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Cierta mañana, en una playa del Caribe, aparece muerta una tortuga carey. Dicen que la ha matado un jaguar. Cuando Marilia se entera de la noticia, resuelve misteriosamente que ha llegado la hora de marcharse de casa. Tras de sí deja a la tía Granada, al enigmático Jasón, que pesca sábalos para ella, y después de despedirse del Demonio del Muelle, un ser contrahecho del que todos se burlan en el pueblo, comienza un viaje que la llevará a transitar por exóticos parajes, de los que acaso el más importante sea su propio pasado, la única forma de entender su presente. Así, descubrirá un secreto que la empujará a adoptar la decisión más arriesgada de su vida, en una lucha a muerte entre las dos fuerzas más arrolladoras de la naturaleza humana: el miedo y el deseo.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
El jurado del Premio València Nova de narrativa 2019, convocado por la Institució Alfons el Magnànim-Centre Valencià d’Estudis i d’Investigació, presidido por el diputado de Cultura de la Diputació de València Xavier Rius e integrado por los escritores José Luis Ferris, Susana Hernández, Félix J. Palma y por la editora Eva Olaya, en representación de Ediciones Versátil acuerda conceder dicho premio a la novela La tortuga que huía del jaguar, de Marta Quintín.
Título: La tortuga que huía del jaguar
© Marta Quintín, 2019
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: octubre 2019
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2019: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
A los demonios que esperan en el muelle
Y en boca de todos, en el pueblo, cundió la noticia de que el jaguar había matado a la tortuga. Ese mismo día, al enterarse, Marilia se calzó las botas de monte y dijo que se marchaba de casa.
—¿Y eso por qué? —le preguntó Jasón.
—Porque llegó el tiempo en que los jaguares matan a las tortugas —respondió ella.
La cara de Jasón reflejó que no lo entendía, pero poco a poco, la mandíbula se le relajó y se le descolgó, cabeceando en un asentimiento de claudicación. Sin embargo, antes de irse, Marilia quiso comprobar por sí misma que era cierto lo que las gentes contaban. Con las botas de monte puestas, se dirigió a la playa y la recorrió durante un buen trecho. Hasta que por fin la vio. Rodeada por un nubarrón de zopilotes[1] que hurgaban en su carne y que alzaron el vuelo entre graznidos de protesta cuando ella los dispersó.
La tortuga carey se encontraba boca arriba, con su acuartelada panza de plátano duro pudriéndose al sol. La desvencijada cabeza, apenas unida todavía al cuerpo por una tira de piel polvorienta y gruesa, de pellejo que se arrollaba y se quebraba como el pergamino. Marilia se imaginó al gatazo que esa noche había salido a la playa, traidor y sigiloso: una sombra más. Cómo se había aproximado a la tortuga, cómo se había abalanzado sobre ella, cómo le había desgarrado el cuello con sus uñas. Un escalofrío la estremeció. Ella metió las manos bajo el caparazón, y la volteó, para ponerla tripa abajo. Al hacerlo, el enjambre de moscas que rondaba la cabeza se apartó un tantito, y un reguero de sangre cobriza manó de algún punto del soberbio cuerpo herido y se precipitó a dejar su muesca en la arena de la playa, abriéndose camino hacia el mar.
Marilia la contempló así, tal como había quedado tras caer con un estampido sordo y seco. Perfectamente inmóvil, tal como habría de estarlo por siempre en lo sucesivo. Solo entonces se dio la vuelta y se fue, porque no había nada más que ver allí. A su espalda, los zopilotes regresaron desde las cercanas copas de los almendros en los que habían buscado refugio ante la irrupción de la intrusa, únicamente para constatar desolados que el festín del que habían estado gozando sin estorbo hasta ese momento se hallaba ahora fuera de su alcance, protegido bajo un caparazón insoslayable.
Cuando Marilia llegó a su casa, anunció desde la puerta:
—En efecto. El jaguar mató a la tortuga. Así pues, me marcho. No tengo más remedio.
La vieja tía Granada, que hacía calceta en un rincón del chamizo, asintió para sí sin siquiera mirarla. Su cana cabeza era una efigie resignada. Jasón dejó de limpiar el sábalo[2] y se secó la frente empuñando aún el cuchillo.
—¿Estás segura?
—Como de que el sol saldrá mañana.
—Pues yo no lo entiendo.
—Jasón, el jaguar mató a una tortuga. ¿Para qué voy a quedarme? ¿Para ser testigo de cómo las despedaza a todas, una tras otra?
—Que vos marchés no impedirá que las siga matando.
—Sí, si me voy para matarlo yo a él.
—Vos no vas a hacer tal cosa —replicó Jasón, echándole para atrás la ocurrencia, meneando la cabeza y frunciendo los labios con una punta de mofa, al tiempo que la apuntaba con el largo cuchillo de limpiar sábalos.
Marilia bajó la mirada, para enterrarla un momento en sus botas de monte.
—Es cierto —reconoció con pesadumbre—. No lo mataré. Pero aun así…
—¿Qué?
—Que tiene que hacerlo. Irse. Porque esta niña nació del fuego, quiso vivir feliz en el agua, pero ha de volver a la tierra. Esto es así y no puede cambiarse —terció la tía Granada desde su rincón.
Los tres permanecieron entonces en silencio, sintiendo por primera vez la humedad fría de la habitación. Hasta que Marilia rompió de nuevo a hablar.
—Jasón, sabía que tarde o temprano me marcharía. Lo sabe desde el día en que nos conocimos.
Y ambos, aunque en dos versiones diferentes, construidas cada una por memorias únicas e intransferibles, evocaron aquella noche en la que Marilia salió desnuda de entre las olas encrespadas del Caribe, que en Tortuguero se comporta como el más feroz de los mares. Allí se iba a bañar la muchacha todos los días, en el ocaso. Si se atrevía con aquellas olas, se debía a que ella no era menos fiera: potranca de coco, la más indómita y cerrera de aquellos contornos. Desgreñada, de mirada ardiente, y con unas nalgas que, en lo levantiscas, solo podían igualarse a su carácter. A ella fue a quien divisó Jasón, que llevaba toda la tarde pescando en la orilla, sin pescar suerte ninguna.
—Pura vida —le dijo él.
—Pura vida —contestó ella.
Siguió caminando Marilia por el filo de la arena, dejándose lamer los pies por la saliva espumosa del mar. Se alejaba de allí sin apelación posible, recortando su silueta orgullosa en la penumbra. Jasón abandonó la cesta y los pertrechos, y corrió tras ella. Cuando la alcanzó, le tocó en el hombro para que se volviera. Marilia lo hizo, sin cuidarse de ocultar su cuerpo guarnecido de gotas atlánticas,[3] a las que la fosforescencia de la luna ya comenzaba a arrancar destellos. Brillaban especialmente allí en su pubis, ensortijando aún más su vello crespo. Ella le miró con sus ojos hondos y bestiales, sin decir nada.
—Quiero ir con vos —le explicó Jasón sin aliento—. Llevame a vuestra casa, a donde vivás. Yo pesco, ¿sabés? Pesco sábalos. En adelante, los capturaré y los limpiaré para vos.
—¿Por qué?
—Porque sos la mujer más hermosa que salió nunca del mar.
Marilia se encogió de hombros.
—Haga lo que guste. Venga conmigo a casa si es su deseo. Pesque para mí si es lo que quiere. Pero desde ya le advierto dos cosas. La primera, que no podrá gozarme. La segunda, que el día en que los jaguares comiencen a matar a las tortugas, abandonaré mi casa y no podrá seguirme. Esas son las condiciones. ¿Está de acuerdo?
Jasón lo pensó un instante y asintió. Volvió adonde había dejado sus bártulos de pesca para recogerlos, y luego, hubo de correr tras Marilia, porque esta había continuado su camino, sin esperarle.
Andando dos pasos por detrás de ella, llegaron al chamizo donde vivía, al borde de la playa, al borde de la selva. La vieja tía Granada estaba dentro, removiendo el arroz y los frijoles en un puchero. Cubrió el cuerpo de la joven, aún desnudo, con un echarpe liviano. A pesar de él, todavía se transparentaban sus pezones de coral rugoso y erizado. La besó en la cabeza.
—Si insistís en vivir en cueros, te vas a resfriar, Lía. Y este, ¿quién es?
La barbilla puntiaguda de la anciana señalaba directamente al pecho del hombre, con más curiosidad que recelo.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó entonces Marilia a Jasón.
Él se lo dijo. Ella asintió.
—Va a vivir con nosotras. Es pescador.
La tía Granada le dio de cenar, y los tres comieron sin hacerse muchas preguntas. Solo días después, Jasón se atrevió a formularle una a Marilia.
—¿Puedo llamarte Lía? Como hace la tía Granada.
—Ni lo intente —le contestó ella.
Lo que tampoco debería haber intentado nunca es quebrantar la primera condición que Marilia había exigido cuando firmaron aquel contrato improvisado a orillas de un Caribe argentado por la luna llena. Jasón trató de contravenirlo otra noche, esta mucho más oscura que aquella, deslizándose como una serpiente terciopelo por el suelo de tierra sobre el que los tres dormían. Se aproximó a Marilia, que respiraba suavemente; buscó a tientas su pubis rizado, y acarició uno de sus pechos morenos y erguidos. Al notar el contacto de la mano de Jasón sobre ellos, Marilia abrió los ojos, lo miró a él hasta el fondo de los suyos, permaneció totalmente quieta durante un segundo, que Jasón aprovechó para liberar su pene con una sonrisa satisfecha, ante lo que interpretó como una aquiescencia de ella. Entonces, Marilia, en lo que dura un pestañeo, alargó el brazo hacia sus botas de monte, y extrajo un puñalito con empuñadura de carey de la del pie izquierdo. El arma no tardó ni lo que un aleteo de colibrí en hallarse contra la garganta de Jasón.
—Un movimiento más y le corto el cuello. Este es el primer aviso. No habrá un segundo. La próxima vez que lo intente, le mataré. Ya se lo dije cuando nos conocimos. Que jamás intentara poseerme. No me haga repetírselo.
Jasón se había separado poco a poco de ella, muy despacito, mostrando las palmas de sus manos, con su verga de caramelo oscuro goteando una vana promesa.
—No sos la primera hembra que me amenaza por la culebra que está viva entre mis piernas, ¿sabés? —le dijo él en un susurro denso—. La primera vez que me masturbé, acudí a mi madre, lleno de miedo, por esa sensación que se me había desbocado en el miembro de repente y que se había apoderado de mí, como si fuera un diablo, recorriéndome el espinazo y saliéndome como un gozo por la boca. Yo tenía once años y me presenté ante ella, que estaba rezando una novena. Me paré delante de mi madre con las manos manchadas de mi primera semilla, diciéndole que no sabía lo que me ocurría, pero que había sangrado una sangre blanca, y que tal vez fuera a morirme si no me examinaba un doctor. Pensaba de verdad que ella se preocuparía, que me abrazaría o que quizás me tranquilizara. Pero, en vez de eso, se levantó furiosa de la silla en la que rezaba, tomó una vara que había apoyada contra la pared, y empezó a darme vergajazos, repitiendo a gritos que eso no era sangre. Que era veneno, y que cuidase de no derramarlo si no quería atraer males sobre mí y toda mi casa. Me dejó la espalda marcada y el terror en el alma. Aun así, aquel placer que acababa de descubrir fue más fuerte que el miedo al veneno de la culebra. Y por eso vine desangrándome poco a poco de esta sangre blanca hasta el día de hoy. Por mucho que le pesara a mi madre, o que te pese a vos.
—Bueno, pues procure que no me salpique la sangre blanca, o de lo contrario, también se desangrará de la roja.
Intercambiadas estas palabras, cada uno volvió a aovillarse en su estera y durmieron el resto de la noche. Al día siguiente, mientras servía el desayuno, la tía Granada les dio jovialmente los buenos días.
—Me pareció oír, Lía, que vos anoche trataste de matar a Jasón.
—Él lo buscó, buscando lo que no debía.
—Pues, Jasón, morir no es agradable, ¿verdad? Aunque… ¡quién pudiera morir envenenado todos los días! ¡Muerte dulce es esa! —remató la tía Granada, guiñando un ojo pícaro.
De este modo, Marilia impidió que Jasón infringiese la primera cláusula de su acuerdo, y ahora ella pensaba cumplir la segunda, diciendo simplemente: «El jaguar mató a la tortuga y me voy de casa», con las botas de monte puestas y la mano posada ya en la manija de la puerta, más que dispuesta a desaparecer por el umbral.
Entonces, Jasón abandonó el taburete en el que había estado limpiando el sábalo hasta ese momento, y se acercó a ella, con el cuchillo depuesto, pero sin soltarlo.
—Marchá. Marchá si es lo que sentís que tenés que hacer. Pero ahora soy yo quien te advierte a vos. Pudiera ser que el día que decidás regresar, yo ya no esté. Que no me haya quedado a esperar. Marchá sabiendo que asumís ese riesgo.
Marilia convirtió la línea de su boca en un simple trazo de conformidad.
—Por supuesto. Usted es libre de andar por donde le plazca. Nada le ata a mi casa. Puede quedarse aquí en mi ausencia, pero también dejarla cuando así le parezca. Jamás le pediría lo contrario. No me asiste ningún derecho a hacerlo.
—Está bien, en ese caso —concluyó Jasón.
Marilia se acercó a la tía Granada para besar con respeto sus blancos cabellos de negra cansada. La anciana le tomó las manos con unción.
—Vos sabés lo que te hacés, ¿verdad?
—Eso creo —replicó Marilia, con una sonrisa forzada.
—Espero de veras que lo sepás, porque me dejás aquí muy sola.
—Usted nunca va a estar sola, tía Granada.
—Más bien al revés. Siempre estuve sola. Parece mi sino. De esas cosas que no cambian nunca. De esas que son siempre el mismo cuento. En contados raticos de mi vida, creí que se me cortaba la racha de la soledad, pero no fueron más que espejismos. Al final, la cabra siempre tira al monte. Y la soledad reclama a sus vasallos. No se olvida de ninguno, y a ninguno perdona. Y yo debo volver a pagarle los diezmos.
—Pero ¿de qué habla usted, tía Granada?
—Lo que sabés muy bien, m’hija. A vos tampoco te resulta ajeno ese vasallaje. También te me quedaste bien solitica cuando ocurrió lo de tus padres. ¡Ay, señor! —exclamó—. Si es que la vida es una serpiente que te puede picar en cualquier momento. Mil veces maldita su cabeza y sus colmillos y toda su estirpe.
Y mientras la tía Granada se deshacía en maldiciones, a la memoria de Marilia retornaron aquellos días en los que sus padres cayeron enfermos de fiebre amarilla, allá en La Fortuna, donde ella nació hace un cuarto de siglo. Marilia vino al mundo cuando la entrada en erupción del Arenal, que llevaba milenios dormido, haciéndose pasar por mero cerro. A partir de entonces, tras llevarse por delante Pueblo Nuevo, comenzó a ser conocido como el volcán que en realidad siempre fue, y Marilia creció a sus pies. «Esta niña nació del fuego», repetía la tía Granada, que vivía en la casa contigua a la de los padres de Marilia, la pequeña Lía, como acostumbraba a llamarla desde que era un bebé dorado de bronce y miel.
En aquella casa de tablas verde limón, de madera de balsa y tejado de chapa, en la que el agua de lluvia se recogía en un canalón y se vertía en el patio jalando de una cuerda, la niña Lía, nacida del fuego del volcán Arenal, aprendió el idioma de los maleku y saludaba a todos los vecinos gritando: «¡Kapi, kapi!», con una alegría sin mácula ni borrón, como si los amase a todos. También bailaba desnuda por las calles y corría por la selva imitando a los monos aulladores y arrancando las vainas del árbol del cacao. Era afortunada en un pueblo que llevaba por nombre La Fortuna. Por eso, todos se sorprendieron cuando el chamán de los maleku, el tafa, quien de cuando en cuando abandonaba su palenque para visitar la población y aprovisionarse de algunos víveres, agarró a la niña flamígera y feliz que brincaba por la calle principal, la miró a los ojos un momento que se hizo eterno y, delante de todos, proclamó:
—El animal protector de esta chiquita es la tortuga. Porque va a precisar de un caparazón fuerte para protegerse de todas las desgracias que caerán sobre ella. Aunque no tanto como para protegerse de sí misma.
Todos los circunstantes murmuraron, con la duda y un incipiente horror instalados en la voz. Dado que los padres de Marilia eran apreciados y queridos en La Fortuna, no faltó quien ahuyentase al maleku bajo la acusación de portar el mal de ojo.
—¡Fuera de aquí, agorero! Llévese a su bosque los malos presagios, ¡y déjenos vivir en paz!
A pesar de la borrasca de piedras que cayó sobre él, el tafa perdió unos valiosos segundos en entregar a la pequeña Marilia una talla con forma de mariposa azul.
—Es una fufu, trae suerte. Consérvela, pequeña, que puede que la necesite.
La niña Lía nacida del fuego así lo hizo, porque era despierta y no despreciaba la sabiduría de los demás. Pero de nada le sirvió esta prudencia, ya que, al poco tiempo, al cumplir ella diez años, sus padres contrajeron la fiebre amarilla. Decían que la enfermedad la causaba un mosquito. Y a semejante culpable no se le podía apresar ni ajusticiarlo por sus felonías. Ni siquiera lo pudo vencer la fufu, la mariposa azul. Pese a que Marilia guardaba la talla contra el pecho y se la apretaba al punto de hincársela en la carne y hacerse daño, sus padres murieron una mañana en la que una lluvia mansa se derramaba sobre La Fortuna y llenaba el canalón de la casa de tablas verde limón hasta desbordarlo. Cantó el gallo en el patio y murió la madre, Ángela. Dos horas después, expiraba el padre, Néstor. Granada, la vecina, adoptó por su cuenta y riesgo la tarea de cubrir los rostros yertos con la mortaja, de echar sobre su cabeza la mantilla del luto, y de sacar de la sala la bacinilla, para vaciarla en el regato que discurría fuera y limpiarla de aquel vómito negro, de aquella amalgama de sangre coagulada, que les había laminado las entrañas a los dos muertos.
—Pequeña Lía, tus papás ya no están. Partieron de este mundo.
Eso es lo que le dijo a Marilia cuando la despertó en su alcoba y esta asomó la cabecita despeinada de entre los cobertores, húmedos de rocío y de madrugada.
—¿Ya se fueron? —preguntó con su voz de niña incrédula.
—Ya se fueron —corroboró Granada.
La pequeña Lía la miraba con los ojos muy abiertos, cogidos por un asombro sin piel. Unos ojos que en aquel momento parecían de cristal, todo pupila tierna, que amenazaba con romperse en obsidiana líquida.
—¿Pero ya? ¿Está segura? ¿Tan pronto?
—Seguro, m’hija. Ya se te marcharon. Y nada se puede hacer. Bueno, sí. Rezar y llorarlos. El cielo lloró. No paró de llover en toda la noche.
Marilia se revolvió ante aquel consuelo. Se metió debajo de los cobertores, como si tratase de escapar de lo indeleble: aquello que ya sabía, lo que ya la había alcanzado. Enterró el rostro en la almohada, apretó los puños diminutos hasta emblanquecerse los nudillos y se dobló sobre sí misma, de rodillas. Restregó la cabeza, raspándose la frente, y entonces se incorporó bruscamente, como el surtidor de una ballena que horada la superficie del océano, zafándose así de la frazada, que salió volando. Saltó de la cama, se paró delante de Granada, apartándola con delicadeza para que la dejase pasar por el hueco de la puerta, demasiado estrecha para las dos; y, una vez en el exterior, se dirigió a zancadas firmes hacia la selva. Cuando se encontró fuera de los dominios de cualquier vista humana, principió a correr. Se embaló en una carrera desbocada, sin propósito, que presumía no tener fin. Sus piernas flacas parecían alas de libélula, de tan rápido como se movían. El aliento lo dilapidaba a puñados, a bocanadas manirrotas. La fatiga la apuñalaba allí donde se ensamblaban sus costillas, pero ni lo sentía ni le importaba. Solo corría, espoleada por el puro terror. Lo notaba en su cogote, mordiéndole los talones, a punto de agarrarla con unas tenazas muy frías. A ella, a la niña a la que nacer del fuego no le había servido para nada. Corría y corría. Y corría y corría. Sin darse una tregua. No podía permitir que la atraparan. Solo el Tabacón fue capaz de detener su huida. Partía la tierra en dos, con su caudal de savia caliente. Marilia no sabía a ciencia cierta si ese era el motivo escondido, y repentinamente revelado, por el que se había puesto a correr hasta llegar allí, o si la idea había nacido de pronto, al calor de las aguas termales del río, pero para el caso fue lo mismo: extrajo de la faltriquera en que la llevaba la fufu, la mariposa azul, inane y vencida. Sin pararse a mirarla, la arrojó con todas sus fuerzas y con toda su rabia a las fauces del Tabacón, y contempló, sin sentir a cambio ningún alivio, cómo la corriente se apoderaba de ella y la arrastraba lejos de allí.
—¡Adiós, mariposa! ¡Váyase! ¡Ya no la necesito! ¡Váyase, desgraciada! Váyase, que yo sabré vivir sin usted…
Y la pequeña Lía se quebró en llanto. Ese día, a orillas de aquel río, le salió un caparazón de tortuga.
La lengua bífida de aquellos recuerdos tristes de infancia demorándose en su nuca hizo que Marilia se estremeciera, y la convenció de que tenía que marcharse de allí cuanto antes, no fueran a aplastarla.
—Me voy, tía Granada. No va a estar sola. Jasón la acompañará y…
—Eso no es seguro. No puedo garantizar el tiempo que me voy a quedar —la interrumpió él.
Marilia le dedicó una mirada compacta y dura como una nuez, y luego, le hizo caso omiso.
—Y aunque así no fuera, usted ya sabe estar sola, ¿verdad? Lo estuvo antes y no tiene miedo a estarlo de nuevo, ¿o me equivoco?
—No, m’hija. Simplemente perdí la costumbre, pero es sencillo volver a lo que ya se conoció una vez. Una cuenta con la ventaja de que ya sabe el camino.
—Me voy tranquila, entonces. De todos modos, creo que regresaré. No lo prometo, porque ignoro si voy a poder cumplirlo, pero esa es mi intención.
—Pues que a esa intención todo le sea propicio —dijo la tía Granada, refrendando el proyecto con esta bendición y saliendo del chamizo, para evitarse alargar y complicar la despedida.
Marilia se volvió entonces hacia Jasón y barbotó un:
—Bueno…
—Sí. Lo sé. Que vos te marchás.
—Pues yo no sé qué más decirle a usted. Tal vez que, aunque no esté obligado a quedarse, mientras permanezca aquí, sería bueno que siguiese pescando y cuidando bien a la tía. Ella le acogió sin demandarle nada y, si no es un ingrato, debería recordarlo. Así como que yo nunca le pedí nada, pero que le agradezco lo que me dio. Usted es bien raro. Un misterio. Pero en fin… que no nos debemos nada. Tenemos historias diferentes, que no tienen por qué contarse juntas. Somos libres los dos. Nos encontramos, quién sabe por qué, y ahora nos perdemos y…
—¿Me vas a echar de menos?
La máscara que había puesta en el semblante de Marilia respondió:
—No lo sé. Eso solo el tiempo lo sabe. Él lo dirá. Pero no lo creo. No obstante, se lo comunicaré la próxima vez que le vea.
—¿Das por supuesto que volveremos a vernos? Yo sí creo algo: que eso es mucho suponer. Y que, en este caso, también es el tiempo el único con capacidad para decirlo.
Marilia a esto nada contestó, y extendió la mano para estrechar la de Jasón. Sus dedos holgaron en los suyos durante un segundo más de lo necesario, y luego, en un instante, lo soltó. Ya se hallaba ella en el quicio de la puerta cuando notó que su mano volvía a estar presa, retenida. Se giró con mirada interrogante, pero nada pudo ver ni interrogar, porque su cara se topó de bruces con la de él. Su boca cayó recogida en la suya, y la lengua de Jasón la buscó, entreabriéndole, diestra y turgente, los labios. Sus narices encajaban como dos espadas cruzadas, y sus frentes se sostenían la una a la otra. Las lenguas se encontraron. El beso fue como un aguacero en la época del monzón. Él exploraba a Marilia, que permanecía inmóvil, dejándose libar y envolver. Hasta que cesó, y ambos se quedaron quietos, aguantándose las respiraciones, sintiendo las pieles mutuas, entreverando los alientos. Un momento hecho fósil, capturado y listo para soportar la eternidad.
—Cuidate, Lía.
—La próxima vez que nos veamos, recuerde por favor que no le consiento que me llame así. Soy Marilia para usted.
Y se separaron. Ella se marchó por fin, cerrando a su espalda la puerta del chamizo.
[1]. Zopilote: Ave rapaz diurna que se alimenta de carroña. (N. de la E.)
[2]. Sábalo: Pez teleósteo de la misma especie que la sardina. (N. de la E.)
[3]. El mar Caribe es un mar abierto en el océano Atlántico tropical. (N. de la A.)
Andaba ligera hacia el muelle, con las mejillas esponjadas y rojas como bromelias. El aire salobre le ahuecaba las fosas nasales. Cada uno de sus pasos se sentía más vaporoso que el anterior, sin que lo lastraran las botas de monte, ni el cuchillito de carey que había hecho de la del pie izquierdo su madriguera.
Llegó a la calle principal del pueblo. Estaba concurrida a esa hora del mediodía. Unos niños de canela se perseguían entre risas y gritos agudos. Los perros trotaban en completa paz, dejándose acariciar por unos y pidiendo alimento a otros. En la soda[4] de la esquina, acodados en la mesa, dos hombres bebían: el uno, cerveza; el otro, una pipa[5], sumidos en un aplatanamiento absoluto. Chisporroteaba una radio en la barra, donde la dueña de cabello trenzado preparaba jugo de guayaba, y al zumbido respondía en perfecto eco el de los mosquitos que surcaban el aire cálido y estático. Una mujer medio ciega mostraba al sol (el único interesado) los collares y las pulseras que confeccionaba con semillas y pedazos de ágata. En alguna parte recóndita de la selva, ululaban los gallinazos, tal vez de rabia porque no habían podido dar cuenta de la tortuga muerta.
Marilia se acercó al gordo Tomás, que se refugiaba a la sombra achaparrada de un árbol. Se entretenía en expeler volutas de humo de su mascado cigarro. La quilla de las falúas[6] se hundía en el limo de la orilla para que quedasen varadas en fila.
—¿Cuándo sale la próxima? —le preguntó, señalándolas con la barbilla.
—Dentro de veinte minutos, mi reina.
—¿Cuánto me va a costar?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De si quiere pagarlo con sus encantos o con la misma moneda que los demás.
Marilia le lanzó una mirada de repugnancia que solo consiguió hacer reír al gordo Tomás.
—Pagaré como cualquier hijo de vecino.
—Como mi reina elija. En ese caso, serán mil.
—¿Le pago ya, o espero?
—Como usted guste, que yo no soy remilgado.
—Muy bien. Entonces le pago cuando embarque. Pero me guarda asiento entre el pasaje, ¿no es eso?
El gordo Tomás la escrutó con una mirada en la que chispeaba el divertimento. Su sonrisa de labios carnosos y mordaces no cesaba ni por un momento de abrazar al mugriento cigarro.
—Ay, pero no me sea desconfiada. Pues claro que le reservo el sitio. ¿Cómo olvidar a la reina de mi cargamento?
Reteniendo cada átomo de dignidad, Marilia le volvió la espalda al gordo Tomás y al humo de su tabaco, para ir a darse de boca con el Demonio del Muelle. Por este sobrenombre lo conocían todos en el pueblo, y puede que hasta en toda la provincia de Limón. Resultaba fácil reconocerlo y, una vez visto, lo difícil habría sido olvidarlo. Aquel ser, que vivía de preparar pipas para los viajeros —para aquellos que partían y aquellos que llegaban—, deambulaba de continuo por el muelle, paseando su figura contrahecha de torso corto y prominente, piernas torcidas y andar inquieto; amén de su cabeza de piel tiznada, nariz bulbosa, ojos oblicuos y dientes amarillos, coronada por un penacho de pelos rojos como el azafrán. El habla gangosa, aunque dulce si se le escuchaba el tiempo suficiente, completaba el cuadro para que mereciese el mote, y también para que quienes no lo rehuyesen con repulsión, al menos se burlasen de él, más o menos abiertamente. Estas eran las únicas reacciones de parte de sus semejantes que había experimentado el Demonio del Muelle en sus treinta años de vida. Esta era su forma de estar en el mundo y, por supuesto, su inamovible destino. Dice el proverbio que la costumbre hace callo. Por ello, podría pensarse que el Demonio del Muelle había aceptado su condición de paria. Que se habría aprendido sin chistar el papel esperpéntico que le había tocado representar en la comedia bufa de la vida. Y, sin embargo, su actitud se hallaba lejos de la resignación, o de parodiar su infortunio y aprovecharse del ánimo condescendiente y dadivoso que lograba despertar en los demás. Tampoco se apartaba del ruido y de la vista de los espectadores para esconderse en lo más ignoto de la tierra. Qué va. El Demonio del Muelle se mostraba a la gente, escudriñando los rostros ajenos con una sonrisa tímida con la que parecía pedir alternativamente perdón por existir o permiso para hacerlo. Exudando una melancolía que casi casi le empapaba las ropas, trataba de atisbar en la multitud, que ora se alejaba de él, ora le dedicaba muecas grotescas, un gesto de complicidad, o una sonrisa que se pareciera a la suya. Hasta entonces, no la había encontrado.
Tratando de hallarla estaba cuando conoció a Marilia, siete años atrás, el día que esta llegaba desde La Fortuna para establecerse en el pueblo con la tía Granada. La eligió a ella, de entre todo el gentío escarnecedor u hostil, para entablar conversación, preguntándole cómo le iba. Marilia permanecía de pie, callada, abstraída del trajín del muelle que se desplegaba a su alrededor y del aire transparente, con una escueta valija apoyada contra el muslo, aguardando a que la tía Granada concluyese un interrogatorio a los lugareños para conseguir las señas de su nuevo hogar.
—Pura vida. ¿Cómo le va?
Marilia parpadeó para regresar al mundo, y no denotó sorpresa ni susto por la cara de duende que se encontró plantada ante ella, dispensándole el recibimiento en su vuelta a la realidad.
—Pura vida. Sobrevivo. ¿Y a usted? ¿Cómo le va?
El duende compuso un gesto remiso, sarcástico consigo mismo.
—Bueno… En la vida hay altibajos, ¿verdad? Yo vengo de una mala racha.
Y Marilia adivinó que esa mala racha se remontaba hasta el primer día del que el duende guardaba memoria cuando este, sin poder contenerse, expulsando una china de fuego que le quemaba el alma como hace el hierro candente con los cuartos traseros de las reses, la interpeló así:
—Soy muy feo, ¿verdad?
Lo poco que aprendió durante los años de asistencia a la escuela dominical de la parroquia tenía que haberle servido a Marilia para responder algo como «Todas las criaturas que Dios ha puesto sobre la faz de la Tierra son hermosas». Pero, en su lugar, lo que dijo fue:
—Todos somos feos a nuestra manera.
El estupor más absoluto se adueñó de las facciones deformes y condenadas del duende, reflejo del de ella al sorprenderse a sí misma asegurando tal cosa, y con semejante rotundidad. Pero esta creencia había arraigado con tal fuerza en algún núcleo rocoso en su interior que afloró sin que hubiese tenido siquiera que pensarla. El duende se humedeció los labios. Entornó los ojos, tratando de detectar un rastro de guasa en el eco que había quedado flotando entre los dos, y así averiguar si se estaba riendo de él. Pero el semblante pétreo de Marilia no dejaba lugar a dudas: estaba firmemente convencida de lo que acababa de aseverar. La idea, tan descarnada, le pareció terrible al duende. Pero, al mismo tiempo, sintió crepitar dentro de sí el mayor consuelo que le habían dado en toda su vida.
—¿Usted cree?
—Sí. A nuestra manera, todos somos feos —se reafirmó ella.
El rostro de él se transfiguró súbitamente a causa de una inesperada sonrisa.
—Entonces, si no la entendí mal, usted también es fea, a pesar de su cara hermosa.
—Por supuesto. Todos es todos. Nadie se salva.