La princesita - Frances Hodgson Burnett - E-Book

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Frances Hodgson Burnett

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Beschreibung

Sara Crewe, una princesita que vive feliz con su padre en la India colonial, ingresa en un selecto colegio de Inglaterra. A pesar de su fama de persona estricta, la señorita Minchin, directora del colegio, recibe obsequiosa a la niña y promete velar por ella. Pero de pronto el capitán Crewe muere arruinado y, de la noche a la mañana, La princesita se convierte en una pobre niña abandonada y huérfana, repudiada por todo el mundo.

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Frances Hodgson Burnett

LA PRINCESITA

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-423-7

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-423-7
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Indice

LA PRINCESITA

LA PRINCESITA

Tal vez por saludarla, el hindú perdió el control sobre su mono y el pícaro animalito saltó alegre por el tejado y, por sobre el hombro de Sara, entró en su habitación brincando de un rincón a otro. La niña, divertida, sabía que tenía que devolverlo, pero no sabía cómo hacerlo. No sabía si podría atraparlo, o si el mono seguiría dando brincos por su cuarto o si saltaría y se perdería por los tejados. Sara se volvió hacia el hindú y, contenta de poder dirigirse hacia él en indostaní, idioma que recordaba de cuando vivía en la India con su padre:
—¿Dejará que lo atrape? —preguntó la niña.
Sara nunca había visto tanta sorpresa y gratitud como la que expresó el sirviente al oír que se dirigía a él en su propio idioma. El pobre hombre que pensó que los dioses venían en su ayuda y que la voz venía del paraíso mismo, se deshizo en un mar de agradecimientos. La niña comprendió de inmediato que el hindú estaba acostumbrado a tratar con niños europeos. Se llamaba Ram Dass, y era sirviente del caballero venido de la India. Dijo, que por cierto, el mono era difícil de atrapar, que saltaba de un lado a otro como un rayo. Ram Dass lo conocía y solía obedecerle, aunque no siempre; pidió autorización para cruzar el tejado y entrar al cuarto a rescatarlo. Sara no dudó en acceder.
El sirviente se deslizó por la ventana del altillo y caminó con delicadeza por el tejado. Se deslizó suavemente por la ventana de Sara y sus pies tocaron el piso sin hacer el menor ruido. Al verlo, el animalito chilló divertido y continuó saltando como para seguir el juego, y de repente saltó al hombro de Ram Dass y se aferró a su cuello.
El hombre echó una rápida mirada a la habitación sombría, y simulando no haber visto tanta pobreza, se dirigió a Sara como si fuera hija de un rajá. Le dijo que el mono era travieso, pero que no era malo; le contó que de vez en cuando entretenía a su patrón enfermo, quien hubiera lamentado mucho si se hubiera perdido su mascota. Agradeció profundamente a la niña y haciendo grandes reverencias se marchó como había llegado.
Después que se hubo ido, Sara, de pie en medio del cuarto, caviló sobre las muchas cosas que la cara y modales del hindú le habían hecho recordar; sobre todo, sus profundas reverencias y su vestimenta traían a su mente sus primeros años pasados en las románticas tierras del sagrado río Ganges. Pensó en lo extraño que resultaba que la cocinera dirigiera pocas horas antes su menosprecio, cuando hacía tan sólo pocos años se había visto rodeada de servidumbre que la trataba en la misma
forma que acababa de hacerlo Ram Dass, saludándola a cada paso, y tocando el suelo con su frente cuando ella les hablaba. Parecía un sueño; un sueño que había terminado y que jamás volvería, ya que no se vislumbraba nada que indicase cambio alguno en la situación presente.
Conocía los planes que tenía la señorita Minchin acerca de su futuro. Se la suponía empeñada en estudiar y se la examinaba a intervalos irregulares sobre los progresos alcanzados que, si no acusaban cierta suficiencia, daban lugar a severas amonestaciones.
La señorita Minchin sabían bien que el interés de Sara por el estudio hacía superfluo que tuviera maestra. Al proporcionarle libros, los devoraría hasta aprendérselos de memoria. Se podía confiar en que dentro de algunos años la niña estaría en óptimas condiciones para desempeñarse con éxito como maestra. Y ése era su probable porvenir: dentro de cierto tiempo Sara se vería reducida a la posición de cenicienta de la enseñanza, como ahora lo era de la cocina. Esto obligaría a la señorita Minchin a proporcionarle mejores vestidos, sumamente sencillos, por supuesto, y hasta inadecuados, haciéndola aparecer como una sirvienta de cierta categoría. Éste era el perfil del futuro de Sara, en el que siguió reflexionando por algunos minutos. Sin embargo, no se dejaría abatir.
—Venga lo que venga —dijo, hablando a solas—, hay algo que no puede alterarse. Por más harapos y jirones que vista, en mi interior puedo seguir siendo una princesa. María Antonieta en prisión, vestida de negro e insultada por su pueblo, tuvo más altura que cuando todo iba bien en la corte de Versalles —seguía cavilando Sara
—. Es fácil parecer una princesa vistiendo ropajes de paño dorado, pero conducirse como tal sin que nadie lo sospeche, eso sí que es un gran triunfo.
Este juego consolaba a la niña en más de una oportunidad y con su fantasía hallaba alivio y bienestar. Estando bajo ese sortilegio, no había rudeza ni malicia que pudiese alcanzarla.
—Una princesa es una persona educada —se afirmaba.
Y así, cuando los criados, copiando el tono autoritario de su ama, la mandaban con palabras insolentes, erguía su cabeza y les respondía con una finura tan precisa y singular que a menudo se quedaban mirándola boquiabiertos.
La mañana siguiente al encuentro con Ram Dass y su monito, Sara se encontraba en la clase con sus pequeñas discípulas. Concluidas las lecciones, estaba entregada a la tarea de guardar los textos de francés, pensando, entretanto, en los numerosos personajes de la realeza que por disfrazarse habían sido obligados a desempeñar diversos menesteres. Alfredo el Grande, por ejemplo, que al quemar unos bollos, obtuvo una bofetada de la esposa del vaquero, que ignoraba su identidad. ¡El terror que ella había experimentado al saber lo que había hecho!… Lo mismo que si de pronto la señorita Minchin descubriera que Sara, con los zapatos agujereados y todo, era una princesa, una princesa verdadera…
Al pensar en estas cosas, la expresión de sus ojos era exactamente la que la educadora más aborrecía. No podía soportarla, y como se hallaba cerca, desahogó su encono precipitándose sobre ella para darle un bofetón, exactamente como la mujer del vaquero hiciera con el rey Alfredo, y que cogió a Sara completamente desprevenida. La sorpresa la arrancó de su sueño y le cortó el aliento, pero al cabo, sin poderlo evitar, se echó a reír.
—¡De qué te ríes, tú, niña atrevida…, muchacha descarada! —exclamó la señorita Minchin.
Sara necesitó un par de segundos para contenerse lo suficiente y recordar que era una princesa. Las mejillas se le habían puesto rojas por las bofetadas que recibió.
—Estaba pensando… —contestó.
—Pídeme perdón inmediatamente —gritó muy airada la señorita Minchin. Sara vaciló un segundo antes de responder.
—Le pido perdón por haberme reído, si lo considera una ofensa —replicó por fin
—; pero no me disculparé por pensar.
—¿Qué es lo que estás pensando? —la increpó—. ¿Cómo te atreves a hacer tal cosa? ¡Explícate enseguida!
Jessie ahogó unas risitas, y ella y Lavinia se codearon. Todas las niñas habían dejado a un lado los libros para escuchar, porque cuando la señorita Minchin atacaba a Sara, siempre la escena resultaba interesante. Sara solía dar unas respuestas sorprendentes, y nunca parecía intimidarse por nada. Tampoco se amilanó ahora, aunque tuviera las orejas rojas y los ojos brillantes como estrellas.
—Estaba pensando —respondió con gentil altivez— que usted no sabe lo que hace.
—¿Que yo no sé lo que hago…? —repitió la señorita Minchin casi sin aliento.
—Sí —afirmó Sara—, y pensaba en lo que sucedería si yo fuera de veras una princesa, usted no se atrevería a darme un bofetón… y también pensaba en lo que entonces haría yo y en lo que sucedería si usted descubriera que… de vedad soy una princesa y puedo hacer lo que quiero…
Tan clara y vívida imaginación le ofrecía la posibilidad de hablar en un tono que no dejaba de impresionar a la señorita Minchin. Por un instante su mente estrecha y oscura estuvo a punto de creer que había algún poder oculto en aquella inocente valentía.
—¿Qué? ¿Descubriese qué…?
—Que soy realmente una princesa —dijo Sara—, y que puedo hacer lo que se me antoja… todo lo que quiero.
Las niñas que estaban en el salón tenían los ojos muy abiertos de asombro y fijos en Sara y en la señorita Minchin. Lavinia se había inclinado hacia delante sobre su pupitre para ver mejor.
—¡Vete a tu cuarto! —gritó la señorita Minchin, furiosa—. ¡Ahora mismo! ¡Sal de la sala! ¡Señoritas, atiendan sus lecciones!
Sara se inclinó con una leve reverencia.
—Excúseme por haberme reído, si fui descortés —dijo, y salió del salón, dejando a la señorita Minchin envenenada con su rabia y desconcierto, y a las internas cuchicheando detrás de los libros.
—¿La viste…? ¿Viste qué expresión tan extraña tenía? —comentó Jessie—. ¡No me sorprendería si hubiese algo de verdad en lo que dijo! ¿Y si fuera realmente una princesa…? ¡Imagínate!
XII
DEL OTRO LADO DE LA PARED