La resaca - Robert Louis Stevenson - E-Book

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Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

"La misma temperatura en Inglaterra no hubiera chocado en pleno estío, pero era cruelmente fría para el Mar del Sur... Y aquellos tres hombres la sentían también y tiritaban. Llevaban livianas ropas de algodón, las mismas en que habían sudado por el día, y aguantado los aguaceros tropicales; y para colmar su cuita, no habían desayunado, habían pasado por alto la comida y les había faltado la cena.

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R.L. Stevenson

La Resaca

 

 

PARTE I

EL TERCERO

I

NOCHE EN LA PLAYA

Por toda la extensión de las islas del Paco, hombres dispersos, de muchas razas europeas, y salidos de casi todas las clases sociales, llevan el impulso de su actividad y diseminan enfermedades. Unos prosperan, otros vegetan. Los hay que han escalado las gradas de un trono y poseen islas y armadas. Muchos de ellos tienen que casarse para vivir, y una lozana y jocunda dama de color de chocolate los sustenta en pura ociosidad; y, vestidos a usanza indígena, pero conservando todavía algún rasgo extranjero en su indumento o en sus modales, acaso una sola reliquia––un monóculo, por ejemplo–– del oficial y del caballero de otro tiempo, pasan la vida tumbados, a la sombra de las verandas techadas con hojas de palmera, y entretienen a una tertulia de isleños con los recuerdos de los teatros de variedades. Y aun hay otros, menos acomodaticios, no tan avispados, de peor suerte o quizá menos viles, a los que les sigue faltando el pan en aquellas islas de la abundancia.

En el extremo de la ciudad de Papeete, tres de estos últimos estaban sentados bajo un árbol ––un purao—, en la playa.

Era tarde Ya hacía tiempo que la banda militar, terminado el concierto, se había marchado tocando por el camino, con una abigarrada tropa de hombres y mujeres, empleados de comercio y oficiales de marina, bailando a su zaga, los brazos en torno de los talles, y adornados con guirnaldas. Ya hacía tiempo que la oscuridad y el silencio habían ido avanzando de casa en casa por la minúscula ciudad pagana. Sólo resplandecían los faroles de las calles formando halos fosforescentes entre el follaje de las umbrosas avenidas, o trazando trémulos reflejos en las aguas del puerto. Un zumbar de ronquidos se oía por todo el muelle del Gobierno, entre las pilas de madera. Llegaba hasta la costa desde los pailebots, esbeltos y finos cúters, fondeados todos juntos como botecillos, con las tripulaciones tendidas sobre las cubiertas, bajo el cielo estrellado, o amontonadas en improvistas tiendas de lona entre el desorden de las mercancías.

Pero los que estaban bajo el purao no tenían pensamiento de dormir. La misma temperatura en Inglaterra no hubiera chocado en pleno estío, pero era cruelmente fría para el Mar del Sur. La naturaleza inanimada se daba cuenta de ello, y el aceite de coco estaba helado en la botella en todas las casas, a estilo de jaulas, de la isla; y aquellos tres hombres lo sentían también y tiritaban. Llevaban livianas ropas de algodón, las mismas en que habían sudado por el día y aguantado los aguaceros tropicales; y para colmar su cuita, no habían desayunado, habían pasado por alto de comida y les había faltado la cena.

Según la expresión corriente en el Mar del Sur aquellos tres hombres estaban sobre la playa. La común desgracia les había hecho juntarse, reconociéndose por los tres seres más miserables, de habla inglesa, en Tahití; y más allá de su miseria, cada uno de ellos apenas sabía nada de los otros dos, ni siquiera sus verdaderos nombres. Los tres habían hecho un largo aprendizaje en su camino hacia la ruina; y cada uno de los tres, en alguna etapa de su caída, se había visto obligado, por vergüenza, a adoptar un alias. Y sin embargo, ninguno de ellos había comparecido nunca ante un Tribunal de justicia; dos, eran hombres de amables virtudes, y uno de éstos, sentado allí arrecido, bajo el purao, guardaba en el bolsillo un destrozado "Virgilio".

Verdad es que si hubiera sido posible sacar dinero del libro, Robert Herrick habría ya sacrificado, mucho tiempo antes, aquella su última posesión; pero la demanda de literatura, tan característica en algunas partes del Pacífico, no se extiende hasta las lenguas muertas; y más de una vez el "Virgilio", que no podía trocarse por una comida, le había consolado del hambre. Lo repasaba tendido a la larga, y con el cinturón apretado, en el suelo de la antigua prisión, buscando pasajes favoritos y descubriendo otros nuevos que sólo le parecían menos bellos porque les faltaba la consagración del recuerdo. O se detenía en sus vagabundeos sin fin por el campo, se sentaba al borde de una senda mirando, al otro lado del mar, las montañas de Eimeo, y abría al azar la "Eneida", buscando suertes. Y si el oráculo ––como es costumbre de los oráculos–– respondía con palabras ni muy precisas ni muy alentadoras, al menos visiones de Inglaterra surgían en tropel en la mente del desterrado: la bulliciosa sala del colegio, los verdes campos de recreo, las vacaciones en casa, y el perenne rumor tumultuoso de Londres, y la chimenea familiar, y la blanca cabeza de su padre. Que es el sino de esos graves, sobrios, autores clásicos, con lo que entablamos forzado y a veces penoso conocimiento en las aulas, diluirse en nuestra sangre y penetrar en la substancia misma de la memoria; y así, una frase de Virgilio, no habla tanto de Mantua yde Augusto, como de rincones de la tierra natal y de la propia juventud, ya irrevocablemente perdida, del estudiante.

Robert Herrick era hijo de un hombre listo, activo y ambicioso, partícipe, en modesta escala, en una gran casa comercial de Londres. El muchacho despertó halagüeñas esperanzas, se le envió a un buen colegio, ganó allí una beca en Oxford y, a su tiempo, fue a seguir sus estudios en aquella Universidad. Con todo su talento y refinamiento de gustos ––y en ambas cosas abundaba–– faltábale a Robert solidez y virilidad intelectual; perdíase en extraviadas sendas de estudio, se afanaba por la música o por la metafísica cuando debía dedicarse al griego, y, al fin, salió de la Universidad con un grado mediocre. Casi al propio tiempo quebró, desastrosamente, la casa de Londres, y Herrick padre tuvo que empezar la vida de nuevo, como empleado en un escritorio ajeno; y Robert renunció a sus ambiciones y aceptó, con resignación, un oficio que aborrecía y despreciaba. Los números no le entraban en la cabeza, no le interesaban los negocios, detestaba la sujeción de las horas de oficina, y desdeñaba los éxitos y los afanes de los mercaderes. Llegar a enriquecerse, no le tentaba; le bastaba con un buen pasar. Un mozo de peor índole o de mayor audacia se habría rebelado contra el destino; acaso hubiera intentado hacerse un porvenir con la pluma; quizá hubiese sentado plaza. Robert, más prudente, probablemente más tímido, se avino a seguir la profesión en la que más pronto podía ayudar a su familia. Pero lo hizo sin decidirse más que a medias, sin resolución firme; huyó de sus antiguos compañeros y escogió, entre varias colocaciones que se le ofrecían, un empleo en Nueva York.

Fue la suya, desde entonces, una carrera de no interrumpido bochorno. No bebía, era estrictamente honrado, se conducía cortésmente con sus jefes; sin embargo, de todas partes se le despedía. Como no se interesaba en el cumplimiento de sus deberes, no ponía en ellos atención; su cotidiana labor era una mezcla de cosas que se quedaban sin hacer o que quedaban mal hechas; y de empleo en empleo y de ciudad en ciudad; llevaba tras sí la fama de inepto. Nadie puede soportar, sin que se le suba el color a la cara, que se le aplique ese calificativo: no hay en verdad ningún otro que de manera tan rotunda nos cierre, como con un portazo en la cara, el acceso a nuestra propia estimación. Y para Herrick, consciente de sus talentos y de su cultura, que miraba con menosprecio esos menesteres humildes para los cuales no se le consideraba capaz, el sufrimiento era intolerable. Desde que se inició su derrumbamiento, no pudo enviar dinero a su familia; poco después, como sólo podía contar fracasos, dejó de escribir; y un año antes del comienzo de esta historia, echado de pronto a la calle, en San Francisco, por un judío alemán, soez y colérico, había perdido todo respeto de sí mismo, y, en un súbito impulso, cambió de nombre e invirtió su último dólar en un pasaje en el bergantín correo City of Papeete. Con qué esperanza había endulzado aquella fuga a los mares del Sur, quizá ni él mismo lo sabía. Es cierto que allí se podían hacer fortunas negociando en perlas o en copra; sin duda otros, no mejor dotados que él, habían llegado en aquel mundo de las islas, a ser consortes de reinas y ministros de reyes. Pero si Herrick hubiera ido allá con algún propósito firme y digno, habría conservado el apellido de su padre. El alias delataba su bancarrota moral; había arriado su bandera; no se hacía ilusiones de llegar a redimirse o de ayudar a su familia arruinada; y había venido a las islas ––donde sabía que el clima era benigno, el pan barato y las costumbres fáciles–– como un desertor de la batalla de la vida y del cumplimiento del deber. Fracasar era su sino, se había dicho: pues que, al menos, fuera el fracaso lo más gustoso posible.

Por fortuna, no basta con decirse: "Voy a envilecerme". Herrick prosiguió en las islas su carrera de descalabros; pero en el nuevo ambiente y bajo el nombre postizo, no fueron menos agudos sus sufrimientos. Consiguió un nuevo empleo y lo perdió como de costumbre. Cuando hubo agotado la sufrida paciencia de los hosteleros, descendió a una mendicidad más franca al borde de los caminos; con el transcurso del tiempo, su buen natural se fue agriando, y, después de un par de repulsas, se hizo huraño y receloso. Sobraban mujeres que hubieran sustentado a un hombre menos guapo o de peor condición: Herrick no dió nunca con ellas o no supo conocerlas; o, si no fue así, algún sentimiento más viril se rebeló en contra y prefirió morirse de hambre. Empapado por las lluvias, abrasado de día, tiritando de noche, sin otro dormitorio que una antigua prisión ruinosa y abandonada, alimentándose de limosnas o con desperdicios de las basuras, sin más compañía que la de otros dos parias como él, había apurado, durante meses enteros, el cáliz de la penitencia. Llegó a saber lo que era la mansa resignación, lo que era estallar en infantiles cóleras de rebelión contra el destino, y lo que era sumergirse en el sopor de la desesperanza. El tiempo le había transformado. Ya no se contaba a sí mismo cuentos de una fácil y quizá gustosa desmoralización corruptora. Había aprendido a descifrar su propia naturaleza; estaba ya demostrado que era incapaz de levantarse, y ahora supo por experiencia que no podía doblegarse para caer en la abyección. Algo que apenas era ni orgullo ni fortaleza, que quizá era sólo refinamiento, le detenía ante la capitulación; pero miraba su mala suerte con creciente rabia y se asombraba a veces de su paciencia.

Ya iban pasados así cuatro meses sin cambio alguno y sin el menor vislumbre de posible mundanza. La luna, vagando por entre un caos de voladoras nubes de todos tamaños, formas y densidades, algunas negras como borrones, otras tenues como cendales, seguía esparciendo la maravilla de su brillo austral sobre el mismo escenario encantador y aborrecido; las montañas isleñas, coronadas con la perenne nube de la isla, la ciudad cubierta por los árboles y tachonada con escasas luces, los mástiles en el puerto, el espejo terso de la laguna y la barrera de arrecifes sobre la que rompía la marejada con blancas espumas. La luz de la luna caía también, como el foco de una linterna, sobre sus dos compañeros, sobre la figura recia. y corpulenta del yankee que se hacía llamar Brown, y del que sólo se sabía que era un capitán de barco, víctima de algún percance; y sobre la desmedrada persona, los ojos pálidos y la sonrisa desdentada de un acanallado y avieso hortera de la City de Londres. ¡Qué compañía para Robert Herrick! El patrón yankee era, al menos, un hombre; tenía ingénitas cualidades de ternura y resolución; cualquiera podía estrechar su mano sin rubor. Pero no había ninguna gracia redentora en el otro, el cual se hacía llamar unas veces Hay y otras Tomkins, y se reía de la discrepancia; que había servido en todos los almacenes de Papeete, pues no carecía de competencia, y que de todos había sido despedido, porque era de una contumaz villanía; que de tal modo se había hecho aborrecer por cuantos le habían empleado, que pasaban a su lado en la calle como si fuera un perro, y sus antiguos compañeros le esquivaban como a un acreedor.

No hacía mucho que un barco había traído del Perú una epidemia de gripe que hacía estragos en la isla y, especialmente, en Papeete. De todas partes, alrededor del purao, se alzaba de cuando en cuando un lastimero alboroto de gentes que tosían y se atosigaban al toser. Los enfermos, indígenas, con la nerviosidad propia de los isleños ante un asomo de fiebre, se habían arrastrado fuera de sus casas, anhelosos de frescura, y sentados en cuclillas en la playa o en las canoas varadas sobre la arena, esperaban con ansia el nuevo día. Como el canto de los gallos se propaga de noche por el campo, de alquería en alquería, las explosiones de tos estallaban y se esparcían y morían a lo lejos, y de nuevo volvían a surgir más cerca. Cada uno de aquellos desdichados calenturientos se sugestionaba con la tos del vecino, sufría durante unos minutos las convulsiones del feroz acceso, y se quedaba agotado, sin voz y sin fuerzas, cuando la crisis pasaba. La playa de Papeete, en aquella fría noche y en aquel tiempo de epidemia, era lugar propicio para que el más compasivo pudiera dar empleo a toda la piedad que sobrase en su corazón. Y de todos los atacados, acaso el que menos la merecía, pero ciertamente el que más la necesitaba, era el dependiente londinense. Estaba hecho a otro género de vida: a casas, lechos, cuidados de enfermeros, a las delicadezas que se proporcionan al que sufre; y se encontraba ahora allí, en la fría intemperie, expuesto a las ráfagas del viento y con el estómago vacío. Estaba, además, aniquilado; la enfermedad le sacudía hasta las entrañas, y sus compañeros se asombraban de que pudiera resistirla. Sentían por él honda lástima, que contendía con su aborrecimiento, y lo vencía. Lo repugnante de tan desagradable dolencia acrecentaba aquella aversión, y al propio tiempo, y como decisivo contrapeso, la vergüenza por tan inhumano sentimiento les empujaba con mayor ardor al servicio del paciente; y hasta lo malo que de él sabían aumentaba su solicitud, pues nunca es tan temerosa la idea de la muerte como cuando se acerca al meramente sensual y egoísta. A veces le ayudaban a incorporarse; otras, con equivocado celo, le golpeaban entre los hombros, y cuando el mísero se quedaba tendido de espaldas, espectral y agotado, después de un paroxismo de tos, le examinaban la cara, dudando si encontrarían en ella alguna señal de vida. No hay nadie que no tenga alguna virtud: la del dependiente era la valentía; y se apresuraba a tranquilizarlos con alguna broma, no siempre decente:

––Esto no es nada, compinches ––murmuró una de esas veces, sin aliento––, no hay cosa mejor para fortalecer los músculos de la laringe.

––¡La verdad es que tiene aguante! ––exclamó el capitán.

––No me achico por poca cosa prosiguió el paciente con entrecortada voz––. Pero me parece una perra suerte que sea a mí al único a quien le ha tocado la china y el que haya de hacer reír a los demás. Ya podía alguno de vosotros animarse y hacer algo; contarle a uno cualquier cosa.

––El mal está, amigo, en que no tenemos nada que contar ––respondió el capitán.

––Yo le contaré, si quiere, lo que estaba pensando ––dijo Herrick.

––Díganos cualquier cosa ––contestó el dependiente––. Sólo necesito que me hagan recordar que no estoy muerto.

Herrick comenzó su cuento, tendido de bruces y hablando lentamente, casi entre dientes, no como el que tiene algo que decir, sino como el que sólo habla por matar el tiempo.

––Bien; pues pensaba esto: que estaba en la playa de Papeete una noche ––toda de luz de luna, chubascos y gente tosiendo––, con hambre y con frío y con el corazón en los talones, y que tenía noventa años, y de ellos había pasado unos doscientos veinte en la playa de Papeete. Pensaba que ojalá tuviera una sortija mágica o una hada bienhechora o el poder de evocar a Belcebú, y trataba de recordar la receta para hacerlo. Sabía que se hace un círculo de calaveras, porque lo había visto en el Freischutz, y que había que quitarse la chaqueta y remangarse las mangas de la camisa, pues así operaba el actor que hacía de Kaspar, y bien se veía que estaba muy al tanto de ello, y que había que levantar una humareda maloliente, lo cual puede hacerse con un cigarro, y decir el "Padrenuestro" al revés. Me pregunté si sería capaz de esto último: la cosa no parecía fácil. Me pregunté después si sería capaz de decirlo al derecho, y me pareció que sí. Pues bien; aun no había llegado a la mitad, cuando vi que venía por la playa un sujeto vestido con un pariu y que traía una esterilla bajo el brazo. Era un vejete más bien feo, cojitranco, y no cesaba de toser. Al principio no me gustó, pero luego me compadecí del pobrete porque tosía de aquel modo. Me acordé de que aún nos quedaba un poco del jarabe para la tos, que el cónsul de los Estados Unidos le dio al capitán para Hay, y aunque a éste no le sirvió de nada, creí que acaso le vendría bien al viejo y me levanté. ¡Yorana! ––le dije––. ¡Yorana! ––me contestó––. "Oigame ––proseguí––, tengo una pócima de superior calidad en una botella, que le va a curar la tos. Harry my y le mediré una cucharada en el hueco de la mano, porque tenemos los cubiertos en casa de nuestro banquero". Pensé después que el vejete se aproximaba, y cuando más de cerca, me gustaba menos. Pero yo había comprometido mi palabra, como veis.

––¿Y a qué vienen todas esas sosadas? ––interrumpió el hortera––. Es como la monserga de los "tracts".

––Es un cuento. Solía contárselos a los pequeños en casa - dijo Herrick––. Si le aburre, me callo.

––¡Adelante con ello! ––respondió, colérico, el enfermo––. Más vale eso que nada.

––Bueno prosiguió Herrick––. En cuanto le di el jarabe pareció que se erguía y se transformaba y, bien mirado, que no era un tahitiano, sino una especie de árabe con luengas barbas. "Una buena acción se paga con otra", me dijo" "Soy un mago escapado de las Mil y Una Noches, y esta esterilla que tengo bajo el brazo es el auténtico y original tapiz de Mohammed Ben No-sé -cuántos. Diga usted una sola palabra y puede hacer una travesía en él".- "¿Me va usted a hacer creer que es el Tapiz Encantado?", exclamé. "Le apuesto un dólar a que sí", dijo con fuerte acento yankee. "Usted ha estado en América después que yo leí las Mil y Una Noches", le contesté un tanto receloso. "Ya lo creo. He estado en todas partes. El que tiene un tapiz como éste, no va a dejarse enmohecer en un hotelito de las afueras". La cosa me pareció razonable. "Muy bien", le dije. "¿Quiere usted decir que puedo sentarme en este tapiz y marchar derecho a Londres?" "En un santiamén", contestó. Eché la cuenta de la diferencia de hora. ¿Cuál es entre Papeete y Londres, capitán?

––Entre Greenwich y Punta Venus, nueve horas y unos minutos y segundos.

––Eso es, poco más o menos, lo que yo calculé: unas nueve horas. Suponiendo que sean ahora aquí las tres de la mañana, me plantaría en Londres a eso de mediodía, y la idea me regocijaba como si me hicieran cosquillas. "Lo que hay de malo ––––dije–– es que no tengo ni un centavo en el bolsillo. Sería cosa triste verse en Londres y no poder comprar el Standard de la mañana". "¡Ah! ––me contestó––, aun no sabe usted las ventajas de este tapiz... ¿Ve esta bolsa? No hay más que meter la mano y la sacará llena de libras esterlinas".

––Diría dobles águilas ––observó el capitán.

––¡Así fué! ––exclamó Herrick––. Pensé que me habían parecido extraordinariamente grandes; y ahora recuerdo que tuve que ir a una casa de cambio en Charing Cross para procurarme dinero inglés.

––¿De modo que fue usted? dijo el dependiente––. ¿Y qué hizo al llegar? Apuesto a que se bebió un whisky y soda.

––Todo pasó como el venerable sujeto había dicho... en un santiamén. En un segundo estaba aquí, en la playa, a las tres de la mañana, y, en el siguiente, enfrente de la Cruz Dorada, a mediodía. Al principio me sentí deslumbrado y me tapé los ojos, y parecía que nada había cambiado: el estruendo del Strand y el del arrecife eran la misma cosa; escuchad atentos y oiréis el rodar de los "cabs" y los ómnibus y el rumor de las calles. Y al fin pude mirar en rededor y allí estaba el sitio de siempre y no había duda. Allí estaban las estatuas en la plaza y San Martin's-in-the Fields, y los "policemen" y los gorriones y los coches de punto; y no hay modo de decir lo que sentía. Creo que eran como ganas de llorar o de hacer cabriolas o de dar un salto por encima de la columna de Nelson. Era como si me hubiesen sacado del infierno para dejarme caer en la parte mejor del cielo. Busqué un "hansom" con un caballo trotador. "Un chelín de propina si me lleva en veinte minutos", le dije al cochero. Me llevó a buen paso, aunque no podía compararse con el del tapiz; y en diecinueve minutos y medio estaba a la puerta.

––¿Cuál puerta? ––preguntó el capitán­

––La de una casa que yo sé.

––¡Sería un bar! ––gritó el dependiente... aunque esas no fueron precisamente sus palabras––. ¿Y por qué no fue en el tapiz, en lugar de ir dando barquinazos en el alquilón?

––No quería alborotar una calle tranquila - dijo el narrador––. Mal tono. Y además, era un "hansom".

––Bueno, y ¿qué hizo después? ––preguntó el capitán­

––Pues entrar allí ––dijo Herrick.

––¿Los viejos?... - volvió a preguntar aquél.

––Así sería ––contestó el otro mordisqueando unas hierbas.

––¡Vaya una chispa para contar cuentos! ––exclamó el depen­diente––. ¡Cristo!, ¡si parece cosa de "La Moral de los Niños"! ¡Y que no iba a ser más divertida la escapada que hiciese yo! Lo primero un whisky y soda para darme suerte. Después a comprarme un gabán pistonudo, con piel de astracán, y coger mi bastón y bajar por Piccadilly dándome la mar de pisto. Después, iría a un restaurant de primera, a comer guisantes y chuletas de las mejores y mi buena botella de champaña... ¡ah!, y se me olvidaba.... una fritada del Támesis lo primero... y tarta de grosella, y eso que dan en botellas gordas, con un sello... "¡Benedictino!"... así es como se llama. Después me dejaría caer por algún teatro y haría amistad con gente de bulla, y nos iríamos a recorrer las salas de baile y los bares y todo lo demás. Y al día siguiente me daría un desayuno de órdago con manteca fresca, y... ¡ay!...

Un nuevo ataque de tos interrumpió al dependiente.

––Bien, pues ahora les diré lo que yo haría dijo el capitán––. No tomaría ninguno de esos cochecitos de fantasía con el cochero encaramado atrás en lo alto, guiando desde la cruceta de mesana, como quien dice, sino un buen coche de plaza, de cuatro ruedas y del mayor tonelaje posible. Lo primero de todo, sería ir al mercado y comprar un pavo y un lechoncillo. Después iría a una tienda de vinos y compraría una docena de botellas de champaña y otra de algún vino dulzón, de ese gordo y pegajoso y fuerte, algo en el estilo del Oporto o del Madera: lo mejor que tuviesen. Después me pararía en un bazar y echaría veinte dólares en juguetes para los chicos, y, desde allí, a una confitería y me cargaría de pasteles y dulces y bollos, y de esas cosas que adornan con ciruelas; y, en seguida, a un puesto de periódicos, y compraría todos los ilustrados para los pequeños, y para la parienta un buen acopio de los que tienen folletines que hablan de ––,Cómo el conde se descubre a Ana María y cómo Lady Maude se escapa de la casa de locos donde la tenían encerrada; y después, le diría al cochero que me llevase a casa.

––Falta mermelada para los chicos -indicó Herrick , -les gusta mucho.

––Mermelada, sí, de la colorada continuó el capitán––. Y esas cosas que se tira de ellas y estallan y ––tienen versos imbéciles dentro. Y después, les digo que íbamos a tener una Fiesta nacional y una Navidades, todo de una vez. ¡Lo que yo daría por ver a los chiquillos! ¡Cómo saldrían disparados de casa cuando vieran llegar al papá en coche! Mi niña Ada...

Y el capitán se calló de pronto.

––¡Adelante con ello! ––––dijo el dependiente.

––¡Lo peor es que no sé si se están muriendo de hambre! ––exclamó el capitán.

––Por muy mal que estén no han de estar peor que nosotros, y eso es un consuelo ––prosiguió el otro––. Aunque el demonio se empeñase, no podría hacer que me fuera peor.

Fue como si el demonio le hubiera oído. Ya hacía un rato que se había extinguido la claridad de la luna y que conversaban en la oscuridad. Se oyó de pronto como un bramido lejano que se aproximaba impetuoso; se vio blanquear la superficie de la laguna, y antes de que pudieran, atropelladamente, ponerse en pie, descargó sobre ellos el chubasco. Quien no haya vivido en los trópicos no puede imaginar la violencia y la intensidad de aquella avalancha; cortaba la respiración y hacía jadear como cuando se toma una ducha, y el mundo no era más que un revuelto torbellino de tinieblas y de agua.

Huyeron andando a tientas, en busca de su acostumbrado cobijo casi pudiera llamarse casa––, el antiguo calabozo; llegaron empapa­dos a sus celdas vacías y se tendieron, como tres remojadas piltrafas de humanidad, en el frío suelo de coral; y un momento después, pasado el chubasco, oían los otros dos en la oscuridad castañetear los dientes del hortera.

––¡Por Dios! ––dijo con lastimero acento––, acercaos para ver si me caliento. Para mí, que si no lo hacéis, me largo.

Y los tres se acurrucaron juntos, en una masa húmeda, y así estuvieron hasta el amanecer, tiritando y adormilándose y despertán­dose a cada momento, para sentir el horror de su miseria, por las toses del dependiente.

 

II

 

LA MAÑANA EN LA PLAYA.

 

Se habían dispersado todas las nubes, la belleza del día tropical se tendía sobre Papeete: el muro de las olas rompía sobre el arrecife, y las palmeras de la isla parecían ya temblar en el aire caliente. Un buque de guerra francés iba a zarpar, de vuelta a su país. Estaba anclado en mitad del puerto y reinaba en él la inquieta actividad de un hormiguero. Por la noche había entrado un pailebot y ahora estaba fondeado allá lejos, junto a la entrada, y tenía izada la bandera amarilla, emblema de la peste. Bajando por la costa, una larga procesión de canoas doblaba la punta y se dirigía al mercado, alegre y llamativa, con los mil colores de los trajes indígenas y de los montones de frutas. Pero ni la belleza, ni el apetecible calor de la mañana, si siquiera esas escenas náuticas, que tanto interesan a la gente de mar y a los desocupados, podían atraer la atención de aquellos hombres. Aun tenían el frío metido en el corazón, amarga la boca por el insomnio, y el andar vacilante por falta de sustento; y marchaban uno tras otro, en lastimosa hilera claudicante, a lo largo de la playa, agobiados y silenciosos. Iban hacia la ciudad, hacia las casas donde ya se levantaba el humo y donde gentes más dichosas estaban desayunando; y, según avanzaban, sus ojos ávidos y famélicos se volvían a todos lados, pero sólo trataban de encontrar comida.

Un pailebot pequeño y mugriento estaba amarrado al muelle y unido a él por un tablón. A proa, bajo un toldo minúsculo, cinco kanakas que constituían la tripulación, rodeaban, sentados sobre la cubierta, una tartera de plátanos fritos y tomaban café en vasos de estaño.

––¡Las ocho: alto al trabajo y a desayunar! ––gritó el capitán con mísera jovialidad––. Aún no he hecho la prueba con este barco; aparezco por primera vez ante este público; voy a tener un lleno.

Se aproximó al sitio en que el tablón estaba apoyado en la hierba que crecía en el muelle, volvió la espalda al pailebot y empezó a silbar aquella retozona tonada: "La Lavandera Irlandesa". En los oídos de los marineros kanakas sonó como si fuera una señal convenida, pues todos levantaron la cabeza y se agruparon después junto a la borda, plátano en mano, sin dejar de engullir mientras miraban. Como baila uno de esos macilentos osos de los Pirineos, en las calles de las ciudades inglesas, ante el garrote de su dueño, así, aunque con más garbo y medida, el capitán marcaba con los pies el compás de la música, y su sombra matutina, desmesuradamente alargada, danzaba delante de él sobre la hierba. Los kanakas miraban sonriendo el espectáculo; Herrick lo veía con soñolientos ojos, y el hambre embotaba en él, por el momento, toda sensación de vergüenza; y un poco más apartado, pero muy próximo, el dependiente se descoyuntaba en un fiero acceso de tos.

El capitán se detuvo de pronto, como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de que le escuchaban, y representó a lo vivo el papel de un hombre sorprendido en un momento de íntimo y solitario regocijo.

––¡Hola! ––exclamó.

Los kanakas aplaudieron dando palmadas y pidieron que continuase.

––¡No, señor! ––dijo el capitán––. No comida, no bailar. ¿Sabe?

––¡Pobrecito! ––contestó uno de la tripulación––. ¿El, no comer?

––¡Por cierto que no! ––dijo el capitán––. Comida gustar mucho. No tener.

––Muy bien. Tener yo ––––dijo el marinero––. Tú venir aquí. Mucho café, mucho fei. Los otros también venir.

––Parece cosa de meterse dentro ––observó el capitán; y él y sus compañeros se apresuraron a cruzar el tablón. Fueron recibidos a bordo con apretones de mano; se añadió al festín una pegajosa damajuana de melaza, en honor de los huéspedes, y trajeron del alcázar de proa un acordeón, que fue colocado intencionadamente al lado del artista.

Ariana dijo éste campechanamente, poniendo la mano sobre el instrumento, y acometió a un suculento plátano, lo despachó en un segundo, levantando el vaso de café, y saludó con la cabeza al que llevaba la voz de la tripulación, al otro lado de la tartera––. A tu salud, amigo, haces honor al Pacífico.

Con la indecorosa avidez de canes famélicos, se atracaron de plátanos calientes y de café, y hasta el dependiente pareció revivir y se le animaron los ojos. La cafetera quedó escurrida; la tartera, como fregada. Los anfitriones, que no habían cesado de atender a las necesidades de sus invitados, con la placentera hospitalidad de los polinesios, se apresuraron a traer, como postre, tabaco de las islas y rollos de hojas de pantana, para servir el papel de fumar, y sentados todos a la redonda de los cacharros, se pusieron a aspirar humo como pieles rojas.

––Cuando un individuo desayuna a diario, no sabe lo que tiene ––observó el dependiente.

––Ahora tenemos que resolver la comida ––––dijo Herrick, y después, poniendo en ello toda su alma: ––¡Si Dios permitiera que fuese yo un kanaka!

––Sólo hay una cosa cierta ––––dijo el capitán––: que estoy ya desesperado, y que preferiría ir a la horca a seguir pudriéndome aquí por más tiempo.

Y diciendo esto, asió el acordeón y se puso a tocar "Home, sweet home".

––¡Oh, eso no! ––gritó Herrick––. No puedo sufrirlo.

––¡Ni yo tampoco! —dijo el capitán––. Pero tengo que tocar algo; hay que pagar la cuenta, hijo. Y rompió a cantar "El cuerpo de John Brown", con una bonita y afinada voz de barítono. —“Dandy Jim de Carolina”, vino después, y le siguieron "El atrevido Rorin", "El dulce balanceo", "El bello país". El capitán estaba saldando la cuenta con usura, como ya lo había hecho muchas veces antes. Con la misma moneda, había pagado más de una comida a los indígenas, tan amantes de la música, y siempre, como ahora, con gran contento de los vendedores.

Estaba a la mitad de "Quince dólares en la bolsa", cantando con testaruda energía, pues la tarea no podía serle más ingrata, cuando se notó una cierta inquietud entre los tripulantes.

––Tapitán Tom harry my dijo, señalando uno de ellos.

Y los tres vagos de playa, siguiendo la indicación, vieron a un hombre con un jersey blanco y pantalón de pijama que venía a buen paso desde la ciudad.

––¿Es aquél Tapitán Tom? preguntó el capitán suspendiendo la música––. No me parece recordar a ese animal.

––Más vale largarnos ––dijo el dependiente––. No tiene buena pinta.

––Ya veremos ––dijo el músico con decisión––. No siempre se acierta a primera vista. Voy a hacer la prueba. La música tiene encantos para ablandar al salvaje Tapitán, muchachos. Quizá demos con una mina; quizá puede llegar a valernos hasta ponche helado en la cámara.

––¿Ponche helado? ¡Cristo! ––dijo el dependiente––. Arránquese con algo de lo fino, capitán "Bajando el río Sawannee": pruebe con eso.

––No, señor ––replicó el capitán––. Tiene trazas de escocés. Y la emprendió, poniendo toda su alma, con la antigua canción escocesa "Auld Long Syne".

El capitán seguía acercándose con la misma prisa de hombre quehaceroso; no se notó ninguna alteración en su cara barbuda, al subir balanceándose por el tablón; ni siquiera volvió los ojos hacia el artista.

 

"...Juntos remando en la ría

desde que el día apuntaba