La santa Misa - Anónimo - E-Book

La santa Misa E-Book

Anónimo

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Beschreibung

Este libro es ya un clásico sobre la Misa, escrito en el siglo XIX y de autor desconocido. Describe el origen de las ceremonias y su significado teológico, y contribuye a una mayor participación de los fieles en el misterio eucarístico. Aunque la liturgia católica ha experimentado reformas desde entonces, el contenido mantiene su valor por su doctrina, precisión y rigor histórico.

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ANÓNIMO

LA SANTA MISA

Presentación de Ángel García y García

Segunda edición

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6372-2

ISBN (versión digital): 978-84-321-6373-9

ISBN (versión bajo demanda): 978-84-321-6374-6

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

INTRODUCCIÓN

EXPLICACIÓN

INSTRUCCIONES PRELIMINARES SOBRE EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA Y SOBRE LAS PREPARACIONES PRESCRITAS PARA OFRECERLO

1. DE LA EXCELENCIA DEL SACRIFICIO DE LA MISA, Y DE SUS RELACIONES CON TODA LA RELIGIÓN Y CON EL CULTO

2. DEL SACRIFICIO EN GENERAL Y DE SU NECESIDAD

3. DE LOS SACRIFICIOS ANTIGUOS EN TIEMPO DE LOS PATRIARCAS, EN LA LEY MOSAICA Y DE LOS SACRIFICIOS PAGANOS

4. DEL SACRIFICIO DE LA LEY NUEVA, INSTITUIDO Y OFRECIDO POR JESUCRISTO

5. DE LA CELEBRACIÓN DE LA MISA DESDE SU INSTITUCIÓN HASTA NUESTROS DÍAS

6. DE LOS DIFERENTES NOMBRES Y DE LA DIVISIÓN DE LA MISA

7. DE LA NATURALEZA Y DE LA EXISTENCIA DEL SACRIFICIO DE LA MISA

8. DEL VALOR Y DE LOS FRUTOS DEL SACRIFICIO DE LA MISA

9. DE LAS DISPOSICIONES PARA OFRECER EL SANTO SACRIFICIO

10. DE LA BENDICIÓN Y ASPERSIÓN DEL AGUA, DE LAS PROCESIONES Y DE LA LLEGADA DEL SACERDOTE AL ALTAR

11. DE LAS DISPOSICIONES PARA ASISTIR CON FRUTO A LA MISA Y DE LA MANERA DE OÍRLA

EXPLICACIÓN DE LAS ORACIONES Y CEREMONIAS DE LA MISA

1. DE LA PREPARACIÓN PÚBLICA AL SACRIFICIO Y DE LA ENTRADA AL ALTAR

2. DE LA INSTRUCCIÓN PREPARATORIA AL SANTO SACRIFICIO

3. DE LA OBLACIÓN O PRINCIPIO DEL SACRIFICIO

4. DEL CANON O DE LA REGLA DE LA CONSAGRACIÓN PRECEDIDA DEL PREFACIO

5. LA COMUNIÓN

6. DE LA ACCIÓN DE GRACIAS DESPUÉS DEL SACRIFICIO, QUE CONSTITUYE LA SEXTA PARTE DE LA MISA

NOTAS

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

PRESENTACIÓN

Entre las más gratas sorpresas que me ha deparado la investigación como encargado de la cátedra de Liturgia en el Seminario Diocesano de Segovia, considero el haberme encontrado un día con el precioso libro que tienes en tus manos. Me pareció que superaba a otros muchos en doctrina sólida, precisión histórica y sencillez y claridad de exposición. Cualidades que le hacen acreedor a un puesto entre los clásicos de la pastoral catequético-litúrgica.

Es un tratado dogmático sobre la santa Misa de doctrina clara, de gran precisión y rigor histórico, y penetrado de unción sobrenatural, equilibrio pastoral y piedad doctrinal singulares.

Sabe además el autor unir con maravillosa habilidad el rigor histórico, al tratar del origen de las ceremonias y ritos, con el significado teológico de los mismos, y engarzar la doctrina en un estilo sobrio no exento de belleza, que da un brillo especial de galanura y amenidad a su lectura. Se le pudieran aplicar unas palabras que Menéndez Pelayo dijo de un Catecismo del siglo xvi: «El estilo del autor es firme, sencillo, y de una tersura y limpieza notables, sin grandes arrebatos ni movimientos, pero con una elegancia modesta y contenida; cumplido modelo en el género didáctico».

Difícilmente se encuentra en la literatura catequética de su época un libro o escrito que se le pueda comparar por la doctrina y por el estilo.

Entre los méritos más notables que se le pueden asignar al autor está el de contribuir eficazmente a la participación de los fieles en el Santo Sacrificio de la Misa. Desde las primeras páginas del libro es consciente el autor de la importancia pastoral de tal participación. «Un acto de religión como la Santa Misa —dice—, tan precioso en sus gracias, tan consolador en sus frutos, es de desear que se conozca profundamente, que sean explicados los misterios de sus dogmas y de la moral que encierran y comprendido hasta en los menores detalles de sus ceremonias y oraciones para que la Misa, que es centro del culto católico, despierte los más vivos sentimientos de religión y de piedad».

Pero se pudiera preguntar: ¿qué sentido tiene esta obra en el marco histórico de su tiempo y cuál es la razón de una nueva edición en nuestros días? ¿Por qué en 1844 y también ahora?

La Historia de la Iglesia nos informa de los deseos del Concilio de Trento de que se expongan a los fieles algunos misterios del Santo Sacrificio de la Misa. El periodo postridentino es testigo de una verdadera floración de pastoral litúrgica en la Iglesia, según autorizada opinión de autores competentes. Muchos teólogos han expuesto en esta época los misterios de la Fe y en especial de la Santa Misa al pueblo de Dios, con gran sentido teológico y pastoral.

Diversos catecismos de sólida y probada doctrina, varias obras de pastoral litúrgica y obras ascéticas de notable valor teológico y literario son prueba fehaciente de que en España se llega hasta el pueblo en auténtica pastoral litúrgica, ayudando a los fieles a vivir la Santa Misa.

Historiadores de la Liturgia han afirmado y probado que en este periodo postridentino hay realidades maravillosas en este campo de la catequética litúrgica. Como representante del siglo xix podemos señalar al autor anónimo de esta obra, aunque su humildad tan discreta nos obligue a no saber a quién tributar una alabanza tan bien merecida.

El siglo xix, época de profundos cambios sociales en España, estaba, sin duda, necesitado de doctrina teológica sana y segura que ayudara a vivir la fe en profundidad en torno a la Santa Misa. Puestos por el Concilio de Trento los pilares de la formación litúrgica de los fieles y de los pastores de almas, sabemos por el autor de la obra que presentamos que «la Iglesia nunca ha pretendido ocultar absolutamente los misterios a los fieles..., solo ha temido que su poco discernimiento diese una mala interpretación a las palabras en que ellos se contienen y por eso ha querido que no se pusieran a su alcance sin explicárselas».

El fin que pretende esta «explicación» no es otro que contribuir positivamente a la participación de los fieles en el Santo Sacrificio de la Misa, y llevar al pueblo al conocimiento de los misterios, al ejercicio de las virtudes y a la práctica de la oración litúrgica.

Sobre este tema de la participación litúrgica es obligado recordar la doctrina del Concilio Vaticano II en la Constitución Sacrosanctum Concilium al referirse al Sacrosanto Misterio de la Eucaristía:

La Iglesia —dice—, con solícito cuidado, procura que los fieles no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos en la Palabra de Dios, se fortalezcan en la Mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no solo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí para que, finalmente, Dios sea todo en todos (n. 68).

Podemos afirmar con fundamento que el autor de esta obra, identificado con la doctrina de la Iglesia y con el espíritu de la misma expresado en el Concilio Vaticano II, aunque, como es lógico, sin los términos de formulación del Concilio, lleva a los lectores de la mano a la participación interna, de mente y espíritu, en el misterio de fe y de amor de la Sagrada Eucaristía; a la participación consciente en los misterios a través de conocimientos teológicos y litúrgicos y a una participación acomodada a las diversas condiciones de vida y de formación religiosa de los participantes en la Santa Misa. Esta participación adecuada a las distintas circunstancias de los fieles acaso sea la razón de una página de vocabulario litúrgico que explica palabras «que no todos entienden» utilizadas en el libro.

El Concilio Vaticano II alude también a los aspectos que se deben tratar en la enseñanza de la Sagrada Liturgia y señala el teológico, histórico espiritual, pastoral y jurídico. Una mirada al índice de la obra nos advierte de que todos esos aspectos son considerados en ella al tratar de la Santa Misa. La doctrina teológica expuesta a través de todas las páginas de esta obra y su gran sentido pastoral, son garantía del valor excepcional de este libro, desconocido hasta ahora, para muchos lectores deseosos de buena doctrina.

Como es evidente, algunas rúbricas que comenta el autor han sido modificadas por la Institutio Generalis Missalis Romani, de 1970. El carácter histórico de esta obra me excusa de cualquier adaptación por mi parte.

No quiero retardar por más tiempo tu lectura del libro ante el que me he colocado sin otro título que el de haberme encontrado, providencialmente, con él.

Al autor anónimo de este libro —singular— tu agradecimiento y el mío.

Ángel García y García

INTRODUCCIÓN

En que se expone el uso frecuente que tiene entre los fieles el santo sacrificio, la necesidad de explicar sus oraciones y ceremonias, las reglas que para ello se han adoptado y el diseño de la obra

La Misa es el acto público y solemne de la Religión más en uso entre los fieles cristianos, pues, además de los domingos y fiestas de precepto que imponen la obligación rigurosa de asistir al santo sacrificio, conduce la piedad al pie de los altares al cristiano celoso, siempre que tiene la dicha de participar del manjar divino, en las solemnidades de devoción, en los días aniversarios de las gracias más señaladas que ha recibido del Señor, en toda la cuaresma y en la quincena pascual. Además, todo cristiano que anhela arreglar sabia y piadosamente su conducta encuentra el medio de consagrar por la oblación del cuerpo y sangre de Jesucristo los trabajos y fatigas de cada día, sin olvidar en lo más mínimo las obligaciones de su estado; y si se halla en una posición más libre de cuidados y de inquietudes, más colmada con las bendiciones del cielo y con los favores de la tierra, debe comprender que sería una ingratitud no ofrecer a Dios diariamente la gran víctima de acción de gracias. Esta piadosa costumbre de asistir a la Misa no dimana solamente de la piedad y del fervor; los cristianos se estrechan con placer en torno del altar del sacrificio en otras mil circunstancias; así sucede al principio del año para secundar y renovar los votos de esta época; en ciertas fiestas religiosas, para estrechar los lazos de familia y de la piedad filial; en la solemnidad de los difuntos, para rescatar los pesares de lo pasado con las esperanzas de mejor porvenir; para conseguir el éxito de una empresa, para la prosperidad de un establecimiento, para la salud de una persona que nos es querida; para que se difunda la gracia de Dios en la unión de los esposos; para ofrecer al Señor el niño que acaba de nacer y la madre que le ha dado a luz; para acompañar a los altares los despojos mortales de nuestros hermanos antes de depositarlos en el sepulcro; la Misa, en fin, es la consagración y la santificación de todos los momentos graves, solemnes e importantes de la vida.

De desear es, pues, que un acto de religión practicado con tanta frecuencia, tan precioso en sus gracias, tan consolador en sus frutos, se conozca profundamente, que sean explicados los misterios de sus dogmas y de la moral que encierra, y comprendido hasta en los menores detalles de sus ceremonias y oraciones, para que la Misa, que es el centro del culto católico, despierte los más vivos sentimientos de religión y de piedad, para que en sus palabras sagradas se encuentre todo el gusto y la unción de que van llenas, para que cada acción y cada movimiento del sacerdote, cada palabra que pronuncie recuerden al espíritu y al corazón que se inmola un Dios por nosotros, que nosotros debemos inmolarnos también con Él y por Él, y que, desterradas fuera del santuario la indiferencia y el tedio, la disipación y el escándalo, solo vemos en el templo adoradores en espíritu y en verdad1.

Es cierto que el Señor no exige de todos estos adoradores una instrucción profunda y minuciosa; a sus ojos suple la sencillez de la fe a la ciencia que no se ha podido adquirir, y jamás será desechado ante Dios el sacrificio de un corazón contrito y humillado2. Las almas que, penetradas de dolor de sus faltas, se acerquen confiadamente a este trono de la gracia, uniéndose a Jesucristo víctima y a la intención de la Iglesia, en la persona del sacerdote y por su ministerio, habrán llevado al sacrificio las disposiciones esenciales y suficientes para aprovecharse de él. Pero nadie habrá que no conozca las grandes ventajas espirituales que reportarán los fieles con un conocimiento íntimo de la Santa Misa, con la explicación literal de sus oraciones y ceremonias. La Iglesia nunca ha pretendido ocultar absolutamente los misterios a los fieles, como demostraremos extensamente en el discurso de esta obra; solo ha temido que su poco discernimiento diese una mala interpretación a las palabras en que aquellos se contienen, y por eso ha querido que no se pusieran a su alcance sin explicárselas. Así lo mandan los Concilios de Maguncia, de Colonia y de Trento que más adelante expondremos, y cuando el ordinario de la Misa se ha esparcido por las manos de todos los fieles, deber es nuestro presentarles una explicación de las oraciones y ceremonias del Santo Sacrificio; poniendo a contribución las infinitas y luminosas obras que en el espacio de tantos siglos se han publicado con este objeto. Felices si con mano poco segura podemos poner algunas piedras en los muros de Jerusalén, mientras que nuestros hermanos manejan con mano hábil la espada de la palabra santa para velar en su defensa.

Desde que formamos este proyecto conocimos que no se podía comprender exactamente el verdadero sentido de las oraciones de la Misa si no se explicaban todas palabra por palabra, que la principal falta de los tratados que se han escrito con este objeto consistía en que no hacían una explicación completa; que era preciso indicar las miras que al establecerlas había tenido la Iglesia, que era necesario deducir en cuanto fuese posible, de los santos padres, de los antiguos escritos eclesiásticos y de la tradición, la inteligencia de los términos, de los dogmas y de los misterios que en ellas se contienen; y que para esto había que hacer una explicación histórica, literal y dogmática de todo lo que compone la Misa. Al intentar poner en práctica esta idea no nos proponemos otras miras que las que se propone la Iglesia, ni excitar otros sentimientos que los que ella quiere que formemos en nuestros corazones, para tener la ventaja de orar y de ofrecer con ella y no perder el fruto que produce la acertada inteligencia de las palabras llenas de sentimiento y de misterios que nos pone en los labios.

No es menos necesaria la explicación de las acciones y ceremonias, pues que por su medio pueden expresarse los pensamientos más vivamente que por las palabras; puesto que se han establecido para edificarnos, instruirnos y despertar nuestra atención, y que Dios les ha atribuido gracias particulares. La Escritura nos dice que Moisés rogó con las manos elevadas al cielo y que en esta ceremonia fundó el Señor la victoria de los judíos3.

Las ceremonias de la Misa se fundan unas veces en la necesidad, otras en la comodidad y otras en razones simbólicas y misteriosas. En la investigación de todas ellas hemos tenido que recurrir a infinidad de escritos donde se hallan esparcidas, y hemos buscado siempre el origen de las ceremonias y no el de las cosas que la Iglesia emplea en ellas, como han hecho algunos. Por ejemplo: todo el mundo sabe que por lo común nos lavamos las manos y el cuerpo por causa del aseo; pero si se pregunta por qué se usa el agua en el bautismo, por qué se derrama en la cabeza del bautizado o es este sumergido en el agua, se responderá desacertadamente diciendo que para lavar su cuerpo; pues, como dice san Pablo, esto no se hace para quitar sus manchas corporales: Non carnis depositio sordium (1 Pet 3, 21), y según san Agustín los que iban a ser bautizados el sábado víspera de Pascua se lavaban el Jueves Santo para presentarse limpios en las fuentes bautismales. El bautismo no tiene, pues, por origen ni la necesidad de lavar el cuerpo, ni, como quieren varios autores, el uso de algunos pueblos que por superstición lavaban a los niños en el río: el origen del bautismo es puramente simbólico, es decir, que en él se emplea el agua, este elemento tan propio para lavar todas las cosas, con el objeto de mostrar que por medio de su tacto en el cuerpo purifica Dios el alma de todas sus manchas.

Para investigar debidamente el origen de las ceremonias es necesario también indagar los tiempos y lugares en que han principiado a usarse, inquirir en los autores contemporáneos y en las oraciones de los libros más antiguos eclesiásticos las miras que ha tenido la Iglesia en sus ceremonias, porque muchas veces descubren las oraciones su verdadero sentido; y finalmente proponerse por modelo del discernimiento que se debe hacer de las verdaderas razones de la Iglesia aquellas ceremonias en que se hacen sensibles, por decirlo así, estas razones. Sirvan de aclaración los siguientes ejemplos:

1.º Hay usos que no tienen otra causa que la conveniencia o la comodidad. La razón porque se cubre el cáliz después de la oblación es por precaución y, sin que en esto haya ningún misterio, para que no caiga nada en él, y si el Micrólogo que reconoce esta razón añade otras misteriosas, es de su cuenta más bien que de la Iglesia4.

2.º Otras se fundan en dos causas: una de comodidad y otra misteriosa. La primera razón del cíngulo que se pone al alba es para impedir que esta cuelgue y arrastre por el suelo; y esta razón física no impide que la Iglesia determine a los sacerdotes a ceñírselo como en símbolo de pureza, pues que san Pedro nos recomienda que nos ciñamos espiritualmente (1 Pet 1, 13). Sucinti lumbos mentis vestrae. La fracción de la Hostia se hace también, naturalmente, para imitar a Jesucristo, que partió el pan, y porque es preciso distribuirla; mas algunas Iglesias han dado a esta fracción un sentido espiritual, dividiendo la Hostia en tres5, en cuatro6 y en nueve partes7.

3.º Algunas veces una causa física de comodidad ha sido sustituida por una razón simbólica. El manípulo era en un principio un pañuelo de que se servían los que operaban en la iglesia y que necesitaban enjugarse las manos. Seis o siete siglos hacen que no pueda ya servir para tal uso, y, no obstante, la Iglesia continúa haciéndolo tomar para recordar a sus ministros que deben trabajar y sufrir para merecer la debida recompensa8.

4.º Algunas veces se ha cambiado por una razón misteriosa un uso establecido por una razón de conveniencia. Hasta fines del siglo ix, cuando el diácono cantaba el Evangelio, se volvía hacia el Mediodía, que era donde estaban los hombres, porque convenía anunciarles la palabra santa con preferencia a las mujeres, que estaban al lado opuesto. Pero desde fines de aquel siglo, en algunas Iglesias el diácono se vuelve al Septentrión por una razón puramente espiritual que se expone en su lugar.

5.º A veces una razón fundada en el aseo ha hecho desaparecer una costumbre que se había introducido como un símbolo de la pureza interior. En la Iglesia griega se lava el sacerdote las manos al principio de la Misa y en la Iglesia latina se las lavaba también antes de la oblación. «Este uso se había establecido, dice san Cirilo de Jerusalén, no por necesidad, puesto que los sacerdotes se lavan antes de entrar en la iglesia, sino para denotar la pureza interior que conviene a los santos misterios». Posteriormente, según san Amalarico y el Sexto Orden Romano9, el obispo o el sacerdote se lavan las manos entre la ofrenda de los fieles y la oblación del altar porque pudieran habérselas empañado distribuyendo el pan común a los legos; y como según este orden se incensaban las oblaciones, se ha puesto en fin la ablución de los dedos después de esta operación10 para mayor aseo, pero sin abandonar la razón espiritual primitiva.

6.º Hay usos que siempre han tenido razones simbólicas y misteriosas. Algunos dudan que las hayan tenido desde su principio; pero fácil será persuadirse de esto si se considera que los primeros cristianos tenían siempre por objeto elevar sus almas y su mente a los cielos, que en ellos todo era simbólico, y que como los sacramentos se han instituido bajo símbolos, se acostumbraron a espiritualizar todas las cosas, como vemos en las epístolas de san Pablo, en los escritos de san Bernardo, de san Clemente, de Justino, de Tertuliano, de Orígenes, etc. El antiguo autor de la Jerarquía eclesiástica, bajo el nombre de san Dionisio, nos dice que se conservaban en secreto las razones simbólicas de las ceremonias y que solamente las sabían los pastores de la Iglesia para descubrirlas al pueblo en ciertas ocasiones.

San Pablo da razones misteriosas del uso observado por los hombres en las iglesias, de orar con la cabeza descubierta, y lo mismo los padres de la Iglesia explicando las palabras de san Pablo. Por misterio también se ha revestido durante muchos siglos a los nuevos bautizados con un traje blanco, y por una razón misteriosa hizo también Constantino, el primer emperador cristiano, cubrir de blanco su lecho y aposento después de haber recibido el bautismo en la enfermedad de que murió. Si los primeros cristianos se volvían hacia el Oriente para orar, era porque miraban el Oriente como la figura de Jesucristo; y si iban a orar a lugares elevados y bien esclarecidos cuando les era posible, era porque la luz exterior les representaba la del Espíritu Santo, como nos lo dice Tertuliano11. Todas las ceremonias que preceden al bautismo son otros tantos símbolos misteriosos. San Ambrosio, que las explica en el libro de los iniciados o de los misterios, dice12 que se hace a los catecúmenos volverse hacia el Occidente para indicar que renuncian las obras de Satanás y que le resisten de frente, y que en seguida se vuelven hacia el Oriente, como para mirar a Jesucristo, la verdadera luz.

Nada hay más recomendado en los cuatro primeros siglos que el orar en pie los domingos y todo el tiempo pascual, y Tertuliano dice que era una especie de crimen orar de rodillas y ayunar en tales días13. El primer Concilio general hizo sobre esto una ley en el canon 25, y san Jerónimo y san Agustín, a pesar de que ignoraban este canon, han hablado del uso a que se refiere siempre con mucha veneración. Según el primero era una tradición que tenía fuerza de ley14 y el segundo solamente dudaba si se observaba en todo el mundo15. San Hilario y muchos otros doctores16 han creído que venía de los apóstoles, y lo mismo san Basilio y san Ambrosio17, pero los cánones y los Concilios y todos los monumentos antiguos que encontramos sobre esto solo dan razones misteriosas. ¿Y qué otra razón podrá darse sino que los fieles han querido honrar la resurrección de Jesucristo y dar a entender con la elevación de sus cuerpos la esperanza que tienen de participar en su resurrección y ascensión?18.

Es, pues, alejarse del espíritu y de las miras de la Iglesia desechar los orígenes misteriosos, como han hecho algunos autores. La Iglesia, al contrario, quiere que sus hijos se apliquen a penetrar los misterios que encierran las ceremonias. Así la prueba una oración que se lee en los antiguos sacramentales, y que se dice todos los años en la bendición de las palmas. «Haced, Señor, que los corazones piadosos de vuestros fieles comprendan con fruto lo que significa misteriosamente esta ceremonia».

Hemos expuesto las reglas que hemos seguido para la redacción de esta obra. Nuestro objeto es formar un libro que conserve el texto de la liturgia, que desenvuelva su sentido literal, que explique sus ceremonias y que auxilie a los fieles a gustar por sí mismos el sentido de la oración pública, a amar su majestuosa sencillez, a hacer brotar de ella todos los sentimientos que encierra, objeto que nos hemos propuesto con temor y desconfianza. He aquí el plan que para mejor conseguirlo hemos seguido. Primeramente, damos instrucciones generales sobre la Misa, las oraciones y los ritos que la acompañan: exponemos en pocas palabras la sublimidad y excelencia del sacrificio de la ley nueva y sus relaciones con todo el culto público, su necesidad, su valor y sus frutos. Una rápida ojeada por la tradición de todos los siglos enseña cómo se ha celebrado la santa liturgia desde Jesucristo hasta nuestros días; y finalmente damos una idea de todo lo material empleado en este servicio divino, de las inmensas preparaciones que le preceden y de los sentimientos que la Iglesia exige en el sacerdote que lo celebra y en los fieles que le acompañan con su asistencia.

En seguida exponemos palabra por palabra y rito por rito cuanto se contiene en el Ordinario de la Misa; tratando de dar una explicación propia para instruir a los fieles al mismo tiempo que para nutrir su piedad, y esforzándonos en hacer palpable la relación que existe entre las oraciones y ceremonias del altar del mundo con lo que pasó en el Cenáculo y en el Calvario, y con lo que se verifica en el altar sublime del Cielo.

Solo nos resta exponer nuestros deseos en el buen éxito de esta obra. Estos se reducen a que llegue a ser útil a los cristianos; y si tenemos la felicidad de excitar en algunos párroco el deseo de dar a sus feligreses una serie de explicaciones sobre la Misa, si nuestro pobre trabajo sirve para aliviar algún tanto el tiempo que emplean tan útilmente en la conducción del rebaño de Jesucristo, la bendición divina habrá hecho rebosar el colmo de nuestras esperanzas, y nuestra gloria será haber presentado materiales a más hábiles operarios evangélicos cuyo talento y virtudes admiramos.

EXPLICACIÓN

De algunas palabras que se mencionan en esta obra, y que no todos entienden

Liturgia es una palabra griega compuesta de leiton, que significa público, y de ergon, que significa obra, es decir, obra o acción pública, lo que en castellano llamamos servicio divino. Los libros que contienen el modo de celebrar los santos misterios se llaman las liturgias; todo lo perteneciente a las liturgias se llama litúrgico, y los autores que han escrito sobre esta materia, liturgistas.

Rito, en latín ritus, significa un uso o una ceremonia según el orden prescrito. Se dice también rite o recte para expresar lo que está bien hecho, con orden, según costumbre; así se dice rito romano y milanés según que se prescribe en Roma o en Milán. Este término solo se usa hablando de religión. Festo llama rituales los libros que enseñaban las ceremonias de la consagración de las ciudades, altares y templos; y en la actualidad llamamos ritual el libro que prescribe el modo de administrar los sacramentos.

Rito mozárabe. Llámase así el rito de las iglesias de España desde principios del siglo viii hasta fines del xi. La palabra mozárabe se aplica a los españoles que subsistieron bajo la dominación de los árabes cuando estos se apoderaron de España en 712, y quiere decir árabes externos, a diferencia de los árabes de origen. Este rito se llamaba comúnmente el rito gótico, por haberse seguido por los godos que se hicieron cristianos. En Toledo hay una capilla, donde se observa, según el misal que nuestro célebre cardenal Jiménez de Cisneros hizo imprimir en 1500.

Sacramental. Se llama así el libro que contiene las oraciones y las palabras que los obispos o sacerdotes recitan celebrando la Misa y administrando los sacramentos. Posteriormente se ha llamado pontifical el libro que contiene lo perteneciente a los obispos. El que comprende lo que se dice por los sacerdotes se llama sacerdotal, ritual o manual.

Misal. Todos saben que es el libro que contiene todo lo que se dice en la misa durante el año; pero la mayor parte de los misales manuscritos de que se habla en esta obra solo contenían lo que el celebrante decía en el altar, es decir, el canon y las demás oraciones de la Misa. Se llama misal plenario el que contenía no solamente lo que decía el sacerdote, sino también lo que se decía por el diácono y subdiácono y por el coro. Estos misales eran necesarios para las misas rezadas; en la actualidad todos los misales que se imprimen son misales plenarios.

Antifonario. Se llama así antiguamente el libro que contenía todo lo que se debe cantar en el coro durante la Misa a causa de los introitos que tenían por título Antiphona ad introitum; pero hace mucho tiempo que solo se da este nombre al libro que contiene las antífonas de maitines, y laudes y demás horas canónicas.

Orden romano. Era el libro que contenía la manera de celebrar las misas y los oficios de los principales días del año, sobre todo los de los cuatro días de Semana Santa y de la octava de Pascua. Este orden se ha aumentado posteriormente y se llama ceremonial.

Ordinario. Se llama así hace 500 o 600 años el libro que marca lo que se dice y hace cada día en el altar y en el coro.

Ordinario de la Misa. Se llama así lo que se dice en la Misa común para distinguirlo de lo que es propio de las fiestas y demás días del año.

Micrólogo. Es una palabra griega, compuesta de micros y de logos que significan breve discurso. Un autor del siglo xi compuso un tratado de la misa y de los demás oficios divinos con este título: Micrologus de ecclessiasticis observationibus, y como se ignora quién sea, se cita con el nombre de Micrólogo o el Micrólogo. Fue contemporáneo del papa Gregorio VII; pero escribió después de la muerte de este Pontífice, razón por la que se cita y coloca esta obra en el año de 1090.

Instrucciones preliminares sobre el santo Sacrificio de la Misa y sobre las preparaciones prescritas para ofrecerlo

1.DE LA EXCELENCIA DEL SACRIFICIO DE LA MISA, Y DE SUS RELACIONES CON TODA LA RELIGIÓN Y CON EL CULTO

Nada hay más grande y central en el culto de la Iglesia católica que la oblación del cuerpo y sangre de Jesucristo, bajo las especies de pan y vino, que constituye el sacrificio de la Misa. Porque no solamente inmolamos al Dios eterno, vivo y verdadero que la revelación nos ha dado a conocer y adorar perfectamente, sino que tenemos en este sacrificio a un Dios por sacerdote y a un Dios por víctima. Todas las grandezas de la persona de Jesucristo se encuentran en él reunidas; su poder como Dios, su estado de inmolación como hombre; representándonoslo vivo para interceder por nosotros; y al mismo tiempo bajo los símbolos de la muerte para aplicarnos el precio de sus padecimientos; pontífice santo y sin mancha, más elevado que los cielos; cordero degollado desde el principio del mundo, cuya sangre correrá hasta la consumación de los siglos para borrar todos los pecados; sacerdote según el orden de Melquisedec con un sacerdocio eterno, oblación pura ofrecida en todas las naciones desde el ocaso hasta la aurora; he aquí el pontífice y la víctima que convenían a la verdad y a la santidad de Dios.

Este sacrificio, ya tan grande por el que lo ofrece y por quien es ofrecido, renueva todos los prodigios de la vida del Salvador y viene a ser cada día como la historia solemne de sus misterios y de su doctrina. La fe contempla al Hijo de Dios en el altar, engendrado en el secreto del santuario por la misma potestad que en los esplendores de la eternidad; encarnado por su fecunda palabra en las manos del sacerdote como en el seno de María, renovando la obediencia y las virtudes de su vida oculta, su misericordia y toda la bondad de su ministerio público, aplicando a los fieles el precio de su muerte y de su sangre derramada, la gloria y la vida nueva de su resurrección por medio de la ofrenda de su cuerpo inmortal y la bendición de su ascensión; elevándose del altar sublime de la tierra hasta el altar sublime del cielo; esparciendo las gracias de la efusión de su espíritu en nuestros corazones, la luz, la fuerza y la santidad, trazando ya las primeras palabras de la sentencia del día final por la separación anticipada del fiel y del infiel; presentando un pan que da la vida eterna al justo, y que hace comer al pecador su juicio y su condenación. En la Misa ha dejado, pues, el Señor a los que le temen lleno de misericordia y de bondad un recuerdo de todas sus maravillas19.

En este santo sacrificio contemplamos, con el sacerdote más santo y la víctima más digna, con la renovación de todos los misterios y la continua predicación de la doctrina de Jesucristo, el compendio más perfecto de la moral evangélica y la lección más sublime de la santidad conveniente a un cristiano. En la Misa vemos a un Dios infinitamente adorable a quien se le debe el sacrificio, y nos formamos del Señor la idea más justa que se puede concebir, por la excelencia del don que se le presenta. El secreto de 4000 años de promesas, de figuras y de profecías se revela a nuestros ojos; la verdad sucede a la sombra, la plenitud de los tiempos se desarrolla con la abundancia de la gracia, un manantial puro que surte de la cruz hasta la vida eterna, da nacimiento y resurrección, fuerza y aliento, salud y santidad a los cristianos de todas las edades; esta fuente refluye de la cruz hasta los primeros días del mundo para santificar a todos los escogidos, y corre de la cruz hasta la consumación de los siglos para salvar a todos los hijos de Dios. Este sacrificio, que, como dice Tertuliano, no tanto es un banquete de religión como una escuela de todas las virtudes, presenta a los fieles el gran ejemplo de la inmolación continua de un Dios, para animarles a todos los deberes y alentarles a todos los sacrificios; y la participación de la víctima a que ellos se incorporan por la comunión para hacérsela practicar. Hallamos, pues, en esta mesa donde todos podemos comer20 la unión más íntima con Dios en la tierra, porque nos alimentamos en ella con el mismo Dios, y la unión más deseada de los hombres entre sí, puesto que todos sin distinción pueden sentarse en la misma mesa, como hijos de un mismo padre.

¡Qué sacrificio hay más grande que aquel en que con Dios se ofrece a un Dios por un sacerdote Dios; en que cada acto de la oblación recuerda la doctrina de un Dios, la santidad que exige y la religión de este Dios en toda su extensión y en todos los medios de santificación! La Misa es, pues, en realidad aquella escala misteriosa que vio Jacob en sueños21, uno de cuyos extremos tocaba en la tierra y el otro se apoyaba en el cielo, y por la que subían y bajaban los ángeles y sobre todo el santo de Dios, el ángel de Dios por excelencia, el Mediador Supremo, para llevar al Señor nuestros votos y sacrificios y para traernos su gracia y su bendición. La Misa es una imagen anticipada del cielo; en ella se adora al mismo Dios; en su santuario se estrechan sus hijos: en él vemos lo mismo que en el cielo, las oraciones, los cánticos y los perfumes; ángeles que circuyen el altar, santos que lo sostienen, toda la Iglesia, toda la ciudad de Dios ofrecida por Jesucristo y uniéndose a su jefe, en una palabra, Dios presente aunque cubierto con velos, el mismo Dios que hemos de ver cara a cara, Dios convertido en manjar bajo la apariencia de un pan que no existe, el mismo que nos confortará eternamente con su gloria por la verdad y la bienaventuranza.

Sí, el santo sacrificio de la Misa transforma nuestras iglesias en un cielo. El divino cordero es inmolado y adorado en el templo como nos lo representa san Juan en medio del santuario celestial. Los espíritus bienaventurados, instruidos de lo que se opera en nuestros altares, bajan a asistir a ellos con el temor que inspira el más profundo respeto; y esta verdad de la presencia de los ángeles ha ido siempre tan admitida que san Crisóstomo no duda en decir: ¿Qué fiel podrá dudar que a la voz del sacerdote, y en la hora misma de la inmolación se abre el cielo, los coros de los ángeles descienden a asistir al misterio de Jesucristo y las criaturas celestes y terrestres, visibles e invisibles, se reúnen en tan solemne momento? En nuestros templos hacemos lo mismo que los santos hacen continuamente en el cielo. Nosotros adoramos la víctima santa e inmolada en las manos del sacerdote, y todos los santos adoran en el cielo esta misma víctima, el cordero sin mancha representado en pie, pero como degollado22, en señal de su inmolación y de su vida gloriosa. Todas las oraciones y todos los méritos de los santos se elevan como un dulce perfume ante el trono de Dios; así lo ha expresado san Juan por un ángel con un incensario en la mano y por el altar de donde se elevan a Dios las oraciones de los santos23. La iglesia de la tierra ofrece también en el altar incienso al Señor como una muestra de las adoraciones y súplicas de todos los santos que están en la tierra o en la gloria.

No nos admiremos, pues, de que la Misa, que abraza todo lo relativo a la religión, haya llegado a ser el centro de su culto, el punto de descanso en que se replega como en la cruz el hombre con sus destinos gloriosos; el punto de partida de donde nos viene, como de la cruz, la gracia con todos los medios de salvación. ¿Veis esos templos que ha fundado el cristianismo? Son para ofrecer su sacrificio: esa cruz que les corona es el signo de la inmolación que se perpetúa en ellos, los altares que eleva son para depositar en ellos su víctima. Todo tiene en las iglesias la misma relación y el mismo objeto. La reunión solemne de sus hijos es una cita alrededor del altar; y de toda la observancia del día del Señor, la Misa es el único acto de religión especial y rigurosamente determinado. El agua bendita, las fuentes del bautismo, los tribunales de la penitencia recuerdan que debemos lavar nuestras manos con los justos para penetrar en el santuario; la cátedra sagrada instruye y exhorta al sacrificio del espíritu y del corazón, la mesa santa se dispone para participar en la hostia de salvación, los velos del altar, los vestidos de los ministros, las luces que brillan, el incienso que se exhala, el cántico que acompaña a la acción, los ritos que la expresan más vivamente a la debilidad de nuestros sentidos, todo habla del sacrificio, todo es para el sacrificio.

El Bautismo da derecho para asistir a la santa congregación y para sentarse a la mesa del Señor, la Penitencia repara este derecho perdido o debilitado, la Eucaristía se consagra y se distribuye en la Misa, la Confirmación fortifica para esta unión misteriosa y para la inmolación moral y continua del cristiano: en medio de la solemnidad de los divinos misterios se bendice el Oleo Santo para el enfermo y para las diversas unciones; el sacramento del Orden perpetúa el sacerdocio, y el Matrimonio de los cristianos recibe en la Misa su ratificación y su bendición particular.

La instrucción evangélica es una parte preparatoria de la Misa: el pastor suspende la oblación para anunciar la palabra santa, y el símbolo de la fe se profesa en ella solemnemente: el espíritu de la oración atrae en la concurrencia el espíritu de gracia, y viene a concentrar todos los sentimientos religiosos en la grave y pública lectura de la oración dominica; el oficio de la noche es la preparación remota para el sacrificio, el de la mañana sirve de preparación inmediata, y el de la tarde de conclusión y de acción de gracias; todo, en fin, se refiere a esta grande oblación, y así como reúne las maravillas y las gracias de Dios, así la Iglesia resume en este centro común todo el objeto y el fruto de sus asambleas de religión.

Digna es, pues, de la más alta sabiduría la decisión del Santo Concilio de Trento24, que manda a los pastores espirituales explicar con frecuencia los misterios de la Misa y lo que en ella se lee, para que los fieles no solamente se instruyen de la verdad del misterio, sino también del sentido de las oraciones y ceremonias. Merezca nuestra obediencia a esta orden importante atraer a nuestro trabajo la bendición de Dios, inspirar a los fieles gusto y placer a las cosas santas y dirigirnos felizmente en los pormenores que van a servir de exposición a lo que no hemos hecho más que indicar al hacer el bosquejo de la excelencia del sacrificio de la Misa.

2.DEL SACRIFICIO EN GENERAL Y DE SU NECESIDAD

La religión es el segundo laso que une libremente el corazón del hombre a su Dios; el primer laso es necesario y sin mérito; es el que refiere el efecto a la causa, el Creador a su obra: los animales, los astros, el cielo y la tierra están unidos a Dios de esta manera y publican necesariamente su sabiduría, su bondad y poderío. El hombre tiene además que todas las criaturas un corazón libre que debe ofrecer a Dios por medio de la oblación voluntaria de sus pensamientos y de su voluntad; esos sentimientos de fe y de obediencia, de adoración y de amor, de reconocimiento por los beneficios y de arrepentimiento por el pecado, que se elevan libremente del corazón del hombre; he aquí la religión en sí misma; la expresión de todos estos sentimientos forma el culto, y si es necesario a una criatura inteligente experimentar estos sentimientos de religión por su Dios, su padre y señor, no lo es menos expresarlos en el culto divino por medio de los órganos de que se halla dotada. La expresión religiosa se manifiesta especialmente por el sacrificio, cuya esencia consiste en ser interior, porque Dios es espíritu y quiere ser adorado en espíritu, de suerte que el corazón se ofrezca y se inmole a un mismo tiempo; que sea el sacerdote y la víctima. Pero el sacrificio debe ser también exterior, porque componiéndose el hombre de un cuerpo y de un alma, debe rendir igualmente homenaje de este cuerpo que ha recibido de manos de su Creador, y dar pruebas evidentes de sus disposiciones interiores hacia la Divina Majestad. Además, el sacrificio exterior del cuerpo, o de los bienes que ha puesto la providencia a nuestra disposición, no es más que un signo sensible de la oblación íntima de nosotros mismos; es un sacrificio vacío e inútil sin los sentimientos del alma que le son tan esenciales, y aun es casi imposible, atendida la íntima unión del alma y el cuerpo, que se penetre el espíritu de adoración y el corazón de reconocimiento sin que experimente el cuerpo cierto anonadamiento ante Dios, y sin que ofrezca alguna señal visible de su gratitud y dependencia. En fin, en el estado de sociedad, jamás ha existido la religión sin este sacrificio interior y exterior unidos en una misma acción pública, porque su objeto es reunir a los hombres en los testimonios que dan a Dios de su servidumbre y de su amor en nombre de la sociedad.

Considerado, pues, el sacrificio rigurosamente puede definirse: la oblación exterior de una cosa sensible, hecha a Dios solo, por un ministro legítimo, con destrucción, consumación o cambio de la misma, en reconocimiento de su soberano dominio, y para los demás fines del sacrificio. Es decir, que un ministro legítimo, autorizado por el pueblo para con Dios y por Dios para con los hombres y que sirve de persona intermedia, hace a Dios, a quien se debe la adoración de toda dependencia, la oblación, o el acto de renuncia al dominio del goce de tal o cual cosa creada para nuestro uso, con destrucción, consumación o cambio de la materia ofrecida, como la inmolación de un animal, la efusión de un licor, la evaporación de un perfume; para reconocer, atestiguar y publicar por medio de esta renuncia exterior del dominio de uso el dominio soberano de Dios, a quien pertenece la propiedad real. Por esta destrucción o este cambio de la víctima reconocemos el derecho de vida y muerte que tiene el Señor en nosotros, la muerte que hemos merecido por el pecado y la obligación de inmolarnos y dedicarnos enteramente a su amor y a su servicio. Este homenaje de perfecta dependencia es el fin primero de toda oblación, que bajo esta relación se llama sacrificio de adoración o de latría. Pero la oblación se ofrece también para otros fines secundarios y de grande utilidad: para dar gracias a Dios por sus beneficios; para pedir el perdón de nuestras culpas; para implorar las gracias de que necesitamos, y bajo estos respectos diversos puede ser el sacrificio eucarístico o de acción de gracias, propiciatorio e impetratorio.

Hemos expuesto la idea exacta del sacrificio; dase también por extensión este nombre a las oraciones, a las limosnas, a la obediencia, a las buenas obras, al dolor de corazón por los pecados, porque en cierto sentido hacemos una oblación a Dios por todos estos actos de religión, y tal es el sentido en que debemos entender estas expresiones de la Escritura: sacrificad al Señor un sacrificio de justicia25. Inmolad a Dios un sacrificio de alabanza y rendidle vuestros votos26. Un corazón destrozado por el arrepentimiento es el sacrificio que agrada a Dios y que jamás desechará27. Es un sacrificio saludable observar los mandamientos28. La obediencia es mejor que las víctimas de los insensatos29. No olvidéis la limosna y la beneficencia porque Dios se aplaca con estas hostias30.

3.DE LOS SACRIFICIOS ANTIGUOS EN TIEMPO DE LOS PATRIARCAS, EN LA LEY MOSAICA Y DE LOS SACRIFICIOS PAGANOS

El deber religioso del hombre al salir de las manos del Creador consistía: 1.º En rendirle homenaje de adoración, como al ser soberano, y en cuanto sea posible, el homenaje de adoración eterna e infinita, como al ser infinito y eterno. 2.º En rendirle tributo de reconocimiento como a su Creador y al autor absoluto de todos sus bienes; pues para que Dios se los conserve y aumente cada día con nuevos beneficios debe ser su vida una perpetua acción de gracias. 3.º En implorar gracias y auxilios con oración humilde, ferviente y perseverante. Tales eran los ejercicios ordinarios del hombre en el estado de inocencia, y si nuestro primer padre hubiese conservado para sí y sus descendientes la justicia original, los hombres, dice san Agustín, que hubiesen sido sin mancha de pecado, se hubieran ofrecido a Dios como víctimas sin tacha31; el corazón del hombre hubiese sido el templo, el altar, la víctima y el sacerdote de un sacrificio agradable al Señor. Pero desde que nos despojó el pecado de nuestros privilegios fue necesario aumentar a estas grandes obligaciones religiosas la de apaciguar la justicia divina irritada por nuestro orgullo y nuestra ingratitud, la de conocer nuestra miseria más profundamente y la continua dependencia de los socorros del cielo en todas nuestras necesidades morales y temporales. Estos son los cuatro fines del sacrificio después de la caída del hombre: la adoración, la acción de gracias, la remisión de las ofensas y la oración que solicita la bendición de Dios. En este estado de degradación y de miseria ya no podía el corazón humano servir de altar y de víctima; incapaz de reparar el pecado a pesar de su penitencia, era preciso pedir a la naturaleza un templo, o fundarlo, cuando hubiese orden para ello; una piedra fría y sin adornos era menos indigna que este corazón de sostener la hostia de propiciación; los débiles elementos de una vida material, la sangre de animales salvajes debía reemplazar exteriormente en el holocausto a los pensamientos y los afectos del hombre culpable, y sacar su mérito de la gran víctima del mundo a quien representaban, y de la fe de los sacrificadores elevada hasta la esperanza del cordero de Dios. Holocausto intermedio de hostias ineficaces por sí mismas, recuerdo perpetuo de la impotencia y de la nulidad de los hombres, impuesto, dice san Pablo, hasta el tiempo fijado para el gran restablecimiento y abolido en la plenitud de los siglos, cuando apareció Jesucristo ofreciéndose a sí mismo en sacrificio, dando al hombre el derecho de unirse a Dios, no solamente por un corazón puro como en el día de la inocencia, sino por un corazón redimido que presenta un Dios para víctima de adoración, de expiación y de acción de gracias.

En consecuencia de esta degradación del hombre que no puede ofrecer su corazón en el altar sino uniéndolo a símbolos groseros e impotentes, hasta que venga el cordero de Dios, inmolado en promesa y en figura32desde el origen del mundo, Abel ofrece lo más florido de su ganado, Caín los frutos de la tierra que cultiva; Noé, a la salida del arca, pájaros y animales; Melquisedec, sacerdote y rey de justicia y de paz, presenta al Señor pan y vino en el altar del Dios de los combates para distribuirlo a los soldados victoriosos; Abraham y los patriarcas inmolan hostias solemnes en nombre de las familias y de las tribus; y para mostrar de una vez hasta dónde va el derecho de Dios en los sacrificios que exige de sus criaturas, y hasta dónde llegará un día la misericordia divina, el Señor manda al padre de los creyentes inmolar a su único hijo, bien que se contente con la obediencia del santo patriarca y acepte la inmolación de un carnero en lugar de Isaac.

Las generaciones que olvidaron el conocimiento de Dios, de su fe y de su culto, para prostituir sus corazones a la idolatría, conservaron siempre y por todas partes como un dogma primitivo la oblación de los sacrificios. Si los hijos de los hombres pudieron engañarse sobre la unidad y la naturaleza de Dios, no se engañaron sobre este punto de la religión; si sus falsas divinidades exigían con orgullo y profusión víctimas, era, dice san Agustín, porque el demonio sabía que se debían ofrecer al verdadero Dios; y si las inmolaciones de los gentiles fueron ridículas y bárbaras fue porque era necesario acomodarlas a las extravagancias y a los desórdenes de la teogonía pagana. En la religión verdadera el sacrificio del hombre físico, tan frecuentemente reclamado por el paganismo, hubiera sido una consecuencia rigurosa de los derechos de un Dios ofendido, cuya justicia no podía aplacarse aun por este medio; y la idolatría, que había perdido la fe y la esperanza de su Redentor, tenía razón en entender así los derechos del Ser Supremo; pero en virtud de la muerte del hombre Dios, cordero inmolado, como canta la Iglesia, para rescatar a las ovejas, se contenta Dios con la inmolación del hombre moral y de sus pasiones, y aun la acepta con misericordia cuando va unida al sacrificio de su Dios.

Cuando el Señor eligió para su pueblo a los hijos de Israel y los separó de las naciones idólatras para conservar su alianza y sus promesas, arregló en sus mandamientos dictados a Moisés la sucesión y la perpetuidad del sacerdocio de Aarón, la forma de su tabernáculo y el lugar de su templo, el número de víctimas y los ritos de cada oblación. En cuanto el pueblo judío sacudió el yugo de Egipto y marchó por el desierto a la conquista de la tierra de Canaán, prometida a la posteridad de Abraham, recibió orden para que inmolase un cordero cada familia y se lo comiese observando varias ceremonias misteriosas, y para que señalase sus moradas con la sangre del cordero pascual y renovase de edad en edad esta inmolación solemne; rito que debía durar hasta la última pascua en que cenó Jesucristo con sus discípulos, y en la que sustituyó el verdadero cordero pascual, es decir su cuerpo y sangre, cuya aplicación por nuestras almas nos preserva del ángel exterminador, nos libra de la esclavitud del pecado y nos hace obtener el cielo, verdadera tierra prometida a los hijos de Dios. Desde este sacrificio general de toda la nación comienza el ejercicio del sacerdocio en la tribu de Leví, habiendo mandado Dios que se multiplicasen las víctimas, a causa de su imperfección, para llenar en cuanto fuese posible los fines del sacrificio y para representar los méritos superabundantes de la hostia única que debía reemplazarlas.

En esta gran variedad de sacrificios de la ley mosaica, los sacrificios sangrientos eran: 1.º El holocausto; en esta inmolación la víctima se consumía enteramente por el fuego, reconociéndose de este modo el soberano dominio de Dios, y rindiéndosele el culto de latría o de adoración y dependencia. 2.º Las hostias pacíficas; por esta última palabra se entendía la vida, la salud, la paz, toda especie de bienes y de perfecciones; esta hostia era eucarística o impetratoria, es decir, que se ofrecía a Dios en reconocimiento de los beneficios o para demandarle gracias. 3.º El sacrificio por el pecado instituido para la expiación de las faltas y para obtener su perdón. Se ofrecía o por los particulares, o por los sacerdotes, o por todo el pueblo; y en el sacrificio único que se hacía por toda la nación no solamente se llevaba la sangre de las víctimas en el Santo sobre el altar de los perfumes y de los holocaustos, sino hasta el Sancta Sanctorum, para figurar que se presentaría hasta en el cielo la sangre de Jesucristo, y que nos abriría sus puertas. Por lo demás, cada una de estas oblaciones tenía sus ceremonias particulares llenas de misterios y de esperanzas. Los sacrificios incruentos eran: 1.º La ofrenda de flor de harina mezclada con aceite e incienso que se quemaba en el altar de los holocaustos. 2.º El sacrificio del macho cabrío emisario; en el día de la expiación solemne presentaba el pueblo dos machos cabríos, uno de los cuales se degollaba ante el Señor y el otro se le ofrecía vivo: el gran sacerdote imponía ambas manos en la cabeza de la víctima, confesaba las iniquidades de la nación, cargaba con ellas al animal inmundo y le hacía en seguida arrojar al desierto. 3.º El sacrificio del gorrión puesto en libertad; para purificar una casa infestada de la lepra se tomaban entre otras ceremonias dos gorriones o dos aves puras; se inmolaba el uno en un vaso lleno de agua viva en el cual se vertía su sangre, y el segundo era sumergido hasta la cabeza en el agua mezclada con sangre, con un hacecillo de cedro, hisopo y escarlata, y después de hacer aspersiones con esta agua se soltaba al gorrión o ave pura libremente.

Fácilmente se comprenderá que todos estos sacrificios y las ceremonias de la ley mosaica eran vivas figuras, tipos multiplicados del sacrificio de Jesucristo y de los frutos que debía procurar a los hombres para su salvación. Pero estas diversas oblaciones eran muy imperfectas, y todo su mérito se fundaba en la obediencia a la orden divina que las había prescrito, en la fe de los que las ofrecían y en sus disposiciones interiores, y sobre todo en la esperanza de la hostia mejor que borra los pecados del mundo33. El Señor sostenía esta fe y esta esperanza del sacrificio futuro de su hijo por medio de las figuras fuertes y expresivas del sacrificio de Isaac, de Melquisedec, del cordero pascual, del macho cabrío emisario sobre el cual se descargaban las iniquidades de todos y del ave pura cuya sangre daba la libertad a la otra; por la serie de profetas que anunciaban de siglo en siglo la gran víctima, con voz solemne y que clamaban sin cesar contra la impotencia de las hostias representativas. Nuestros sacerdotes, decía David, son según el orden de Aarón; se suceden y se reemplazan cuando los arrebata la muerte; pero vendrá otro pontífice que es mi Señor, a quien ha dicho Dios: Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec34. Escucha Israel y comprende lo que dice este celeste pontífice por boca de uno de sus enviados: los holocaustos, aunque mandados por vos, Señor, no os son agradables, pero vos me habéis dado un cuerpo que poder ofreceros y yo he dicho; vedme aquí35. A la cabeza, y como objeto principal del libro de vuestra ley, se ha escrito de mí que yo solo puedo cumplir vuestra voluntad y satisfacerla completamente36. Así, la gloria del segundo templo borrará el esplendor del que edificó Salomón, porque yo pareceré en él para comenzar mi sacrificio37. En fin, yo no recibiré más víctimas de vuestras manos; mi nombre no solo será conocido en Judea, sino que será grande entre todos los pueblos de la tierra, porque he aquí que, desde el ocaso hasta la aurora, y en todo lugar se sacrifica y se ofrece en mi nombre una oblación pura. Ya me parece ver esta oblación, dice Malaquías, y los tiempos en que se ofrezca no están lejanos.

4.DEL SACRIFICIO DE LA LEY NUEVA, INSTITUIDO Y OFRECIDO POR JESUCRISTO

En la plenitud de los tiempos, es decir, cuando se llenase la medida de expectación y de preparación fijada por Dios para obrar la salvación de los hombres; después de 4000 años de promesas y de figuras y profecías, oyó la tierra esta dichosa palabra: He aquí el cordero de Dios que borra los pecados del mundo38.

Puede decirse que el sacrificio de la ley nueva comenzó desde el primer momento de la Encarnación; según piensa san Pablo39