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En esta novela iniciática, impregnada de poesía y claroscuros, Jodra construye una metáfora deslumbrante y poderosa, para lectores de todas las edades, del viaje que es la existencia. Raik pertenece a los jinetes cazadores; con once años es un hábil arquero, sabe montar a caballo y encender hogueras. Como todos los jóvenes de su pueblo, una noche de luna llena emprende el viaje de iniciación para intentar convertirse en rey, pues entre ellos el título no se hereda: será monarca quien demuestre ser «el mejor de entre los hombres». Al inicio de ese recorrido conoce a Nosye, príncipe heredero de la refinada Casa de Nydoe, quien tiene doce años y habilidades muy distintas, como leer, escribir y cantar, y cuyo destino es el lago Lorentari, pues solo sus aguas pueden curar la melancolía que lo aqueja y le impide heredar el trono de Anlur. Raik y Nosye deciden compartir una travesía larga e incierta que pone a prueba la amistad, el carácter y la naturaleza de ambos, hasta que sus caminos se bifurcan. Cada uno deberá afrontar pruebas y retos tan distintos como los mundos de los que provienen, y tomar difíciles decisiones ante espejismos y tentaciones que pondrán en juego el rumbo de sus vidas.
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Seitenzahl: 181
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Edición en formato digital: abril de 2024
En cubierta: ilustración © Carolina T. Godina
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Herederos de María del Carmen Jodra Davó, 2024
© Del prólogo, Elena Medel
© Del epílogo, Diego Román Martínez
© Ediciones Siruela, S. A., 2024
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10183-26-1
Conversión a formato digital: María Belloso
Mira al frente. ¿Qué tienes ante ti? Letras y letras que forman palabras, y palabras que se encadenan hasta las historias: conforme recorras los caminos de este mundo, y el tiempo avance contigo mientras lees, entenderás que la tinta fija sobre el papel los mismos rumbos que los mapas nos enseñan. Porque los libros a veces sirven como refugio cuando nos perdemos, nos muestran hacia dónde orientarnos para alcanzar la meta. También nos permiten los atajos, si la prisa nos gana, e incluso los recodos en los que pararse a tomar aire y descansar. Ríos y montañas en los mapas, colores del color del agua y del color de la tierra, y ciudades señaladas con un punto, y líneas que las unen igual que en el juego al que seguro que has jugado: así sucede en esta historia. Utiliza también si quieres este libro como brújula: aunque nos lleve al sur, sus personajes miran siempre al norte.
Carmen Jodra Davó quiso contarte la historia de Raik y Nosye. Cada uno de ellos inició un viaje desde lugares en los que ni las personas ni las costumbres guardaban nada en común, por motivos también muy alejados, aunque en el fondo sus destinos se parezcan. Raik ansiaba convertirse en el rey de su pueblo, los jinetes cazadores, quienes escogían a su monarca de entre el mejor de los suyos; Nosye heredaría el trono de Anlur, aunque no tuviera muy claro si lo merecía o incluso si lo deseaba. Conocerás a Raik cuando acabe de cumplir once años, y a Nosye con doce. Quizá sea esa tu edad, justo, o quizá leas este libro un poco antes o mucho más tarde. Si tienes once o doce años, ¿qué sientes cuando miras a las personas mayores que te rodean, que están cerca de ti? ¿Cómo te imaginas cuando tengas su edad? ¿Hay algo que te guste tanto, que disfrutes tanto, que querrías dedicar toda tu vida a hacerlo?
Puede que te lo hayas preguntado alguna vez, o puede que te lo preguntes cuando cierres este libro, y la historia de Raik y Nosye quede ya en tu memoria, y te acompañen para siempre, y al mirar un lago pienses en el Lorentari, y las flores signifiquen paz y belleza para ti. Yo he leído este libro en varias ocasiones, muchas, de maneras distintas y en distintos momentos de mi vida. Lo leí por primera vez poco después de que Carmen lo escribiera, y sonaba de otra manera porque continuó escribiéndolo durante mucho tiempo, como quien disfruta de un momento que nunca quiere que termine. Tenía yo entonces poco más de veinte años, y aunque era algo mayor que los príncipes tristes, seguía descubriendo el mundo con su misma actitud: pensando con fuerza algunas esperanzas, dudando de si los demás dudarían de mí por no cumplirlas.
Ya sabes que la vida cambia: que a tu alegría de hoy quizá mañana la sustituya la tristeza, y que la tristeza se acaba marchando, como a veces la propia alegría. Que todo lo que vives, todo lo que piensas, también todo lo que lees te convierte hoy en otra persona que no es la del día de ayer, la del día siguiente. Raik y Nosye crecían mientras crecía Carmen y mientras crecía yo, mientras crecían las personas que la querían y que conocían este libro. Regresé a esta historia una vez más poco antes de escribir este texto, casi con el doble de la edad de aquella lectura primera. Hacía cuatro años que Carmen había fallecido, y yo —igual que Raik, igual que Nosye— también había viajado al sur queriendo algo parecido a lo que cada uno de ellos buscaba. Mientras recorría de nuevo estas páginas, tenía la sensación de que las pruebas que superaban —antes de la definitiva de los reyes— se me aparecían también a mí, y debía plantearme qué huella me dejarían, si merecían la pena.
¿No te ocurre que las historias las confundes con espejos? Un libro o una película, una serie, incluso la anécdota o el recuerdo que otra persona te ha contado. Libros como mapas, como brújulas; pero también libros en los que puedes reconocerte. Si te asomas a estas páginas, te devuelven tu imagen: hablan de ti. Puedes sentirte como Raik o puedes sentirte como Nosye: ser ellos. Quizá los dos al mismo tiempo, quizá uno de los dos según lo que sientas un día. Verás que cada uno de los personajes escribe su propia historia: su propio libro. Un capítulo pertenece al libro de Raik, y el siguiente al libro de Nosye, y vuelta a empezar, hasta el desenlace. Sucede así porque son dos personajes a quienes los acerca justo aquello que perciben extraño en el otro; dos personajes así, que se han encontrado y han decidido acompañarse. Leerás que Raik se preguntará por qué se empeñan en viajar juntos, y sin embargo protege a Nosye, y que Nosye jurará no sentir dolor ni soledad cuando Raik se marche, y sin embargo elegirá cubrirse con la manta de piel de oso que le dejó su amigo.
Leyendo esta historia pensaba que la valentía no depende de la fuerza del cuerpo, sino de la del corazón. Que lo que tememos como errores otras personas lo interpretan como aciertos. Que quizá los senderos se recorran más veloces en soledad, pero se disfrutan más en compañía. ¿Qué pensarás tú? ¿Qué sentirás tú? En algún momento ante estas páginas, cuando tú lo decidas, cierra los ojos: imagina los paisajes que describió Carmen, escucha el relincho del caballo y el ruido de la hierba, huele el agua en la madera y el fuego que se aviva. Además de esta historia, y de muchos cuentos, Carmen escribió poemas; reconocerás versos, los que Nosye ha leído y Raik aprendió en la voz de otras personas, y seguro que la forma en la que suenan las palabras te suena igual que la poesía. Porque para Carmen la poesía tenía que ver con las metáforas y las sílabas, pero sobre todo con la actitud con la que vemos el mundo y decidimos compartirlo.
Mira al frente. No al libro entre tus manos, sino más allá: al horizonte. ¿Qué te espera? ¿Qué quieres que te espere? Seguro que guardas sueños contigo, y seguro también que guardas algún miedo. No temas: Raik, Nosye y Carmen te acompañarán hasta que consigas aquello que deseas.
ELENA MEDEL
Raik acababa de cumplir once años y ya hacía uno que esperaba poder someterse a su iniciación. Se sentía fuerte y preparado, mucho más preparado, en verdad, que ninguno de los jóvenes de su edad, el último de los cuales había regresado hacía apenas un mes, delgado como un junco seco y azul de fiebre, pero con las plumas doradas de un tiarin que le habían valido su admisión en el círculo de adultos. ¿Y él? Él tenía buenas razones para la paciencia.
—Paciencia —le había dicho el druida una noche, cuando se acercaba el plenilunio de diciembre y una exaltación dolorosa se había apoderado de todos los de su año—. Esto será lo que aprendas, y que muchos no aprenden; esto, ya que no otra cosa.
—¿Qué quieres decir? —había preguntado Raik, con un estremecimiento
—No podrás salir a tu iniciación este invierno. Deberás cuidar de tu madre.
Raik inclinó la cabeza. No lloraré, se prometió. No delante del druida. Hacía tiempo que temía esto: desde que su madre cayó enferma. No había nadie más en su pequeña familia. Ellos dos habían cuidado de sí mismos, y ahora le tocaba a él cuidarla a ella.
Y sin embargo llevaba toda su vida preparándose para la iniciación. Había enfrentado su cuerpo delgado y moreno al frío, a la lluvia, a los bosques hostiles; había trabajado y luchado por hacerse más sabio y más resuelto, más resistente y más hábil que nadie; un día él habría de ser el primero de entre los hombres de su pueblo. Nunca había tenido dudas.
—¿No hay ninguna otra cosa…? ¿No puede ser de otra manera? —preguntó.
—No.
Bajo la mirada del druida, Raik luchó consigo mismo largos momentos, mientras el creciente de la luna avanzaba imperceptiblemente. Cuando volvió a alzarse la hirsuta cabeza, ceñida por una banda de cuero rojo, tenía la mirada brillante de lágrimas, y la voz le temblaba; pero no lloró.
—Muy bien. Yo mismo soy la víctima en el sacrificio. Pero he tomado mi decisión: no dudaré más. A mi madre no le faltará quien la cuide mientras yo viva.
Y no dudó más. De aquello hacía un año; volvía a acercarse el plenilunio de diciembre. Raik cubrió a su madre con una gran manta de parda piel de oso, y avivó el fuego.
—Abrígate bien, madre —le dijo—. El druida anuncia tormenta. Si llueve, hará menos frío.
Se sentó a su lado. Ella, que tenía el largo y lacio cabello negro de su hijo y los mismos ojos vivos y fieros, le acarició la cabeza y preguntó con la suavidad de los enfermos:
—¿Es cierto que se ha helado el río?
—Lo encontramos helado esta mañana. Rompimos el hielo y lo retiramos, y también en los arroyos. Mira.
Una línea enrojecida, reciente, en el dorso de la mano.
—Grandes placas de hielo —explicó. Estaba orgulloso porque había sufrido. Había levantado en vilo láminas cortantes con sus manos desnudas y sumergido los brazos hasta el codo en el agua helada. Al poco de comenzar el trabajo ya no sentía sus propias manos, sino sólo un dolor que palpitaba en las puntas de sus dedos y se extendía a todo su cuerpo, tensándolo; una sensación tan aguda que ni siquiera se percibía ya como frío. No había sentido el corte hasta más tarde, cuando recuperó el calor.
Pero la madre movió la cabeza, sonriendo:
—Ten cuidado. Ya tienes suficientes cicatrices.
Aquella misma noche estalló la tormenta. Truenos largos y próximos fueron sus embajadores durante un tiempo; después la bóveda se despojó de su carga, y hubo una lluvia gruesa y apretada que caía con ruido, y un retumbar sordo que estremecía la tierra, y relámpagos. Pero lo más pavoroso era el viento. Raik, asomado por un resquicio entre los tapices de lana basta que cubrían la puerta, mirándolo azotar los árboles, desviar la lluvia, y hacer restallar las cuerdas sueltas de los caballos, tuvo la clara impresión de que este viento salvaje lo estaba desafiando a él.
—Apártate de ahí, Raik —ordenó su madre, con una nota de inquietud.
—No —replicó, volviéndose. No podía explicar por qué; quería salir. Habría que recoger los animales, ponerlos a cubierto; alguien debería haber pensado en tapar las jarras de grano.
—Deja que salga —dijo, casi sin darse cuenta.
—No —replicó ella levantando extrañamente la voz.
Se quedó donde estaba, observando y escuchando. El viento era gris e imprevisible, gris y poderoso, como una bestia del bosque, como un lobo cuando se enfurece y nadie está seguro de su vida ante él. Este viento daba más miedo. Una ráfaga golpeó de frente la puerta del cercado de los caballos y se la llevó por delante. Uno de los animales gritó al recibir el impacto, y los otros se dispersaron en todas direcciones.
Raik se puso en pie de un salto y corrió hacia el exterior. Detrás de él, su madre le ordenó que regresara. No hizo caso. Su voz apenas le alcanzaba.
—Los caballos —se dijo en voz alta, y no se oyó. El viento le bramaba en los oídos, y el remolino arrastraba sus palabras.
Tenía que acercarse a los caballos, y luchó desesperadamente, pero el viento se burlaba de él, le soplaba a los ojos descargas de agua que lo cegaban, y se le enredaba entre las piernas. Su madre volvió a llamar, desde muy lejos, y él quiso gritar: «¿Lo ves, madre? ¡Soy fuerte! ¡No puede conmigo!». Entonces, el viento acometió con redoblada furia, y él quiso afianzarse sobre sus pies, pero no pudo, y entre violentos embates y bramidos fue arrebatado como una hoja, y se estrelló de costado contra una dura pared de adobe. Enseguida se abrió la puerta de la casa y alguien extendió los brazos, lo tomó y lo metió dentro. Estaba herido y ya no pudo seguir luchando, y la tormenta se alejó después de muchas horas, habiendo revuelto el cielo y la tierra y todo el frágil poblado de barro.
Raik fue azotado por haber desobedecido a su madre. Él mismo se presentó ante el druida para recibir el castigo; porque el pueblo de los jinetes cazadores no se dejaba guiar sino por los hombres que hubieran alcanzado la supremacía en todo, y el mejor de entre los mejores era el rey-druida. Recompensas y castigos eran administrados por los druidas, pues sólo de ellos se podía esperar que se los respetara sin temerlos, o que se los temiera sin dejar de amarlos; y eran severos, porque los cazadores vivían dispersos en una tierra boscosa y abrupta, y necesitaban que sus hombres fueran fuertes y disciplinados si querían seguir existiendo como pueblo. Y también por esto sólo a los que superaban la iniciación se les permitía seguir viviendo entre ellos.
Raik se presentó, pues, ante el druida y dijo:
—Sé lo que he hecho, y sabía a lo que me exponía cuando lo hice, y sé lo que merezco ahora. Pero no hubiera podido dejar de hacerlo, y no estoy arrepentido.
El druida asintió, mirándolo gravemente, y respondió:
—Tú crees tener el poder de tomar en tus manos las cosas que son más grandes que tú. Y las cosas más grandes que tú pueden destruirte.
—Pero yo quiero ese poder —dijo Raik. El druida no dijo nada más.
Raik quería unirse a la partida de jóvenes que salieron a reunir los caballos dispersos por el páramo y los bosques, pero tuvo que quedarse en casa. La herida que se había hecho al golpear la pared le corría a lo largo del brazo; su madre ayudó al druida a frotársela con una mezcla de hierbas y a vendarle. Movía las manos muy despacio, como pájaros agotados, y terminada la cura besó a su hijo en la mejilla, suspirando, y se quedó a su lado. Cuando volvió la partida, Raik salió para saludar a su caballo castaño y se ocupó del heno y del agua limpia, a pesar de la molestia del vendaje.
—Perdóname —le dijo al caballo, que no tenía nombre. Era el caballo de Raik y eso bastaba—. No pude ir a buscarte.
La herida era grande pero superficial, y después de curarla cicatrizó bien. Mas Raik no miraba esta marca con orgullo, como solía. Era la marca de un oscuro fracaso que no habría podido poner en palabras.
A medida que pasaban las noches, el tiempo recrudeció. La víspera del día de la iniciación el frío parecía más intenso que nunca, e incluso Raik compadecía a los jóvenes que habrían de partir a la noche siguiente. Sin embargo, se decía: «¡Ojalá fuera yo uno de ellos!».
Aquella noche volvió a abrigar a su madre con la manta de piel de oso y, peinando su cabello en dos crenchas, se lo arregló en largas trenzas oscuras.
—Te estoy muy agradecida —dijo su madre, tan bajo que su susurro apenas se distinguió del crepitar de las llamas.
—No digas que estás agradecida —suplicó Raik—. Dime que estás orgullosa.
—Estoy muy orgullosa de ti, Raik.
Él se arrodilló a su lado y recibió su caricia, como una bendición.
En la misma noche se apagó suavemente. Raik la veló hasta el amanecer, besó su frente, que se había vuelto muy blanca, y su cara plácida, y susurró:
—Gracias, madre. Ahora soy libre.
Al siguiente crepúsculo se presentó en el campo junto a las puertas del poblado. Once jóvenes aguardaban en pie la salida de la luna llena. El druida entonaba salmodias, el cántico subía y bajaba como los sonidos de la noche. Los jóvenes temblaban: hacía mucho frío. Raik avanzó hasta el centro del campo.
—Mientras estos jóvenes —dijo— eran ungidos de aceite y encomendados a los dioses protectores, durante la mañana y todo el día de hoy, yo cargaba a mi madre a lomos de mi caballo. En el bosque, bajo los altos troncos grises le di sepultura, porque es bueno que los muertos vuelvan a la tierra que los alimentó, y que alimenten la tierra que nos alimenta. Soy libre ahora. —Y volviéndose hacia el druida, que había callado, añadió—: ¿Se me negará el derecho a cumplir mi iniciación?
El silencio era absoluto. El pueblo reunido en la asamblea de la despedida miró al muchacho con asombro.
—Raik —dijo el druida—. Tienes coraje, y has cumplido hasta el fin tus deberes de hijo y de hombre. Los dioses protectores estarán contigo, aunque no hayas orado hoy ante sus altares, y contigo irá también el espíritu de la madre feliz que te engendró. Ve, y haz lo que tengas que hacer, y vuelve a nosotros.
Raik se inclinó profundamente ante él y marchó a ocupar su puesto junto a los jóvenes. El druida concluyó su oración: un murmullo ininteligible en la lengua de los antiguos padres. Salió la luna: perfecta y helada, asomó por los montes del este; y los jóvenes montaron sus caballos. Estremecidos, pero erguidos en toda su altura y con rostros impasibles, sus padres y madres se unieron al canto del druida, que, confundido con el estruendo del galope, acompañó a los jinetes hasta que salieron del valle. La lengua era la misma antigua lengua sagrada, y las palabras habían dejado de ser comprensibles, aun para los druidas mismos, mucho tiempo atrás. Pero el sonido era dulce y grave, y confortó sus corazones, y Raik, galopando en la noche luminosa, lloró como no había llorado por la mañana.
Se separaron a la salida del valle, sin palabras, aunque algunos de ellos eran grandes amigos y se habían criado juntos. Pero no era tiempo de preocuparse sino cada cual de sí mismo, pues emprendían el más absoluto de los viajes, del que acaso no volvieran, o acaso sólo para partir de nuevo y para siempre; y habían de hacerlo por su cuenta, con la única compañía de sus caballos y de las armas que pudieran llevar. Algunos espolearon hacia el sur para tomar el gran camino de los viajeros; algunos doblaron hacia el este, como dirigiéndose directamente a las tierras de las fábulas; algunos se internaron en los espesos pero bien conocidos bosques occidentales.
Raik, que había soñado tan largamente con este instante, tenía su decisión tomada, y si decidió sopesarla todavía, lo hizo sin aflojar el paso de su caballo.
—Al sur… Cuentan que la vida es allí fácil y pacífica. Sobre el oriente hay canciones que hablan de las riquezas, de los animales bellos y desconocidos. Al oeste nuestros propios dominios se nos oponen con sus ejércitos de osos y de lobos. Pero yo debo tomar el camino más difícil. He de ir al norte y medirme con el frío y con las tierras y los hombres de los que nada sabemos, y con reinos más antiguos que el nuestro.
Y así, inició la ruta que se abría bajo la estrella del norte, a través del brezal, sin calzada ni camino alguno que hiciera más fácil el avance. Eran los primeros pasos del viaje que había esperado siempre, y aún tenía lágrimas en las mejillas y una extraña paz, llena de expectación, en el lugar de su alma donde habían llegado las miradas de los suyos, a la vez duras y cálidas, y el canto del druida. Temblaba por el frío y la tensión de los nervios. Viajaría toda la noche, como era tradicional, y todo el día siguiente hasta el atardecer; y sintió un furioso amor por su pueblo y por la aspereza de su vida y sus costumbres, por cómo habían dispuesto que esta primera noche del gran viaje fuera tan suya e infinita, helada y vacía y larga como sólo son las noches de diciembre, para permitirle pensar en lo que estaba viviendo, y darse cuenta de lo que ocurría en el momento en que ocurría. Y espoleó el caballo y se entregó a la embriaguez de cabalgar a galope tendido en medio de la noche, cortando el páramo, despreciando el peligro de una caída. El mundo era suyo, y tenía mucho tiempo. Era diciembre, un comienzo y un fin.
Hacia la madrugada hubo un par de ocasiones en que se descubrió pensando en su madre y en la tierra que había removido con sus propias manos para que ella descansara allí. En otros momentos no pensaba en nada, sólo sentía, sin prestar atención, la regularidad de los movimientos del caballo y de los suyos en él, esa técnica que conocía desde siempre y que por eso le resultaba tranquilizadora. Y después se asombraba de no estar prestando toda su atención al hecho de que se encontraba, por fin, en la misión que había esperado siempre: ahora, ya, en este instante.