La Peste Escarlata - Jack  London - E-Book

La Peste Escarlata E-Book

Jack London

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Beschreibung

La historia tiene lugar en 2073, sesenta años después de que una epidemia incontrolable, la Muerte Roja, haya asolado el planeta. James Smith es uno de los supervivientes de la era anterior al ataque de La Peste Escarlata y todavía sigue vivo en el área de San Francisco, viajando con sus nietos Edwin, Hoo-Hoo y Hare-Lip. Sus nietos son jóvenes y viven como cazadores-recolectores primitivos en un mundo muy despoblado. El intelecto de sus nietos es limitado, al igual que sus habilidades lingüísticas. Edwin le pide a Smith, a quien llaman «Granser», que les cuente sobre la enfermedad denominada alternativamente peste escarlata, muerte escarlata o muerte roja. Smith cuenta la historia de su vida antes de la peste, cuando era profesor de inglés. En 2013, un año después de que «la Junta de Magnates designara a Morgan Fifth como Presidente de los Estados Unidos», la enfermedad surgió y se propagó rápidamente. Las víctimas se volvían escarlatas, particularmente en la cara, y se les adormecían sus extremidades inferiores. Las víctimas generalmente morían en un plazo de 30 minutos tras aparecer los primeros síntomas. A pesar de la confianza del público en los médicos y los científicos, no se encontró ninguna cura, y aquellos que intentaron hacerlo también acabaron falleciendo por la enfermedad. Los nietos cuestionan la creencia de Smith en los «gérmenes» que causan la enfermedad porque no los pueden ver. Smith es testigo de su primera víctima de peste escarlata mientras da clases, cuando la cara de una joven se vuelve escarlata. La joven muere rápidamente y el pánico pronto invade el campus. Regresa a casa, pero su familia se niega a unirse a él porque temen que esté infectado. Pronto, una epidemia azota el área y los residentes comienzan a amotinarse y matarse entre sí. Smith se reúne con colegas en el edificio de química de su universidad, donde esperan a que el problema se resuelva. Pronto se dan cuenta de que deben mudarse a otro lugar por seguridad y comienzan a caminar hacia el norte. En breve, todo el grupo de Smith se extingue y él queda como el único superviviente. Vive solo tres años con la compañía de un poni y dos perros. Finalmente, su necesidad de interacción social lo obliga a regresar al área de San Francisco en busca de otras personas. Finalmente descubre que se ha creado una nueva sociedad con unos pocos supervivientes, que se han dividido en tribus. A Smith le preocupa ser el último en recordar los tiempos anteriores a la peste. Recuerda la calidad de la comida, las clases sociales, su trabajo y la tecnología. Cuando se da cuenta de que su tiempo se acorta, intenta impartir el valor del conocimiento y la sabiduría a sus nietos. Sin embargo, sus esfuerzos son en vano, ya que los niños ridiculizan sus recuerdos del pasado, que les suena totalmente increíble.

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Índice

La Peste Escarlata

La Peste Escarlata

El camino, de borroso trazado, seguía lo que en otro tiempo había sido el terraplén de una vía férrea que, desde hacía muchos años, ningún tren había recorrido. A derecha e izquierda, el bosque, que invadía e hinchaba las laderas del terraplén, envolvía el camino en una ola verde de árboles y matorrales. El camino no era otra cosa que un simple sendero, con anchura apenas suficiente para que dos hombres avanzaran de lado. Era algo así como una pista de bestias salvajes. Aquí y allí se veían fragmentos de hierro oxidado que indicaban que, debajo de la maleza, seguía habiendo rieles y traviesas. En cierto punto, un árbol, al crecer, había levantado en el aire un riel entero, que quedaba al descubierto. Una pesada traviesa había seguido al riel, y seguía unida a él por medio de una tuerca. Debajo se veían las piedras del balasto, medio recubiertas de hojas muertas. El riel y la traviesa, enlazadas de aquel modo extraño, apuntaban hacia el cielo, fantasmagóricamente. Por vieja que fuera la vía férrea, se constataba sin dificultad, por su estrechez, que había sido de vía única. Un anciano y un muchacho iban por el camino. Avanzaban con lentitud, ya que el viejo estaba doblado bajo el peso de los años. Un comienzo de parálisis hacía que sus miembros y sus ademanes temblequearan, y caminaba apoyado en su bastón. Un gorro de piel de cabra le protegía la cabeza del sol. Por debajo de este gorro pendía una franja de ralos cabellos blancos, sucios y desgreñados. Una especie de visera, ingeniosamente hecha con una ancha hoja curva, le protegía los ojos de un exceso de luz. Banjo esa visera, la mirada del pobre hombre, bajada hacia el suelo, seguía atentamente el movimiento de sus propios pies en el sendero. Su barba caía en greñas torrenciales hasta su cintura, y hubiera debido ser, igual que los cabellos, blanca como la nieve; pero, como ellos, testimoniaba una negligencia y una miseria extremas. Un mísero vestido de piel de cabra, de una sola pieza, colgaba sobre el pecho y la espalda del viejo, cuyos brazos y piernas, lastimosamente descarnados, y cuya piel marchita- testimoniaban una edad muy avanzada. Las desolladuras y cicatrices que le cubrían los miembros, así como lo atezado de su piel, indicaban que hacía largo tiempo que aquel hombre estaba expuesto al choque-directo con la naturaleza y los elementos. El muchacho andaba delante suyo, ajustando el ardoroso vigor de sus piernas a los pasos lentos del viejo que le seguía. También él tenía por única vestidura una piel de animal: un trozo de piel de oso de bordes desiguales, con un agujero central por el que se lo pasaba por la cabeza. Aparentaba todo lo más doce años, y llevaba, coquetonamente colocada encima de una oreja, una cola de cerdo recién cortada.

Llevaba en la mano un arco de tamaño medio y una flecha, y en su espalda colgaba un carcaj lleno de flechas. De una funda que le pendía del cuello, sujeta por una correa, salía el mango nudoso de un cuchillo de caza. El muchacho era negro como una mora, y su modo ágil de moverse recordaba el de un gato. Sus ojos azules, de un azul intenso, eran vivos y penetrantes como barrenas, y su color celeste contrastaba extrañamente con la piel quemada por el sol que los enmarcaba. Su mirada parecía saltar incesantemente hacia todos los objetos circundantes, y las aletas de su nariz palpitaban y se dilataban en un perpetuo acecho del mundo exterior, del que recogían ávidamente todos los mensajes. Su oído parecía igualmente fino, y estaba tan adiestrado que operaba automáticamente, sin ningún esfuerzo auditivo especial. Con toda naturalidad, sin la menor tensión adicional, su oído percibía, en la aparente calma reinante, los más leves sonidos, los distinguía unos de otros y los clasificaba: el roce del viento en las hojas, el zumbido de una abeja o una mosca, el rumor sordo y lejano del mar, que llegaba atenuado en un débil murmullo, el imperceptible rascar de las patas de un pequeño roedor limpiando de tierra la entrada de su guarida... De pronto, el cuerpo del muchacho se tensó en posición de alerta. El sonido, la visión y el olor lo habían advertido simultáneamente. Tendió la mano hacia el viejo, lo tocó, y ambos permanecieron inmóviles y silenciosos. Algo había crujido delante de ellos, en la pendiente del terraplén, hacia su cima. Y la veloz mirada del muchacho se clavó en los matorrales cuya parte superior se movía. Entonces, un gran oso pardo se les mostró, saliendo ruidosamente, y también él se detuvo instantáneamente, al ver a los dos humanos. Al oso no le gustaban los hombres. Gruñó rabiosamente. Lentamente, dispuesto a afrontar lo que viniera, el muchacho colocó la flecha en el arco y tensó la cuerda, sin dejar de mirar a la bestia. El viejo, por debajo de la hoja que le servía de visera, espiaba el peligro, tan quieto como su acompañante. Durante unos momentos, el oso y los dos humanos se miraron. Luego, en vista de que la bestia, con sus gruñidos, manifestaba una creciente irritación, el muchacho hizo un signo al viejo, con un leve movimiento de cabeza, de que era conveniente dejar libre el sendero y bajar la pendiente del terraplén. Eso hicieron, el viejo primero y luego el muchacho, que-le seguía andando hacia atrás, con el arco tenso y dispuesto a tirar. Cuando llegaron abajo, esperaron hasta que un fuerte ruido de hojas y de ramas movidas, al otro lado del terraplén, les hizo saber que el oso se había alejado. Volvieron a la cima, y el muchacho dijo, con una risita prudentemente atenuada: -¡Ése era grande, abuelo! El viejo hizo una seña afirmativa. Meneó tristemente la cabeza, y contestó, con una voz de falsete parecida a la de un niño: -Cada día hay más. ¡Quién hubiera pensado que viviría lo bastante para ver unos tiempos en que se corre peligro de muerte por el mero hecho de circular por el territorio del balneario de Cliff-House! En la época de la que te hablo, Edwin, cuando yo era un niño, acudían aquí, en verano, a decenas de miles, hombres, mujeres, niños y niñas. Y entonces no había osos por aquí, puedes estar seguro. O, al menos, eran tan escasos que se los metía en jaulas y se pagaba dinero por verlos. -¿Dinero, abuelo? ¿Y eso qué es? Antes de que el viejo contestara, Edwin se dio un golpe en la frente: se había acordado. Se metió la mano en una especie de bolsillo inserto en la piel de oso, y sacó de él, triunfalmente, un dólar de plata, abollado y deslustrado. Los ojos del anciano se iluminaron cuando se inclinó sobre la moneda. -Mi vista es mala -murmuró-. Mira tú, Edwin, si puedes descifrar la fecha que lleva. El niño se echó a reír y exclamó, divertidísimo:

-¡Eres increíble, abuelo! ¡Sigues tratando de hacerme creer que estos pequeños signos que hay ahí quieren decir algo! El viejo gimió profundamente, y acercó el pequeño disco a dos o tres pulgadas de sus ojos. -¡Dos mil doce! -exclamó, finalmente. Luego se lanzó a un parloteo chistoso. -¡Dos mil doce! Fue el año en que Morgan V fue elegido presidente de los Estados unidos por la Asamblea de Magnates. Debe ser una de las últimas monedas que se acuñaron, porque la muerte escarlata llegó en el año dos mil trece. ¡Señor! ¡Señor! ¡Cuando pienso en ello! Hace sesenta años. ¡Y hoy soy el único superviviente de aquel tiempo! ¿Dónde has encontrado esta moneda, Edwin? Edwin, que había escuchado a su abuelo con la benévola condescendencia que se merecen los desvaríos de los débiles mentales, respondió en seguida: -¡Me la dio Hu-Hu! La encontró cuando guardaba su rebaño de cabras, cerca de San José, la primavera pasada. Hu-Hu dice que es plata... Pero, ¿no tienes hambre, abuelo? ¿Por qué no seguimos andando? El pobre hombre, después de devolverle el dólar a Edwin, asió su bastón con mayor fuerza y se apresuró hacia el sendero, brillándole de gula los ojos. -Esperemos musitó- que Cara de Liebre haya encontrado algún cangrejo... ¡Quizá dos cangrejos! Es bueno de comer, lo que tienen dentro los cangrejos. Muy bueno de comer, cuando ya no se tienen dientes, y cuando uno tiene nietos como vosotros, que quieren a su abuelo y se sienten obligados a conseguirle cangrejos. Cuando yo era niño... Pero Edwin había visto algo; se había detenido, y, llevándose un dedo a los labios, hizo al anciano signo de callarse. Colocó una flecha en la cuerda de su arco y avanzó, al amparo de una vieja tubería de agua medio reventada que, al estallar, había desplazado un riel. Bajo la parra silvestre y las plantas trepadoras que la cubrían se veía la gruesa tubería oxidada. El muchacho, avanzando de aquel modo, llegó junto a un conejo que estaba sentado junto a un matorral y que le miró, titubeante y tembloroso. La distancia era todavía de al menos cincuenta pies. Pero la flecha voló certeramente al blanco, veloz como el rayo, y el conejo, alcanzado, emitió un chillido de dolor. Luego se arrastró chillando hacia el matorral, tratando de ocultarse. El muchacho, como la flecha, era un rayo, un rayo de piel tostada y de flotante piel de animal. Mientras corría hacia el conejo, su musculatura se tensaba y destensaba como un conjunto de resortes de acero que operaran, poderosos y flexibles, en el interior de sus miembros secos. Asió al animal herido, lo remató golpeándole la cabeza contra un tronco de árbol que quedaba a su alcance, y luego volvió junto al viejo y le entregó la presa para que la llevara. -Es bueno, el conejo; muy bueno -musitó el vejestorio-. Pero como golosina deliciosa al paladar, prefiero el cangrejo. Cuando era niño... Edwin, impaciente ante la fútil locuacidad del viejo, le; interrumpió. -¿A qué vienen -dijo, cortándole la palabra tantas frases a propósito de cualquier cosa, frases que no tienen ningún sentido? Se expresó con menos cortesía, pero ése fue más o menos el sentido de lo que dijo. Tenía un modo de hablar gutural e imperativo, y la lengua que empleaba estaba claramente emparentada con la del viejo, que era, a su vez, una derivación bastante corrompida del inglés. Edwin prosiguió: