La pobre señorita Finch - Wilkie Collins - E-Book

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Wilkie Collins

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Beschreibung

La pobre señorita Finch(1871-1872) cuenta la historia de una joven ciega, "tan franca como intérprida" que, en el trance de recuperar la vista, se encuentra en el centro de una red de mentiras piadosas y engaños malignos tejidos por los dos hermanos gemelos que están enamorados de ella.

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Veröffentlichungsjahr: 2016

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Wilkie Collins

La pobre señorita Finch

EPÍLOGO

ÚLTIMAS

PALABRAS DEMADAME PRATOLUNGOA LA SEÑORA ELLIOT,esposa del Deán de Bristol

¿Me hará usted el honor de aceptar la dedicatoria de este libro en recuerdo de nuestra amistad, ininterrumpida durante tantos años?

No son pocas las encantadoras muchachas ciegas que tanto en las obras de ficción como en las obras dramáticas han sido antecesoras de La Pobre señorita Finch. Sin embargo, por lo que yo alcanzo a saber, en todos esos casos de forma más o menos exclusiva se ha exhibido la ceguera desde un punto de vista ideal y sentimental. El intento que aquí se ha llevado a cabo consiste en apelar a un interés de muy distinta especie, ya que se trata de exhibir la ceguera tal como es en realidad. He puesto el debido cuidado en recopilar la información necesaria para llevar a cabo este propósito, y me he informado por medio de las autoridades más competentes, autoridades de distintas clases. Cada vez que «Lucilla» actúa o habla en estas páginas y hace referencia a su ceguera, actúa y habla como han actuado o han hablado antes que ella las personas aquejadas por su misma dolencia.

Del resto de los rasgos que he añadido para producir un interés sostenido a lo largo de estas páginas, en todo lo referente al personaje central de mi novela, no es a mí a quien corresponde hablar. Han de ser mis lectores quienes digan si «Lucilla» ha encontrado el camino de sus .simpatías. En este personaje, y. también de manera muy especial en los personajes de «Nugent Dubourg» y «madame Pratolungo», he tratado de presentar la naturaleza humana con todas las incoherencias que le son inherentes, con sus contradicciones, con su compleja mezcolanza de lo bueno y lo malo, de grandeza y mezquindad, tal corno la veo en el mundo que me rodea.

Sin embargo es tan poco corriente la facultad de observar el carácter de las personas, y es tan generalizada la tendencia curiosamente errónea a buscar cierta coherencia lógica en las motivaciones y en los actos de los seres humanos, que muy posiblemente me encuentre con que la ejecución de esta parte de mi tarea haya sido incomprendida, y que incluso llegue a ocasionar algún resentimiento en determinados frentes. No obstante, el tiempo ha seguido siendo mi amigo en relación con otros personajes míos de otros libros, ¿y quién dirá que el tiempo no vaya a echarme una mano también en éste? Es posible que un día de éstos esté yo en condiciones de utilizar alguna de las múltiples e interesantes historias que de hecho han tenido lugar, y que han puesto en mis manos diversas personas que podrían dar testimonio fidedigno sobre lar veracidad de la narración. Hasta la fecha, no me he atrevido a perturbar el reposo de esos manuscritos, que descansan en su cajón correspondiente. Los incidentes verídicos son a veces muy «rocambolescos», y el comportamiento de las personas de carne y hueso a veces resulta groseramente improbable».

En cuanto al objeto que tengo a la vista al escribir este relato, creo que posee una sencillez suficiente para hablar por sí solo. Sus-cribo de todo corazón ese artículo de fe según el cual las condiciones de la felicidad humana son independientes de las desgracias físicas, y sostengo que incluso es posible que las desgracias físicas se puedan contar por sí mismas entre los ingredientes de la felicidad.

Tales son los puntos de vista por los que trata de abogar La pobre señorita Finch; tal es la impresión que espero dejar en el ánimo del lector una vez cierre el libro al llegar al final.

WILKIE COLLINS

16 de enero de 1872

NOTA A LA EDICIÓN DE 1872

Al expresar mis agradecimientos por la favorable acogida que tuvieron las anteriores ediciones de este relato, quiero aprovechar esta ocasión para hacer una advertencia sobre uno de los personajes a los que no se aludía en la carta dedicatoria. El oculista alemán «Herr Grosse» ha causado tal impresión en el espíritu de algunos de mis lectores aquejados por la ceguera o por ciertas enfermedades oculares que de hecho lo han tomado por un personaje real, hasta el punto de que incluso he recibido varias solicitudes por escrito en las que se me requiere que comunique el domicilio actual de dicho médi-co a una serie de pacientes deseosos de acudir a su consulta. En sincera apreciación del testimonio que así se presta a la veracidad de este pequeño estudio del carácter del personaje, me he visto en la obligación de reconocer ante quienes me han escrito, y por tanto no veo inconveniente en repetirlo aquí, que

«Herr Grosse» no está basado en un prototi-po individual vivo. Al igual que otros personajes del drama, en este libro y en los libros que lo han precedido me he basado en mis observaciones generales del ser humano.

Siempre he tenido por un error en el arte el hecho de limitarse a delinear un personaje de ficción de acuerdo con un retrato literario basado en un único modelo. El resultado de este proceder, suele ser, al menos en mi opinión, más una caricatura que un personaje.

27 de noviembre de 1872

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

Madame Pratolungo se presenta

Esta es una invitación al lector para que lea el relato de un acontecimiento que se produjo en un rincón de Inglaterra muy alejado de las ciudades más frecuentadas, hace ya unos cuantos años.

Las personas a las que se refiere dicho acontecimiento de manera principal son las siguientes: una muchacha ciega; dos hermanos gemelos; un diestro cirujano; una curiosa extranjera. Yo soy la curiosa extranjera. Y

por razones que se han de aclarar a su debido tiempo soy yo la que asume la tarea de relatar esta historia.

Por el momento creo que nos entendemos el uno al otro. Bien. Me presentaré al lector, así pues, con tanta concisión como me sea posible.

Soy madame Pratolungo, la viuda del célebre patriota sudamericano, el doctor Pratolungo. Soy francesa de nacimiento. Antes de casarme con el doctor pasé muchas vicisitudes en mi propio país. Éstas terminaron por dejarme, a una edad que ninguna relevancia tiene para nadie, con bastante experiencia del mundo, con un talento musical para el pianoforte que he cultivado a fondo, con una cómoda fortunita que inesperadamente me fue legada por un pariente de mi querida y difunta madre, fortuna que compartí, eso sí, con mi buen padre y mis hermanas menores.

A estas cualificaciones aún añadí una más, la más preciada de todas, cuando me casé con el doctor: una fuerte inyección de principios ultraliberales. Vive la Republique!

Hay quien hace una cosa y quien hace otra cuando se trata de celebrar un matrimonio.

Una vez convertidos en marido v mujer, el doctor Pratolungo y yo nos embarcamos con rumbo a Centroamérica y dedicarnos nuestra luna de miel, en aquellos parajes trastornados y agitados, al sagrado deber de derrocar tiranos.

¡Ah! La vitalidad de mi noble esposo era el aire que henchía las velas de la revolución.

Desde su juventud, y en lo sucesivo, adoptó la gloriosa profesión de patriota. Allá donde las gentes del sur del Nuevo Mundo se suble-vaban y proclamaban su independencia, y debo decir que en mis buenos tiempos aquella ferviente población poco más llegaba a hacer, allá estaba el doctor dedicado en cuerpo y alma al altar de su país de adopción.

Quince veces tuyo que exiliarse, y quince veces fue condenado a muerte en su ausencia, cuando yo lo conocí en París, cuando era la viva imagen de la heroica pobreza, con la tez bien curtida y una cojera ostensible.

¿Quién podría no haberse enamorado de un hombre semejante? Orgullosa me sentí cuando me propuso desposarme ante el altar de su país de adopción y en el suyo propio, a mí y a mi dinero, pues, ¡ay!, que en este mundo todo es caro, incluida la destrucción de los tiranos y la salvación de la libertad. Todo mi dinero lo dediqué a ayudar a la sagrada causa del pueblo. Los dictadores y los filibusteros florecieron muy a nuestro pesar. Antes de nuestro primer aniversario de boda, el doctor tuvo que huir (por decimosexta vez en su vida) para no ser juzgado, pues su propia vida estaba en juego. Así las cosas, mi esposo fue condenado a muerte y yo me quedé con los bolsillos vacíos. A pesar de los pesares, yo amo aún la causa republicana. ¡Más os vale respetarlo, pueblo de la monarquía, que prosperáis y engordáis contentos bajo el dominio del tirano!

En aquella ocasión nos refugiamos en Inglaterra. Los avatares de Centroamérica siguieron su curso sin nosotros.

Pensé en la posibilidad de dar clases de música. Sin embargo, mi glorioso esposo no pudo consentir que yo me alejara de él. Supongo que nos habríamos muerto de hambre y que no habríamos pasado de conseguir más que un triste parrafito en los periódicos de Inglaterra... si el final no hubiera llegado de otra forma. Mi pobre Pratolungo estaba efectivamente deshecho. Se terminó de hundir bajo el peso de su decimosexto exilio. Me quedé viuda y sin más consuelo que la herencia de los nobles sentimientos que siempre defendió mi esposo.

Volví a París y pasé un tiempo con mi buen padre y con mis hermanas, pero no estaba en mi naturaleza el quedarme con ellos y convertirme en una pesada carga para los de casa. Volví de nuevo a Londres provista de recomendaciones, pero me encontré con calamidades inconcebibles en mi empeño por ganarme la vida de manera honrosa. De toda la riqueza que vi en derredor -la pródiga, in-solente, ostentosa riqueza-, ninguna me tocó en parte. ¿Qué derecho tiene nadie a ser ri-co? Aquí mismo desafío al lector, quien quiera que sea, a demostrar que alguien tiene derecho a ser rico.

Sin abundar en mis calamidades, baste con decir que un buen día desperté con tres libras, siete chelines y cuatro peniques en el monedero, aparte de mi ferviente temperamento y mis principios republicanos, y absolutamente sin ninguna perspectiva, esto es, sin la posibilidad de que ni siquiera medio penique más acabara en mi bolsillo... a no ser que me lo ganara por mis propios medios.

En esta triste tesitura, ¿qué puede hacer una mujer honesta que a la fuerza ha de ganarse la independencia con el sudor de su frente? Bien fácil: toma tres chelines y seis peniques del humilde remanente que le queda en el monedero y pone un anuncio en un periódico.

Una siempre anuncia la mejor faceta de sí misma. (¡Ah, la pobre humanidad!) Mi mejor faceta era la musical. En los tiempos de mis vicisitudes, antes de contraer matrimonio, había tenido parte en un establecimiento de mercería de Lyon. En otra época fui ayuda de cámara de una gran dama de París. Sin embargo, en la situación en que me encontraba, esas facetas de mi persona no eran, por diversas razones, tan presentables como lo era mi versatilidad en el pianoforte. No era una gran pianista; más bien distaba mucho de serlo. Sin embargo, había recibido una sólida formación, y tenía lo que se suele considerar una competencia y, una destreza notables en el instrumento. Abreviando, saqué el mejor partido de mí misma, se lo prometo al lector, en mi anuncio.

Al día siguiente pedí prestado el periódico para disfrutar del orgullo que me produciría ver mi anuncio impreso.

¡Ah, cielos! ¿Qué descubrí? Descubrí lo mismo que han hallado tantos otros desdichados anunciantes antes que yo. Encima de mi propio anuncio, ¡alguien anunciaba precisamente lo que yo estaba buscando! Basta con echar un vistazo a cualquier periódico, y verá el lector cómo dos desconocidos que (si se me permite expresarme de esta forma) encajan perfectamente el uno con el otro se anuncian el uno junto al otro sin saberlo siquiera. Yo me había anunciado como «acompañante con diestros conocimientos musicales para señora o señorita. Con un animado temperamento». Y encima de mí se encontraba mi desconocida y necesitada compañe-ra de anuncio, que en letras de molde se expresaba de este modo: «Se busca acompa-

ñante para una dama. Ha de ser una avezada ejecutante de partituras musicales y tener un animado temperamento. Se exige testimonio de su capacidad y referencias de primerísima clase». ¡Era exactamente lo mismo que ofrecía yo! «Sólo se admitirán solicitudes por escrito.» Justamente lo mismo que decía yo!

Vergüenza debería darme, pues había invertido tres chelines y seis peniques en balde.

Arrojé el periódico en un rapto de cólera mal contenida (como una imbécil) y recogí el pe-riódico al punto (como una mujer sensata) para solicitar por escrito el puesto que se anunciaba.

Mi carta me puso en contacto con un abogado. El abogado se envolvió en un tupido velo de misterio. Diríase que entre sus hábitos profesionales se contaba el de no revelar nada a nadie, al menos mientras pudiera evitarlo.

Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!

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