Tal vez por saludarla, el hindú
perdió el control sobre su mono y el pícaro animalito saltó alegre
por el tejado y, por sobre el hombro de Sara, entró en su
habitación brincando de un rincón a otro. La niña, divertida, sabía
que tenía que devolverlo, pero no sabía cómo hacerlo. No sabía si
podría atraparlo, o si el mono seguiría dando brincos por su cuarto
o si saltaría y se perdería por los tejados. Sara se volvió hacia
el hindú y, contenta de poder dirigirse hacia él en indostaní,
idioma que recordaba de cuando vivía en la India con su
padre:
—¿Dejará que lo atrape? —preguntó
la niña.
Sara nunca había visto tanta
sorpresa y gratitud como la que expresó el sirviente al oír que se
dirigía a él en su propio idioma. El pobre hombre que pensó que los
dioses venían en su ayuda y que la voz venía del paraíso mismo, se
deshizo en un mar de agradecimientos. La niña comprendió de
inmediato que el hindú estaba acostumbrado a tratar con niños
europeos. Se llamaba Ram Dass, y era sirviente del caballero venido
de la India. Dijo, que por cierto, el mono era difícil de atrapar,
que saltaba de un lado a otro como un rayo. Ram Dass lo conocía y
solía obedecerle, aunque no siempre; pidió autorización para cruzar
el tejado y entrar al cuarto a rescatarlo. Sara no dudó en
acceder.
El sirviente se deslizó por la
ventana del altillo y caminó con delicadeza por el tejado. Se
deslizó suavemente por la ventana de Sara y sus pies tocaron el
piso sin hacer el menor ruido. Al verlo, el animalito chilló
divertido y continuó saltando como para seguir el juego, y de
repente saltó al hombro de Ram Dass y se aferró a su cuello.
El hombre echó una rápida mirada
a la habitación sombría, y simulando no haber visto tanta pobreza,
se dirigió a Sara como si fuera hija de un rajá. Le dijo que el
mono era travieso, pero que no era malo; le contó que de vez en
cuando entretenía a su patrón enfermo, quien hubiera lamentado
mucho si se hubiera perdido su mascota. Agradeció profundamente a
la niña y haciendo grandes reverencias se marchó como había
llegado.
Después que se hubo ido, Sara, de
pie en medio del cuarto, caviló sobre las muchas cosas que la cara
y modales del hindú le habían hecho recordar; sobre todo, sus
profundas reverencias y su vestimenta traían a su mente sus
primeros años pasados en las románticas tierras del sagrado río
Ganges. Pensó en lo extraño que resultaba que la cocinera dirigiera
pocas horas antes su menosprecio, cuando hacía tan sólo pocos años
se había visto rodeada de servidumbre que la trataba en la
misma
forma que acababa de hacerlo Ram
Dass, saludándola a cada paso, y tocando el suelo con su frente
cuando ella les hablaba. Parecía un sueño; un sueño que había
terminado y que jamás volvería, ya que no se vislumbraba nada que
indicase cambio alguno en la situación presente.
Conocía los planes que tenía la
señorita Minchin acerca de su futuro. Se la suponía empeñada en
estudiar y se la examinaba a intervalos irregulares sobre los
progresos alcanzados que, si no acusaban cierta suficiencia, daban
lugar a severas amonestaciones.
La señorita Minchin sabían bien
que el interés de Sara por el estudio hacía superfluo que tuviera
maestra. Al proporcionarle libros, los devoraría hasta
aprendérselos de memoria. Se podía confiar en que dentro de algunos
años la niña estaría en óptimas condiciones para desempeñarse con
éxito como maestra. Y ése era su probable porvenir: dentro de
cierto tiempo Sara se vería reducida a la posición de cenicienta de
la enseñanza, como ahora lo era de la cocina. Esto obligaría a la
señorita Minchin a proporcionarle mejores vestidos, sumamente
sencillos, por supuesto, y hasta inadecuados, haciéndola aparecer
como una sirvienta de cierta categoría. Éste era el perfil del
futuro de Sara, en el que siguió reflexionando por algunos minutos.
Sin embargo, no se dejaría abatir.
—Venga lo que venga —dijo,
hablando a solas—, hay algo que no puede alterarse. Por más harapos
y jirones que vista, en mi interior puedo seguir siendo una
princesa. María Antonieta en prisión, vestida de negro e insultada
por su pueblo, tuvo más altura que cuando todo iba bien en la corte
de Versalles —seguía cavilando Sara
—. Es fácil parecer una princesa
vistiendo ropajes de paño dorado, pero conducirse como tal sin que
nadie lo sospeche, eso sí que es un gran triunfo.
Este juego consolaba a la niña en
más de una oportunidad y con su fantasía hallaba alivio y
bienestar. Estando bajo ese sortilegio, no había rudeza ni malicia
que pudiese alcanzarla.
—Una princesa es una persona
educada —se afirmaba.
Y así, cuando los criados,
copiando el tono autoritario de su ama, la mandaban con palabras
insolentes, erguía su cabeza y les respondía con una finura tan
precisa y singular que a menudo se quedaban mirándola
boquiabiertos.
La mañana siguiente al encuentro
con Ram Dass y su monito, Sara se encontraba en la clase con sus
pequeñas discípulas. Concluidas las lecciones, estaba entregada a
la tarea de guardar los textos de francés, pensando, entretanto, en
los numerosos personajes de la realeza que por disfrazarse habían
sido obligados a desempeñar diversos menesteres. Alfredo el Grande,
por ejemplo, que al quemar unos bollos, obtuvo una bofetada de la
esposa del vaquero, que ignoraba su identidad. ¡El terror que ella
había experimentado al saber lo que había hecho!… Lo mismo que si
de pronto la señorita Minchin descubriera que Sara, con los zapatos
agujereados y todo, era una princesa, una princesa verdadera…
Al pensar en estas cosas, la
expresión de sus ojos era exactamente la que la educadora más
aborrecía. No podía soportarla, y como se hallaba cerca, desahogó
su encono precipitándose sobre ella para darle un bofetón,
exactamente como la mujer del vaquero hiciera con el rey Alfredo, y
que cogió a Sara completamente desprevenida. La sorpresa la arrancó
de su sueño y le cortó el aliento, pero al cabo, sin poderlo
evitar, se echó a reír.
—¡De qué te ríes, tú, niña
atrevida…, muchacha descarada! —exclamó la señorita Minchin.
Sara necesitó un par de segundos
para contenerse lo suficiente y recordar que era una princesa. Las
mejillas se le habían puesto rojas por las bofetadas que
recibió.
—Estaba pensando…
—contestó.
—Pídeme perdón inmediatamente
—gritó muy airada la señorita Minchin. Sara vaciló un segundo antes
de responder.
—Le pido perdón por haberme
reído, si lo considera una ofensa —replicó por fin
—; pero no me disculparé por
pensar.
—¿Qué es lo que estás pensando?
—la increpó—. ¿Cómo te atreves a hacer tal cosa? ¡Explícate
enseguida!
Jessie ahogó unas risitas, y ella
y Lavinia se codearon. Todas las niñas habían dejado a un lado los
libros para escuchar, porque cuando la señorita Minchin atacaba a
Sara, siempre la escena resultaba interesante. Sara solía dar unas
respuestas sorprendentes, y nunca parecía intimidarse por nada.
Tampoco se amilanó ahora, aunque tuviera las orejas rojas y los
ojos brillantes como estrellas.
—Estaba pensando —respondió con
gentil altivez— que usted no sabe lo que hace.
—¿Que yo no sé lo que hago…?
—repitió la señorita Minchin casi sin aliento.
—Sí —afirmó Sara—, y pensaba en
lo que sucedería si yo fuera de veras una princesa, usted no se
atrevería a darme un bofetón… y también pensaba en lo que entonces
haría yo y en lo que sucedería si usted descubriera que… de vedad
soy una princesa y puedo hacer lo que quiero…
Tan clara y vívida imaginación le
ofrecía la posibilidad de hablar en un tono que no dejaba de
impresionar a la señorita Minchin. Por un instante su mente
estrecha y oscura estuvo a punto de creer que había algún poder
oculto en aquella inocente valentía.
—¿Qué? ¿Descubriese qué…?
—Que soy realmente una princesa
—dijo Sara—, y que puedo hacer lo que se me antoja… todo lo que
quiero.
Las niñas que estaban en el salón
tenían los ojos muy abiertos de asombro y fijos en Sara y en la
señorita Minchin. Lavinia se había inclinado hacia delante sobre su
pupitre para ver mejor.
—¡Vete a tu cuarto! —gritó la
señorita Minchin, furiosa—. ¡Ahora mismo! ¡Sal de la sala!
¡Señoritas, atiendan sus lecciones!
Sara se inclinó con una leve
reverencia.
—Excúseme por haberme reído, si
fui descortés —dijo, y salió del salón, dejando a la señorita
Minchin envenenada con su rabia y desconcierto, y a las internas
cuchicheando detrás de los libros.
—¿La viste…? ¿Viste qué expresión
tan extraña tenía? —comentó Jessie—. ¡No me sorprendería si hubiese
algo de verdad en lo que dijo! ¿Y si fuera realmente una princesa…?
¡Imagínate!
XII
DEL OTRO LADO DE LA PARED