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La sombra del cardo es una pentalogía que incluye algunas de las novelas más exitosas de la literatura japonesa de las últimas décadas: Azami, el club de Mitsuko; Hôzuki, la librería de Mitsuko; Suisen, el gato de Gorô; Fuki-no-tô, la granja de Atsuko y Maïmaï, el caracol de Tarô. «Es hora de decir alto y claro la felicidad que conlleva cada publicación de un nuevo libro de Aki Shimazaki […]. Sus enigmáticas novelas ocupan menos de doscientas páginas y se guardan fácilmente cerca del corazón». Télérama
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Seitenzahl: 579
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Aki Shimazaki
LA SOMBRA DEL CARDO
(Pentalogía)
Azami • Hôzuki • Suisen
Fuki-no-tô • Maimai
Traducción de
Íñigo Jáuregui
AZAMI,
el club de Mitsuko
Bajo las escaleras consultando el reloj. Son las tres pasadas. Acabo de comer a deshora en la planta alta del restaurante.
Esta mañana he entrevistado al señor L. para presentarlo a los lectores. A partir de ahora llevará un consultorio de autoayuda en nuestra revista. Luego he pasado un buen rato en mi despacho transcribiendo la grabación de la entrevista. Necesitábamos el texto final antes de las dos de la tarde. Enfrascado en mi redacción, me olvidé por completo de ir a almorzar.
Todavía me quedan treinta minutos de pausa. Mientras contemplo la madera natural que cubre la pared exterior del restaurante, me pregunto cómo puedo matar el tiempo.
Me meto en la calle comercial con soportales, desde donde puedo volver directamente a la oficina. Hay mucha gente, porque son las vacaciones de la Semana Dorada.[1] Camino sin rumbo entre la multitud.
Dos mujeres de mediana edad me adelantan, parloteando a voz en grito. Un fuerte olor a perfume me cosquillea en la nariz. El color de su pelo teñido es similar: violáceo. Por su aspecto inusual, tengo la impresión de que son chicas de alterne en un bar o cabaret. Entran en el pachinko-ten[2] situado al final de una fila de tiendas a mi izquierda. El pachinko me tienta, pero sigo andando.
Unos metros más allá, me paro delante de un escaparate. Es una tienda especializada en plumas estilográficas de alta gama. Atraído por una pluma negra de la marca P., barajo comprármela más tarde si mi mujer está de acuerdo.
Al pasar por una tienda de música, oigo una canción popular de los años setenta. Me paro y aguzo el oído. Al escucharla, me acuerdo de Azami, la nana de mi abuela.
De nuevo esta noche tu almohada está bañada en lágrimas.
¿Con quién sueñas? Ven, ven a mí.
Me llamo Azami y soy la flor que mece la noche.
Llora, llora en mis brazos. Aún queda lejos el alba.
Salgo de mi ensimismamiento cuando oigo:
—Mitsuo.
Alguien susurra mi nombre. Una voz masculina. Debe de ser una coincidencia, así que lo ignoro.
—Kawano-san.
«¡Es mi apellido!». Me vuelvo hacia la voz. Delante de mí hay un hombre de estatura y complexión medianas, con gafas de montura negra. Su chaqueta elegante y su corbata a rayas atraen mi atención. Pienso: «¿Lo conozco?». Parece de mi edad. Con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, el desconocido me pregunta:
—Eres Mitsuo Kawano, ¿verdad?
—Sí…
Me quedo perplejo ante ese individuo que me conoce y que incluso me tutea.
—Soy Gorô Kida —se presenta—. Éramos compañeros en la escuela primaria.
—¡Ah, Gorô! ¡Qué sorpresa! —exclamo al instante.
Gorô sonríe. En ese momento pienso en la tarjeta de invitación que me manda cada año. Él es quien organiza las reuniones de antiguos alumnos del colegio T. Nunca he asistido a esas reuniones, pero recuerdo el nombre de Gorô que aparece cada año en la tarjeta.
—¿Cuánto hace? —pregunto—. ¿Más de veinte años?
—Veinticuatro —precisa.
—¿Tanto? ¡Increíble! —exclamo.
Gorô mira a su alrededor, como si observara a la multitud.
—¿Cómo me has reconocido? —le pregunto mirándole fijamente.
Él se toca la nuca y responde:
—Hace un rato me encontraba en el restaurante donde estabas comiendo y te he seguido para asegurarme de que eras tú.
Estoy sorprendido. «¿Me ha seguido?». Atento a la menor de mis reacciones, se disculpa rápidamente.
—Perdona mi indiscreción. Solo quería saludarte.
Veo su mirada huidiza y siento curiosidad.
—¿Por qué has susurrado mi nombre?
—Todo el mundo distingue su nombre cuando lo oye. Estaba seguro de que tú reaccionarías si yo estaba en lo cierto.
Me echo a reír sin querer.
—¡Qué interesante! Lo probaré si se presenta la ocasión.
Gorô propone invitarme a una copa.
—Lo siento, estoy ocupado —digo tras echar un vistazo al reloj—. Tengo que volver a la oficina dentro de un cuarto de hora.
—¿A qué te dedicas? —me pregunta.
—Trabajo en la revista N.
—¡Ah, la conozco! Es una buena revista de información general.
Sonrío.
—¿Eres periodista?
—No, soy redactor.
Cuando le doy mi tarjeta, exclama:
—¡Qué chulo! Mucha gente sueña con trabajar en el mundo del periodismo.
Me echo a reír.
—Está lejos de ser chulo. Es un trabajo como en cualquier otro campo —replico.
Él se queda callado y también me da su tarjeta. Las palabras «presidente» y «sakaya Kida» me sorprenden de inmediato.
—¡Ahora eres el presidente del sakaya Kida! —exclamo.
Gorô asiente, orgulloso. Todo el mundo conoce esa empresa que importa licores de primera calidad e incluso destila whisky. Desde hace un tiempo está más activa que nunca. La revista N. le ofreció espacio publicitario, pero no ha recibido respuesta.
—La heredé de mi padre, que murió hace cinco años —me explica.
Al examinar su tarjeta, pienso: «Entonces, ¿ha sido Gorô quien ha hecho que esta empresa prospere tanto?». Impresionado, elevo la mirada hacia este antiguo compañero que sigue hablando.
—Hoy he venido a este barrio para ver al gerente de un bar, uno de nuestros clientes más importantes. Como en tu caso, yo no tengo vacaciones.
Hablamos de la familia. Él tiene una hija de seis años y un hijo de tres, y yo una hija de siete años y un hijo de cuatro. Me cuenta que su mujer y sus hijos están en el campo durante la Semana Dorada. Cuando se entera de que los míos también están en el campo, me suelta en tono de broma:
—¡Entonces estamos solteros! ¡Hay que aprovecharlo!
Tengo que irme. Gorô promete llamarme pronto. Nos despedimos y él se va en dirección opuesta a la mía.
Delante del pachinko-ten, me cruzo con las mujeres que me adelantaron hace un rato. Siguen hablando igual de alto. Sus cabellos violáceos recuerdan a la flor del azami. Canturreo: «De nuevo esta noche tu almohada está bañada en lágrimas. ¿Con quién sueñas? Ven, ven a mí…».
Me vuelvo un instante. Ese encuentro fortuito me ha dejado una sensación extraña. Rara vez almuerzo fuera. Me suelo llevar un bentô o, si no, como en la cantina del trabajo. Además era la primera vez que entraba en el restaurante donde Gorô me vio. «¡Qué curiosa coincidencia!».
Salgo de los soportales de la calle comercial. El cielo se nubla y va a llover, de modo que apuro el paso.
Agotado de mi jornada, por fin estoy en casa. Son casi las diez y media.
Tengo sed y tomo una botella de cerveza bien fría. En la mesa de la cocina está la nota habitual de mi mujer: «Cariño, he preparado estofado de ternera y ensalada para esta noche. ¡Que aproveche! Espero que no bebas demasiado. ¡Hasta el sábado! Atsuko». Sonrío.
Mi mujer y los niños se han ido esta tarde a la casa de campo, donde van a pasar cinco días. Atsuko tiene que limpiar el huerto antes de sembrar. Heredó esa casa de su padre, que murió hace tres años de un cáncer de hígado. El pueblo se halla muy cerca de M., la ciudad donde ella creció. Se tarda casi cincuenta minutos en coche en llegar allí.
A Atsuko le encanta cultivar verduras ecológicas. La cosa ha ido creciendo y ella prefiere quedarse en el pueblo todos los fines de semana y los días festivos. Naturalmente, los niños se van con su madre y yo a veces me reúno con ellos, sobre todo después del cierre mensual de la revista.
Entro en el salón. Encima de la mesa veo la pequeña bolsa de mi hijo donde guarda sus animales de plástico. Sentado en el sofá, hojeo rápidamente el periódico de hoy, sobre todo la sección política y el deporte. Nada particular. Enciendo la televisión, pero tampoco echan nada interesante.
Vuelvo a la cocina y me tomo la ensalada mientras espero a que se caliente el estofado de ternera.
La casa se halla en completo silencio. Echo de menos las voces animadas de los niños. Se estarán divirtiendo en el campo con sus amigos del pueblo. Mejor así, porque no tienen amigos en nuestro barrio. Ayer les prometí que pronto los llevaría al zoo Higashiyama.
Suena el teléfono justo cuando voy a coger el estofado de ternera. Es Atsuko. Me pregunta si ya he cenado y le respondo que iba sentarme a la mesa. Está de buen humor y me habla del huerto que ha empezado a escardar.
Le cuento mi entrevista de la mañana con el señor L. Atsuko conoce a este consejero de autoayuda y está deseando leer mi artículo sobre él. Le menciono también mi encuentro fortuito con Gorô Kida, un compañero de la escuela primaria. Ella sabe que se trata del organizador de las reuniones de antiguos alumnos.
—¿Después de veinticuatro años? ¡Es sorprendente! —exclama.
Me pregunta por la profesión de Gorô. Impresionada por el nombre del sakaya Kida, cuya publicidad tiene mucha presencia en los medios, me hace preguntas sobre su familia. Le repito lo que me ha dicho Gorô.
—¿Una niña y un niño? Además, son casi de la misma edad que los nuestros —señala ella—. Cariño, ¿qué te parece si invitáramos un día a esa familia a nuestra casa?
—No sé. Él y yo no teníamos mucha relación.
—¿Ah, no?
No insiste y cambia de tema.
—A propósito de las verduras ecológicas…
—¿Sí?
—Me gustaría cultivarlas en serio.
—¿Quieres decir para venderlas?
—Sí. Pediré un préstamo al banco hipotecando esta casa. ¿Qué te parece?
—Me parece que ya lo tienes decidido. ¿Qué puedo decirte? Hagas lo que hagas, tengo confianza en ti. Haz lo que quieras.
Atsuko continúa explicándome su proyecto. Me habla de una joven pareja que estaría dispuesta a colaborar con ella. La escucho sin interrumpirla. Antes de colgar, me pide que les lleve la bolsa que mi hijo ha olvidado en la mesa del salón.
Después de esa cena tardía, me doy una ducha y bajo al patio trasero.
Corre una ligera brisa. Sentado en el banco, enciendo un cigarrillo. El humo se esfuma con el viento. Con la mirada puesta en el cielo despejado de estrellas, me sumerjo en mis reflexiones.
Llevamos ocho años casados.
Atsuko también estaba empleada en la revista N. Tras sus estudios de tandaï, trabajó seis años en el departamento de ventas. Empezamos a intimar con ocasión de la cena de despedida de uno de nuestros compañeros de trabajo y un año después nos casamos. En ese momento ella dejó la empresa.
Es una mujer sólida e inteligente. Sensata a la vez que paciente, es una madre excelente, justo lo que yo desearía para mi futura esposa. Los niños están bien educados y crecen sanos, y eso me hace feliz. Además, Atsuko se ocupa eficazmente de las tareas domésticas y yo puedo dedicarme a mi trabajo con total tranquilidad.
Mis horarios de trabajo son largos e irregulares y siempre llego tarde a casa. A pesar de todo, Atsuko no se queja. Al contrario, está orgullosa de lo que hago. Me escucha atentamente, sobre todo cuando anuncio un nuevo proyecto sobre la historia regional. Sueño con fundar mi propia revista y ella me anima a pensar seriamente en ello.
Atsuko es sociable y activa. Trabaja a media jornada en un supermercado, de nuevo en el departamento de ventas. Además, es la presidenta de la AMPA del colegio de nuestra hija. Me parece que tiene las cualidades que hacen falta para dirigir. Teniendo en cuenta su pasión por el cultivo de verduras ecológicas, no me sorprende que quisiera montar su propia empresa.
Mi mujer y yo nos entendemos muy bien. Salimos juntos a pasear, al cine, a restaurantes o de viaje. Hablamos de forma amistosa sobre la educación de nuestros hijos. No hay desacuerdos ni conflictos entre nosotros.
Todo parece ir bien en nuestro matrimonio.
Sin embargo no tenemos relaciones sexuales, pese a ser todavía treintañeros y gozar de buena salud. Hace casi tres años que no hacemos el amor.
Unos meses después de nacer nuestro hijo, le propuse a mi mujer que volviéramos a hacer el amor, pero dijo que no, cansada tras su dura jornada. Es normal. En esa época el bebé cogía muchos catarros y lloraba por la noche. Además, nuestra hija solo tenía tres años.
A decir verdad, durante el segundo embarazo de mi mujer empecé a frecuentar los salones rosas,[3] lo que no había ocurrido en el primero. Mi mujer pareció muy afectada cuando se enteró.
De todas formas, al cabo de un tiempo por fin empezamos de nuevo a hacer el amor. Yo estaba muy contento, pero aquello no duró mucho. Esta vez fue por mi causa. Mi trabajo resultaba cada vez más exigente y volvía tarde a casa. Me dormía nada más acostarme, completamente agotado. Empezamos a dormir en habitaciones separadas para que yo pudiese descansar. En cuanto a Atsuko, se había vuelto más madre que esposa.
No obstante, soy un hombre normal. La necesidad sigue ahí y he vuelto a frecuentar los fûzoku-ten, tales como los salones rosas y las cabinas de vídeo.[4] Simple, cómodo y rápido. No paso más de media hora en esos sitios, y siempre después del trabajo. No busco aventuras ni tengo conversaciones íntimas con las chicas que me atienden. Para ellas solo soy un cliente, y elijo únicamente los sitios en los que está terminantemente prohibido tocar a las empleadas.
Pero, sinceramente, estoy harto de estos «servicios» sexuales en los fûzoku-ten, que me provocan cada vez más una sensación de vacío. A menudo me pregunto si sería posible que reaviváramos nuestra vida sexual, como al principio de nuestro matrimonio. No obstante, estamos tan acostumbrados a nuestra vida actual, sobre todo a dormir en habitaciones separadas, que temo abordar el asunto con mi mujer.
El tiempo vuela. No puedo creer que hayan pasado ocho años desde nuestra boda. Atsuko acaba de cumplir treinta y cuatro y yo pronto cumpliré treinta y seis. Todavía somos muy jóvenes para no hacer el amor. No me imaginaba algo semejante.
Me despierto poco antes de las ocho y media. Tardo unos instantes en recordar que estoy solo en casa. He dormido bastante y me siento descansado, lo que es muy infrecuente. Bostezo, con la sensación de estar soltero.
Hace buen tiempo. En el campo, Atsuko estará trabajando en el jardín mientras los niños se divierten con sus amigos del pueblo. Yo me reuniré con ellos mañana por la mañana. Hoy es viernes. Las palabras de Gorô resuenan en mi cabeza: «¡Hay que aprovecharlo!». Esta noche iré a uno de mis salones rosas habituales.
Leo el último número de nuestra revista mientras desayuno. Hojeo las páginas de las que soy responsable. Se trata de artículos sobre el zoo de Higashiyama. Yo tracé el plan general y el fotógrafo y el periodista freelance lo llevaron a cabo. El resultado es satisfactorio. Les enseñaré las fotos a mis hijos.
Cuando llego al trabajo, la joven recepcionista de nuestro departamento me informa de que el presidente del sakaya Kida espera mi llamada. Igual que mi mujer, parece impresionada por el nombre de esta empresa. No me esperaba que Gorô apareciese tan pronto. Sentado en mi despacho, marco el número. Al otro lado del teléfono escucho la voz de una chica joven que me pasa con su jefe.
—¿Estás libre esta noche? —me pregunta Gorô sin más preámbulos.
—En realidad, no. Terminaré de trabajar hacia las nueve —respondo algo confuso.
—¡Perfecto! Te invito a mi bar favorito.
«¿Beber en un bar?». Me siento tentado por la invitación, pero me lo pienso. No quiero despertarme mañana por la mañana con dolor de cabeza. Atsuko me reñirá si llego con la cara pálida. El salón rosa me parecía más indicado que el alcohol para esta noche. Después de todo, lo necesito.
—Es el bar X. Probablemente lo conoces —añade Gorô.
«¿El bar X.?». Ese nombre vuelve a tentarme. Es un bar de primera categoría, famoso por sus excelentes chicas de alterne. Además no queda lejos de mi oficina. Me gustaría ir, pero es demasiado caro para un empleado como yo.
—Ese bar admite solamente a sus socios e invitados —añade Gorô—. Tienes que mencionar mi nombre a la entrada.
Me sigue preocupando la reacción de mi mujer, pero mi deseo de ir al bar X. aumenta. Vuelvo a cavilar: «No pasará nada si vuelvo a casa antes de medianoche».
—Es muy amable de tu parte. Estaré allí sobre las nueve y media —le respondo a Gorô.
Me pongo a trabajar. Tengo delante un montón de papeles que dejé ayer para ordenarlos. Hoy hay que corregir las pruebas de un artículo sobre la historia del castillo de Okazaki. Al contemplar las fotos, imagino que a mis hijos les gustaría visitarlo.
Pienso en la invitación de Gorô al bar X., tan repentina como nuestro encuentro de ayer. Ahora me siento incómodo: «No tenemos nada en común. ¿De qué vamos a hablar?».
Gorô Kida no es alguien a quien yo deseaba especialmente volver a ver. Si no fuera el organizador de las reuniones de antiguos alumnos, no me acordaría de su nombre. No tengo malos recuerdos de él, simplemente no teníamos mucha relación y no creo que trabe amistad con él de repente.
Solo estuve los dos últimos años en la escuela primaria T. Era un pequeño colegio donde todo el mundo se conocía desde el principio. Como me sentía todo el tiempo un yosomono, no siento ninguna nostalgia de aquella época.
Salvo por Mitsuko.
Mitsuko llegó el último año. Tan diferente del resto, me intrigaba enormemente. Me parecía solitaria, y había algo en ella que rechazaba cualquier acercamiento. Vuelvo a ver su mirada melancólica y una sensación agridulce me invade el corazón.
No la he vuelto a ver desde el colegio. «¿Qué hará ahora?». Si mal no recuerdo, soñaba con ser veterinaria o zoóloga. Puede que Gorô tenga noticias de Mitsuko si ella asiste a esas reuniones o si ha mantenido el contacto con antiguos compañeros del colegio T.
De pronto estoy impaciente por ir al bar X. Sin darme cuenta, mi deseo de ir al salón rosa ha desaparecido.
Llego al bar X. a las nueve y veinte.
En la entrada me recibe un hombre con una pajarita negra que me pregunta mi nombre. Le respondo que soy un invitado del señor Gorô Kida. Sin cambiar de expresión, el hombre me conduce al interior. Nada más entrar me siento intimidado: el mobiliario es suntuoso y los clientes parecen pertenecer al mundo de los negocios o las finanzas.
Sentado en un lujoso sofá acolchado, Gorô charla y se ríe con una chica de alterne. Cuando le anuncian mi llegada, se levanta para saludarme.
—¡Mitsuo! ¡Qué placer volver a verte!
Me presenta a la joven sonriente. Un perfume sugerente acaricia mi nariz. Miro su rostro maquillado, el pelo teñido de castaño, el vestido escotado. Gorô le pide que me traiga una copa de coñac. Me cuenta orgulloso que este bar compra los licores a su empresa. Al fondo de la sala, un pianista toca discretamente una melodía de jazz.
—Siento no haber ido a las reuniones que organizas —le digo mientras bebo mi coñac.
—¡Por favor! —responde Gorô con tono comprensivo—. Ahora estamos en la flor de la vida. Todavía no es tiempo de nostalgias.
Tiene razón. Admiro su disponibilidad para organizar cada año esas actividades.
—No es solamente por mi trabajo. En general no me gustan las fiestas, sean del tipo que sean —le explico.
—¡Te entiendo perfectamente! Cada uno tiene sus gustos. Yo soy todo lo contrario, me encanta quedar en grupo.
Gorô lleva cinco años organizando los encuentros de antiguos alumnos del colegio T. Recibí su primera tarjeta de invitación en casa de mi abuela paterna, donde vivía cuando iba a ese colegio. En aquella ocasión le di a Gorô mi dirección actual en Nagoya. Cada año le reenvío la tarjeta con un círculo en la palabra «ausente», sin pensar siquiera en ello. A pesar de todo sigue invitándome, como si simplemente quisiera saludarme.
—Gorô, ¿cuántas personas van cada año?
—Alrededor de cuarenta y cinco —responde orgulloso.
—¿Tantas? —exclamo, sorprendido.
La ciudad de T. está situada a treinta kilómetros al oeste de Nagoya. Es una ciudad dormitorio bastante poblada. En la época en que yo vivía allí, tenía pocos habitantes y el colegio T. era la única escuela primaria. Nuestro curso comprendía dos clases, cada una de las cuales contaba con treinta alumnos.
—La mayoría son mujeres —prosigue Gorô—. Vienen con sus hijos, que, al ser todavía pequeños, se quedan con las niñeras que contrato por mi cuenta.
Sonrío al recordar las palabras de mi mujer: «Es un organizador muy considerado. Las jóvenes mamás le tendrán mucho aprecio».
No ha cambiado. Era un niño sociable y generoso al que nuestros compañeros llamaban «Gorô el gentil».
A decir verdad, era un alumno perezoso, aunque estaba igual de capacitado que yo. Mientras que yo sacaba buenas notas, él las tenía regulares. No obstante, en sexto curso le nombramos presidente de la asociación de alumnos. Me sorprende que se haya convertido en un presidente de verdad, aunque le haya venido heredado, sobre todo de una empresa tan activa.
Gorô habla de algunas mujeres que asisten regularmente a esas reuniones. En este momento pienso en Mitsuko: «¿Habrá ido ella, aunque sea una vez?». Dudo si preguntarlo.
—Este año he mandado cincuenta y seis invitaciones. El número ha disminuido: tres personas han muerto, una en un accidente de coche y las otras por enfermedad.
—¿Quiénes son?
Me dice los nombres de cada uno. Me acuerdo de ellos, pero no recuerdo sus caras más que muy vagamente. Me cuenta también las profesiones de nuestros compañeros: enfermero, profesor, cocinero, ingeniero, taxista. Como sus hijos todavía son pequeños, las mujeres se quedan en casa. Al escucharle, pienso: «Mitsuko también debe de tener hijos». Finalmente Gorô no la menciona.
Animado por el coñac, Gorô se vuelve cada vez más locuaz. Habla con orgullo de su gran tienda de licores y de su destilería de whisky. Es interesante, pero yo reprimo los bostezos. Ya son las doce menos veinte y tengo que irme. Mañana por la mañana he de ayudar a Atsuko a limpiar el granero.
Apuro mi copa. En ese momento veo a una chica muy atractiva acercarse a la mesa del centro, donde bebe un grupo de hombres. Se sienta entre dos clientes con pinta de eruditos y otra mujer con kimono se une a ellos.
Observo a la chica. Su rostro maquillado se recorta claramente, como si estuviese bajo la luz de los proyectores en un escenario. Tiene el pelo largo y un flequillo que le cubre la frente hasta las cejas. Su melena es de un negro intenso. No tengo ni idea de su edad, pero lo que me impresiona es que crea un ambiente misterioso.
Gorô se vuelve en la misma dirección.
—¡Qué guapa! —susurro.
—Sí que lo es.
—¿La conoces?
—Sí. Y tú también.
«¿Qué?».
—¡Estás de broma! —exclamo—. ¿Quién es?
—Es Mitsuko —dice bajando el tono de voz.
Me da un vuelco el corazón.
—¿Mitsuko?
—Sí. Mitsuko Tsuji, una de nuestras compañeras en el colegio T. La que llegó el último año. ¿Te acuerdas?
Me quedo perplejo: «¿Mitsuko es ahora una chica de alterne?». Gorô me mira de hito en hito, como si le interesara mi reacción, y yo me quedo callado.
—¿Te acuerdas? —repite.
—Cla… claro que sí —balbuceo atónito—. Fue mi primer amor.
Gorô abre los ojos de par en par. Al parecer no se esperaba mi respuesta.
—¿En serio?
—Sí, pero por desgracia no era recíproco.
Se echa a reír.
—¿De verdad es Mitsuko? —le pregunto de nuevo, azorado.
Asiente dos veces con la cabeza, lentamente.
—Me lo ha confirmado el dueño.
No sé qué decir.
—Es muy muy cara —dice, con una sonrisa irónica en los labios.
No respondo. La palabra «cara» me molesta, como si manchara el buen recuerdo que tengo de Mitsuko. Según Gorô, trabaja en este bar desde hace dos años, pero solamente los viernes. Su comentario resuena en mi cabeza: «Es muy muy cara».
—¿Ya has hablado con ella?
—No —dice él—. Nunca ha respondido a la invitación para nuestras reuniones. Si me dirigiera a ella, sobre todo aquí, se avergonzaría.
—¿Dónde vive?
—Eso no lo sé. Los datos de las chicas que trabajan aquí son confidenciales.
Siento curiosidad.
—Entonces, cuando la invitas, ¿a dónde le mandas la tarjeta?
—A casa de su padre, que todavía vive en T. Es la dirección que figura en la guía telefónica.
Recuerdo que sus padres estaban divorciados y que en esa época ella vivía con su padre. Todavía desconcertado, vuelvo la cabeza hacia su mesa. Mitsuko mantiene una conversación seria con los hombres y la joven con kimono les escucha asintiendo con la cabeza. El ambiente de este grupo es muy diferente al de las otras mesas.
Instantes después, Mitsuko abandona la mesa y se dirige a la barra. Su vestido azul y ajustado moldea su cuerpo bien proporcionado. No aparenta sus treinta y seis años. Yo le echaría veintisiete o veintiocho a lo sumo, bastantes menos que mi mujer.
—Su genji-na es único —dice Gorô.
No reacciono. He tardado unos instantes en entender la palabra genji-na, que no me resulta familiar.
—Aquí la llaman Azami.
—¡Azami!
Me quedo estupefacto. Yo llamaba así a Mitsuko en mi diario íntimo. «¡Qué coincidencia!». Repito en mi cabeza: «Azami…». Al instante me viene a la mente la nana de mi abuela: «… ¿Con quién sueñas? Ven, ven a mí. Me llamo Azami. Soy la flor que mece la noche».
—Ya sabes que las chicas de alterne no utilizan su verdadero nombre —añade Gorô.
Por fin abro la boca:
—¿Qué quieres decir con que «es muy cara»?
—Aquí la consideran una chica especial, adorada por los intelectuales —precisa él, con los brazos cruzados—. Los clientes se maravillan de sus conocimientos sobre política, literatura e historia. Habla bien inglés y español, e incluso sabe la lengua de signos.
—¡Es impresionante! —exclamo.
—Naturalmente, hay que pagar caro si uno quiere contratar sus servicios.
Gorô acentúa la palabra «servicios».
—¿Mitsuko… se prostituye? —le pregunto balbuceante.
Me mira por el rabillo del ojo, con una ligera sonrisa.
—No se conoce su vida fuera del bar, pero ¿quién viene a un lugar como este sin esperar aventuras amorosas? Al fin y al cabo, por muy de altos vuelos que sean, las chicas de alterne son chicas de alterne.
Su tono contiene siempre un matiz burlón. Desmoralizado, me abstengo de hacer más preguntas. Gorô me cuenta que los dos hombres que están con Mitsuko son un comentarista de historia y un escritor, ambos bastante conocidos.
Cambia de tema cuando su camarera nos trae otra ronda de coñac y se pone a hablar de sus negocios. Yo le escucho distraído mientras imagino la posibilidad de ver a Mitsuko en privado.
Estoy sobrio a pesar de la cantidad de coñac que he bebido en el bar X.
Es la una de la mañana. Después de una ducha rápida trato de dormirme lo antes posible, pues le prometí a mi mujer que llegaría al pueblo antes de la nueve. No obstante, me vence el insomnio.
Tengo sed. Voy a la cocina y, mientras bebo un vaso de agua fresca, tengo una sensación extraña. Ayer, cuando Gorô me llamó por teléfono para invitarme al bar X., no mencionó a Mitsuko y por la noche ni siquiera habló de ella cuando recordó a nuestros antiguos compañeros de colegio. Solo al final me desveló la verdad, cuando yo me fijé en una guapa chica de alterne.
Al salir de la cocina me acuerdo del álbum del colegio T., que aún conservo en un pequeño trastero. Es el álbum que recibían los alumnos en la ceremonia de entrega de diplomas. Estoy impaciente por ver de nuevo a Mitsuko de niña. Mi mente está cada vez más despierta y en vez de volver a la cama, bajo a rebuscar en el trastero. El álbum se encuentra en el fondo de una caja de cartón con mi diario de entonces.
Las fotos se dividen en dos secciones: la clase A y la clase B. Mitsuko y yo estábamos en esta última. Busco rápidamente las páginas de nuestra clase. En primer lugar aparece la gran foto con todos los alumnos, además de nuestro profesor, el señor N., y el director del colegio. Yo estoy en el centro de la tercera fila. Tardo unos segundos en reconocer a Gorô.
«¿Dónde está Mitsuko?». Las chicas están agrupadas en la primera y segunda fila. La busco, pero extrañamente no la encuentro. «¿Cómo es posible?». Vuelvo a escrutar atentamente el rostro de cada una, pero nada. Cuento el número de alumnos. Hay veintisiete. «¿Veintisiete?», repito para mis adentros. Si no me falla la memoria, éramos veintiocho.
Todavía con la esperanza de encontrar a Mitsuko, observo las otras fotos. Las del viaje escolar, el viaje de estudios, la acampada, la exposición de fin de curso. No sale en ninguna parte. «¿Siempre faltaba los días en que había sesión de fotos? No puede ser…».
En la última página del álbum figuran el nombre y la dirección de todos los alumnos. Ahí tampoco aparece Mitsuko. Es extraño. Lo más sorprendente es que nunca antes me había fijado en esa anomalía. Ahora entiendo por qué Gorô le envía la tarjeta de invitación a la dirección de su padre que viene en la guía telefónica de T.
Miro la penúltima página, donde los alumnos decían lo que querían ser de mayores. Allí tampoco viene nada de Mitsuko. Empiezo a sospechar. «No es una casualidad que esté ausente».
Desconcertado, leo mi frase: «Mi sueño es ser cámara». Sonrío sin querer. Se parece muy poco a mi profesión actual. Por curiosidad leo también la de Gorô: «Yo quiero ser kyôju». «¡Tiene gracia!», pienso, riéndome. Aunque era perezoso, su ambición era grande: dirigir a los profesores en la universidad.
A Mitsuko le encantaban los animales.
Nuestro colegio tenía conejos y pollos en una cabaña. Nuestra clase estaba encargada de cuidarlos, pero nadie quería hacerlo, salvo Mitsuko. Llegaba por la mañana temprano, limpiaba la cabaña y daba de comer a esos pequeños animales. Una vez le pregunté qué quería ser de mayor y ella me respondió: «Quiero ser veterinaria o zoóloga».
Su actual profesión no tiene nada que ver con lo que soñaba de niña. Es una pena. Nuestro profesor solía repetirnos el siguiente dicho: «No hay trabajos necios, solo hay personas necias». Yo así lo sigo creyendo, pero ¿quién sueña de niña con ser una chica de alterne?
Al cerrar el álbum, deseo vivamente volver a verla algún día. Me gustaría saber qué pasó durante la juventud de esa niña tan brillante.
Me bajo del tren regional que cogí en la estación de M. Ante mí se extienden campos inundados de agua que esperan la siembra del arroz.
Atsuko viene a buscarme en nuestro coche. Tiene el rostro ligeramente bronceado. Nos saludamos cariñosamente. Me dice que los niños se han quedado en casa con su abuela, que llegó ayer por la noche. Mi suegra vive sola en M.
Nada más sentarme en el asiento delantero, mi mujer me pregunta:
—¿Dónde estabas ayer por la noche? Te llamé sobre las diez.
Su tono es tranquilo pero frío.
—Estaba en el bar con Gorô. Me invitó en el último momento —le respondo bostezando.
—¿Gorô? ¿Te refieres al presidente del sakaya Kida?
Vuelvo a bostezar.
—Sí. Es un bar tan caro que no se me ocurriría ir allí sin invitación.
Por fin se le escapa una sonrisa.
—¡Espero que no, cariño!
Me abstengo de hablarle de Mitsuko. La historia de esa antigua compañera de clase seguramente suscitaría su curiosidad, sobre todo su presencia en el bar como chica de alterne y su ausencia del álbum. Pero ¿para qué hablarle de una mujer hermosa y sensual a la que me apetece volver a ver, por la razón que sea?
—¿Y si invitáramos a casa a Gorô y a su familia? Nuestros hijos se lo pasarían bien con los suyos —me propone de nuevo Atsuko.
Mi respuesta es la misma que la del otro día:
—Puede ser. Ya veremos.
Me pregunta si he traído la bolsa de nuestro hijo donde este guarda sus animales de plástico.
—¡Por supuesto! —le digo sonriendo.
El coche avanza sobre el camino estrecho que bordea los campos.
Atsuko me habla de nuestros hijos y de su madre, que la ayuda mucho con los niños. Me habla también de su proyecto de cultivar verduras ecológicas, que parece bastante avanzado. Aunque está muy ocupada con sus propios quehaceres, no se olvida de hacerme preguntas sobre mi trabajo.
—Estoy deseando leer tu artículo sobre L., el que va a aconsejar a los lectores. ¿Cuándo podré verlo?
—Pronto, en el próximo número. Fui yo quien tuvo la idea de invitarlo a colaborar en nuestra revista.
—Buena elección, cariño. Es un excelente consejero. Estoy segura de que tendrá mucho éxito con los lectores, sobre todo con las mujeres. ¡Estoy orgullosa de ti!
Atsuko siempre es positiva y aleccionadora, cosa que le agradezco mucho. Añado que también he hecho la foto que ilustrará el artículo.
—¡Así que también eres fotógrafo! ¡Es genial! —exclama entusiasmada—. Espero que salga tu nombre.
Me echo a reír mientras le recuerdo que formo parte de la revista y que una de las características de nuestra profesión es el anonimato, sobre todo en nuestro caso. No se pretende llamar la atención sobre uno mismo.
—¡Pues qué pena, cariño!
—Somos como los tramoyistas del teatro. Y me gusta lo que hago. Si fuera egocéntrico como los escritores, no estaría allí.
—Sí, tienes toda la razón.
La carretera abandona los campos y entramos en el pueblo, metido entre dos montañas. Árboles verdecidos, flores salvajes por todas partes. Por el cielo puro pasa volando un pájaro. El sol de comienzos del verano resplandece.
A mi mujer le gusta el campo y la naturaleza, como a la mayoría de la gente. En cambio yo soy el típico urbanita. No me siento a gusto si paso mucho tiempo en la casa de campo. Además, fue mi mujer quien la heredó. Su familia pasaba allí las vacaciones y yo todavía no consigo sentirme en ella como en mi casa.
Atsuko conduce hábilmente. Animada, tararea una canción, una melodía ligera en tres tiempos. Sin querer marco el compás en mi cabeza. La nana de mi abuela me viene otra vez a la mente: «De nuevo esta noche tu almohada está bañada en lágrimas. ¿Con quién sueñas? Ven, ven a mí…». Echo una ojeada a mi mujer, que mueve la cabeza al ritmo de la melodía. «¿Podré empezar de nuevo a hacer el amor con ella?», pienso distraído.
Al cabo de quince minutos, ya estamos en casa. Al salir del coche, Atsuko me hace una pregunta:
—¿Sabes qué verdura cultivo sobre todo?
—No lo sé. ¿La espinaca, quizá?
—No. He elegido la bardana.
—¿La bardana?
—Sí. No es una verdura fácil de cultivar. Será un desafío para mí, pero la demanda está asegurada. ¿Conoces su flor?
—¿La flor de la bardana? Nunca la he visto.
—Se parece mucho a la del azami —me explica Atsuko sonriendo—. También es bonita, pero más espinosa que el azami.
Desconcertado, miro su rostro ligeramente bronceado.
Han transcurrido dos semanas desde aquella noche en el bar X.
Es viernes por la tarde y estoy en la oficina. Mi mujer y los niños ya se han ido al campo. Yo me reuniré con ellos mañana después del trabajo. Como estoy libre esta noche, decido invitar a Gorô a una copa. Creo que será la última vez que salgamos juntos. Después de todo, no es mi tipo de amigo y no tengo ganas de intimar con su familia.
Le llamo sobre las seis para invitarle a mi izakaya favorito y él acepta enseguida: «¿A las nueve y media? ¡Será un placer!».
En el izakaya, mi antiguo compañero me parece menos pretencioso que el otro día en el bar X. Hace calor. Sentados en la barra, pedimos dos cervezas.
—El domingo pasado tuvimos la reunión que había organizado también este año —me dice Gorô.
—¿Ah, sí? ¿Y fue mucha gente?
—Sí, cuarenta y siete personas. Como de costumbre, la mayoría eran amas de casa. Y esta vez también vino nuestro profesor de sexto, el señor N.
—¿Estuvo el señor N.? Me gustaba. Era un buen profesor.
—Desde luego. Como es natural, preguntó por los antiguos alumnos que no habían ido, como tú. Le conté lo que hacías y se alegró.
Mientras como una sardina a la brasa, le pregunto:
—¿Te acuerdas de lo que pusiste en el álbum?
—¿Qué álbum? —dice, mirándome con los ojos muy abiertos.
—El álbum que nos dieron al terminar el curso. En la página titulada «De mayor quiero ser…», tú escribiste «Yo quiero ser kyôju».
—¡Ah, eso! —dice Gorô con una sonrisa amarga.
—¡Ya entonces eras ambicioso! —le pincho—. No un simple profesor de universidad, sino un kyôju.
—Tan joven, era muy ignorante.
Me explica que su tío favorito era kyôju y que él era su modelo. En realidad, Gorô estudió Comercio y enseguida entró en la empresa de su padre.
—Y tú, Mitsuo, ¿qué pusiste en el álbum?
—«Me gustaría ser cámara» —confieso un poco avergonzado.
—¿Cámara? —dice Gorô soltando una carcajada—. ¡Tiene poco que ver con redactor!
Pienso en Mitsuko. Imagino que el señor N. debe de saber por qué no salía en nuestro álbum. Finalmente saco el tema.
—A propósito de Mitsuko…
Gorô me mira, curioso.
—¿Sí?
—El otro día me quedé muy sorprendido en el bar X. al verla convertida en chica de alterne. Era una alumna brillante.
—¿Y por qué no? —me replica él con tono seco—. El de chica de alterne también es un oficio. Ella gana dinero y paga sus impuestos como todo el mundo.
—Aun así, es una pena. Ella me decía que soñaba con ser veterinaria o zoóloga.
Gorô no responde y bebe su cerveza a pequeños sorbos, pensativo. Hago memoria de aquella época. Que yo sepa, él y Mitsuko no eran amigos.
— Gorô, ¿sabes por qué no salía en ninguna parte del álbum?
Me mira asombrado.
—No encontré ni su foto, ni su nombre, ni su dirección —añado.
Gorô deja la copa en la barra y come un trozo de pollo frito, mientras yo aguardo su respuesta.
—En la reunión alguien le hizo la misma pregunta al señor N. —dice finalmente—, pero él se limitó a responder de forma evasiva.
Me quedo decepcionado.
—No tienes más que preguntar directamente a Mitsuko —añade Gorô con tono seco.
«¿Volver al bar para verla otra vez? Eso me costaría muy caro», pienso, suspirando.
—Por cierto —continúa Gorô—, en la última reunión alguien me dijo que Mitsuko también trabaja en un café.
Me vuelvo hacia él.
—¿De camarera?
—Sí. Es el café M. de la calle comercial con soportales donde nos encontramos. Pero nadie parece saber que también trabaja como chica de alterne en un bar de alto copete.
«¿Camarera en un café y chica de alterne en un bar?». No doy crédito a mis oídos.
—Como en nuestro caso, ella trabaja en algo muy distinto a lo que soñaba entonces. Aunque los hombres también sean bestias —dice Gorô con una ligera sonrisa en los labios.
Aparto la mirada. La palabra «bestias» no me gusta nada. Trato de entender con qué propósito me invitó Gorô al bar X. «¿Fue para burlarse de Mitsuko, una antigua alumna brillante convertida en chica de alterne?». Me arrepiento de haberle confesado que fue mi primer amor. Esta será sin duda la última vez que quede con él.
Bruscamente, me advierte:
—Si alguna vez vuelves a ver a Mitsuko, no le menciones mi nombre.
Me quedo callado. La imagen sensual de Mitsuko invade mi mente y mi cuerpo se enciende de deseo. Decido ir al salón rosa en cuanto deje a Gorô.
Es sábado y trabajo en la oficina, como de costumbre. Después de las cinco me iré al campo para reunirme con mi familia, que está allí desde ayer.
Es casi la una de la tarde y acabo de redactar un texto sobre un templo tailandés situado en la ciudad de Nagoya. Es fascinante mostrar algo único que se encuentra tan cerca de nuestro barrio. Satisfecho de mi texto, estoy pensando en tomarme la pausa del mediodía cuando Atsuko me llama por teléfono: «Cariño, no olvides traer la cámara de fotos». Le prometo llevarla sin falta.
No me he traído bentô y hoy el comedor está cerrado, pero hay máquinas expendedoras. Decido comprar un bocadillo y un refresco. Al salir de la oficina, de pronto se me ocurre que puedo ir al café M. donde supuestamente trabaja Mitsuko.
Me dirijo a la calle comercial con soportales y en el estanco pregunto a la dependienta si conoce el café M. Para mi sorpresa, descubro que está en el mismo edificio que el pachinko-ten, muy cerca del lugar donde me encontré con Gorô. Llego en un momento. Este entorno típicamente familiar no concuerda en absoluto con el lujo del bar X. Subo las escaleras.
Es un café amplio y luminoso, rodeado de grandes ventanales. Hay bastantes clientes y el ambiente es muy animado. Varias camareras de uniforme van y vienen entre las mesas. Todas se parecen, con su pelo teñido de castaño. Son jóvenes, tal vez de unos veintipocos años. Busco con la mirada una con el pelo largo y negro. Desgraciadamente no veo a nadie que se parezca a Mitsuko. «Quizá otro día», pienso, frustrado.
Sentado en un rincón, pido un plato de espaguetis y un café. Delante de mí hay un grupo de tres mujeres que comen tarta mientras charlan animadamente de cine. Sigo observando a las camareras.
Mientras me tomo el café, el grupo de mujeres abandona la mesa. Consulto el reloj. Tengo que volver a la oficina.
Cuando cojo la cuenta, una camarera pasa a mi lado, se dirige a la mesa donde estaban las mujeres y se pone a recoger las tazas. Solo la veo de perfil. Mi mirada se queda atrapada en sus cabellos largos y negros recogidos hacia atrás en un moño. «¡Es Mitsuko!».
Con la mirada gacha, no repara en mí.
—Mitsuko —susurro, como hizo Gorô cuando me llamó el otro día.
Su mano se detiene y su perfil permanece inmóvil. Vuelvo a susurrar:
—Tsuji-san.
Esta vez vuelve la cabeza hacia mí muy lentamente y me escruta con aire desconfiado. Me levanto y me acerco a ella.
—Eres Mitsuko Tsuji, ¿verdad?
Está visiblemente perpleja de que la tutee un desconocido, como me ocurrió a mí con Gorô, y me observa con mirada inquisitiva, sin decir una palabra.
—Me llamo Mitsuo Kawano —me presento—. Éramos compañeros en el colegio T., en la clase del señor N.
Mitsuko abre los ojos de par en par. Luego se lleva los dedos a los labios y exclama:
—¡Ah, Mitsuo!
Su rostro se relaja y eso me tranquiliza.
—¿Cómo me has reconocido? —pregunta curiosa, igual que yo hice con Gorô.
—Por pura casualidad —miento al recordar la advertencia de este.
—¿De veras? —replica al instante—. Solo teníamos doce años en aquella época. No es fácil reconocer a alguien después de más de veinte años.
—Veinticuatro —preciso.
—Aun así, es sorprendente… —murmura ella, todavía perpleja.
Me fijo en su rostro sin maquillar. Está mucho más guapa que en el bar. Mi mirada se detiene en su nuca blanca, sobre la que caen algunos mechones de pelo negro.
—Ahí está mi jefe —dice mirando a la cocina, de donde sale un hombre—. Lo siento, debo irme.
Coge la bandeja llena de tazas de café y de platos cubiertos de migas de tarta.
—Si te apetece, llámame a este número —le digo al tiempo que le doy mi tarjeta.
Al leerla, me hace la misma pregunta que Gorô.
—¿Eres periodista?
—No, soy redactor.
—¡Ah…!
Desliza la tarjeta en el bolsillo de su delantal.
—Mitsuko, no has cambiado.
—¿Qué quieres decir? —dice abriendo los ojos de par en par.
—Tu belleza y tu apariencia misteriosa. Sigues siendo seductora.
Enmudece. La sonrisa ha desaparecido de sus labios.
—Tú fuiste mi primer amor —le confieso.
Ella baja la mirada. Sus pestañas y sus largas cejas son muy negras, igual que sus cabellos. Sus párpados pestañean varias veces, como si hablara para sus adentros. Una joven camarera viene hacia nosotros y llama a Mitsuko.
—Tsuji-san —dice señalando la mesa donde yo estaba—, ¿puedes recoger esa mesa? Hay una pareja que quiere sentarse ahí.
Cuando la camarera se va, Mitsuko me dice en voz baja:
—Redactor, te pega. Más que cámara.
El tren avanza por mitad de la pradera Nôbi.
El sol brilla. A través de la ventana contemplo los campos inundados que se extienden hasta perderse de vista. Es el tiempo de la plantación del arroz. Tocados con el sombrero de paja, los campesinos trasplantan semillas a mano en el barro.
Este paisaje me recuerda una excursión escolar, que formaba parte de un curso de Ciencias. El señor N. llevó a nuestra clase a un arrozal y allí estuvimos plantando con los campesinos, una labor totalmente nueva para mí. Fascinado, me lo pasé muy bien con mis compañeros.
El tren llega a M., donde nació mi mujer. Es una pequeña ciudad cultural. Aquí cambio de tren para ir al pueblo.
El tren regional avanza lentamente entre las montañas. A lo largo de las vías crecen flores salvajes. Entre sus colores variados, destaca el rojo violáceo. Me entran ganas de hacer fotos y en ese momento caigo en la cuenta de que he olvidado traer la cámara. «¡Vaya! Atsuko se llevará un chasco».
Pienso en Mitsuko.
Me sorprenden mis propias palabras: «Tu belleza y tu apariencia misteriosa. Sigues siendo seductora». Las dije espontáneamente, como si salieran de mi inconsciente. Extrañamente no le hice las preguntas habituales, como «¿Dónde vives?», «¿Estás casada?», «¿Tienes hijos?», y ella tampoco me las hizo.
El contraste entre su rostro maquillado y sin maquillar me desconcierta: la frente cubierta o despejada, el pelo cayendo sobre la espalda o recogido en un moño. Igual que su ropa: vestido lujoso o uniforme corriente. Si viéramos fotos de ella con esas dos apariencias totalmente diferentes, no creeríamos que se tratara de la misma persona.
En el café M., su aspecto chocaba con el ambiente de aquel sitio familiar, animado y luminoso. Rememoro su pelo negro y natural, su piel satinada, su aire melancólico… y su nuca que desprendía una sensualidad indescriptible. Esta imagen me recuerda a una dama del ukiyoe. En verdad, Mitsuko es misteriosa.
Pienso en su genji-na en el bar X., Azami, el mismo nombre que yo le había puesto en mi diario de aquella época. Se sorprendería si se enterara. Era mi invención, mi secreto. Pero ¿cómo es que ella también ha elegido ese apodo? Me gustaría saberlo.
Azami. Esa flor me parece única, con su forma peculiar y su color violeta. No se suele regalar a causa de las espinas puntiagudas que cubren sus hojas. Una flor bastante inabordable.
No soy un donjuán. Antes de casarme salí con varias chicas sucesivamente, pero no engañé a ninguna. Y cuando decidí casarme con Atsuko, creí naturalmente que le sería fiel. Aunque nos hayamos convertido en una pareja casta, no busco a otra.
Sin embargo, no tengo el corazón en paz desde que volvió a aparecer Mitsuko. Su imagen sensual me viene constantemente a la cabeza. Espero impaciente a que me llame, pero, por otro lado, siento que sería mejor que no lo hiciera.
El tren llega a la estación del pueblo. Ya se ha puesto el sol. Llamo a mi mujer. Al sentarme en un banco de la estación, me doy cuenta de que también he olvidado en casa el último número de la revista N. donde salían las fotos del zoo Higashiyama que quería enseñar a los niños.
Atsuko viene a buscarme en nuestro coche, esta vez con nuestra hija. Nuestro hijo se ha quedado en casa con su abuela.
—¡Papá, he trabajado toda la mañana! —dice mi hija orgullosa.
—¿Trabajado? —pregunto intrigado—. ¿Qué has hecho?
—¡Plantar arroz! ¡He plantado semillas mientras cantaba con todo el mundo!
Le acaricio la cabeza, muy contento:
—¡Bravo!
Atsuko me explica que los vecinos la han llevado con sus nietos a su parcela. Entusiasmada, mi hija me cuenta esta nueva experiencia agrícola.
—¿Tus negocios marchan bien? —le pregunto a mi mujer.
—Sí, muy bien, cariño. De hecho, tengo una buena noticia.
—¿Cuál?
—He conseguido hipotecar mi casa a un buen tipo de interés. Lo primero que haré será comprar una camioneta. Es imprescindible, ¿no?
—Desde luego.
Me pregunta si he traído la cámara de fotos. Avergonzado, le pido perdón por mi olvido.
—Es muy raro que olvides una promesa —dice mirándome a los ojos.
Me quedo callado. Aunque esté disgustada, sigue de buen humor y arranca el coche.
Mi hija canta: «Plantemos, plantemos los brotes de arroz… El sol sonríe y nosotros también… Esperemos, esperemos las olas verdes…». Su madre la acompaña. Una pregunta me cruza por la mente: «¿Mitsuko estaba con nosotros cuando fuimos de excursión a plantar arroz?».
Pasa el tiempo sin que tenga noticias de Mitsuko.
Ya estamos a mediados de julio. Dentro de una semana, los niños empezarán sus vacaciones de verano.
En la tarjeta que le di a Mitsuko figuran dos números de teléfono de la revista N., el de la recepción y el de mi despacho. El número que utilizó Gorô fue el primero. Si ella quiere llamarme, elegirá seguramente el segundo.
Intento no pensar más en ella. Si no me llama, es que no tiene ganas de volver a verme y ya está. Desecho igualmente la idea de ir otra vez al café M., porque no debería incomodarla con mi presencia. Ocurre lo mismo con el bar X. De todas formas, es demasiado caro para mí. Aunque Gorô me vuelva a invitar, no iré. Ahora que Mitsuko conoce mi cara, se llevaría una sorpresa desagradable si volviese.
«La curiosidad mató al gato». Estoy casado, y he de tener cuidado de no acercarme a una mujer tan hermosa y sensual como Mitsuko.
Todo parece ir bien en casa.
Mi mujer ha dejado su trabajo en el supermercado y va al campo todos los días conduciendo su nueva camioneta. Ilusionada con su nuevo proyecto, trabaja duro con la joven pareja que ha contratado. Los niños se van con ella el fin de semana. Demasiado ocupada en sus asuntos, mi mujer ya no me llama por las noches. En cambio, cuando voy a verlos conversamos mucho.
Los niños están bien. Mi hija se aplica en la escuela y mi hijo se divierte en el parvulario. Como mi mujer sale temprano de casa por la mañana, ahora soy yo quien los lleva en coche a sus respectivas escuelas, situadas a cinco minutos en coche de nuestra casa.
Desayuno con los niños. Sin callar ni un momento, me hablan de los sucesos de la víspera, de sus maestras, de sus compañeros, de la simpática niñera que los cuida en nuestra casa hasta que llega su madre, normalmente alrededor de las seis. Son momentos preciosos para ellos y para mí, porque cuando vuelvo a casa ya están dormidos.
En el trabajo todo marcha bien igualmente.
Voy a la oficina en autobús y en metro. A diferencia de mi mujer, no me gusta demasiado conducir y durante el trayecto me relajo leyendo un periódico o un libro.
Llego a la oficina a las nueve y media. Primero la recepcionista me da una lista de mensajes y luego escucho el contestador de mi teléfono. Aunque intento no pensar más en Mitsuko, hay una parte de mí que sigue aguardando su voz.
Acabo de terminar mis tareas por hoy. Tengo hambre, pero no me apetece volver directamente a casa, donde no hay nadie. Es viernes. Mi mujer y los niños ya están en el campo. El redactor jefe me propone ir al izakaya y yo acepto encantado.
En el restaurante, mi jefe charla animadamente. Yo tomo yakitoris y una cerveza. Mientras bebe sake, me habla del consejero L., que es muy apreciado por nuestros lectores. Ahora hay gente que compra nuestra revista solamente para leer su sección. Mi jefe menciona un posible aumento de los incentivos. Me pongo muy contento y bebo más de lo habitual.
Nos despedimos delante del izakaya. Son las doce y diez pasadas y decido volver a casa en taxi.
Me meto por la calle comercial con soportales que lleva al bulevar. Hace fresco. Camino lentamente para disipar mi borrachera. En vez de seguir por esta calle, giro a la izquierda y continúo hasta la zona llamada «Calle de la noche». Allí hay todo tipo de fûzoku-ten, sobre todo hoteles del amor,[5] salones rosas y bares de striptease.
Los neones multicolores parpadean. Hombres borrachos que se tambalean, parejas que entran en las casas de citas, mujeres repintadas que fuman y charlan con potenciales clientes. Hay algunos videntes sentados a un lado de la calle con una mesa cubierta de una tela blanca. El salón rosa al que suelo ir se encuentra a treinta metros de aquí, en un callejón poco visible. De pronto, me entran ganas de ir.
Me adelanta un hombre con paso apresurado. Olfateo el olor a alcohol. El hombre lleva una camisa marrón y un pantalón negro. Delante de él va una mujer, fumando. Lleva un vestido blanco ceñido y sandalias de tacón. La mujer tira el cigarrillo al suelo y lo aplasta con la punta de la sandalia. «¿Una prostituta?», pienso.
En un visto y no visto, el hombre empuja brutalmente a la mujer, que se trastabilla y cae al suelo, y acto seguido le arranca el bolso. Rápidamente me echo a correr tras él gritando: «¡Al ladrón! ¡Atrápenlo!». Algunos hombres me siguen. Sorprendido, el ladrón tira el bolso al suelo y se mete por una callejuela.
«¡Magnífico!». Un viejo borracho me felicita y aplaude. Cojo el bolso y vuelvo la cabeza hacia la mujer, que se está levantando, ayudada por una pareja de transeúntes. Me acerco a ella con su bolso en la mano.
Tal y como me esperaba, no tiene un aspecto corriente: la cara maquillada y los labios muy rojos. Un tupido flequillo le cubre la frente hasta las cejas, como si quisiera ocultar su identidad. La mujer me mira con la boca abierta. «¡Pero… si es Mitsuko!». No doy crédito a mis ojos. Ella parece haberme reconocido y coge el bolso, muy avergonzada.
—Gracias —dice en tono seco.
Me fijo en su espeso maquillaje.
—¿Qué haces en un sitio como este?
—¿Y tú qué haces aquí? ¿No te espera nadie en casa? —replica.
—¿Buscas un cliente? —le replico a mi vez.
Mitsuko me atraviesa con la mirada.
—Trabajo en un bar.
—¿Ah, sí? —respondo haciéndome el tonto.
Se sacude el polvo del vestido.
—Esperaba tu llamada —le digo.
Ella desvía la mirada.
—Lo que hagas ahora no me concierne —continúo—. Simplemente quería volver a verte, como la compañera a la que quise mucho.
Nos quedamos callados. Ella parece reflexionar y a continuación saca del bolso un trozo de papel en el que veo un número de teléfono.
—Si te apetece, llámame sobre las nueve de la noche, excepto los viernes.
Esta invitación repentina me sorprende. La miro a los ojos.
—¿Es el número de tu casa?
Asiente con la cabeza y añade su dirección. Sorprendentemente no queda lejos de mi oficina. Cojo el papel y me lo guardo en un bolsillo de mi chaqueta.
—Debo darte nuevamente las gracias —me dice—. Este bolso contiene más de doscientos mil yenes.
«¿Una cantidad semejante en metálico?», pienso, sorprendido.
—Mitsuo, sigues siendo el niño valeroso que conocí hace veinticuatro años —dice ella, esbozando una sonrisa.
Me quedo callado.
—Gracias otra vez. Adiós —murmura.
Mitsuko se va sin esperar mi respuesta y yo sigo su silueta con la mirada. Su larga melena negra ondea al ritmo de su paso presuroso. Rápidamente desaparece por un callejón a la izquierda que lleva al bulevar. «Pero tú no eres la misma niña que yo conocí».
Reflexiono en mi cama, todavía agitado por el incidente de esta noche. Son casi las dos de la mañana.
Miro los datos de contacto de Mitsuko. Hasta que me la encontré casualmente por la calle, estaba casi resignado a no volver a verla. Y de pronto obtengo de ella su dirección y su teléfono. Estoy desorientado: «¿De veras quiero volver a verla?». Probablemente necesitaría un poco de tiempo antes de decidirme.
El rostro infantil de Mitsuko me viene de nuevo a la memoria y pienso en el día en el que llegó al colegio T.
Estábamos en sexto, el último año de primaria. Fue a mediados de abril, dos semanas después de empezar el curso. En el patio, se abrían las flores de los cerezos. El señor N. entró en nuestra clase con una niña a la que no habíamos visto nunca y nos la presentó.
—Esta es una nueva alumna. Se llama Mitsuko Tsuji.
Todos nos quedamos sorprendidos, porque no habíamos sido informados. Además, los cambios de colegio solían hacerse justo al empezar el curso, como el mío el año anterior.
Mitsuko estaba de pie delante de la pizarra, sin moverse. Echó una mirada a la clase. Ni una sonrisa. Yo observaba su aspecto, intrigado. La piel muy blanca, las facciones regulares, el pelo largo y trenzado, bien dividido por la raya en medio, y la frente despejada. Llevaba puesta una camisa blanca y una falda azul oscuro. Nada especial, pero su mirada melancólica atrajo poderosamente mi atención.
Nuestro maestro escribió su nombre en la pizarra y explicó:
—El kanji «mitsu» de Mitsuko significa «plenitud». Su forma es un poco complicada, pero ya conocéis este kanji, ¿verdad?
Alguien le respondió espontáneamente:
—¡Sí, señor! Lo aprendimos en cuarto. Su on’yomi es «man», el mismo que el de nuestro compañero Mitsuo.
Era la voz de Gorô, sentado cerca del estrado.
—Muy bien, Gorô —le felicitó el señor N.
—¡«Mitsuo» y «Mitsuko», como dos gemelos! —exclamó una niña.
Todos se echaron a reír y yo me azoré, pero Mitsuko permaneció impasible.
—Mitsuko ha venido de Nagoya y se quedará con nosotros hasta fin de curso. Espero que os hagáis amigos.
«¿Nagoya? ¡Es mi ciudad natal!», pensé, contento de no ser el único yosomono en la clase. Estaba impaciente por hablar con ella.
El señor N. había terminado de presentar a Mitsuko y esperábamos que la nueva alumna dijera algo, pero ella siguió callada. Yo estaba un poco decepcionado. Al contrario que ella, yo me había presentado y mis nuevos compañeros me habían hecho preguntas, por ejemplo sobre mi pasatiempo favorito.
Sentía curiosidad: «¿Dónde la sentarán?». Había dos sitios vacíos en la última fila, donde yo estaba: uno cerca de la entrada y otro a mi lado, delante de la ventana. El corazón me palpitaba: «Ojalá se siente a mi lado». Al poco rato, el bedel trajo una mesa y una silla. Cuando el señor N. le pidió que las dejara delante de la ventana, me estremecí de júbilo.
Mitsuko se sentó en su sitio. Yo quería saludarla con un «Bienvenida» o «Encantado», pero ella me ignoraba, con la mirada fija en la pizarra. «Es guapa pero inabordable», pensé. Fue entonces cuando me vino a la mente la imagen de la flor del azami.
Mitsuko y Mitsuo. Reflexiono sobre estos nombres tan parecidos.
Mi padre eligió mi nombre. Optó por los dos ideogramas que significan «el hombre satisfecho». Evidentemente esperaba que su hijo llevara una vida feliz. Cuando yo estaba en primero, me enseñó los dos kanji y me explicó el sentido de cada uno. El kanji de «mitsu» me parecía complicado, pero aquello me fascinaba. «La vida perfecta no existe en ninguna parte. Confórmate con lo que tienes. En primer lugar, con el nombre que te dieron al nacer», solía repetirme mi padre. Tenía razón. Guiado por su consejo, me he convertido en un hombre satisfecho, o al menos en uno que no se queja.
En cuanto al nombre de Mitsuko, dado que el kanji