La prometida del italiano - Kim Lawrence - E-Book

La prometida del italiano E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

"Quiero que te quedes, pero como mi esposa". Cuando la hermanastra de Maya Monk desapareció, Maya se quedó con su hijo. Entonces llegó Samuele Agosti reclamando a su sobrino, y el arrogante multimillonario puso todos los sentidos de Maya en estado de alerta. Samuele no se fiaba de nadie, pero como Maya no estaba dispuesta a separarse del niño, decidió confiar en ella y llevársela a su villa de Italia, lo cual era peligroso, ya que la química que había entre ellos estaba al rojo vivo. Sin embargo, la solución más sencilla para obtener la custodia del niño era un matrimonio de conveniencia con Maya, la mujer que había derribado todas las barreras emocionales de Samuele.

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2021 Kim Lawrence

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La prometida del italiano, n.º 2939 - julio 2022

Título original: The Italian’s Bride on Paper

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-000-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Zúrich, año y medio antes

 

Maya y Beatrice habían salido pronto, aunque no solas, ya que el minibús que llevaba a los turistas desde la estación de esquí al aeropuerto de Zúrich iba lleno. Se habían quedado aislados debido a un potente frente tormentoso, que había hecho que se cerraran las pistas de esquí los cuatro días anteriores.

A pesar de que la tormenta había pasado, el minibús se había desviado antes de llegar a la terminal. Los mensajes de la compañía aérea que las hermanas habían recibido no eran muy alentadores ni útiles, y los detalles sobre la seguridad del aeropuerto resultaban muy vagos.

Corrían rumores en Internet y también en el bar del hotel cercano al aeropuerto donde Maya y Beatrice habían decidido esperar hasta que saliera el avión.

No eran los únicos viajeros que habían elegido hacerlo, ya que el bar se hallaba atestado de pasajeros enfadados y frustrados que esperaban noticias.

–No estaría mal que nos dieran una respuesta antes de Navidad –comentó Beatrice con el ceño fruncido mientras se sentaba a la barra y volvía a mirar la pantalla del móvil.

–Voy a ir a preguntar.

–Muy bien –dijo Bea sin apartar la vista de la pantalla.

Maya suspiró. No había señales de deshielo. Habían discutido en la estación de esquí y, aunque habían hecho las paces, el ambiente seguía siendo muy frío. Su hermana le había dicho algunas cosas que Maya no se quitaba de la cabeza.

«Qué gracia que precisamente tú me des consejos. Tú, que nunca has tenido una relación con un hombre. En cuanto uno medio decente se te acerca, lo alejas».

A Maya le habían dolido sus palabras.

«Salí meses con Rob».

«Y lo dejaste como a los demás. Y tampoco es que haya habido muchos más. Nunca te han partido el corazón por la sencilla razón de que no te has arriesgado».

«Tú sí, y mira cómo estás», había contestado Maya lamentándolo inmediatamente. «Lo siento, Bea, pero detesto verte tan triste. Sé que has decidido dejar a Dante, pero es evidente que sigue…».

«No hables mal de Dante», le había dicho su hermana, que llevaba varios días haciendo justamente eso. «Sí, he dejado a Dante, pero a veces la gente deja a su pareja. Y la gente se muere. Así es la vida. Y al menos yo tengo una vida». Los ojos azules de Beatrice se habían llenado de lágrimas. «Perdona, no quería decir eso».

Se habían abrazado y reconciliado, pero Maya sabía que su hermana hablaba en serio y que probablemente era verdad.

Pensó en decir algo ingenioso y alegre para animar a su hermana, pero decidió que nada de lo que dijera la haría sentir mejor.

Mientras se alejaba para estirar las piernas miró a Beatrice, que parecía muy desgraciada.

Era difícil ver sufrir a alguien a quien quería.

Quería a Beatrice. A pesar de lo mucho que se peleaban, había un vínculo inquebrantable entre ambas. Sabía que siempre podría contar con ella.

El vínculo no sería más fuerte si fueran hermanas biológicas y los padres de Beatrice no hubieran adoptado a Maya. En realidad, esta creía que era más fuerte, porque tenía una hermana de verdad con la que no tenía relación. Su hermana, hermanastra mejor dicho, solo era un nombre y un rostro en una foto: Violetta. Era evidente que, al igual que la madre biológica de ambas, Violetta no quería conocer a Maya ni sentirse avergonzada por su existencia.

Buscar información sobre su madre biológica era una de las pocas cosas que Maya había hecho sin decírselo a Beatrice ni a su madre adoptiva.

Cuando consiguió comunicarse con Olivia Ramsey, no estaba segura de qué esperar. Esta la invitó a comer. Maya estuvo a punto de contárselo a Beatrice y a su madre, pero no lo hizo. Había pasado año y medio, y también el momento de revelar el secreto.

Y aliviaba el sentimiento de culpa que seguía sintiendo diciéndose que, de ese modo, no corría el peligro de que ellas creyeran que no le bastaban como familia, porque lo eran todo para Maya.

Para ser totalmente sincera, su renuencia a contarles el secreto iba de la mano del deseo de no revivir la forma en que Olivia Ramsey la había rechazado. Aquella mujer bien vestida y de evidente buena posición económica, que la había dado a luz, solo quiso verla para decirle que no había sitio en su vida para la hija a la que había renunciado. Enseñarle la foto de la hija con la que sí quiso quedarse fue el tiro de gracia para la esperanza de Maya de establecer una relación con ella.

No recordaba exactamente qué había respondido a Olivia. Algo así como que le parecía bien y que le agradecería que le entregara una historia médica de la familia por si la necesitaba algún día, a lo que Olivia accedió.

Al preguntarle sobre su padre biológico, esta le contestó que no sabía cómo se llamaba, pero que era muy guapo. Y le explicó, en el mismo tono neutro en que había transcurrido el resto de la conversación, que ella se habría quedado con Maya, si su rico y casado amante del momento se hubiera creído que el bebé era suyo. Pero ¿cómo iba a saber Olivia que se había hecho una vasectomía?

–¡Ay!

La persona que tiraba de la maleta ni siquiera se dio cuenta de que había chocado con Maya, que se ocultó tras un tiesto con una palmera para observar a un joven artista que, en el vestíbulo del hotel, se dedicaba a hacer caricaturas de los recién llegados.

Se frotó la dolorida espinilla y suspiró. La escapada a la estación de esquí, decidida repentinamente, estaba condenada al fracaso desde el principio. Comenzó mal y fue a peor.

Ni siquiera habían llegado al chalé que tan buenos recuerdos de las vacaciones de infancia le traía, cuando comenzó a tener migraña.

Era una señal, reflexionó Maya con pesar, del grave error que suponía el intento de recuperar el pasado. Pero cuando el dueño, un viejo amigo de la familia, se lo ofreció a Beatrice y a ella, tras una cancelación de última hora, les pareció que no debían desaprovechar la oportunidad, ya que, ¿qué mejor lugar, dijo Beatrice, para que Maya se inspirara para la colección de invierno que estaba diseñando para el lanzamiento, largamente pospuesto, de su marca de moda?

Pero trabajaron poco. Y no debido a la migraña de Maya ni al atractivo de las pistas de esquí, sino a la llegada de Dante, el exmarido de Beatrice, que apareció con la fanfarria habitual correspondiente a su posición de príncipe heredero de San Macizo y volvió a sembrar el caos en la vida de las hermanas.

Maya le perdonaba que, por su culpa, su marca de moda no hubiera despegado la primera vez, pero no que hubiera convertido a su hermana, que antes de enamorarse de él era una persona optimista, de las que siempre veía el vaso medio lleno, en una mujer desgraciada. Ahora, cuando sonreía, era evidente que fingía, pues sus ojos seguían transmitiendo tristeza.

Desde su punto de observación, Maya dejó de pensar en el matrimonio de su hermana y contempló fascinada al joven artista realizando las caricaturas con unas cuantas líneas.

En otro tiempo, Maya creyó poseer talento artístico, pero su juvenil confianza en su capacidad no había resistido las burlas y la forma de humillarla de su padrastro.

Ese hombre ya había desaparecido de la vida de las hermanas, y Maya había recuperado la mayor parte de la seguridad en sí misma.

Era probable que, sin darse cuenta, Edward le hubiera hecho un favor, porque había numerosos artistas con mucho más talento que ella.

Mientras observaba al joven pensó que era muy bueno, aunque no todos parecían contentos con sus divertidos retratos. Pero él no se lo tomaba a mal.

–La cantidad prima sobre la calidad –el joven le lanzó el comentario girando la cabeza. Ella se sobresaltó como si la hubiera pillado en falta.

–Creo que tiene mucho talento –Maya sonrió saliendo de detrás de la palmera y acercándose al joven que estrujaba su última creación rechazada y emprendía una nueva.

–Me paga las facturas, al menos algunas. Y es mejor que morirse de hambre en un ático. ¡Otra vez no, por favor! –exclamó al apagarse las luces del hotel.

–¿Es un corte de luz?

–¡Quién sabe! Lleva así toda la mañana. Ah, ahora vuelve.

Su mano volvió a volar sobre el papel y la caricatura cobró vida por arte de magia.

Ella examinó el rostro que aparecía. Una poderosa nariz dividía en dos el rostro de altos pómulos; el labio superior de la boca era sensual y contrastaba con el inferior, firme y algo cruel; la barbilla hendida y la mandíbula, que parecía esculpida en granito, completaban el efecto extremadamente austero.

Si el dueño de aquellos ojos de pestañas largas y rizadas poseía en realidad la mitad de la arrogancia, seguridad en sí mismo y autoridad que en el papel, era evidente que no iba a ser un cliente potencial del artista.

A Maya no le parecía que el sujeto del retrato fuera alguien dispuesto a reírse de sí mismo.

Alzó la vista con curiosidad buscando el modelo. No fue difícil reconocerlo, y no solo porque destacaba por su altura. Era un hombre muy alto y atlético que llevaba un abrigo negro. Su cabello negro, largo y ondulado, peinado hacia atrás, dejaba a la vista su ancha frente. Maya pensó que era difícil que pasara desapercibido.

Percibió no solo el dominio de macho alfa que proyectaba incluso a distancia, sino también el antagonismo que le producía. Decidió centrarse en eso y pasar por alto el cosquilleo que sentía en la pelvis.

Se dijo que solo cabía amarlo u odiarlo, sin término medio. Se sentía repelida y fascinada a la vez, pero la belleza siempre era fascinante, aunque solo se pretendiera encontrar en ella un defecto. Y aquel hombre era estéticamente muy agradable.

El artista avanzó hacia él con el bloc en la mano. Maya volvió a la realidad que la rodeaba. Se dio cuenta, avergonzada, de la intensidad con la que había mirado al hombre, como si estuviera… Agachó la cabeza al tiempo que notaba calor en las mejillas, mientras la expresión «hambrienta de sexo», le acudía al cerebro.

No era algo que negara, en sentido literal, pero era una expresión que, en cierto modo, implicaba que era algo malo. Tal vez lo fuera para algunos, pero, en su caso, el celibato era una decisión consciente, no cuestión de mala suerte ni de miedo, como su hermana le había dicho.

Beatrice era apasionada, y ella precavida. Además creía poseer un débil impulso sexual, por lo que no envidiaba a la pobre Bea.

A veces se preguntaba si su hermana creía haber encontrado con Dante aquello de lo que sus padres habían disfrutado, antes de la desaparición del padre.

¿Cómo se sabía si lo habías hallado? Suponiendo, en primer lugar, que esa persona especial existiera, lo más probable era que la pasaras de largo en la calle. Tal vez por eso la mayoría, o eso le parecía, se conformaba o, como Beatrice, imaginaban que habían encontrado su media naranja, pero, cuando las cosas se torcían, acababan solos e infelices

¿O acaso Bea tenía razón? Tal vez solo tenía miedo de ofrecer su amor a un hombre que la rechazara o de quererlo y perderlo, como le había sucedido a Bea.

Apartó tales pensamientos y se distrajo mirando al modelo de la caricatura.

No había posibilidad de confundirlo con su alma gemela, se dijo mientras se frotaba los antebrazos porque sentía un cosquilleo, a pesar de las capas de ropa.

Decidió no analizar excesivamente tal reacción física a un desconocido porque, aunque algunas personas, Bea incluida, afirmaban que sentirse atraída por alguien no podía decidirse, ella creía que siempre había elección. En su caso, la cabeza siempre predominaría sobre el corazón y las hormonas, no a la inversa.

Y también había que considerar el aspecto puramente práctico. En aquel momento de su vida, el amor o el sexo, ¿acaso había diferencia?, sería una complicación.

Bea y ella intentaban introducirse en el mundo de la moda, y una de las dos debía estar centrada. Su hermana sufría el trauma del divorcio, por lo que ella debía llevar las riendas.

Miró a su hermana, que seguía sentada y con la vista pegada a la pantalla del móvil. En aquellos momentos no era la mejor representación del amor. Maya estaba resuelta a que su felicidad no dependiera de un hombre.

No concebía llegar a sentirse así; no era esa clase de persona. Pero si un hombre la hacía desgraciada, lo abandonaría sin mirar atrás.

 

 

El calor y la aglomeración de gente eran insoportables. Samuele estuvo a punto de volver a salir a la calle, donde nevaba intensamente. Pero tenía dos horas de espera por delante, a juzgar por lo que le había dicho su contacto, que poseía información confidencial sobre la situación en el aeropuerto. Así que sufrir un ataque de hipotermia no iba a resultar de mucha ayuda.

¿Lo haría cualquier otra cosa?

Se sentía muy frustrado sabiendo que había un avión privado esperándolo en la pista, tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Pero esperar allí era la mejor posibilidad de volver a Roma a tiempo para estar con su hermano Cristiano antes de que entrara al quirófano.

Agarró el móvil pensando en volver a llamarlo, pero decidió esperar hasta que le confirmaran la salida del vuelo. No quería prometerle algo que no pudiera cumplir.

Cristiano se hallaba en una grave situación, que no era culpa suya, e iba a tener que sufrirla solo, porque su esposa, a la que adoraba, tenía un problema con los hospitales. Violetta no soportaba las cosas desagradables de la vida ni estaba dispuesta a apoyar a su esposo, mientras le hacían una biopsia cerebral para descubrir los motivos de los insoportables dolores de cabeza y otro síntomas que llevaba padeciendo en silencio los seis meses anteriores.

 

 

«Rompió a llorar cuando se lo conté», había dicho Cristiano.

Las lágrimas femeninas no afectaban a Samuele; mejor dicho, no todas. Después de tantos años, las casi silenciosas lágrimas de su madre le seguían haciendo un nudo en el estómago al recordarle la impotencia que había sentido de niño.

Sin embargo, las lágrimas puramente cosméticas o vertidas para manipular lo dejaban frío. Y las de Violetta eran las dos cosas.

La ira y el desprecio que le provocaba Violetta le hizo fruncir aún más el ceño. Cerró los puños. ¿Qué les pasaba a los hombres de la familia, que siempre elegían mal a sus esposas?

Se consideraba afortunado por no haber encontrado el supuesto «amor de su vida». Tenía claro que, si lo veía acercarse, saldría corriendo en dirección opuesta. Estaba seguro de que, a corto plazo, no necesitaría zapatillas deportivas, porque el amor era un concepto ficticio, y él no estaba viviendo la escena final de una comedia romántica de Hollywood.

Se dirigió al bar pensando en su hermano, por lo que tardó unos segundos en darse cuenta de que le habían hecho una pregunta.

Miró el rostro del joven y, seguidamente, la caricatura que le mostraba. Era muy buena, porque en el papel vio a un hombre tan inabordable que ni siquiera su hermano confiaría en él.

La ira que experimentaba hacia sí mismo y la frustración al no haber podido salvar a Cristiano de un matrimonio tóxico ni de la enfermedad estallaron, pero no como una erupción volcánica, sino de forma gélida.

–¿Eso es lo mejor que sabe hacer? Me parece que no le espera un futuro prometedor. Francamente, espero que tenga un plan B –se sintió satisfecho durante unos segundos, aunque de inmediato lo asaltó el sentimiento de culpa.

Lo único que había hecho aquel joven era estar en el lugar y en el momento equivocados y tener un futuro, a diferencia de Cristiano, que tal vez no lo tuviera.

–No pasa nada –dijo el joven comenzando a alejarse

En lugar de devolverle el dibujo, Samuele se sacó la cartera del bolsillo. Pensó con cinismo que era más fácil solucionar un problema con dinero que presentando excusas.

Pero antes de que pudiera hacer nada, apareció una mujer de melena rizada que se interpuso entre ambos. Había surgido tan deprisa que Samuele no supo de dónde venía. Lo fulminó con la mirada, con los brazos en jarras.

La mujer se volvió y dirigió una cálida mirada al joven, antes de girarse de nuevo hacia Samuele y decirle con deprecio, pero sin alzar la voz:

–¡Tiene más talento en el dedo meñique que usted en todo el cuerpo!

Decir que Samuel se quedó desconcertado ante semejante ataque sería quedarse corto. En otro momento le hubiera gustado seguir escuchando aquella voz que, contrastando con la delicada constitución de la mujer, era baja y ronca.

Se la imaginó susurrándole cosas al oído, lo que decía mucho del estado mental en que se hallaba, ya que, en aquel momento, esa voz temblaba de una emoción que no era cálida ni íntima.

La sorpresa inicial se evaporó y se convirtió en algo igualmente intenso, mientras los enormes ojos castaños de ella se fijaban en su rostro. La atracción que experimentó fue tan poderosa que comenzó a excitarse.

Aunque ella no le llegaba al hombro, era perfecta, preciosa. No podría pasar desapercibida aunque lo intentara.

La miró de arriba abajo. Llevaba ropa de colores llamativos. Lo más oscuro eran las botas de nieve. En su hermoso rostro, enmarcado por los mechones rizados que se le habían soltado de la cola de caballo, destacaban los ojos, que despedían fuego.

Su delicada estructura ósea transmitía una sensación de fragilidad y sensualidad. La piel inmaculada indicaba juventud y vitalidad. Tenía la nariz pequeña y una boca grande, de labios carnosos que, en aquellos momentos, formaban un mohín.

Se los quedó mirando demasiado tiempo, sin darse cuenta de que el deseo que sentía se reflejaba en sus ojos. No recordaba haber experimentado una reacción tan instantánea, intensa y visceral ante ninguna otra mujer.

 

 

La forma en que la miraba aquel hombre… Su enfado evitó que Maya se marchara corriendo, lo que hubiera indicado al hombre que solo era valiente en apariencia.

Si lo fuera en realidad, no se le habría pasado por la cabeza la idea de observar en silencio aquel despliegue en público de crueldad y fingir que no lo había visto.

Saber que lo había pensado hizo que se enfadara consigo misma casi tanto como con el objeto de su ira, mientras sus ojos se encontraban. La forma en que él la miraba la hizo sentirse vulnerable y comenzó a temblar por dentro.

Cerró los ojos para eliminar la sensación de vulnerabilidad y apretó los dientes. Al volver a abrirlos se sintió aliviada al ver la expresión de la mirada de él había cambiado. Alzó la barbilla. No era de esas mujeres que se derretían porque un hombre la mirara como si la deseara.

Se centró en el desprecio que había visto en sus ojos al hablar con el artista, en cada desdeñosa sílaba que había pronunciado y que a ella le recordaron las que solía pronunciar su padrastro. La situación era distinta, pero el significado seguía siendo el mismo: «eres una inútil, no sirves para nada, no merece la pena ni que lo intentes».

Ya no era una niña con la cabeza gacha mientras lo escuchaba, mientras su padrastro destruía su autoestima, y no iba a quedarse de brazos cruzados viendo que le sucedía a otra persona.

–Todo el mundo se cree crítico de arte, sobre todo quienes son incapaces de entender el talento artístico. Usted no lo reconocería aunque le mordiera la mano.

Él suspiró y se sacudió la nieve que aún le quedaba en las botas.

–No está siendo uno de mis mejores días.

Tenía la voz profunda y con un leve acento extranjero, lo cual aumentó la fascinación de ella.

–¿Cuánto quiere? –preguntó al joven por encima de la cabeza de Maya.

–Cree que comprando puede arreglar las cosas –murmuró ella. Todo en él delataba riqueza y exclusividad, pensó mientras observaba sus anchos hombros.

Y se percató de que la adrenalina que le corría por las venas no se debía exclusivamente a la ira.

Era un hombre desagradable y abusador, pero ella se avergonzó al reconocer que no era en absoluto inmune a su magnetismo masculino.

Respiró hondo y rompió el hechizo de aquellos ojos. No iba a caer en la lujuria por un desconocido.

–Tiene talento –dijo volviéndose hacia el joven– y usted –añadió dirigiéndose al hombre y dejando de sonreír– no va a destruir su seguridad en sí mismo ni a hacerlo dudar de su valía –alzó la barbilla, desafiante, y pensó: «Mientras yo pueda evitarlo».

 

 

Samuele había recibido muchas miradas de antipatía en su vida, pero ninguna parecida al odio con el que lo miraba aquella desconocida.

Se preguntó qué tendría que hacer para que le sonriera. «Probablemente, caer muerto a sus pies», le sugirió una sarcástica voz en su interior.

–Y no consienta –añadió ella volviendo a sonreír al joven– que nadie le diga lo contrario.

–Estoy bien… –comenzó a decir el artista.

Ella lo interrumpió.

–No se disculpe nunca por la mala educación de otro ni deje que nadie lo manipule. Tiene que creer en sí mismo.

Samuele se debatía entre el enfado y la diversión.

–¿Qué es usted: su novia o su profesora?