La princesa impostora - Al servicio del jeque - Jane Porter - E-Book

La princesa impostora - Al servicio del jeque E-Book

Jane Porter

0,0
3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La princesa impostora Era como un cuento de hadas. Hannah accedió a ayudar a una princesa y, pocas horas después, se encontró prometida con un rey. Esa peligrosa farsa tenía que acabar pronto, pues la química entre ellos era demasiado real. La prometida de Zale era una mujer llena de vida que le hacía hervir su sangre azul. Pero ¿era digna de ser reina? Tendría que idear el modo de descubrirlo. Al servicio del jeque Después de ser rechazada y humillada públicamente por el padre de su hijo, la princesa Emmeline d'Arcy no tenía anillo ni fecha de boda y esperaba un hijo ilegítimo. Y, para colmo de males, tenía que cambiar su vida de lujo y hacerse pasar por su hermana gemela, la ayudante personal del jeque Makin Al-Koury. Emmeline, que estaba acostumbrada a que le sirvieran en todo momento, tendría que estar pendiente de los caprichos de su jefe… día y noche. Pero cuando él descubriera su vergonzoso pasado, ¿no prescindiría de ella y pasarían a ser solo un recuerdo sus caricias?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 333

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Jane Porter. Todos los derechos reservados.

LA PRINCESA IMPOSTORA, Nº 18 - octubre 2012

Título original: Not Fit for a King?

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

© 2012 Jane Porter. Todos los derechos reservados.

AL SERVICIO DEL JEQUE, Nº 18 - octubre 2012

Título original: His Majesty’s Mistake

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1082-2

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

  Mujer: DREAMSTIME.COM

  Desierto: MARTIN MAUN/DREAMSTIME.COM

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

La princesa impostora

A Tessa Shapcott, que compró mi primer libro en enero de 2000 y cambió mi vida para siempre.

Prólogo

Palm Beach, Florida

–Te pareces tanto a mí... –dijo la princesa Emmeline d’Arcy en voz baja; dio una vuelta alrededor de Hannah, con las cejas enarcadas–. La misma cara, la misma estatura, la misma edad. Si tuviéramos el mismo color de pelo, podríamos pasar por gemelas. Es increíble.

–Gemelas exactamente no. Usted es mucho más delgada, Alteza –respondió Hannah, que era de pronto muy consciente de su cuerpo al lado de la delgadísima princesa Emmeline.

Esta seguía examinándola de la cabeza a los pies.

–¿Te tiñes el pelo o es tu color natural? Sea como sea, es precioso. Un tono castaño muy cálido.

–Es tinte. Es varios tonos más oscuro que mi color natural y me lo tiño yo misma –respondió Hannah.

–¿Se puede comprar ese color aquí, en Palm Beach?

Hannah no podía creer que a la hermosa princesa rubia le interesara su tono de tinte castaño.

–Seguro que sí. Se vende en todas partes.

–¿Podrías comprarlo para mí?

Hannah vaciló.

–Puedo. ¿Pero por qué lo quiere, Alteza? Está usted preciosa de rubia...

La princesa Emmeline sonrió.

–He pensado que podría ser tú por un día.

–¿Qué?

La princesa se apartó de Hannah y se acercó a uno de los altos ventanales de la suite de su hotel, donde se quedó mirando el elegante jardín tropical de Florida.

–He metido la pata –dijo con suavidad. Colocó las manos en el cristal como si fuera una cautiva en vez de una de las princesas jóvenes más famosas del mundo–. Y ni siquiera puedo salir de aquí para arreglarlo. No solo por los paparazzi, también por mis guardaespaldas, mi secretaria, mis damas de compañía... –apretó los puños en el cristal–. Solo por un día quiero ser normal. Corriente. Quizá así pueda arreglar esta pesadilla.

La angustia de su voz hizo que se le oprimiera el pecho a Hannah.

–¿Que ha pasado, Alteza?

La princesa Emmeline negó con la cabeza.

–No puedo hablar de eso –respondió con voz quebrada–, pero es algo grave. Lo estropeará todo.

–¿Qué estropeará, Alteza? Puede confiar en mí. Se me da muy bien guardar secretos y jamás traicionaría su confianza.

La princesa se llevó una mano al rostro y se secó unas lágrimas antes de girarse a mirar a Hannah.

–Sé que puedo confiar en ti. Por eso te estoy pidiendo ayuda –respiró hondo–. Mañana por la tarde hazte pasar por mí. Te quedarás aquí en la suite y yo seré tú. No tardaré mucho, cuatro o cinco horas como máximo, y luego volveremos a ser las mismas.

Hannah se sentó en una silla que tenía al lado.

–Quiero ayudarla, pero mañana tengo que trabajar. El jeque Al-Koury no me da tiempo libre, y aunque lo hiciera, yo no sé nada de ser princesa.

Emmeline cruzó la gruesa alfombra escarlata y se sentó frente a ella.

–El jeque Al-Koury no te puede hacer trabajar si estás enferma. Ni siquiera él sacaría a una mujer enferma de la cama. Y no tendrías que salir del hotel. Puedo reservarte unos tratamientos en el spa y que te mimen toda la tarde.

–Pero yo hablo como una norteamericana, no como una princesa de Brabant.

–Ayer te oí presentar a tu jeque en francés en el torneo de polo. Hablas francés perfectamente, sin acento.

–Porque viví un año con una familia en Francia cuando estaba en el instituto.

–Pues mañana habla francés. Eso siempre despista a los norteamericanos –Emmeline sonrió–. Podemos hacerlo. Tráete el tinte de pelo por la mañana, uno rubio para ti y tu castaño para mí y nos teñiremos el pelo y nos cambiaremos la ropa. Piensa en la aventura que será.

La risa de la princesa resultaba contagiosa y Hannah sonrió a su pesar.

–Solo serían unas horas mañana por la tarde, ¿verdad? –preguntó.

Emmeline asintió.

–Volveré antes de la cena.

–¿Y estará segura saliendo sola?

–¿Por qué no? La gente creerá que soy tú.

–¿Pero no se va a poner en peligro?

–Claro que no. Me quedaré en Palm Beach, no iré a ninguna parte. Ayúdame, Hannah, por favor.

¿Cómo podía negarse? La princesa parecía desesperada y Hannah nunca había podido negarle ayuda a nadie.

–Lo haré, pero solo unas horas.

–Gracias –Emmeline le apretó la mano–. Eres un ángel y te prometo que no te arrepentirás.

Capítulo 1

Tres días después - Raguva

Pero Hannah sí se arrepintió. Se arrepintió más de lo que nunca se había arrepentido de nada.

Habían pasado tres días desde que se cambiara con Emmeline. Tres días interminables de fingir ser alguien que no era. Tres días de vivir una mentira.

Debería haber parado aquello el día anterior, antes de ir al aeropuerto, y haber confesado la verdad.

Pero en vez de eso había subido al avión privado y viajado a Raguva como si fuera la princesa más famosa de Europa y no una secretaria norteamericana que se parecía por casualidad a la princesa Emmeline.

Contuvo el aliento para intentar controlar el pánico. Estaba en un buen lío y el único modo de que Emmeline y ella sobrevivieran a aquel desastre era conservar la cabeza fría. Cosa nada fácil teniendo en cuenta que iba a conocer al prometido de la princesa, el poderoso Zale Ilia Patek, un hombre del que se rumoreaba que era tan ambicioso como inteligente.

Hannah no sabía nada de realeza, pero allí estaba, ataviada con un vestido de alta costura de treinta mil dólares y con una delicada tiara de diamantes colocada en su pelo rubio teñido, después de haber pasado la noche memorizando todo lo que podía sobre Zale Patek de Raguva.

Se dijo que solo una tonta se presentaría ante un rey y su corte haciéndose pasar por su prometida. Pero ella había prometido ayudar a Emmeline y no podía abandonarla de pronto.

Respiró hondo cuando se abrieron las enormes puertas de color oro y crema y apareció el gran salón escarlata del trono.

Una larga fila de arañas de cristal arrojaba una luz tan brillante que Hannah parpadeó, abrumada por el resplandor.

Fijó la vista en el estrado del trono, al otro lado de la estancia. Una larga alfombra roja se extendía ante ella. Una voz la anunció, primero en francés y después en raguviano.

–Su Alteza Real la princesa Emmeline de Brabant, duquesa de Vincotte, condesa d’Arcy.

A Hannah le dio vueltas la cabeza. ¿Cómo se le había ocurrido cambiarse con Emmeline? La princesa, en vez de regresar, la había llamado y puesto mensajes para suplicarle que continuara la farsa primero unas horas y después un día y otro. Le decía que había habido un contratiempo pero todo se arreglaría y ella, Hannah, solo tenía que mantener la farsa un poco más.

Una de las damas de honor que había a su lado le susurró:

–Alteza Real, todos esperan.

Hannah miró el trono situado al final de una larga alfombra roja y echó a andar con paso tembloroso. Vacilaba sobre los tacones altos y sentía el peso del vestido de seda bordado con miles de cristales, pero nada de eso le resultaba tan incómodo como la mirada del rey Zale Patek, que esperaba sentado en su trono.

Ningún hombre la había mirado nunca con tanta intensidad y Hannah se sonrojó.

Incluso sentado, el rey resultaba imponente. Era alto, de hombros anchos y fuertes y cara atractiva. Pero era su expresión lo que la dejaba sin aliento. En sus ojos veía posesión. Propiedad. Faltaban diez días para que se casaran, pero ella ya era suya a sus ojos.

A Hannah se le secó la boca. El corazón le latió con fuerza. No debería haber hecho aquel trato. A Zale Patek de Raguva no le gustaría que lo tomaran por tonto.

Cuando llegó al estrado donde estaba el trono, se recogió las pesadas faldas con una mano e hizo una reverencia que había practicado aquella mañana con una de sus ayudantes.

–Majestad –dijo en raguviano, algo que también había practicado.

–Bienvenida a Raguva, Alteza Real –contestó él en un inglés impecable. Su voz era profunda y seductora.

Hannah alzó la cabeza y sus ojos se encontraron. Ella reprimió un gesto de sorpresa. Aquel era el rey de Raguva, un país situado entre Grecia y Turquía, en el Mar Adriático. Aparentaba menos de los treinta y cinco años que tenía y era increíblemente bien parecido. Las fotografías de internet no le hacían justicia. Era un hombre moreno, de ojos marrón claro y pómulos altos sobre una barbilla firme.

La inteligencia que denotaba su mirada hizo pensar a Hannah en grandes reyes y emperadores anteriores a él: Carlomagno, Constantino, César... Y se le aceleró el pulso.

Era alto y fuerte. Había nacido príncipe y se había entrenado como deportista; había llegado a ser una estrella del fútbol, aunque había dejado su carrera cinco años atrás, al morir sus padres en un accidente de avión del que no había habido supervivientes.

Hannah había leído que Zale Patek apenas había salido con mujeres durante la década en la que había jugado en dos importantes clubes de fútbol europeo, porque el deporte había sido su pasión. Y una vez en el trono, había dedicado la misma disciplina y pasión a su reinado.

Y ese hombre iba a ser el esposo de la princesa Emmeline.

En aquel momento, Hannah no sabía si envidiarla o compadecerla.

–Gracias, Majestad –respondió, sin apartar la vista de los ojos de él.

El rey se incorporó y bajó los escalones del estrado. Le tomó la mano, se la llevó a los labios y le besó los nudillos. El toque de su boca produjo un escalofrío a Hannah, un cosquilleo de la cabeza a los pies.

Por un momento los envolvió un silencio expectante, que hizo que ella se sonrojara. Luego el rey la giró hacia su corte. La gente empezó a aplaudir y el rey Patek comenzó a presentarle a sus muchos consejeros.

Avanzaban juntos por la alfombra y él se paraba a presentarle a una persona importante tras otra, pero la sensación de la mano de él hacía que le fuera imposible concentrarse en nada. Los nombres y las caras se confundían en su mente y la cabeza le daba vueltas.

Zale Patek se disponía a presentar a otro miembro de su corte a Emmeline cuando notó que a ella le temblaba la mano. La miró y detectó fatiga en sus ojos y un asomo de tensión en la boca. Decidió que se imponía un descanso y que el resto de las presentaciones podía esperar a la cena.

Salió del salón del trono y la guio a través de la antecámara hasta un pequeño salón de recepciones que terminaba en el Salón Plateado, una estancia que había sido la favorita de su madre.

–Por favor –dijo. La acompañó hasta un pequeño sillón Luis XIV cubierto de un tejido plateado con bordados venecianos. Una araña enorme de plata y cristal colgaba del centro del techo y espejos venecianos decoraban la seda de color ostra que forraba las paredes.

Era una habitación bonita y relucía debido a la seda, la plata y el cristal, pero nada podía compararse con la princesa.

Era esplendorosa.

Además de astuta, manipuladora y engañosa, cosa que no había descubierto hasta después del compromiso.

Hacía un año que no veía a Emmeline, desde el anuncio de su compromiso en el Palacio de Brabant, y solo habían hablado dos veces antes de eso, aunque, por supuesto, la había visto en diferentes eventos públicos a lo largo de los años.

–Estás preciosa –dijo, cuando ella se sentó en el sillón, con la tela azul del vestido rodeándola como una nube y haciendo que pareciera una sirena que esperaba posada en las rocas para atraer a los hombres con su belleza.

Esa no era una cualidad que Zale buscara en su esposa ni en la futura reina de Raguva.

Buscaba fuerza, calma y principios, cualidades que sabía ya que la princesa no poseía.

–Gracias –respondió ella; y un delicado tono rosa tiñó su impoluta piel de porcelana.

El rubor de ella lo dejó sin aliento e hizo que se endureciera su cuerpo.

¿De verdad se había sonrojado? ¿Pensaba que podía convencerlo de que era una doncella virginal y no una princesa experimentada y promiscua?

Pero a pesar de los defectos de su carácter, en persona era pura perfección física, con una estructura ósea exquisita, piel cremosa y ojos azules. No había duda de que poseía una belleza extraordinaria.

Había sido el padre de Zale el que le había sugerido que la princesa Emmeline d’Arcy sería una novia apropiada. Entonces Zale tenía quince años y ella cinco, y a él le habían horrorizado los acuerdos preliminares de su padre. ¿Una niña regordeta de ojos azules y hoyuelos como futura esposa? Pero su padre le había asegurado que algún día sería una mujer deslumbrante y había acertado. En Europa no había otra princesa tan hermosa ni tan apropiada.

–Por fin estás aquí –dijo, odiando que le causara tanto placer mirarla. Debería mostrarse distante y disgustado, pero sentía curiosidad... y una fuerte atracción física.

Ella bajó la cabeza.

–Claro que sí, Majestad.

–Zale –corrigió él–. Llevamos un año prometidos.

–Y sin embargo, no nos hemos visto –repuso ella. Alzó la barbilla con las mejillas muy rojas.

Zale enarcó una ceja.

–Por elección tuya, Emmeline, no mía.

Ella abrió los labios como para protestar, pero volvió a cerrarlos.

–¿Eso te ha molestado? –le preguntó después de una pausa.

Él se encogió de hombros. No podía decirle que sabía que ella había pasado ese año viéndose con el playboy argentino Alejandro a pesar de estar prometida con él.

No le diría que sabía que su viaje de siete días a Palm Beach la semana anterior había sido para ver a Alejandro jugar al polo. Ni que en los últimos días no había estado seguro de que ella se presentara en Raguva para la boda.

Pero lo había hecho.

Estaba allí.

Y él pretendía aprovechar los diez días siguientes para descubrir si estaba preparada para honrar su compromiso con él, con sus respectivos países y sus familias, o si pensaba seguir engañándolo.

–Me alegra que estés aquí –respondió–. Ya es hora de que empecemos a conocernos.

Ella sonrió; una sonrisa radiante que le iluminó los ojos desde dentro, y él sintió que aumentaban el calor y la presión en su pecho.

Era absurdo que la belleza de Emmeline lo dejara literalmente sin aliento. Ridículo que lo afectara de tal modo una mujer con un vestido elegante y unas joyas. Llevaba anillos de zafiros y diamantes y una tiara de oro y diamantes que lanzaba pequeños destellos de luz.

–Yo también me alegro de estar aquí –respondió ella–. Este es un mundo totalmente distinto al de Palm Beach.

–Eso es verdad –asintió él, intrigado a su pesar–. Siento no haber podido ir a esperarte anoche a tu llegada. ¡Hay tanta tradición en este trabajo! Quinientos años de protocolo.

–Lo comprendo.

Claro que lo entendía. Ella había aceptado también aquel matrimonio a pesar de estar apasionadamente enamorada de otro hombre.

–¿Quieres un refresco? Falta menos de una hora para la cena.

–No, gracias, puedo esperar.

–Me han dicho que no has comido nada hoy; ni anoche desde tu llegada.

Ella le lanzó una mirada levemente burlona.

–¿Cuál de mis ayudantes se ha chivado?

–A mis cocineros les ha preocupado que rechazaras sus comidas. Temían que no fueran de tu agrado.

–En absoluto. Las bandejas del desayuno y del almuerzo parecían deliciosas, pero yo era muy consciente de que a las cinco tendría que entrar en este vestido.

–No estarás con una dieta de matarte de hambre, ¿verdad?

Ella bajó la vista a su figura.

–¿Parece que corra peligro de desaparecer?

Zale frunció los labios. No, ella no tenía aspecto de matarse de hambre. El vestido cubría unos pechos firmes y, aunque la cintura era de avispa, las caderas también resultaban anchas y femeninas. Los tonos del vestido realzaban su piel suave y cremosa, el azul sorprendente de sus ojos y el rosa de sus generosos labios. Parecía exuberante y apetitosa.

Zale sintió una punzada intensa de deseo y reprimió el impulso de tocarla. La presión en los pantalones había llegado a un punto casi insoportable. Hacía un año que no se acostaba con una mujer porque había querido respetar su compromiso con Emmeline, pero había sido un año muy largo y estaba impaciente por consumar su matrimonio, diez días después.

Si se casaban.

La miró y descubrió que ella lo miraba a su vez. Cuando sus ojos se encontraron, sintió un deseo fuerte y primitivo.

Se juró que la haría suya aunque no la hiciera su reina.

Hannah bajó la vista para romper el extraño poder que tenía Zale sobre ella. Cuando lo miraba a los ojos, de color ámbar y fuego, se sentía perdida, esclavizada por los sentidos, ahogándose en sexo y pecado.

Hacía mucho que no sentía aquello... que no deseaba algo tanto que casi le dolía.

Hacía mucho tiempo que no había ido en serio con nadie y más todavía que no había deseado que alguien la amara. Disfrutaba del sexo cuando lo compartía con alguien especial. El problema era que no había habido nadie especial desde que se graduara en la Universidad de Texas cuatro años atrás. Entonces tenía veintiún años y esperaba que su novio de la universidad le pidiera matrimonio, pero él rompió con ella y le anunció que estaba preparado para pasar página y empezar a salir con otras.

Ahora, por primera vez desde que la dejara Brad, sentía algo.

Por primera vez en cuatro años, deseaba algo.

Nerviosa e incómoda, cruzó las piernas bajo la enagua y el vestido y sintió el roce del liguero de encaje en el muslo. La lencería de Emmeline. Recordó entonces que el viril Zale también pertenecía a Emmeline.

Se levantó y miró brevemente a Zale mientras se alisaba la falda.

–Si hay tiempo, me gustaría refrescarme un poco en mi habitación antes de la cena.

–No nos llamarán al comedor hasta dentro de media hora.

–¿Me disculpas, entonces?

–Por supuesto. Enviaré a alguien a buscarte cuando sea la hora.

Hannah salió deprisa de la estancia y subió las escaleras hasta su cuarto del segundo piso. Aquello era una locura. ¡Ojalá llegara pronto Emmeline y fuera libre de marcharse!

Una vez en la suite, cerró la puerta y corrió a la mesilla, donde estaba su móvil. Comprobó si tenía mensajes, pero no había ninguno. Ni una sola palabra.

Se llevó una mano al estómago vacío. Habían pasado horas desde el último mensaje de Emmeline. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no contestaba?

Hannah luchó por calmarse. Quizá la princesa estuviera ya en camino. Tal vez volara en aquel momento hacia Raguva.

Sintió un rayo de esperanza. Era posible.

Pero cuando se consolaba con esa idea, sonó el teléfono.

Era Emmeline.

Hannah contestó de inmediato.

–¿Estás aquí? –preguntó esperanzada–. ¿Has llegado ya?

–No, todavía sigo en Florida –la voz de Emmeline vaciló–. Me está costando mucho salir puesto que tú tienes mi avión. ¿No podrías enviármelo de vuelta?

–¿Has podido arreglar tus cosas?

–No.

–¿Estás bien?

–No corro un peligro físico, si eso es lo que preguntas.

Hannah captó en la voz de la princesa que esta estaba al borde del llanto.

–¿Va todo bien por allí?

–No –Emmeline respiró hondo–. ¿Cómo está Zale? ¿Tan frío como siempre?

Hannah se sonrojó.

–Yo no lo llamaría frío.

–Puede que no. Pero es bastante sombrío, ¿verdad? Creo que no le gusto mucho.

–Se va a casar contigo.

–Por cinco millones de euros.

–¿Qué?

–Hannah, es un matrimonio acordado. ¿Qué esperabas?

Hannah imaginó el rostro fuerte y atractivo de Zale, sus ojos inteligentes y su constitución alta y fuerte.

–Quizá os enamoréis cuando empecéis a estar juntos.

–Espero que no. Eso lo complicaría todo –Emmeline se interrumpió, habló con alguien que había en la habitación con ella y volvió al teléfono–. Buenas noticias. No tengo que esperar a mi avión. Un amigo de aquí tiene uno que puedo tomar esta noche. Llegaré por la mañana. Te pondré un mensaje en cuanto aterrice. Con un poco de suerte, nadie se dará cuenta de nada.

«Con un poco de suerte», repitió Hannah para sí cuando colgó el teléfono con el corazón extrañamente pesado.

Capítulo 2

Hannah se dijo que era un gran alivio que aquella farsa imposible estuviera a punto de terminar. Se dijo que se alegraba de irse por la mañana. Pero una parte de ella se sentía decepcionada. Zale la fascinaba.

Se retocó el maquillaje y se ajustó la tiara antes de seguir a su dama de compañía por la serie de galerías y estancias que llevaban al gran salón comedor.

Caminaban con ligereza, con las faldas susurrando a cada paso. Cuando cruzaban el salón Imperio, se vio en un espejo alto situado sobre la chimenea de mármol blanco.

La imagen la sobresaltó. ¿De verdad tenía aquel aspecto? ¿Elegante, resplandeciente? ¿Guapa?

Movió la cabeza. No podía creer que ella fuera así. No sabía que podía ser así. Nunca se había sentido guapa. Lista sí. Trabajadora, por supuesto. Pero su padre nunca había valorado su belleza física, nunca la había alentado a usar maquillaje o vestir bien, y por un momento deseó ser de verdad la chica hermosa del espejo.

La dama de compañía se detuvo delante de unas puertas altas de madera.

–Esperaremos aquí a Su Majestad –dijo.

Hannah asintió.

El rey Patek y sus asesores llegaron de pronto y la atmósfera se volvió eléctrica.

Hannah contuvo el aliento. Zale Patek, alto y fuerte, prácticamente vibraba de energía.

Nunca había conocido a un hombre tan vivo ni tan seguro de sí. Alzó la cabeza, lo miró a los ojos y la expresión que vio en ellos hizo que le diera un vuelco el corazón.

–Estás preciosa –dijo él.

Ella inclinó la cabeza.

–Y tú también.

–¿Estoy precioso?

–Atractivo –ella se sonrojó–. Y regio.

Él enarcó las cejas. Se abrieron las puertas y mostraron un salón inmenso, de dos pisos de altura.

–¡Oh! –susurró Hannah, admirada por la grandeza medieval de la estancia.

El enorme salón estaba iluminado casi exclusivamente por velas de color marfil colocadas en candelabros de plata situados a lo largo de la mesa. Había chimeneas de piedra en ambos extremos de la habitación, y tapicerías de color burdeos cubrían las paredes forradas de paneles de madera. El techo alto formaba un dibujo dorado intricado en el artesonado de madera oscura.

Zale la miró con un amago de sonrisa.

–¿Entramos? –le ofreció el brazo.

Ella lo miró.

¿Sería tan malo que disfrutara de ser princesa por una noche?

¿Lo arruinaría todo que Zale le gustara un poco? Al día siguiente se iría a su casa y no volvería a verlo. ¿Por qué no podía ser feliz esa noche?

Entraron juntos en el salón, donde estaban ya sentados los invitados en la mesa más larga que había visto Hannah en su vida.

Sintió los ojos de todos en ellos y la conversación murió cuando se acercaron a los dos lugares que seguían vacíos en el centro de la mesa.

–Es una mesa enorme –murmuró.

–Sí –asintió él–. En su origen se construyó para cien personas. Pero hace quinientos años la gente debía de ser mucho más pequeña, o no les importaba apretarse más, porque no creo que hoy quepamos más de ochenta.

Un mayordomo uniformado apartó la silla de Hannah mientras otro hacía lo mismo con la de Zale y se sentaron.

–Y aun así –le susurró él–, como puedes ver, ochenta también dan calor.

Una hora después, Hannah pensó que tenía mucha razón. Sentía calor y algo de claustrofobia mientras la cena de cinco platos seguía su curso. El vestido le apretaba las costillas y Zale era un hombre grande, de hombros amplios, que ocupaba mucho espacio.

Y además estaban sus propias emociones, muy confusas aquella noche.

Él la intrigaba y le hubiera resultado imposible ignorarlo aunque hubiera querido. Durante su empleo para el jeque Al-Koury, Hannah había organizado numerosas cenas y eventos y se había sentado al lado de incontables hombres ricos, pero ninguno le había hecho sentirse así.

Nerviosa. Impaciente. Sensible.

Al lado de Zale oía los latidos de su corazón, sentía el calor de su aliento y la piel se le puso de carne de gallina cuando él volvió la cabeza para mirarla a los ojos.

Le encantaba que lo hiciera. Que fuera lo bastante fuerte y lo bastante seguro de sí mismo para mirar a una mujer a los ojos y sostenerle la mirada. Probablemente era lo más sexy que ella había experimentado en su vida.

Y cuando no la miraba, le gustaba también el modo en que miraba a otros, en que observaba el mundo con intensidad y escuchaba con todo su ser... con mente y corazón, ojos y oídos.

Zale la miró y a ella se le aceleró el corazón.

–No todas las cenas serán tan largas como esta –dijo en voz baja y en inglés. Alternaban el inglés y el francés en honor a los invitados, pero siempre que se dirigía a ella lo hacía en inglés–. Esta se prolonga más de lo habitual.

–No me importa –respondió Hannah, procurando hablar sin el menor acento texano–. El salón es hermoso y la compañía excelente.

–Te has vuelto encantadora.

–¿No lo he sido siempre?

–No –él sonrió–. Hace un año no disfrutabas con mi compañía–. En nuestra fiesta de compromiso me esquivaste toda la noche –la sonrisa de él no llegaba hasta sus ojos–. Tu padre dijo que eras tímida. Yo sabía que no.

Era una conversación extraña para tenerla allí, delante de ochenta personas.

–¿Y por qué sabías que no? –preguntó ella.

–Porque sabía que estabas enamorada de otro hombre y te casabas conmigo por deber.

Hannah, nerviosa, se frotó los dedos en la falda.

–Quizá deberíamos hablar de esto más tarde...

–¿Por qué?

–¿No tienes miedo de que nos oigan?

Él la miró con intensidad.

–Me da más miedo no obtener respuestas sinceras.

Ella se encogió de hombros.

–Pues pregunta lo que quieras. Es tu casa y tu fiesta y son tus invitados.

–Y tú eres mi prometida.

Ella alzó un poco la barbilla.

–Sí.

Él la observó durante un momento interminable.

–¿Quién eres tú, Emmeline?

–¿Cómo dices?

–¡Eres tan distinta ahora...! Hace que me pregunte si eres la misma mujer.

–¡Qué comentario más extraño!

–Pero eres distinta. Ahora me miras a los ojos, tienes opiniones, una actitud. Ahora casi creo que puedes darme una respuesta sincera.

–Ponme a prueba.

Él achicó los ojos.

–¿Lo ves? Hace un año no me habrías hablado así.

–Nos vamos a casar dentro de diez días. ¿No debería ser directa?

–Sí –él vaciló un momento, observándola todavía–. El amor romántico es importante para ti, ¿verdad?

–Por supuesto. ¿Para ti no?

–Hay otras cosas más importantes para mí. Familia, lealtad, integridad –la miró a los ojos como desafiándola a rebatirlo–. Fidelidad.

Ella enarcó las cejas.

–¿Pero el amor romántico no incluye todo eso? ¿Cómo puedes amar a otra persona y no entregarte en cuerpo y alma?

–¿Tú nunca traicionarías a un hombre si lo amaras?

–Nunca.

–¿Y no perdonarías aventuras... aunque fueran discretas?

–Por supuesto que no.

–¿No esperas tomar un amante más tarde, cuando nos hayamos casado y hayas cumplido con tu deber?

La pregunta sorprendió a Hannah.

–¿Esa es la clase de mujer que crees que soy?

–Creo que eres una mujer que se ha visto presionada a un matrimonio que no quiere.

Hannah lo miró con la boca abierta, incapaz de pensar en una respuesta.

Zale se inclinó hacia ella y bajó la voz.

–Creo que tú quieres complacer a otros aunque eso tenga un precio terrible.

–¿Porque he aceptado un matrimonio de conveniencia?

–Porque has aceptado este matrimonio –él le sostuvo la mirada–. ¿Puedes hacer esto y ser feliz? ¿Puedes hacer que funcione este matrimonio?

–¿Puedes tú? –preguntó ella, sonrojada.

–Sí.

–¿Por qué estás tan seguro?

–Tengo disciplina y soy diez años más viejo. Tengo más experiencia de la vida y sé lo que necesito y lo que quiero.

–¿Y qué quieres?

–Prosperidad para mi país, paz en mi casa y herederos que aseguren la sucesión.

–¿Eso es todo? ¿Paz, prosperidad y herederos?

–Soy realista. Sé que no puedo esperar demasiado de la vida, así que procuro tener deseos sencillos. Objetivos que se puedan conseguir.

–Eso me cuesta creerlo. Tú eres el futbolista que llevó a Raguva hasta la final de la Copa del Mundo. No se alcanza un éxito así sin tener grandes sueños.

–Eso fue antes de la muerte de mis padres. Ahora mi país y mi familia son lo primero. Mis responsabilidades con Raguva superan a todo lo demás.

El tono fiero de su voz hizo temblar por dentro a Hannah. Era un hombre intenso. Y muy físico. Todo en él expresaba virilidad... la curva del labio, la mejilla, la barbilla fuerte...

–Necesito el mismo compromiso por tu parte –añadió él–. Si nos casamos, no habrá divorcio ni posibilidad de cambiar de idea. Si nos casamos es para siempre y, si no puedes prometer eso, no deberías estar aquí.

Zale apartó bruscamente su silla y le tendió la mano.

–Pero basta de conversaciones serias por hoy. Se supone que debemos celebrar tu llegada y las cosas buenas por venir. Vamos a mezclarnos con nuestros invitados e intentar disfrutar de la velada.

El resto de la noche pasó con rapidez, pues todos querían tener la oportunidad de hablar con el rey Zale y la princesa Emmeline.

Por fin, a las diez y media, Zale escoltó a Emmeline hasta su suite del segundo piso.

Había sido una velada extraña. La llegada de ella le había producido sentimientos ambivalentes. La necesitaba allí por el tema del deber. Raguva necesitaba una reina y él herederos. Pero, a un nivel personal, sabía que ella no era la mujer a la que habría elegido por esposa.

Zale conocía sus propios defectos... era muy trabajador y entregado. Pero también era leal. Esa era una cualidad que respetaba en sí mismo y valoraba mucho en los demás.

Y sabía que quizá a Emmeline no le pasaba lo mismo.

Sabía que no había sido mimada por sus padres. Estos habían sido más bien duros con ella, lo que había hecho que se sintiera desesperada por complacerlos. El mundo podía verla como una princesa resplandeciente y segura, pero su padre le había advertido que podía ser difícil a veces, terriblemente insegura.

La advertencia del rey William d’Arcy le había preocupado. No necesitaba una esposa difícil e insegura y mucho menos una reina frágil y exigente.

Pero su difunto padre había deseado mucho aquella unión. Y aunque llevaba cinco años muerto, Zale quería honrar sus deseos y confiaba en que, una vez que Emmeline llegara a Raguva, se asentaría y se convertiría en la esposa ideal que su padre había imaginado que sería.

Habían llegado a la puerta de la suite y ninguno de los dos dijo nada por un momento.

–Ha sido un día largo –musitó él finalmente.

–Cierto –asintió ella.

–Mañana por la noche será menos formal. Cenaremos a solas, así que será relativamente fácil.

Ella asintió. Sus ojos azules contenían una emoción que él no podía descifrar.

–Estoy segura de ello.

Él la observó y se preguntó cómo era posible que aquella mujer cálida fuera la Emmeline remota y fría del año anterior.

–¿Hay algo que necesites y no te hayamos proporcionado? –preguntó.

–Todo ha sido maravilloso.

–¿Entonces te alegras de estar aquí?

Ella le dedicó una sonrisa trémula.

–Por supuesto.

Zale no supo si fue el brillo inexplicable de lágrimas en sus ojos o aquella sonrisa vacilante, pero la princesa más hermosa de Europa pareció de pronto tan sola y vulnerable que él se acercó, le puso una mano en la espalda... y encontró piel desnuda.

Ella echó atrás la cabeza y la mano de Zale bajó más por la piel cálida.

La atrajo hacia sí y ella respiró con fuerza. Bajó la cabeza y la besó en los labios.

Iba a ser un beso breve, un beso de buenas noches, pero cuando los labios de ella temblaron bajo los suyos, sintió una oleada de deseo.

La atrajo más hacia sí.

Emmeline se estremeció y a Zale se le aceleró el pulso. Lo embargó la necesidad de poseerla y profundizó el beso, tomándola como si ya le perteneciera.

La presión insistente de sus labios le hizo a ella abrir los suyos. La sensación de las caderas de Emmeline contra las suyas hizo que la sangre le rugiera en los oídos y lo instó a darle unos pequeños mordiscos en la boca que la hicieron estremecerse de placer.

Era sensible y receptiva. Su cuerpo temblaba. Zale bajó más la mano, hasta apoyarla en la curva de su trasero, y ella dio un respingo que hizo que sus pezones, erectos, le rozaran el pecho.

El deseo le invadió las venas. Ella era deliciosamente suave, y la deseaba con tanta intensidad que le palpitaba el cuerpo.

Y sabía tan dulce... Zale quería arrancarle el vestido, desnudarla y explorar todas sus curvas y huecos... como la base de la columna, el espacio detrás de la rodilla o la suavidad entre sus muslos.

Quería estar entre sus muslos. Quería abrirle las rodillas y...

Volvió a la realidad. ¿Qué narices hacía? Estaban en el pasillo, a la vista de las cámaras ocultas que transmitían imágenes a los encargados de la seguridad.

Alzó lentamente la cabeza y la miró a los ojos. Los de ella estaban oscuros y nublados; tenía los labios hinchados y la expresión confusa.

–Me temo que hemos dado un espectáculo a los de seguridad –comentó él con voz baja y ronca.

Ella se ruborizó.

–Lo siento.

Él le apartó un mechón de pelo rubio de la mejilla.

–Yo no. Buenas noches, Alteza.

Emmeline lo miró un momento.

–Adiós.

Entró en su cuarto y cerró la puerta.

Capítulo 3

Hannah entró en su suite con el corazón galopante y el cuerpo tembloroso.

Se apoyó un momento largo en la puerta cerrada y se llevó una mano a la boca.

Lo había besado apasionadamente. Lo había besado como si se estuviera ahogando, y quizá era así.

¿Cómo iba a poder irse al día siguiente y no volver a verlo?

Pero no podía quedarse. Él no deseaba a Hannah, quería a Emmeline.

Y hasta eso le dolía. ¿Cómo podía querer a la princesa, a la que no le importaba nada, cuando a ella le importaba ya demasiado?

Y eso era lo que más la confundía y enfurecía. ¿Cómo podía importarle Zale? Lo había conocido aquel día. Había pasado cinco o seis horas con él. No era posible que sintiera nada por él.

¿Por qué, entonces, se sentía enferma y desesperada?

–Alteza –Celine, su doncella, salió del vestidor con un camisón y una bata–. No la he oído volver. ¿La he hecho esperar?

Hannah parpadeó y se apartó de la puerta.

–Acabo de llegar. ¿Puedes ayudarme a quitarme este vestido, por favor?

***

Después de dejar a Emmeline, Zale se obligó a apartarla de su mente y concentrarse en otras cosas... como Tinny.

Se dirigió a su lado del palacio y paró en la habitación de su hermano menor. Nunca se acostaba sin pasar antes a verlo.

Abrió la puerta de la sala de estar de Tinny y vio que estaban todas las luces apagadas menos la pequeña lámpara que había encima de la estantería en la pared más alejada.

La luz nocturna de Tinny, que no podía dormir sin ella.

Constantine, o Tinny, como lo había llamado siempre la familia, tenía que haber ido con sus padres en el viaje fatídico del avión que se estrelló, pero en el último momento les había suplicado que lo dejaran viajar a St. Philippe, su isla privada en el Caribe, al día siguiente con Zale.

Cinco años después, Zale seguía dando gracias a diario porque Tinny no hubiera estado a bordo. Era toda la familia que le quedaba, pero su hermano todavía echaba mucho de menos a sus padres, todavía preguntaba por ellos con la esperanza de que quizá volvieran algún día.

–Majestad –susurró la señora Sivka, la niñera de noche de Tinny. Salió de las sombras en camisón–. Está bien. Duerme como un corderito.

–Siento no haber pasado antes a darle las buenas noches.

–Sabía que esta noche había algo muy importante y no vendría –la señora Sivka sonrió–. ¿Cómo ha ido, Majestad? ¿Es tan hermosa como dicen?

Zale sintió una opresión extraña en el pecho.

–Sí.

–Tinny está deseando conocerla. Hoy no hablaba de otra cosa.

–La conocerá pronto, lo prometo.

–¿Mañana?

–No, todavía quedan algunas cosas que aclarar.

–Lo comprendo. El príncipe Constantino conocerá a su prometida cuando sea el momento oportuno –la mujer sonrió–. Estoy orgullosa de usted. Sus padres también lo estarían. Se merece todo lo bueno que le pase.

–Usted no puede decir otra cosa –musitó Zale–. También fue mi niñera.

–Eso es verdad. Y mírelo ahora.

Él sonrió.

–Buenas noches, señora Sivka.

–Buenas noches, Majestad.

Zale se dirigió a su habitación. Tenía la sensación de llevar toda la noche en una montaña rusa de emociones y eso no le gustaba.

Raramente se dejaba llevar por los sentimientos. Pero Emmeline lo tenía confuso. No era como la recordaba. No se parecía nada a la princesa fría del pasado y esa noche había conseguido llegarle muy adentro.

Aquello no era bueno. Los dos sabían que la suya no era una unión por amor sino un acuerdo bien orquestado con incentivos económicos importantes. Cada paso de su relación estaba descrito y detallado en el borrador final del documento de setenta páginas que firmarían por la mañana.

Podía desearla y disfrutar de ella, pero no podía olvidar que su relación era, ante todo y sobre todo, un negocio.

Y eso implicaba que no podía permitirse dejarse distraer por una hermosa cara y un cuerpo exuberante.

Por suerte, él era famoso por su disciplina. La misma disciplina que lo había hecho triunfar en los estudios y los deportes y lo hacía tener éxito ahora como soberano de Raguva.

Al criarse como el segundo de tres hijos, había tenido que soportar pocas presiones. Nadie tenía expectativas demasiado elevadas para él. Pero Zale sí las tenía para sí mismo. Desde muy joven había estado decidido a encontrar su lugar en el mundo, a hacerse un hueco que fuera únicamente suyo. Y así, mientras su hermano Stephen, el príncipe heredero, aprendía los fundamentos de dirigir una monarquía, él aprendía a jugar al fútbol.

Su hermano mayor sería rey algún día y él jugaría al fútbol profesional.

Zale tenía dieciséis años y estudiaba en un internado de Inglaterra cuando diagnosticaron leucemia a su hermano mayor, de diecinueve. Sus padres y Tinny se habían trasladado a Londres para estar con Stephen durante los tratamientos de quimio y radio.

Stephen había luchado duro durante tres años. Había soportado dolores terribles con la esperanza de que el tratamiento venciera a la leucemia.