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Todo ser humano, inexorablemente, ha tenido que enfrentar alguna vez un momento en el que su vida cambió de repente. Claro que notar ese giro en el mismo instante en que se transita suele ser privilegio de unos pocos, ya que la gran mayoría suele dejarse llevar por las aguas de una corriente que nos amontona y nos aliena. Como si el destino fuera algo inevitable que se somete al dictamen de los pétalos de una flor. La nostalgia, el humor y el deseo juegan sus propios papeles en estas ocho historias, en las que el amor funciona como punto de partida, pero también forma parte del todo. A través de diferentes enfoques y estilos narrativos, Nicolás Horbulewicz nos sumerge en un océano de amores imposibles, platónicos, excéntricos, no correspondidos, predestinados y, quizás, los mejores de todos: los impensados.
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Seitenzahl: 105
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Horbulewicz, Nicolás
La última hoja de la margarita / Nicolás Horbulewicz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2020.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8346-38-0
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A863
© 2020, Nicolás Horbulewicz
Corrección de textos: Paula Fernández Vidal
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
Todos los derechos reservados
© 2020, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8346-38-0
1º edición: diciembre de 2020
1º edición digital: noviembre de 2020
Conversión a formato digital: Libresque
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Todo ser humano, inexorablemente, ha tenido que enfrentar alguna vez un momento en el que su vida cambió de repente. Claro que notar ese giro en el mismo instante en que se transita suele ser privilegio de unos pocos, ya que la gran mayoría suele dejarse llevar por las aguas de una corriente que nos amontona y nos aliena. Como si el destino fuera algo inevitable que se somete al dictamen de los pétalos de una flor.
La nostalgia, el humor y el deseo juegan sus propios papeles en estas ocho historias, en las que el amor funciona como punto de partida, pero también forma parte del todo. A través de diferentes enfoques y estilos narrativos, Nicolás Horbulewicz nos sumerge en un océano de amores imposibles, platónicos, excéntricos, no correspondidos, predestinados y, quizás, los mejores de todos: los impensados.
Nicolás Horbulewicz nació en Buenos Aires, en agosto de 1984, pero creció en el Alto Valle del Río Negro. La literatura es una de sus grandes pasiones. Es autor del libro El ascenso que no fue (2018), obra de corte periodístico que narra la temporada 98/99 del club Cipolletti en el Nacional B. En el año 2019, junto a veinte escritores y periodistas, participó de la antología de cuentos y relatos de fútbol Fuerte al medio. Actualmente reside en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe. Instagram: @nicohorbu
A Mailencita, mi hermana preferida.
A Nadia García, por estar siempre
dispuesta a leer mis manuscritos.
A Gabriela Dall´ Acqua, por los consejos literarios.
A Stella Manusia.
Por años, Juan Bautista Wolf tuvo el tristemente célebre honor de ser declarado persona no grata en el lado rionegrino del Alto Valle. Su nombre fue sinónimo de mala palabra, al menos para mi generación, esa que creció con el uno a uno, y con la posibilidad de viajes a la estratósfera desde plataformas que supuestamente se iban a instalar en la provincia de Córdoba. Los cipoleños no lo queríamos pues sabíamos que era una mala persona y un sorete. Futbolísticamente, era el típico habilidoso que nunca ponía la pata en pelotas divididas y el que caminaba la cancha cuando el partido estaba en desventaja. Era, también, el que se tiraba como si estuviera sufriendo un ataque de epilepsia cuando apenas lo tocaban. Pero, sobre todo, lo odiábamos porque era el novio de Catalina Martinesse, una de las minas más lindas y deseadas de toda la ciudad.
Yo creo que lo que nos daba más bronca era que el tipo, físicamente, era uno más del montón. Nosotros no éramos ningún Brad Pitt, eso está más que claro. Pero, qué se yo, siempre imaginamos que la Martinesse era más digna de una especie de galán de telenovelas juveniles, de esos que se pasean por la costa del Limay haciéndose los cancheros con el torso desnudo cuando empieza el calorcito. ¿Qué le había visto entonces semejante minón a tremendo pelotudo? Y bueno, ahí como siempre se rumoreaba una sarta de boludeces que andá a saber si eran verdad; para mí que algún pajero las había tirado medio en joda y después la gilada la repetía como loros, sin importar en absoluto la veracidad o no de tales afirmaciones. Que el pibe tenía mucha guita, que entre las gambas le colgaba una inmensa tararira y, mi preferida, que aquello no era más que la confirmación de la “ley del embudo”, es decir, la más linda con el más boludo. A mí, Catalina me parecía bonita y no mucho más que eso, pero Julio, mi amigo Julio, el Narigón Aristegui, estaba perdidamente enamorado de ella.
Una tarde, tomando unas cervezas después de una clase, nos dijo que, por intermedio de un conocido, se había entrevistado con un sicario porque ya estaba cansado de ver a Catalina con el forro ese y quería hacerlo cagar de alguna manera. Nos lo contó no para pedirnos consejo, sino porque el tipo le cobraba como cuarenta mil dólares y, obviamente, necesitaba que le prestáramos dinero. Nosotros le creímos porque el Narigón era un loco, alguien dispuesto a hacer cualquier cosa por el amor de la Martinesse, pero tratamos de disuadirlo argumentando, en principio, problemas financieros. En segundo lugar, lo hicimos entrar —un poco— en razón, señalándole que nada le aseguraba que Catalina fuera a irse con él en el hipotético caso de que Wolf muriera. El Narigón pareció bajar un cambio, pero su deseo de venganza seguía latente. Ahí fue cuando yo tuve la funesta idea de hacerle un partido a Bautista y a sus amigos para, por lo menos, desquitarnos un poco de la injusticia que era su relación con Catalina. La motivación inicial no tenía nada que ver con una victoria sino con la posibilidad de aprovechar la situación para cagarlo bien a patadas a Wolf. Dejarlo al borde de la cuadriplejia.
Sin embargo, todo cambió durante la previa porque ellos propusieron jugar por la cancha y nosotros, como unos giles, aceptamos. Wolf y sus amigos habían asistido a uno de los colegios más chetos de Neuquén, por ende, en el pleito, había también intrínseca una cierta “lucha de clases”. Como verán, el cotejo contaba con todos los condimentos posibles para que, ante la primera chispa, se desatara un incendio sin control.
Nosotros, se podría decir, teníamos un buen equipo. Si bien en el fútbol cinco las posiciones fluctúan según el desarrollo del partido, generalmente intentábamos mantener un orden. Ponce era el talentoso, el que manejaba los hilos del conjunto y al que había que darle la pelota cuando las papas quemaban. Ernesto, el hermano menor del Narigón, jugaba por las bandas. El Gordo López era nuestro “nueve sin gol”, porque su principal virtud era aguantar la pelota al borde del área y descargar con algún compañero sin marca; rara vez sus disparos tenían destino de red. El Narigón jugaba generalmente atrás, y quien escribe estas líneas se desempeñaba bajo los tres palos.
El encuentro fue muy parejo todo el tiempo. En una de las primeras ocasiones netamente ofensivas de ambos equipos, después de un par de toques, la jugada encontró al hermano del Narigón solo contra el arquero….
—¡Definíííí! —le imploró desconsoladamente su hermano mayor.
Pero el menor de los Aristegui prefirió amagar, el arquero pasó de largo y, ya con el arco libre, mandó suavemente el esférico al fondo de la red. ¡Go! ¡La! ¡Zo!
Uno a cero arriba, comienzo inmejorable, principalmente porque Wolf, el alma del otro equipo, los primeros minutos se había mostrado desaparecido, irreconocible futbolísticamente, a tal punto que debió recurrir a lo discursivo para que todos supiéramos que estaba en la cancha:
—Chicos, me saco la campera —avisó.
En desventaja, los neuquinos empezaron a poner mucho más huevo. A los pocos minutos, tapé un mano a mano, y en la jugada siguiente, un remate esquinado al mejor estilo Pato Filliol. Parecía que iba a ser mi tarde, no obstante, la alegría me duró poco. Bautista, que sin la campera había vuelto a ser el mismo de siempre, me clavó un golazo de media chilena y, enseguida, un cabezazo al ángulo magistral. En dos minutos nos habían dado vuelta el partido. El empate costó unos cuantos minutos de asedio al área rival: lo logró Ponce con un lindo remate de media distancia. Ya en el epílogo, ninguno de los dos bandos quería arriesgar demasiado, pero en un ataque de habilidad al que no nos tenía acostumbrados, el Narigón eludió a casi medio equipo y entró al área perfilado para su pierna menos hábil. Con la zurda y en velocidad, le pegó primero al piso y la pelota se estrelló en el palo. Se quedó tirado lamentándose como un niño al que le sacan su juguete.
—¡¡¡Volvé, hijo de puta!!! —le gritamos todos, porque el arquero de ellos había sacado rápido y le había entregado la pelota a Wolf que, con espacio, era más que peligroso. No podíamos, de ninguna manera, perder el partido en la última jugada. El Narigón se levantó y volvió corriendo como un toro enceguecido. Cuando llegó a la altura donde estaba Bautista, este enganchó para atrás y lo hizo pasar con un caño humillante, a tal punto que los equipos que se encontraban afuera esperando para entrar estallaron en aplausos. Julio no se bancó la ofensa y, quizás un poco caliente todavía por la jugada anterior, ahí nomás le aplicó una descomunal trompada a Wolf que, del golpe, cayó fulminado en el suelo. Todos se le fueron al humo al Narigón y, en dos segundos, esa ignota canchita de fútbol en el norte de la Patagonia, se convirtió en Stalingrado. La batahola fue colosal. El Gordo López parecía un luchador de sumo en el medio de un torbellino de golpes, piñas y botinazos. Lo encaraban de a tres y él no retrocedía.
—¡Vengan de a uno neuquinos putos! —rugía, y se golpeaba el pecho como si fuera un jugador de los All Blacks cantando el haka.
Ponce recibió varias, pero también repartió a diestra y siniestra. Yo, como el cagón que siempre fui, intentaba separar, pero créanme que aquello fue una guerra. Alguna que otra le pegué a Wolf porque la verdad es que siempre me había parecido un cara de verga y le tenía bronca. La única manera de parar semejante desenfreno fue con la policía. Todos terminamos en la comisaría. Allí esperamos un par de horas, en cuartos separados, por supuesto, hasta que cerca de la medianoche volvimos a nuestro hogar.
El asunto es que la pelea fue noticia de primera plana en los medios de la región y eso, increíblemente, exacerbó la rivalidad ya existente entre las ciudades de Cipolletti y Neuquén de manera alevosa. Esa misma semana, una enorme cantidad de cipoleños que cruzaban el puente todos los días para estudiar Ingeniería en la Unco —entre ellos Ponce—, fueron injustamente desaprobados en un examen por un titular de cátedra neuquino. En represalia, en la Facultad de Medicina —ubicada en Cipolletti—, la mayoría de los aplazados en la materia Anatomía II fueron misteriosamente neuquinos. Hasta se comentaba por lo bajo que el docente le había cambiado la nota a un cipoleño que tenía domicilio legal en Neuquén, pero que residía de hecho desde hacía años en la ciudad cuyo nombre homenajea al famoso ingeniero italiano.
La policía también parecía jugar su papel en el pleito: en la margen rionegrina, los oficiales se valían de ficticias legislaciones para aplicarle multas a los automovilistas con patentes de Neuquén, y los neuquinos comenzaron a hacer lo mismo con las chapas de Río Negro. Como en Troya, la escalada de la violencia parecía no tener fin. Y todo había empezado por el amor de una mujer.