
Miró su ropero, sus camisas coloridas, sus pantalones Oxford, los zapatos con plataforma; decidió que tenía que tranquilizarse, esperar que amaneciera y ver cómo continuar. Así, un poco más calmado, dejó la radio encendida y lentamente se durmió.
Lo despertaron horas más tarde las voces de sus padres que estaban tomando el desayuno, se vistió más formalmente y luego de pasarse la afeitadora, bajó a enfrentarlos nuevamente.
Allí estaba su madre, tomando té con unas galletas y dulces. Se acercó y la saludó con un tibio “hola”; su padre estaba leyendo El Clarín; ella recién había regresado de traer el pan de un negocio que estaba a pocas cuadras de su casa.
Solamente se sirvió un té, ahí se dio cuenta que tenía hambre. No recordaba cuándo fue su última comida, posiblemente algún refrigerio en el hotel que había estado con Lidia. Rebuscó en la vieja heladera Siam, se sirvió un trozo de queso mantecoso y le agregó una generosa porción de dulce de membrillo.
El té estaba frío, tomó noción de que no había microondas, lo puso en un jarrito y lo calentó; comía cabizbajo. Su padre aprovechó para preguntarle qué había decidido hacer, ya que había finalizado todo el ciclo universitario y nuevamente le recriminaba por qué no buscaba un trabajo en una oficina y no los esporádicos por agencia, o si seguía con la idea de irse a pasar una temporada de mochilero al sur.
Lo de siempre, no entendía sus sueños, sus deseos… en fin. Por suerte en su otra vida lo llegó a ver pocos años después, camino a ser un triunfador. No quiso discutir, necesitaba salir; le hubiera gustado retratarlos, tener un recuerdo de ellos en ese momento, pero desgraciadamente no tenía ninguna máquina fotográfica… ¡por Dios!, ¡cómo extrañaba su celular!
Se despidió diciendo que iba a ver la posibilidad de un trabajo por un mes, y se fue caminando. Iba por las veredas sin prisa, mirando cada propiedad, las casas de los vecinos que ya no existían; era una ciudad de muertos o de personas por nacer.
Caminó un rato; finalmente llegó a la puerta del banco que recién abría. Hizo la fila pertinente y le dijo al empleado de retirar casi todo lo depositado, excepto una pequeña cantidad para mantener la cuenta abierta. Tomó todo el efectivo, lo guardó en su bolsillo y se marchó.
Había decidido tomar el bus para volver a su casa y dejar el efectivo a resguardo. Ese día no tomaría ninguna decisión, pensaría todo con más tranquilidad.
¿Cómo continuar a partir de ese instante? Por suerte, al llegar, su padre no estaba, solo su madre. Fue al cuarto, dejó el dinero y tomó lo necesario para moverse por la ciudad.
Al bajar, ella le pidió charlar un instante. Le preguntó si le pasaba algo, si necesitaba plata; él la miró a los ojos y le dijo que no, que todo estaba bien. Indudablemente no podía contarle su nueva realidad, pero en esos momentos, sus padres eran las personas más importantes en su vida.
Acto seguido, pensó que debía pasar por las direcciones que marcaron su existencia, sus amigos y conocidos. Pero, evaluándolo mejor, eso sería un tanto peligroso. ¿Qué sucedería si lo veían por casualidad y entablaba un diálogo que podría modificar el futuro, no sólo de él, sino de todos los demás?
Se debatía si seguir su vida tal cual la recordaba, o dar un vuelco y hacer todo diferente.
Indudablemente debía aislarse lo más posible, tener el mínimo contacto con quienes lo conocieran en ese presente. Debía pensar y repensar qué debía hacer, no podía deambular y deambular por ahí sin tomar la mejor decisión.
Fue a un café donde mataba las horas, se desplomó en una silla y dejó su mente vagar. Sintió pena de no haber jugado a nada para conocer los números ganadores de los billetes de la lotería o del Prode, o lo que hubiera; en fin, comenzó a hacer una lista de personas con habilidades psíquicas que pudieran ayudarle a desentrañar su misterio.
Su imaginación voló a Michel de Notre-Dame, conocido como Nostradamus, aquel extraño médico y astrólogo francés, el supuesto adivino que tantas cosas había presagiado del futuro, en forma y manera no muy claras durante el siglo XVI.
Pensó que tal vez a ese personaje le habría pasado lo mismo que a él, pero viniendo de una época aún más lejana y al querer precisar cómo iba a ser lo que vendría, sólo dejó pistas confusas, de las cuales muchas se fueron cumpliendo luego de una serie de deducciones nada fáciles de descubrir.
¿A cuántas otras personas les habría sucedido igual? ¿Por qué ocurriría todo eso?
Tenía tanta información sobre cómo iba a ser ese mañana y lo que a iba a pasar, que debía tomar todo con calma y llevarlo con mucha prudencia y responsabilidad.
Toda la vida se había sentido un ser diferente comparado con el resto del mundo, introvertido, muy inteligente, pero soñador, sensible, súper sensible; siempre creyó que algo importante le iba a suceder.
Ese sueño de ser distinto a los demás, de sentirse elegido para algo importante.
La vida le fue pasando bien, muy bien. Sin querer buscarlas, había logrado todas sus metas y, pese a no haber sobresalido en nada, había triunfado en materia económica. Tuvo la astucia de colocar sus esfuerzos en negocios productivos, creó un pequeño emporio familiar que él dirigía, fue un visionario para sus inversiones que lo catapultaron a forjar una fortuna interesante; un matrimonio de muchos años, con una esposa muy hábil y con una actividad lucrativa, y así, ambos hicieron crecer sus capitales, estratégicamente invertidos en el país y en el exterior.
Se podría haber retirado hacía mucho tiempo, pero le fascinaba su trabajo, la adrenalina de seguir creando, construyendo. Le encantaba leer, seguir profundizando sus conocimientos en materias diversas, ver la marcha en la economía mundial y los cambios tecnológicos; ese era el motor de su vida.
Sus amigos de esa época eran pocos, se fueron alejando, pero aún tenía tiempo de verse con algunos de tanto en tanto. Comentar los problemas del país, la caravana de la Selección de Fútbol Argentino; así era su mundo en ese entonces, y sabía perfectamente por qué se habían distanciado. La vida, incluso en aquel presente, los había llevado por diferentes caminos, ni buenos ni malos, distintos.
Los viajes le permitieron sumergirse en los lugares que tenía inversiones. Disfrutaba los paseos por esos sitios, hablando y compartiendo almuerzos y cenas con los colaboradores del extranjero.
En cada momento estaba en contacto con su familia; largas charlas con su esposa que lo mantenían al tanto de lo que iba sucediendo con sus hijos y nietos.
Así transcurría su vida, sin prisa, sin pausa, consolidando sus empresas y de pronto todo desaparece y retorna más de cincuenta años atrás en el tiempo. Se siente un viejo en el cuerpo de un joven de veintitantos, pero con todo el bagaje vivido en esos años. Sí, era extraño lo que le había sucedido… Se habría caído en un agujero atemporal.
Lo que más le torturaba era qué estaría pasando con él en el otro futuro, porque cualquier acto que realizara en este presente, iba necesariamente a modificar lo que vendría.
¿Aún estaría con vida? No había ninguna posibilidad de saberlo, quería gritar a los cuatro vientos que sabía todo lo que iba a pasar: guerras, crisis, descubrimientos, pero eso alteraría lo que estaba por venir, por otra parte, si su regreso al pasado en ese momento del tiempo y espacio obedeciera a algo que debía cambiar, ¿de qué serviría avisar lo que iba a suceder?
Indudablemente, todo era más complicado de lo que suponía, debía, de alguna manera, ver cómo proseguir. La decisión de poner distancia a todos era lo que más se le antojaba como mejor, por lo tanto, con el dinero que tenía en su poder, debía alejarse de Buenos Aires.
No hacía mucho, había participado en varios concursos literarios creados por diferentes organizaciones y espacios. Uno de ellos era por el Bicentenario de la Ciudad de Quito.
Luego de un trabajo intensivo, había podido presentar el mismo, que salió por la valija diplomática de la embajada ecuatoriana, ya que de esta forma podía acceder al concurso sin necesidad de abonar absolutamente el precio del envío y a su vez, de cualquier otra manera iba a ser revisado y posiblemente leído por las autoridades argentinas, que en esos años veían subversivos en cualquier lado. No eran épocas tranquilas precisamente en el país.
El próximo regreso definitivo del General Perón, las formaciones especiales, el gobierno militar, presagiaban los años de terror y plomo que azotaron el país por más de una década y que dejó miles de muertos en ambos bandos. Torturas, desapariciones forzosas, caos económico y hasta una guerra con el Reino Unido por la recuperación de las Islas Malvinas.
El trabajo en cuestión le demoró varios meses de investigación. La Biblioteca Nacional le permitió conocer de primera mano publicaciones de economía, los archivos de periódicos le dieron acceso a las pautas políticas, sobre todo las que tenían influencia inglesa y, posteriormente, la americana, que en aquel entonces reinaba sobre toda la región sur de América.
Por aquellos años, un anciano ex político ecuatoriano, casado con una argentina que vivía en Buenos Aires, exiliado, le dio la oportunidad de adentrarse en la coyuntura de aquel país.
Había conseguido la dirección y teléfono de donde vivía, era un añoso apartamento en Barrio Norte. Tras varios intentos con su secretario, este le había organizado una entrevista, eso había sido hacía pocos meses.
Fue muy fructífera esa charla, recordaba que luego de los saludos protocolares, el doctor Iñiguez despidió a su secretario y despaciosamente lo fue introduciendo a la historia política de Ecuador de los últimos años. Aún faltarían más de diecisiete años de la contienda bélica que mantuvo ese país con Perú por problemas fronterizos.
La charla se matizó con un exquisito y fuerte café que le sirvió la empleada de la casa.
Darío le realizó múltiples preguntas, y a su vez el doctor se interesó sobre la situación actual universitaria, sus impresiones y punto de vista del difícil momento que estaba pasando la Argentina.
En aquel momento, Darío le explicó, desde su inocente punto de vista, lo que creía, con la pasión de la juventud y los cambios que debían efectuarse ya con el regreso del viejo líder del exilio, luego de diecisiete años de proscripción.
Escuchaba atentamente y conocía lo que pasaba perfectamente, en definitiva, él también estaba sufriendo un exilio. Pasaron así más de dos horas y, al acercarse al mediodía, a punto de finalizar esa entrevista, le alcanzó la ley de hidrocarburos de su gobierno y le manifestó que, si bien había sido redactada por políticos opositores de izquierda, había sido muy positiva para su país.
Antes de despedirse lo invitó a que, una vez presentado el trabajo, le gustaría que se lo alcanzara para leerlo. Se fue satisfecho de esa charla. Aprovechó al máximo todos sus comentarios y con eso pudo redondear su presentación y luego enviarla a Ecuador. Posteriormente, se acercó a su domicilio y le dejó la copia a su secretario, junto con sus respetuosos saludos.
Días después recibiría una carta diciendo que le gustaría fijar fecha para una nueva charla, que en su otra vida nunca le respondió. ¿Por qué tomó esa actitud? No lo recordaba.
Entonces, en medio de toda esa incertidumbre que lo envolvía, pensó en contestar, aunque sea tardíamente, esa invitación. Nada perdía con intentarlo, ya que por algún lado debía recomenzar una nueva vida, diferente a la anterior perdida.
Tomó coraje, buscó el teléfono, lo atendió su secretario, a quien le indicó el motivo del llamado; lo dejó en espera, y ya de vuelta en la línea, preguntó por qué no había llamado antes. Preparado para esa pregunta, le respondió que había estado ocupado con finales de las materias anuales, nuevamente lo dejó esperando y al volver, le dijo si podría ir esa tarde a las dieciséis horas, que el doctor lo invitaba a tomar el té.
Sorprendido, agradeció el convite y se preparó para el evento. Se vistió con ropa formal, antes picó algo de la heladera de su casa, y se fue a buscar el ómnibus que lo acercara a barrio Norte.
Como de costumbre, llegó más temprano, decidió dar unas vueltas por la zona, no quería gastar nada más de lo necesario para no enflaquecer el dinero ahorrado.
Mientras caminaba por la calle Arenales, tomó conciencia de que estaba cambiando la historia vivida en aquel entonces. También tenía algún presentimiento de que algo sucedería con aquella reunión, o era simplemente un deseo… finalmente, faltando cinco minutos, tocó el timbre y le dieron paso; subió por el ascensor al piso quinto.
Lo recibió la empleada que lo condujo hasta la oficina en la cual había estado meses atrás. Por la puerta, sorpresivamente, apareció el viejo político, que estaba más avejentado que la vez anterior, le extendió su mano un poco temblorosa; se sentaron. Apareció la criada con café, leche, además había masas dulces, le indicó que se sirviera. Tímidamente tomó el pocillo, agregó un poco de leche, lo endulzó y esperó que su anfitrión hiciera lo mismo lentamente y que comenzase a hablar.
Caballerosamente le agradeció su nueva visita y le comentó que había leído su proyecto. Dijo que el mismo, en general, transmitía esperanza en el futuro, muy típico de una persona joven, y que el resto del mismo daba una visión muy parcializada de la región.
Lo miró a los ojos y le pidió que le contara algo de su vida. Esa pregunta lo sorprendió, carraspeó, se puso colorado de vergüenza, pero comenzó a tomar la palabra; allí no hablaba ese joven de veintitantos, sino el adulto de más de setenta años.
Le comentó sobre su deseo de crecimiento, llegar a madurar en medio de una sociedad que le permitiera materializar sus sueños, así le continuó explicando de una manera pausada y con una seguridad total sus aspiraciones.
El doctor Iñiguez lo escuchaba, le hacía preguntas de todo tipo y dijo que le agradaría continuar esa charla al día siguiente, ya que esa tarde tenía médico y debía efectuarse varios chequeos. Se levantó lentamente, le agradeció la atención dispensada y quedaron en encontrarse al día siguiente para almorzar alrededor de las trece horas.
Salió a la calle, su cara le hervía, estaba excitado y muy feliz, presentía que algo iba a suceder.
Le sorprendió la atención que le había brindado ese anciano. Por otra parte, también sabía, por su experiencia en todos esos años reales de vida, que nunca convenía ilusionarse demasiado y construir castillos en el aire.
Decidió caminar nuevamente, por la avenida Santa Fe llegó a Uruguay, pasó por el edificio que años después se convertirá en su oficina, y en ese momento salía el encargado, más joven de como él lo recordaba, bajó la vista; no quiso mirarlo, no quería tener ninguna relación con personas que conocería en el futuro.
De camino miraba las marquesinas, las obras y películas en cartel. Cruzó la 9 de Julio, siguió por Lavalle, se inundó con el ruido de esa calle, con todos sus cines funcionando a toda hora; buscó el famoso bar Suárez, se sentó y pidió un café mientras lo mezclaba con el azúcar, su mente comenzó a divagar, era un joven con la mente de un adulto mayor.
Pensaba en su familia, aquella que había construido con tanto esfuerzo, dedicación y amor, y que tal vez nunca más vería… su querida esposa, sus hijos y nietos estarían en el futuro… ¿Cómo sería su vida por delante? Si hiciera las mismas cosas que había realizado en su otra vida y por cualquier nimiedad algo cambiaba, lo venidero no sería igual a lo ya vivido... Ahí sintió impotencia, angustia y desesperación.
No podía hablar con nadie y nada podía resolver, el café se enfriaba en la mesa del bar; sus emociones reprimidas en esos días dieron rienda suelta a un llanto silencioso, sus ojos se llenaron de lágrimas; estaba solo, en un nuevo futuro que no sabía dónde lo iba a llevar.
En definitiva, lo que siempre había sentido siendo joven, que iba a ser alguien especial y que algo mágico le iba a suceder, había ocurrido. Se secó las lágrimas con un pañuelo y se dio cuenta de que esa oportunidad debía tener un por qué, habría que averiguar para qué esta vuelta. Ahí en ese momento, sus ideas comenzaron a clarificarse y apenas pudiera, comenzaría a escribir todo lo que iba surgiendo de su mente… llamó al mozo; pagó.
Dirigió sus pasos hacia Avenida Corrientes, a buscar el subte para retornar a su casa.
Al llegar, sus padres ya estaban mirando en la TV viejas series en blanco y negro, los saludó y fue a su cuarto a retomar su escritura.
Su primera duda: el por qué sucedió en ese momento, eso tuvo una rápida respuesta, porque él no tenía decidido nada de su futuro, era una hoja en blanco, no tenía obligaciones con nada ni nadie. Era un punto de inflexión en su vida, podía arrancar de ahí sin ningún compromiso, no tenía vínculos amorosos fuertes con nadie; o sea, ese era el momento de escribir una nueva página.
Para comenzar a transitar su camino al nuevo futuro desconocido, era conveniente mantenerse en silencio, no hablar con nadie conocido de aquel entonces; necesitaba conservar el mayor anonimato, eso era mucho más fácil que en su otra existencia, ya que en este ahora, el medio de comunicación era el teléfono, en cambio, en el otro la conexión entre todos era constante.
Extrañaba su celular, pero en 1972 era como volver a la prehistoria. Esa era su nueva realidad y había que comenzar a vivirla.
Se vistió despacio, se dio cuenta de que iba a necesitar renovar algo de su guardarropa, ya vería cómo. Tomó el ómnibus y se bajó a una cuadra del apartamento del doctor Iñiguez; puntualmente pulsó el botón del portero eléctrico y le dieron entrada. Por ese entonces, no existían los problemas de seguridad de su presente, si bien eran años de plomo en materia política que continuaron con atentados, terrorismo y finalmente con un estado represor, asesinatos en masa y desapariciones forzadas.
¡Que época oscura iba a vivir el país en los próximos años! Pero la seguridad en materia personal aún no era tan problemática.
El viejo ascensor lo dejó en la puerta. Lo recibió su empleada, una señora de unos cincuenta años; lo hizo pasar al amplio comedor. Ahí, sonriente, lo recibió el viejo político, le dio la mano y lo invitó a sentarse. La mesa estaba preparada sobriamente; le ofreció un vino en su copa y ahí nomás, llegó la entrada de melón con jamón que estaba exquisito.
Comía despaciosamente, disfrutando cada bocado; cruzaron algunos monosílabos. Posteriormente, retiraron el plato y sirvieron pastas con una salsa tipo cremosa muy suave. No quiso más vino, se sirvió solamente agua.
Finalizado el almuerzo, le propuso tomar el café en su oficina, donde estuvieron el día anterior; nuevamente el rito de servirlo y beberlo suavemente. El doctor Iñiguez se acomodó en su asiento y le preguntó a boca de jarro cuál era su actividad actual.
Le contestó con total soltura que vivía de unos ahorros acumulados por trabajos efectuados en empresas temporarias de servicio en el área administrativa, que su proyecto a futuro ya concluida su etapa universitaria, era la posibilidad de continuar una especialización en el exterior.
El anciano lo escuchaba y manifestó que su secretario y colaborador estaba pensando en su retiro, retornar a Ecuador y ocuparse de una pequeña finca que tenía y había adquirido con los ahorros acumulados, compartiéndola con sus hijos y nietos, ya que su esposa había fallecido años atrás, después de leales servicios bajo sus órdenes.
Ahí le comentó que buscaba un reemplazo, necesitaba a alguien de confianza que lo ayudara en sus papeles diarios, su copiosa correspondencia y las inversiones que tenía en la Argentina y en el exterior; le preguntó si le interesaría hacer una prueba para ver si él podría encuadrar en ese trabajo.
Darío lo escuchó atentamente y, luego de un segundo, le contestó que, en realidad, tenía proyectos para el verano y no quería estar a disposición a tiempo completo de nadie, ya que nunca le interesó una relación de dependencia.
El doctor insistió y le propuso que hicieran una prueba piloto de unos quince días, que se conocieran y que luego evaluara esa posibilidad laboral. Asimismo, le ofreció una suma más que considerable para tal menester. Darío le hizo otra propuesta: estar una semana sin emolumento alguno y ver qué sucedía, con amplitud de horarios.
El doctor se levantó, le tendió la mano y le preguntó cuándo quería comenzar. “¿Por qué no ahora?”, contestó.
Así inició esa etapa en su nueva vida. Jacinto, así se llamaba el secretario que se encontraba en la casa, fue llamado y brevemente le explicó el acuerdo alcanzado. Puso manos a la obra, pidió comenzar por los movimientos diarios y bancarios que, como creía, estaban muy atrasados.
En aquellos años no había internet, ni la web… nada era online. Los saldos eran muy antiguos. El doctor le comentó que su contadora había fallecido hacía más de un año y Jacinto solo se ocupaba de llevar dinero al banco y pagar los impuestos que llegaban. Las declaraciones de réditos ante la DGI eran de más de tres años atrás. Todo estaba por hacerse.
Buscó los libros bancarios, el libro diario de entradas y la cantidad de comprobantes a procesar. El trabajo iba a ser más arduo de lo creído; se sumergió en los papeles; así pasaron las siguientes horas. Un par de veces se apareció la criada y le trajo café; pidió agua y té con leche solamente.
Alrededor de las veinte horas, dio por terminada la jornada, antes de retirarse le solicitó que llamara al banco y lo autorizara a pedir los movimientos contables, que sería lo primero en hacer al día siguiente.
El doctor le ofreció que Jacinto lo llevara a su casa, se rehusó cortésmente, prefería tomar aire y caminar.
Salió a la noche y miró al cielo. Sintió una nostalgia infinita, pensó en sus seres queridos y en todo lo que le estaba pasando.
Caminó sin rumbo; los minutos se transformaron en horas y no sabe cómo llegó a casa de sus viejos.
Tocó la ventana, era tarde, su madre le abrió la puerta, la abrazó; sentía que lagrimeaba. Pasó un segundo a ver a su padre dormido. Ella lo miraba extrañada, supondría que debía tener problemas con alguna muchacha con la que estuviera saliendo, pero muy cautamente, no le dijo nada.
Subió a su cuarto, se desvistió y fue directo al baño, donde tomó una larga ducha. Al salir, se miró en el espejo. Observó su cuerpo joven en plenitud, su largo cabello ondulado; se estremeció, indudablemente era un regalo su nueva existencia, pero el precio que pagaba era altísimo.
¿Sería él la única persona en el mundo a la que le había sucedido este milagro, o en realidad no era más que un castigo perder todo lo vivido, tanto lo bueno como lo malo? Pero era su vida que ya no existía y no sabía si para siempre.
Continuó con la rutina: volvió al cuarto, se metió desnudo en la cama y apagó el velador, prendió su radio, buscó una emisora de música clásica y, así, el sueño se apoderó de él.
Las olas serenas del mar lo acunaban, caminaba por una arena ardiente y, de pronto, se encontraba en una escalera que descendía. Él buscaba la puerta de salida, que no encontraba, y en un momento, agitadamente, se despertó.
Sobresaltado, buscó su reloj. Estaba detenido, por supuesto, se había olvidado de darle cuerda, no tenía noción del tiempo transcurrido. Miró por la ventana y vio oscuro el cielo. Buscó su radio y, moviendo el dial, al rato le pasaron la hora: solo habían transcurrido escasos minutos desde que se había acostado. Se dio cuenta de que debía descansar, se sumergió entre las sábanas y, ahí, finalmente, se durmió.
Lo despertó la figura de su madre al lado de la cama, con una bandeja con café con leche y unas tostadas con manteca y dulce; en esos años no era muy común aún el queso crema. Le dejó todo en su mesa de luz y, solapadamente, le preguntaba dónde había estado y qué iba a hacer ese día. Brevemente, le comentó lo del nuevo trabajo que le habían encomendado. Se mostró satisfecha con su investigación y supuso que iría corriendo a contárselo a su padre.
Mientras tanto, se levantó, se pasó raudamente la afeitadora. Se puso una vestimenta formal y decidió que volvería al centro, a una sastrería donde gastaría parte de sus ahorros en renovar su vestuario.
En aquellos años no había estaciones de metro cercanas. Al tomar el colectivo, observó lo antiguo del mismo, miraba pasar las calles, el asfalto de entonces y la menor velocidad que imprimían a los vehículos; el aspecto del chofer, el corte de boletos, todo desapareció con los años.
Así llegó a la estación de José María Moreno, buscó las escaleras que llevaban a Plaza de Mayo, compró algunos cospeles y esperó pacientemente la llegada del subte. No había muchos pasajeros; eran más de las 11:30 horas, los empleados públicos ya habían tomado sus funciones burocráticas hacía rato y los bancarios también habían llegado a sus lugares de trabajo.
Cavilando, arribó a la estación Piedras, caminó por la calle Esmeralda y se detuvo frente al número ciento cincuenta; ahí estaba la tradicional sastrería Vega. Recordaba su eslogan de entonces: “Usted lo ve, lo prueba y se lo lleva”.
No era tan así, siempre había que hacer algunos arreglos. Buscó al vendedor encargado, un señor sesentón a punto de jubilarse, orgulloso de su hijo recién recibido de abogado, el formaba parte de la clásica clase media que había logrado que sus descendientes llegaran a la universidad y fueran parte de esa burguesía en un país aún en crecimiento. Nada aún hacía sospechar lo que vendría en los próximos años: la paulatina destrucción del país en manos de militares, terroristas, empresarios inescrupulosos y gremialistas corruptos, unidos en una maraña que no tenía límites ni fin.
Lo saludó muy cordialmente y le preguntó qué lo llevaba por ahí. Le comentó que lo que buscaba era un conjunto sport y un par de camisas: una informal y otra para corbata. Rápidamente, trajo unas prendas en el tono de azul, actualizó la ficha, ya que su compra había sido el año anterior; observó su firma estampada. En nada coincidía con la que luego fue modificando a través de los años. Tendría que tenerlo en cuenta.
Quedaron en que la compra estaría en tres o cuatro días y pidió se la enviara a domicilio, pagando el costo del flete.
De allí se encaminó hacia la Avenida de Mayo para ir al Banco de Boston a verificar el estado de las cuentas bancarias.
Preguntó en la mesa de entrada y lo enviaron a un box, donde fue atendido cortésmente por una empleada; ya el doctor se había comunicado y sabían de su visita. Al rato, le alcanzaron fotocopiados múltiples resúmenes y quedaron a su disposición por cualquier otra consulta. Tomó los papeles y de ahí se dirigió hacia barrio Norte.
Como de costumbre, fue recibido por la empleada doméstica, era ecuatoriana y servía a la familia desde hacía muchísimos años; lo acompañó a la oficina y allí puso manos a la obra. Cotejó los resúmenes con las boletas de depósito y, por suerte, había pocos retiros.
Se ensimismó en su trabajo y, al cabo de tres horas, tenía el resumen bancario bastante aclarado. Luego pasó a las transferencias internacionales que recibía de bancos suizos por dividendos que eran muy importantes, solamente fue interrumpido una vez por María, que le llevaba café cortado. Siguieron pasando las horas y, en un momento, llegó el doctor, que le dijo que había estado por la tarde haciéndose más controles médicos y si necesitaba algo más.
Le indicó que al día siguiente iría la DGI para ver las últimas liquidaciones presentadas. Pasadas ya las veinte horas, se retiró a su domicilio y como la noche anterior, salió a caminar.
Siempre su mente volaba hacia ese futuro imposible de alcanzar. No quiso cenar, fue a su cuarto, se tiró en su cama; la soledad y una tristeza infinita lo invadieron.
Un rato después, se desvistió, se pegó un baño rápido, y bajó a la cocina sigilosamente. Rebuscó en la heladera, encontró su cena: pollo al horno con ensalada, y comenzó a comerlo.
Pese a no hacer ruido, al rato sintió la presencia de su madre, que se sentó a su lado y le acarició el cabello. Suavemente, dijo que no parecía el mismo de siempre, que desde hacía unos días atrás lo veía retraído y muy cambiado. Él la miró a los ojos y le dijo que eran ideas suyas, y lo que pasaba era que estaba muy compenetrado en ese trabajo y que quería terminarlo pronto. Si bien no le creyó, pero lo dejó pasar porque así son las madres.
Subió a su cuarto y se fue a dormir. Se despertó pasadas las diez, era indudable que su cuerpo era de un joven que necesitaba horas de sueño. Se vistió y salió raudo a la agencia impositiva. Luego de las esperas, fue atendido y le indicaron las presentaciones faltantes en los diferentes rubros.
Al salir, buscó el teléfono de un profesional que conocía y, sabía, era muy práctico en estas liquidaciones tardías. Le indicaron que volvería en dos horas y le pidió a la secretaria una cita en su oficina, que quedaba por la zona de Boedo.
A este contador lo conoció cuando Darío trabajó en un estudio contable hacía unos años atrás.
Se hicieron bastante amigos, y todos los fines de años intercambiaban tarjetas de felicitaciones, además de verse de tanto en tanto para tomar un café.
El padre de Ricardo, así se llamaba, había huido de la Polonia ocupada por los nazis. Era de un pueblo vecino a Varsovia, cercano al lago Zegrzynski. Vivió la llegada alemana, las barbaridades cometidas, la detención de su familia en los campos de concentración; él se mantuvo oculto en los bosques, y colaborando con la exigua resistencia ante la maquinaria de matar germana.
Fue testigo del heroico levantamiento del gueto de Varsovia, la brutal represión ante la mirada impávida de los soviéticos que acampaban a pocos kilómetros en las orillas del río Vístula, pero no intervinieron por orden del otro carnicero Stalin, que quería desangrar a la oposición antinazi, que era en su mayoría católica; luego de finalizada la contienda, tomó Polonia como otro satélite soviético.
Ambos se pasaban largo rato conversando de política actual y de las consecuencias que sucedían. Mientras Darío tenía ideas progresistas de los setenta, enmarcadas en los sueños de libertad del mayo francés, su amigo culpaba a la Iglesia católica, por medio del pontífice de los años de guerra Pío XII, de no haber actuado de manera más firme contra las atrocidades nazis, y luego permitir hacer huir a los líderes germanos a la Argentina, con pasaportes originados en el Vaticano.
Al llegar Darío al estudio, lo recibió, como siempre, con una amplia sonrisa. Hablaron de cosas triviales, luego le indicó el motivo de su visita.
Le desplegó toda la documentación y los últimos balances, a los que rápidamente les pegó una ojeada. En base a todo lo que le aportó, le dijo que en poco tiempo tendría los faltantes y una vez firmados, los presentaría a la DGI, junto con la liquidación de réditos pertinentes.
Le indicó sus honorarios y quedaron en volver a verse en pocos días; previamente, por medio de un cadete, le enviaría al doctor la documentación a firmar, además, lo felicitó por el trabajo realizado, que le simplificaba mucho su tarea.
A continuación, Darío partió a darle las novedades al doctor. Cuando llegó, le informaron que estaba tomando una siesta. Lo hicieron pasar a su lugar de trabajo, allí terminó de ordenar las documentaciones y revisó los nuevos movimientos y la correspondencia comercial.
Al rato, se apersonó el dueño de casa, ya levantado de su descanso. Lo puso al día de todo lo hablado con el contador, y que, si todo salía como lo preveía, en pocos días estaría todo listo y su trabajo finalizado.
Faltaría que el cadete le entregara la documentación a firmar y enviara el cheque por los honorarios, por lo tanto, le dijo que regresaría en unos tres días y concluiría la labor encomendada.
Lo escuchó atentamente y le preguntó cuánto le adeudaba por su gestión. Le contestó que nada, ya que lo había hecho por toda la colaboración prestada por la presentación de su trabajo unos meses atrás. El anciano sonrió, se levantó de la silla, se acercó y lo palmeó afectuosamente. “Bien —le dijo— eso queda así”. Pero le esbozó otra oferta: qué opinaría de la posibilidad de trabajar para él con libertad de horarios y tomando a su cargo todas las tareas administrativas y fundamentalmente, ayudarlo a escribir las memorias de su extensa trayectoria.
La propuesta era muy interesante, significaría un vuelco en su vida, algo que no había hecho en su otra existencia.
También lo invitó a trasladarse en los días subsiguientes a la localidad de Claromecó, donde, junto a su esposa, tenían un chalet en la zona, ideal para pasar el tórrido verano de Buenos Aires; y tranquilamente poder, desde allí, tomar notas para la confección de su biografía.
Esa era la oportunidad que necesitaba para escaparse de lo que le había pasado en su vida anterior y, asimismo, poner distancia de todos los amigos y conocidos.
Aceptó prontamente, y su trabajo sería desde ese momento hasta finales de febrero; además, incluía hospedaje, comida y honorarios más que jugosos, que podrían ser pagados en dólares o pesos, o como él quisiera. Además, había dado órdenes para que le preparen la vivienda y poder salir a la brevedad, una vez finalizados los trámites pendientes.
En aquel entonces la opción era ir por la ruta tres hasta Tres Arroyos y luego el desvío a la zona de playas. Jacinto iría guiando hasta el destino.
Él pidió salir unos días después, a fin de resolver unos temas familiares e ir con un micro que salía cada dos noches desde Constitución, así convinieron y antes de irse, le entregó un sobre con dinero, que esta vez aceptó.
Volvió a su casa y les comentó la novedad a sus padres. Estos lo miraron extrañados por esta súbita decisión de ausentarse por tres meses, pero tuvo forma de convencerlos de lo bueno que era para él, de los contactos para el futuro y básicamente, de pasar varios meses en el mar, que siempre era su deseo desde pequeño, cosa que no lo había nunca logrado de esa forma.
Pero algo muy importante, y que lo tenía contrariado por esos días, tenía que hacer.
A continuación, buscó en la guía de teléfono un neumólogo, quien posteriormente atendería a su padre años después, cuando la enfermedad ya era incontrolable.
Le pidió un turno para el día siguiente. Luego, se sentó junto a él y le dijo que iban a ir juntos a un médico que le había recomendado el doctor cuando le contó de la tos persistente que él tenía; mentira inocente para poder llevarlo con el dinero que disponía y con esos nuevos fondos, podría comenzar el tratamiento médico necesario.
Su padre, sorprendido, aceptó concurrir. Esa noche, mientras estaba en su cuarto, pensaba que el futuro estaba yendo en otro sentido diferente de cómo se había desarrollado en el otro tiempo. Igual, ya en esa soledad, se quebraba pensando en su familia, que tal vez nunca existiría. Estaba forjando una nueva realidad y debía vivirla nuevamente; por algo él retornó a su pasado. Así se fue quedando dormido, recordando las imágenes de sus seres queridos.
Pese a todos estos pensamientos, se despertó de buen humor y con mucho apetito. Su madre lo esperaba con el clásico té con leche; la abrazó y la besó. Le dijo que cuidara más su salud y que limitaran las salsas y las pastas. Se vistió cuidadosamente y eligió también la ropa que se pondría su padre. Él era un ser diferente en este futuro y quería que para sus padres también lo fuera.
Apenas contactó al Dr. Sáenz, este actuó de forma expeditiva, ese mismo día, le pidió a su padre una batería de estudios en un hospital de la zona.
Esa tarde ya tenían el pre informe: había un tumor en el pulmón derecho que había que operar en forma inmediata. La noticia cayó como una bomba en su familia.
Darío sabía perfectamente que esa enfermedad, en su anterior vida, se había llevado a su padre, y estaba dispuesto a cambiar un poco la suerte esta vez, ¿qué daño podría provocar en la historia de la humanidad alargar un poco la existencia de aquel hombre?
Lo primero que hizo fue llamar al doctor Iñiguez para avisarle de la situación surgida. Este lo escuchó, le dijo que se abocara con ese tema y, a su vez, le puso a disposición una enfermera conocida que atendía a su esposa y se iba a quedar en Buenos Aires en el verano. Además, le ofreció la ayuda económica que pudiera necesitar.
Darío, emocionado, agradeció ese gesto, pero le dijo que no hacía falta. Al día siguiente, ya estaba en el Hospital Italiano; pasó todo de manera vertiginosa. El Dr. Sáenz consiguió la internación en dicho nosocomio por su situación de jubilado. Darío abonó los honorarios particulares de la cirugía.
Su madre y su hermana entendieron la situación y dos días después, se efectuó la ablación de muy buena parte del pulmón. Se mandó a analizar y a todas luces era maligno. Con esa intervención había logrado ganarle bastante tiempo de vida.
De ahí continuaría con la aplicación de rayos. La familia miraba azorada cómo había resuelto toda la situación y su pericia en el manejo de la enfermedad; además, se había hecho cargo de todo.
En los escasos momentos de tranquilidad que tuvo en esos días, sus pensamientos siempre volaban al futuro. Indudablemente, todo estaba cambiando con lo que iba sucediendo en esta nueva etapa.
Las siguientes noches las pasó junto a su padre; lo acompañaba en su dolor, pero se sentía satisfecho con lo que había logrado.
El otro problema era que el dinero se estaba acabando y necesitaba, de alguna forma, generar nuevos ingresos; ya vería de qué forma hacerlo.
Mientras tanto, le dejó a su madre la totalidad del efectivo que le quedaba y dijo que le enviaría más en no mucho tiempo.
Se sentían orgullosos de él, creían que con la capacidad que tenía había conseguido un excelente trabajo. En realidad, no estaban muy errados.
Así, luego de esa locura vivida, en esa semana sacó pasaje y se embarcó rumbo al balneario. Viajó toda la noche por ruta Tres y arribó a mitad de la mañana; dormitó como pudo en su incómodo asiento.
Al bajar, buscó un transporte para llegar al chalet. Había un sulky a la espera de turistas, le mostró la dirección y hacia allí partieron.
La casona estaba enclavada en un hermoso predio, rodeada de una añosa arboleda. Borroneada, en un cartel despintado, se podía adivinar el nombre de la misma, apenas se distinguían algunas letras como Uberlegene, o algo similar.
Bajó su valija y tocó la campanilla que había en la entrada. A los pocos minutos, apareció Jacinto con su sonrisa de siempre.
Lo invitó a pasar y lo llevó a una habitación. Le dijo que se fuera a refrescar en un baño contiguo y que lo esperaba en la cocina con un suculento desayuno: jamón, queso, mermelada, tostadas, jugo de naranja y café con leche. Se sentó a su lado mientras Darío daba cuenta de esas exquisiteces.
Le dijo que el doctor había ido a dar la caminata matutina y que se verían a la hora del almuerzo, así él podía acomodar sus enseres y recorrer por las inmediaciones, o descansar un rato. Después de este desayuno, no iba a tener mucho apetito y cortésmente se reservó para luego.
Su cuarto era amplio, daba a una galería y estaba bien conservado. Le pareció un poco diferente a las casas playeras, estaba recubierto con finas maderas lustradas, estantes con libros, al fondo contaba con un baño completo.
Le pareció una construcción de más de cuarenta o cincuenta años; se sorprendió, ¿quién haría ese tipo de casa en esos lares para esa época? Acomodó toda su ropa, se puso una bermuda, remera, ojotas y salió a investigar el lugar.
Quedó sorprendido al salir y ver que la casona estaba en los altos de unos médanos, rodeada de una fuerte vegetación y que, desde la misma, se dominaba la playa no muy lejana del lugar.
Asimismo, en la parte trasera, el médano aparecía cortado, a continuación, seguía una extensión totalmente aplanada de unos doscientos o trescientos metros; a su alrededor, había árboles que de a poco se confundían e iban cerrando toda esa lengua alargada.
Indudablemente, alguien había hecho todas las plantaciones, que guardaban una relación totalmente simétrica.
Sus pasos lo acercaron hasta la orilla del mar; ahí sintió el frío del océano. A lo lejos, divisó el lomo de lo que parecía ser una tonina que se dejaba llevar en las aguas tranquilas, como siempre, su pensamiento volaba a su familia perdida en aquella otra dimensión. Se repuso y regresó a la casona; entró por la parte trasera y de allí al cuarto asignado; se recostó quedándose dormido, con su mente divagando hacia un futuro incierto.
Lo despertaron los golpes en la puerta; era Jacinto, que le indicaba que almorzarían en unos veinte minutos. Se vistió más formal; fue directo a la cocina en la que estaba el doctor, que lo saludó muy complacido.
Estaba junto a su esposa Emilia, siempre con esa dulce mirada que la caracterizaba. Lo invitaron a sentarse, hablaron de cómo había sido su viaje y la salud de su padre. Le reiteraron que, ante cualquier necesidad dineraria, contara con su ayuda. Darío les agradeció todas las atenciones.
La comida era sencilla: ensalada con pescado empanado. Bebió agua mineral, no quiso ningún postre ni fruta, y sí aceptó un té digestivo. A partir de ese momento, el doctor le propuso ir a la galería trasera y esbozar la forma de trabajo.
Como suponía, el mismo consistía en la recopilación de sus memorias; la labor iba a ser larga y tediosa.
Comenzó con sus orígenes en Ecuador, su padre era hacendado. Pasó su infancia en la finca, y sus primeros aprendizajes en las letras fueron a finales del siglo XIX, con instructores bilingües extranjeros; su posterior ingreso a la escuela elemental, la mejor en Quito, donde quedó internado en una institución católica manejada por la orden de los jesuitas.
En ese momento, le pidió si podían continuar más tarde, ya que se sentía cansado por el esfuerzo. Ante el cambio de la ciudad a la costa, su viejo cuerpo le pedía un poco de reposo, indudablemente no se seguiría hasta el día siguiente.
Darío decidió, entonces, hacer una pequeña excursión a la playa vecina de Reta, que quedaba a unos pocos kilómetros de donde se encontraba.
Le pidió a Jacinto cómo ubicar al hombre que lo había traído desde la terminal. Le dio las instrucciones y se marchó caminando cerca de un kilómetro, que era donde ese señor vivía.
El trayecto fue más largo de lo previsto y realmente se preguntó si no hubiera sido mejor esperar el micro local que pasaba cerca de allí; es lo que haría al regresar.
Ante cualquier eventualidad, se llevó el número de teléfono del chalet, por si se le hacía muy tarde. Finalmente, ubicó el transporte, le propuso ir hasta la playa de Reta y cuál sería su costo, se pusieron de acuerdo y partieron, no por la ruta, sino por un camino secundario de tierra.
Darío se hizo dejar cerca de la playa y, ahí, caminando, consultó a un lugareño dónde estaba la guardia de primeros auxilios. Le indicó cómo llegar, distante a unas pocas cuadras, le preguntó si tenía algún problema. Darío estaba enrojecido por el sol y cubierto de tierra por el camino que había realizado; cortésmente le comentó que estaba algo mareado y que pensó que tuvo un golpe de calor. Lo miró extrañado, en esos años nadie utilizaba esa expresión, a lo sumo debía decir que estaba insolado; en fin, tendría que cuidar su vocabulario.
Así llegó al dispensario. Golpeó la puerta y salió a recibirlo una joven cercana a los treinta años, morocha, delgada, pero muy sexy; Mariela, una médica recién recibida que habría de conocer un par de años después cuando él visitó ese lugar; pero eso ocurrió en la otra vida, ahora todo estaba por recomenzar.
La recordaba perfectamente, y, tal vez, podría cambiar el futuro de aquella hermosa muchacha que había significado bastante en su otra existencia.
La miró a los ojos; ella mantuvo su mirada. Creía recordar que por ese tiempo había estado, o aún estaría con un compañero de la facultad que devino en militante político. Le preguntó qué necesitaba. Le comentó que desde hacía un par de días tenía un zumbido en el oído derecho y pensaba que era porque le había entrado agua de mar. Ella lo miró y se sonrió. “Más que agua, debe ser tierra, ya que estás cubierto de polvo”, rieron juntos.
Lo invitó a sentarse en la camilla y lo observó con un aparato que le acercó al oído, y él ahí le dijo que, en realidad, le estaba mintiendo y lo que quería era verla allí para invitarla a tomar un café o cenar una noche cualquiera.
Mariela lo miró y le agradeció su sinceridad, pero el porqué de ese convite, ya que nunca lo había visto. Darío la miró fijamente y le dijo: “Vengo del futuro y yo sé que estamos hechos el uno para el otro. Nuestros hijos serán los encargados de salvar la Tierra”. Claro, era el argumento del film Terminator, que aún no había sido estrenado en esa época.
Se sonrió y le dijo que era un caradura, pero muy simpático y que lo iba a pensar.
Insistió que volvería en un par de días, tipo al anochecer, para tomar algo. Mariela le dijo que atendía en esa unidad todo el tiempo y dormía en una sala contigua y que disponía de poco tiempo para salir.