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Hacia mediados del mes de julio del año de 1838, uno de esos coches recientemente puestos en circulación por las plazas de París, llamados milores, rodaba por la calle de la Universidad, conduciendo a un hombre grueso, de mediana estatura, vestido con el uniforme de la Guardia Nacional.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Honoré de Balzac
A D. Miguel Ángel Cajetani
Príncipe de Téamo
No es al príncipe romano, ni al heredero de la ilustre casa de Cajetani, que ha suministrado Papas a la Cristiandad, a quien dedico este pequeño fragmento de una larga historia, sino al sabio comentarista del Dante.
Usted me ha hecho descubrir la maravillosa armazón de ideas sobre la que el más grande de los poetas italianos ha construido su poema, el único que los modernos pueden oponer al de Homero. Antes de oír a usted, la Divina Comedia parecíame un inmenso enigma, cuya solución nadie había encontrado, y menos que nadie los comentaristas. Comprender de ese modo a Dante es ser tan grande como él; bien que todas las grandezas le son a usted familiares.
Publicando, en un volumen dogmático, la improvisación con que usted hubo de encan-tarme en una de las veladas en que se descansa de haber visto Roma, un sabio francés lograría una reputación, ganaría una cátedra y muchas cruces. Quizá usted ignora que la mayor parte de nuestros catedráticos viven sobre Alemania, sobre Inglaterra, sobre el Oriente o sobre el Norte, como insectos po-sados sobre un árbol; y, como el insecto, llegan a convertirse en parte integrante de aquél, pidiendo prestado su valor al del sujeto. Italia no ha sido explotada aún en cátedra abierta. Por eso no se me tendrá nunca en cuenta mi discreción literaria. Despojándole a usted, habría podido convertirme en un hombre docto con la fuerza de tres Schlegel, mientras que ahora voy a quedarme en simple doctor en medicina social, veterinario de las enfermedades incurables, aunque no sea más que para ofrecer un testimonio de agradecimiento a mi cicerone y unir el ilustre nombre de usted a los de los Porcia, los San Severino, los Pareto, los de Negro, los Belgiojoso que, en La comedia humana, representarán aquella íntima y continua alianza entre Italia y Francia, que ya el obispo Bandello, autor de cuentos muy picarescos, consagraba de la misma manera en el siglo XVI, en aquella magnífica colección de novelas de Shakespeare, algunas veces hasta partes enteras y textualmente.
Los dos bosquejos le dedico constituyen las dos fases eternas de un mismo hecho.
Homo duplex, ha dicho nuestro Buffon; ¿por qué no añadir: Res duplex? Todo es doble, hasta la virtud. También Molière presentaba siempre los dos lados de todo problema humano; Diderot, a imitación suya, escribió un día Esto no es un cuento, quizá la obra maestra de Diderot, donde presenta la sublime figura de la señorita Lachaux inmolada por Gardanne, frente a la de un amante perfecto muerto por su querida. Mis dos novelas están, pues, colocadas en pareja, como dos gemelos de sexo distinto. Es una fantasía literaria a la que por una vez puede uno entregarse, sobre todo en una obra donde se intenta representar todas las formas que sirven para vestir el pensamiento. La mayor parte de las disputas humanas todo en una obra donde se intenta representar formas que sirven para vestir el pensamiento. La mayor parte de las disputas humanas proceden de que existen a la vez sabios e ignorantes, constituidos de tal manera, que no ven más que un solo lado de los hechos o de las ideas, no ver pretende que la cara que ha visto es la única verdadera, la única buena. Así el Libro Santo ha lanzado esta frase profética: «Dios ha entregado el mundo a las disputas de los hombres.» Confieso que este solo pasaje la Escritura debiera inducir a la Santa Sede para darle a usted el gobierno de las dos Cámaras, para obedecer a aquella sentencia comentada, en 1814, por disposición de Louis XVIII.
Que su talento y la poesía que lleva usted en sí protejan a los dos episodios de Los parientes pobres.
De vuestro afectísimo servidor,
DE BALZAC
París, agosto - septiembre de 1846.
Hacia mediados del mes de julio del año de 1838, uno de esos coches recientemente puestos en circulación por las plazas de París, llamados milores, rodaba por la calle de la Universidad, conduciendo a un hombre grueso, de mediana estatura, vestido con el uniforme de la Guardia Nacional.
Entre el número de esos parisienses acusados de ser tan espirituales encuéntranse los que se creen infinitamente mejor de uniforme que con su traje ordinario, y que supo-nen en las mujeres gustos lo bastante depravados como para imaginar que han de verse favorablemente impresionadas ante el aspecto de una gorra de pelo y por el arnés militar.
El rostro de aquel capitán, perteneciente a la segunda legión, respiraba una propia satisfacción, que hacía resplandecer su tez encen-dida de color y su rostro medianamente mofletudo. Ante aquella aureola que la riqueza adquirida en el comercio pone en la frente de los tenderos ya retirados, adivinábase en el capitán a uno de los elegidos de París, por lo menos antiguo adjunto de su distrito. Creed también que no faltaba la cinta de la Legión de Honor sobre su pecho, arrogantemente combado a la prusiana. Instalado altivamente en el rincón del milor, aquel hombre condecorado dejaba errar sus miradas sobre los transeúntes que, a menudo, en París, recogen de este modo agradables sonrisas dirigidas a hermosos ojos ausentes.
El milor se detuvo en la parte de calle comprendida entre la de Bellechasse y la de Borgoña, a la puerta de una gran casa recientemente construida, sobre una parte del patio de un antiguo palacio con jardín. Habían respetado el palacio, que conservaba su primitiva forma en el fondo del patio reducido a la mitad.
Sólo en el modo como el capitán aceptó los servicios del cochero para bajar del milor habríase reconocido al cincuentón. Hay gestos cuya franca pesadez tiene toda la indiscreción de una partida de bautismo. El capitán volvió a ponerse el guante amarillo de la mano diestra y, sin preguntar nada al portero, dirigiose hacia la gradería del piso bajo del palacio, con un aire que parecía querer decir: «Esta mujer es mía.» Los porteros de París tienen un golpe de vista certero y no detienen nunca a las gentes condecoradas, vestidas de azul y de grave andar; en suma, conocen a los ricos.
Aquel piso bajo estaba todo él ocupado por el señor barón Hulot de Ervy, comisario ordenador en tiempos de la República, antiguo intendente general del Ejército y director entonces de una de las más importantes admi-nistraciones del Ministerio de la Guerra, consejero de Estado, gran oficial de la Legión de Honor, etc.
Este barón Hulot habíase llamado él mismo de Ervy, lugar de su nacimiento, para distin-guirse de su hermano, el célebre general Hulot, coronel de los granaderos de la Guardia Imperial, a quien el emperador había hecho conde de Forzheim después de la campaña de 1809. El hermano mayor, el conde, encargado de la custodia de su hermano menor, por paternal prudencia habíalo colocado en la administración militar, donde, gracias a sus dobles servicios, el barón obtuvo y mereció el favor de Napoleón. Desde 1807 el ba-rón Hulot era intendente general de los ejércitos de España.
Después de haber llamado, el capitán burgués hizo grandes esfuerzos para colocarse en su sitio el uniforme, que se había levantado, tanto por detrás como por delante, empu-jado por la acción de un vientre piriforme.
Recibido tan pronto como le hubo visto un criado de librea, aquel hombre importante e imponente siguió al criado que, abriendo la puerta del salón, dijo:
- El señor Crevel.
Al oír aquel nombre, admirablemente ade-cuado al talante de quien lo llevaba, una se-
ñorona rubia, muy bien conservada, pareció como si hubiese recibido una conmoción eléc-trica y se levantó.
- Hortensia, ángel mío, vete al jardín con tu prima Isabela - dijo vivamente a su hija, que bordaba a algunos pasos de ella.
Después de haber saludado graciosamente al capitán, la señorita Hortensia Hulot salió por una puerta vidriera, llevándose consigo a una vieja solterona que parecía de más edad que la baronesa, aunque tuviese cinco años menos.
- Se trata de tu matrimonio - dijo la prima Bela al oído de su prima Hortensia, sin mostrarse
ofendida por las maneras que la baronesa usaba para despedirlas, contando apenas con ella.
La manera de vestir de aquella prima hubiese, en caso de necesidad, explicado la falta de consideraciones con que era tratada.
Aquella solterona llevaba un traje de merino color pasa, cuyo corte y galones databan de la Restauración, una pañoleta bordada, que podría valer tres francos, y un sombrero de paja cosida con adornos de satén azul bordados, como se ve entre las vendedoras del mercado. Ante el aspecto de los zapatos, de piel de cabra, cuya forma delataba la ma-no de un zapatero de ínfima clase, un extraño hubiera vacilado para saludar a la prima Bela como a una parienta de la casa, pues parecía enteramente una costurera de diario. Con todo, la solterona no salió sin hacer un afec-tuoso saludo al señor Crevel, saludo al cual este personaje respondió con un signo de inteligencia.
-¿Vendrá usted mañana, verdad, señorita Fischer? - dijo.
-¿No tiene usted gente? - Preguntó la prima Bela.
- Mis hijos y usted, nada más - replicó el visitante.
- Bien - respondió -; entonces, cuente conmigo.
- Aquí estoy, señora, a sus órdenes - dijo el capitán de la milicia burguesa, saludando de nuevo a la baronesa Hulot.
Y lanzó sobre la señora Hulot una mirada como la que Tartufo lanza a Elmira cuando un actor de provincias cree necesario señalar las intenciones de su papel, en Poitiers o en Cou-tances.
- Si quiere usted seguirme por aquí, caballero, estaremos mucho mejor que en este salón, para hablar de negocios - dijo la seño-ra Hulot, designando una habitación próxima que, en la distribución de la casa, estaba des-tinada a sala de juego.
Aquella habitación no estaba separada más que por un ligero tabique del tocador, cuya ventana daba sobre el jardín, y la seño-ra Hulot dejó al señor Crevel solo durante un momento, pues creyó necesario cerrar la ventana y la puerta del tocador, a fin de que nadie pudiese ir a escucharles. Tuvo asimismo la precaución de cerrar también la puerta vidriera del salón grande, sonriendo a su hija y a su prima, que vio sentadas en un antiguo quiosco, en el fondo del jardín. Volvió, dejando abierta la puerta de la sala de juego, con el fin de oír abrir la del salón grande si alguien entraba en él. Yendo y viniendo de este modo, la baronesa, no siendo observada por nadie, dejaba que su fisonomía expresase todos sus pensamientos; y quien la hubiese visto, casi se hubiera asustado de su agita-ción. Pero volviendo de la puerta de entrada del salón grande a la sala de juego, su rostro se ocultó bajo aquella reserva impenetrable que todas las mujeres, aun las más francas, parecen tener a sus órdenes.
Durante estos preparativos, por lo menos singulares, el guardia nacional examinaba los muebles del salón donde se hallaba. Viendo los cortinones de seda antaño rojos, desteñidos en violeta por la acción del sol y limados en los pliegues por un largo uso; una alfombra de donde habían desaparecido los colores; muebles desdorados, cuya seda jaspea-da de manchas veíase usada por bandas, muestras de desdén, de contento y de esperanza sucediéronse ingenuamente sobre su llano rostro de comerciante hecho rico. Mirá-
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