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La luz y el abismo es la historia de dos personajes que, por diversas razones, deciden dedicarse al arte y el conocimiento, pero descubren que no es tan sencillo como quisieran. Se nos revela parte del universo interior de estos personajes y así podemos conocer qué pasa por las mentes de algunos individuos que de tan suyos ofenden al resto. La obra está dividida en veinticuatro capítulos y en cada uno de ellos se narran las dificultades que deben afrontar ambos protagonistas al intentar cumplir con el mandato existencialista de hacerse a sí mismos en un mundo turbulento que todo el tiempo les niega la posibilidad de hacerlo.
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Seitenzahl: 275
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Facundo Suárez
Suárez, Facundo
La luz y el abismo / Facundo Suárez. - 1a ed. -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires :
Abrapalabra Editorial, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4999-54-2
1. Literatura Filosófica. 2. Narrativa. 3. Novelas Existenciales. I. Título.
CDD A863
Coordinación y producción:
Michela Baldi
Diseño, maquetado:
Helena Maso
Imagen de portada:
@ShutterStock
Edición y revisión de texto:
Helena Gonzalez
Primera edición: diciembre 2022
Abrapalabra Editorial
Manuel Ugarte 1509, CP 1428 - Buenos Aires
E-mail: [email protected]
www.abrapalabraeditorial.com
ISBN: 978-987-4999-54-2
Hecho el depósito que indica la ley 11.723
Impreso en Argentina
A mis padres
No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.
Juzgar si la vida vale o no vale la pena es
responder a la pregunta fundamental de la filosofía.
albert camus.
El mito de Sísifo
Desde muy pequeño, Facundo tuvo dos características que lo describen en gran medida: su espíritu inquisitivo y su rebeldía con causa. Esta mala combinación, frente a la cultura cerrada de nuestros vecinos, lo metió en problemas con cualquier autoridad dogmática desde muy temprana edad. Siempre deseaba saber el porqué de las cosas. Y cuando la respuesta era “porque no” o “porque sí” la desobediencia era el siguiente paso. Siendo pequeños vivimos algunas aventuras frente a lo adverso, como si el amor por la vida nos impulsara a llevar al mundo –y a las pobres almas adoctrinadas que se nos cruzaban en el camino– hasta su límite.
Wilfredo y Jorge tienen muy claramente gran parte de esa picardía en su interior. Ahí es donde se encuentra eso que los vuelve tan humanos. La ley natural del mundo que los rodea no parece sosegar a su espíritu, y por más que intentan vivir una vida “normal” hay, dígasele, un instinto que prevalece y al mismo tiempo los domina. Bendición o condena, cada quien decidirá, pero ambos personajes le sacarán más de una sonrisa a cualquier lector, aunque por momentos también lo desesperará un poco al sumergirlo en el intenso oleaje característico de dos almas inquisitivas. Facundo vive en ellos, o ellos viven en Facundo; cualquiera de esas afirmaciones podría ser correcta. Lo que es seguro es que esta obra no pasará inadvertida a quien la lea.
Lucas Manuel Minaverry
Transcurrió fugazmente otro día en la vida de Wilfredo Chamorro. Llegó a su casa empapado tras haber esquivado charcos bajo la lluvia fría, como si lo hubiese alcanzado un invierno inglés. Pensaba que, a sus veintinueve años, aún le quedaba mucho por hacer, pero se preguntaba si había tenido sentido todo lo que ya había hecho. Las baldosas rotas de la vereda daban lugar a un charco que se filtraba entre las grietas. Wilfredo lo observaba entre el cansancio y el frío. Le pareció que todos los charcos eran el mismo y que ni en su casa podría escapar del agua. Tras cruzar el umbral del sucucho en el que vivía se quitó las botas, que no eran botas de lluvia, y de ese material resquebrajado que alguna vez se había asemejado al cuero escurrió unas gotas de agua sucia. Tomó una toalla vieja y raída que reposaba en una de las sillas de madera, secó su cuerpo a medias y usó la misma toalla para secar el suelo. Supo que sería oportuno dejar la ropa en un rincón y darse una ducha. De lo contrario, seguiría derramando agua sucia sobre el piso que limpiaba en un círculo vicioso. Un chorro de agua denso caía sobre su cuerpo. A su ducha le faltaba la flor. Nunca la compraba por escasez de dinero o por pensar en otras cosas, pero tras haber caminado bajo la lluvia no venía mal un poco de agua caliente.
Se sentía derrotado, agotado por una rutina que no le daba tiempo para el ocio. Cinco años antes, cuando su vida, excepto por las horas que dedicaba al estudio, era muy ociosa, deseaba profundamente el trabajo que ahora lo aplastaba. Había tenido lugar una gran confusión. Wilfredo había creído que querría dedicarse a enseñar historia, que tendría sentido la descabellada idea de que todos debemos elegir una carrera para “tener la vida resuelta” o decidir en la juventud qué preferimos hacer y hacerlo por el resto de nuestras vidas sin considerar jamás la posibilidad de que cambien nuestros intereses, o de que el gusto deje de ser la prioridad. Sin embargo, suele suceder que al alcanzar lo deseado notemos que en realidad queríamos algo diferente.
Wilfredo no era el mismo que hacía algunos años. Aunque aún era joven, el muchachito entusiasta y decidido que había sido se había convertido en un adulto confundido y hastiado. Se preguntó si habían llegado a buen puerto todos sus esfuerzos. ¿Valió la pena pasar tantas noches en vela, discutir tanto con su madre, que quería que estudiara derecho o ciencias económicas, viajar siempre incómodo en colectivos en los que nunca encontraba asiento? Algo era cierto: no obtenía una retribución justa por todo eso. Pero… ¿acaso la vida es justa? ¿Acaso cabe esperar una retribución por nuestros actos? ¿Y no sería demasiado mercantilista aplicar un pensamiento como ese a una vida humana? Por un momento quiso ir más lejos y se le ocurrió que la vida requiere tanto esfuerzo que acaba costando más de lo que vale, pero se detuvo en cuanto se imaginó quitándose la vida.
La paga por su trabajo apenas le alcanzaba para costear sus necesidades. Al principio lo había soportado. Y sus días en las aulas le habían dado momentos felices. No sabía si alguna vez había sido feliz, pero sí que, al menos en su trabajo, había vivido momentos felices. ¿Será que la felicidad es un estado? El trabajo, para él, era como la pizza: le gustaba comer dos o tres porciones de vez en cuando, sobre todo si estaban bien condimentadas, pero la obligación de engullir tres pizzas al día acababa por descomponerlo. Para colmo, ni sus pares ni sus estudiantes le rendían el respeto que merecía. “¡Con la consideración que uno debe tener hacia personas como yo, que dedico mi vida al estudio y la enseñanza!”, gritaba por dentro. Sus alumnos, en el mejor de los casos, lo ignoraban en las clases y lo saludaban con desgano fuera del salón, con solo dos excepciones: dos muchachitos de una curiosidad inusual, esa inquietud extraña e infantil que da esperanzas a los adultos desencantados con el mundo.
Ese día atormentado, Wilfredo había protagonizado un escándalo en la escuela. Era el primero de abril, un jueves previo al viernes feriado. Al día siguiente no se dictarían clases en conmemoración a los “héroes de Malvinas”, denominación que lo irritaba profundamente. Dada su condición de profesor de historia, había sido designado por sus colegas para dar un discurso frente a toda la secundaria. Nadie cuestionó su idoneidad. Después de todo, se trataba de un hecho histórico. ¿Quién sino él podría impartir un discurso a la altura de las circunstancias?
Pero nuestro héroe había bebido un poco más de la cuenta durante el almuerzo, lo que ocasionó que durante su discurso en el auditorio comenzara a elevar el tono de voz con cada frase, a medida que su cuerpo se iba de costado y sus gestos se tornaban cada vez más vehementes. Cerca del final del discurso, que nunca llegaría, o bien se daría antes de lo previsto, arrojó sus machetes al suelo y gritó, mientras luchaba por mantenerse en pie, que por culpa de estúpidos que llamaban a esos soldados “héroes”, se podría suscitar una guerra similar en el futuro, y que los combatientes habían sido en su mayoría jóvenes ingenuos que carecían de preparación para la guerra y que defendían ciegamente intereses de líderes militares genocidas. Gritaba desaforadamente y gesticulaba con las manos en alto, como hacen algunos políticos que compensan su falta de propuestas concretas con sus habilidades para la oratoria. Lo último que llegó a escucharse con claridad fue que los jóvenes conscriptos del ‘82 habían sido víctimas de un régimen de terror y que los argentinos tenían la responsabilidad de evitar que la historia se repitiese.
El espectáculo no le fue indiferente a ninguno de los presentes. La mayoría de los estudiantes fueron incapaces de comprender del todo las palabras del profesor de historia. Sin embargo, reían o cuchicheaban, asombrados por su accionar. Accionar, porque palabra y acto a veces son lo mismo. Solo algunos estudiantes de los cursos más avanzados, que ya se acercaban a la adultez, alcanzaron a comprender hasta cierto punto la postura del profesor y debatían en voz baja sobre lo que había dicho. Varios preceptores y docentes se avergonzaban de su colega. Tras unos segundos de nerviosa vacilación, uno de los preceptores lo bajó del escenario por la fuerza y lo arrastró por una de las escaleras laterales. Wilfredo, por su parte, pataleaba en un vano intento de resistencia. El preceptor lo asió con firmeza hasta que logró expulsarlo del auditorio por la puerta que daba a la calle. Cerró la puerta y pidió calma a los estudiantes, pero el revuelo que había causado Wilfredo tardaría unos minutos en disiparse. Solo los gritos de la directora lograron que los estudiantes hicieran silencio.
Lo que se esperaba que fuera un discurso educativo acabó siendo un bochorno. El preceptor parecía un empleado de seguridad de un boliche que enviaba fuera del lugar a un joven problemático que se rehusaba a retirarse por las buenas. Wilfredo pataleaba y agitaba los brazos, furioso, insultando al preceptor con una insolencia inesperada, alegando que en ese establecimiento nadie más que él tenía autoridad para hablar sobre hechos históricos y que si no le permitían finalizar su discurso debían dar por finalizado el acto o de eso se encargaría él. Se trataba de una amenaza vacía, ya que no era capaz de desprenderse de los brazos del preceptor. “¿Quién va a hablar de un hecho histórico, el profesor de física?” gritó mientras atravesaba la puerta de salida. El profesor de física, un hombre serio y mayor, sin perder la serenidad que lo caracterizaba rio a carcajadas. El acto finalizó apenas unos minutos después.
Concluido el acto, Wilfredo permanecía sentado en la vereda, con la espalda apoyada en la pared exterior del auditorio. Esperaba que la directora lo citara en su despacho, pero eso no ocurrió. El vicedirector, un hombre elegante y decoroso de unos sesenta años que aparentaba más edad, salió del auditorio para conversar con él. Wilfredo estaba despeinado, sus ojos enrojecidos por la rabia y el alcohol. Un techo de chapa precario y frágil lo resguardaba de la lluvia. Sin embargo, su cabello estaba empapado. Tal vez había emprendido el camino a casa y se había arrepentido al mojarse. La lluvia había dado lugar a una llovizna que, junto al cielo gris, indicaba que la tormenta solo se había tomado un descanso.
El vicedirector lucía su traje gris y su alopecia. Erguido y con las manos en los bolsillos, le dirigió a nuestro héroe una mirada escrutadora y articuló, en un tono excesivamente formal: “acordamos con la directora que lo más propicio, dadas las circunstancias, es que se dirija a su domicilio y pospongamos la conversación sobre lo sucedido para el lunes próximo”.
Wilfredo se puso de pie con lentitud, pero con sorprendente facilidad, lo miró de soslayo con evidente desprecio y giró sobre sí mismo. Encorvado y en posición de derrota, se dirigió a su casa bajo la llovizna de un cielo denso y oscuro y repitió las últimas palabras de su superior con voz exageradamente aguda mientras movía su cabeza como un péndulo al ritmo de las sílabas. El vicedirector lo oyó y le pidió que repitiera lo que había dicho.
—Nada, nada… estaba recordando un poema.
—Veo que la historia y la bebida le dejan tiempo para otras aficiones—, dijo el director en su característico tono solemne.
Wilfredo lo despreciaba. Se irritaba cada vez más. Contenía la rabia como contenía la tormenta ese anochecer prematuro, no contestó, o lo hizo con la mirada, y siguió su camino. Seguía con la vista, aunque con la mente en blanco, las líneas que formaban las baldosas de granito en la vereda. “Qué viejo pelotudo…” pensó.
A medida que se acercaba a su morada, las nubes se oscurecían cada vez más, hasta que el cielo explotó. Se escuchó el ruido imponente de un trueno y se desató la tormenta. Sin paraguas ni piloto, se mojaba el suéter negro que siempre usaba, incluso en los días lluviosos. A poco de llegar a su casa, pisó una baldosa floja y se empaparon sus botas de cuerina. “Todas me pasan a mí, la re puta madre…” se quejó. Pero el hecho era insignificante. De pronto, el libro que llevaba en la mochila hacía varios días y aún no había tenido tiempo de leer pasó a ser su única preocupación. Verificó que no se hubiera mojado y abrió la pesada puerta de madera para entrar a su casa.
Después de la ducha, engulló un sándwich de pollo frío que había sobrado del día anterior y al terminar bebió medio litro de agua de una sola vez. Apoyó el colchón en el suelo y se dejó caer en él. Al rato se tapó con la única frazada limpia que tenía. Aunque era habitual que tuviera dificultades para conciliar el sueño, esa noche se quedó dormido antes de las nueve y durmió sin interrupciones hasta la mañana del feriado.
Despertó ofuscado. La resaca le impedía pensar con claridad. Con cierta dificultad, encendió la computadora y prosiguió con la redacción de unos escritos que había abandonado hacía unos meses. Quizás volver a la escritura le haría olvidar el caos del día anterior. Además, de continuar aguardando el momento oportuno para hacerlo, jamás lo haría. Antes de retomar esa tarea, lo distrajeron las figuras mudas del televisor, que pronto se esfumaron para dar lugar a imágenes de los disturbios que habían ocasionado los fanáticos apasionados de un equipo de fútbol. Wilfredo observó el embrollo, los colores, el amontonamiento de gente, el vandalismo innecesario y la violencia. Escribió, casi sin pensarlo: “La pasión es la manifestación emocional de la idealización del objeto” y, dejando un renglón en el medio, “Ni una gota es responsable de las atrocidades del mar”. Consideró esas líneas como un atisbo de genialidad que justificaría su haraganería. Ya se le ocurriría un buen desarrollo. La idea estaba plasmada en un par de frases y serviría de inspiración para futuros relatos. Al menos de eso quiso convencerse. Satisfecho con sus ocurrencias, guardó el archivo en la carpeta en la que solía guardar sus escritos (todos sin terminar) y apagó la computadora. Volvió a dirigir la mirada al televisor. Era un armatoste viejo que reposaba sobre una mesita de madera anticuada. Se acercó para ver mejor y notó que eran las ocho de la mañana. Sintió un rugido en el estómago y decidió calmarlo con algún panificado. Buscó dinero en su billetera, pero no encontró ningún billete, y la inflación de los últimos años había ocasionado que las monedas ya no alcanzaran para nada, de modo que dejó caer contra el suelo la alcancía de cerámica que había comprado hacía unos meses y rescató, de entre un charco de monedas, dos billetes de cien pesos.
Salió a la calle vistiendo un conjunto deportivo ligero pero abrigado. Las dos mudas de ropa que acostumbraba a usar los fines de semana (y un feriado era lo mismo que un sábado o un domingo) estaban sucias. El sol había despejado las nubes negras de la noche anterior, aunque persistía un viento frío que agitaba suavemente las hojas de los árboles. Los rastros del agua que había caído permanecían dispersos por las veredas, los pequeños canteros y las estrechas calles del barrio. Los toldos habían acumulado bastante agua, y dos niños ya no tan pequeños jugaban a dar saltos para ver si llegaban a salpicar un poco pero nunca alcanzaban su objetivo. Wilfredo caminó con cuidado por esas veredas aún mojadas, pues no contaba con otra muda de ropa limpia y seca. En la esquina de la avenida Videla, cuyo nombre lo irritaba hasta la médula, dobló en dirección al sur y caminó los ochenta y tantos metros que lo separaban de la panadería. Entró y pidió tres vigilantes azucarados. Lo atendió un vendedor rubio y regordete que colocó las facturas en una bandeja metálica sin dirigirle la mirada mientras discutía acaloradamente con un cocinero sobre un partido de fútbol. Wilfredo tomó uno de los billetes de su bolsillo para pagarle y cuando el muchacho por fin le prestó atención, desató una risa burlona. Nuestro héroe, atónito, le preguntó cuál era el motivo de tanta risa, pero el joven, lejos de responderle, le dio la espalda y, sin dejar de reír, puso un pie en la cocina para llamar a otro de sus compañeros. Quería compartir con él la imagen irrisoria de Wilfredo.
Este último joven, bastante más alto y delgado que el primero, pero con el mismo peinado, una cresta rubia pronunciada y prolija, se acercó al mostrador desde el lúgubre invernadero de los hornos. Apenas vio a Wilfredo, lanzó una risa histérica y exagerada, al punto de que sus ojos lagrimeaban. “¡El profesor borracho, ja, ja! ¡No lo puedo creer!” exclamó entre risas. A Wilfredo no le importaba en lo más mínimo la imagen que los panaderos tuvieran de él, pero se preguntaba cómo había llegado a ellos su fama de profesor borracho. Imaginó que se había difundido algún video de su discurso del día anterior y tragó saliva. ¿Qué pensarían sus familiares y sus colegas?
Regresó a su casa concentrado en olvidar la preocupación que le habían causado. Caminaba por las calles casi desoladas y daba rienda suelta a su pensamiento en un intento de decidir cómo justificaría sus actos del día anterior. Echó un vistazo al celular. Decenas de mensajes nuevos. Algo fuera de lo habitual, pero decidió postergar su lectura. Todavía no había desayunado. A medida que avanzaba, pasaban por su cabeza, uno tras otro, recuerdos inconexos de otras etapas de su vida: la primera bicicleta que había montado en su infancia en el barrio de edificios, los ojos de la muchacha de la que se había enamorado en el profesorado, un libro poco celebrado de Dostoievski que le hacía mucha gracia, el ketchup importado que compraba su hermana y un partido de fútbol que había jugado cuando aún le gustaba el fútbol en el que se había sentido como imaginaba que se sentía Andrés Iniesta en el Barcelona. Puras incoherencias, o un mecanismo de defensa. Necesitaba recordar momentos que no pudiera asociar con el día anterior.
Al cruzar la puerta, volvió a encender el televisor. En el noticiero, luego de mostrar un desastre natural que había ocurrido en otra provincia, hablaron del desastre que Wilfredo había protagonizado en la escuela. Al parecer algún estudiante lo había grabado todo y había publicado el video en internet. “Genial. Soy un genio y ahora me van a conocer como el profesor borracho, aunque deje de ser profesor” pensó. Consideró las posibles consecuencias como si pudiera hacer algo para evitarlas. En una sociedad tan espectacularizada no había lugar para un tipo como él, que anteponía la libertad al imperante circo de las formas. Wilfredo, en realidad, daba poca importancia al escándalo. Su preocupación absurda derivaba de la certeza de que los padres de sus estudiantes se quejarían de su conducta y acabarían forzando a los directivos a expulsarlo.
Lamentó las probables consecuencias de su conducta. Nadie le había reprochado nada, o al menos aún no se había enterado de ningún reproche. Todavía tenía mensajes que leer. Se irritaba por reprimendas hipotéticas que daban lugar a pensamientos que afirmaban su individualidad. Pensaba que, a pesar de su juventud, nadie podía ser tan competente como él en la materia que enseñaba y eso lo llevó a caer en la cuenta de que, de todos modos, ya no importaba la competencia sino la funcionalidad. Recordó que, en la universidad, un profesor le había dicho que vivimos en una sociedad generadora de idiotas útiles. Wilfredo sabía que no era ningún idiota, pero también había aceptado hacía mucho tiempo que tampoco era útil.
“¿Útil para qué?” se preguntó. A lo mejor había sido un error definirse por el juicio de la mayoría. ¿Y si estaban equivocados? La verdad no es democrática. Confirmaba, acaso falazmente, este pensamiento el hecho de que nuestro héroe, a pesar de que en ocasiones se viera como una piltrafa, se estimaba más lúcido que cualquiera, sobre todo al compararse con quienes cumpliesen con los estándares de estética y moral de su tiempo.
Casi todas las personas que había conocido le daban la impresión de no acercarse siquiera al conocimiento. Por eso nunca entablaba relaciones estrechas con otros. Pensaba que la mayoría eran idiotas útiles, una minoría significativa, idiotas inútiles, y que él, que era un genio inútil, era superior al resto en las únicas dos cualidades que respetaba: la inteligencia y la libertad. “La utilidad es una propiedad de las cosas, de los instrumentos. Un hombre útil no es más que un remedo de hombre” pensaba. Cuando estas cuestiones pasaban por su cabeza, no podía evitar recordar al vicedirector. Al considerarlo la antítesis viviente de las cualidades que estimaba, lo tenía por un imbécil despreciable atado a las formas, y es posible que en eso tuviera algo de razón.
Fijó la vista en el paquete de facturas que había dejado sobre la mesa y, antes de desayunar, se dispuso a leer algunos de los mensajes que había recibido, pero le bastó leer el primero para dejar sin leer los demás. La remitente era la directora, lo cual restaba importancia al resto de los mensajes. Por el momento, solo quería saber si conservaría su empleo. El mensaje rezaba:
«Wilfredo: Dados los hechos acaecidos durante el acto en homenaje a los héroes de Malvinas, me veo obligada a citarte en mi despacho mañana a las dos de la tarde. Preciso hablar seriamente con vos. Saludos. Dolores Fuertes».
“¡Dolores fuertes me dan a mí al leer estas aberraciones!” pensó Wilfredo. Que la directora hubiera escrito “Dados los hechos acaecidos…” para evitar explicitar lo que ambos sabían que el mensaje implicaba lo enfureció, pero que se hubiese referido a los ex-combatientes de la guerra de Malvinas como héroes lo hizo explotar de rabia. “¡Es directora de una escuela y no comprende lo peligroso que es decir eso! ¡Como si necesitáramos más jóvenes argentinos muertos! ¡Me quiero morir yo ahora!” bramó, furioso, mientras daba un puñetazo al escritorio para descargar su enojo. “¡Además, ‘me veo obligada a citarte’?,” continuó gritando. “¡Si nadie la obliga! ¡Me cita porque quiere romperme las pelotas! Y ‘¡Preciso hablar seriamente con vos?’ ¡La última vez que soporté chicanas como esa tenía ocho años!”.
Lo de hablar seriamente lo consideró una impertinencia, al punto de que, por un rato, su situación laboral salió del foco de su atención para dar lugar a una serie de recuerdos de su infancia. ¿Hablar seriamente? Precisamente eso le decía su madre cuando se enteraba de que su hijo había protagonizado alguna escaramuza en la escuela; hasta que un día Wilfredo, que aún no había aprendido a dividir por dos cifras, le respondió con descaro y sin perder la calma: “Seria mente tengo yo. Ustedes, los adultos, tienen la cabeza hueca”. Desde entonces, su madre supo que los desencuentros con nuestro héroe ocurrirían con frecuencia, al menos hasta que él comenzara a tenerlos con otras personas.
Wilfredo se permitió una sonrisa intempestiva al evocar esas memorias, pero a los pocos segundos de encontrarse distraído en su orgullo melancólico se vio interrumpido por el ruido de las patinetas de sus vecinos preadolescentes, que patinaban en dirección al parque como todos los mediodías al salir de la escuela. Aterrizó de su mundo de memorias siempre algo distorsionadas y recordó su situación actual. Al día siguiente regresaría a la escuela, pero como profesor.
Ya se figuraba la escena. La directora era una mujer fornida y elegante. Siempre se mantenía erguida con esfuerzo y su peinado de Isabel II no había cambiado durante décadas. Su forma de hablar era para nuestro héroe tan irritante como la del vicedirector; su formalidad, ligeramente menor que la de ese monigote. Dolores Fuertes había citado a Wilfredo a las dos de la tarde en su despacho. Nuestro héroe terminaría de dar clases una hora y media antes del horario de la cita y no tenía deseo alguno de asistir a ella, pero lo que menos quería era darle a Dolores excusas para nuevas molestias, por lo que decidió asistir. Se supo incapaz de prestarle atención al resto de los mensajes y su rabia, al provocarle cansancio, le facilitó el sueño. Esa noche no lamentó la imposibilidad de desvelarse leyendo. Una noche de descanso le sería de gran utilidad.
La mañana siguiente se levantó más temprano de lo esperado. La alarma aún no había sonado, pero ya no tenía sueño. Se tomó su tiempo para el aseo matutino y preparó café. Antes de ir a la escuela tomó una hoja de cuaderno y una lapicera y escribió:
“Cuando se suscite el próximo conflicto armado en el que mueran absurdamente miles de nuestros jóvenes, responsabilizaré a cada uno de los reivindicadores de una guerra en la que un grupo de genocidas enviaron a matar y morir a muchachitos que apenas habían comenzado a hacerse a sí mismos. Llamar a esos muchachos héroes es romantizar una causa funesta: la reivindicación de un gobierno de criminales. Llamarlos héroes es ponerlos de ejemplo para las generaciones posteriores, es indicar que la defensa “del país” está por encima de sus vidas, pero eso no es cierto. Muchachitos engañados por cobardes de uniforme que se habían cargado miles de muertos y desaparecidos… Y después se inflan el pecho para gritar tres veces “libertad”. Basta de impregnar de una emoción enaltecedora lo que es un crimen imperdonable. No contribuyamos a la repetición de las atrocidades. Es responsabilidad de todos hacer lo que esté a nuestro alcance para que lo nefasto de nuestra historia no se repita jamás”.
Dejó el escrito en la mesa, tomó sus cosas y emprendió el regreso a la escuela. Llegó temprano y trabajó sin problemas. Algunos de sus estudiantes se reían por lo bajo y hacían comentarios cómplices, pero eso era común en ellos. Wilfredo no le dio importancia. Salió de la escuela a las doce y media y fue a almorzar a un barcito frente a la estación de tren. Almorzaba ahí al menos tres veces por semana. Era un lugar lúgubre, incluso de día.
Caminó sin prisa, perdido en las baldosas, como solía hacer, pero su introspección era una vorágine de pensamientos sin cohesión. Era incapaz de detenerse en un solo pensamiento por mucho tiempo. Quizás la cafeína lo aceleraba demasiado. Pensó que debía dejar de regular sus emociones y su actividad mental mediante la alternancia de bebidas alcohólicas y energéticas, aunque no estaba seguro de que fuera ese hábito la causa de su pensamiento acelerado.
Terminó de recorrer las cuatro cuadras que lo separaban del bar y se detuvo para fumar un cigarrillo y tranquilizarse un poco antes de decidirse a entrar al lugar, que se encontraba casi en penumbras, como de costumbre. De los siete tubos de luz que poblaban el techo descascarado, solo uno funcionaba a la perfección. De los demás, solo emitían luz dos, que titilaban sin cesar como si fuesen a quemarse en cualquier momento. Wilfredo se sentó en una mesa junto a los inmensos ventanales que daban a la calle. Entre los vidrios rajados del ventanal junto al que había elegido esperar que el mozo advirtiera su presencia, observó el tren, que se detuvo en la estación para dejar subir a cientos de pasajeros. Quiso imaginar sus historias de vida, o al menos cuáles eran los quehaceres cotidianos de toda esa gente. “¿Por qué se suben al tren? ¿Por qué se desesperan tanto por entrar que no dejan salir a los que quieren hacerlo?” se preguntó, pero no tardó mucho en responderse que no tenían sentido sus preguntas.
Le sorprendió el mesero, un hombre gordo de tez blanca y barba larga y desprolija. Lo miró con condescendencia, pero a Wilfredo no le importó. “¿Te traigo la carta, maestro?” preguntó el mesero con aires de hartazgo mientras caían gotas de sudor por sus mejillas. “No, gracias” respondió Wilfredo: “Le pido un pancho con salsa criolla y una cerveza de litro”, agregó. El mesero fue muy prolijo y expeditivo a pesar de mostrarse visiblemente agobiado por el estrés. Le sirvió a Wilfredo una botella de cerveza sorpresivamente aceptable cubierta por un envase de telgopor que le permitiría conservar su temperatura “ideal” y en seguida se retiró hacia la cocina para regresar de inmediato con el pancho rebosante de salsa criolla. Ese almuerzo tan simple siempre le parecía muy apetecible a nuestro héroe, pero esta vez ni se mosqueó al verlo. Solo agradeció, asintió con la cabeza y el mesero regresó a la barra por si ingresaba algún otro cliente, aunque hacía varios días que no había clientes nuevos. Wilfredo, por su parte, volvió a echar un vistazo a la estación de tren, ya casi desierta, donde poco a poco, a medida que se acercara el horario de partida del siguiente tren, se iría conformando una masa que él denominaba, para sus adentros, “hormiguero de ilusos y desesperados”.
Pasó un largo rato mirando por la ventana. Antes de almorzar, bebió casi dos litros de cerveza y, aunque se le nublaba el pensamiento, seguía bien despierto. Luego ingirió su almuerzo con detenimiento, y aun así lo terminó en apenas diez minutos. Bebió la poca cerveza que quedaba y advirtió que, en medio del silencio, se alzaba la voz del muchacho que almorzaba a pocos metros de él. También era habitué del lugar. Hablaba con el mozo sobre un torneo. Tenía rasgos asiáticos bien marcados, llevaba unos lentes gruesos y vestía un traje muy prolijo y sin arrugas. Eso le daba un aspecto de intelectual obsesivo (una especie de antítesis de nuestro anárquico protagonista). Ante la mirada de Wilfredo, el muchacho levantó la cabeza y pronunció con una monotonía rayana en lo robótico “Ah, es usted el profesor borracho”.
Inexpresivo, bebió un trago de té negro, bajó la cabeza y continuó analizando una partida de ajedrez, concentrado en las páginas de un libro grueso que parecía una enciclopedia.
El enfado de nuestro héroe fue inmediato. La escasa paciencia con la que había contado desde sus primeros años de vida se consumía con el paso del tiempo. Ya entrado en la adultez, cada vez le quedaba menos. Para colmo, el alcohol lo desinhibía. Intentó olvidar el comentario del muchacho, pero la furia se apoderó de él. Pidió dos medidas de whisky en un solo vaso y, mientras se dirigía a paso decidido a la mesa de su agresor, bebió todo de un trago. Soltó el vaso sin cuidado sobre la mesa del joven ajedrecista, lo que provocó que salpicara unas gotas de whisky sobre el libro. El joven lo miró con desprecio y Wilfredo respondió a su mirada con un violento golpe a la mesa. Exhalaba un aliento a alcohol que podía sentirse a metros de distancia. Su golpe ocasionó que el té de su nuevo enemigo salpicara el tablero en el que reproducía las partidas. Cayeron desparramadas las piezas que todavía estaban sobre el tablero. El muchacho, en actitud estoica, se acomodó los anteojos, tomó un pañuelo de seda del bolsillo superior de su saco y limpió con detenimiento el tablero. Tomó una servilleta, la dobló perfectamente por la mitad y secó las salpicaduras de su libro. Limpió las piezas con otras servilletas, las acomodó en las posiciones exactas en las que estaban antes de caer y retomó el análisis de la partida como si nada hubiese sucedido. Ante esa actitud, Wilfredo se enfadó todavía más. Gritó, proyectando su concepción de sí mismo en su interlocutor:
—¿Te creés mejor que los demás, idiota!
—Lo soy. Juguemos—, fue la respuesta inmediata que recibió de aquellos ojos intelectuales que lo empequeñecían.
Wilfredo se acomodó en la silla opuesta a la de su rival y decidió jugar con las piezas negras. Cualquier observador hubiese notado que estaba demasiado nervioso para jugar una partida de ajedrez. Ambos jugadores desarrollaron sus piezas antes de comenzar a atacar y, a pesar de la clara desventaja de nuestro héroe, que además de no ser un estudioso del ajedrez como su rival estaba ebrio, la partida no se complicó en los primeros movimientos. Pero Shinsuke –así se llamaba el joven– era un jugador competente y ofensivo, y jugaba con las piezas blancas. Wilfredo sabía que, al término de la etapa de desarrollo, la creatividad y el conocimiento del juego marcarían la diferencia, y así fue. Nuestro héroe no logró mantener la concentración y, tras una jugada defensiva errónea, comenzó una seguidilla de movimientos forzados de las negras que resultó en una posición ventajosa para las blancas, que ya contaban con un caballo de más. Eso le bastaría a su rival para ganar la partida y ambos jugadores lo sabían.
Introdujo el final de la partida un brillante sacrificio de dama del jugador de las blancas que forzó un mate en dos movimientos, similar a una partida en la que Supi derrotó a Carlsen en 2020. Wilfredo, a diferencia del campeón del mundo, no felicitó a su rival sino que, incapaz de aceptar su derrota, lanzó el tablero fuera de la mesa. El juego de ajedrez cayó al suelo y sus piezas delicadas se esparcieron por las baldosas sucias de restos de comida y bebida por segunda vez. Wilfredo tomó sus pertenencias y salió del local en llamas, desarreglado y transpirado a pesar de que no hiciera calor. Con un cabezazo produjo en uno de los ventanales del local una rajadura que cubría casi toda su altura. El vendedor salió apurado gritándole que volviera, que era un sinvergüenza y debía pagar por lo que había hecho, pero Wilfredo, que ni vergüenza ni dinero tenía, comenzó a correr y dobló en la esquina para tomar el primer colectivo que pasara por la avenida. “La puta madre… espero que no me hagan pagar por la estupidez de este tipo” dijo el vendedor, pensando en voz alta, y regresó, resignado, al local
— Yo puedo pagarle el arreglo—, respondió el ganador de la partida.
—¡Gracias! Todavía quedan buenos pibes. Me alegra que hayas humillado a ese borracho imbécil.
Wilfredo se bajó del colectivo en la segunda parada. No le importó desviarse. Caminó por una calle paralela a la del bar, en dirección contraria a la del colectivo. Se dirigía a la escuela para encontrarse con Dolores Fuertes.