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Solo unos días antes de dar a luz, Emily decidió abandonar a su marido, Duarte de Monteiro. Se había enterado a través de una amiga que quería quedarse con el niño, pero no con la madre de este.Pero Duarte no se quedó parado y siguió a Emily para llevarla a ella y a su hijo de vuelta a Portugal. Se sentía muy orgulloso y deseaba estar con su esposa, en parte porque era consciente de que, con el más mínimo roce, era capaz de desatar la pasión en ella... Emily seguía enamorada de Duarte, pero no sabía si había ido en su busca porque él también la quería o simplemente para recuperar a su hijo.
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Seitenzahl: 208
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
LA SOMBRA DE LA DUDA, Nº 1258 - julio 2012
Título original: Duarte’s Child
Publicada originalmente por Mills & Boon, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Enterprises II BV. y Novelas con corazón es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
I.S.B.N.: 978-84-687-0694-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
–¿Qué es lo que quiere que haga ahora? –preguntó el detective privado.
Duarte Ávila de Monteiro dejó que el silencio llenara el despacho durante unos instantes y siguió contemplando la maravillosa vista de la City de Londres que se divisaba desde su ventana. La habían encontrado. El repentino éxito después de tantos meses de infructuosa búsqueda le provocaba una sensación casi embriagadora. Recuperaría a su hijo. Y a ella también, por supuesto. Seguía siendo su esposa. Se negaba a pensar en ella por su nombre propio. No quería personalizarla de modo alguno.
–No haga nada –respondió Duarte, sin expresión alguna en el rostro.
El detective decidió, fascinado, que su acaudalado cliente era un hombre carente de emoción. ¿Acababa de darle las noticias de que por fin había encontrado a su esposa, que se había fugado con un hijo al que todavía no había conocido y, a pesar de todo, no quería hacer nada?
–Deje el archivo encima de mi escritorio –añadió Duarte, con un tono de voz que indicaba que quería que el investigador se marchara–. Recibirá una sustanciosa gratificación cuando presente la factura por sus servicios.
Al salir del despacho, el detective se encontró con la que se suponía era la secretaria y se detuvo ante su mesa. La mujer era la rubia nórdica más atractiva sobre la que había puesto alguna vez los ojos.
–Tu jefe es muy frío –murmuró, confidencialmente.
–Mi jefe es un brillante genio de las finanzas además de ser mi amante –susurró la rubia con un tono de voz tan cortante como el cristal–. Acabas de perder esa gratificación.
El joven detective, incrédulo, dio un respingo al oír aquella venenosa respuesta y contempló consternado a la hermosa rubia.
–¿Voy a tener que llamar a Seguridad para que te echen de aquí? –añadió la mujer, dulcemente.
Dentro de su imponente despacho, Duarte se estaba sirviendo un coñac y analizando su futuro inmediato. Tenía un irrefrenable deseo de reunir a todo su equipo de seguridad y asaltar de improviso, en medio de la noche, el lugar donde se alojaba su enemistada esposa con su hijo. Tenía que reaccionar con rapidez antes de que ella volviera a escaparse con su hijo. Con el teléfono móvil entre sus esbeltos y bronceados dedos, se tensó. Luego, frunció el ceño. Durante un instante, no se pudo creer que hubiera considerado la posibilidad de cometer un acto tan alocado. Esperaría hasta la mañana del día siguiente... Bueno, al menos hasta que amaneciera.
Rápidamente, marcó el número de Mateus, el jefe de su equipo de seguridad.
–¿Mateus? Irás a la dirección que voy a darte. Allí, encontrarás una caravana...
–¿Una caravana?
–... que contiene a mi esposa y a mi hijo –prosiguió Duarte, a pesar de la incredulidad que había oído en la voz de Mateus–. Te asegurarás de que se sigue a esa caravana si se mueve, aunque sea un centímetro. También serás discreto aunque tratarás este asunto como si fuera de la máxima urgencia e importancia.
–Nos marcharemos inmediatamente, señor –confirmó Mateus, algo aturdido–. La fe que tiene en nosotros no se verá defraudada.
–Discreción, Mateus.
Duarte realizó una segunda llamada para que su avión privado estuviera preparado para partir al día siguiente. ¿Estaba pensando secuestrarlos a los dos? Ella era su esposa y el secuestro era un delito. Sin embargo, ella misma había secuestrado a su hijo. ¡Y lo tenía en una maldita caravana! Duarte apretó sus blancos y perfectos dientes. Sentía que la furia amenazaba su férrea autodisciplina. Aquella mujer estaba criando a su hijo en una caravana, mientras ella se divertía con los caballos. ¿Quién cuidaba de su hijo mientras ella dedicaba su atención a los equinos?
Emily... Previsible, tranquila, humilde y tan fácil de leer como un libro abierto, una joven incapaz de crear problemas ¿Cómo había podido pensar eso? Tras proferir una risotada, se tomó el coñac de un trago. La había escogido deliberadamente por aquellas modestas cualidades. Le había dado todo lo que hubiera hecho que la mayoría de las mujeres ronronearan de satisfacción: fabulosas riquezas, una selección de lujosas mansiones y glamurosas reuniones sociales en las que poder lucir sus igualmente fabulosas joyas. ¿Cómo había ella recompensado aquella indudable generosidad? Había traicionado los votos matrimoniales y la confianza de Duarte. Se había acostado con otro hombre. Evidentemente, un hombre no debía fiarse de las aguas mansas.
Durante la época medieval, uno de sus antepasados asesinó a su esposa. Sin embargo, su crimen quedó impune al considerarse que con aquella muerte se había lavado el honor de la familia. Duarte no era capaz de imaginarse siquiera poniéndole las manos encima a una mujer, aunque fuera su esposa, por muy enrabietado que estuviera por el desvergonzado comportamiento de ella. En cualquier caso, Duarte nunca perdía el control, se tratara de la situación que se tratara. Trataría el asunto como él considerara más adecuado. Emparedarla en vida no le hubiera reportado a él la más mínima satisfacción, por lo que daba por sentado que su antepasado había sido un hombre seriamente trastornado.
Desde su punto de vista, había muchos otros medios, mucho más sutiles, de controlar a las mujeres. Y Duarte los conocía todos. Nunca había practicado aquellas artes con su tímida y aparentemente inocente esposa, por lo que a ella le esperaban algunas sorpresas en un futuro no muy lejano...
–De veras que no entiendo por qué tienes que marcharte –confesó Alice Barker–. Puedo reunir suficientes alumnos como para darte trabajo a lo largo de todo el año.
Rígida por la tensión, Emily bajó los ojos para evitar la inquisidora mirada de Alice, de bastante más edad que ella. Emily era una mujer de baja estatura y de menuda constitución y llevaba su largo y rojizo cabello recogido en una trenza.
–No suelo quedarme mucho tiempo en...
–Tienes un hijo de seis meses. No resulta tan fácil ir siempre de acá para allá con un bebé –señaló Alice–, y yo necesito una instructora de equitación. Si lo quieres, el trabajo es tuyo. Te beneficiará tanto quedarte en mis establos como...
Emily sabía que aquella conversación se había prolongado demasiado, sobre todo cuando Alice no tenía oportunidad alguna de hacer que ella cambiara de opinión. Entonces levantó de nuevo la mirada. Sus ojos, de color aguamarina, tenían una expresión molesta y avergonzada, dado que odiaba rechazar una oferta que en realidad le hubiera encantado aceptar. Sin embargo, no tenía la opción de decir por qué no podía ceder a los requerimientos de Alice.
–Lo siento, pero de verdad tenemos que marcharnos...
–¿Por qué? –insistió la mujer, cuyo curtido rostro estaba marcado por profundas líneas de expresión.
–Supongo que soy una bala perdida...
–Eso no me lo creo. Conozco bien a los que nunca echan raíces y tú no tienes esa clase de inquietud. Podrías tener una vida cómoda, trabajo, amigos...
–Me lo estás poniendo muy difícil, Alice...
–Tal vez esté esperando que te sinceres conmigo y admitas que estás huyendo de algo o de alguien... y que lo único que te hace ir de un lado para otro es el medio de que ese algo o ese alguien acabe por alcanzarte...
Al oír aquella descripción tan exacta de su situación, Emily se puso muy pálida.
–Por supuesto, sospeché desde el principio que podrías estar metida en algún lío –prosiguió Alice, con una mirada de compasión–. Eres demasiado reservada y, por naturaleza, yo diría que solías ser una persona mucho más relajada. También te comportas de un modo muy nervioso con los extraños.
–No he violado la Ley ni nada por el estilo –respondió Emily con voz tensa–, pero me temo que eso es todo lo que puedo decir.
Sin embargo, mientras hacía aquella afirmación, se preguntó si seguía siendo verdad. ¿Había ido contra alguna ley por lo que había hecho? ¿Cómo podía estar tan segura de ello cuando no había recibido asesoramiento legal? Llevaba huyendo ocho meses y no había vuelto a ponerse en contacto con su familia ni con nadie más durante aquel periodo.
–¿Estás tratando de despistar a un novio que te maltrataba? –preguntó Alice, deseando llegar a la raíz del problema de Emily–. ¿Por qué no me dejas ayudarte? Huir no soluciona nada.
–Has sido fenomenal para mi hijo y para mí –murmuró Emily, aturdida por tanta persistencia–. Eso nunca lo olvidaré, pero tenemos que marcharnos a primera hora de mañana.
Al ver que los ojos de Emily se habían llenado de lágrimas, Alice suspiró y abrazó a la joven de un modo algo torpe.
–Si cambias de opinión, aquí siempre habrá una cama para ti.
Tras cerrar la puerta de la caravana, Alice volvió a los establos para cerrarlos durante la noche. Al ver que se marchaba, Alice exhaló un largo y tembloroso suspiro. Algunas de las palabras que Alice había dicho habían dado en una zona sensible. «Huir no soluciona nada». Emily tuvo que admitir que aquello era una terrible verdad. Habían pasado ocho meses desde que se había marchado de Portugal y no se había arreglado nada. Había vuelto con su familia buscando apoyo en ellos, pero ellos la habían tratado como si se hubiera fugado de la cárcel.
–¡No te creas que nos vamos a implicar en este asunto! –había afirmado su madre, furiosa–. Así que, por favor, no nos avergüences con los detalles de tus problemas matrimoniales.
–Vete a casa con tu marido. No puedes quedarte aquí con nosotros –había añadido su padre, también muy airado.
–¿Es que has perdido el poco juicio que tenías? –le había preguntado su hermana mayor, Hermione–. ¿Qué efecto crees que va tener en el negocio familiar que hayas abandonado a tu marido? Si Duarte nos culpa a nosotros, ¡nos arruinará!
–De verdad eres una completa idiota por venir aquí –había añadido su otra hermana, Corine, con infinito desprecio–. Ninguno de nosotros te va a ayudar. ¿De verdad esperabas que reaccionáramos de otra manera?
La respuesta a aquella pregunta tan directa hubiera sido «sí», pero Emily se había sentido demasiado dolida por aquel rechazo en masa como para responder. «Sí», una y otra vez a través de la infancia y de la adolescencia y, por supuesto, hasta la edad de veinte años, cuando se casó. Emily había esperado de todo corazón recibir alguna pequeña señal de que su familia la amaba. Aquella fe ciega había desaparecido sin dejar rastro. Finalmente, había terminado por aceptar que era el cuco en el nido familiar, una intrusa a la que se despreciaba y rechazaba y que nada iba a conseguir que cambiara aquella situación.
Nunca había entendido por qué tenía que ser así. Sin embargo, era muy consciente, aunque le doliera, que si hubiera tenido la oportunidad de sentarse y decir la verdad sobre por qué su matrimonio se había ido a la deriva, su familia la habría echado a la calle todavía con más celeridad.
Fuera lo que fuera lo que hiciera, tendría que hacerlo sola. Por ello, había vendido su anillo de compromiso. Con las ganancias, se había comprado un viejo coche y una caravana y se había marchado para ganarse la vida del único modo que sabía. Viajaba por el campo de un picadero a otro, ofrecía sus servicios como profesora de equitación durante unas pocas semanas y luego seguía con su camino. Cuanto más se quedara en un lugar, más posibilidad tenía que de la encontrara.
Porque, por supuesto, Duarte la estaba buscando a ella y a su hijo. Duarte Ávila de Monteiro, el terriblemente poderoso y rico banquero con el que se había casado. Su brillantez en el mundo de las finanzas era una leyenda viva.
Cuando Duarte le había pedido a Emily que se casara con él, ella se había quedado completamente atónita. No era una mujer hermosa, sofisticada o rica. Además, a pesar de que su familia quisiera darse aires cuando estaban con personas refinadas y no les gustara que se mencionara, el abuelo de Emily había sido lechero. Por eso, comprensiblemente, Emily se había sentido abrumada de que Duarte Ávila de Monteiro hubiera decidido casarse con una mujer tan humilde y corriente. Que no la amara... Bueno, todo no podía ser perfecto. Al menos, eso era lo que ella se había dicho. Como consecuencia, ella se había sentido esperanzada y alegre por el futuro. Había caído a sus pies como una colegiala y se había maravillado de su buena suerte.
Aunque siempre había admirado a su esposo, nunca lo había temido, al menos no del mismo modo que otras personas. Algunos temían afrentar su naturaleza reservada y ofenderlo. Otros temían su imperdonable crueldad. Ella había sido lo suficientemente estúpida como para no temerlo.
Al mirar la cuna de su hijo Jamie, lo tomó en brazos. Ocho meses atrás, Duarte había amenazado con quitarle a su hijo en cuanto naciera y criarlo sin ella. A los pocos días de enterarse de aquella terrible amenaza, Emily había huido de Portugal, presa del pánico.
Desgraciadamente, no había posibilidad de huir de la realidad que había destruido su matrimonio. Ella había sido la culpable. Había sido culpa suya que Duarte pidiera la separación, culpa suya que Duarte hubiera decidido que debería verse privada también de su hijo. En realidad, en los últimos meses, Emily había empezado a sentirse aún más culpable por el hecho de que Duarte se estuviera viendo privado del derecho de ver a su propio hijo. Sólo el terror ante la posibilidad de perder la custodia de Jamie, dado que ella no tenía ni el dinero ni las influencias de Duarte, había triunfado sobre la culpabilidad que le dictaba su conciencia.
Aquello demostraba que Emily por fin se estaba enfrentando a la inmadurez de su propio comportamiento. Era hora de que fuera a ver a un abogado y supiera exactamente qué terreno pisaba. Era hora de que dejara de correr...
Sin embargo, ¿cómo iba a enfrentarse a Duarte? ¿Y cómo iba Duarte a tratarla a ella? A pesar de todo, tembló cuando los recuerdos de apoderaron de ella. Durante su separación, Duarte la había exiliado a la casa de campo que tenían a orillas del Duero. Había vivido allí sola durante los tres largos meses de invierno, esperando, a pesar de que todo le indicaba que no podía tener esperanza alguna, que él accediera a verla y volviera a hablarle, que el gran abismo que los separaba desapareciera milagrosamente. Aquello sólo había sido un ingenuo sueño.
Emily pensó que a Duarte le hubiera encantado tener un hijo y deshacerse rápidamente del medio, es decir, de la mujer, que lo había tenido. En realidad, aquello era todo lo que había sido para su apuesto marido... Un medio. ¿Por qué otra razón se había casado con ella? Con toda seguridad, no lo había hecho por amor, deseo o soledad. No tener hijos era un desastre para cualquier portugués medio, y mucho más para el ilustre apellido de Duarte. La familia Monteiro podía remontar su aristocrático linaje hasta el siglo XIII. Como era natural, Duarte había querido un hijo que perpetuara aquel apellido una generación más.
Acostumbrada a levantarse temprano, a la mañana siguiente Emily estaba preparada antes del alba. Había recogido sus cosas la noche anterior. Después de alimentar a Jamie y de preparar unas tostadas y un poco de té para ella, había recogido la cuna del pequeño. Vivir en una pequeña caravana le había enseñado a ser muy ordenada. Mientras se ponía unos viejos pantalones de montar y un enorme jersey gris, contempló a su hijo. Sentado en una alfombra, sobre la pequeña zona dedicada al salón, Jamie estaba masticando cuidadosamente el pico de una revista de caballos.
Emily se acercó al pequeño rápidamente y le apartó la revista de la boca.
–No, Jamie... Toma tu anilla.
Al agarrar la anilla especial para dentición, que había sido refrigerada previamente, el niño la dejó caer, hizo un puchero y los ojos marrones se le llenaron de lágrimas mientras trataba de nuevo de agarrar la revista. Emily tomó a su hijo en brazos y trató de consolarlo, a pesar de que no entendía por qué aborrecía la anilla que le hubiera resultado mucho más agradable para las encías.
Como siempre, el dulce olor de su hijo hizo que un profundo sentimiento de amor se adueñara de ella y lo abrazara más fuerte. Tenía el pelo negro de Duarte y su piel dorada, aunque la misma forma de ojos que ella. En aquel momento, como le estaba saliendo otro diente, tenía las mejillas muy sonrosadas y estaba absolutamente adorable con su minúscula sudadera roja y sus pantaloncitos vaqueros.
Tras comprobar que había asegurado todo lo que se podía mover, Emily fue a poner a Jamie en su silla para el coche. Ya se habían despedido la noche anterior, por lo que lo único que les impedía marcharse era que la caravana no estaba enganchada al coche.
Era una fresca mañana y la brisa le apartó los rizos de la frente. Con Jamie en una cadera, abrió la puerta del coche y colocó a su hijo en la sillita.
–Vamos a salir tan temprano para poder ver el tren de las seis de la mañana cuando pase por el cruce. Chu-chu...
–Chu... –pareció decir el niño, aunque Emily estaba segura de que su orgullo de madre había tenido mucho que ver.
Otro día, otro lugar. Ya no resultaba nada emocionante imaginarse lo desconocido que les esperaba. Se habían quedado más de lo recomendable en los establos de Alice Barker, no sólo porque sintiera simpatía por la mujer, sino también porque había necesitado enormemente un periodo en el que tuviera ganancias y empleo estables. Hasta tener un coche viejo resultaba caro. Recientemente había tenido que renovar el seguro y reparar todo el sistema del tubo de escape, así que, una vez más, tenía poco dinero ahorrado.
Tras meter la llave en el contacto del coche y girarse para enganchar la caravana, oyó un grito furioso y luego otro. Parecía Alice. Muy preocupada, Emily rodeó la caravana para ver lo que estaba ocurriendo. En la puerta de los establos vio algo que le heló la sangre. Alice Barker tenía encañonado a un hombre.
–¡Dígame ahora mismo lo que estaba haciendo aquí! –preguntaba Alice, furiosa.
Emily se acercó rápidamente para ayudar a la mujer y entonces oyó que el hombre hablaba. Estaba tratando de disculparse en portugués. Al oírlo, se detuvo inmediatamente. ¿Portugués?
–¡Sorprendí a este tipo tratando de acercarse a tu caravana! –gritó Alice, a modo de explicación para Emily–. Es uno de esos mirones, de esos asquerosos pervertidos. Eso es lo que he atrapado. Mejor que no sepa hablar ni una palabra de inglés. ¡No creo que esté diciendo nada que una mujer decente quisiera oír! Méteme la mano en el bolsillo y saca el teléfono. Vamos a llamar inmediatamente a la policía.
Sin embargo, Emily no se movió. Todo rastro de color se le había desvanecido de las mejillas cuando se fijó en el corpulento portugués, que iba vestido con un elegante traje. Era Mateus Santos, el jefe de seguridad de Duarte.
–¡Emily! –gruñó Alice, impaciente.
La mirada de Mateus se fijó en la inmóvil figura de Emily y pareció perceptiblemente aliviado.
–Doña Emilia... –susurró, seguido de unas palabras en portugués.
Emily entendía mejor el idioma de lo que lo hablaba y pudo entender la esencia de lo que le había dicho el hombre. Mateus le había pedido que le dijera a Alice que él no suponía ninguna amenaza para nadie. Sin embargo, aquello no podía ser del todo cierto. Si Mateus estaba en los establos, aquello significaba que Duarte la había encontrado y que sabía dónde estaba.
–Conozco a este hombre, Alice. No representa ningún peligro, pero, por favor, no dejes que se mueva hasta que yo me haya marchado...
–Emily... ¿qué diablos está pasando? –preguntó la mujer, asombrada.
Rápidamente, Emily volvió a su coche. Si Mateus estaba allí, Duarte no podía tardar mucho en llegar. Se metió en el coche, pero, entonces, se dio cuenta de que todavía tenía que enganchar la caravana.
Con una exclamación de frustración, empezó a dar marcha atrás y salió con rapidez del coche para finalizar la tarea a pesar de que las manos le temblaban. Una vez terminada su tarea, estaba a punto de volver a meterse en el coche cuando vio que el maletero de un enorme coche plateado empezaba a tapar la salida del camino que tenía que tomar para salir de la finca.
Emily, sintiendo que el corazón le latía en la garganta, contempló horrorizada la limusina. ¡Era Duarte! Sólo podía ser él. Rápidamente, se metió en su coche. El terreno que rodeaba el sendero estaba sin vallar y resultaba razonablemente liso. ¡Podría rodear la limusina y escapar! Conectó el motor y cerró la puerta de un golpe. Cuando estaba a dos metros del enorme vehículo, giró el volante y sacó el coche del sendero. La caravana botó un poco, pero no se desenganchó. Tras rodear al vehículo, volvió de nuevo al sendero.
Iría a un abogado. Pararía en el primer bufete que viera y suplicaría para que le dieran una cita y le aconsejaran. No iba a arriesgar encontrarse con Duarte a solas en caso de que él simplemente agarrara a Jamie y se lo llevara a Portugal. ¿Acaso no había leído terribles historias sobre esposos extranjeros que realizan ese tipo de acciones cuando los matrimonios con sus esposas británicas se rompen?
Lo peor de todo era que Duarte tendría motivos para poder decir que ella, virtualmente, había hecho lo mismo. Jamie ya tenía seis meses y su padre todavía no lo conocía. ¿Qué derecho tenía ella para mantenerlos separados?
Tras salir del sendero, Emily se metió en una estrecha carretera. Seguramente, Duarte trataría de seguirlos, pero ella tenía ventaja dado que conocía la zona. No podía volver a confiar en él, puesto que podría arrebatarle a su pequeño.
Al tomar una curva, Emily recordó que debía empezar a aminorar la marchar. Una risa histérica logró escaparse de su tensa garganta. El cruce del ferrocarril quedaba a pocos metros. Las luces de aviso estaban encendidas y las barreras automáticas estaban bajando, lo que significaba que estaba a punto de pasar un tren. Aquel tren, el que le había prometido a Jamie que verían, los tendría atrapados en aquel lugar durante cinco minutos. Para cuando el expreso atravesó finalmente el cruce, la limusina plateada se distinguía claramente en la distancia. El destino no había estado de su lado. Como modo de expresar su frustración, Emily golpeó el salpicadero con la mano.
Entonces, sintió un pinchazo, como el de una aguja, en el canto de la mano. A duras penas, levantó la mano y vio que una enorme abeja se arrastraba sobre su piel. Inconscientemente, pensó con desesperación que todavía no era la época. Sin embargo, lo peor de todo era que no había vuelto a comprar medicación para la alergia desde que la perdió. Dejó caer la mano para abrir la puerta del coche. Se sentía como si se moviera a cámara lenta. El corazón había empezado ya a latirle a toda velocidad...
Como pudo, se arrastró fuera del coche. Le costó fijarse en el hombre, alto y moreno, que se acercaba a grandes zancadas hacia ella. Al llevarse las manos a la cara, sintió que la piel había empezado a hinchársele y a enrojecer, dado que tenía el rostro muy caliente y le dolía.
–¡Me ha picado una abeja! –gritó.
–¿Dónde está tu estuche de adrenalina? –preguntó rápidamente Duarte.
–Lo perdí... –susurró ella, mirando momentáneamente los ojos dorados que nunca se habría atrevido a mirar si hubiera estado en otra situación.
–¡Meu Deus! ¿Dónde está el médico más cercano? –preguntó él, agarrándola mientras ella se doblaba por la mitad al sentir el dolor que le atravesaba el abdomen–. Emily... ¿Un hospital... un médico...? ¿Dónde?
Resultaba tan difícil concentrarse, hablar...
–En el pueblo... Al otro lado del cruce... –susurró con un hilo de voz.
Sintió movimiento cuando él la tomó en brazos. Luego, oyó el ruido de los motores de los dos coches y voces que gritaban palabras en portugués, pero le dolía demasiado como para tratar de ver lo que estaba ocurriendo. Abrió los hinchados párpados de sus ojos e hizo un gesto de dolor, porque éste le atravesaba todo el cuerpo. Comprendió que estaba en brazos de Duarte, en el interior de un coche extraño y temió de repente que todo el mundo se hubiera olvidado de su hijo.
–Jamie...
–Está bien.
Le pareció que la voz de Duarte sonaba desde el otro lado de un largo túnel, pero notó la preocupación de su voz. Tal vez ella no estuviera bien. Tenía sólo quince años cuando tuvo la primera reacción adversa a una picadura de abeja y aprendió entonces que no debía ir a ningún sitio sin su estuche de adrenalina. El miedo le había obligado durante mucho tiempo a ser sensata, pero, a medida que los años fueron pasando sin que se produjera otro incidente, se había ido volviendo más descuidada.
–Si me muero... –musitó con inmensa dificultad, dado que el interior de la boca y la lengua se le habían empezado a hinchar–... llévate tú a Jamie... Es lo justo...
–Por amor de Deus, no te vas a morir, Emily –replicó Duarte, salvajemente, levantándole la cabeza con cuidado, ya que le estaba empezando a costar respirar–. Yo no lo permitiré.