La Polis - Facundo Suárez - E-Book

La Polis E-Book

Facundo Suárez

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Beschreibung

"La Polis" es una obra en la que se entrelazan la estética, la política y el pensamiento. Cada uno de los relatos que la conforman da cuenta de una concepción de la política como actividad humana y de cómo algunos hechos que parecen individuales o aislados son, en realidad, sociales. Implica, a su vez, una visión crítica del hombre, contra su sometimiento y en busca de algo que lo engrandezca. Un empresario inescrupuloso, un profesor hastiado y una empleada doméstica resiliente son algunos ejemplos de los personajes que figuran en esta obra. La desesperanza, desesperación o negligencia que los revisten deja traslucir, en algunos casos, la esperanza de un mundo mejor. El punto de partida es el de muchas otras obras: la idea de que el mundo, tal cual es, es inaceptable. Hay mucho por hacer, y no se hará solo. Sin embargo, como expresó Albert Camus: "Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio".

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Facundo Suárez

La Polis

Suárez, Facundo La polis / Facundo Suárez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4262-5

1. Cuentos. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

índice

Atenas

El porteño civilizado

El hombre masa

Vivir mejor

Los rebeldes

La Guita

El péndulo

El destello

Claroscuro

La pizzería

Esparta

La bandera

Credo quia absurdum

El diván

La celebrity

La guerra

Fumigación

La decadencia

“Hacer política, cuando esta es algo más noble, más espiritual y más hondo que administración y manejo de partidos, es hacer literatura, y hacer literatura, cuando es algo más noble, más espiritual y más hondo que hacer libros para entretener no más a los lectores y vivir de este entretenimiento, es hacer política. Aunque no sea de otra manera que haciendo –esto es, creando– lengua viva, el más intimo y radical patrimonio público de una patria cualquiera.”

Miguel de Unamuno

A la abuela Carmen, que me apoya en todo lo que hago, por raro que le parezca, y hace crecer constantemente mi biblioteca.

Atenas

El porteño civilizado

Enrique López Casares era un porteño hecho y derecho. Seguro de sí mismo, lucía su rebosante autoestima con firmeza y cordialidad. No dudaba jamás de su vigor ni de sus convicciones. Sus inseguridades las dejaba en el diván los martes y jueves al salir de la oficina. Los miércoles y viernes disfrutaba de deliciosos manjares en el club de golf de la ciudad, y, aunque carecía de destreza con los palos, sus habilidades comunicativas, combinadas con el whisky apropiado, lo ayudaron a ganarse el respeto de los caballeros del club.

Henry –así lo llamaban sus compañeros de golf– era un hombre enérgico y cordial. Su vida era una rueda indetenible de trabajo, ocio y consumo. Ni su rostro ni su vestimenta sufrían las consecuencias de un ritmo de vida imparable. Como buen hombre civilizado, gozaba de una rutina irrenunciable de placeres burgueses. Además de no perderse jamás un partido de golf, se deleitaba con una obra de teatro o una película cada noche de sábado, y todos los días, después de almorzar, acudía a la misma cafetería. Consciente de su neurosis, se declaraba inafectado por ella, alegando que costumbres como jugar al golf todos los miércoles y viernes no podían considerarse perjudiciales en absoluto. Los días de semana, luego del almuerzo, bebía café irlandés para acompañar la lectura de lo que él llamaba “el gran diario porteño”, y a diez minutos de que terminara su horario de almuerzo, se retiraba de la cafetería, no sin antes dejar el diez por ciento de lo abonado como propina. Reingresaba a la oficina a las tres de la tarde y trabajaba sin descanso hasta las seis. Esta rutina permaneció inalterable durante los veintitrés años de adultez que precedieron a su crisis existencial.

Durante ese período fue un trabajador incansable, pero era más la máscara de hombre productivo que el trabajo lo que lo motivaba. No trabaja por dinero –de hecho, dinero le sobraba– sino por costumbre y vanidad. Si pasaba más de dos días sin ahogar el pensamiento con planillas plagadas de datos, una angustia insoportable lo invadía. Cuando no podía mostrarse ante todos como un señor correcto y servicial, desesperaba. Convencido de que se había forjado una reputación que era preciso preservar, de tanto actuarla ya se desconocía a sí mismo, aunque a los demás les fuera indiferente el personaje que se había inventado.

Era católico e individualista y estaba seguro de que esos términos, lejos de ser contradictorios, se complementaban. Su grado de subordinación al poder divino era tan elevado que jamás osaba oponerse a los designios del Señor, al punto de que repudiaba sin vacilar todo acto de solidaridad por concebir las miserias humanas como parte de la voluntad divina, ante la que, según él, es mejor no interferir. Cada vez que un mendigo o un vendedor ambulante se hacía presente en la cafetería, Enrique le dirigía una sonrisa forzada y negaba con la cabeza sin siquiera saludarlo; no soportaba que le interrumpieran la lectura del “gran diario porteño”, y en seguida solicitaba con excesiva formalidad a alguno de los camareros que la próxima vez se ocupara de impedir el ingreso a la cafetería a esa clase de gente. Los camareros le respondían que se haría su voluntad, pero siempre acababan permitiendo el ingreso a quien fuera. Carecían del criterio necesario –que Enrique poseía en toda regla– para distinguir a los inadmisibles de los clientes respetables. Era lógico que Enrique encontrara molesta la presencia de quienes agitaban su cómoda e incuestionada moral. Como buen hombre rico de Buenos Aires, negaba que hubiese marginación en su ciudad, a la que no quería entender más que como una pulcra metrópoli. Sus ojos resplandecían cuando al conversar con algún extranjero del hemisferio norte (una extrañeza para muchos que para Enrique era costumbre), se enorgullecía de llamar a Buenos Aires “la París de América”.

Trabajó durante esos veintitrés años –los que precedieron a la crisis existencial– en la empresa de su tío, un empresario madrileño de quien heredó su temple y cordura. En cuanto a las costumbres burguesas –y esto según Enrique mismo– fueron responsables “su bolsillo y la City porteña”. Su tío, Eustaquio Casares García, había heredado la fortuna de su padre (el abuelo de Enrique), don Emilio Casares, y, como él, era famoso en toda España por su filantropía y sus buenos modales. Tras el fallecimiento de don Emilio, Eustaquio alcanzó, sin siquiera buscarlo, el reconocimiento de toda la ciudad e incluso de una buena parte del país. Casi toda España lo reconocía por sus inescrupulosos negocios inmobiliarios. Tanto así que, muy a su pesar, se vio obligado a abandonar su amado barrio de toda la vida para escaparse de las consecuencias de una condena social que hubiese manchado irremediablemente su noble apellido. De todos modos, había descartado la posibilidad de que lo condenaran a prisión: contaba con dinero suficiente para sobornar a quien fuera, de modo que la ley penal lo tenía sin cuidado.

Fue por esas razones que Eustaquio abandonó lo que llamaba su lugar en el mundo. Consciente de que la infamia lo perseguiría al menos por toda la Península Ibérica, se marchó en un barco privado –para no exponerse a la prensa en el aeropuerto– a Buenos Aires, y con él lo hicieron su madre y su hermana menor, quien pocos años después, tras la muerte prematura de su esposo en circunstancias dudosas, daría a luz a Enrique en el barrio de Recoleta. Eustaquio decidió volver a invertir en los negocios inmobiliarios en Buenos Aires, aunque tomó la precaución de no utilizar su apellido en el nombre de la empresa. La llamó “Di Stefano Propiedades” en alusión al argentino que supo erigirse como ídolo de su querido Real Madrid. Se adaptó a la metrópoli del puerto con facilidad. Durante la segunda mitad de su vida vivió en paz en Buenos Aires. Dirigió su empresa con mucho empeño y solo extrañó el bar donde comía tortillas y la platea del Santiago Bernabéu. Por lo demás, siempre se sintió a gusto a orillas del Río de la Plata. Era propietario de una empresa de renombre y, como su padre, conocido por su filantropía y sus buenos modales, de modo que había recuperado la antigua fama de los Casares, aunque en otro lugar.

Enrique, huérfano de padre, se convirtió naturalmente en el sucesor de su tío. Heredó de él su compostura y buena educación y recibió la mitad de su fortuna. Copió los gestos y las formas de relacionarse de su tío, así como todos sus principios y valores, sobre todo la solidaridad, el valor supremo de los Casares. Acaso Enrique pasaba por alto que su tío, estafador en España y explotador en Argentina, lejos estaba de ser un modelo de solidaridad, y que lo que practicaba no era más que una caridad condescendiente.

Estaba claro que Enrique era un hombre bien informado: leía los diarios que había que leer y por las noches miraba los programas que había que mirar. Por eso siempre demostraba su conocimiento de la actualidad opinando lo que había que opinar. No había novedad que se le escapara. Si no se enteraba de la detención de un delincuente gracias al diario o la televisión, se lo contaban sus compañeros de golf por el celular. Todos los días compartían en el grupo de WhatsApp imágenes y videos de detenciones y hasta abusos policiales que los miembros del grupo celebraban con comentarios como “lo tiene bien merecido” o “¡Excelente! Uno menos en la calle” (esto último era un grito de victoria que proferían especialmente ante la noticia de que se había asesinado a un ladrón). También utilizaban a menudo la palabra “lacra” para referirse, al parecer, a ciertos muchachos marginales de los que querían diferenciarse a toda costa. Incluso uno alegó que el color despreciable de las “lacras” no correspondía a su piel sino a su mente, pero eso escapa a mi comprensión. Se pronunciaban con tanta seguridad sobre esos asuntos que se atrevían a desafiar a la voluntad divina con declaraciones como “hay que matarlos a todos”.

Uno de los miembros del grupo, Miguel, se indignaba particularmente con las noticias de robos. Lo curioso es que llevaba una vida de rico gracias a los elevados ingresos mensuales que se procuraba él mismo de la cuenta bancaria de su madre. La privaba a la pobre señora tanto de su jubilación como de la pensión que correspondía a la jubilación de su marido fallecido. Con ese dinero se dio el lujo de invitar a su esposa y a su hijo adolescente a unas vacaciones para nada austeras por algunas de las capitales europeas. Ninguno de los tres dudaba en ostentar los extravagantes souvenirs del viaje; y siempre que lo hacían alegaban que la vida en un país del primer mundo era mucho mejor que en este. Se quejaban de la corrupción política, pero no hay duda de que si ellos ocuparan cargos públicos elevados la distribución del capital sería aún más inequitativa.

Antes de que Miguel comenzara a llevar una vida empapada de lujos en busca de un estatus social que solo los bienes materiales dan, había sido empleado de una farmacia. Ahí, gracias a su carisma, había logrado escalar en poco más de un año al puesto de jefe administrativo, pero lo despidieron cuando se descubrió que, al rendir los gastos a sus supervisores, entregaba comprobantes de insumos que nunca se habían comprado. Al descubrir esto, el gerente de la sucursal decidió acudir personalmente al mayorista de cosméticos al que correspondían los comprobantes, pero descubrió que los datos de facturación que en ellos figuraban no coincidían con los registrados bajo el nombre del mayorista. Ante semejante confusión, el gerente de la farmacia se disculpó con los empleados del mayorista, les agradeció por su amabilidad y regresó a su lugar de trabajo con la sospecha de que Miguel falsificaba los comprobantes para guardarse el dinero. Y su sospecha era cierta. Miguelito había comenzado robando, cada semana, cantidades de dinero casi insignificantes, menores a la remuneración que recibía por una jornada laboral. Tal vez si hubiera continuado operando del mismo modo no hubiese sido descubierto, pero no existen límites para la avaricia, de modo que conforme pasaban los meses, la cantidad de dinero que llevaba a su bolsillo era cada vez mayor, hasta que la falta de dinero en las cajas se hizo notoria.

Cuando el gerente explicó a Miguel su interpretación de lo sucedido y lo acusó de haber robado dinero de la empresa, Miguel se sorprendió tanto que se quedó pasmado, mirando el suelo en silencio como si fueran a condenarlo a muerte. Pero de un momento a otro, pasó a ser el gerente el sorprendido; no esperaba que durase tan poco la vergüenza de Miguel, quien relajado y sin temor se declaró culpable, restándole importancia al asunto y continuó con su trabajo como si nada hubiese sucedido.

Se desconoce si la empresa inició acciones legales contra Miguel, pero lo cierto es que fue muy afortunado, ya que recibió la indemnización por despido que le correspondía a pesar de haberle robado a sus empleadores y –aunque su experiencia fuera escasa y su formación, nula– consiguió un nuevo empleo en menos de un mes. Un amigo de la infancia le ofreció la gestión de uno de sus negocios: un pequeño bar del centro porteño. Este amigote suyo era muy adinerado, y como la cafetería era una de sus inversiones menores, cuyo éxito o fracaso no afectaba en gran medida a su fortuna, permitió que Miguel la administrara a su criterio. Al parecer ignoraba el episodio de la pinturería.

Miguel aprovechó la ocasión para hacer de las suyas. El altruismo de su amigo no condicionó en absoluto su conducta, y la ambición se sobrepuso a todo, una vez más. Como era de esperar, llegó el día en que su amigo notó que el negocio ya no le daba rédito alguno y decidió cerrarlo para destinar el dinero a otras inversiones. Debe de haber concluido que Miguel se llevaba una parte de la recaudación, porque al despedirlo se negó a indemnizarlo, y el interés en ahorrarse el pago de la indemnización no podía ser pecuniario, ya que la pérdida de esa cantidad de dinero no disminuiría en gran medida su fortuna. Su actitud se debía a una consideración ética. Como todo el mundo, consideraba buenas a las personas que servían a sus intereses, y Miguel había hecho lo contrario.

No había transcurrido mucho tiempo desde este último incidente cuando Miguel encontró en su madre a un nuevo huésped. A pesar de contar con dinero de sobra para sus gastos, la madre de Miguel se vio forzada a contentarse con la miseria que su hijo le daba de vez en cuando. Miguel era tan amable que se encargaba de pagarle las cuentas y llevar a cabo los trámites y las compras por ella. Por supuesto que eso implicaba encargarse de la administración de su dinero. La pobre mujer no podía siquiera elegir qué comer. Se limitaba a esperar que Miguel hiciese las compras a su antojo o le entregara a modo de limosna unos pocos billetes mientras gastaba indiscriminadamente la mayor parte de su dinero. Los zapatos que Miguel solía llevar al club de Golf costaban más dinero que las compras mensuales de su madre.

En una ocasión en la que Enrique estaba disfrutando de su típico café irlandés mientras leía las noticias, se enteró de que en otra provincia –y esto según el “gran diario porteño”– las fuerzas policiales habían sido “irrespetadas” por un implacable grupo de jubilados, quienes al parecer se habían comportado como bestias indomables ante la imposibilidad de quitarle al honorable gobierno nacional más dádivas de las que les correspondían, por lo que arremetieron contra los uniformados con implacable violencia. De acuerdo con el redactor de la noticia, “los honorables policías cumplieron con su deber cívico en defensa del interés nacional como buenos patriotas”. Enrique observó las imágenes que rodeaban el texto y se indignó ante semejante inconducta. Era inaceptable la impertinencia de aquellos viejos. Uno incluso se había atrevido a cabecear la cachiporra de un cabo mayor, y por lo que se veía en la imagen siguiente, había recibido su merecido castigo, ante lo cual Enrique suspiró aliviado y se alegró de la calidad del servicio del cabo. “Hay que poner mano dura. Si no, esto es un desorden” le comentó al dueño del bar cuando este se acercó a la mesa para curiosear qué había de nuevo en las noticias. Ambos estuvieron, al menos en apariencia, completamente de acuerdo.

Un lunes como todos, mientras leía el diario de siempre (el “gran diario porteño”, que era un panfleto impreso en hojas ridículamente grandes), al tiempo que saboreaba, como siempre, su café irlandés, se encontró con una noticia impactante por la proximidad de los hechos. Se trataba de la desaparición de un militante político de veinte años. El joven se había enfrentado a unos policías luego de que estos reprimieran a un grupo de docentes. Los docentes reclamaban un aumento de salario que sostenían que debía haberse efectuado varios meses antes. Uno de ellos quiso hacer comprender a dos miembros de la fuerza policial que las decisiones del gobierno perjudicaban a todos los trabajadores, incluso los policías, y que por esa razón debían protestar juntos en lugar de enfrentarse. Los uniformados se enredaron en una discusión fervorosa con el docente y comenzaron a golpearlo con sus escudos para que regresara al tumulto, pero el hombre no se echaba atrás; lejos de hacerlo, comenzó a insultar a los policías, que no dudaron en golpearlo sin piedad.

Se trataba de un maestro de primaria llamado Julián Casanova. El joven militante desaparecido luego de los incidentes había visto todo, y tanto le irritó lo sucedido que, sin dudarlo, arremetió contra el policía que había dado el primer empujón a Casanova. El muchacho se llamaba “Nicolino Gatica” y al parecer no era casual que llevara el nombre de un gran boxeador y el apellido de otro, porque con tanta potencia atacó al policía que lo derribó de un puñetazo que lo dejó tendido en el suelo durante varios minutos. El otro policía, lejos de ayudar a su compañero, comenzó a reprimir “como es debido” al muchacho, y apenas recibió apoyo de más colegas, no dudó en detenerlo. El hecho había ocurrido el viernes. Tres días después, no había noticias del paradero del joven Gatica. Seguro que las cámaras de seguridad habían registrado el hecho, pero solo tenía acceso a las grabaciones un grupo selecto de funcionarios públicos, y todos ellos respondían a quien había ordenado la represión. Y aunque las filmaciones llegaran a ser de público conocimiento, eso no hubiese servido de nada, ya que los policías eran indistinguibles: todos vestían los mismos cascos y uniformes. Además, la prensa oficialista ya se había encargado de inocular a medio país el repudio a la inconducta de Casanova y Gatica.

Por supuesto que los redactores del diario utilizaron palabras más sensacionalistas para relatar el hecho. El título de la nota rezaba: “MILITANTE VIOLENTO DETENIDO”. Enrique la leyó con inusual atención. Quería saber qué había ocurrido, ya que la imagen del joven golpeando al policía que encabezaba la nota había sido tomada a pocos metros de la cafetería. Recordó otros artículos similares que había leído. No era la primera vez que desaparecía una persona en manos de la policía. Pero esa vez había sucedido muy cerca. Al parecer es la distancia física entre el informado y el lugar lo que determina la gravedad del hecho.

“¡Se llevaron a un pibe acá a dos cuadras!” exclamó alarmado, sin dirigirse a nadie en particular. Estaba pensando en voz alta, si es que tantos años de alienación no le habían vedado aún la capacidad de tener un pensamiento propio. Fue tal el estremecimiento que experimentó que le fue imposible contener el grito. Sintió en carne propia, al menos por un momento, un miedo inconfundible: cualquiera podía ser víctima de un crimen como ese. Se lo habían llevado muy cerca. Al tomar conciencia de lo sucedido, se horrorizó como si el desaparecido hubiese sido él mismo.

El hecho perturbaba su concepción de la sociedad entera. Que semejante injusticia hubiese ocurrido a pocos metros de la cafetería no pudo sino conmoverlo, y al derrumbarse de inmediato sus valores y principios tan arraigados, experimentó una crisis sin precedentes. Ingresó al local un vendedor de medias que intentaba ofrecerle dos pares a un precio accesible, pero Enrique no lo escuchó. Tampoco pudo responderle. No podía emitir sonido alguno. Permaneció en silencio durante un buen rato con la mirada perdida en un punto fijo del papel. Sus ojos bien abiertos y su postura encorvada contrastaban con la calma rectitud que lo caracterizaba.