La prometida del desierto - Lynne Graham - E-Book

La prometida del desierto E-Book

Lynne Graham

0,0
3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Bethany estaba desesperada por evitar que la deportaran de Datar y sólo el príncipe Razul, al que había intentado olvidar con todas sus fuerzas, podía ayudarla. Había tenido una relación con él dos años atrás, pero en aquella época no había sido capaz de manejar a aquel apasionado y orgulloso hombre. Bethany tenía que quedarse en Datar. Sin embargo, al reanudar su íntima amistad con Razul tuvo que pagar un alto precio. ¡Razul le pediría que se convirtiera en su esposa!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2022

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 1996 Lynne Graham

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La prometida del desierto, n.º 348 - julio 2022

Título original: The Desert Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-046-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

1

 

 

 

 

 

El lujo y opulencia del aeropuerto de Al Kabibi sorprendieron a Bethany. El brillante suelo de mármol, las inmensas arañas de cristal y la abundancia de ornamentos dorados la hicieron parpadear de asombro.

–Impresionante, ¿verdad? –señaló Ed Lancaster en la lenta cola de aduanas–. Y sin embargo, hace cinco años no era más que cemento. El rey Azmir sacaba el petróleo pero guardaba los beneficios. Su tacañería causó mucho resentimiento, no sólo entre los trabajadores locales sino entre los extranjeros también. Las condiciones eran infrahumanas.

El hombre de negocios americano había hecho trasnbordo y había tomado su vuelo en Dubai. Desde entonces no había dejado de hablar ni treinta segundos, pero Bethany había agradecido la distracción de la sombría realidad de que si su jefe de departamento no hubiera insistido en que centrara su investigación en aquella parte del Medio Oriente, ninguna fuerza humana la hubiera convencido de poner los pies en el país de Datar.

–Cuando el rey Azmir cayó enfermo y tomó el mando el príncipe heredero, Razul –prosiguió su acompañante sin notar que Bethany se había puesto rígida y pálida–, cambiaron mucho las cosas. Ha transformado la sociedad de Datar…

Bajo la espesa mata de colorido pelo rizado, la belleza de Bethany se congeló y sus asombrosos ojos verdes se endurecieron como el hielo polar. De repente, sólo deseaba que Ed se callara. No quería oír hablar del príncipe Razul al Rashidai Harun. No tenía el mínimo deseo de admitir que sus caminos se habían cruzado de forma inolvidable durante la breve estancia de Razul en la universidad.

–Y la gente lo adora. Razul es como su héroe internacional. Le llaman La Espada de la Verdad. Les mencionas la palabra «democracia» y se sulfuran. Empiezan a hablarte de cómo los salvó él de una guerra civil durante la rebelión, cómo tomó el mando del ejército… Hasta han hecho una película del episodio. Están tan orgullosos de él…

–Supongo que deben estarlo –dijo Bethany con un temblor de amargura.

–Sí –Ed suspiró con evidente admiración–. Aunque ese culto divino que han levantado alrededor de él puede ser penoso, es un gran tipo. Por cierto –añadió Ed deteniéndose para tomar aliento–, ¿quién va a ir a recogerte?

–Nadie.

Ed frunció el ceño.

–¿Pero viajas sola?

Bethany contuvo un gemido. No había estado sola en el aeropuerto de Gatwick. Un compañero iba a hacer el viaje con ella, pero sólo unos minutos antes de subir al avión, Simon había tropezado con una maleta y se había roto el tobillo. Se había sentido fatal dejándolo solo con los de la ambulancia, pero como apenas conocía al joven, el trabajo había sido su prioridad.

–¿Y por qué no iba a viajar sola?

–¿Cómo diablos conseguiste el visado?

De repente la miró con mucha seriedad.

–De la forma habitual. ¿Qué pasa?

–Quizá nada –Ed se encogió de hombros con aspecto de incomodidad sin mirarla a los ojos–. ¿Quieres que me quede contigo por si surge algún problema?

–Por supuesto que no, y no veo motivos por los que deba surgir ningún problema –dijo Bethany con bastante sequedad.

Pero los hubo. Apenas se había despedido Ed con un balanceo de mano cuando el oficial de aduanas la interrogó:

–¿El señor Simon Tarrant?

Bethany frunció el ceño.

–Según su visado, usted viajaba con un acompañante masculino. ¿Dónde está?

–No pudo tomar el vuelo.

–O sea, que viaja usted sola, doctora Morgan.

La mueca que puso era síntoma de que dudaba hasta de la validez de su doctorado académico. Eso no la sorprendía. En Datar acababan de aprobar el derecho a la educación para las niñas. El concepto de una mujer universitaria era para los hombres de Datar como encontrarse con un marciano.

–¿Algún motivo por el que no debiera? –preguntó Bethany irritada y sonrojada cuando la apartaron a un lado llamando la atención de todos los de la fila.

–Su visado no es válido –le informó el oficial haciendo una seña a dos policías uniformados que ya estaban mirando en su dirección–. No puede entrar en Datar. La devolveremos a Inglaterra en el próximo vuelo. Si no tiene billete de vuelta, generosamente le pagaremos el viaje.

–¿No válido? –gimió Bethany con incredulidad.

–Obtenido con fraude –frunció el ceño el oficial con extrema severidad antes de dirigirse a sus dos hombres en árabe.

–¿Fraude?

–La policía del aeropuerto la custodiará hasta la salida.

La policía del aeropuerto ya la estaba mirando con una descarada especulación sexual. Incluso en medio del increíble problema de estar expuesta a la deportación inmediata, aquellas insolentes miradas le hicieron a Bethany apretar los dientes de rabia. A veces pensaba que sus atributos físicos eran una broma macabra para la especie masculina.

–¡Está usted cometiendo un grave error! ¡Exijo hablar con su superior! –exclamó Bethany poniéndose rígida–. Mi visado fue legitimado por la embajada de Datar en Londres.

Se detuvo cuando se dio cuenta de que nadie la estaba escuchando y que los dos policías ya la estaban cercando con un aspecto alarmante.

Bethany tuvo una sensación desconocida. Era miedo, puro y desnudo. El pánico la asaltó. Inspiró y utilizó la única táctica defensiva que le quedaba.

–Me gustaría que supiera que soy amiga personal del príncipe Razul.

El oficial, que ya se estaba dando la vuelta, se quedó paralizado.

–Nos conocimos cuando él estaba estudiando en Londres.

Le ardieron las mejillas de vergüenza por tener que utilizar una influencia, pero alzó la barbilla y al hacerlo, los focos se reflejaron con fiereza en el largo torrente de pelo rizado, jugando con los vibrantes mechones que iban desde el cobrizo al dorado en una cascada de gloriosos colores.

El oficial casi soltó un gemido y se quedó con la boca abierta al fijarse en aquel pelo. Dio un paso atrás y con la cara repentinamente pálida, habló en un árabe gutural con los dos hombres. Una mirada de horror les cruzó la cara. Ellos también retrocedieron como si les hubiera caído un rayo.

–Es usted la única, entonces –susurró el oficial con un tono cargado de significado.

–¿La única qué?

El oficial transmitió un mensaje con rapidez por su radio y se pasó un pañuelo por la frente para secarse el sudor.

–Ha habido un horrible e imperdonable error, doctora Morgan.

–¿Y mi visado?

–No hay ningún problema con su visado. Por favor, venga por aquí –la apremió antes de ofrecerle una retahíla de fervientes excusas.

A los pocos minutos, apareció un ejecutivo de mediana edad que se presentó a sí mismo como Hussein bin Omar, el director del aeropuerto. Con una tensión palpable, empezó a disculparse con una mezcolanza de árabe e inglés que era ininteligible. Insistió en llevarla a una cómoda oficina mientras esperaba por su equipaje. Era tan servil que la avergonzó.

Irónicamente, lo último que deseaba Bethany era llamar la atención a su llegada a Datar. De repente deseó con fervor haber mantenido su estúpida boca cerrada. Su referencia a Razul había sido debida a una oleada repentina de pánico. ¿Por qué no habría mantenido la calma y utilizado un razonamiento lógico para arreglar el equívoco? ¿Y por qué se habían puesto tan nerviosos porque viajara sola?

Quince minutos más tarde, el director del aeropuerto la condujo por… una alfombra roja que no estaba puesta antes. Bethany empezó a preocuparse de verdad. Aquel tratamiento tan exquisito le sorprendía. Todo el mundo la miraba. De hecho, era como si todo el aeropuerto se hubiera quedado inmóvil y cargado de una excitación eléctrica.

Tenían que haberse equivocado de identidad, decidió mientras intentaba mantener la compostura. ¿Quién diablos se pensaba Hussein bin Omar que era?

Qué idiota había sido en decir que era amiga del príncipe… sobre todo siendo mentira… una mentira bastante descarada, pensó al recordar su último fugaz encuentro con el príncipe coronado de Datar e intentar apartar el doloroso recuerdo. No había tenido mucha elección, decidió con fiereza. Casi se había puesto en ridículo, pero al menos él no lo había sabido. No le había dado esa satisfacción.

Toda una columna de relucientes policías esperaba firme bajo el sol abrasador de fuera. Bethany se puso pálida. Empezó a sudar bajo la fresca ropa de algodón que llevaba.

–Su escolta, doctora Morgan.

Hussein bin Omar chasqueó con los dedos y un policía se adelantó a abrirle la puerta del coche oficial allí parado.

–¿Mi escolta? –repitió temblorosa mientras una joven se adelantaba y le plantaba un enorme ramo de flores en las manos.

Como si no fuera suficiente, le agarró los dedos y se los besó.

Se habían vuelto todos locos, pensó Bethany mientras entraba en el coche de policía. Al instante se riñó a sí misma por aquella idea. Como antropóloga estaba preparada para comprender todo tipo de culturas. Cuando el coche se puso en marcha con el aullido de las sirenas, se dijo que debía mantener la calma, pero le resultó difícil al ver que otros dos coches de policía la escoltaban.

El sentido común le dio la explicación más obvia. Todo aquel tratamiento debía ser por haber reclamado ser amiga del príncipe Razul. Aquello no era Inglaterra, sino un reino feudal que sólo recientemente estaba empezado a salir del oscurantismo de la Edad Media.

Cerró los ojos con horror cuando el conductor encendió una luz roja que obligaba a detenerse a todos los vehículos con los que se cruzaban. Entreabrió los párpados con miedo para observar la ciudad de Al Kabibi a una gran velocidad. Los rascacielos ultramodernos y centros comerciales se mezclaban con edificios de arquitectura clásica y mezquitas con cúpulas de color turquesa.

Después de pasar las lujosas villas blancas de las afueras, la ancha y polvorienta autopista avanzó por un paisaje desértico y desolador.

El conductor habló con excitación por la radio y Bethany se puso a rezar. Y entonces, sin ninguna señal de advertencia, el coche salió de la carretera para avanzar hacia una fortaleza defendida por dos gigantescos portones. Un grupo de nativos apareció directamente en su camino. Todos llevaban fusiles. El conductor frenó con tal brusquedad que Bethany salió disparada hacia delante y entonces escuchó las ráfagas de las metralletas y se tiró al suelo enroscándose en una bola.

Se quedó en el suelo temblando de miedo hasta que la puerta se abrió.

–¿Doctora Morgan?

Bethany alzó la vista y se encontró con la mirada interrogante de un pequeño caballero árabe con barba de chivo.

–Soy Mustafá…

–La… la… las metralletas.

–Era sólo una salva de bienvenida de los guardias de palacio. ¿Le asustaron? Por favor, acepte mis disculpas en su nombre.

–Oh… –se sintió absurda y se sonrojó– . ¿Los guardias de palacio? –con los ojos como platos miró al hombre–. ¿No es esto mi hotel?

–Lo cierto es que no, doctora Morgan. Esto es el Palacio Real –esbozó una sonrisa de diversión–. El príncipe Razul pidió que la trajéramos aquí sin demora.

–¿El príncipe Razul? –repitió ella con voz estrangulada.

Pero Mustafá ya se había dado la vuelta hacia la ornamentada entrada de arcos claramente esperando que lo siguiera.

El director del aeropuerto debía de haber avisado a Razul de su llegada, pensó Bethany con horror. Pero ¿para qué diablos habría pedido Razul que la llevaran a palacio? Por la forma en que se había ido dos años atrás, no debería desear volver a verla.

Sus privilegios ancestrales y el ser la fantasía de cualquier mujer no habían preparado a un príncipe árabe para que lo rechazaran. Hacia el final de su último y desastroso encuentro, a Bethany no le cupo ninguna duda de que Razul se había sentido profundamente ofendido por negarse ella a tener nada con él.

Y sin embargo, ella había meditado todas sus palabras con antelación y había hecho acopio del mayor tacto posible. Conocía la fuerza de su orgullo. Se le ensombreció la cara al aflorar los crueles recuerdos. Razul se había puesto furioso y la había acusado de haber perdido la cabeza. No es que ella no estuviera orgullosa de la decisión que había tomado, aunque la hubiera roto por la mitad. Bethany había luchado por el respeto ante sí misma, ¿por qué negarlo?

Mientras seguía al hombre a un recibidor inmenso por un paseo bordeado de columnas de mármol, se quedó impresionada del exotismo del lugar. Los diminutos mosaicos formaban intrincados motivos geométricos en tonos desde el verde oscuro y ocre hasta el azul más pálido, cubriendo cada milímetro de las paredes y los techos El efecto era asombrosamente bello y a la vez sugería siglos de antigüedad. Un sonido débil le hizo volver la cabeza.

¿Era una risa o un susurro?

Alzó la vista y vio las celosías labradas que cubrían una galería por encima de ella. Tras la delicada barrera de filigrana, captó movimientos, colores, las risas de alguna joven, y los excitados murmullos de más de una voz femenina.

Una oleada de perfume almizcleño le llegó a la nariz.

¿Una diminuta ventana al mundo exterior para el harén? Bethany se paralizó y se puso pálida sintiendo un terrible dolor en lo más profundo. La tesis que le había hecho conseguir el doctorado y su puesto actual de profesora de universidad había tratado de la supresión de los derechos de las mujeres en el Tercer Mundo. Aquello no era el Tercer Mundo, pero aun así, la terrible ironía de su atracción casi incontrolable por Razul había tirado sus principios por tierra dos años atrás. Sus colegas se habían muerto de risa cuando él la había perseguido… un príncipe árabe con cien concubinas esperándolo en su harén.

–¡Doctora Morgan! –la llamó suplicante Mustafá.

Aturdida por la cascada de recuerdos, Bethany siguió avanzando. Al final del recibidor, encontraron a dos fieros guardianes apostados a ambos lados de las puertas labradas. Llevaban espadas ceremoniales, pero también pistolas. A una señal de Mustafá, abrieron las puertas que daban a una magnífica sala de audiencias. Su anfitrión dio un paso atrás dejando claro que ya no la acompañaría más lejos.

Al final de la gran sala, la luz del sol se filtraba por las celosías y mostraba un patio interior. Hacía que el interior pareciera en penumbra y acentuaba su riqueza y su esplendor. Sus toscas sandalias de cuero resonaron en el pulido suelo de mármol. Vaciló con el corazón desbocado al contemplar el trono vacío con cojines de seda. Pero una terrible excitación la sacudió y sintió, incluso antes de verlo, la temerosa mezcla de anticipación y deseo que dos años antes habían convertido su mundo disciplinado en un perfecto caos.

–La doctora Livingstone, supongo.

Bethany se dio la vuelta, con el suave acento meloso produciéndole escalofríos por toda la espina dorsal.

Se quedó sin aliento. A unos pocos metros de distancia, en el sofá del patio, descansaba la encarnación de un hombre medieval del siglo XX: Razul al Rashidai Harun, príncipe coronado de Datar, un espécimen tan incivilizado y cargado de masculinidad primitiva como cualquier hombre de las cavernas.

–Lo único que le falta a tu atuendo es un sombrero. ¿Creías que ibas al África profunda? –comentó con humor Razul.

De repente Bethany se sintió fuera de lugar. No podía apartar los ojos de él mientras se acercaba a ella con movimientos felinos. Tenía un aspecto de quitar el aliento, con un toque terriblemente exótico. Facciones cinceladas, pómulos altos y afilados y piel morena, parecía sacado de un tapiz beréber. Era muy alto para su raza. Vestido con una túnica de fino color crema y la cabeza envuelta en un turbante real doble, Razul bajó la vista hacia ella con unos ojos profundos como la noche oscura.

A Bethany le costó toda su fuerza de voluntad mantener el terreno. Se le secó la boca. Razul dio una vuelta con calma alrededor de ella como un depredador rodeando a su víctima. La imagen no le alivió la tensión.

–Qué silenciosa estás… –murmuró Razul mientras se apartaba dos pasos de ella–. Estás asombrada, ¿verdad? El bárbaro por fin ha aprendido a hablar bien inglés.

Bethany se quedó mortalmente pálida y dio un respingo como si le hubieran clavado un estilete en las costillas.

–Por favor…

–Y hasta sé cómo usar la cubertería occidental –siguió Razul sin piedad.

Bethany bajó la cabeza con angustia. ¿Pensaba él que aquellos asuntos tan triviales tenían de verdad importancia? El corazón se le había ido hacia él cuando luchaba, con aquel salvaje orgullo suyo, por adaptarse a un mundo al que su viejo y sospechoso padre le había negado el acceso hasta una edad en la que era más difícil asimilarlo.

–Pero el bárbaro no aprendió una lección que tú le deberías haber enseñado –murmuró Razul en voz muy baja–. No tenía necesidad de ella porque conozco a las mujeres. Siempre he tenido mujeres. No te perseguí a ti impulsado por una arrogancia primitiva y chaovinista de creerme irresistible. Te perseguí porque leí en tu mirada una invitación desnuda.

–¡No!

–Deseo, ansia… necesidad –pronunció Razul con tanta suavidad que a Bethany se le erizó el vello de la nuca–. Pese a que esos maduros labios rosas decían «no», esos ojos esmeralda rogaban que yo insistiera. ¿Te halagó el ego, doctora Morgan? ¿No te excitó el juego?

Asombrada de que él pareciera recordar cada palabra que le había dicho, Bethany quedó paralizada. Él lo había sabido. Había sabido que a un profundo nivel oscuro ella lo deseaba a pesar de todas sus protestas Se sentía desnuda, expuesta. Aún peor, Razul había interpretado su ambivalencia de la forma más ofensiva.

–Si crees que jugué contigo, te aseguro que no fue intencionado –respondió Bethany sin mirarlo.

Quizá le debiera a Razul escucharlo. Dos años atrás, su fiera rabia no lo había ayudado en nada a expresarse en la lengua de ella.

El silencio se prolongó. Bethany sintió su frustración. Él deseaba que ella se defendiera. Era curioso que Bethany entendiera exactamente lo que sucedía en aquel retorcido e inteligente cerebro del príncipe. Pero defenderse sólo prolongaría la agonía… y ella ya sentía agonía, con el evocador aroma de sándalo impregnando el ambiente y el suave siseo de su respiración interfiriendo en su concentración. La llevó atrás, a un tiempo terrible en que su seguro mundo casi se había desmoronado.

–¿Puedo irme ahora? –casi susurró de lo tensa que estaba.

–Mírame.

–No.

–¡Mírame!

La mirada de Bethany tropezó con los vibrantes ojos dorados de tigre y se le cortó la respiración. La extraordinaria fuerza de Razul la tenía fascinada. De repente se sintió mareada y desorientada. Con una sensación de total impotencia, sintió sus senos inflamarse y sus pezones erizarse contra las copas del sujetador. Se sonrojó, no podía hacer nada para controlar su propio cuerpo. La carga electrizante y sexual del ambiente desbordaba todas sus defensas.

Razul esbozó una sonrisa lobuna y sus fantásticos ojos dorados se deslizaron sobre ella, deteniéndose en cada una de sus generosas curvas apenas cubiertas por la ropa suelta. Entonces, sin previa advertencia, dio un paso atrás y una palmada. El sonido fue como un tiro en medio del denso silencio.

–Ahora tomaremos el té y hablaremos –anunció Razul con una simplicidad y autoridad exquisitas que le hicieron a Bethany recordar quién era, lo que significaba su estatus y dónde se encontraba ella.

Aquel hombre arrogante era sinónimo de divinidad en Datar.

Bethany se puso tensa y se cruzó de brazos.

–No creo que…

Como por arte de magia, surgieron tres sirvientes, uno con una bandeja con tazas, otro con una tetera y el tercero con una mesa baja de ébano.

Él se sentó entre los cojines con una innata gracia animal y ella se sentó contra otro grupo de cojines sobre la deliciosa alfombra, sintiéndose miserable. Los recuerdos no la abandonaban.

En otro tiempo él la había atraído sin remedio. Cada mínimo detalle de la vida de Razul le había fascinado. Ella tenía veinticinco años pero en muchos aspectos era más ingenua que una adolescente. Él había sido su primer amor, obsesión o como quiera llamársele, pero le había afectado más porque ya no tenía dieciséis años ni la rapidez de recuperación que esa edad conllevaba. Y ella misma había sido arrogante al creer que su capacidad mental era suficiente para no sucumbir a los asaltos hormonales ni a respuestas emocionales inmaduras. Pero él había tirado por tierra todas sus suposiciones.

–Ha habido una pequeña confusión acerca de mi visado en el aeropuerto… No hubiera mencionado tu nombre si no hubiera sido por eso –se escuchó decir.

Bethany no era impulsiva, pero con Razul cerca, no era ella misma. La taza de porcelana china traicionó sus temblores mientras intentaba distraerse dando sorbos.

–Tu visado no era válido.

–¿Perdona?

–A las mujeres jóvenes sólo se les concede un visado bajo condiciones muy estrictas: si vienen a quedarse con una familia de Datar, tienen un contrato legal de empleo o viajan con un hombre –enumeró Razul para asombro de Bethany–. Se suponía que tú venías acompañada y llegaste sola. Eso invalidó tu documentación.

Bethany alzó la barbilla y sus ojos esmeralda despidieron chispas.

–O sea que discrimináis a las mujeres extranjeras con esa lista de ridículas condiciones…

–La discriminación puede ser a veces un acto positivo.

–¡Nunca!

–Me obligas a ser ingenuo –sus brillantes ojos descansaron sobre ella con impaciencia y su boca se endureció–. Un flujo de busconas no puede ser considerado beneficioso para nuestra sociedad.

–¿Busconas?

–Nuestras mujeres deben ser vírgenes cuando se casen. Si no, su familia queda deshonrada. En tal sociedad, la profesión más antigua del mundo funciona, pero nunca tuvimos problemas hasta que empezamos a conceder visados con demasiada libertad.

–¿Me estás diciendo que me confundieron con algún tipo de prostituta en el aeropuerto? –preguntó Bethany con voz temblorosa.

–La otra categoría de mujeres, a las que queremos excluir, yo las llamaría «trabajadoras aventureras», si quieres una etiqueta más aceptable.

–Me temo que no te entiendo –dijo Bethany con tensión.

–Las mujeres jóvenes vienen aquí fundamentalmente a trabajar. En los clubes nocturnos que han prosperado en la ciudad. Allí se visten, actúan y beben de una forma perfectamente aceptable en sus propios países, pero aquí se ve bajo una luz muy diferente. Un alto porcentaje de esas mujeres no vuelve nunca a sus casas. Se quedan ilegalmente aquí y se convierten en amantes de hombres ricos a cambio de una vida de lujo.

–¡De verdad que yo no creo tener ese aspecto! –estalló Bethany sonrojada de rabia–. Y por muy fascinante que sea todo esto, quiero volver a mi hotel.

–En nuestros hoteles no se suelen aceptar mujeres de tu edad solas.

Bethany se pasó una mano temblorosa por el pelo.

–¿Perdona?

–Que ningún hotel te ofrecerá acomodación si llegas sola –su fuerte y morena cara era impasible mientras la miraba con intensidad–. Si no te hubiera traído al palacio, estarías ya de vuelta en Inglaterra.

–¡Pero eso es ridículo! ¡Yo no tengo la culpa de que mi compañero se rompiera un tobillo justo antes de salir!

–Una desgracia –dijo con una débil sonrisa de su boca preciosamente moldeada.

Su tono sugería que no estaba interesado en lo más mínimo en unas dificultades burocráticas que él podría barrer de un plumazo… si quisiera.

Bethany apartó la taza con una sonrisa forzada y los dientes apretados.

–Mira… éste es un importante viaje de investigación para mí…

–Siempre te has tomado tu trabajo muy en serio.

–Estoy aquí en Datar para investigar la cultura nómada.

–¡Qué tierno!

¿Tierno?

Ella había supuesto que a pesar de su cultura trataría el tema con más respeto.

–He leído tu tesis sobre la supresión de los derechos de las mujeres –murmuró Razul con mucha suavidad.

–¿Has leído mi tesis?

–Sí, y pretendo ofrecerte con generosidad la investigación de un campo que te haría famosa cuando vuelvas a tu país.

–¿Qué campo? –preguntó Bethany con el ceño fruncido mientras se agitaba incómoda contra los cojines reaccionando instintivamente ante la tensión del ambiente.

Razul esbozó su sonrisa de depredador.

–Una forma de vida que nunca se ha mostrado con libertad a ningún antropólogo occidental. Me siento como Santa Claus.

–¿Perdona?

Bethany se echó hacia atrás como para escapar de la amenaza que emanaba de las vibrantes ondas de Razul.