La seducción del jeque - Olivia Gates - E-Book
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La seducción del jeque E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

Deseando lo prohibido Al príncipe Fareed Aal Zaafer lo movía un solo propósito: encontrar a la familia de su difunto hermano. Cuando apareció Gwen McNeal pidiendo su ayuda, Fareed se sintió aliviado porque no fuera la mujer que buscaba, ya que deseaba reclamarla para él. Fareed era la última esperanza de Gwen, y también la más peligrosa. No solo la atraía irremediablemente, sino que se la llevó, a ella y a su bebé, a su reino, el último lugar en el que debería estar. Tendría que ocultar la verdad y negar a cualquier precio el deseo que había entre ellos. Porque, si no lo conseguía, el resultado sería desastroso.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Olivia Gates. Todos los derechos reservados.

LA SEDUCCIÓN DEL JEQUE, N.º 1870 - agosto 2012

Título original: A Secret Birthright

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0738-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

–No quiero volver a ver a ninguna de esas mujeres. Nunca.

Un prolongado silencio fue la respuesta que obtuvo aquella declaración del Sheikh Fareed Aal Zaafer.

Tras un rato, Emad ibn Elkaateb suspiró.

–Estoy casi resignado a que una mujer no sea lo que le depara el futuro, Su Alteza, pero como esto no versa sobre usted ni sobre sus inexplicables elecciones personales, debo insistir.

Fareed se rio con furia.

–¿Esto qué es? Tú, que me trajiste pruebas de todas las impostoras, ¿ahora me pides que sufra a una más? ¿Que soporte más mentiras patéticas y desagradables? ¿Quién eres y qué has hecho con mi Emad?

Repentinamente Emad no fue capaz de mantener el decoro. Fareed se quedó muy impresionado; el asistente extrañamente vacilaba al recordarle las obligaciones de su título. Aseguraba que era parte integral de su posición como su mano derecha, como mano derecha del príncipe…

Pero en aquel momento la expresión de la cara de Emad se suavizó ligeramente con la indulgencia que otorgaban veinticinco años a su servicio, veinticinco años durante los que había estado más unido a él que a su propia familia.

–Prever lo decepcionado que se quedaría fue la única razón por la que me negué a su plan. Sabía que Hesham se había escondido demasiado bien.

Fareed apretó los dientes ante la gran frustración y dolor que sintió.

Hesham; el alma sensible y excepcional artista. Había sido el más pequeño de los nueve hermanos de Fareed y también el más querido. Por culpa del padre de ambos, el rey de su país, se había escondido. Hacía tres años, Hesham había regresado de pasar una larga temporada en los Estados Unidos y había anunciado que iba a casarse. Había cometido el error de creer que su padre llegaría a darle la bendición. Pero lo que había ocurrido había sido que el rey se había puesto furioso. Le había prohibido ponerse en contacto con su novia y casarse con cualquiera que no hubiera sido elegida por la Casa Real.

Cuando Hesham se negó a obedecerlo, el rey montó en cólera. Despotricó diciendo que encontraría a la mujerzuela americana que había intentado formar parte de la Casa Real. Aseguró que iba a hacerle arrepentirse de haber intentado atrapar a su hijo. Con respecto a Hesham, decidió no permitir que continuara perdiendo el tiempo con su vena artística y que siguiera dejando a un lado sus obligaciones reales. Aquello ya no versaba sobre quién o qué elegía el príncipe para divertirse. Aquello versaba sobre la monarquía. Y no iba a permitir que su hijo manchara su línea de sangre con un matrimonio inferior. Hesham debía obedecer… si no, habría consecuencias.

Fareed y el resto de sus hermanos habían decidido defender a Hesham y habían logrado ayudarle a huir cuando su padre lo había encerrado en palacio.

Llorando, Hesham los había abrazado y les había dicho que tenía que desaparecer, que tenía que escapar de la injusticia que estaba cometiendo su padre y proteger a su amada. Les había hecho prometer que jamás lo buscarían, que lo considerarían muerto.

Ninguno había sido capaz de dar su palabra. Pero aunque todos habían intentado seguirle la pista, parecía que Hesham había desaparecido.

Fareed sintió como la rabia contra su padre aumentaba. Sabía que de no ser por el juramento que había hecho de servir a su pueblo, también se habría marchado de Jizaan. Pero ello no habría supuesto ningún castigo para su padre. A este no le habría importado perder otro hijo. Todo lo que había dicho tras la desaparición de Hesham había sido que esperaba que su hijo no hiciera nada para deshonrar a la familia y al reino.

Pero lo que había ocurrido había sido terrible.

Después estar años deseando tener noticias de su hermano, Hesham lo había telefoneado desde una sala de urgencias de los Estados Unidos. Con su último aliento, le había suplicado un favor. No para él, sino para la mujer por la que había abandonado su mundo, la mujer que adoraba.

–Cuida de Lyn, Fareed… y de mi hijo… protégelos… –le había pedido– dile a Lyn que lo es todo para mí… dile… que siento no haberle podido dar lo que se merece, que voy a dejarla sola con…

Hesham no había dicho nada más. Fareed le había suplicado que continuara hablando, que esperara a que él fuera a salvarlo. Pero todo lo que había obtenido por respuesta había sido una voz extraña que le había informado de que a su hermano lo habían llevado a quirófano.

De inmediato, había tomado un vuelo hacia los Estados Unidos con la esperanza de poder salvar a Hesham… pero cuando llegó, este había fallecido hacía horas. Allí había descubierto que su hermano no había sido responsable en absoluto del accidente que había sufrido y ello le había entristecido aún más. Un trapichero de dieciocho años había perdido el control del vehículo que había estado conduciendo y había arrollado a once coches. Había matado a muchas personas y herido a otras tantas. Roto de dolor, había ofrecido sus servicios. Era un cirujano internacionalmente reconocido y uno de los grandes expertos de su campo.

Su ayuda había sido aceptada de inmediato y había operado las lesiones neurológicas más graves de las víctimas del accidente. Había salvado a numerosas personas.

Más tarde se había enterado de que una mujer había estado con su hermano en el coche. No había resultado herida y no había llevado identificación alguna con ella. Se había marchado del hospital en cuanto Hesham había fallecido.

Con un gran pesar, había repatriado el cadáver de su hermano a Jizaan. Tras un conmovedor funeral al que el rey no había asistido, había comenzado la búsqueda de Lyn y del hijo de su hermano.

Pero Hesham se había escondido demasiado bien. Parecía que había borrado la huella de cada paso que había dado. Las investigaciones que se llevaron a cabo no descubrieron ninguna esposa ni hijo. Incluso el coche en el que había sufrido el accidente había sido alquilado con otro nombre.

Tras un mes sin obtener ninguna pista, Fareed había adoptado la única opción que le quedaba. Si no podía encontrar a la mujer de Hesham, dejaría que ella lo encontrara a él.

Regresó al lugar del fallecimiento de su hermano y publicó anuncios en todos los medios de comunicación para que la mujer se pusiera en contacto con él. Había enviado un mensaje críptico para que solo la persona adecuada respondiera. O por lo menos eso había pretendido…

Muchas mujeres, impostoras, no habían dejado de reclamar la identidad de la mujer de Hesham.

Emad había descartado a las mentirosas más obvias, como aquéllas que tenían hijos quinceañeros o que no tenían ninguno. Pero, aun así, le había advertido a Fareed que no perdiera el tiempo con las demás. Había estado seguro de que todas eran cazadoras de fortunas. Al ser un cirujano soltero y además príncipe, Fareed siempre había sido objeto de las vividoras. Y en aquella ocasión había sido él quien las había invitado.

Pero Sheikh no podía dejar marchar a ninguna de aquellas mujeres sin antes haberlas entrevistado. Había sentido antipatía por todas las candidatas antes incluso de que abrieran la boca. Aun así, se había forzado a escucharlas hasta el final. Creía firmemente que su hermano, que había sido un gran amante de la belleza, se habría enamorado de una mujer maravillosa en la que se pudiera confiar. Aunque se planteó que quizá Hesham no había sido tan exigente…

Tras un mes de agonizantes fracasos, había regresado a casa admitiendo que su método había fallado. Sabía que cualquier intento más que hiciera sería en vano.

Había aceptado la petición de un hospital de Estados Unidos de que operara de manera caritativa. Una parte de su agenda siempre estaba dedicada a obras de caridad, pero nunca había realizado tantas en tan poco espacio de tiempo. Y su trabajo en su propio centro médico estaba demasiado organizado como para ofrecer tiempo libre.

Aquel día era el último que ofrecía sus servicios en el hospital estadounidense…

–Su Alteza… –dijo Emad, logrando que Fareed volviera a la realidad.

–No voy a ver a ninguna mujer más, Emad –respondió él, levantándose–. Tú tenías razón. No seas blando.

–No lo soy. Solo quiero que vea a esta –aclaró Emad.

–¿Por qué? ¿Qué tiene de especial?

–Se ha puesto en contacto con nosotros de una manera distinta a todas las demás. No utilizó el número de teléfono que usted ofreció en el anuncio, sino que ha estado intentando obtener una cita con Su Alteza por medio del hospital desde el día en que llegamos. Hoy le dijeron que usted iba a marcharse y ha comenzado a llorar…

Fareed cerró de un golpe la carpeta que había tomado.

–Así que es incluso más astuta que las demás. Se ha dado cuenta de que ninguna de las otras mujeres ha tenido éxito y ha intentado evitar tu escrutinio al tratar de acercarse a mí por medio de mi trabajo. Y cuando no le ha funcionado, ha montado una escena. ¿Es por eso que quieres que la vea? ¿Quieres que se agrave el escándalo que he creado en mi familia y para mí?

–No querría volver a resucitar todo aquel embrollo después de haber logrado detenerlo. Pero esa no es la razón. Los encargados de recepción me han llamado a mí cuando la mujer les ha pedido verte y yo… la he visto, he oído lo poco que ha sido capaz de decir. Parece… diferente del resto. Parece realmente consternada –compartió el asistente.

Fareed resopló.

–Una actriz incluso mejor que las demás, ¿eh?

–O tal vez la mujer que buscamos.

–No lo creerás, ¿verdad?

–La mujer que buscamos existe.

–Y no quiere ser encontrada. Debe saber que he movido cielo y tierra para buscarla y no ha acudido a mí. ¿Por qué habría decidido aparecer ahora cuando nada ha cambiado?

–Tal vez sí que haya cambiado algo pero no lo sabemos.

El tono neutral y tranquilo que estaba utilizando Emad angustió a Fareed y le hizo flaquear. Se preguntó qué pasaría si la mujer que había en recepción era la Lyn de Hesham…

–Hazla subir –le dijo al asistente–. Voy a concederle diez minutos… ni un segundo más. Díselo. Después voy a marcharme de aquí y no regresaré jamás a este país.

Emad asintió con la cabeza y salió de la sala de consultas que el hospital le había ofrecido a Fareed para trabajar. Mientras esperaba, este pensó que si volvía a escuchar estúpidas y falsas historias acerca de su hermano no sería responsable de sus actos. Cuando la puerta se abrió, se preparó para una nueva y fea confrontación más. Emad entró antes que la mujer en la consulta… pero él apenas lo vio… ni oyó lo que dijo antes de marcharse…

Todo lo que vio fue la dorada visión que se acercó al escritorio al que se había sentado.

Se levantó sin darse cuenta. Solo tenía una cosa en la cabeza… la súplica de que aquella hermosa mujer no fuera la Lyn de Hesham.

Los preciosos ojos azules de ella lo aturdieron por completo y deseó con todas sus fuerzas poder tocar su sedoso cabello rubio. Tenía unos carnosos labios y una estilizada silueta que le hicieron desearla con ansiedad. Si resultaba ser la Lyn de Hesham…

Rogó que fuera otra impostora ya que la mujer de su hermano era sagrada para él. No podría tocarla. Y quería a aquella fémina para él solo… tal y como la había deseado la primera vez que la había visto. ¡En aquel momento se dio cuenta de quién era!

Haberla visto allí en la consulta, de manera tan inesperada, lo había confundido… eso y los cambios en ella.

Cuando la había visto anteriormente, su luminoso cabello había estado arreglado en un moño y había estado muy maquillada… maquillaje que había oscurecido su pálida piel y no había resaltado sus facciones. Y había ido vestida con un masculino traje negro que había ocultado su exultante feminidad.

Había sido más joven. Se había comportado de manera muy profesional… hasta que lo había visto a él.

Pero había una cosa que no había cambiado; el impacto que tenía sobre sus sentidos. Era igual de impresionante a como lo había sido cuando él había entrado en aquella sala de conferencias. Ella había estado en el estrado y lo había dejado completamente aturdido con su belleza. Había estado presentando la conferencia que él había ido a presenciar sobre una droga que ayudaba a regenerar los nervios después de una degeneración patológica o un trauma. Había oído hablar mucho de la joven investigadora, que era la jefa del equipo R&D.

Aturdido ante tanta belleza, se había sentado en la sala de conferencias y había deseado que la charla terminara para poder acercarse a ella, para poder reclamarla. solo el saber que a la investigadora también le había impactado el verlo a él había conseguido mitigar su tensión. Había sentido un gran placer al ver como a ella le había costado mantener la compostura tras haberlo visto. Había logrado continuar con la conferencia, pero se había ruborizado y sus movimientos habían denotado cierto nerviosismo.

Su trabajo había resultado ser aún más impresionante de lo que Fareed había esperado, lo que solo había conseguido aumentar su interés por ella…

–¿Es todo mentira? ¿Eres tú una mentira?

Él casi se estremeció. Aquella apasionada voz. Había tenido que volver a escucharla para ser consciente de que jamás había dejado de oírla en su mente.

–¿Es tu reputación simplemente propaganda? –continuó preguntando ella–. ¿Solo para cimentar el camino hacia más éxitos médicos y obtener más adulación en los medios? ¿Eres lo que tus pocos detractores dicen…? ¿Un príncipe con demasiado dinero y poder que juega a ser Dios?

Capítulo Dos

Gwen McNeal oyó aquellas terribles acusaciones como si hubieran sido realizadas por otra persona.

Parecía que las anteriores semanas habían dañado la poca cordura que le había quedado. Había pedido tener una reunión con Fareed cuando ya había perdido ligeramente la cabeza. Pero según había ido pasando el tiempo y sus posibilidades de verse con él habían ido disminuyendo, se había ido quedando sin resistencia.

Había estado segura de que iba a perder la coherencia cuando estuviera en su presencia.

Al estar finalmente delante de Fareed había sentido como un potente escalofrío le recorría por dentro. La intensidad de su mirada, de su impacto en ella, le había hecho perder la compostura.

Acababa de acusarlo prácticamente de ser un sádico. Pero, por lo menos, había dejado de emitir improperios. Todo lo que podía hacer en aquel momento era mirarlo con horror mientras él la miraba completamente estupefacto.

Se dio cuenta de que Fareed era como lo recordaba. Rebosaba virilidad y esplendor. Al verlo de nuevo se sintió catapultada al pasado. Un pasado en el que había sabido a dónde se dirigía su vida. Una vida que había quedado desbaratada desde el momento en el que se había fijado en él.

Desde entonces, se había repetido a sí misma que había exagerado sus recuerdos de Fareed, que lo había convertido en lo que nadie podía llegar a ser.

Pero al tenerlo delante se dio cuenta de que no había exagerado nada. Él era todo lo que ella recordaba y mucho más. Tenía un físico imponente y una gracia y poder innatos.

Al ver que se acercaba a ella, sintió una gran desesperación y resentimiento.

–¿Cinco minutos? ¿Es eso lo que le concedes a la gente? ¿Y después te marchas sin mirar atrás? ¿Sonríes lleno de satisfacción cuando las personas corren tras de ti suplicándote unos pocos minutos más de tu inestimable tiempo? ¿Disfrutas al humillarlas? ¿Es ese el verdadero respeto que el mejor cirujano filántropo del mundo siente hacia los demás? –espetó.

–En realidad dije diez minutos –respondió Fareed, mirándola fijamente.

En los videos que Gwen había visto de las entrevistas, charlas y operaciones didácticas realizadas por él, siempre había pensado que su voz era implacable. Pero, al oírlo en persona, se dio cuenta de que la riqueza y profundidad de sus tonos, la potencia de su acento y la belleza de cada entonación hacían que las palabras que decía fueran una invocación.

–Y cuando dije que… –continuó Fareed.

Pero ella lo interrumpió, incapaz de escuchar más de aquel hechizo.

–Así que me has concedido diez minutos en vez de cinco. Ahora veo cómo se forjó tu reputación… está basada en ofertas muy generosas. Pero yo ya he gastado la mayor parte de esos diez minutos. ¿Comienzo a contar el resto hasta que te marches como si yo no estuviera aquí?

Él negó con la cabeza. El invernal sol que hacía aquella tarde en Los Ángeles se reflejó en su negro cabello.

–No haré nada parecido, señorita McNeal.

A Gwen le dio un vuelco el corazón. ¿Fareed… Fareed se acordaba de ella?

Se sintió tan aturdida que perdió el conocimiento. Él la tomó en brazos para evitar que cayera al suelo. Cuando por fin recuperó el sentido, ella se sintió embargada por una embriagadora fragancia masculina. Abrió los ojos y vio la cara que se había dicho a sí misma hacía mucho tiempo que había olvidado. Pero la realidad era que no había olvidado ni un solo centímetro de las perfectas facciones del Sheikh Fareed Aal Zaafer. El encuentro que habían tenido había sido imborrable.

Si de lejos el efecto que había tenido él sobre ella había sido absolutamente perturbador, tan de cerca como estaba en aquel momento fue suficiente para terminar con lo que quedaba de su resistencia.

Un violento estremecimiento le recorrió el cuerpo y Fareed la agarró aún más estrechamente.

–Déjame en el suelo, por favor –exigió ella.

En cuanto habló, él la miró a la boca.

–Te has desmayado –dijo, tuteándola. Le analizó la cara con la mirada.

–Simplemente me he mareado durante un segundo –explicó Gwen, revolviéndose en sus brazos.

–Te has desmayado –insistió Fareed con dulzura y firmeza al mismo tiempo–. Has perdido completamente el conocimiento durante algunos segundos. He tenido que saltar por encima del escritorio para lograr tomarte en brazos antes de que cayeras de frente sobre esa mesa de ahí.

La mesa a la que se refería él era una larga y cuadrada mesa de acero y cristal. A su alrededor había muchos objetos por el suelo.

Aunque ella jamás se había desmayado, estaba claro que acababa de hacerlo. Y Fareed la había salvado de un fatal accidente.

La amargura y la tensión que había estado sintiendo desaparecieron para dar paso a un sentimiento de vergüenza ante su comportamiento. Deseó poder acurrucarse en él y llorar. Pero no podía hacerlo. Lo sabía. Tenía que mantener las distancias costase lo que costase.

Fareed se acercó entonces a los sillones que había junto a la ventana. Gwen se enderezó en sus brazos.

–Ya estoy bien… por favor.

Él se detuvo. Ella lo miró a los ojos y le dio la sensación de que estos reflejaban algo turbulento. A continuación Fareed pareció dudar si dejarla en el suelo o no.

A los pocos segundos relajó los brazos y permitió que Gwen se deslizara hasta el suelo… muy pegada a su cuerpo.

Ella dio un paso atrás en cuanto estuvo de pie y él le indicó que se sentara.

Gwen casi cayó sobre uno de los sillones.

–Gracias –ofreció.

–No tienes que darme las gracias por nada –contestó Fareed, acercándose a ella.