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La peste escarlata, escrita por Jack London en 1912, es una novela postapocalíptica que explora un mundo devastado por una plaga mortal. Ambientada en el año 2073, la obra sigue a los pocos sobrevivientes de la humanidad, quienes, después de una catástrofe global causada por la "peste escarlata", viven en un estado primitivo. A través de los ojos del anciano James Smith, uno de los pocos que recuerda el mundo antes de la plaga, London reflexiona sobre la fragilidad de la civilización y cómo rápidamente puede desmoronarse ante una crisis. Desde su publicación, La peste escarlata ha sido reconocida por su visión lúgubre pero realista del futuro de la humanidad. Su combinación de aventura, ciencia ficción y crítica social ha inspirado múltiples análisis sobre la decadencia de las civilizaciones y las consecuencias de la explotación desenfrenada de los recursos. La obra sigue siendo relevante, especialmente en tiempos de crisis globales, al ofrecer una advertencia sobre los peligros de la complacencia y la arrogancia tecnológica.
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Seitenzahl: 112
Veröffentlichungsjahr: 2024
Jack London
LA PESTE ESCARLATA
Título original:
“The Scarlet Plague”
PRESENTACIÓN
LA PESTE ESCARLATA
Jack London
1876 - 1916
Jack London fue un escritor estadounidense, ampliamente reconocido como uno de los grandes narradores de aventuras y naturalismo de principios del siglo XX. Nacido en San Francisco, California, London se destacó por su capacidad para retratar la lucha del hombre contra la naturaleza y las fuerzas implacables del destino. Conocido principalmente por novelas como The Call of the Wild (1903) y White Fang (1906), su obra explora temas de supervivencia, el instinto primitivo y el impacto del ambiente en el ser humano.
Primera Etapa de Vida y Educación
Jack London nació en el seno de una familia humilde y tuvo una infancia marcada por la pobreza. A una edad temprana, tuvo que trabajar en distintos oficios para ayudar a su familia. Su amor por la lectura y su autodidactismo lo llevaron a interesarse por la escritura. En 1897, decidió participar en la Fiebre del Oro de Klondike, una experiencia que inspiró gran parte de sus futuras novelas. Aunque estudió brevemente en la Universidad de California, Berkeley, nunca terminó su carrera universitaria, enfocándose en su carrera literaria.
Carrera y Contribuciones
Las obras de London suelen ser categorizadas dentro del movimiento literario del naturalismo, que explora la influencia del entorno y la naturaleza en la vida de los personajes. Su estilo directo y vívido lo convirtió en uno de los autores más leídos de su tiempo. En The Call of the Wild, London narra la transformación de un perro doméstico, Buck, que debe adaptarse a la vida salvaje del Yukón. Esta novela no solo es un relato de aventuras, sino también una meditación sobre el instinto, la supervivencia y la lucha por el poder. De manera similar, en White Fang, el autor muestra la evolución de un lobo desde la brutalidad de la naturaleza hacia la domesticación, explorando la relación entre el hombre y los animales.
Además de sus historias de aventuras, London escribió numerosos ensayos y relatos que criticaban las injusticias sociales, como The People of the Abyss (1903), en el que documentó la vida en los barrios pobres de Londres, y The Iron Heel (1908), una distopía política que anticipa el ascenso de los regímenes totalitarios.
Impacto y Legado
El legado de Jack London ha sido duradero, influyendo tanto en la literatura como en la cultura popular. Sus relatos de aventuras y sus descripciones vívidas de la lucha por la supervivencia han resonado en generaciones de lectores. A través de su obra, London transmitió una visión pesimista pero también heroica de la condición humana, donde la voluntad y el coraje son las únicas respuestas posibles ante un mundo hostil. Su obra sigue siendo leída y estudiada hoy en día, y su influencia se extiende a géneros como la ciencia ficción y la literatura de aventuras.
London no solo fue un pionero en la literatura de aventuras, sino también un crítico social comprometido, lo que le aseguró un lugar central en la literatura estadounidense y mundial. Su capacidad para explorar la conexión entre el hombre y la naturaleza, junto con su preocupación por los problemas sociales, lo convirtió en una figura literaria versátil y profunda.
Muerte y Legado
Jack London falleció a los 40 años en 1916, dejando una prolífica obra que incluye novelas, relatos cortos, ensayos y artículos. A pesar de su corta vida, su impacto en la literatura mundial es incuestionable. Su capacidad para captar la esencia de la lucha humana en circunstancias extremas sigue inspirando a escritores y lectores por igual. Hoy en día, London es recordado no solo como un maestro de la narración, sino también como un observador agudo de la sociedad y la naturaleza humana.
Sobre la obra
La peste escarlata, escrita por Jack London en 1912, es una novela postapocalíptica que explora un mundo devastado por una plaga mortal. Ambientada en el año 2073, la obra sigue a los pocos sobrevivientes de la humanidad, quienes, después de una catástrofe global causada por la "peste escarlata", viven en un estado primitivo. A través de los ojos del anciano James Smith, uno de los pocos que recuerda el mundo antes de la plaga, London reflexiona sobre la fragilidad de la civilización y cómo rápidamente puede desmoronarse ante una crisis.
La novela plantea preguntas profundas sobre la naturaleza humana, la supervivencia y la inevitable caída de las sociedades complejas. A lo largo de la obra, Jack London describe cómo los avances tecnológicos y sociales del pasado no pudieron evitar la catástrofe, subrayando la vulnerabilidad inherente a la condición humana. Esta crítica hacia la dependencia de la humanidad en la tecnología y las jerarquías sociales es un tema central de la obra.
Desde su publicación, La peste escarlata ha sido reconocida por su visión lúgubre pero realista del futuro de la humanidad. Su combinación de aventura, ciencia ficción y crítica social ha inspirado múltiples análisis sobre la decadencia de las civilizaciones y las consecuencias de la explotación desenfrenada de los recursos. La obra sigue siendo relevante, especialmente en tiempos de crisis globales, al ofrecer una advertencia sobre los peligros de la complacencia y la arrogancia tecnológica.
El camino, de borroso trazado, seguía lo que en otro tiempo había sido el terraplén de una vía férrea que, desde hacía muchos años, ningún tren había recorrido. A derecha e izquierda, el bosque, que invadía e hinchaba las laderas del terraplén, envolvía el camino en una ola verde de árboles y matorrales. El camino no era otro caso que un simple sendero, con anchura apenas suficiente para que dos hombres avancen de lado. Era algo así como una pista de bestias salvajes.
Aquí y allá se veían fragmentos de hierro oxidado que indicaban que, debajo de la maleza, seguía habiendo rieles y traviesas. En cierto punto, un árbol, al crecer, había levantado en el aire un riel entero, que quedaba al descubierto. Una pesada traviesa había seguido al riel, y seguía unida a él por una tuerca. Debajo se veían las piedras de basalto, medio recubierta por hojas muertas. El riel y la traviesa enlazadas de aquel modo extraño apuntaban hacia el cielo, fantasmagóricamente. Por vieja que fuera la vía férrea, se constataba sin dificultad, por su estrechez, que había sido de vía única.
Un anciano y un muchacho iban por el camino.
Avanzaban con lentitud, ya el viejo estaba doblado por el peso de los años. Un comienzo de parálisis hacía que sus miembros y sus ademanes temblequearan, y caminaba apoyado en un bastón.
Un gorro de piel de cabra le protegía la cabeza del sol. Por debajo de ese gorro pendía una franja de ralos cabellos blancos, sucios y desgreñados. Una especie de visera, ingeniosamente hecha con una ancha hoja curva, le protegía los ojos del exceso de luz. Bajo esa visera, la mirada del pobre hombre, bajaba hacia el suelo, seguía atentamente el movimiento de sus propios pies en el sendero.
Su barba caía en greñas torrenciales, y hubiera debido ser, igual que los cabellos, blancos como la nieve; pero, como ellos, testimoniaba una negligencia y una miseria extremas.
Un mísero vestido de piel de cabra, de una sola pieza, colgaba desde el pecho y la espalda del viejo, cuyos brazos y piernas, lastimosamente descarnados, y cuya piel marchita testimoniaban una edad avanzada. Las desolladuras y cicatrices que le cubrían los miembros, aso como lo atezado de su piel, indicaban que hacía largo tiempo que aquel hombre estaba expuesto al choque directo con la naturaleza y los elementos.
El muchacho andaba delante suyo, ajustando el ardoroso vigor de sus miembros a los pasos lentos del viejo que lo seguía. También él tenía como única vestidura una piel de animal: un trozo de piel de oso de bordes desiguales, con agujero central por el que se lo pasaba por la cabeza. Aparentaba todo lo más doce años, y llevaba, coquetamente colocaba encima de la oreja, una cola de cerdo recién cortada.
Llevaba en la mano un arco de tamaño medio y una flecha, y en su espalda colgaba un carcaj lleno de flechas. De una funda que le pendía del cuello, sujeta por una correa, salía el mango nudoso de un cuchillo de caza. El muchacho era negro como una mora, y su modo ágil de moverse recordaba el de un gato. Sus ojos azules, de una azul intenso, eran vivos y penetrantes como barrenas, y su color celeste contrastaban con la piel quemada por el sol que los enmarcaba.
Su mirada parecía saltar incesantemente hacia todos los objetos circundantes, y las aletas de su nariz palpitaban y se dilataban en un perpetuo acecho del mundo exterior, del que recogía ávidamente todos los mensajes. Su oído parecía igualmente fino, y estaba tan adiestrado que operaba automáticamente, sin ningún esfuerzo auditivo especial. Con toda naturalidad, sin la menor tensión adicional, su oído percibía, en la aparente calma reinante, los más leves sonidos, los distinguía unos de otros y los clasificaba: el roce del viento en las hojas, el zumbido de una abeja o una mosca, el rumor sordo y lejano del mar, que llegaba atenuado en un débil murmullo, la imperceptible resaca de las patas de un pequeño roedor limpiando de tierra la entrada de su guarida.
De pronto, el cuerpo del muchacho se tensó en posición de alerta. El sonido, la visión, y el olor los habían advertido simultáneamente. Tendió la mano hacia el viejo, lo toco, y ambos permanecieron inmóviles y silenciosos.
Algo había crujido delante de ellos, en la pendiente del terraplén, hacia la cima. Y la veloz mirada del muchacho se clavó en los matorrales cuya parte superior se movía.
Entonces, un gran oso pardo se les mostró, saliendo ruidosamente, y también él se detuvo instantáneamente, al ver a los dos humanos.
Al oso no le gustaban los hombres. Gruñó rabiosamente. Lentamente, dispuesto a afrontar lo que viniera. El muchacho colocó la flecha en el arco y tensó la cuerda, sin dejar de mirar a la bestia. El viejo, que debajo de la hoja que le servía de visera, espiaba el peligro, se quedó tan quieto como su acompañante.
Durante unos momentos, el oso y los dos humanos se miraron. Luego, en vista de que la bestia, con sus gruñidos, manifestaba una creciente irritación, el muchacho hizo un signo al viejo, con un leve movimiento de la cabeza, de que era conveniente dejar el sendero libre y bajar la pendiente del terraplén. Eso hicieron, el viejo primero y luego el muchacho, que le seguía andando hacia atrás, con el arco tenso y dispuesto a tirar.
Cuando llegaron abajo, esperaron hasta que el ruido fuerte de hojas y ramas movidas, del otro lado del terraplén, les hizo saber que el oso se había marchado. Volvieron a la cima, y el muchacho dijo, con una risita prudentemente atenuada:
— ¡Ése era grande, abuelo!
El viejo hizo una seña afirmativa. Meneó tristemente la cabeza, y contestó, con una voz de falsete parecida a la de un niño:
— Cada día hay más. ¡Quién hubiera pensado que viviría lo bastante para ver unos tiempos en que se corre peligro de muerte por el mero hecho de circular por el territorio del balneario del Cliff-House! En la época de la que te hablo, Edwin, cuando yo era niño, acudían aquí, en verano, a decenas de miles, hombres, mujeres, niños y niñas. Y entonces no había osos por aquí, puedes estar seguro. O, al menos, eran tan escasos que se los metía en una jaula y se pagaba dinero para verlos.
— ¿Dinero, abuelo? ¿Y qué es?
Antes de que el viejo contestara, Edwin se dio u golpe en la frente: se había acordado. Se metió la mano en una especie de bolsillo interno en la piel de oso, y sacó de él, triunfante, un dólar de plata, abollado y deslustrado.
Los ojos del anciano se iluminaron cuando se inclinó sobre la moneda.
— Mi vista es mala — murmuró —. Mira tú, Edwin, si puedes descifrar la fecha que tiene.
El niño se echó a reír y exclamó, devertidísimo:
— ¡Eres increíble, abuelo! ¡Sigues tratando de hacerme creer que esos pequeños signos que hay ahí quieren decir algo!
El viejo gimió profundamente, y acercó el pequeño disco a dos o tres pulgadas de sus ojos.
— ¡Dos mil doce! — exclamó, finalmente. Luego se lanzó a un parloteo chistoso.
— ¡Doce mil doce! Fue el año en que Morgan V fue elegido presidente de los Estado Unidos por la asamblea de Magnates. Debe ser una de las últimas monedas que se acuñaron, porque la muerte escarlata llegó en el año dos mil trece. ¡Señor! ¡Señor! ¡Cuándo pienso en ello! Hace sesenta años. ¡Y hoy soy el único sobreviviente de aquel tiempo! ¿Dónde has encontrado esta moneda, Edwin?
Edwin, que había escuchado al abuelo con la benévola condescendencia que se merecen los desvaríos de los débiles mentales, respondió enseguida:
— ¡Me la dio Hu-Hu! La encontró cuando guardaba su rebaño de cabras, cerca de San José, la primavera pasada. Hu-Hu dice que es plata... Pero, ¿no tienes hambre, abuelo? ¿Por qué no seguimos andando?
El pobre hombre, después de devolverle el dólar a Edwin, asió su bastón con más fuerza y se apresuró hacia el sendero, brillándole de gula los ojos.
— Esperemos — musitó — que Cara de Liebre haya encontrado algún cangrejo... ¡Quizás dos cangrejos! Es bueno comer, lo que tiene dentro los cangrejos. Muy bueno de comer cuando uno tiene nietos como vosotros, que quieren a su abuelo y se sienten obligados a conseguirle cangrejos. Cuando yo era niño...