La tortuga que huía del jaguar - Marta Quintín - E-Book

La tortuga que huía del jaguar E-Book

Marta Quintín

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Beschreibung

Cierta mañana, en una playa del Caribe, aparece muerta una tortuga carey. Dicen que la ha matado un jaguar. Cuando Marilia se entera de la noticia, resuelve misteriosamente que ha llegado la hora de marcharse de casa. Tras de sí deja a la tía Granada, al enigmático Jasón, que pesca sábalos para ella, y después de despedirse del Demonio del Muelle, un ser contrahecho del que todos se burlan en el pueblo, comienza un viaje que la llevará a transitar por exóticos parajes, de los que acaso el más importante sea su propio pasado, la única forma de entender su presente. Así, descubrirá un secreto que la empujará a adoptar la decisión más arriesgada de su vida, en una lucha a muerte entre las dos fuerzas más arrolladoras de la naturaleza humana: el miedo y el deseo.

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Veröffentlichungsjahr: 2019

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Ín­di­ce de con­te­ni­do
Lle­gó el tiem­po en el que…
… En el que los de­mo­nios se des­pi­den
… En el que la suer­te voló con alas de ma­ri­po­sa
… En el que los ojos de hie­lo llo­ran
… En el que les cre­ce el ca­pa­ra­zón a las tor­tu­gas. Y a los ga­tos sal­va­jes, las uñas
… En el que se des­cu­bre y se re­en­cuen­tra
… En el que se vuel­ve
… En el que el des­tino es­ta­ba al prin­ci­pio
… En el que las tor­tu­gas, o es­ca­pan, o las mata el ja­guar
Agra­de­ci­mien­tos

El ju­ra­do del Pre­mio Va­lèn­cia Nova de na­rra­ti­va 2019, con­vo­ca­do por la Ins­ti­tu­ció Al­fons el Mag­nà­nim-Cen­tre Va­len­cià d’Es­tu­dis i d’In­ves­ti­ga­ció, pre­si­di­do por el dipu­tado de Cul­tu­ra de la Dipu­tació de Va­lèn­cia Xa­vier Rius e in­te­gra­do por los es­cri­to­res José Luis Fe­rris, Su­sa­na Her­nán­dez, Fé­lix J. Pal­ma y por la edi­to­ra Eva Ola­ya, en re­pre­sen­ta­ción de Edi­cio­nes Ver­sá­til acuer­da con­ce­der di­cho pre­mio a la no­ve­la La tor­tu­ga que huía del ja­guar, de Mar­ta Quin­tín.

Tí­tu­lo: La tor­tu­ga que huía del ja­guar

© Mar­ta Quin­tín, 2019

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: oc­tu­bre 2019

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2019: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

A los de­mo­nios que es­pe­ran en el mue­lle

1

Llegó el tiempo en el que…

Y en boca de to­dos, en el pue­blo, cun­dió la no­ti­cia de que el ja­guar ha­bía ma­ta­do a la tor­tu­ga. Ese mis­mo día, al en­te­rar­se, Ma­ri­lia se cal­zó las bo­tas de mon­te y dijo que se mar­cha­ba de casa.

—¿Y eso por qué? —le pre­gun­tó Ja­són.

—Por­que lle­gó el tiem­po en que los ja­gua­res ma­tan a las tor­tu­gas —res­pon­dió ella.

La cara de Ja­són re­fle­jó que no lo en­ten­día, pero poco a poco, la man­dí­bu­la se le re­la­jó y se le des­col­gó, ca­be­cean­do en un asen­ti­mien­to de clau­di­ca­ción. Sin em­bar­go, an­tes de irse, Ma­ri­lia qui­so com­pro­bar por sí mis­ma que era cier­to lo que las gen­tes con­ta­ban. Con las bo­tas de mon­te pues­tas, se di­ri­gió a la pla­ya y la re­co­rrió du­ran­te un buen tre­cho. Has­ta que por fin la vio. Ro­dea­da por un nu­ba­rrón de zo­pi­lo­tes[1] que hur­ga­ban en su car­ne y que al­za­ron el vue­lo en­tre graz­ni­dos de pro­tes­ta cuan­do ella los dis­per­só.

La tor­tu­ga ca­rey se en­con­tra­ba boca arri­ba, con su acuar­te­la­da pan­za de plá­tano duro pu­drién­do­se al sol. La des­ven­ci­ja­da ca­be­za, ape­nas uni­da to­da­vía al cuer­po por una tira de piel pol­vo­rien­ta y grue­sa, de pe­lle­jo que se arro­lla­ba y se que­bra­ba como el per­ga­mino. Ma­ri­lia se ima­gi­nó al ga­ta­zo que esa no­che ha­bía sa­li­do a la pla­ya, trai­dor y si­gi­lo­so: una som­bra más. Cómo se ha­bía apro­xi­ma­do a la tor­tu­ga, cómo se ha­bía aba­lan­za­do so­bre ella, cómo le ha­bía des­ga­rra­do el cue­llo con sus uñas. Un es­ca­lo­frío la es­tre­me­ció. Ella me­tió las ma­nos bajo el ca­pa­ra­zón, y la vol­teó, para po­ner­la tri­pa aba­jo. Al ha­cer­lo, el en­jam­bre de mos­cas que ron­da­ba la ca­be­za se apar­tó un tan­ti­to, y un re­gue­ro de san­gre co­bri­za manó de al­gún pun­to del so­ber­bio cuer­po he­ri­do y se pre­ci­pi­tó a de­jar su mues­ca en la are­na de la pla­ya, abrién­do­se ca­mino ha­cia el mar.

Ma­ri­lia la con­tem­pló así, tal como ha­bía que­da­do tras caer con un es­tam­pi­do sor­do y seco. Per­fec­ta­men­te in­mó­vil, tal como ha­bría de es­tar­lo por siem­pre en lo su­ce­si­vo. Solo en­ton­ces se dio la vuel­ta y se fue, por­que no ha­bía nada más que ver allí. A su es­pal­da, los zo­pi­lo­tes re­gre­sa­ron des­de las cer­ca­nas co­pas de los al­men­dros en los que ha­bían bus­ca­do re­fu­gio ante la irrup­ción de la in­tru­sa, úni­ca­men­te para cons­ta­tar de­sola­dos que el fes­tín del que ha­bían es­ta­do go­zan­do sin es­tor­bo has­ta ese mo­men­to se ha­lla­ba aho­ra fue­ra de su al­can­ce, pro­te­gi­do bajo un ca­pa­ra­zón in­sos­la­ya­ble.

Cuan­do Ma­ri­lia lle­gó a su casa, anun­ció des­de la puer­ta:

—En efec­to. El ja­guar mató a la tor­tu­ga. Así pues, me mar­cho. No ten­go más re­me­dio.

La vie­ja tía Gra­na­da, que ha­cía cal­ce­ta en un rin­cón del cha­mi­zo, asin­tió para sí sin si­quie­ra mi­rar­la. Su cana ca­be­za era una efi­gie re­sig­na­da. Ja­són dejó de lim­piar el sá­ba­lo[2] y se secó la fren­te em­pu­ñan­do aún el cu­chi­llo.

—¿Es­tás se­gu­ra?

—Como de que el sol sal­drá ma­ña­na.

—Pues yo no lo en­tien­do.

—Ja­són, el ja­guar mató a una tor­tu­ga. ¿Para qué voy a que­dar­me? ¿Para ser tes­ti­go de cómo las des­pe­da­za a to­das, una tras otra?

—Que vos mar­chés no im­pe­di­rá que las siga ma­tan­do.

—Sí, si me voy para ma­tar­lo yo a él.

—Vos no vas a ha­cer tal cosa —re­pli­có Ja­són, echán­do­le para atrás la ocu­rren­cia, me­nean­do la ca­be­za y frun­cien­do los la­bios con una pun­ta de mofa, al tiem­po que la apun­ta­ba con el lar­go cu­chi­llo de lim­piar sá­ba­los.

Ma­ri­lia bajó la mi­ra­da, para en­te­rrar­la un mo­men­to en sus bo­tas de mon­te.

—Es cier­to —re­co­no­ció con pe­sa­dum­bre—. No lo ma­ta­ré. Pero aun así…

—¿Qué?

—Que tie­ne que ha­cer­lo. Irse. Por­que esta niña na­ció del fue­go, qui­so vi­vir fe­liz en el agua, pero ha de vol­ver a la tie­rra. Esto es así y no pue­de cam­biar­se —ter­ció la tía Gra­na­da des­de su rin­cón.

Los tres per­ma­ne­cie­ron en­ton­ces en si­len­cio, sin­tien­do por pri­me­ra vez la hu­me­dad fría de la ha­bi­ta­ción. Has­ta que Ma­ri­lia rom­pió de nue­vo a ha­blar.

—Ja­són, sa­bía que tar­de o tem­prano me mar­cha­ría. Lo sabe des­de el día en que nos co­no­ci­mos.

Y am­bos, aun­que en dos ver­sio­nes di­fe­ren­tes, cons­trui­das cada una por me­mo­rias úni­cas e in­trans­fe­ri­bles, evo­ca­ron aque­lla no­che en la que Ma­ri­lia sa­lió des­nu­da de en­tre las olas en­cres­pa­das del Ca­ri­be, que en Tor­tu­gue­ro se com­por­ta como el más fe­roz de los ma­res. Allí se iba a ba­ñar la mu­cha­cha to­dos los días, en el oca­so. Si se atre­vía con aque­llas olas, se de­bía a que ella no era me­nos fie­ra: po­tran­ca de coco, la más in­dó­mi­ta y ce­rre­ra de aque­llos con­tor­nos. Des­gre­ña­da, de mi­ra­da ar­dien­te, y con unas nal­gas que, en lo le­van­tis­cas, solo po­dían igua­lar­se a su ca­rác­ter. A ella fue a quien di­vi­só Ja­són, que lle­va­ba toda la tar­de pes­can­do en la ori­lla, sin pes­car suer­te nin­gu­na.

—Pura vida —le dijo él.

—Pura vida —con­tes­tó ella.

Si­guió ca­mi­nan­do Ma­ri­lia por el filo de la are­na, de­ján­do­se la­mer los pies por la sa­li­va es­pu­mo­sa del mar. Se ale­ja­ba de allí sin ape­la­ción po­si­ble, re­cor­tan­do su si­lue­ta or­gu­llo­sa en la pe­num­bra. Ja­són aban­do­nó la ces­ta y los per­tre­chos, y co­rrió tras ella. Cuan­do la al­can­zó, le tocó en el hom­bro para que se vol­vie­ra. Ma­ri­lia lo hizo, sin cui­dar­se de ocul­tar su cuer­po guar­ne­ci­do de go­tas atlán­ti­cas,[3] a las que la fos­fo­res­cen­cia de la luna ya co­men­za­ba a arran­car des­te­llos. Bri­lla­ban es­pe­cial­men­te allí en su pu­bis, en­sor­ti­jan­do aún más su ve­llo cres­po. Ella le miró con sus ojos hon­dos y bes­tia­les, sin de­cir nada.

—Quie­ro ir con vos —le ex­pli­có Ja­són sin alien­to—. Lle­va­me a vues­tra casa, a don­de vi­vás. Yo pes­co, ¿sa­bés? Pes­co sá­ba­los. En ade­lan­te, los cap­tu­ra­ré y los lim­pia­ré para vos.

—¿Por qué?

—Por­que sos la mu­jer más her­mo­sa que sa­lió nun­ca del mar.

Ma­ri­lia se en­co­gió de hom­bros.

—Haga lo que gus­te. Ven­ga con­mi­go a casa si es su de­seo. Pes­que para mí si es lo que quie­re. Pero des­de ya le ad­vier­to dos co­sas. La pri­me­ra, que no po­drá go­zar­me. La se­gun­da, que el día en que los ja­gua­res co­mien­cen a ma­tar a las tor­tu­gas, aban­do­na­ré mi casa y no po­drá se­guir­me. Esas son las con­di­cio­nes. ¿Está de acuer­do?

Ja­són lo pen­só un ins­tan­te y asin­tió. Vol­vió adon­de ha­bía de­ja­do sus bár­tu­los de pes­ca para re­co­ger­los, y lue­go, hubo de co­rrer tras Ma­ri­lia, por­que esta ha­bía con­ti­nua­do su ca­mino, sin es­pe­rar­le.

An­dan­do dos pa­sos por de­trás de ella, lle­ga­ron al cha­mi­zo don­de vi­vía, al bor­de de la pla­ya, al bor­de de la sel­va. La vie­ja tía Gra­na­da es­ta­ba den­tro, re­mo­vien­do el arroz y los fri­jo­les en un pu­che­ro. Cu­brió el cuer­po de la jo­ven, aún des­nu­do, con un echar­pe li­viano. A pe­sar de él, to­da­vía se trans­pa­ren­ta­ban sus pe­zo­nes de co­ral ru­go­so y eri­za­do. La besó en la ca­be­za.

—Si in­sis­tís en vi­vir en cue­ros, te vas a res­friar, Lía. Y este, ¿quién es?

La bar­bi­lla pun­tia­gu­da de la an­cia­na se­ña­la­ba di­rec­ta­men­te al pe­cho del hom­bre, con más cu­rio­si­dad que re­ce­lo.

—¿Cómo se lla­ma us­ted? —le pre­gun­tó en­ton­ces Ma­ri­lia a Ja­són.

Él se lo dijo. Ella asin­tió.

—Va a vi­vir con no­so­tras. Es pes­ca­dor.

La tía Gra­na­da le dio de ce­nar, y los tres co­mie­ron sin ha­cer­se mu­chas pre­gun­tas. Solo días des­pués, Ja­són se atre­vió a for­mu­lar­le una a Ma­ri­lia.

—¿Pue­do lla­mar­te Lía? Como hace la tía Gra­na­da.

—Ni lo in­ten­te —le con­tes­tó ella.

Lo que tam­po­co de­be­ría ha­ber in­ten­ta­do nun­ca es que­bran­tar la pri­me­ra con­di­ción que Ma­ri­lia ha­bía exi­gi­do cuan­do fir­ma­ron aquel con­tra­to im­pro­vi­sa­do a ori­llas de un Ca­ri­be ar­gen­ta­do por la luna lle­na. Ja­són tra­tó de con­tra­ve­nir­lo otra no­che, esta mu­cho más os­cu­ra que aque­lla, des­li­zán­do­se como una ser­pien­te ter­cio­pe­lo por el sue­lo de tie­rra so­bre el que los tres dor­mían. Se apro­xi­mó a Ma­ri­lia, que res­pi­ra­ba sua­ve­men­te; bus­có a tien­tas su pu­bis ri­za­do, y aca­ri­ció uno de sus pe­chos mo­re­nos y er­gui­dos. Al no­tar el con­tac­to de la mano de Ja­són so­bre ellos, Ma­ri­lia abrió los ojos, lo miró a él has­ta el fon­do de los su­yos, per­ma­ne­ció to­tal­men­te quie­ta du­ran­te un se­gun­do, que Ja­són apro­ve­chó para li­be­rar su pene con una son­ri­sa sa­tis­fe­cha, ante lo que in­ter­pre­tó como una aquies­cen­cia de ella. En­ton­ces, Ma­ri­lia, en lo que dura un pes­ta­ñeo, alar­gó el bra­zo ha­cia sus bo­tas de mon­te, y ex­tra­jo un pu­ña­li­to con em­pu­ña­du­ra de ca­rey de la del pie iz­quier­do. El arma no tar­dó ni lo que un ale­teo de co­li­brí en ha­llar­se con­tra la gar­gan­ta de Ja­són.

—Un mo­vi­mien­to más y le cor­to el cue­llo. Este es el pri­mer avi­so. No ha­brá un se­gun­do. La pró­xi­ma vez que lo in­ten­te, le ma­ta­ré. Ya se lo dije cuan­do nos co­no­ci­mos. Que ja­más in­ten­ta­ra po­seer­me. No me haga re­pe­tír­se­lo.

Ja­són se ha­bía se­pa­ra­do poco a poco de ella, muy des­pa­ci­to, mos­tran­do las pal­mas de sus ma­nos, con su ver­ga de ca­ra­me­lo os­cu­ro go­tean­do una vana pro­me­sa.

—No sos la pri­me­ra hem­bra que me ame­na­za por la cu­le­bra que está viva en­tre mis pier­nas, ¿sa­bés? —le dijo él en un su­su­rro den­so—. La pri­me­ra vez que me mas­tur­bé, acu­dí a mi ma­dre, lleno de mie­do, por esa sen­sa­ción que se me ha­bía des­bo­ca­do en el miem­bro de re­pen­te y que se ha­bía apo­de­ra­do de mí, como si fue­ra un dia­blo, re­co­rrién­do­me el es­pi­na­zo y sa­lién­do­me como un gozo por la boca. Yo te­nía once años y me pre­sen­té ante ella, que es­ta­ba re­zan­do una no­ve­na. Me paré de­lan­te de mi ma­dre con las ma­nos man­cha­das de mi pri­me­ra se­mi­lla, di­cién­do­le que no sa­bía lo que me ocu­rría, pero que ha­bía san­gra­do una san­gre blan­ca, y que tal vez fue­ra a mo­rir­me si no me exa­mi­na­ba un doc­tor. Pen­sa­ba de ver­dad que ella se preo­cu­pa­ría, que me abra­za­ría o que qui­zás me tran­qui­li­za­ra. Pero, en vez de eso, se le­van­tó fu­rio­sa de la si­lla en la que re­za­ba, tomó una vara que ha­bía apo­ya­da con­tra la pa­red, y em­pe­zó a dar­me ver­ga­ja­zos, re­pi­tien­do a gri­tos que eso no era san­gre. Que era ve­neno, y que cui­da­se de no de­rra­mar­lo si no que­ría atraer ma­les so­bre mí y toda mi casa. Me dejó la es­pal­da mar­ca­da y el te­rror en el alma. Aun así, aquel pla­cer que aca­ba­ba de des­cu­brir fue más fuer­te que el mie­do al ve­neno de la cu­le­bra. Y por eso vine de­san­grán­do­me poco a poco de esta san­gre blan­ca has­ta el día de hoy. Por mu­cho que le pe­sa­ra a mi ma­dre, o que te pese a vos.

—Bueno, pues pro­cu­re que no me sal­pi­que la san­gre blan­ca, o de lo con­tra­rio, tam­bién se de­san­gra­rá de la roja.

In­ter­cam­bia­das es­tas pa­la­bras, cada uno vol­vió a ao­vi­llar­se en su es­te­ra y dur­mie­ron el res­to de la no­che. Al día si­guien­te, mien­tras ser­vía el desa­yuno, la tía Gra­na­da les dio jo­vial­men­te los bue­nos días.

—Me pa­re­ció oír, Lía, que vos ano­che tra­tas­te de ma­tar a Ja­són.

—Él lo bus­có, bus­can­do lo que no de­bía.

—Pues, Ja­són, mo­rir no es agra­da­ble, ¿ver­dad? Aun­que… ¡quién pu­die­ra mo­rir en­ve­ne­na­do to­dos los días! ¡Muer­te dul­ce es esa! —re­ma­tó la tía Gra­na­da, gui­ñan­do un ojo pí­ca­ro.

De este modo, Ma­ri­lia im­pi­dió que Ja­són in­frin­gie­se la pri­me­ra cláu­su­la de su acuer­do, y aho­ra ella pen­sa­ba cum­plir la se­gun­da, di­cien­do sim­ple­men­te: «El ja­guar mató a la tor­tu­ga y me voy de casa», con las bo­tas de mon­te pues­tas y la mano po­sa­da ya en la ma­ni­ja de la puer­ta, más que dis­pues­ta a des­apa­re­cer por el um­bral.

En­ton­ces, Ja­són aban­do­nó el ta­bu­re­te en el que ha­bía es­ta­do lim­pian­do el sá­ba­lo has­ta ese mo­men­to, y se acer­có a ella, con el cu­chi­llo de­pues­to, pero sin sol­tar­lo.

—Mar­chá. Mar­chá si es lo que sen­tís que te­nés que ha­cer. Pero aho­ra soy yo quien te ad­vier­te a vos. Pu­die­ra ser que el día que de­ci­dás re­gre­sar, yo ya no esté. Que no me haya que­da­do a es­pe­rar. Mar­chá sa­bien­do que asu­mís ese ries­go.

Ma­ri­lia con­vir­tió la lí­nea de su boca en un sim­ple tra­zo de con­for­mi­dad.

—Por su­pues­to. Us­ted es li­bre de an­dar por don­de le plaz­ca. Nada le ata a mi casa. Pue­de que­dar­se aquí en mi au­sen­cia, pero tam­bién de­jar­la cuan­do así le pa­rez­ca. Ja­más le pe­di­ría lo con­tra­rio. No me asis­te nin­gún de­re­cho a ha­cer­lo.

—Está bien, en ese caso —con­clu­yó Ja­són.

Ma­ri­lia se acer­có a la tía Gra­na­da para be­sar con res­pe­to sus blan­cos ca­be­llos de ne­gra can­sa­da. La an­cia­na le tomó las ma­nos con un­ción.

—Vos sa­bés lo que te ha­cés, ¿ver­dad?

—Eso creo —re­pli­có Ma­ri­lia, con una son­ri­sa for­za­da.

—Es­pe­ro de ve­ras que lo se­pás, por­que me de­jás aquí muy sola.

—Us­ted nun­ca va a es­tar sola, tía Gra­na­da.

—Más bien al re­vés. Siem­pre es­tu­ve sola. Pa­re­ce mi sino. De esas co­sas que no cam­bian nun­ca. De esas que son siem­pre el mis­mo cuen­to. En con­ta­dos ra­ti­cos de mi vida, creí que se me cor­ta­ba la ra­cha de la so­le­dad, pero no fue­ron más que es­pe­jis­mos. Al fi­nal, la ca­bra siem­pre tira al mon­te. Y la so­le­dad re­cla­ma a sus va­sa­llos. No se ol­vi­da de nin­guno, y a nin­guno per­do­na. Y yo debo vol­ver a pa­gar­le los diez­mos.

—Pero ¿de qué ha­bla us­ted, tía Gra­na­da?

—Lo que sa­bés muy bien, m’hija. A vos tam­po­co te re­sul­ta ajeno ese va­sa­lla­je. Tam­bién te me que­das­te bien so­li­ti­ca cuan­do ocu­rrió lo de tus pa­dres. ¡Ay, se­ñor! —ex­cla­mó—. Si es que la vida es una ser­pien­te que te pue­de pi­car en cual­quier mo­men­to. Mil ve­ces mal­di­ta su ca­be­za y sus col­mi­llos y toda su es­tir­pe.

Y mien­tras la tía Gra­na­da se des­ha­cía en mal­di­cio­nes, a la me­mo­ria de Ma­ri­lia re­tor­na­ron aque­llos días en los que sus pa­dres ca­ye­ron en­fer­mos de fie­bre ama­ri­lla, allá en La For­tu­na, don­de ella na­ció hace un cuar­to de si­glo. Ma­ri­lia vino al mun­do cuan­do la en­tra­da en erup­ción del Are­nal, que lle­va­ba mi­le­nios dor­mi­do, ha­cién­do­se pa­sar por mero ce­rro. A par­tir de en­ton­ces, tras lle­var­se por de­lan­te Pue­blo Nue­vo, co­men­zó a ser co­no­ci­do como el vol­cán que en reali­dad siem­pre fue, y Ma­ri­lia cre­ció a sus pies. «Esta niña na­ció del fue­go», re­pe­tía la tía Gra­na­da, que vi­vía en la casa con­ti­gua a la de los pa­dres de Ma­ri­lia, la pe­que­ña Lía, como acos­tum­bra­ba a lla­mar­la des­de que era un bebé do­ra­do de bron­ce y miel.

En aque­lla casa de ta­blas ver­de li­món, de ma­de­ra de bal­sa y te­ja­do de cha­pa, en la que el agua de llu­via se re­co­gía en un ca­na­lón y se ver­tía en el pa­tio ja­lan­do de una cuer­da, la niña Lía, na­ci­da del fue­go del vol­cán Are­nal, apren­dió el idio­ma de los ma­le­ku y sa­lu­da­ba a to­dos los ve­ci­nos gri­tan­do: «¡Kapi, kapi!», con una ale­gría sin má­cu­la ni bo­rrón, como si los ama­se a to­dos. Tam­bién bai­la­ba des­nu­da por las ca­lles y co­rría por la sel­va imi­tan­do a los mo­nos au­lla­do­res y arran­can­do las vai­nas del ár­bol del ca­cao. Era afor­tu­na­da en un pue­blo que lle­va­ba por nom­bre La For­tu­na. Por eso, to­dos se sor­pren­die­ron cuan­do el cha­mán de los ma­le­ku, el tafa, quien de cuan­do en cuan­do aban­do­na­ba su pa­len­que para vi­si­tar la po­bla­ción y apro­vi­sio­nar­se de al­gu­nos ví­ve­res, aga­rró a la niña fla­mí­ge­ra y fe­liz que brin­ca­ba por la ca­lle prin­ci­pal, la miró a los ojos un mo­men­to que se hizo eterno y, de­lan­te de to­dos, pro­cla­mó:

—El ani­mal pro­tec­tor de esta chi­qui­ta es la tor­tu­ga. Por­que va a pre­ci­sar de un ca­pa­ra­zón fuer­te para pro­te­ger­se de to­das las des­gra­cias que cae­rán so­bre ella. Aun­que no tan­to como para pro­te­ger­se de sí mis­ma.

To­dos los cir­cuns­tan­tes mur­mu­ra­ron, con la duda y un in­ci­pien­te ho­rror ins­ta­la­dos en la voz. Dado que los pa­dres de Ma­ri­lia eran apre­cia­dos y que­ri­dos en La For­tu­na, no fal­tó quien ahu­yen­ta­se al ma­le­ku bajo la acu­sa­ción de por­tar el mal de ojo.

—¡Fue­ra de aquí, ago­re­ro! Llé­ve­se a su bos­que los ma­los pre­sa­gios, ¡y dé­je­nos vi­vir en paz!

A pe­sar de la bo­rras­ca de pie­dras que cayó so­bre él, el tafa per­dió unos va­lio­sos se­gun­dos en en­tre­gar a la pe­que­ña Ma­ri­lia una ta­lla con for­ma de ma­ri­po­sa azul.

—Es una fufu, trae suer­te. Con­sér­ve­la, pe­que­ña, que pue­de que la ne­ce­si­te.

La niña Lía na­ci­da del fue­go así lo hizo, por­que era des­pier­ta y no des­pre­cia­ba la sa­bi­du­ría de los de­más. Pero de nada le sir­vió esta pru­den­cia, ya que, al poco tiem­po, al cum­plir ella diez años, sus pa­dres con­tra­je­ron la fie­bre ama­ri­lla. De­cían que la en­fer­me­dad la cau­sa­ba un mos­qui­to. Y a se­me­jan­te cul­pa­ble no se le po­día apre­sar ni ajus­ti­ciar­lo por sus fe­lo­nías. Ni si­quie­ra lo pudo ven­cer la fufu, la ma­ri­po­sa azul. Pese a que Ma­ri­lia guar­da­ba la ta­lla con­tra el pe­cho y se la apre­ta­ba al pun­to de hin­cár­se­la en la car­ne y ha­cer­se daño, sus pa­dres mu­rie­ron una ma­ña­na en la que una llu­via man­sa se de­rra­ma­ba so­bre La For­tu­na y lle­na­ba el ca­na­lón de la casa de ta­blas ver­de li­món has­ta des­bor­dar­lo. Can­tó el ga­llo en el pa­tio y mu­rió la ma­dre, Án­ge­la. Dos ho­ras des­pués, ex­pi­ra­ba el pa­dre, Nés­tor. Gra­na­da, la ve­ci­na, adop­tó por su cuen­ta y ries­go la ta­rea de cu­brir los ros­tros yer­tos con la mor­ta­ja, de echar so­bre su ca­be­za la man­ti­lla del luto, y de sa­car de la sala la ba­ci­ni­lla, para va­ciar­la en el re­ga­to que dis­cu­rría fue­ra y lim­piar­la de aquel vó­mi­to ne­gro, de aque­lla amal­ga­ma de san­gre coa­gu­la­da, que les ha­bía la­mi­na­do las en­tra­ñas a los dos muer­tos.

—Pe­que­ña Lía, tus pa­pás ya no es­tán. Par­tie­ron de este mun­do.

Eso es lo que le dijo a Ma­ri­lia cuan­do la des­per­tó en su al­co­ba y esta aso­mó la ca­be­ci­ta des­pei­na­da de en­tre los co­ber­to­res, hú­me­dos de ro­cío y de ma­dru­ga­da.

—¿Ya se fue­ron? —pre­gun­tó con su voz de niña in­cré­du­la.

—Ya se fue­ron —co­rro­bo­ró Gra­na­da.

La pe­que­ña Lía la mi­ra­ba con los ojos muy abier­tos, co­gi­dos por un asom­bro sin piel. Unos ojos que en aquel mo­men­to pa­re­cían de cris­tal, todo pu­pi­la tier­na, que ame­na­za­ba con rom­per­se en ob­si­dia­na lí­qui­da.

—¿Pero ya? ¿Está se­gu­ra? ¿Tan pron­to?

—Se­gu­ro, m’hija. Ya se te mar­cha­ron. Y nada se pue­de ha­cer. Bueno, sí. Re­zar y llo­rar­los. El cie­lo llo­ró. No paró de llo­ver en toda la no­che.

Ma­ri­lia se re­vol­vió ante aquel con­sue­lo. Se me­tió de­ba­jo de los co­ber­to­res, como si tra­ta­se de es­ca­par de lo in­de­le­ble: aque­llo que ya sa­bía, lo que ya la ha­bía al­can­za­do. En­te­rró el ros­tro en la al­moha­da, apre­tó los pu­ños di­mi­nu­tos has­ta em­blan­que­cer­se los nu­di­llos y se do­bló so­bre sí mis­ma, de ro­di­llas. Res­tre­gó la ca­be­za, ras­pán­do­se la fren­te, y en­ton­ces se in­cor­po­ró brus­ca­men­te, como el sur­ti­dor de una ba­lle­na que ho­ra­da la su­per­fi­cie del océano, za­fán­do­se así de la fra­za­da, que sa­lió vo­lan­do. Sal­tó de la cama, se paró de­lan­te de Gra­na­da, apar­tán­do­la con de­li­ca­de­za para que la de­ja­se pa­sar por el hue­co de la puer­ta, de­ma­sia­do es­tre­cha para las dos; y, una vez en el ex­te­rior, se di­ri­gió a zan­ca­das fir­mes ha­cia la sel­va. Cuan­do se en­con­tró fue­ra de los do­mi­nios de cual­quier vis­ta hu­ma­na, prin­ci­pió a co­rrer. Se em­ba­ló en una ca­rre­ra des­bo­ca­da, sin pro­pó­si­to, que pre­su­mía no te­ner fin. Sus pier­nas fla­cas pa­re­cían alas de li­bé­lu­la, de tan rá­pi­do como se mo­vían. El alien­to lo di­la­pi­da­ba a pu­ña­dos, a bo­ca­na­das ma­ni­rro­tas. La fa­ti­ga la apu­ña­la­ba allí don­de se en­sam­bla­ban sus cos­ti­llas, pero ni lo sen­tía ni le im­por­ta­ba. Solo co­rría, es­po­lea­da por el puro te­rror. Lo no­ta­ba en su co­go­te, mor­dién­do­le los ta­lo­nes, a pun­to de aga­rrar­la con unas te­na­zas muy frías. A ella, a la niña a la que na­cer del fue­go no le ha­bía ser­vi­do para nada. Co­rría y co­rría. Y co­rría y co­rría. Sin dar­se una tre­gua. No po­día per­mi­tir que la atra­pa­ran. Solo el Ta­ba­cón fue ca­paz de de­te­ner su hui­da. Par­tía la tie­rra en dos, con su cau­dal de sa­via ca­lien­te. Ma­ri­lia no sa­bía a cien­cia cier­ta si ese era el mo­ti­vo es­con­di­do, y re­pen­ti­na­men­te re­ve­la­do, por el que se ha­bía pues­to a co­rrer has­ta lle­gar allí, o si la idea ha­bía na­ci­do de pron­to, al ca­lor de las aguas ter­ma­les del río, pero para el caso fue lo mis­mo: ex­tra­jo de la fal­tri­que­ra en que la lle­va­ba la fufu, la ma­ri­po­sa azul, inane y ven­ci­da. Sin pa­rar­se a mi­rar­la, la arro­jó con to­das sus fuer­zas y con toda su ra­bia a las fau­ces del Ta­ba­cón, y con­tem­pló, sin sen­tir a cam­bio nin­gún ali­vio, cómo la co­rrien­te se apo­de­ra­ba de ella y la arras­tra­ba le­jos de allí.

—¡Adiós, ma­ri­po­sa! ¡Vá­ya­se! ¡Ya no la ne­ce­si­to! ¡Vá­ya­se, des­gra­cia­da! Vá­ya­se, que yo sa­bré vi­vir sin us­ted…

Y la pe­que­ña Lía se que­bró en llan­to. Ese día, a ori­llas de aquel río, le sa­lió un ca­pa­ra­zón de tor­tu­ga.

La len­gua bí­fi­da de aque­llos re­cuer­dos tris­tes de in­fan­cia de­mo­rán­do­se en su nuca hizo que Ma­ri­lia se es­tre­me­cie­ra, y la con­ven­ció de que te­nía que mar­char­se de allí cuan­to an­tes, no fue­ran a aplas­tar­la.

—Me voy, tía Gra­na­da. No va a es­tar sola. Ja­són la acom­pa­ña­rá y…

—Eso no es se­gu­ro. No pue­do ga­ran­ti­zar el tiem­po que me voy a que­dar —la in­te­rrum­pió él.

Ma­ri­lia le de­di­có una mi­ra­da com­pac­ta y dura como una nuez, y lue­go, le hizo caso omi­so.

—Y aun­que así no fue­ra, us­ted ya sabe es­tar sola, ¿ver­dad? Lo es­tu­vo an­tes y no tie­ne mie­do a es­tar­lo de nue­vo, ¿o me equi­vo­co?

—No, m’hija. Sim­ple­men­te per­dí la cos­tum­bre, pero es sen­ci­llo vol­ver a lo que ya se co­no­ció una vez. Una cuen­ta con la ven­ta­ja de que ya sabe el ca­mino.

—Me voy tran­qui­la, en­ton­ces. De to­dos mo­dos, creo que re­gre­sa­ré. No lo pro­me­to, por­que ig­no­ro si voy a po­der cum­plir­lo, pero esa es mi in­ten­ción.

—Pues que a esa in­ten­ción todo le sea pro­pi­cio —dijo la tía Gra­na­da, re­fren­dan­do el pro­yec­to con esta ben­di­ción y sa­lien­do del cha­mi­zo, para evi­tar­se alar­gar y com­pli­car la des­pe­di­da.

Ma­ri­lia se vol­vió en­ton­ces ha­cia Ja­són y bar­bo­tó un:

—Bueno…

—Sí. Lo sé. Que vos te mar­chás.

—Pues yo no sé qué más de­cir­le a us­ted. Tal vez que, aun­que no esté obli­ga­do a que­dar­se, mien­tras per­ma­nez­ca aquí, se­ría bueno que si­guie­se pes­can­do y cui­dan­do bien a la tía. Ella le aco­gió sin de­man­dar­le nada y, si no es un in­gra­to, de­be­ría re­cor­dar­lo. Así como que yo nun­ca le pedí nada, pero que le agra­dez­co lo que me dio. Us­ted es bien raro. Un mis­te­rio. Pero en fin… que no nos de­be­mos nada. Te­ne­mos his­to­rias di­fe­ren­tes, que no tie­nen por qué con­tar­se jun­tas. So­mos li­bres los dos. Nos en­con­tra­mos, quién sabe por qué, y aho­ra nos per­de­mos y…

—¿Me vas a echar de me­nos?

La más­ca­ra que ha­bía pues­ta en el sem­blan­te de Ma­ri­lia res­pon­dió:

—No lo sé. Eso solo el tiem­po lo sabe. Él lo dirá. Pero no lo creo. No obs­tan­te, se lo co­mu­ni­ca­ré la pró­xi­ma vez que le vea.

—¿Das por su­pues­to que vol­ve­re­mos a ver­nos? Yo sí creo algo: que eso es mu­cho su­po­ner. Y que, en este caso, tam­bién es el tiem­po el úni­co con ca­pa­ci­dad para de­cir­lo.

Ma­ri­lia a esto nada con­tes­tó, y ex­ten­dió la mano para es­tre­char la de Ja­són. Sus de­dos hol­ga­ron en los su­yos du­ran­te un se­gun­do más de lo ne­ce­sa­rio, y lue­go, en un ins­tan­te, lo sol­tó. Ya se ha­lla­ba ella en el qui­cio de la puer­ta cuan­do notó que su mano vol­vía a es­tar pre­sa, re­te­ni­da. Se giró con mi­ra­da in­te­rro­gan­te, pero nada pudo ver ni in­te­rro­gar, por­que su cara se topó de bru­ces con la de él. Su boca cayó re­co­gi­da en la suya, y la len­gua de Ja­són la bus­có, en­tre­abrién­do­le, dies­tra y tur­gen­te, los la­bios. Sus na­ri­ces en­ca­ja­ban como dos es­pa­das cru­za­das, y sus fren­tes se sos­te­nían la una a la otra. Las len­guas se en­con­tra­ron. El beso fue como un agua­ce­ro en la épo­ca del mon­zón. Él ex­plo­ra­ba a Ma­ri­lia, que per­ma­ne­cía in­mó­vil, de­ján­do­se li­bar y en­vol­ver. Has­ta que cesó, y am­bos se que­da­ron quie­tos, aguan­tán­do­se las res­pi­ra­cio­nes, sin­tien­do las pie­les mu­tuas, en­tre­ve­ran­do los alien­tos. Un mo­men­to he­cho fó­sil, cap­tu­ra­do y lis­to para so­por­tar la eter­ni­dad.

—Cui­da­te, Lía.

—La pró­xi­ma vez que nos vea­mos, re­cuer­de por fa­vor que no le con­sien­to que me lla­me así. Soy Ma­ri­lia para us­ted.

Y se se­pa­ra­ron. Ella se mar­chó por fin, ce­rran­do a su es­pal­da la puer­ta del cha­mi­zo.

[1]. Zo­pi­lo­te: Ave ra­paz diur­na que se ali­men­ta de ca­rro­ña. (N. de la E.)

[2]. Sá­ba­lo: Pez te­leós­teo de la mis­ma es­pe­cie que la sar­di­na. (N. de la E.)

[3]. El mar Ca­ri­be es un mar abier­to en el océano Atlán­ti­co tro­pi­cal. (N. de la A.)

2

… En el que los demonios se despiden

An­da­ba li­ge­ra ha­cia el mue­lle, con las me­ji­llas es­pon­ja­das y ro­jas como bro­me­lias. El aire sa­lo­bre le ahue­ca­ba las fo­sas na­sa­les. Cada uno de sus pa­sos se sen­tía más va­po­ro­so que el an­te­rior, sin que lo las­tra­ran las bo­tas de mon­te, ni el cu­chi­lli­to de ca­rey que ha­bía he­cho de la del pie iz­quier­do su ma­dri­gue­ra.

Lle­gó a la ca­lle prin­ci­pal del pue­blo. Es­ta­ba con­cu­rri­da a esa hora del me­dio­día. Unos ni­ños de ca­ne­la se per­se­guían en­tre ri­sas y gri­tos agu­dos. Los pe­rros tro­ta­ban en com­ple­ta paz, de­ján­do­se aca­ri­ciar por unos y pi­dien­do ali­men­to a otros. En la soda[4] de la es­qui­na, aco­da­dos en la mesa, dos hom­bres be­bían: el uno, cer­ve­za; el otro, una pipa[5], su­mi­dos en un apla­ta­na­mien­to ab­so­lu­to. Chis­po­rro­tea­ba una ra­dio en la ba­rra, don­de la due­ña de ca­be­llo tren­za­do pre­pa­ra­ba jugo de gua­ya­ba, y al zum­bi­do res­pon­día en per­fec­to eco el de los mos­qui­tos que sur­ca­ban el aire cá­li­do y es­tá­ti­co. Una mu­jer me­dio cie­ga mos­tra­ba al sol (el úni­co in­tere­sa­do) los co­lla­res y las pul­se­ras que con­fec­cio­na­ba con se­mi­llas y pe­da­zos de ága­ta. En al­gu­na par­te re­cón­di­ta de la sel­va, ulu­la­ban los ga­lli­na­zos, tal vez de ra­bia por­que no ha­bían po­di­do dar cuen­ta de la tor­tu­ga muer­ta.

Ma­ri­lia se acer­có al gor­do To­más, que se re­fu­gia­ba a la som­bra acha­pa­rra­da de un ár­bol. Se en­tre­te­nía en ex­pe­ler vo­lu­tas de humo de su mas­ca­do ci­ga­rro. La qui­lla de las fa­lúas[6] se hun­día en el limo de la ori­lla para que que­da­sen va­ra­das en fila.

—¿Cuán­do sale la pró­xi­ma? —le pre­gun­tó, se­ña­lán­do­las con la bar­bi­lla.

—Den­tro de vein­te mi­nu­tos, mi rei­na.

—¿Cuán­to me va a cos­tar?

—Eso de­pen­de.

—¿De qué?

—De si quie­re pa­gar­lo con sus en­can­tos o con la mis­ma mo­ne­da que los de­más.

Ma­ri­lia le lan­zó una mi­ra­da de re­pug­nan­cia que solo con­si­guió ha­cer reír al gor­do To­más.

—Pa­ga­ré como cual­quier hijo de ve­cino.

—Como mi rei­na eli­ja. En ese caso, se­rán mil.

—¿Le pago ya, o es­pe­ro?

—Como us­ted gus­te, que yo no soy re­mil­ga­do.

—Muy bien. En­ton­ces le pago cuan­do em­bar­que. Pero me guar­da asien­to en­tre el pa­sa­je, ¿no es eso?

El gor­do To­más la es­cru­tó con una mi­ra­da en la que chis­pea­ba el di­ver­ti­men­to. Su son­ri­sa de la­bios car­no­sos y mor­da­ces no ce­sa­ba ni por un mo­men­to de abra­zar al mu­grien­to ci­ga­rro.

—Ay, pero no me sea des­con­fia­da. Pues cla­ro que le re­ser­vo el si­tio. ¿Cómo ol­vi­dar a la rei­na de mi car­ga­men­to?

Re­te­nien­do cada áto­mo de dig­ni­dad, Ma­ri­lia le vol­vió la es­pal­da al gor­do To­más y al humo de su ta­ba­co, para ir a dar­se de boca con el De­mo­nio del Mue­lle. Por este so­bre­nom­bre lo co­no­cían to­dos en el pue­blo, y pue­de que has­ta en toda la pro­vin­cia de Li­món. Re­sul­ta­ba fá­cil re­co­no­cer­lo y, una vez vis­to, lo di­fí­cil ha­bría sido ol­vi­dar­lo. Aquel ser, que vi­vía de pre­pa­rar pi­pas para los via­je­ros —para aque­llos que par­tían y aque­llos que lle­ga­ban—, deam­bu­la­ba de con­ti­nuo por el mue­lle, pa­sean­do su fi­gu­ra con­tra­he­cha de tor­so cor­to y pro­mi­nen­te, pier­nas tor­ci­das y an­dar in­quie­to; amén de su ca­be­za de piel tiz­na­da, na­riz bul­bo­sa, ojos obli­cuos y dien­tes ama­ri­llos, co­ro­na­da por un pe­na­cho de pe­los ro­jos como el aza­frán. El ha­bla gan­go­sa, aun­que dul­ce si se le es­cu­cha­ba el tiem­po su­fi­cien­te, com­ple­ta­ba el cua­dro para que me­re­cie­se el mote, y tam­bién para que quie­nes no lo rehu­ye­sen con re­pul­sión, al me­nos se bur­la­sen de él, más o me­nos abier­ta­men­te. Es­tas eran las úni­cas reac­cio­nes de par­te de sus se­me­jan­tes que ha­bía ex­pe­ri­men­ta­do el De­mo­nio del Mue­lle en sus trein­ta años de vida. Esta era su for­ma de es­tar en el mun­do y, por su­pues­to, su ina­mo­vi­ble des­tino. Dice el pro­ver­bio que la cos­tum­bre hace ca­llo. Por ello, po­dría pen­sar­se que el De­mo­nio del Mue­lle ha­bía acep­ta­do su con­di­ción de pa­ria. Que se ha­bría apren­di­do sin chis­tar el pa­pel es­per­pén­ti­co que le ha­bía to­ca­do re­pre­sen­tar en la co­me­dia bufa de la vida. Y, sin em­bar­go, su ac­ti­tud se ha­lla­ba le­jos de la re­sig­na­ción, o de pa­ro­diar su in­for­tu­nio y apro­ve­char­se del áni­mo con­des­cen­dien­te y da­di­vo­so que lo­gra­ba des­per­tar en los de­más. Tam­po­co se apar­ta­ba del rui­do y de la vis­ta de los es­pec­ta­do­res para es­con­der­se en lo más ig­no­to de la tie­rra. Qué va. El De­mo­nio del Mue­lle se mos­tra­ba a la gen­te, es­cu­dri­ñan­do los ros­tros aje­nos con una son­ri­sa tí­mi­da con la que pa­re­cía pe­dir al­ter­na­ti­va­men­te per­dón por exis­tir o per­mi­so para ha­cer­lo. Exu­dan­do una me­lan­co­lía que casi casi le em­pa­pa­ba las ro­pas, tra­ta­ba de atis­bar en la mul­ti­tud, que ora se ale­ja­ba de él, ora le de­di­ca­ba mue­cas gro­tes­cas, un ges­to de com­pli­ci­dad, o una son­ri­sa que se pa­re­cie­ra a la suya. Has­ta en­ton­ces, no la ha­bía en­con­tra­do.

Tra­tan­do de ha­llar­la es­ta­ba cuan­do co­no­ció a Ma­ri­lia, sie­te años atrás, el día que esta lle­ga­ba des­de La For­tu­na para es­ta­ble­cer­se en el pue­blo con la tía Gra­na­da. La eli­gió a ella, de en­tre todo el gen­tío es­car­ne­ce­dor u hos­til, para en­ta­blar con­ver­sa­ción, pre­gun­tán­do­le cómo le iba. Ma­ri­lia per­ma­ne­cía de pie, ca­lla­da, abs­traí­da del tra­jín del mue­lle que se des­ple­ga­ba a su al­re­de­dor y del aire trans­pa­ren­te, con una es­cue­ta va­li­ja apo­ya­da con­tra el mus­lo, aguar­dan­do a que la tía Gra­na­da con­clu­ye­se un in­te­rro­ga­to­rio a los lu­ga­re­ños para con­se­guir las se­ñas de su nue­vo ho­gar.

—Pura vida. ¿Cómo le va?

Ma­ri­lia par­pa­deó para re­gre­sar al mun­do, y no de­no­tó sor­pre­sa ni sus­to por la cara de duen­de que se en­con­tró plan­ta­da ante ella, dis­pen­sán­do­le el re­ci­bi­mien­to en su vuel­ta a la reali­dad.

—Pura vida. So­bre­vi­vo. ¿Y a us­ted? ¿Cómo le va?

El duen­de com­pu­so un ges­to re­mi­so, sar­cás­ti­co con­si­go mis­mo.

—Bueno… En la vida hay al­ti­ba­jos, ¿ver­dad? Yo ven­go de una mala ra­cha.

Y Ma­ri­lia adi­vi­nó que esa mala ra­cha se re­mon­ta­ba has­ta el pri­mer día del que el duen­de guar­da­ba me­mo­ria cuan­do este, sin po­der con­te­ner­se, ex­pul­san­do una chi­na de fue­go que le que­ma­ba el alma como hace el hie­rro can­den­te con los cuar­tos tra­se­ros de las re­ses, la in­ter­pe­ló así:

—Soy muy feo, ¿ver­dad?

Lo poco que apren­dió du­ran­te los años de asis­ten­cia a la es­cue­la do­mi­ni­cal de la pa­rro­quia te­nía que ha­ber­le ser­vi­do a Ma­ri­lia para res­pon­der algo como «To­das las cria­tu­ras que Dios ha pues­to so­bre la faz de la Tie­rra son her­mo­sas». Pero, en su lu­gar, lo que dijo fue:

—To­dos so­mos feos a nues­tra ma­ne­ra.

El es­tu­por más ab­so­lu­to se adue­ñó de las fac­cio­nes de­for­mes y con­de­na­das del duen­de, re­fle­jo del de ella al sor­pren­der­se a sí mis­ma ase­gu­ran­do tal cosa, y con se­me­jan­te ro­tun­di­dad. Pero esta creen­cia ha­bía arrai­ga­do con tal fuer­za en al­gún nú­cleo ro­co­so en su in­te­rior que aflo­ró sin que hu­bie­se te­ni­do si­quie­ra que pen­sar­la. El duen­de se hu­me­de­ció los la­bios. En­tor­nó los ojos, tra­tan­do de de­tec­tar un ras­tro de gua­sa en el eco que ha­bía que­da­do flo­tan­do en­tre los dos, y así ave­ri­guar si se es­ta­ba rien­do de él. Pero el sem­blan­te pé­treo de Ma­ri­lia no de­ja­ba lu­gar a du­das: es­ta­ba fir­me­men­te con­ven­ci­da de lo que aca­ba­ba de ase­ve­rar. La idea, tan des­car­na­da, le pa­re­ció te­rri­ble al duen­de. Pero, al mis­mo tiem­po, sin­tió cre­pi­tar den­tro de sí el ma­yor con­sue­lo que le ha­bían dado en toda su vida.

—¿Us­ted cree?

—Sí. A nues­tra ma­ne­ra, to­dos so­mos feos —se re­afir­mó ella.

El ros­tro de él se trans­fi­gu­ró sú­bi­ta­men­te a cau­sa de una ines­pe­ra­da son­ri­sa.

—En­ton­ces, si no la en­ten­dí mal, us­ted tam­bién es fea, a pe­sar de su cara her­mo­sa.

—Por su­pues­to. To­dos es to­dos. Na­die se sal­va.