La tragedia de Wilson Cabezahueca - Mark Twain - E-Book

La tragedia de Wilson Cabezahueca E-Book

Mark Twain

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Beschreibung

Mark Twain revela en esta novela la ansiedad finisecular norteamericana ante la incertidumbre de lo que es realidad y ficción, de lo que constituye verdaderamente la identidad. El tema del doble, la duplicidad, el disfraz, son parte de las obsesiones fabuladoras de Mark Twain y se aúnan en este relato para subrayar la ambigüedad que encierra el mismo concepto de identidad: una ficción más de la ley y de la sociedad. David Wilson -el personaje que da nombre a la obra, abogado y detective frustrado durante más de veintitrés años- vive obsesionado por una ciencia que a finales del siglo xix era novedosa y que tenía por objetivo la creación de un archivo de huellas dactilares para identificar sin error posible a los individuos y situarlos dentro de las categorías raciales determinadas por la ley. La esclava Roxy, negra de apariencia blanca, aterrada ante la posibilidad de que su bebé -también blanco en apariencia- pueda ser vendido por el amo, cambia a su hijo por el vástago del amo con el fin de salvarlo de la muerte social que representaba el sistema esclavista.

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Seitenzahl: 496

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Mark Twain

La tragedia de Wilson Cabezahueca

Edición de Carme Manuel

Traducción de Sergio Saiz

Contenido

Introducción

Bibliografía

La tragedia de Wilson Cabezahueca

Reflexión para el lector

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Conclusión

Créditos

Introducción

A Dani

A Nina

La conmemoración del centenario de la muerte de Mark Twain en 2010 recordó una vez más que sus obras son clásicos incuestionables del acervo literario universal. En Por qué leer los clásicos, Italo Calvino desgranaba las razones por las que ciertas obras literarias merecen este restringido y exclusivo calificativo y, con él, el favor de los lectores de todos los tiempos. Entre sus agudas definiciones destacaba la que decía que un clásico es aquel que no nos puede dejar indiferentes y que, además, sirve para definirnos a nosotros mismos en relación o quizá en contraste con él (17). Ese definirnos a nosotros mismos, sin embargo, no es estático y quizá sea el paso de los años —el viaje de la niñez a la adolescencia y juventud, y luego a la madurez— el que nos aboca a formas de entender lo que somos y a atisbar lo que seremos. En este sentido no extraña que la narrativa de Mark Twain sea un clásico, un pozo sin fondo en el que bucear a lo largo de los años para recuperar experiencias —vitales y lectoras— de antaño y descubrir tal vez tesoros inesperados. De esta manera, si, por una parte, las innumerables apreciaciones críticas que han ido acercándose tanto a su obra como a su vida dan fe de cómo los textos del sureño han servido para expresar la esencia de una americaneidad cambiante, por otra, el acercamiento de cada lector a su obra demuestra en carne propia cómo nosotros no leemos a Mark Twain sino que Mark Twain nos lee a nosotros.

The Tragedy of Pudd’nhead Wilson (La tragedia de Wilson Cabezahueca) es la obra más importante dentro de la producción tardía del escritor. Sin embargo, es un libro problemático por las mismas razones que lo es The Adventures of Huckleberry Finn. En primer lugar, porque la composición de ambos fue azarosa y, en segundo, porque el significado de estas fabulaciones se presta a interpretaciones no solo diversas sino antagónicas, debido al hecho de que, al tratar de entender a sus personajes principales, no podemos ni debemos pasar por alto las implicaciones en ellos de la situación racial en los Estados Unidos del siglo XIX. Esto hace que, como declara Shelley Fisher Fishkin, estas novelas sean obras controvertidas que frustran de alguna manera las expectativas de los lectores (1990, 1). No sorprende, pues, que las apreciaciones críticas sobre Pudd’nhead Wilson hayan ido, como veremos, desde los elogios más desmedidos hasta el rechazo más enconado.

Por otra parte, tal vez cabe preguntarse si merece la pena releer en los albores del tercer milenio una novela escrita a finales del siglo XIX. La respuesta más acertada a este interrogante la proporciona Karla F. C. Holloway, cuando manifiesta que The Tragedy ofPudd’nhead Wilson presagia el avance inexorable de los Estados Unidos en el campo de la ciencia con el propósito de resolver los temores que alberga la nación en torno a su identidad cultural y muestra cómo se tendrán que abordar las medidas de control y vigilancia que toman la forma de proteccionismo científico. Para Holloway, la obra de Twain es una narración extraordinariamente significativa a la hora de vaticinar «este pánico identitario que hoy en día viene expresado por la urgencia en establecer y afianzar unas tecnologías basadas en el ADN, tanto en el terreno público como privado» (269). Esto es así porque David Wilson —el personaje que da nombre a la obra, abogado y detective frustrado durante más de veintitres años— vive obsesionado por una ciencia que a finales del XIX era novedosa y que tenía por objetivo la creación de un archivo de huellas dactilares para identificar sin error posible a los individuos y situarlos dentro de las categorías raciales determinadas por la ley. Al principio de la novela, en los años de 1830, Wilson llega al pueblo sureño de Dawson’s Landing, donde la esclava Roxy, de apariencia blanca, aterrada ante la posibilidad de que su bebé —también blanco en apariencia, pero al que la sociedad ha asignado la categoría racial de negro— pueda ser vendido por el amo, lo cambia por el de este, sin que nadie se dé cuenta del intercambio debido a la sorprendente semejanza de ambos. El cambio, sin embargo, lo inspira el propio Wilson cuando, al ver a los bebés en el cochecito y comprobar que son idénticos, le pregunta: «¿Y cómo los distingues sin ropa, Roxy?». Al final, será Wilson quien descubrirá el fraude de esta mujer —clasificada por la sociedad como negra—, gracias a las huellas dactilares que él conserva de los bebés antes del cambio, determinando con toda fiabilidad la identidad de estos individuos.

El libro es, pues, importante porque, como ya apuntaba Malcolm Bradbury en 1969, por sus páginas corre la idea de que «en Estados Unidos la identidad es una impostura, que los valores no son creencias sino producto de la situación, y que la identidad social es en esencia una cuestión caprichosa que depende no del carácter ni de la apariencia, sino del modo arbitrario en el que se definen la naturaleza o color del individuo» (24).

De cómo Samuel Langhorne Clemens se convirtió en Mark Twain

El año 2010, en concreto el 15 de noviembre, significó la publicación del primero de los tres volúmenes de Autobiography of Mark Twain, a cargo de la University of California Press, preparado por Harriet Elinor Smith. El proyecto ha ordenado y dado coherencia a más de dos mil quinientas páginas dejadas por el escritor en forma de diarios, cartas, bocetos de personajes, ensayos, reflexiones y falsos comienzos. Twain impuso una moratoria sobre la publicación de sus papeles autobiográficos, pues solía lamentarse de que los convencionalismos de la época y los prejuicios de sus lectores le constreñían a la hora de decir toda la verdad, una queja que quedaría subsanada con una autobiografía —compuesta principalmente entre 1906 y 1909— que solo podría publicarse al cabo de cien años de su fallecimiento. En 1904, Twain manifestaba la confianza que le inspiraba la máscara de un narrador que ya no existe en este mundo:

En esta Autobiografía tendré en cuenta que hablo desde la tumba. Estaré hablando literalmente desde la tumba porque estaré muerto cuando el libro salga de la imprenta. Tengo mis buenas razones para hablar desde la tumba y no estando vivito y coleando, y es que hablaré con total libertad. Cuando uno está escribiendo un libro que trata de las intimidades de la vida de uno, un libro que ha de leerse mientras se está todavía vivo, uno se retrae a la hora de decir todo lo que verdaderamente piensa. Todos los intentos por ser sincero fracasan estrepitosamente y uno reconoce que está intentando hacer algo completamente imposible para cualquier ser humano.

Al hablar de Mark Twain (1835-1910) entendemos tanto al escritor como al personaje literario «Mark Twain», que surge como extensión de su creador, Samuel Langhorne Clemens. Fue este un escritor que se nutrió de la autobiografía y «Mark Twain» fue la máscara de la que se sirvió para dar expresión literaria a una intensa experiencia vital durante un periodo en la historia de los Estados Unidos en que la nación sufrió enormes cambios. Clemens nació el 30 de noviembre de 1835, en Florida (Missouri), como sexto hijo de John Marshall Clemens y Jane Lampton Clemens. Tras una época de prosperidad, la fortuna familiar empeoró y en 1839 el padre decidió que se trasladaran a vivir a Hannibal (Missouri), un próspero pueblo a orillas del Mississippi, al que Twain volvería una y otra vez en su narrativa para recrear la adolescencia pasada allí durante la década de 1840.

Su infancia se desarrolló durante los años de presidencia de Andrew Jackson. El padre, como tantos otros virginianos, había emigrado al oeste en busca de una fortuna que no logró jamás. A su muerte, en marzo de 1847, dejó a su familia en una precaria situación económica que hizo que la infancia de Samuel finalizara abruptamente y empezara una nueva etapa en su vida con una madurez prematura. El joven Sam continuó asistiendo a la escuela, pero en 1848, con tan solo trece años, se puso a trabajar como tipógrafo en el Missouri Courier. En 1851 se empleó en el Western Union y también se convirtió en impresor itinerante y periodista en el periódico de su hermano Orion, el Hannibal Journal. Entre tanto, mientras componía libros y artículos letra a letra, Clemens leía y empezaba a realizar sus primeros pinitos literarios. El primer escrito suyo del que se tiene noticia es un relato humorístico titulado «The Dandy Frightening the Squatter», publicado en el Carpet-Bag, periódico semanal de Boston, el 1 de mayo de 1852. De 1853 a 1857 trabajó como impresor en Saint Louis, Nueva York, Filadelfia, Keokuk (Iowa) y Cincinnati. Edgar M. Branch considera que una de las inspiraciones principales de la narrativa de Twain se halla, además de en su experiencia personal, en los artículos de la época. Es necesario recalcar, por tanto, la importancia de los periódicos en sus primeros años de aprendizaje, así como sus empleos en las distintas imprentas y rotativos, y su labor como reportero. De hecho, «lo más probable es que Mark Twain sacara menos provecho de su propia experiencia personal y más de la lectura de artículos, reportajes y relatos periodísticos» (Branch, 584).

En 1857, a los veintiún años y desilusionado con esta profesión, convenció a Horaxe Bixby para que lo aceptara como grumete a bordo de su vapor que navegaba el Mississippi. Tras dos años de aprendizaje, en 1859 consiguió la licencia como piloto de barcos de vapor. Esta experiencia en el río resultaría crucial para su carrera literaria. De hecho, el pseudónimo que eligió, «Mark Twain» —literalmente «marca dos»—, es una expresión de la jerga de la navegación fluvial por el Mississippi con la que el sondeador indicaba que la embarcación se encontraba en un lugar donde el agua medía doce pies de profundidad, es decir, suficiente para que pudiese seguir transitando por aquella zona. Como explica Forrest G. Robinson, los escritos de Twain durante estos años (1853-1861) son pocos y «reflejan el hecho de que todavía no se había asentado en la profesión literaria. Añadidas a su correspondencia periodística, compuso muchas cartas humorísticas en dialecto con varios pseudónimos, entre los que destaca el de “Thomas Jefferson Snodgrass”» (2002, 36).

En 1861, con el estallido de la guerra civil, abandonó su trabajo, en buena medida, como señala Justin Kaplan, «por miedo a ser obligado a punta de pistola a servir como piloto en alguna embarcación del ejército de la Unión» (1984, 38), volvió a Hannibal en junio y se alistó como voluntario en el ejército confederado, donde sirvió como alférez en los Marion Rangers. Después de dos semanas de vida militar, desertó y puso rumbo a Nevada. Este episodio lo describiría más tarde en la narración humorística «The Private History of a Campaign That Failed» (1885), aparecida en Century Magazine, donde el protagonista, si bien ya un adulto de veinticinco años, aparece como un joven alocado que se retira del combate, pero que, sin embargo, deja traslucir un marcado sentimiento de culpabilidad. En Nevada ejerció brevemente como secretario particular de su hermano Orion, que había sido nombrado a su vez secretario para el territorio de este estado. Allí empezó a buscar fortuna y se convirtió en especulador y minero. Los años que duró la guerra civil fueron, para el joven Clemens de veintiséis años, una época de prospecciones en busca de plata, de vida bohemia y andadura errante por el mundo del periodismo en el atractivo oeste.

Desde 1862 hasta 1865 trabajó como reportero y escritor humorístico para varios periódicos y publicaciones de Virginia City (Nevada) y San Francisco (California). Uno de los acontecimientos principales de este periodo fue su encuentro, en 1863, con Charles Farrar Browne, escritor humorístico que escribía bajo el nombre de Artemus Ward, quien le animó a emprender la carrera de escritor. Clemens empezó a utilizar el nombre de «Mark Twain», pseudónimo con el que señaló la invención de su nueva identidad pública. Como opina Everett Emerson, «Sam Clemens inventó a Mark Twain como parte de su técnica literaria» (143). La adopción del pseudónimo no fue un acto banal porque, como explica Robinson, el asunto se complica al utilizar el escritor este nombre ficticio también cuando se dirige a la familia y a los amigos. De hecho, en infinidad de cartas dirigidas a uno de sus más íntimos amigos, William Dean Howells, se refería a sí mismo como «Mark», aunque este le contestaba llamándole «Mi querido Clemens», en un intento de dirigirse a él evitando la mediación ficticia que representaba el nombre (2002, 14). La cuestión, pues, es más profunda de lo que cabe pensar a primera vista, porque, para el propio Twain y sus estudiosos, la diferenciación entre «Samuel L. Clemens» y «Mark Twain» resulta problemática, al no existir en muchas ocasiones un límite reconocible entre el hombre de carne y hueso y la imagen pública que él mismo proyectó, es decir, entre las dos identidades del escritor. Como explica Susan Gillman en Dark Twins, a lo largo de su carrera Twain volvió una y otra vez, de manera obsesiva, a tratar el tema de la identidad humana (8).

La elección de escribir bajo pseudónimo se explica en un principio como obediencia a las convenciones de la literatura humorística del país. Twain era un admirador incondicional de maestros en este arte, tales como Petroleum V. Nasby (David Ross Locke), Josh Billings (Henry W. Shaw) y Artemus Ward (Charles Farrar Browne), quienes se habían creado unos alter ego cómicos, a través de los que presentaban personalidades y actitudes histriónicas. Peter Stoneley apunta que, aunque a Twain se le suele describir como uno de los escritores norteamericanos más originales, hay que tener en cuenta que poseía un talento extraordinario para lograr sintetizar y transformar el inmenso arsenal creativo de los humoristas del sudoeste en literatura respetable e incluso moralizante (174).

De 1863 a 1865, años pasados principalmente en California, Twain sobrevivió escribiendo para dos revistas literarias —Golden Era y Californian, esta última dirigida por Bret Harte— y como reportero para el Morning Call, un periódico de San Francisco. Fue durante esta época cuando tuvo problemas al mostrarse muy crítico con las actuaciones de la policía de la ciudad por el maltrato que recibían los inmigrantes chinos. El 4 de agosto de 1868 publicó en el New York Tribune el artículo «The Treaty with China», un ejemplo de sus ideas contra el imperialismo y el racismo antiasiático, que demuestra que los temas de raza, clase y política no estuvieron ausentes de su práctica periodística. Martin Zehr explica cómo nada de lo que había escrito Twain anterior a 1868 podía haber preparado a sus lectores para las profundas e inequívocas simpatías hacia los inmigrantes chinos que expresa en «The Treaty with China» (2). Es este un texto que demuestra cómo «desde finales de la década de 1868, el autor siente un interés por las dificultades de los chinos, tanto como inmigrantes a los Estados Unidos tras la fiebre del oro de California, como en su condición de víctimas de las democracias imperialistas occidentales que ejercieron su poder militar en las provincias costeras chinas durante la última parte del siglo XIX» (6). En mayo de 1870 publicaría «Disgraceful Persecution of a Boy», donde daba rienda suelta a su indignación por el maltrato de los chinos en California. Este texto satírico, basado en un hecho real, cuenta cómo un muchacho norteamericano de buena familia, de camino a la iglesia, apedrea a un hombre chino. Como explica Andrew Hoffman, tanto su actitud crítica contra los políticos que traicionaban la confianza pública como su defensa de las minorías oprimidas significaban elementos fundamentales que nutrían su interpretación de la realidad (290).

En 1865 publicó el relato «Jim Smiley and His Jumping Frog» en el Saturday Press de Nueva York, narración que le otorgaría notoriedad nacional y que se enmarca dentro de la tradición humorística del sudoeste. Una de las técnicas más características de este tipo de humor, que Twain explotó magistralmente en sus apariciones en público, fue el recurso a la inexpresividad, es decir, la recitación de manera solemne de absurdos y exageraciones increíbles, sin dejar que el rostro ni el tono de voz traslucieran ninguna intencionalidad cómica. Otro elemento importante de su arte fue la utilización del «tall tale» sureño, una forma de hipérbole irónica, de chiste exagerado. Twain se esforzó con este tipo de narraciones por encarnar públicamente en esta época al hombre jacksoniano de la frontera, curtido por los principios democráticos nacionales, que daba voz al espacio marginado del oeste.

En marzo de 1866 empezó a trabajar como corresponsal del Sacramento Daily Union en Hawai. El viaje dio origen a una serie de artículos humorísticos y a un ciclo de conferencias de igual tema y tono. Para Amy Kaplan, esta estancia tuvo, sin embargo, grandes repercusiones en la carrera literaria del autor, pues funcionó como una especie de inconsciente de la identidad nacional que se erigía sobre el imperialismo. Hawai se transformó en el lugar no solo de la nostalgia imperialista, sino también del olvido necesario, crucial a la hora de recrear la nación (238). Lo que era imperativo, tanto para Twain como para Estados Unidos, era obviar la íntima conexión que existía entre la esclavitud y la expansión norteamericanas a la hora de consolidar una identidad nacional tras la guerra civil (239). Para Kaplan, «la americaneidad de Twain fue construida a partir de los materiales de su primer contacto con la expansión internacional de la nación, empezando con su viaje a Hawai en 1866 como reportero», pues allí descubrió la perversa relación que unía esclavitud con colonialismo y que él utilizó para «explorar un pasado propio escindido y para reinventarse a sí mismo como figura de consolidación nacional» (237).

A su vuelta a San Francisco en agosto de aquel mismo año, comenzó su carrera como conferenciante, para, a principios de enero de 1867, desplazarse a Nueva York como corresponsal del Alta California. Fue entonces cuando, al trasladarse al este tras pasar seis años en ciudades del oeste, Clemens, a sus treinta y un años, se dio cuenta de que el tipo de narrativa que había estado escribiendo no gustaría al público de la costa este. De esta manera, cuando realizó una selección de sus relatos ubicados en la California de la época —The Celebrated Jumping Frog of Calaveras County and Other Sketches—, eliminó de sus páginas las referencias al juego, al alcohol y al sexo (Emerson, 144). En junio de ese mismo 1867 zarpó con el buque Quaker City hacia Europa y Tierra Santa, en calidad de corresponsal del Alta California, tras haber convencido a los responsables del periódico de las ventajas que se derivarían de sus reportajes. Este viaje, que duraría cinco meses, había sido anunciado como un gran crucero cultural de lujo por enclaves estratégicos de la civilización europea y de Oriente Medio, y había sido organizado por la iglesia de Brooklyn en la que era ministro Henry Ward Beecher, el hermano de Harriet Beecher Stowe, la célebre autora de La cabaña del tío Tom. Los viajeros pertenecían a la clase alta norteamericana, conservadora y de profundas creencias religiosas, que Twain había satirizado en sus escritos anteriores. Entre los pasajeros con los que entabló amistad destaca en primer lugar la Sra. Mary Mason Fairbanks, a quien durante los treinta y dos años siguientes llamaría «Madre» y quien se convertiría en una de sus mentoras literarias. Esta dama, doce años mayor que Twain, era la esposa de un director de periódico de Cleveland. Según el escritor, «era la dama más refinada, inteligente y culta de todo el barco», y quien le instruyó respecto a la redacción de las cartas que debía mandar como artículos a su periódico. En segundo lugar, Twain conoció a Charles Jervis Langdon, hijo del magnate del carbón Jervis Langdon, quien le mostró la foto de su hermana Olivia, joven de la que Twain se quedó prendado al instante.

A su regreso en noviembre trabajó como conferenciante y periodista para varias publicaciones. Respecto a sus actuaciones como conferenciante o presentador de sus propias obras, Louis J. Budd manifiesta que Twain, ante el público, intentaba «aparecer con un aire desmañado, sin ningún arte» (1985, 130). Ahora bien, esta espontaneidad y naturalidad le costaban grandes esfuerzos y por ellos pagaba un precio bien alto, puesto que le obligaban a analizar con frialdad sus actuaciones. Para una conciencia como la suya, que despreciaba la hipocresía, el remordimiento era mayor si triunfaba su naturalidad, es decir, sus dotes como farsante. Cuanto mejor manejaba las pausas dramáticas o tartamudeaba buscando una palabra, es decir, cuanto más éxito tenía a la hora de hacer creíble al Mark Twain que el público tenía delante, más culpable se sentía de obtener el aplauso (1985, 130-131).

En 1869 publicó The Innocents Abroad, or The New Pilgrims’ Progress (Los inocentes en el extranjero), su primera gran obra, recopilación de su experiencia viajera al Viejo Continente, que se convirtió en un éxito de ventas. Como explica William W. Stowe, Twain, como otros muchos escritores del siglo XIX, escribió libros de viajes porque encontró en este tipo de literatura «un género literario respetable y con relativamente pocas exigencias que “ofrecía a los principiantes una forma ya establecida, un tema atrayente y la oportunidad de adoptar, como escritores, un papel respetable”» (11). Ahora bien, Twain no solo subvierte aquí el género tradicional de la literatura de viajes a Europa, sino que su aportación primordial es la de un nuevo personaje: el narrador Mark Twain, mordaz y escéptico, que se aleja del estereotipo del estadounidense inocente y deslumbrado por la historia europea, para dar una nueva perspectiva al mundo sacrosanto que contempla. Estos nuevos turistas viajan a Europa para «devorar ese Viejo Mundo y así reafirmar la respetabilidad de su clase y raza» (Cosco, 145), pero gracias al humor y a la sátira el narrador contrasta los valores morales del norteamericano de clase media, sustentados en sus creencias democráticas con los imperantes en la tradición e historia cultural, religiosa y artística de los lugares que visita. Como explica Justin Kaplan, Twain representa a estos nuevos peregrinos como «inocentes vándalos», que son a la vez provincianos, chauvinistas, vulgares, materialistas y escépticos, pero también crédulos y dóciles a la hora de responder ante una cultura europea que no comprenden (42).

En lo que atañe a su vida personal, tras dos años de cortejo, Twain contrajo finalmente matrimonio con Livy —nombre familiar de Olivia— Langdon en 1870. Conviene que nos detengamos a lo largo de unas líneas en este personaje, capital para entender la personalidad y carrera de Twain. Los Langdon constituían una aristocracia provinciana de antiguos abolicionistas. Eran los auténticos pilares de la comunidad y de la Primera Iglesia Congregacionalista de Elmira, cuyo pastor era Thomas K. Beecher, hermano de Henry Ward Beecher y de Harriet Beecher Stowe. Finalizaban así sus años de penuria y comenzaba su vida dentro de un nuevo orden social. Acerca de las consecuencias de su matrimonio con Livy en relación con su trayectoria literaria, las opiniones de los críticos han estado tajantemente divididas en dos bandos opuestos. Uno agrupado en torno a Van Wyck Brooks, autor de The Ordeal of Mark Twain (1920), quien inició la tesis de que la intransigente estrechez victoriana de Livy arruinó a su marido, le hizo desdichado como hombre y frustró sus iniciativas como escritor. La otra facción fue encabezada por Bernard DeVoto, quien en Mark Twain’s America (1932) se opuso a la opinión de Brooks y sostenía que no existía ningún indicio de fractura entre el Mark Twain anterior y el Mark Twain posterior al matrimonio, si bien también pensaba que las mujeres que rodearon al escritor fueron las que sepultaron con sus escrúpulos victorianos el genio creativo del autor.

Es evidente que a lo largo de toda su vida Twain se vio influenciado e incluso buscó la aprobación de las mujeres, desde su madre pasando por la señora Mary Mason Fairbanks —un personaje primordial para entender la trayectoria profesional de un primerizo Mark Twain, a quien consultaba tanto en cuestiones profesionales como personales—, su esposa e hijas, y acabando por la que sería su secretaria personal, Isabel Lyon. Incluso persiguió el asentimiento de un numeroso grupo de niñitas preadolescentes a las que llamó angelfish, con las que mantuvo una copiosa correspondencia en los años finales de su vida y que de manera un tanto inquietante «coleccionó» en lo que denominó su «aquarium» (como estudia Cooley). Dentro de esta línea de reconocimiento se empezaron a publicar una serie de estudios en los que se investigaban las consecuencias derivadas de la relación y encuentro de Mark Twain con los espacios femeninos desde una perspectiva más ponderada. En 1966, James M. Cox contradecía también a los críticos que censuraban a Olivia Clemens y lamentaban la influencia que supuestamente habría ejercido sobre la libertad artística de su esposo. Cox defiende cómo Twain hizo de su mujer y de la señora Fairbanks lectoras críticas de su obra y explica que «sus acusaciones humorísticas y su fingida estupidez en cuestiones de gusto literario tuvieron como consecuencia trasladar la responsabilidad de sus deficiencias y fracasos a otros, especialmente a su esposa» (53). De esta manera, Twain «consiguió dejar para la posteridad la imagen de sí mismo como escritor coartado por la sociedad» (64).

El estudio de Peter Stoneley Mark Twain and the Feminine Aesthetic (1992) es asimismo representativo de esta nueva posición crítica al considerar que, «a pesar de que se le relacione con el mundo picaresco de la adolescencia masculina, Twain volvió a lo largo de su carrera a las cuestiones planteadas por el papel y la naturaleza de la estética femenina» (8). Stoneley baraja tanto las obras como la biografía del escritor, hace hincapié en las mujeres de su círculo familiar, así como en algunas figuras femeninas históricas que interesaron al sureño (Eva, Juana de Arco), con el objetivo de dibujar «la imagen de un hombre que públicamente era antimonárquico, pero en privado antidemocrático; que apoyó la causa de los afroamericanos, pero desde la imagen racista de seres indefensos; que argumentó a favor del sufragio femenino, pero desde la óptica de la pureza femenina burguesa; que acumuló incontables críticas contra su sociedad, pero que públicamente se regocijó con los lujos que le aportaba la estabilidad conservadora de la misma» (159).

Por su parte, Shelley Fisher Fishkin, en «Mark Twain and Women» (1995), explica que las mujeres, «lejos de aparecer como influencias dañinas en la obra de Twain, fueron piezas claves en todo su proceso creativo durante sus años más productivos y triunfantes como escritor» (54). También en 1995 Laura E. Skandera-Trombley, en Mark Twain in the Company of Women, trataba de entender a Twain, «a través de las mujeres de la vida de Clemens», poniendo de relieve que fue «un autor tan dependiente de la relación e influencia femenina que sin ellas se habría perdido lo sublime de sus novelas» (xvi). Más que descubrir nuevos datos, la investigadora reinterpreta la biografía desde un punto de vista feminista que incluso le lleva a afirmar, invirtiendo la visión tradicional de Brooks y DeVoto, que la capacidad narrativa de Clemens dependió casi tanto del «ambiente creado por su esposa e hijas como de su habilidad como escritor» (4). La costumbre de leerles al final del día lo que había escrito no solo le permitía calibrar las reacciones de un potencial público lector, sino también corregir, suprimir, añadir, es decir, ir retocando la obra al tiempo que la iba componiendo en un proceso que estrechaba las relaciones de lo que Skandera-Trombley denomina el «charmed circle» (26). De hecho, para esta investigadora la censura de Livy no recortó sus alas creativas, sino todo lo contrario: las impulsó al proporcionarle una perspectiva diferente que le permitió «crear personajes que trascendieran los tradicionales estereotipos femeninos y masculinos» (61). Por otra parte, tras investigar el mundo que rodeó a Olivia Langdon en la localidad de Elmira y su participación en los movimientos reformistas de la época relacionados con el apoyo a las curas de agua, el abolicionismo, el antialcoholismo, el sufragio femenino, la educación, etc., Skandera-Trombley considera que Livy fue capaz de hacer que estas tendencias influyeran también en Twain, como demuestra la postura del autor con respecto a los derechos de las mujeres y el sufragio, que fue cambiando desde la oposición hasta la convencida defensa.

La imagen de una Livy castradora de la impulsividad genial del escritor, manipuladora de sus aparentes tendencias hipocondríacas (Hill, 34-35), o víctima de la idealización femenina del patriarcal Twain, se ha ido transformando, pues, para dar paso a la de una compañera de vida culta y extraordinariamente receptiva a las ambiciones literarias del incontrolable sureño. En 1996, Susan K. Harris analizaba los años de noviazgo de la pareja a través del epistolario amoroso que intercambiaron y llegaba a la conclusión de que ambos eran lectores voraces y de que Livy, lejos de ser una victoriana al uso, era una mujer culta, muy leída y con un gran interés por la literatura, la historia y la ciencia, y que compartió con Twain unos valores culturales que fortalecieron su relación tanto desde el punto de vista personal como intelectual.

El empeño de estas estudiosas por desterrar la imagen de Livy como sombra trasera de la vida de Twain y situarla como presencia de primera fila no explica, sin embargo, la complejidad que subyacía en la relación matrimonial de los Clemens. La enorme complicidad intelectual que existía entre ellos fue expresada por el propio escritor, tras el fallecimiento de Livy, al decir que sin ella se hallaba «indefenso» por lo que a cuestiones literarias se refería, porque se había quedado sin «editor-no censor» (Kaplan, 439). Sin embargo, sus sentimientos no se detenían en este mero lamento. En Mr. Clemens and Mark Twain, la biografía de 1966 merecedora de un Premio Pulitzer, Justin Kaplan manifestaba que, en aquellos momentos, Twain sintió un gran remordimiento por haberla disuadido de sus principios religiosos: «Casi el único delito de toda mi vida que me causa amargura ahora es haber violado la santidad de su cobijo y refugio espiritual» (Kaplan, 439). Tras haber sido descrita como parte esencial del engranaje creativo del escritor, amén de perfecta esposa e inmejorable madre de sus hijos, lo que sorprende, sin embargo, es que, tras una vida en común de más de treinta años, durante su convalecencia, Livy, con el beneplácito de los médicos, hubiera decidido exiliarlo de su lado por considerarlo, según Kaplan, «la causa externa principal del estado de nervios que padecía» (439). Según el biógrafo, se comunicaban con notas y durante el otoño e invierno de 1902 Livy permaneció aislada en su habitación, si bien el 30 de diciembre se vieron unos cinco minutos, la única vez en tres meses, y en el trigésimo tercer aniversario de su boda, en febrero, volvieron a pasar juntos otros cinco minutos. Sea como fuere, Twain acertaba al decir aquello de «casi el único delito» que le causaba remordimiento, porque en sus últimos años de vida ese quebrantamiento sería eclipsado por otro mayor y más imperdonable, y que, como hemos de ver más adelante, poco tendría que ver con la crisis de valores de principios del siglo XX.

Otro mentor y corrector que Mark Twain encontró fue William D. Howells, director editorial de la Atlantic Monthly y uno de los defensores más acérrimos del realismo literario en el país. Se necesitaba algo más que la autoridad de la Sra. Fairbanks, de Livy y de Howells para acallar a alguien como Samuel L. Clemens. Ahora bien, dado su escaso sentido de autocrítica, no cabe duda de que los comentarios de estos censores fueron consejos iluminadores para él. La consecución y afianzamiento de una reputación nacional, como Twain anhelaba y consiguió, no solo prescribía un cierto comportamiento que se adecuase a las expectativas del público, sino también una trivialización en el tratamiento radical de temas controvertidos para la sociedad de finales del siglo XIX.

Después de un breve periodo como socio propietario y coeditor del Express de Buffalo y del nacimiento de su primer hijo, Langdon, en noviembre de 1871 la familia Clemens se trasladó a Hartford, Connecticut, desde donde Twain inició sus giras de conferencias. Nook Farm, el barrio residencial que se autoconsideraba reducto aristocrático de aquella ciudad, recibió a Clemens con los brazos abiertos, puesto que este inmediatamente se adaptó al estilo de vida de esta comunidad elitista. Fue entonces cuando intentó adoptar una nueva identidad: la del hombre de negocios de éxito. Una de sus ambiciones primordiales fue la de pertenecer con pleno derecho al nuevo mundo del capitalismo del este, aunque para ello era consciente de que tenía que superar los inconvenientes que ser sureño implicaba en aquel mundo.

En 1872 nació su hija Susy (Olivia Susan), pero falleció su primogénito. Se publicó Roughing It (Vida dura), obra que tratade las peripecias del joven Clemens en el oeste y que reafirmó su popularidad como el mejor autor humorista del país. Este libro es una especie de texto autobiográfico que funciona como historia de sucesivos aprendizajes, en la que el escritor, a través de sus cambios desde prospector, reportero y conferenciante, traza su proceso de búsqueda de sí mismo. Durante este mismo año realizó su primer viaje a Inglaterra, donde fue objeto de admiración sin distinción de clases. Para Clemens, la Inglaterra de esa época simbolizaba la estabilidad, la continuidad, la cultura sólida y homogénea, un gobierno formado por personalidades responsables plenamente dedicadas a su tarea, mientras que los Estados Unidos eran víctima de corrupción y falta de moralidad en la administración, de constantes manipulaciones del sufragio, abusos del poder legislativo y fraudes judiciales.

En 1873 salió a la luz The Gilded Age (La edad dorada), obra coescrita con Charles Dudley Warner, que es una crítica feroz de la situación política del país. El título daría nombre a estos años de postguerra de corrupción y especulación. Asimismo, viajó con su familia a Europa para una segunda gira de conferencias por Inglaterra. En 1874 nació su segunda hija, Clara, y acabó de construir una fastuosa mansión en Hartford. En ese año, Howells aceptó para su publicación en la Atlantic Monthly «A True Story, Repeated Word for Word as I Heard It», un relato extraordinariamente conmovedor en el que Aunt Rachel, la tía Rachel, una madre esclava, cuenta cómo ha ido perdiendo a sus hijos por culpa de la esclavitud y cómo, al final, durante la guerra civil, llega a reencontrarse con uno de ellos. Tras esta primera aparición de un relato suyo en una de las revistas literarias más célebres del país, Twain escribió para la misma una serie de siete artículos titulada «Old Times on the Mississippi», que aparecieron en 1875 y que más tarde fueron incorporados como capítulos iniciales en Life on the Mississippi (1883), libro en el que describe sus años como aprendiz de piloto en el río. Comenzaba aquí uno de los virajes fundamentales en la producción del escritor: la recuperación de su niñez, adolescencia y primeros años de juventud, desde la experiencia de la madurez, y la transformación de su autobiografía en materia de ficción. El tema central de estos capítulos era el desarrollo desde la inocencia hasta el conocimiento y, aunque de manera humorística, el aprendizaje del significado de la responsabilidad de una profesión. Su descripción del saber qué es y qué significa el río corre paralela a la de qué es el dominio del arte literario. El río es un libro que solo admite ser leído por aquellos iniciados en el desciframiento de sus signos, de manera que el aprendizaje del piloto simboliza el del escritor que ha de aprender a ver lo que esconde la superficie de las cosas. Lo que Twain se proponía buscar era un estilo que fuese imaginativo y al mismo tiempo realista, pero sin la artificiosidad de las convenciones que escondía la escritura elegante.

Su exploración también le llevaría al descubrimiento de la infancia y de la visión de la vida en esos primeros años, en dos de los textos que siguieron: The Adventures of Tom Sawyer (1876) y TheAdventures of Huckleberry Finn (1884), considerados sus obras maestras. Borges manifestó que existe un hecho indiscutible respecto al escritor y es que «Mark Twain solo es imaginable en América». No cabe duda de la certeza de la apreciación borgiana, aunque cabría matizar que la identidad y la obra de Twain se nutren y enraízan firmemente en la topología del sur del país. Ahora bien, al parecer lo que el escritor se propuso desde un principio es que el público no lo identificase como sureño. Cuando Samuel Langhorne Clemens, oriundo de Missouri, surgió dentro de la escena literaria de postguerra apareció revestido con el atuendo de humorista del lejano oeste, como representante del pragmatismo de la frontera opuesto a las formas convencionales de la sociedad burguesa victoriana del este y como sujeto alejado de las maneras refinadas de la cultura aristocrática del sur. Sin embargo, Clemens no conoció el espíritu fronterizo de Nevada hasta bien cumplidos los veintiséis años y, si bien no volvió a vivir en el sur después de 1861, sus mejores obras están emplazadas en la región que le vio nacer y crecer.

No es pura coincidencia que estos libros apareciesen en un momento en que el sur se había convertido en uno los espacios más celebrados literariamente. Pero es que, además, esos veintiséis años de vida sureña son los que formaron su gusto literario, los que vislumbraron sus primeros experimentos narrativos y, sobre todo, los que le permitieron aprender el arte de contar historias de hombres para quienes esto era pasatiempo predilecto. Hannibal, el pueblo a orillas del Mississippi donde Twain pasó su infancia y adolescencia, fue la fuente principal de inspiración para sus grandes obras, si bien a este respecto su actitud —como típico sureño de posguerra— fue ambivalente y contradictoria. En Life on the Mississippi, la región aparece asociada con la inocencia, y en The Adventures of Tom Sawyer St. Petersburg es un lugar idílico en el que las fantasías infantiles se tornan realidad. Pero en TheAdventures of Huckleberry Finn la recreación desde la memoria de Hannibal se reviste de elementos de violencia, crueldad e hipocresía que enturbian la visión arcádica de esa infancia recuperada. Esto es así porque esta obra marca un cambio decisivo en la trayectoria literaria de Twain. Si por una parte es su mayor logro como escritor humorístico, por otra inicia el tono de profundo pesimismo que envolverá sus obras posteriores. El viaje de Huck y Jim en la balsa no es tanto un viaje hacia la libertad cuanto una huida de la tiranía. Y es que en Hannibal fue donde Clemens palpó la esclavitud, no solo porque su familia poseía algunos esclavos, sino porque la civilización y cultura sobre las que se cimentó buena parte de su vida adulta se aferraban a la tradición del sur. Como explica Shelley Fisher Fishkin, a pesar de que los escritos de Twain sobre la cuestión racial son complejos y ambiguos, es insostenible concluir que Twain creía en una jerarquía racial natural, en la inferioridad biológica de los negros, o en la de cualquier otra raza no caucásica. Como hijo de la cultura esclavista, Twain creció creyendo que el color de la piel legitimaba para el disfrute de unos derechos fundamentales, pero empezó a cuestionar estas creencias durante la década de 1880 en la época en que escribió The Adventures of Huckleberry Finn (Fishkin, 1993, 122-125). Fishkin ha demostrado que la voz que se ha llegado a aceptar como la voz vernácula de la literatura estadounidense —la voz con la que Twain cautivó la imaginación nacional en Huckleberry Finn y que encumbraría a Hemingway, Faulkner y a otros muchos escritores del siglo XX— es en gran medida una voz negra. Según esta investigadora, en Huck, más que en ninguna otra obra, Twain hizo que las voces afroamericanas jugaran un papel principal en la creación de su arte. Su consideración por el afroamericano como individuo y no como mero estereotipo fue lo que le llevó a crear el personaje de Jim en Huckleberry Finn, una obra magistral por su enconada defensa de la libertad y por la condena inexorable que realiza de la injusticia racial de la Norteamérica de posguerra.

Humorista histriónico, sin una educación académica de la que poder vanagloriarse, Twain se mostró muy ambiguo en su relación con los popes literarios de la Nueva Inglaterra de la época, como dejó patente en el discurso que pronunció el 17 de diciembre de 1877 en honor del septuagésimo cumpleaños de John Greenleaf Whittier, acto organizado por su amigo y entonces director de la Atlantic Monthly, Howells. El sureño relató la historia del desafortunado encuentro entre un minero del oeste con tres aprovechados que se hacen pasar por Ralph Waldo Emerson, Oliver Wendell Holmes y Henry Wadsworth Longfellow. Como cuenta Forrest G. Robinson, «el discurso divirtió a muy pocos de los presentes» (2002, 45). A pesar de que los autores, que estaban presentes, no se ofendieron, el tono agresivo de la historia de Twain no pasó desapercibido para los reunidos que no respondieron como cabía esperar, motivo por el que el conferenciante se sintió destrozado ya que sus palabras no habían hecho la gracia que él esperaba. El remordimiento y la humillación que sintió por su inconsciencia no le abandonaron nunca, si bien al mismo tiempo pensaba que el discurso tenía humor y no era vulgar. Esta aparente contradicción es propia de Twain y característica de tantas actitudes suyas ante la vida y la literatura.

Entre 1878 y 1880 viajó de nuevo con su familia por Europa, concretamente por Alemania, Suiza e Italia. En 1880 nació su tercera hija, Jean, y publicó A Tramp Abroad (Un vagabundo en el extranjero), donde Twain narra las aventuras e impresiones de su periplo, especialmente la parte recorrida a pie, desde la Selva Negra hasta los Alpes. En 1881 apareció The Prince and the Pauper (El príncipe y el mendigo), novela costumbrista que le valió grandes elogios y que se inspira en la popularidad de los libros para niños y en la curiosidad de la época por la Inglaterra monárquica. Como explica Albert E. Stone, se diferencia de su producción anterior porque no fue escrita para «ganar “pasta”, sino para hacer felices a sus amigos y a su familia». Twain estaba también preocupado por satisfacer a esa parte del público estadounidense a la que no había llegado, es decir, a los lectores «acomodados que reverenciaban “la sobriedad de carácter”, “la consistencia de valores” y “las virtudes tradicionales” por encima del humor chocarrero» con el que se solía asociar el nombre del escritor. De esta manera, The Prince and the Pauper fue su pasaporte literario hacia la respetabilidad (95-96). Es en este año también cuando empezó a invertir capital en uno de los proyectos más importantes de su larga carrera como entusiasta de la última tecnología y que acabaría arruinándole económicamente: la máquina de composición tipográfica de James W. Paige. Como explica Forrest G. Robinson, es difícil exagerar la importancia del dinero dentro de la visión existencial de Clemens, pues el ansia que sentía iba más allá de lo que se puede considerar normal, ya que inspiraba en él un apetito insaciable, ocasionado en buena parte por haber vivido en su infancia en la pobreza y también por el vértigo que le producía la ambición de lo material (2002, 42).

El 5 de noviembre de 1884 inició una gira de lecturas con el escritor sureño George Washington Cable, que se prolongó durante cuatro meses, periodo en el que apareció TheAdventures of Huckleberry Finn y, en 1885, su editorial, la Charles L. Webster and Company, publicó los dos volúmenes de Personal Memoirs de Ulysses S. Grant, expresidente de los Estados Unidos (1869-1879), que fueron un gran éxito de ventas y le reportaron enormes beneficios económicos. En 1885, cuando cumplió cincuenta años, había alcanzado la gloria y felicidad mayores de su vida, tanto en el plano personal y familiar, como en el económico y literario.

En 1889 vio la luz A Connecticut Yankee in King Arthur’s Court (Un yanqui en la corte del rey Arturo), obra que dramatiza el absurdo de la historia humana en la que los hombres están regidos por la herencia y el entorno, mientras que los conceptos del libre albedrío y el progreso no son más que ilusiones perentorias. Twain es uno de los escritores que mejor ejemplifica las contradicciones de su tiempo, y en ese sentido es representativo de su época. Si, por una parte, Samuel L. Clemens mostró una ingente confianza, energía y capacidad para embarcarse en todo tipo de aventuras comerciales y proyectos tecnológicos que la última mitad del siglo XIX empezaba a descubrir, por otra, Mark Twain no se abstuvo de mostrar con igual fuerza el escepticismo, desilusión e incluso desesperación que ese mismo progreso le causaba. Y esa dicotomía aparece plenamente representada en esta novela, una obra que empieza burlándose y satirizando el pasado medieval, y acaba cuestionando la superioridad del presente moderno e industrializado.

De junio de 1891 a 1895 la familia Clemens residió en Alemania, Italia y Francia con algunas estancias ocasionales en los Estados Unidos y numerosos viajes por parte del escritor con el objetivo de hacer frente a su situación económica. En 1894 se publicó como libro The Tragedy of Pudd’nhead Wilson, la obra que el lector tiene en sus manos,una novela crítica del racismo, que investiga la naturaleza de la esclavitud y sus efectos sobre la conciencia humana, y que en realidad es «otro acto de reparación, una exposición de la corrupción moral del blanco por culpa de la esclavitud del negro» (Sundquist, 1988, 100). Twain escribió la novela en un momento en que sus proyectos comerciales se estaban desmoronando y su visión de la vida teñiría de un cariz irremediablemente pesimista el contenido de sus últimas obras, en lo que algunos críticos detectan como paso del tono de parodia sarcástica a la misantropía abierta y a la desesperanza. ¿Cómo probar la pertenencia a una determinada raza cuando no existe ningún signo aparente de distinción? Ese era el tema que Twain había tratado ya en A Connecticut Yankee y retomó en The Tragedy of Pudd’nhead Wilson, su particular crónica contra el extremismo racial en la ley, en la ciencia, en la literatura y hasta en la manera en que se había definido en la Constitución. El racismo no solo había vuelto invisible a la población afroamericana, sino que había definido el color no por leyes ópticas sino por una serie de tendenciosas teorías genéticas (Sundquist, 1988, 103). Son la imitación, el aprendizaje, la práctica y la costumbre los que crean la categoría de «nigger» en esta obra, la de «esclavo» en A Connecticut Yankee y la de todos los modos jerárquicos supuestamente naturales o de origen divino. Pudd’nhead Wilson es, pues, una novela que recoge la crisis moral de Twain en cuanto al problema racial para ahondar en nuevos matices éticos, en un momento en que los derechos civiles y políticos de la población afroamericana se estaban viendo aniquilados por las leyes de segregación.

El fracaso de la máquina de composición tipográfica de Paige le ocasionó la bancarrota y se vio obligado, para atajar el descalabro económico, a iniciar una gira mundial de conferencias durante 1895 y 1896, que le llevaría desde la India hasta Australia. Antes de su regreso a Estados Unidos, en agosto de 1896, falleció de meningitis Susy, su hija predilecta. Siguió un periodo de aflicción intensa en el que Clemens se culpabilizó por su muerte. Este sentimiento de culpa no era nuevo. La continua justificación que describía la vida de Twain arrancaba de otros episodios anteriores, en concreto la muerte de su hermano Henry y de su hijo Langdon. Aparecieron entonces Personal Recollections of Joan of Arc —la obra que Twain consideró la mejor de toda su producción literaria—y Tom Sawyer, Detective.

En 1897 apareció Following the Equator, resultado de su gira de conferencias alrededor del mundo, en un periodo de autorreflexión e introspección dominado por un furioso pesimismo que obedecía a dos hechos: en primer lugar, a las desgracias personales (el fallecimiento de su hija Susy en 1896); y en segundo, a su participación en la desilusión y en la crisis de conciencia finisecular que se abatieron sobre buen número de intelectuales. El libro es fundamentalmente una crónica de las calamidades que el imperialismo occidental ha causado en los países del Tercer Mundo situados en la línea del ecuador.

Desde 1897 hasta 1900 la familia Clemens residió en Viena y Londres. En 1898, Twain empezó a trabajar en The Mysterious Stranger, que se publicaría póstumamente en 1916. En estos años finales de su vida y producción literarias, que Bernard DeVoto bautizó como «los años de desesperación» por hallarse saturados de una gran amargura, aparece una figura parecida a la de Satanás que en ocasiones toma la forma de un extranjero que intenta reformar a la gente y la sociedad que le rodea. Los críticos han clasificado la aparición de este personaje de cuatro maneras diferentes en obras que forman parte de un grupo de escritos que hablan de la naturaleza, el destino y la moralidad humanos. En ellas Twain observa cómo se desmoronan los ideales sobre los que se asientan las virtudes republicanas del país, víctimas de la cobardía, corrupción y maldad de la humanidad. Según Stanley Brodwin, en «Mark Twain’s Masks» (1973, 207-208), en primer lugar, Satanás, como tentador tradicional y origen de la mentira, surge en «The Man That Corrupted Hadleyburg» (1899), un relato en el que la ciudad es un lugar donde la inocencia y la virtud no son más que enmascaramientos de la hipocresía y la crueldad. En segundo lugar, en «That Day in Eden (A Passage from Satan’s Diary)» y «Eve Speaks» (1900), Satanás es un comentarista que se compadece de la tragedia que representa la caída del hombre, aunque no logra hacer entender a Adán y Eva cómo se habrían podido salvar. En tercer lugar, en Letters from the Earth (obra publicada póstumamente, en 1962 por DeVoto), Satanás se convierte en un interrogador sarcástico de la conducta divina, al escribir cartas a los arcángeles Gabriel y Miguel en las que reflexiona sobre lo absurdo del ser humano, un experimento de Dios. En cuarto lugar, esta figura de Satanás aparece también en The Mysterious Stranger. Twain trabajó en esta novela desde 1897 hasta 1908 y de ella existen al menos cuatro versiones en tres manuscritos, todas ellas emplazadas tanto en el Hannibal de preguerra, o en la Austria de 1702 o 1490, ambas épocas consideradas como el Medievo por el escritor, en las que se ocupa del sentido moral y de la «maldita raza humana». Satanás actúa aquí como fuerza de una inocencia amoral revestida con los poderes creativos divinos. El primer manuscrito es conocido con el título de The Chronicle of Young Satan y la acción se sitúa en Austria; la segunda, titulada Schoolhouse Hill y emplazada en Norteamérica, cuenta las aventuras de Huckleberry Finn y Tom Sawyer con Satanás, que aquí aparece con el nombre de «No. 44, New Series 864962»; la tercera versión, llamada No. 44, the Mysterious Stranger: Being an Ancient Tale Found in a Jug and Freely Translated from the Jug, vuelve a la Austria medieval y cuenta cómo desaparece el personaje No. 44 delante de una imprenta y sus denuedos por demostrar la inutilidad de la existencia humana. La publicación que en 1916 realizó de la obra Albert Bigelow Paine no se considera completa porque está integrada por el primer manuscrito y una versión modificada del tercero, y no sería hasta 1969 cuando la University of California Press publicó una edición de los tres manuscritos con el título de No. 44, the Mysterious Stranger, que refleja fidedignamente la idea de Twain. En 1906 y de manera anónima apareció What is Man?, un diálogo entre un joven y un anciano en el que se barajan ideas tales como el destino o libre albedrío.

En 1900, Twain regresó a Estados Unidos y fue recibido con los honores de héroe nacional. Se instaló en Nueva York, donde juntamente con Howells participó en la campaña antiimperialista. «Soy antiimperialista», declaró a un periodista del Herald de Nueva York el 16 de octubre de 1900, nada más pisar el país. Hunt Hawkins explica que estas convicciones —que se habían ido arraigando con enorme fuerza en el escritor durante su viaje de conferencias alrededor del mundo— se vieron acrecentadas por la lectura del Tratado de París por el que España cedía las Filipinas a los Estados Unidos y por su amistad con Howells, miembro de la Liga Antiimperialista (148). Durante los seis años siguientes Twain escribió una serie de artículos sobre la guerra de Cuba, la de los boers, la rebelión de los boxers y la situación del Congo. En 1901 recibió el título de Doctor en Literatura de la Universidad de Yale y publicó «To the Person Sitting in Darkness», una despiadada invectiva contra las supuestas ventajas de la civilización. En 1904 publicaría «King Leopold’s Soliloquy», un ataque contra la opresión del Congo por parte del poder belga colonial. Ambos artículos eran una muestra más del talante antiimperialista del escritor y de su capacidad como crítico social a principios del siglo XX.

En 1903 viajó con su familia a Italia, donde el 5 de junio de 1904 falleció su esposa Livy. Consciente de su papel como personaje histórico, Twain nombró biógrafo y albacea literario a Albert Bigelow Paine, a quien empezó a dictar su autobiografía. Con la desaparición de Livy, comienza, según la crítica más tradicional, la última etapa existencial y literaria del escritor. La biografía de Samuel Clemens/Mark Twain continúa siendo objeto de investigación, análisis y revisión, iniciados desde antes incluso de la muerte del propio escritor. Si Samuel Johnson contó con James Boswell, Twain contó, aunque solo durante unos pocos años al final de su vida, con Albert Bigelow Paine, quien en 1912, dos años después del fallecimiento del escritor, publicó una monumental obra en tres volúmenes —una hagiografía para muchos— titulada Mark Twain: A Biography. The Personal and Literary Life of Samuel Langhorne Clemens.

Como era de esperar, los biógrafos —empezando por el fiel Paine— han contado también muy buenas historias sobre el escritor y las personas que vivieron a su alrededor. De entre aquellas que formaron parte de su círculo familiar y más íntimo, y que han recibido muy distintos tratamientos, destacan, como se ha visto con anterioridad, su esposa, Olivia Langdon, y la mujer que le acompañó en sus últimos años de vida, Isabel Van Kleek Lyon, una figura que en la inmensa mayoría de las biografías pasaba, hasta hace bien poco, como presencia fantasmal, pues raras veces se adentra la investigación en tratar de elucidar el auténtico papel que representó. De hecho, en 2010, año del centenario del fallecimiento de Twain, se publicaron dos libros que intentan esclarecer lo que en las últimas décadas ha pasado a ser el centro de la atención de la crítica biográfica: los hechos que se sucedieron desde la muerte de Livy hasta la del propio escritor.

El primero de estos dos estudios se titula Mark Twain, Man in White: The Grand Adventure of His Final Years (2010). Su autor, Michael Shelden, se adentra en el periodo de 1906 a 1910 con el propósito de poner en entredicho la imagen del Twain amargado tras la desaparición de Livy. Shelden descubre y pinta la figura de un hombre lleno de energía, abierto, con ganas de vivir y repleto de humor; alguien que ha sabido sobreponerse a la desaparición de sus seres más queridos y disfruta de la compañía de todo tipo de amistades. De hecho, el famoso traje blanco que vistió el escritor durante estos últimos años es interpretado como símbolo de cómo el sureño se desprendió de la pena que le oprimía desde hacía una década. El segundo libro, Mark Twain’s Other Woman: The Hidden Story of His Final Years (2010) de Laura E. Skandera-Trombley, es un estudio que pretende reivindicar la hasta ahora, según la autora, estigmatizada figura de Isabel Lyon.

Estos años finales del escritor suelen aparecer etiquetados, como se ha mencionado con anterioridad, con el calificativo de «periodo negro», y son los que han sido objeto de mayor atención y más dispares reinterpretaciones recientemente. La razón de esta atención y discrepancias viene motivada porque todavía existían manuscritos, publicaciones en periódicos, cartas privadas, etc., que no habían pasado por el ojo crítico de los investigadores. La visión más ortodoxa pintaba un retrato desolador del autor, quien, tras los fallecimientos de su esposa e hija Susy, se había sumido en un pesimismo y nihilismo profundos, a los que se añadió el distanciamiento que supuestamente impusieron las otras dos hijas, Jean y Clara. Son estos los años en los que, además, surgía en primer plano una nueva presencia femenina en este escenario: Isabel Lyon, la mujer que vivió en la casa de Twain durante seis años y hacia quien experimentó un radical vuelco sentimental, desde el amor reverente hasta el odio más recalcitrante.

En 1902, Twain la describió como «espigada, pequeña y de buena presencia, de treinta y nueve años según el almanaque, aunque de diecisiete a tenor de cómo se viste y se comporta». Ella adoraba al admirado autor y lo llamaba «El Rey», apelativo que a él le encantaba. Lyon había sido secretaria personal de Livy, pero, tras la desaparición de esta en 1904, empezó a encargarse de supervisar las finanzas de Twain, de cuidarlo en la enfermedad, de vigilar a sus hijas, de leer y proporcionar sugerencias a los textos que iba componiendo, de escribir al dictado sus memorias y de cuidar del hogar. En una palabra, Lyon se transformó en una nueva Livy. En 1966 Justin Kaplan ya adelantaba la opinión de que «en Clara y Jean, y más tarde en su secretaria privada, Clemens buscó un reemplazo simbólico para Livy, de la misma manera que esta había reemplazado a Mary Fairbanks» (439).

Para entender lo que, a partir de 1902, es a todas luces una enmarañada historia de amores y odios, de trepidantes encuentros y desencuentros, de traicioneras conspiraciones de villanos contra inocentes ancianos, es decir, un fenomenal culebrón que rompería cuotas de pantalla en cualquier reality show de nuestros días, conviene recordar el descubrimiento en 1970 de un documento inédito hasta aquella fecha: el manuscrito Ashcroft-Lyon. El 25 de junio de ese año, el New York Times publicaba un artículo, firmado por George Gent, en el que se informaba del descubrimiento de una carta de Mark Twain en la que acusaba a su secretaria, Isabel Lyon, y a su ayudante financiero, el inglés Ralph W. Ashcroft, de robo. La carta, en realidad un manuscrito de 492 páginas, iba dirigida a William Dean Howells, el amigo íntimo de Twain, y estaba fechada en el otoño de 1909, si bien había sido redactada entre mayo y octubre de aquel año. Había sido hallada en una caja de zapatos entre los papeles de Edward E. Loomis, cuya esposa, Julia Langdon, era sobrina de la mujer de Twain, y había sido comprada por 25.000 dólares por la Biblioteca Pública de Nueva York para la Berg Collection of English and American Literature.

En esta carta, que nunca fue enviada, Twain contaba al amigo Howells cómo Ashcroft y Lyon le habían desposeído de miles de dólares. El escritor había contratado a Ashcroft en 1907, cuando había sido nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Oxford, y, con el tiempo, había autorizado a él y a Lyon para firmar cheques en su nombre. Los desleales empleados habían planeado casarse y, conscientes de los riesgos que corrían y del peligro de la denuncia de Twain, se marcharon a Inglaterra para evitar la justicia. En 1909, el mismo New York Times se había hecho eco de la traición, pero también había publicado la noticia de que las diferencias entre los litigantes se habían solucionado ante los tribunales. Twain, sin embargo, había escrito al director del periódico para desmentir la veracidad de aquella resolución y acusar al rotativo de falsedad. Por otra parte, en la carta a Howells, Twain reconoce y se culpa de su ramplona credulidad y añade un apartado titulado «To the Unborn Reader», una especie de mensaje para la posteridad en el que exhortaba a la persona que algún día leyera sus palabras a preservar aquel escrito.

El libro de Skandera-Trombley Mark Twain’s Other Woman: The Hidden Story of His Final Years no es el primero, sin embargo, que se ocupa de estudiar la relación entre Lyon y Twain teniendo en cuenta el manuscrito Ashcroft-Lyon. De hecho, a partir de su descubrimiento, el texto ha recibido dos interpretaciones: la de los críticos que minimizan su importancia como documento explicativo del drama final del escritor y defienden la actuación del tándem Ralph W. Ashcroft/Isabel Lyon; y la de aquellos que lo utilizan como prueba fehaciente del comportamiento conspiratorio de la pareja. En una palabra, el campo se halla dividido en estos momentos entre los amigos y los enemigos de Isabel y Ralph.

En 1973 Hamlin Hill era el primero que se acercaba a la figura de la secretaria con ojos benévolos para destacar su papel de víctima propiciatoria de las intrigas urdidas por las hijas del escritor y de la tiranía del mismo. La actitud inaugurada por este crítico es la que prevaleció hasta el momento en que Karen Lystra publicó Dangerous Intimacy en 2004, un volumen que, además de poder leerse con la avidez de una novela de misterio, es el estudio más ecuánime, contenido y mejor documentado sobre estos últimos años de la vida del escritor aparecido hasta la fecha. Lystra parte de presupuestos novedosos. Contrariamente a Hill, rechaza la versión de los hechos desde el punto de vista de Ashcroft y Lyon, y sitúa su ojo crítico desde el punto de mira de Jean Clemens, la hija epiléptica de Twain, a la que Lyon mantuvo apartada del padre con la intención de eliminar las barreras emocionales que se pudieran interponer entre ella misma y el escritor. En segundo lugar, cuestiona las afirmaciones que vierte Lyon en su diario, que Skandera-Trombley acepta sin rechistar en 2010 en