La taberna errante - G. K. Chesterton - E-Book

La taberna errante E-Book

G.K. Chesterton

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Beschreibung

A lo largo de estas páginas, un par de proscritos hacen rodar por toda Inglaterra, huyendo de la justicia, el último barril de ron de la isla después de que un decreto gubernamental haya ordenado el cierre de todas las tabernas en nombre del ecumenismo y el entendimiento entre culturas. Allí donde los fugitivos se detienen y abren la espita del barril, enseguida cristaliza una sociedad en miniatura, como una perla alrededor de un grano de arena. La gran carcajada que truena juguetona en La taberna errante es la manera de G. K. Chesterton (1874-1936), el descomunal escritor inglés, de identificar y conjurar una amenaza. Chesterton, autor de El hombre que fue Jueves o El Napoleón de Notting Hill, siempre se defendió a risotadas, porque le hacía mucha gracia no ser Dios y tener que conformarse con ridiculizar los errores y disparates de sus enemigos. ¿Y qué terrible peligro revela, pues, la irresistible comicidad de esta novela de dignos borrachines vagabundos? ¿El Islam? ¿La abstinencia? ¿El arte abstracto? Desde luego, La taberna errante es un formidable, hilarante alegato contra el vegetarianismo y la abstinencia, lo que ya es desafiante en un mundo monstruosamente higiénico en el que los asesinos de masas se preocupan por su silueta y el negocio farmacéutico amarga y abrevia la vida de los otrora risueños, saludables y respetables barrigones. Pero el asunto es todavía más serio. Cuando Chesterton defiende el ron, defiende en realidad las tabernas, y cuando defiende las tabernas, defiende en realidad algo mucho más universal y razonable que el ecumenismo y el entendimiento entre culturas: defiende la sociabilidad. El ecumenismo separa a los hombres; las tabernas son los lugares comunes donde se encuentran. La taberna errante narra este conflicto "civilizacional" -como está en boga decir hoy- entre una cultura de vínculos y una cultura de místicos, entre la raza de los racimos y la raza de las esferas.

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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G. K. CHESTERTON

LA TABERNA ERRANTE

Prólogo de Santiago Alba Rico

Traducción de

Tomás González Cobos y José Elías Rodríguez Cañas

ACUARELA LIBROS

A. MACHADO LIBROS

© de la presente edición: Ediciones Acuarela y Machado Grupo de Distribución, S.L.

Título original:

The Flying Inn(1914)

© By The Royal Literary Fund

Traducción:

Tomás González Cobos y José Elías Rodríguez Cañas, con la colaboración de Ione B.

Harris y Jonathan Gleave.

© del prólogo: Santiago Alba Rico, 2004.

Este prólogo se publica bajo la Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 España.Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra, siempre que se reconozcan los créditos de la misma de la manera especificada por el autor o licenciador. No se puede utilizar esta obra con fines comerciales. No se puede alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de ésta. En cualquier uso o distribución de la obra se deberán establecer claramente los términos de esta licencia. Se podrá prescindir de cualquiera de estas condiciones siempre que se obtenga el permiso expreso del titular de los derechos de autor.

Propuesta Gráfica:

Acacio Puig

Maquetación:

Antonio Borrallo

Edición:

Ediciones Acuarela

[email protected]

www.acuarelalibros.com

Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5 - Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)

[email protected]

www.machadolibros.com

ISBN:978-84-9114-095-5

ÍNDICE

Prólogo: Defensa del sedentarismo andante

LA TABERNA ERRANTE

I. El sermón de las tabernas

II. El fin de la Isla de los Olivos

III. El letrero de El Viejo Navío

IV. La taberna echa a rodar

V. El pasmo del administrador

VI. Un boquete en el cielo

VII. La sociedad de las Almas Simples

VIII.Vox populi, vox dei

IX. La eminente crítica y Mr. Hibbs

X. El carácter deQuoodle

XI. Vegetarianismo de salón

XII. Los vegetarianos del bosque

XIII. La batalla del túnel

XIV. La criatura que el hombre olvida

XV. Las canciones del Club del Automóvil

XVI. Los siete estados de ánimo de Dorian

XVII. El poeta en el Parlamento

XVIII. La República de Peaceways

XIX. La hospitalidad del capitán

XX. El turco y los futuristas

XXI. La ciudad de Vuelta y Revuelta

XXII. Las pócimas de Mr. Crooke

XXIII. La marcha sobre Ivywood

XXIV. Los enigmas de lady Joan

XXV. En el que se descubre al superhombre

Notas de los traductores

Apéndice: Canciones

Nota a la traducción

PRÓLOGO

DEFENSA DEL SEDENTARISMO ANDANTE

En un momento de su juventud y según propia confesión, G. K. Chesterton estuvo a punto de rodar hacia la mente y acabó elevándose hacia las cosas. El autor inglés, que defendió a algunas grandes personalidades porque transportaban una mayor cuota de “impersonalidad”, era un hombre modesto y no nos habla apenas en su autobiografía de la naturaleza de esta crisis ni nos aclara el contenido de esa “exuberancia imaginativa” que le llevó a “imaginar las más depravadas atrocidades y los peores desatinos”, pero sí sabemos que a ese accidente que lo salvó en su juventud unas veces lo llama cristianismo y otras veces sencillamente salud y sabemos también que tiene que ver con el hecho de “mirar hacia afuera” y de “pasar buenos ratos”. Cuando estaba casi condenado a creer en “el solo pensamiento” –hasta el punto de aficionarse al espiritismo y participar en sesiones deouija– descubrió el sentido común, que es un sentido porque es él el que nos descubre las cosas y que es común porque sólo se activa a partir de un suelo compartido. A ese suelo común, el único en el que pueden germinar los dientes de león, la cerveza y las asambleas políticas, a Chesterton le pareció bien llamarlo Dios.

En el prólogo aEl club de los negocios raros, Borges lamenta que un hombre tan ingenioso incubase siempre en sus relatos un germen de moralismo. Si Chesterton fue un moralista –pardiez– lo fue de un modo bastante raro, como bien lo demuestra el escándalo con el que, hace no muchos años, fue recibida en las comunidades cristianas de EEUU una antología de sus ensayos. Contra el aborto, Chesterton defendía el infanticidio; frente al suicidio, elogiaba el asesinato; y con tal de no ser vegetariano se inclinaba al canibalismo. A la bonhomía de un pacifismo abstracto, oponía siempre la superioridad de un plan de ataque bien diseñado. Cuando el buen párroco de la aldea en la que acababa de pronunciar una conferencia le ofrecía un té, Chesterton cruzaba la calle y se metía en la taberna. Cuando tenía que entregar un artículo al día siguiente, su mujer le encerraba con llave en el despacho para que no saliera a cantar baladas inglesas con sus amigotes. Y como para demostrar que nunca se hace el ridículo cuando uno se ríe de sí mismo, incluso aceptó disfrazar su robusta humanidad de pistolero, con cartucheras y sombrero tejano, para protagonizar una película del Oeste, dirigida por sir James Barrie, que nunca llegó a estrenarse. Chesterton quizás hubiese admirado la exquisita factura de los poemas de Borges y la sutileza de sus enigmas, pero hubiese incluido con un bostezo al argentino entre esos “deístas tristes” a los que abrumó toda su vida con un granizo de paradojas. Borges era un genio hosco, gruñón, altivo, ascético; tenía todo el empaque de un predicador y Chesterton, que los conoció de todas las clases, no podía sufrir a los predicadores. Ya predicasen el arte por el arte, el socialismo o el nombre de Cristo, siempre le pareció más decisivo, a la hora de clasificarlos, el temperamento que todos ellos compartían que las doctrinas que los enfrentaban. Nunca predicó contra ellos; los desnudó a golpes de razonamiento, los azotó, sacudió y derribó con sus argumentos e incluso arrojó a uno de ellos –o lo intentó– por la ventana. Sobre todo, les ofreció a cambio “los restos del naufragio” a los que llamamos mundo, con sus desconcertantes, loquísimas frases victorianas, para que pudiesen agarrarse aalgoen el caso muy improbable de que no prefiriesen ahogarse. A los predicadores de izquierdas les reprochaba el “materialismo místico” en el que disolvían todas las diferencias, hasta el punto de no distinguir entre un cardo y una estrella o entre un clavo y una mano y al extremo de no reconocer que, por pocas que sean, las cosas buenas de este mundo son buenas. A los predicadores de derechas les afeaba su aristocratismo nihilista, que sacrificaba el patriotismo al imperialismo y los vicios más decentes a las virtudes más criminales. No soportaba a los escépticos que no creían ni en la tabla de multiplicar ni en los milagros, pero sí en los periódicos y las enciclopedias; ni a esos otros que, al mismo tiempo que sospechaban del arte, se vanagloriaban de sus propias obras. Tampoco soportaba a los creyentes desmesurados incapaces de medir una castaña y, aún menos, una montaña, tan ocupados en dejarse devorar por Dios como para desdeñar comerse un pollo; ni a esos otros tan henchidos de fe que dudaban de sus propios razonamientos y temían sus pasatiempos. A unos y a otros les reprochaba, en definitiva, lo mismo: que nunca estuviesen de humor para las cosas y que, a fuerza de no apoyar en nada su lógica o sus misterios, acabasen por predicar –y promover– la Nada contra los hombres. El cristianismo de Chesterton era tan raro como su moralismo: era una batalla para conquistar flores y bares, parahacer realidadlas piedras, las parras y los niños, para convertir el vino en vino y en pan los panes, para materializar, en definitiva, la existencia de las cosas en un mundo dominado por “dos sexos y un sol”, despojos en la playa que era urgente no perder, pero a los que quizás no hacía falta agregar ya nada más. Por eso, cuando Chesterton se puso a escribir vidas de santos, no pensó en el “oriental” San Antonio ni en los ambiciosos Santo Domingo o San Ignacio ni en el sutilísimo San Agustín; pensó en San Francisco, que llamaba “hermanitos” a los osos y a las nubes, y en Santo Tomás, que sentía la muy pedestre manía de inducir e inducir para llegar lo más lejos posible por una pasarela de concreciones. Frente al “materialismo abstracto” de los ateos, Chesterton reivindicaba el “misticismo concreto” del hombre ordinario. Por eso, al contrario, se rió siempre de los libertarios de salón que se azacanaban de club en club y de conferencia en conferencia obsesionados con “abrir las mentes” de los hombres: pues “(estos audaces) pensaban que el objetivo de abrir las mentes es simplemente abrirlas, mientras que yo estoy absolutamente convencido de que el objetivo de abrir la mente, como el de abrir la boca, es cerrarla de nuevo sobre algo sólido”.

Pero Borges no dejaba de tener razón, aunque la razón, como ocurre tan a menudo, sólo le sirviese en este caso para privarse de un placer. El propio Chesterton reconoce en suAutobiografíaque difícilmente podían llamarse novelas a los larguísimos artículos dramatizados que escribió: “no podía ser novelista, porque en realidad a mí me gusta ver las ideas y los conceptos forcejear desnudos, por así decirlo, y no disfrazados de hombres y mujeres”. LA TABERNA ERRANTE, en este sentido, no es una excepción. Como en las pésimas novelas de Sade, una rutinaria trama de placeres carnales se alterna con interminables piezas de oratoria al servicio de una demostración o de un derribo. Pero si Chesterton se sitúa en las antípodas de Sade no es solamente por la naturaleza de estos placeres y el contenido de los parlamentos aquilatados en su defensa. Chesterton tenía tanto talento y tanta capacidad para disfrutar ingenuamente de él –como de cualquier otra cosa– que no podía comunicar una idea sin hacer disfrutar también al lector; es decir, sin incurrir en la literatura. Hasta tal punto era sano, mundano, feliz, que esta “caída” le parecía su mejor argumento, la premisa mayor de aquello que quería demostrar. El procedimiento era, por así decirlo, el ejemplo. En todo caso Chesterton participaba de una tradición y explotaba un modelo en el que la mejor literatura se anticipaba al nacimiento de la novela. Nunca fue capaz de construir un personaje, al estilo de Tolstoi o de Dickens; los suyos eran “arquetipos”, sí, pero hay un género milenario en el que precisamente los “arquetipos” (la princesa, el mendigo, el rey, el sempiterno hijo del panadero) nos hacen gozar. Tampoco supo nunca guardar las distancias como Flaubert; sus arquetipos encarnaban diferencias absolutas, en efecto, pero hay un genero milenario en el que la frontera entre el “bien” y el “mal” (San Jorge y el dragón) nos colma de inocente satisfacción. Las cuatro novelas de Chesterton (al Padre Brown lo consideró siempre un pasatiempo) coinciden en que todas ellas defienden las leyendas y los cuentos de hadas; pero coinciden, sobre todo, en que todas ellas copian la estructura, los recursos, la entonación de las leyendas y los cuentos de hadas.El Napoleón de Notting Hill,La esfera y la cruz,El hombre que fue juevesy LA TABERNA ERRANTEson todo lo contrario de “novelas de tesis”; son algo así como “leyendas de combate”. Decombateporque narran un torneo arquetípico e ilustran una controversia social;leyendasporque movilizan y evocan el génesis mismo de la cultura humana no menos que laOdiseaoBlancanieves: la relación –a saber– entre los placeres y los límites.

Chesterton insistió una y otra vez en “el placer de los límites” como inseparable de todos los placeres humanos y como condición, al mismo tiempo, de la libertad en el mundo. El universo sólo es realmente grande si es discontinuo; el hombre sólo es realmente libre si puede abrir muchas puertas, cajones y escotillas a su paso. El minúsculo torreón vuelveinmensala estepa, que hasta entonces era infinita; la habitación prohibida franquea el resto de la casa, que sin ella sería una gran prisión. Chesterton amaba las cosas bien definidas; es decir limitadas; es decir acabadas; es decirlas cosas. Esos primeros límites, que sólo el nihilismo puede superar y que ya hace un siglo comenzaban a perder su capacidad de contención y su común valor pedagógico, son los verdaderos protagonistas de los cuentos. Contra la literatura políticamente correcta destinada a los niños, Chesterton defendía los grandes clásicos (de Perrault a Stevenson) como vehículos de una indispensable “lección de empirismo” a través de la cual se aprendía la sujeción a los colores primarios y la satisfacción de las diferencias elementales. Quizás todo lo que aprendemos enPulgarcitoes a mirarnos los dedos. Lo decisivo deCaperucitaes que incluye una lista de la compra y un pequeño curso de anatomía. Lo que nos emociona deRobinsonno es la lejanía de la isla a donde va a parar sino “el hacha, el loro, las armas y el pequeño depósito de grano” que constituyen todas sus posesiones. Las cosas son fortificaciones contra laindiferencia, en todos los sentidos de la palabra. Y este es precisamente el “patriotismo local” que Chesterton oponía sin cesar al imperialismo que trataba de seducir a los ingleses con un dominio inconmensurable en el que nunca se ponía el sol. “No veo ninguna utilidad a un imperio sin puestas de sol”, replicaba.

Más allá de esos límites impuestos al color y a la piedra que llamamos cosas, hay otros límites inseparables del destino individual de los humanos y sin los cuales dejaríamos de hacernos daño, aunque sólo a cambio de renunciar también al placer de matarnos recíprocamente –o consolarnos y divertirnos– en una zona común. Los cuentos de hadas y las leyendas explotan y protegen aquello que todos los hombres por igual tienen de lastimoso y de risible, eso que nos lleva a compadecer al más fuerte y a reírnos del más sabio: lo “trágico común” (el hecho de que todos vamos a morir) y lo “cómico común” (todos producimos hilaridad cuando corremos detrás de un sombrero), esos dos anchísimos suelos que compartimos con el primer homínido, pero quizás ya no con los futuros sobrehombres del capitalismo; los dos peldaños comunes que nos permiten no sentirnos completamente desamparados en una ciudad desconocida, encontrar un cierto aire de familia en un chino y en un yanomami y seguir entendiendo a Shakespeare y a Al-Muqafa, pero erosionados ahora tal vez (los peldaños) por la inmodestia de nuestros productos y la impúdica seriedad de nuestra publicidad.

Pero la “literatura popular” ilumina también esos otros límites que tienen que ver, no ya con las cosas o con los individuos –aunque los presupone–, sino con susrelaciones. Obscuramente sentimos que nuestra capacidad para disfrutar –de los cuentos y de los placeres, de nuestro vino y de nuestros congéneres– está asociada, mediante un inflexible paralogismo, a la tan ridícula como absoluta barrera que la mayor parte de las leyendas imponen a sus protagonistas. ¿Por qué prohibir a Adán y Eva lasmanzanas? ¿Por qué exigir a Cenicienta volver de la fiesta amedianoche? ¿Por qué ordenar a Basilio que traigatrespelos del diablo? Lo que Chesterton quería demostrar es que la arbitrariedad de los límites garantiza la libertad de los recintos, que en las caprichosas prohibiciones de las hadas nos jugamos nuestro derecho a que la nieve sea blanca y las ciruelas redondas y que confiar más en las enciclopedias que en las leyendas anuncia un mundo en el que la higiene sustituirá definitivamente a la moral, los psicólogos a los revolucionarios y los banqueros a los héroes. Imaginemos qué quedaría de los cuentos si Dios hubiese prohibido a Adán y Eva “comer más de cinco o seis manzanas al día” o si el hada hubiese recomendado a Cenicienta que volviese “entre las doce y la una” o si el rey malvado hubiese enviado a Basilio a traerle “un montón de pelos” del diablo. El resultado sería exactamente nuestra moderna sociedad liberal, a la que Chesterton reprochaba sobre todo haber cambiado de posición las virtudes, anulando e invirtiendo sus efectos: pues ha colocado la razón al principio y los límites al final sin entender que ni se puede pensar sin medida ni se puede tampoco gozar sin lógica. Es siempre algo irracional lo que nos permite razonar, algo invisible lo que nos permite mirar y algo prohibido lo que nos hace libres. Sólo se puede mostrar aquello sin lo cual no podríamos demostrar y Chesterton cree poder señalar su evidencia en las viejas leyendas y en los cuentos populares. Somos incapaces de explicar por qué, pero lo cierto es que si Dios no hubiese prohibido las manzanas no percibiríamos el sabor de las peras ni el color de las amapolas y si Cenicienta hubiese vuelto después de la medianoche no habría sido ya libre para “elegir” a su amado. Si Dios hubiese sido “razonable” y se hubiese limitado a recomendar a Adán y Eva no atiborrarse de manzanas para evitar una indigestión, Pitágoras no habría descubierto nunca su teorema ni Noé el cultivo de las viñas ni Julieta la dulce carne de Romeo. Chesterton sabía, en todo caso, hasta qué punto había motivos para burlarse de los que creían poder prescindir de las cosas, de la muerte y de las reglas y seguir siendo razonables o –peor aún– de los que creían que para ser razonables había precisamente que prescindir de las cosas, de la muerte y de las reglas.

Motivos para burlarse de ellos, sí, pero también para temerlos. La gran carcajada que truena juguetona en las páginas de LA TABERNA ERRANTEes la manera chestertoniana de identificar y conjurar una amenaza. Chesterton siempre se defiende a risotadas, porque le hace mucha gracia no ser Dios y tener que conformarse con ridiculizar los errores y disparates de sus enemigos. ¿Qué terrible peligro revela, pues, la irresistible comicidad de esta novela de dignos borrachines vagabundos? ¿El Islam? ¿La abstinencia? ¿El arte abstracto? Chesterton, es verdad, no soportaba a los intelectuales y aristócratas que rechazaban los placeres del hombre ordinario y, dicho sea de paso, si jamás pudo entenderse con Bernard Shaw se debió menos a sus discrepancias políticas y filosóficas que a la desconfianza que nuestro autor sentía hacia un hombre que no comía carne ni bebía vino (y contra cuyas “espirituales” costumbres “he defendido siempre la institución de la chuleta y la cerveza”). En cierto sentido, LA TABERNA ERRANTEes un formidable, hilarante alegato contra el vegetarianismo y la abstinencia, lo que ya bastaría para justificar esta reedición y una nueva lectura un poco desafiante en un mundo monstruosamente higiénico en el que los asesinos de masas se preocupan por su silueta y el negocio farmacéutico amarga el carácter y abrevia la vida de los otrora risueños, respetados y saludables barrigones –con la complicidad represiva de una sociedad que ha perdido al mismo tiempo el valor, la inteligencia y la alegría–. Pero el asunto es mucho más serio. La cuestión del menú solapa, si se quiere, una cuestión de clase y en este sentido LA TABERNA ERRANTEarremete a golpes de diafragma contra el “idealismo” de las clases altas. Chesterton, que siempre tomó partido por el “hombre ordinario”, sabía que había “dos tipos de vida sencilla: la falsa y la verdadera”. La verdadera era la de los cocheros, los obreros y los menudos ganapanes de los barrios populares de Londres. La falsa era la de los grandes burgueses y los refinados aristócratas, divididos –a decir de Chesterton– en dos grupos: los pretenciosos y los mojigatos. “Los primeros son los que quieren entrar en sociedad; los segundos, los que quieren salir de ella y entrar en asociaciones vegetarianas, colonias socialistas y cosas por el estilo”. Estos dos modos de “vida sencilla”, la falsa y la verdadera, están representados en LA TABERNA ERRANTEpor sendos arquetipos cuyo épico antagonismo conduce, al final del relato, a la insurrección del pueblo inglés contra su gobierno. Frente a Patrick Dalroy, el proscrito irlandés, con su talla de gigante y su corazón simple, su antagonista lord Ivywood es un miembro de la nobleza provisto de todas las virtudes que puede otorgar una buena educación. Es culto, inteligente, exquisitamente cortés; es un reputado “esteta” (“lo contrario de un poeta”) y está además inflamado de ideas emancipatorias. Por desgracia, se le ha concedido el poder para remodelar la civilización, a golpe de decreto, a la medida de sus sueños de armonía universal. Busca desesperadamente la sencillez y su desesperación adquiere un formato institucional. “Lo que choca en ellos”, dice Dalroy, “es que siempre quieren ser sencillos y jamás despejan una sola complicación. Si les toca escoger entre el bistec y los pepinillos, verás que suprimen el bistec y se quedan con los pepinillos. Si les toca elegir entre un prado y un auto, sacrifican el prado. (...) Ve a comer con un millonario que pertenezca a una liga prohibicionista y no verás nunca que haya suprimido los entremeses ni los cinco entrantes, ni siquiera el café. Pero habrá suprimido el oporto o el jerez, porque los pobres lo beben como los ricos. Sigue observando y verás que no suprime los cubiertos de plata, pero en cambio ha suprimido la carne porque a los pobres les gusta... ¡cuando pueden hincarle el diente! Luego verás que no ha abolido los jardines lujosos ni las mansiones suntuosas. ¿Por qué? Porque son cosas vedadas a los pobres. Pero presumirá de levantarse temprano, porque el sueño es un bien que está al alcance de todas las fortunas. Es prácticamente lo único que todo el mundo puede disfrutar. Pero nadie oyó decir que un filántropo renuncie a la gasolina, a su máquina de escribir o a sus criados. ¡Ni loco! Sólo se priva de las cosas simples y universales. Renunciará a la cerveza, a la carne o al sueño... porque esos placeres le recuerdan que no es más que un hombre”. La cuestión gastronómica dirime, pues, una cuestión social, una especie de lucha de clases epicúrea y, más allá, un insoslayable problema antropológico. En la guerra entre los ricos y los pobres, entre la falsa y la verdadera sencillez, son los pobres los que representan la cultura humana y la civilización. Ese es el secreto que oculta la cruzada de los ricos contra los placeres del hombre ordinario. ¿Por qué renuncian en realidad a la cerveza, a la carne, al sueño? El portavoz irlandés de Chesterton lo explica con una frase lapidaria: “no sacrifican más que lo que les une a los demás hombres”. Lo que les uniría a los demás hombres, lo que une en general a los hombres son los “lugares comunes”; y de entre todos los “lugares comunes” el más universal, el más accesible, el más democrático es la taberna. LA TABERNA ERRANTEnarra este conflicto “civilizacional” –como está en boga decir hoy– entre una cultura de vínculos y una cultura de místicos, entre la raza de los racimos y la raza de las esferas: el combate, pues, entre un hombre excepcional que quiere liberar al mundo disolviéndolo en el aire y un hombre ordinario que quiere más bien encadenarlo a un barrilito de ron y a una rueda de queso. Como los lectores de cuentos saben bien, apenas si resulta paradójico que el aristócrata libertario al que molestan los límites acabe prohibiendo las tabernas mientras que al soldado que defiende las tabernas le gustaría empezar por prohibir el incesto, la poligamia y los negocios.

Comer o no comer, beber o no beber, no era para Chesterton, pues, una simple cuestión de temperamento; este “temperamento” –el de los predicadores más arriba citados, eclesiásticos o leninistas– era inseparable, el espejo o la consecuencia, de una determinada visión del mundo. Desconfiaba de Shaw más por sus costumbres alimenticias que por sus discrepancias filosóficas o políticas porque sus discrepancias filosóficas y políticas tomaban cuerpo en sus irreconciliables costumbres alimenticias. La afirmación de la cerveza o, mejor, el rechazo de los abstemios militantes era la proa de un sistema, el pecho de una filosofía; incluía al mismo tiempo una teología, una economía, una antropología y una política. La teología de Chesterton tenía que ver con su estupor agradecido ante el amarillo de una flor: “Me preguntaba yo qué encarnaciones o purgatorio prenatal debía de haber vivido para haber merecido la recompensa de contemplar un diente de león”. Su economía era apenas una prolongación por la misma ladera abajo: “No tiene sentido no apreciar las cosas como tampoco tiene ningún sentido tener más cosas si se tiene menos capacidad de apreciarlas”. Y su antropología, por tanto, tenía que ver con los vínculos y la alegría de encadenarse: “Nunca pude concebir una Utopía que no me dejase la libertad que más estimo: la de obligarme. La anarquía completa no sólo impide toda disciplina o fidelidad, sino que imposibilita todo capricho. Es decir: que no valdría la pena comprometerse en una apuesta, si la apuesta no importase una obligación. La disolución de los contratos no sólo arruinaría la moralidad, sino que estropearía todos los deportes”.

¿Y su política? De joven se consideraba socialista porque “la única alternativa a ser socialista era no serlo” y no ser socialista “era algo absolutamente espantoso”. Significaba ser “un imbécil y un snob arrogante” o “un horroroso viejo darwinista” partidario de mandar a “los más débiles al paredón”. Pero fue socialista “a regañadientes” como fue un demócrata a su manera, en nombre de los viejos gremios medievales traicionados por el Parlamento burgués. Fue socialista y defensor de la democracia contra lo que él llamaba con enorme desprecio la “plutocracia” capitalista, que había comprado los periódicos, socavado las instituciones y quemado sueños y vidas en las chimeneas de las fábricas. “Es cierto que podemos decir que la democracia ha fracasado, pero eso sólo significa que ha fracasado su puesta en práctica. Es una tontería decir que los complejos y centralizados Estados capitalistas de los últimos cien años han sufrido por una extravagante idea de la igualdad de los hombres o por la simplicidad del ser humano. Lo máximo que podríamos decir es que la teoría cívica ha proporcionado una suerte de ficción legal a la que un hombre rico se podía acoger para gobernar una civilización cuando antes sólo podía gobernar una ciudad, o con la que un usurero podía lanzar sus redes sobre seis naciones cuando antes sólo podía lanzarlas sobre una aldea”. Chesterton odiaba esta “plutocracia” por razones estéticas y morales, por lo que producía y por lo que destruía; y contra ella propuso siempre el programa muy inglés de devolver la propiedad a los obreros en la forma de una vivienda unifamiliar rodeada de un jardincillo.

Pero las objeciones de Chesterton a la “plutocracia” que se ha apoderado del planeta no eran sólo de orden político ni atañían únicamente a la suerte individual de todas esas víctimas de la miseria interesada, la muerte inducida y la explotación. Para Chesterton el capitalismo incluía sobre todo un elementoinhumano, en el sentido más esencial de que transformaba por completo la naturaleza social de la humanidad. De esto se ocupan precisamente los disparates de LA TABERNA ERRANTE. “Los pensamientos más profundos”, decía Chesterton, “son lugares comunes”. Hemos hablado de lo que une a los hombres, del suelo compartido y del sentido común y de hasta qué punto la grandeza imprescindible de estos pilares depende de cosas muy pequeñas: cosas de comer, cosas de usar, cosas de mirar*. El capitalismo, al minar, desmantelar y deshacer todos los “lugares comunes” (de la plaza a la taberna, de la familia a la asamblea) hace imposibles los “pensamientos más profundos”, pero también las bromas más ligeras; desbarata los compromisos más estables, pero también las compasiones más divertidas; destruye para siempre ese “hombre ordinario” cuya resistencia le parecía a Chesterton la mejor garantía contra los delirios de la razón pura. El “hombre ordinario” no es una necesidad de la naturaleza; es sólo, por desgracia, una necesidad política. Hoy, en cualquier caso, al menos en Occidente, no cabe esperar que los hombres se rebelen en masa para defender sus tabernas –aunque sí tal vez sus televisores– o que asalten la sede del gobierno para que les devuelvan las plazas invadidas por los automóviles –aunque sí tal vez para que abran más temprano los concesionarios. Chesterton entendió muy bien ese proceso de ablandamiento, fluidización y disolución de todas las cosas acabadas y de sus vínculos concomitantes en el pasapurés del capitalismo globalizado; supo ver por anticipado la sustitución del “mundo”, con sus relacionesentreobjetos verticales y sus referencias firmes, por un “mundus” líquido, siempre incompleto, siempre renovado, en el que todo el tiempo disponible está dedicado a ganar más tiempo (para ganar más tiempo) y en el que por eso nunca hay suficiente (tiempo) para desgastar los instrumentos ni para pararse a mirar –allí– los cuerpos, las palabras y las flores; reconoció los primeros signos de una agresión antropológica sin precedentes mediante la cual el “materialismo abstracto” de los ricos estaba a punto de dejar a una gran parte de la humanidad sin el refugio de una sociedad en la que poder seguir reproduciendo, como al bies o entre líneas, inalcanzables para los predicadores, los lazos más básicos de la supervivencia. Supo ver todo esto, pero quizás confió demasiado en la capacidad del “sentido común” para soportar la agresión y sublevarse. ¿O no?

Puede parecer extraño que la reciente recuperación en España de un autor de derechas –irregular, heterodoxo, pero de derechas– venga haciéndose, de algún modo, desde la izquierda. A mí no. La apocalíptica descripción que hace elManifiesto Comunistade ese torrente en el que se disuelven “la dignidad personal”, “los abigarrados vínculos feudales” y las “venerables tradiciones” y en el que “todo lo estable se esfuma” y “todo lo santo es profanado” se han hecho angustiosa, dramáticamente realidad; y conviene preguntarse si, antes de seguir adelante, no es necesario recomponer algunos de esos lazos para poder, al mismo tiempo, combatir desde alguna parte y conservar alguna cosa para cuando haya que comenzar de nuevo. La explosión de movimientos “indigenistas” en todo el mundo y el aumento del poder de licuefacción global del capitalismo contra el que éstos se organizan debe invitar a la reflexión. Durante dos siglos la izquierda ha temido enfrentarse a la “cuestión antropológica”, atrapada como estaba en la tiranía “progresista” del capitalismo, a la que ha sucumbido a menudo henchida de entusiasmo. El Orwell desencantado de la guerra de España columbró quizás el error. También ahora el subcomandante Marcos. En todo caso, tenía mucha razón Chesterton al denunciar burlonamente la placenta común al socialismo y al imperialismo. El capitalismo ha convertido en pesadillas atenazadoras todos y cada uno de los sueños emancipadores del socialismo, lo que tal vez demuestra que esos sueños se habían incubado en un suelo parcialmente podrido. El socialismo demandaba un mundo nuevo y el capitalismo nos proporciona uno cada mañana, sin historia y sin memoria, a cuya modernísima hechura los hombres tienen que ajustar su “antigüedad” física y moral. El socialismo quería producir más valores de uso y el capitalismo ha arrojado sobre nuestras cabezas tal avalancha de mercancías que su propio exceso suspende toda condición de uso. El socialismo quería eliminar la división del trabajo y las “especializaciones” alienantes (“cazadores por la mañana, pescadores al mediodía, pastores por la tarde y críticos literarios después de cenar”, sugería Marx) y el capitalismo nos ha concedido inmediatamente el trabajo precario, la flexibilidad laboral, la deslocalización y las empresas de empleo temporal. Frente a la utopía con dientes y sobre ruedas del capitalismo, los movimientos antiglobalización y el nuevo socialismo deben articular una respuesta al mismo tiempo revolucionaria, reformista y conservadora. Debe ser, en efecto, revolucionaria en el ámbito económico, reformista en el ámbito político y conservadora en el ámbito antropológico. Debe transformar la estructura de la propiedad y la distribución de riqueza que la acompaña. Debe aprovechar y corregir algunos de los “progresos de la razón” cristalizados en instituciones que sólo pueden funcionar bienfueradel capitalismo, pero que deben aún cumplir su papel. Y debe, finalmente, conservarlas cosas, ecológica y ontológicamente amenazadas, y lasbuenasrelaciones humanas que en torno a ellas se traban. La primera radical transformación del mundo que debemos abordar es la deconservarlo. Ya hemos “progresado” lo suficiente; de hecho hemos progresado tanto que hemos dejado atrás algunas de las estaciones correspondientes a Otros Mundos Posibles modestamente superiores a éste. Ahora de lo que se trata –de lo que debe tratar un nuevo proyecto de izquierdas– es depararse.

La dificultad estriba en los procedimientos de un combate librado en las mismas condiciones que dicta el torrente a restañar. Amador Fernández-Savater, gran lector de Chesterton y él mismo de temperamento muy chestertoniano, formula esta paradoja al preguntarse si los que aspiramos a una vida “digna de vivirse”, basada “en costumbres y no en modas, en leyendas y no en rumores, en tradiciones y no en caprichos, en lazos sociales duraderos y arraigados en lugares vivos” no estaremos condenados, “como Moisés”, a renunciar a “la tierra prometida”. Pensar en tiempo real, organizar respuestas puntuales y lábiles, volver a empezar una y otra vez frente al recomienzo brutal del capitalismo: “es muy difícil” –dice Fernández-Savater– “simplemente ‘resistir’ mientras todo se desmorona: muchas veces se impone más bien ‘surfear’ ese desmoronamiento y ver si se puede reconstruir algo más adelante y en otro sitio”. Pues, en efecto, “uno se termina pareciendo a aquello que combate: disperso, inestable, sin hábitos, agitado sin fin ni finalidad”. La solución a este problema habrá también que construirla sobre la marcha, pero Chesterton nos ofreció a cambio un cuento, LA TABERNA ERRANTE, en el que el irlandés Dalroy y el viejo Hump, fugitivos pero combatientes, ruedan y ruedan con su barrilito y su queso, parándose de vez en cuando –y ésta es al mismo tiempo su forma de lucha y de supervivencia– para clavar en el suelo la muestra de El Viejo Navío. Cada vez que lo hacen se produce el milagro y cristaliza alrededor una sociedad completa; la barrica y el queso son el centro de una telaraña fantástica de placeres comunes y compromisos concretos. La solución es siempre un cuento. La solución es LA TABERNA ERRANTE: las tabernas errantes, los cimientos flotantes, el sedentarismo andante: “la comunidad” –dice Fernández-Savater– “de los que ya no tienen comunidad, la patria de los que ya no tienen patria, la casa de los que ya no se sienten en casa en ninguna parte”. De la paupérrima complexión de nuestra cultura dan buena medida los sórdidos intersticios donde aún coagula un poco de espesor social (los viajes organizados, por ejemplo, que los turistas contratan no por comodidad sino llevados de la sed antigua de una aventura común). Pero cabe hacer la agotadora revolución permanente, y perderla permanentemente, ganando sin embargo la hucha de muchos buenos ratos anticipatorios. El pasaje más chestertoniano de Marx es ése de losManuscritos del 44en el que nuestro viejo y a menudo malhumorado maestro habla de los obreros comunistas que se reúnen para “ocuparse de entrada de la teoría, la propaganda, etc.” Pero hete aquí que, mientras discuten del destino de la humanidad, estos hombres simples y curtidos “fuman, comen y beben”; y cada vez que fuman, comen y beben les colma “la compañía, la asociación, la conversación que abarca el conjunto de la sociedad” y “la fraternidad humana es para ellos una verdad y no una simple frase”. Fumar, comer, beber... ¡diablos! ¡Quiera Dios que nunca seamos lo bastante ricos para tener que renunciar también a eso!

Se dirá que Chesterton era un pensador reaccionario. Su teoría del pecado original y su visión de una “guerra de civilizaciones” –apuntada también en las páginas de LA TABERNA ERRANTE– lo emparentan quizás con Donoso Cortés. Su “democracia de los muertos” parece muchas veces inspirada en Burke, en De Bonald o De Maistre. Pero Donoso, Burke, De Bonald y De Maistre eran predicadores. Podían predicar la salvación del genero humano, las excelencias de la tradición o incluso la felicidad, pero no podían hacer feliz a nadie. “La única objeción que tengo que hacer a una pelea es que pone fin a una discusión”, decía Chesterton. Nos lo imaginamos en un pub londinense de atmósfera fuliginosa, los pies frente a una chimenea crepitante, un estofado de carne sobre la mesa y una gran jarra de cerveza caliente en la mano, inmenso, un poco colorado, la corbata desanudada con británica compostura, discutiendo con quince parroquianos a la vez y haciendo retorcerse de risa a toda la concurrencia, simples y letrados, amigos y enemigos. Un hombre así tiene por fuerza algo que enseñarnos, aunque sólo sea esto: que mucho más importante que encontrar la solución es poder discutir eternamente el problema en torno a un barrilito de ron y una rueda de queso.

Nos hacen reír las cosas claras, las cosas grandes, las cosas muy ruidosas. Nos reímos también de comprender, de haber comprendido. LA TABERNA ERRANTEpuede hacer gozar a todo el mundo, pero el que no sea feliz con este libro entre las manos jamás podrá ser un revolucionario.

Santiago Alba Rico

Nota

* EnLa ciudad intangible(Hondarribia: Hiru, 2001) hablo por extenso de esta diferencia entre “cosas de comer, usar y mirar”. N. del A.

LA TABERNA ERRANTE

I

EL SERMÓN DE LAS TABERNAS

El mar era de un fantástico verde claro y la tarde había recibido ya el toque misterioso del anochecer, cuando una joven morena, vestida con traje de color cobrizo y de corte caprichoso, caminaba despreocupada bajo una sombrilla que no le impedía lanzar repetidas miradas al horizonte marino. El motivo por el que miraba instintivamente la línea que separa las dos inmensidades era el mismo que tuvieron tantas y tantas muchachas desde que el mundo es mundo. Pero no se divisaba ningún barco.

En la playa, junto al paseo marítimo, se formaban corros en torno a los charlatanes habituales en tales sitios: negros, socialistas, payasos y pastores. Había un hombre que manipulaba unas cajas de cartón, y los desocupados le rodeaban con la esperanza de descubrir en qué acabarían sus trajines. Pocos pasos más allá, un personaje con sombrero de copa, provisto de una Biblia muy grande y acompañado de una mujer muy pequeña que permanecía callada, combatía violentamente la herejía sublapsario-milniana1, tan frecuente en los balnearios de moda. Era tal su exaltación que costaba seguir el hilo de su discurso, pero a cada momento aludía con sarcasmo a “nuestros amigos los sublapsarianos”, lo que bastaba para saber que continuaba machacando sobre el mismo tema. A poca distancia peroraba un joven de forma tan incomprensible para los oyentes como para él mismo, y que si atraía la atención del público lo debía quizás a la guirnalda de zanahorias que ceñía su sombrero. Lo cierto es que las monedas se amontonaban en su platillo con mayor abundancia que en el de sus rivales. Después venían los negros. Más allá un servicio religioso de niños, dirigido por un individuo de cuello interminable, que llevaba el compás de los cánticos con una palita de madera. A continuación, un ateo agitado por una especie de frenesí rabioso señalaba con índice agresivo al coro infantil, mientras hablaba de “las más bellas creaciones de la naturaleza, corrompidas por los secretos de la Inquisición española” o sea, por el individuo de la palita de madera. El ateo, en cuyo ojal asomaba una condecoración encarnada, tampoco escatimaba insultos para su auditorio. “¡Hipócritas!”, les gritaba, y las monedas caían, dóciles, a sus pies. “¡Impostores, papanatas!”, y las monedas se multiplicaban. Cerca, entre el coro religioso infantil y el ateo, se alzaba un vejete con perfil de lechuza, tocado de un fez rojo y provisto de una sombrilla verde que su mano agitaba débilmente. Su rostro era moreno y arrugado como una cáscara de nuez; su nariz se encorvaba según el patrón que asociamos a las tribus de Judea; su barba era negra y tupida según el modelo que solemos motejar de persa. Era un ejemplar aparte en aquel museo de charlatanes y chiflados. Y como la muchacha, que le veía por primera vez, pertenecía a esa clase de persona en que el sentido de lo cómico va acompañado de una cierta tendencia al tedio o a la melancolía, se detuvo un instante y se apoyó en la barandilla del paseo para oír mejor.

Necesitó más de cuatro minutos para comprender lo que decía aquel hombre. Hablaba con un acento tan estrambótico que al principio supuso que se estaba expresando en su propia lengua oriental. Todos los sonidos que emitía eran rarísimos, pero el que llamaba más la atención era la confusión constante de la “o” con la “u”, de forma que decía “puner” en lugar de “poner”. La muchacha no tardó, sin embargo, en acostumbrarse a aquel lenguaje y empezó a entender el sentido de las palabras, aunque tuvo que aguardar un buen rato antes de columbrar la naturaleza del tema. Poco a poco comenzó a entender que el buen hombre tenía la chifladura de creer que la civilización inglesa había sido creada por los turcos o quizá por los sarracenos, después de desbaratar las primeras cruzadas. Y estaba firmemente convencido de que los ingleses no tardarían en participar de su opinión, que, a su juicio, quedaba reforzada por los progresos del antialcoholismo. La muchacha era la única persona que, al parecer, le escuchaba.

––Fijaos –decía agitando un índice curvo y renegrido–, fijaos en vuestras tabernas, las tabernas que aparecen en vuestros libros. En sus orígenes, no fueron creadas para vender las bebidas alcohólicas de los cristianos, sino que fueron fundadas para expender las bebidas no alcohólicas de los mahometanos. Así lo demuestran sus nombres. Todos son orientales, asiáticos. Ahí tenéis, por ejemplo, ese famoso establecimiento hacia el que se dirigen en procesión los autobuses, llamado Elephant and Castle (Elefante y Castillo). Este nombre no tiene nada de inglés. Es asiático. Me diréis que no faltan castillos en Inglaterra y yo os daré la razón. Por ejemplo está el castillo de Windsor. Pero, ¡vamos a ver! –exclamó severamente mientras blandía su quitasol verde en dirección a la muchacha–, ¿dónde está el elefante de Windsor? ¡He buscado por todas partes en el parque de Windsor y no he visto ningún elefante!

La muchacha sonrió y empezó a pensar que aquel hombre valía más que sus competidores. Sometiéndose a la extraña costumbre de donación religiosa que priva en los lugares de veraneo, dejó caer dos chelines en el platillo de cobre que había junto al orador. Digno y desinteresado, el vejete del fez rojo no se enteró siquiera de aquel gesto y prosiguió su calurosa aunque oscura argumentación.

––En esta misma localidad tenéis un establecimiento de bebidas llamados ElTuro...

––Querrá decir El Toro –rectificó la muchacha con voz melodiosa.

––Tenéis un establecimiento de bebidas denominado El Turo –repitió el vejete con una especie de cólera abstracta–. ¡Y no me diréis que no es un nombre ridículo!

––Pero señor... –contradijo con suavidad su única oyente.

––¿A santo de qué un turo? –vociferó deformando la palabra con redoblado ahínco–. ¿Qué hace un turo en un establecimiento de bebidas? ¿A quién se le ocurre poner un turo en el jardín de las delicias? ¿Qué falta nos hace un turo cuando podemos ver a las vírgenes con vestidos color de tulipán bailando o escanciando la deslumbrante agua de rosas? Vosotros mismos, amigos míos –y miraba a su alrededor, triunfante, como si se dirigiese a una muchedumbre–, vosotros mismos tenéis un proverbio que dice: “No es prudente introducir un turo en una tienda de porcelana”. Pues no es tampoco prudente meter un turo en una taberna. Esto es clarísimo.

Clavó el quitasol en la arena y después chasqueó los dedos, como quien ha llegado al meollo de la cuestión.

––Es tan claro como la luz del día –declaró solemnemente–, es tan claro como la luz del día que la palabra turo, absolutamente ajena a toda noción agradable o refrescante, no es más que el vocabloturoturo2, que significa ruiseñor en nuestra lengua y que, legítimamente, se ha asociado siempre a todos los lugares frescos y amenos.

Al decir estas palabras su voz alcanzó una vibración de trompeta y sus manos se abrieron de pronto como las hojas de una palmera. Después de esta impresionante demostración, se apoyó gravemente en su quitasol y continuó en tono más moderado:

––Encontraréis esta influencia oriental en la designación de todas vuestras tabernas inglesas. Y no solamente la hallaréis en este dominio, sino en todos los términos relativos a vuestras fiestas y entretenimientos. Pero si hasta el mismísimo nombre de ese líquido traidor que empleáis para fabricar casi todos vuestros licores es un vocablo árabe: ¡alcohol! Es evidente que en él habéis introducido el artículo árabe “Al” como en Alhambra o en álgebra; y no hay que reflexionar mucho para descubrirlo de nuevo en las palabras que designan vuestros lugares de placer como en la cerveza Alsop, en vuestro personaje cómico Ally Sloper3y en vuestro relativamente agradable Albert Memorial. Pero donde sobre todo os daréis cuenta de su presencia es en vuestra fiesta de Navidad que tan erróneamente suponéis derivada de vuestra religión. ¿Qué es lo que decís de ese día: “Quiero un cachito de Francia”, o “Quiero un pedazo de Irlanda”, o “Un pedazo de Escocia”, o “Quiero un poco de España”? ¡Nooo! –y el sonido de su denegación se prolongó como el balido de una cabra–. Decís: “Querría un poco de pavo”, que en inglés llamáisturkey. ¡YTurkeyes el nombre con que también designáis a Turquía, el país de los siervos del Profeta!

Y una vez más abrió los brazos como para invocar al este y al oeste, al cielo y a la tierra. La muchacha, que dirigía su vista y su sonrisa al verde horizonte, aplaudió con sus manos enguantadas. Pero el vejete del fez no había acabado ni mucho menos.

––Quizá me objetaréis... –prosiguió.

––¡Oh, no! –murmuró la joven embelesada–. ¡No objeto nada! ¡No formulo la menor objeción!

––Quizá me objetaréis –continuó implacable el viejo catequista– que algunas de vuestras tabernas y posadas han sido bautizadas de acuerdo con vuestras supersticiones locales. Me diréis sin duda que The Golden Cross (La Cruz de Oro) se halla enfrente de Charing Cross (La Cruz de Charing) y luego me diréis que si King’s Cross (La Cruz del Rey), que si Gerrard’s Cross (La Cruz de Gerrard)... y todas las “cruces” que se ven en los alrededores de Londres. Pero no debéis olvidar –y al llegar a este punto se puso a blandir su quitasol verde como si tuviese la intención de hacer cosquillas a la muchacha–, no debéis olvidar, amigos míos, el número infinito de calles con forma de cuarto creciente o media luna que vosotros llamáiscrescenty que pueden también hallarse en Londres. ¡Denmark Crescent! ¡Mornington Crescent! ¡St. Mark’s Crescent! ¡St. George’s Crescent! ¡Grosvenor Crescent! ¡Regent’s Park Crescent! ¡Y cómo voy a olvidarme de Royal Crescent! ¡Y menos aún de Pelham Crescent! ¡Por todas partes, a diestro y siniestro, se rinde homenaje al símbolo sagrado de la religión del Profeta! Comparad esta superabundancia de medias lunas, que cubre, por no decir que inunda, toda la ciudad, con el tímido despliegue de las cruces que da testimonio de una superstición efímera ante la cual, tiempo ha, tuvisteis la debilidad de inclinaros.

La hora del té estaba próxima y la gente que aún quedaba en la playa se retiraba con prisa. El poniente se tornaba cada vez más claro y se acercaba el momento en que el sol desaparecería detrás del mar como detrás de un muro de cristal. Tal vez la transparencia del cielo y del agua infundía a aquella muchacha, que veía en el mar un inmenso escenario de aventuras y de tragedias, un destello de desesperación. Subía la marea formada por millones y millones de esmeraldas, mientras el sol se hundía, pero el río del absurdo humano seguía fluyendo sin descanso.

––Y soy consciente –continuaba el vejete– de que mi tesis ofrece algunas dificultades y todos los ejemplos no son tan evidentes. Por ejemplo, es a todas luces evidente que un nombre de taberna como Cabeza de Moro es una corrupción de la siguiente verdad histórica: “El moro marcha en cabeza”. Mas no pretenderé que sea tan evidente que El Dragón Verde haya significado primitivamente El Dragomán Verdadero, aunque confío probarlo en un próximo libro. Solamente os diré por ahora que es mucho más probable que para atraer al viajero que va errante por el desierto se adopte el emblema de un guía amistoso y verídico que el de un monstruo devorador. El origen exacto de tales vocablos es a veces difícil de descubrir, como sucede en el nombre de la taberna que conmemora las hazañas de nuestro gran guerrero musulmán, Amir Alí bin Bhoze, nombre que vosotros habéis transformado curiosamente en este otro: Almirante Benbow. A veces la verdad resulta más inaccesible para el que la busca. Por ejemplo, ese establecimiento de bebidas que no está lejos de aquí y que se denomina El Viejo Navío...

La mirada de la muchacha estaba clavada en el horizonte con tanta fijeza como el mismo horizonte, pero la expresión y el color de su semblante cambió de repente. La playa estaba casi desierta; el ateo estaba tan ausente como su propio dios y los curiosos que deseaban descubrir qué es lo que preparaba el hombre de las cajas de cartón habían tenido que retirarse sin resolver el enigma. Solamente la muchacha continuaba apoyada en la barandilla. Su rostro expresaba un interés vivísimo y su cuerpo parecía paralizado.

––Es preciso admitir –balaba entretanto el turco– que la huella de una nomenclatura oriental no resulta obvia en El Viejo Navío. Pero quien busca la verdad de buena fe tiene que ponerse en contacto con los hechos. Por eso, yo le he preguntado al dueño de El Viejo Navío, un tal Mr. Pumf, si no mienten mis notas...

Los labios de la muchacha se estremecieron.

“¡Pobre Hump! –pensó–. Casi le había olvidado. Debe de estar casi tan preocupado como yo. ¡Ojalá este buen hombre no diga demasiadas tonterías sobre él! Preferiría que hablase de otra cosa”.

––Y Mr. Pumf me ha dicho que su taberna había recibido tal nombre en honor de un amigo suyo muy íntimo, un irlandés, capitán de la Armada Real Británica, que dimitió para protestar contra el mal trato infligido a Irlanda. Aunque había abandonado el servicio, conservaba en parte su superstición de marino y deseaba que la taberna de su amigo fuese bautizada con un nombre que recordase su “viejo navío”. Pero como el nombre de su navío era precisamenteReino Unido...

Sería exagerado decir que la oyente del vejete estaba rendida a sus pies pues de hecho estaba a una altura superior en la barandilla, pero no puede negarse que seguía con gran expectación esta parte del discurso. En la vasta soledad de la playa, su voz resonó limpia y cristalina:

––¿Podría decirme el nombre del capitán?

El vejete del quitasol verde se sobresaltó, parpadeó sorprendido y acabó por fijar en ella sus pupilas de búho. Después de haber estado horas y horas hablando como si estuviese dirigiéndose a una multitud, pareció desconcertado al tener que enfrentarse con un auditorio estrictamente singular. En aquel momento podía afirmarse que eran ellos dos las únicas criaturas humanas que había en la playa, e incluso los únicos seres vivos, aparte de las gaviotas. El sol, al ponerse, parecía haber reventado como una naranja cuyo jugo se desparramaba en franjas de rojo intenso por el horizonte. Este resplandor súbito y tardío dejaba sin color el fez rojo y el quitasol verde del vejete, pero su figura sombría, que destacaba sobre el mar y sobre el crepúsculo, permanecía impasible, aunque algo más agitada.

––¿El nombre del capitán? –dijo–. Me parece haber oído que se llamaba Dalroy. Pero lo que yo deseo indicar, lo que yo quiero exponer, es que también en este caso el amante de la verdad puede establecer una relación entre sus ideas y los hechos. Mr. Pumf me contó que ha estado haciendo importantes reformas en su establecimiento para celebrar una fiesta cuando regrese el capitán en cuestión, quien al parecer después de haber servido en una marina de importancia menor, la ha dejado para regresar al país. Y notad, amigos míos –continuó dirigiéndose a las gaviotas–, que el encadenamiento lógico tampoco falla en este punto.

Continuó dirigiéndose a las gaviotas porque la muchacha, después de haberle mirado durante un momento con ojos arrobados y de haberse abalanzado sobre la baranda, le había vuelto la espalda y desaparecía apresuradamente en la penumbra vespertina. Cuando sus pasos dejaron de oírse, no quedaron otros ruidos que el fragor potente, pero sordo, del mar, el grito de las aves marinas y el murmullo del interminable soliloquio.

––¡Notad todos! –continuaba bajo su fez, blandiendo su quitasol con tanta furia que por poco se abre como una bandera verde desplegada, clavándolo después en la arena donde sus antepasados habían levantado tantas veces sus tiendas–. ¡Notad todos este hecho maravilloso! Yo estaba ya atónito, descompuesto y, como decís vosotros, pasmado por la ausencia de todo vestigio oriental en el nombre de El Viejo Navío, cuando al preguntarle a su dueño de qué país volvía el capitán, me contestó solemnemente: “¡De Turquía, de Turquía!”. Del más próximo país de nuestra religión. Ya sé que algunos dicen que no es nuestro país; que nadie sabe de dónde venimos ni cuál es nuestro país. Pero, vengamos de donde vengamos, ¿qué importancia tiene desde el momento que traemos un mensaje del paraíso? Lo traemos al galope de nuestros caballos y por eso no tenemos tiempo de detenernos en parte alguna. Pero este mensaje es el único verdadero, la única creencia que respeta lo que vosotros, en vuestra grandilocuencia, llamaríais la virginidad de la razón humana, que no eleva a otro hombre por encima del Profeta y que respeta la soledad de Dios.

Y de nuevo extendió los brazos, como si se dirigiera a una muchedumbre de millones de personas, totalmente solo en la oscura playa.

II

EL FIN DE LA ISLA DE LOS OLIVOS

El gran dragón marino de cambiantes colores que serpentea alrededor de los continentes como un gigantesco camaleón se mostraba de un verde pálido en torno a las rocas de Pebblewick y de un intenso añil alrededor de las islas Jónicas. Uno de los innumerables islotes de este archipiélago, poco más que una roca en medio de la inmensidad azul, se conocía por el nombre de Isla de los Olivos, no porque fuese pródigo en esta clase de árboles sino porque el capricho combinado del suelo y del clima había hecho crecer dos o tres ejemplares de inusitada altura. Incluso en el pleno ardor de los países meridionales es raro que un olivo sobrepase en altura a un peral pequeño, pero los tres olivos que se erguían como una especie de emblema sobre aquella tierra pelada y estéril podían, si no hubiese sido por su forma, pasar por pinos o alerces del norte. Tenía también que ver con alguna antigua leyenda griega relativa a la diosa Palas, patrona de los olivos, ya que todo aquel mar es la cuna de la primitiva mitología de la Hélade. Desde la terraza de mármol situada bajo los olivos se divisaba el perfil gris de Ítaca.