La Princesita - Frances Hodgson Burnett - E-Book

La Princesita E-Book

Frances Hodgson Burnett

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Beschreibung

Sara Crewe es una niña extraordinaria que ha vivido una vida de ensueño a lado de su padre, el capitán Richard Crew, llena de aventuras y fantasía. Pero la vida de Sara cambia cuando llega. Ala escuela para señoritas; y después de recibir una triste noticia, es forzada a llevar una vida completamente diferente. El grandioso trabajo de Frances Hodgson nos enseña la resiliencia de las personas: cómo, a pesar de las circunstancias, uno puede salir adelante con sólo tener confianza en sí mismo.

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La princesita

La princesita (1905)Frances Hodgson Burnett

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Noviembre 2021

Imagen de portada:Traducción: Benito RomeroProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

I · Sara

II · Una lección de francés

III · Ermengarda

IV · Lottie

V · Becky

VI · Las minas de diamantes

VII · Las minas de diamantes otra vez

VIII · En la buhardilla

IX · Melquisedec

X · El caballero que venía de la India

XI · Ram Dass

XII · Del otro lado de la pared

XIII · La pequeña mendiga

XIV · Lo que Melquisedec oyó y vio

XV · El mago

XVI · El visitante

XVII · ¡Ésta es la niña!

XVIII · “Si no me hubiera sentido una princesa...”

XIX · Anne

I · Sara

La tan normal espesa niebla de Londres, invadía sus calles como cualquier otro día de invierno; triste y frío. Podía escucharse el girar de un cabriolé y las pesadas herraduras de su caballo recorriendo la ciudad. En el coche, abrazando a su padre, iba Sara Crewe, una niña excepcional. 

Sara sólo tenía siete años, pero su comportamiento era digno de un adulto, pues su vida había transcurrido entre ellos. Pasaba gran parte de su tiempo en su cabeza, haciendo uso de su imaginación. Solía observar todo a su alrededor y reflexionaba sobre las personas mayores y acerca del mundo al que pertenecían. 

Mientras miraba por la ventanilla del coche, iba recordando el viaje que acababa de hacer desde Bombay con su padre, el capitán Crewe. Pensaba en el enorme navío, en sus compañeros de viaje, en sus conversaciones, en la ciudad hindú que había dejado, en los niños que jugaban en el puente soleado, y en algunas jóvenes esposas de oficiales que solían llamarla para escuchar sus divertidas historias. Todos estos recuerdos rumiaban en su cabeza. 

Pero, sobre todo, pensaba en lo curioso que resultaba hallarse en un momento en la India, bajo un sol abrasador, y en otro momento en un gran buque en medio del océano, y luego, en otro, encontrarse recorriendo calles extrañas, en un vehículo desconocido para ella y, además, en una ciudad donde el día era tan oscuro como la noche. Todo esto la intimidaba y se apretó junto a su padre. 

—Papá —dijo en voz baja y un poco desolada. 

—¿Qué sucede, hijita? —contestó el capitán Crewe, estrechándola cariñosamente—. ¿En qué está pensando mi niña? 

—¿Estamos ya en “ese país lejano”? —murmuró la niña apretándose más contra su padre. 

—Sí, hija. Hemos llegado, por fin —respondió el padre con tristeza. 

A Sara le parecía que habían transcurrido muchos años desde que su padre la venía preparando para ese “país lejano”; así decía siempre él cuando se refería a Inglaterra. Allí transcurriría una etapa muy significativa para ambos. 

Su madre murió dando a luz, y como no la había conocido, nunca la echó de menos. Su joven padre, apuesto, rico y muy cariñoso, era toda la familia que tenía en el mundo; siempre habían estado juntos. 

Su vida había transcurrido en una hermosa casa, llena de sirvientes que le hacían reverencias, y que al dirigirse a ella la llamaban señorita. Tenía todo lo que podía desear, pero por sobre todas las cosas, Sara había tenido una nana que la adoraba. 

Sólo una cosa le había preocupado durante su breve existencia: era ese “país lejano” donde algún día la llevarían. El clima de la India era malsano para los niños, por ese motivo se les enviaban a un colegio en Inglaterra tan pronto como fuera posible. Sara había visto a varias de sus amiguitas desaparecer de esa manera, y luego oía que sus padres hablaban de ellas y de las cartas que recibían. Sabía que algún día llegaría el momento en que ella también debería irse. Por eso le gustaba tanto escuchar los cuentos del viaje y de “ese lejano país”, que su padre le narraba. Pero la entristecía la idea de tener que separarse de su ser más querido. 

—¿No podrías quedarte allá conmigo, papá? —había preguntado en cierta ocasión. 

Su padre le respondió que su ausencia no se prolongaría mucho tiempo. Y agregó: 

—Estarás en una casa hermosa donde hay muchas niñas como tú, y jugarás con ellas, y yo te enviaré muchos libros y todo lo que tú desees. Crecerás tan rápido que no te darás cuenta que el tiempo ha pasado, y que serás lo suficientemente mayor y lo bastante instruida para regresar a la India a cuidar a tu papá. 

A Sara le agradaba la idea de atender su hogar. De sentarse a la cabecera de la mesa junto a su padre y conversar y leer sus libros preferidos, y si para ello debía ir a Inglaterra, estaba decidida a partir. La consolaba pensar que podría leer y estudiar, ya que no había otra cosa en el mundo que le gustara tanto. No le atraía mucho estar con otras niñas, pero si disponía de suficientes libros, pensaba que no le sería difícil acostumbrarse. 

A veces Sara inventaba historias de cosas bellas, que solía contarse a sí misma y también se las contaba a su papá, que las encontraba maravillosas y sorprendentes. 

—Bueno, papá —dijo Sara suavemente— ya que estamos aquí, lo mejor será resignarnos. 

El padre sonrió ante tal comentario, más propio de un adulto que de una niña, y la besó con ternura. Pero a él le costaba resignarse a separarse de su pequeña Sara y volvió a abrazarla con cariño. 

Por fin, el coche entraba en la melancólica plaza grande, donde se levantaba el edificio del colegio. 

Era una casa de ladrillos, de aspecto tristón, igual a las otras casas de la calle. Sólo la diferenciaba una placa de bronce en la puerta de entrada, donde se leía en letras negras: 

Señorita Minchin
Internado selecto para señoritas. 

—Ya hemos llegado, Sara —dijo el capitán Crewe, tratando de dar a su voz el tono más animado posible. 

Entonces, la levantó para bajarla del coche, subieron unos peldaños y tiraron de la campanilla. 

Fueron introducidos a un gran salón. El lugar parecía respetable, aunque, a juicio de Sara, tenía muchos muebles de mal gusto. Al sentarse en un incómodo sillón de caoba, echó una de sus penetrantes miradas en derredor. 

—No me gusta, papá —observó—; pero, después de todo, creo que a los soldados, aun a los más valientes, tampoco les gusta ir a la guerra. 

El capitán Crewe lanzó una carcajada celebrando la ocurrencia de su hija. Era un hombre muy alegre y jovial. 

—No sé qué voy a hacer sin tus comentarios tan alegres y tan solemnes —comentó el capitán—. Eres tan graciosa. 

La besó con ternura y sus ojos se llenaron de lágrimas. Fue justamente en ese instante cuando la señorita Minchin hizo su entrada en el salón, sonriendo al ver al capitán y su hija. Al observarla, a Sara se le hizo que iba muy de acuerdo con el tono de la casa: alta y desabrida, a la vez que respetable y fea. Tenía ojos grandes y fríos, y una sonrisa insípida en sus labios. La señorita Minchin ya sabía muchas cosas sobre ellos, gracias a la señora que recomendó al capitán; por ejemplo, que el padre de Sara era un militar joven, inmensamente rico, y bien dispuesto a gastar mucho dinero en la educación de su hijita. 

—Será para mí un gran honor hacerme cargo de tan bella y prometedora niña, capitán Crewe —dijo, tomando la mano de Sara y acariciándola—. Lady Meredith me ha hablado de su extraordinaria inteligencia y talento. Una niña inteligente es, en verdad, un tesoro en una institución como la mía. 

La niña, sentada junto a su padre, miraba fijo a la señorita Minchin y, como de costumbre, pensaba en algo poco común para una chica de su edad. Según Sara, había dicho cosas que no eran verdad: no se consideraba hermosa, aunque la gente la encontraba bonita; más bien se encontraba feúcha, por eso le habían molestado los halagos de la señorita Minchin. Sara era ágil y delgada, algo alta para su edad y su cara era pequeña, pero atractiva. Sus ojos, grandes de color verde grisáceos mostraban una mirada intensa bajo tupidas pestañas negras. Su pelo era negro y abundante. 

Con el tiempo, la muchachita descubrió que la señorita Minchin repetía los mismos halagos a cada familia cuya hija ingresaba al colegio. 

Su padre la había llevado al internado porque las dos hijitas de lady Meredith habían sido educadas en él, y el capitán Crewe apreciaba mucho la experiencia de esa señora. Sara iba a ser lo que solían llamar una pupila especial, y gozaría de mayores privilegios que los usuales en el internado; dispondría de un bonito dormitorio con salita bien amueblados; tendría su coche con un poni y una doncella para ocupar el lugar de la nana que la había criado y que había quedado en la India. 

—Su educación no me preocupa en lo más mínimo —decía el capitán Crewe mientras acariciaba a su hija—. El problema consiste en que aprende con mucha rapidez. Está siempre con su naricita enterrada en los libros. Debería jugar más con las muñecas y salir de cabalgata o salir de compras. 

—Papá —advirtió Sara—, si yo saliera a menudo a comprar muñecas, pronto tendría tantas que no podría quererlas a todas. Las muñecas son amigas íntimas, como lo será Emilia, por ejemplo. 

El capitán Crewe miró a la señorita Minchin y ésta a él. —¿Quién es Emilia? —preguntó extrañada la señorita Minchin. —Cuéntale a la señorita, Sara —dijo el capitán con una sonrisa. La mirada de los ojos de color verde gris de Sara se tornó dulce y grave al mismo tiempo, al responder:
—Es una muñeca que aún no tengo, pero que papá está decidido a comprarme. Saldremos juntos para ver si la encontramos. La llamaré Emilia y será mi amiguita cuando papá se haya ido. La necesito para conversar con ella y contarle mis cosas. 

La sonrisa agria de la señorita Minchin se volvió muy lisonjera. —¡Qué niña más original! —aduló—. ¡Y qué graciosa!
—Así es —asintió el capitán Crewe, rodeando a Sara con el 

brazo—. Es una personita preciosa; cuídemela mucho, señorita Minchin. 

Sara se alojó con su padre en el hotel, hasta el día en que él se embarcó para la India. Pasearon por la ciudad y visitaron varias grandes tiendas comprando una enorme cantidad de cosas, muchas más de las que Sara necesitaba. Entre los dos armaron un guardarropa demasiado abultado para una niña de siete años: vestidos de terciopelo, otros de encajes o con ricos bordados, sombreros con plumas, abrigos de armiño, cajas de guantes, pañuelos y medias de seda. Era tal la cantidad y la calidad de las compras, que las vendedoras de las tiendas murmuraban entre sí: “¿Quién será esta niña un tanto extraña y con una mirada tan solemne? Tal vez sea una princesa extranjera”. 

Visitaron muchas jugueterías buscando la muñeca soñada por Sara. Vieron unas que eran grandes; otras pequeñas; con ojos negros, con ojos azules; de diferentes colores de pelo, con ropa y sin ella. 

—Quiero que Emilia sea como si no fuera una muñeca de verdad —insinuó Sara—. Tiene que mirarme cuando le hable, como si me escuchara. Lo que pasa con las muñecas, papá —e inclinó la cabeza a un lado, reflexionando—, es que nunca parecen escuchar. 

Después de mucho buscar, decidieron continuar la búsqueda a pie y observar mejor los escaparates mientras les seguía el coche. Pasaron por dos o tres establecimientos, sin entrar. Cuando al aproximarse a una tienda que en realidad no parecía muy importante, Sara se sobresaltó y oprimió el brazo de su padre. 

—¡Oh, papá —exclamó—, allí está Emilia! 

Su rostro enrojeció y sus ojos brillaban como si acabara de tropezarse con su mejor amiga. 

—¡Debe estar esperándonos! —dijo—. Entremos a buscarla. 

Cuando Sara tuvo a la muñeca en sus brazos, le pareció que ambas se habían reconocido inmediatamente y con la mayor naturalidad dijo: 

—Emilia, te presento a mi padre.            

La expresión de ojos de la muñeca era particular; de color azul claro y de mirada inteligente, suaves y espesas pestañas, verdaderas pestañas y no meras líneas pintadas. Era grande, aunque no lo suficiente para resultar incómodo llevarla; tenía el cabello rizado de color castaño dorado. 

—Por supuesto, papá —dijo Sara, admirando el rostro de la muñeca, que tenía sentada en las rodillas—. ¡Claro que ésta es Emilia! 

Por lo tanto, compraron a Emilia. La llevaron a una casa de modas infantiles donde le tomaron las medidas para hacerle una serie de trajes tan suntuosos como los de la propia Sara. Tendría abrigos, blusas y faldas, una hermosísima ropita interior adornada de encajes; también tendría guantes, pañuelos y pieles. 

—Deseo que parezca una niña que tiene una buena madre, y su mamá soy yo; pero más que eso, quiero que sea mi compañera. 

El capitán Crewe había gozado enormemente con el paseo, pero la angustia atenazaba constantemente su corazón. Se acercaba el momento en que debía separarse de su adorada y singular compañerita. Esa noche no consiguió conciliar el sueño y se levantó a contemplar a su hija que dormía abrazada a la muñeca. Emilia parecía una niña de verdad, así que el capitán se sintió reconfortado al contemplar ese cuadro. 

“¡Ay, Sarita! —pensó—. No creo que te imagines cuánto ha de echarte de menos tu padre”. 

Al día siguiente, Sara y su padre se dirigieron al colegio de la señorita Minchin, para el ingreso definitivo de la niña. El padre, que se embarcaría a la mañana siguiente, explicó a la señorita Minchin que sus abogados, los señores Barrow y Skipworth, eran sus representantes legales en sus negocios en Inglaterra. Ellos estarían a su disposición para cualquier eventualidad, con orden de satisfacer las cuentas por los gastos de Sara. Escribiría a su hija dos veces por semana. Además, dio instrucciones a la señorita Minchin para que atendiera a todos los deseos y necesidades de su hija. 

—Es una pequeña muy razonable y nunca pide nada que sea inconveniente para ella —dijo. 

Luego, el capitán Crewe se retiró con Sara a un saloncito. La despedida fue triste. Se miraron y se abrazaron con fuerza. La niña se sentó en sus rodillas, y le contempló el rostro, atenta y cariñosamente. 

—¿Me vas a aprender de memoria, Sarita? —dijo él, acariciándole el cabello. 

—No... —contestó la niña—; eso ya me lo sé desde hace años porque estás en mi corazón. 

Luego Sara subió a su cuarto para observar alejarse el coche que llevaba a su padre. Cuando el coche se alejó de la puerta, Sara estaba sentada en el suelo de su habitación, con ambas manos bajo el mentón y lo siguió con la mirada hasta que dobló la esquina. Emilia estaba a su lado, mirándolo igual que ella. 

Cuando la señorita Minchin envió a su hermana Amelia para ver qué hacía la niña, se encontró con la puerta cerrada con llave. 

—Yo la he cerrado —dijo una vocecita cortés, desde adentro—. Con su permiso, ahora deseo estar sola un rato. 

La señorita Amelia era una mujer rechoncha, de poca estatura y siempre temerosa de su hermana. En verdad, tenía el carácter mucho más agradable que ella y nunca se le ocurrió desobedecerla. Volvió, pues, al piso bajo un tanto alarmada. 

—En mi vida he visto una niña tan extraña y de modales tan sensatos —dijo—. Se ha encerrado en su habitación y no hace el menor ruido. 

—Es mejor, de todos modos, que gritar y patalear como hacen algunas —respondió la señorita Minchin—. A decir verdad, temía que, tan mimada como está, me alborotara la casa, pues si existe una niña que pueda hacer lo que se le antoje, es ella. 

—Quizás ha estado abriendo sus baúles y puesto las cosas en el ropero —continuó Amelia—. Jamás he visto nada semejante: piel de marta y armiño en sus chaquetas y encaje de Valenciennes en toda la ropa interior. ¿Te das cuenta de cómo ha venido vestida?... ¿Qué te parece? 

—Que es ridículo —replicó la señorita Minchin ásperamente. 

Y pensó para sus adentros que aquélla era una conducta extraña, con toda esa ropa ridícula. “Aunque lucirá perfecta encabezando la fila para ir a la iglesia el domingo. Parecerá una pequeña princesa”. 

Arriba, en la habitación cerrada, Sara y Emilia, sentadas en el suelo una al lado de la otra, tenían los ojos fijos en la esquina por donde desaparecía el coche, mientras el capitán Crewe miraba hacia atrás y saludaba con la mano, tirándole besos. 

II · Una lección de francés

A la mañana siguiente, Mariette, la doncella francesa para atender a Sara, vistió a la niña con su uniforme azul y le arregló el cabello con una cinta también de color azul. Cuando estuvo lista, Sara se dirigió a Emilia que estaba sentada en una silla adecuada a su tamaño, y le entregó un libro.

—Puedes leer esto mientras yo estoy en clases —le dijo.

Al ver que Mariette la miraba extrañada, agregó:

—¿Sabes Mariette? Yo creo que las muñecas tienen un secreto.

Ellas pueden hacer muchas más cosas de las que nosotros creemos. Es probable que Emilia lea, hable y camine, pero sólo cuando no hay nadie en la habitación.

“¡Qué niña más extraña!”, pensó Mariette, pero en el fondo ya había comenzado a apreciarla por su inteligencia y sus modales tan finos. Sara era una niña muy bien educada, con una manera encantadora de decir “por favor, Mariette”, “gracias, Mariette”, esto le había valido conquistar el cariño de la doncella y una fama muy especial, que llegaba hasta la cocina.

—Esa pequeña tiene aires de princesa —solía comentar Mariette con sus compañeras de trabajo.

Las demás niñas estaban expectantes. Todas habían oído hablar de ella, desde Lavinia Herbert, que tenía casi trece años y ya se sentía mayor, hasta Lottie Legh, que no tenía más de cuatro y era la menor del colegio. Tenían gran ansiedad de conocer a esa niña que contaba con una doncella que la ayudaba a vestirse sacando ropa de una enorme caja.

Cuando Sara entró a la sala de clases, las que serían sus compañeras la miraban con curiosidad y hacían comentarios, mientras simulaban leer la lección de geografía.

—¡Tiene una caja llena de enaguas de encaje! —murmuró Lavinia a su amiga Jessie.

—Oí decir a la señorita Minchin que sus vestidos son demasiado lujosos para su edad —comentó otra chica.

—Creo que ni siquiera es bonita. Sus ojos tienen un color muy extraño —agregó otra.

—No es que sea bonita como otras personas, pero es atractiva. —Tiene unas pestañas larguísimas y sus ojos son verdosos.

Y así, cada una de las niñas quería decir algo con relación a Sara.

Cuando Sara entró a la sala, se sentó en el lugar que le habían asignado, y permanecía esperando pacientemente a que comenzaran las clases. La habían ubicado cerca de la señorita Minchin y contemplaba a sus compañeras, sin preocuparse por sus miradas curiosas. Se preguntaba en qué estarían pensando, si sentirían afecto por la señorita Minchin, o interés por las lecciones, y si alguna tendría un padre como el suyo. De pronto, la directora dio una palmada en su escritorio para llamar a las alumnas al orden.

—Niñas, deseo presentarles a su nueva compañera. Espero que sean muy amables con la señorita Crewe, que viene desde muy lejos, de la India. Y en cuanto termine la clase, me gustaría que se acerquen a conversar con ella.

Todas las chicas se levantaron para saludarla ceremoniosamente. Sara también se levantó y respondió con una reverencia.

—Sara, venga aquí —ordenó la señorita Minchin con su terco tono habitual—. Su padre ha decidido que usted tenga una doncella francesa a su disposición. Supongo, pues, que desea que se dedique al estudio de la lengua francesa, de modo especial.

La chica no sabía cómo responder sin parecer insolente o soberbia.

—Creo que la intención de mi padre fue que yo me sintiera más protegida, señorita Minchin.

—Me parece —contestó la señorita Minchin con una sonrisa irónica— que usted es una niña muy consentida y que siempre imagina que las cosas se le brindan para darle placer.

Ante la dureza de las palabras de la directora, Sara enrojeció y se sintió desconcertada. Ella hablaba francés, como idioma materno. Su madre era francesa y su padre amaba el idioma de su esposa, de modo que siempre se dirigía a su hija en francés.

—Nunca estudié francés, pero... —trató de explicar la niña.

—Suficiente —acotó en forma imperativa la directora— deberá comenzar ya, el profesor Dufarge estará aquí en unos minutos más. Mientras tanto, lea este libro.

Sara se sintió confundida, miró el libro y se confundió más aún. Se trataba de un libro elemental que comenzaba por decir que le père, significa el padre y la mére, significa la madre, etc.

—Parece enojada, —dijo la señorita Minchin, dirigiéndole una mirada amenazadora— lamento mucho que no le guste la idea de aprender francés.

Sara se esforzó por iniciar una respuesta que no resultara impertinente:

—Me gusta mucho, pero...

—No comience con “peros” cuando se le indique lo que tiene que hacer —interrumpió la señorita Minchin—. Continúe leyendo el libro.

“Cuando llegue el señor Dugarge, podré hacerle comprender que yo hablo francés desde mis primeros años”, pensó Sara y siguió leyendo: le fils, significa el hijo; le frère, significa el hermano... etc.

Pronto llegó el señor Dufarge. Era un francés de edad madura, amable e inteligente. Se alegró al ver que Sara estaba interesada en el libro.

—¿Tengo una alumna nueva, señorita Minchin?

—El capitán Crewe, padre de esta niña, desea que su hija aprenda francés, pero me temo que ella se niega a hacerlo.

  El señor Dufarge, se dirigió a Sara y dijo:

—Lo siento. Quizás cuando comencemos a estudiar juntos, pueda demostrarle que se trata de una hermosa lengua.

Sara se puso de pie y, mirando a los ojos al señor Dufarge comenzó a explicar, en un fluido francés, que nunca había aprendido este idioma con textos de gramática, pues su padre y otras personas cercanas, siempre lo habían hablado y que ella podía hablar y escribir con facilidad.

—Sin embargo, me gustaría aprender más, lo que el señor Dufarge quiera enseñarme —concluyó y agregó que eso era lo que había querido explicarle a la señorita Minchin.

El señor Dufarge sonrió complacido ante el encanto y la sencillez de la pequeña y comentó con ternura que la niña hablaba el idioma a la perfección y con un acento exquisito.

Al escucharla, la directora no pudo ocultar su ofuscación, al reconocer íntimamente que ella le negó la posibilidad de explicarse. Su ira aumentó aún más al notar que las alumnas Lavinia y Jessie se reían burlescamente ocultándose en sus libros.

—¡Silencio, señoritas! —gritó con severidad.

III · Ermengarda

En el primer encuentro de Sara con las niñas que serían sus compañeras, le quedó claro cuál sería el estilo de relaciones que establecería con ellas. Aquella mañana, cuando Sara se sentó al lado de la señorita Minchin y el salón entero se dedicaba a observarla, muy pronto se dio cuenta de que una niña, aproximadamente de su edad, la miraba fijo con un par de ojos azules, un poco tristes.

Era una niña regordeta, al parecer poco inteligente, pero dotada de una expresión simpática y bondadosa. Estaba encantada mordiendo la cinta de su trenza. Cuando el señor Dufarge se dirigió a Sara, la chica se atemorizó; pero al ver que Sara respondía en francés con gran naturalidad, se sorprendió mucho; ella ni siquiera recordaba que “la madre” se decía la mére. Le maravillaba escuchar que una niña, casi de su misma edad, pudiera juntar tan fácilmente todas aquellas palabras en francés. La mirada intensa y el nervioso mordisqueo a su cinta, llamaron la atención de la señorita Minchin, que, muy molesta le dijo:

—¡Señorita Saint John! ¿Cómo se atreve a observar con semejante actitud? ¡Baje esos codos! ¡Quítese la cinta de la boca! ¡Siéntese derecha, inmediatamente!

La pobre niña se sintió muy avergonzada, y cuando escuchó las risitas burlonas de Lavinia y Jessie se puso roja, y parecía que las lágrimas iban a brotar de sus ojillos asustados. Cuando Sara la vio, se compadeció de ella y sintió que le gustaría ser su amiga. Era una característica de Sara. Siempre estaba dispuesta a acudir en ayuda de quien se viera en apuros o estuviera pasando momentos amargos.

“Si Sara hubiera sido varón, y vivido unos cuantos siglos atrás —solía decir su padre—, habría recorrido los países blandiendo su espada en defensa de cuanto ser viviente se encontrara en dificultades. Cuando ve a alguien en desgracia, se siente impulsada a la acción”.

Así, pues, la hija de Saint John, conmovió el corazón de Sara y siguió observándola durante el transcurso de la mañana. Advirtió que las lecciones no eran cosa fácil para ella. Su lección de francés fue lastimosa; tanto, que hasta el profesor Dufarge sonrió al oír su pronunciación. Lavinia, Jessie y otras alumnas se codeaban riendo y mirándola con desdén. A Sara, eso le dolía.

—No es gracioso, en realidad —dijo entre dientes, inclinándose sobre su libro—. No deberían reírse.

Al terminar la clase, las alumnas se reunieron en grupitos para charlar; Sara buscó a la señorita Saint John, la halló hecha un ovillo y desconsolada en un rincón, se acercó a ella y le habló. Las palabras eran las que cualquier chicuela le habría dicho a otra al proponerse hacerse amiga. Pero en Sara había ese algo particularmente delicado y afectuoso, que todos advertían desde el primer momento.

—¿Cómo te llamas? —dijo Sara.

La pequeña se asombró al escuchar esas simples palabras. Una alumna nueva es siempre motivo de expectación y ésta

en particular. La noche anterior, todo el colegio había tejido comentarios sobre ella, hasta que el sueño las venció, exhaustas por la curiosidad y las versiones contradictorias: una compañera con un coche, doncella particular, un poni, y un viaje desde la India, no era algo que sucediera todos los días.

—Me llamó Ermengarda Saint John —contestó cohibida.

—¡Tu nombre es muy bonito! ¡Parece de cuentos! Yo me llamo Sara Crewe.

—¿Te gusta mi nombre? —dijo Ermengarda, halagada—. A mí... a mí me agrada el tuyo.

El mayor problema en la vida de Ermengarda era que su padre era un hombre muy inteligente. Hablaba siete u ocho idiomas, tenía una enorme biblioteca y parecía que había leído todos esos libros y que no podía comprender cómo una hija suya era tan torpe, que jamás sobresalía en nada. “Hay que obligarla a aprender”. Había dicho a la señorita Minchin.

—¡Santo cielo! —había exclamado su padre más de una vez mirándola sin consuelo—. Hay veces en que pienso que es tan tonta como su tía Elisa.

La tía Elisa había sido dura de entendimiento y olvidaba las cosas tan pronto las había aprendido. Ermengarda era de una semejanza sorprendente. Era la peor alumna de la escuela, y nadie podía negarlo.

Ermengarda se pasaba la mayor parte de sus días afligida y bañada en lágrimas. Estudiaba las lecciones y las olvidaba, o si podía repetirlas, no las comprendía. Era natural pues, que al trabar conocimiento con Sara se quedara mirándola confusa, presa de profunda admiración.

—¡Tú eres tan inteligente! Tú puedes hablar en francés, ¿verdad? —preguntó con tono de respeto Ermengarda.

Sara, mirando por el amplio ventanal, se sentó con las piernas recogidas y puso los brazos rodeando las rodillas, le dijo que a menudo la gente decía eso, pero que ella se preguntaba si sería cierto.

—Puedo hablar francés porque lo he oído toda mi vida —contestó—. Tú también podrías, si siempre te hubiesen hablado en ese idioma.

—¡Oh, no! ¡No podría! —dijo Ermengarda—. ¡Jamás podría! —¿Por qué? —preguntó Sara con curiosidad.

Ermengarda sacudió la cabeza tan enérgicamente, que su trenza se movió de lado a lado.

—Me acabas de escuchar en la clase —declaró—. Soy siempre así. No puedo decir las palabras. ¡Son tan raras!

Y entonces, viendo la expresión de desencanto en la cara de su compañera, Sara se echó a reír y cambió de tema. —¿Te gustaría conocer a Emilia? —preguntó. —¿Quién es Emilia?

—Sube a mi dormitorio y lo sabrás —dijo Sara, tomándola de la mano. Juntas corrieron escaleras arriba.

—¿Es verdad? —murmuró Ermengarda cuando cruzaban el vestíbulo—. ¿Es verdad que tienes un cuarto para jugar tú sola?

—Sí —respondió Sara—. Papá le pidió a la señorita Minchin que me lo permitiera, porque... bien, porque cuando juego, invento historias y me las cuento a mí misma, y no me agrada que la gente me escuche. Si me doy cuenta de que hay personas que escuchan, no me salen bien.

Y posando su mano en el brazo de su amiguita, en señal de cautela, murmuró en voz baja:

—Acerquémonos despacito a la puerta... y entonces abriré de repente. Quizá logremos sorprenderla.

Su sonrisa misteriosa y un dejo divertido en su voz, intrigó a Ermengarda, que no entendía a quién iban a sorprender y por qué. Pero fuera lo que fuera, estaba segura de que sería algo interesante, y la siguió hasta la puerta en puntas de pie. Entonces Sara empujó bruscamente la puerta y la abrió de par en par. Se vio el salón ordenado y tranquilo, con un hermoso fuego ardiendo en la estufa, y al lado, una maravillosa muñeca sentada en una silla que parecía estar leyendo un libro.