La venganza del príncipe - Olivia Gates - E-Book

La venganza del príncipe E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

El príncipe Mario D'Agostino estaba acostumbrado a recibir todo tipo ofertas. Sin embargo, la mujer que le había hecho esa propuesta lo dejó sin respiración. No estaba interesado en hablar de negocios, hasta que se enteró de que la misión de ella era hacerle regresar a su tierra natal, Castaldini, para subir al trono. Se suponía que seducir al mensajero no era parte del trato. Pero, tras una noche de pasión, Mario supo que Gabrielle debía ser la reina de su corazón. Su mundo se derrumbó cuando descubrió la verdadera identidad de su amante… y la traición clamó venganza.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Olivia Gates. Todos los derechos reservados. LA VENGANZA DEL PRÍNCIPE, N.º 1769 - febrero 2011 Título original: The Prodigal Prince’s Seduction Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9778-5 Editor responsable: Luis Pugni

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La venganza del príncipe

OLIVIA GATES

Capítulo 1

–Quiero una hora contigo.

El príncipe Mario D’Agostino se quedó petrificado en la entrada de la sala de baile donde se celebraba el evento benéfico. Escuchó aquella aterciopelada voz a pesar del ruido de la música.

Oyó su suavidad con nitidez, como si por arte de magia se hubieran borrado los demás sonidos que lo rodeaban. Y todo el vello se le erizó, como si acabara de entrar en un campo de electricidad estática.

Mario frunció el ceño y se giró para ver de dónde provenía la voz. Entonces, todo lo demás pareció desaparecer. Sintió que el corazón le dejaba de latir y su temperatura subía a punto de ebullición.

Aún en las sombras, aquellos ojos parecían dos pedazos de cielo. Y lo miraban desde una cara de ángel.

–Una hora. Pagaré cien mil dólares por tu tiempo –repitió aquella criatura imposible.

Mario no pudo contener una erección instantánea. Allí mismo. Sólo por unas pocas palabras y una mirada. Intentó respirar hondo para calmarse, pero sólo consiguió llenarse los pulmones con el aroma de ella, limpio, con un toque de jazmín y una sobredosis de feromonas.

Entonces, ella salió de las sombras y Mario supo que no podría calmar las reacciones de su cuerpo.

Quizá sólo era un sueño, se dijo él. Tal vez, seguía en su limusina, soñando con aquella aparición. Llevaba treinta y seis horas sin dormir y, sin duda, eso estaba afectando a su sistema nervioso. Eso explicaría por qué aquella mujer representaba sus fantasías más íntimas. Su cabello era una cascada de seda color fuego, su tez aceitunada y sus facciones estaban llenas de personalidad y sensualidad, por no hablar de unas curvas capaces de volver loco a cualquier hombre.

Pero ella no era fruto de su imaginación. Era real.

Y le había excitado sólo con susurrarle aquellas palabras, con su presencia. En ese instante, la imaginación de Mario desbordaba con sonidos, imágenes y aromas de sábanas de seda y miembros entrelazados, de gemidos de placer.

¿Qué le estaba pasando? ¿Se estaría volviendo loco?, se preguntó Mario. Había sufrido demasiado estrés en los últimos meses, quizá sólo necesitara descargarse un poco de tanta tensión acumulada.

–Tengo el cheque aquí mismo –dijo ella y buscó en su bolso–. Para la organización benéfica que tú elijas.

Mario observó sus manos, con uñas cortas y sin pintar, y se imaginó chupándole cada uno de los dedos hasta que ella le rogara que la lamiera en otras partes… por todas partes…

Mario dio un paso hacia ella, con la intención de confirmar que la mujer que lo estaba hablando no fuera un espejismo. Ella se tambaleó hacia atrás. Una marea de personas se interpuso entre ellos.

–¡Príncipe Mario! ¡Al fin ha llegado!

–Por aquí, príncipe Mario.

–Debe venir por aquí primero, príncipe Mario.

–Hay alguien que se muere por conocerlo.

–Pero mi invitado es más importante y tiene que conocerlo primero.

De pronto, Mario sintió haber dejado a sus guardaespaldas afuera para que pudieran dispersar a la gente que de forma tan grosera había roto la intimidad de su conversación con ella. Pero, quizá, no sería buena idea. Sus guardaespaldas podían actuar con demasiada brusquedad, sobre todo después de que Jeremiah Langley lo había apuñalado hacía un mes.

Aparte de enviar a todo el mundo al diablo, Mario no tenía otra opción más que escucharlos. Observó cómo ella retrocedía. Con el cheque en la mano.

Mario llamó al jefe de sus guardaespaldas y le ordenó que la siguiera en caso de que ella se fuera. No podía arriesgarse a perderla.

Entonces, empezó a representar su papel de patrocinador de la fiesta, dejando de lado lo que realmente quería hacer. Por primera vez en años, había algo que deseaba hacer de veras: verla, darle lo que ella le pidiera y experimentar las sensaciones que ella le producía, algo que no había sentido… nunca.

Gabrielle Williamson se quedó mirando al hombre que la multitud había arrastrado, el hombre que sobresalía en altura de entre todos ellos.

Así que ése era el príncipe Mario D’Agostino. Gabrielle había creído conocer su aspecto, después de haber visto incontables fotos en periódicos y revistas. Pero no. Las fotos no habían hecho justicia al príncipe soltero más codiciado del mundo.

En realidad, parecía un… dios.

Y ella se le había acercado con una patética oferta, pensó. ¿Cuánto podía valer una hora con un dios?

Cuando ya no pudo seguir viendo sus ojos, que parecían estrellas, Gabrielle se estremeció. Y comenzó a temblar.

¿Qué le estaba pasando? Había pretendido sorprenderlo con su oferta para que él aceptara escucharla, sin preguntas. Había querido poder hablar con el príncipe sin decirle quién era, libre de los prejuicios que su nombre suscitaría en él.

Pero, al verlo en carne y hueso, se había quedado en blanco.

Gabrielle había olvidado dónde estaba, lo que se suponía que tenía que decir, y sólo había podido quedarse estupefacta. Había salido de las sombras cuando él le había obligado a hacerlo, sólo con la fuerza de atracción de su mirada. Entonces, él la había examinado… de arriba abajo.

A continuación, una marea de gente se lo había llevado, evitándola hacer el ridículo delante de él. También, habían impedido que él aceptara su oferta. Y había estado a punto de hacerlo. O, tal vez, ella lo había imaginado.

Pero era extraño. Gabrielle era una divorciada de treinta años, no solía imaginarse las cosas y no había tenido fantasías ni de niña. Había sido la hija única de unos padres hundidos por la bancarrota y la depresión, lo que no le había ayudado mucho a soñar.

Y eso formaba parte del ajetreado viaje que la había llevado allí ese día, con la misión de salvar su empresa de la bancarrota, además de saldar su deuda con el hombre que había apoyado a su familia durante aquellos años desesperados: el rey Benedetto de Castaldini, padre del príncipe Mario.

Después de que el padre de Gabrielle quedara en la runa, el rey, amigo y antiguo socio, le había convencido de que se mudara con su familia más cerca, a Cerdeña, para que pudiera ayudarlos mejor. Y Benedetto los había ayudado de sobra antes y después de que su padre muriera seis años después. El rey las había mantenido a su madre y ella y había pagado su educación, hasta que ella había terminado la carrera de Periodismo.

Desde entonces, Gabrielle se había propuesto pagar las deudas de su familia con intereses. Pero la deuda emocional era mayor que la deuda económica.

Aprovechando los buenos consejos financieros del rey, Gabrielle había hecho inversiones en la bolsa de Castaldini. Por eso, en parte, su empresa Publicaciones Le Roi estaba en peligro. El país se había sumido en una grave crisis después del infarto del rey hacía seis meses. Su pronóstico no era muy favorable y, cuando la noticia se había propagado, el mercado de valores de Castaldini había caído en picado.

El rey la había llamado hacía un par de semanas y había quedado para hablar con ella por videoconferencia. Le había dicho que tenía la solución a todos sus problemas.

Gabrielle recordó la llamada…

Ella había estado pensando cómo rechazar su oferta de ayuda, pues no quería volver a endeudarse con el rey. En el pasado, para devolverle el dinero que le había prestado a su familia a lo largo de los años, había hecho algo tan estúpido como casarse con Ed. Pero… ¿podía permitirse rechazar su ayuda en ese momento, cuando los cientos de empleados de su empresa dependían de ella?

Entonces, un extraño había aparecido en la pantalla de videoconferencia. Gabrielle había tardado unos segundos en darse cuenta de que era el rey. El hombre de setenta y cuatro años, antes en forma y fuerte, se había convertido en un anciano que parecía tener cien años.

A Gabrielle se le habían saltado las lágrimas al verlo.

–Me alegro de verte, figlia mia.

–Y… yo también me alegro de verle, rey Benedetto.

–No hace falta que finjas conmigo, Gaby. Sé que debe de ser un shock para ti verme así. Pero tenía que hablar contigo cara a cara porque tengo que pedirte un favor de valor incalculable.

¿Él iba a pedirle un favor?, se había preguntado Gabrielle. La mera posibilidad de serle de ayuda al rey le infundió energía.

–Puede pedirme cualquier cosa, rey Benedetto.

–Una vez quisiste proponerle a mi hijo Mario hacer un libro de su vida.

Ella había asentido, frunciendo el ceño. Había querido hacer una biografía sobre el príncipe, pero él se había negado a hablar de su vida.

Eso había sucedido antes de la muerte de su madre y, desde entonces, Gabrielle se había olvidado del tema. Y se había olvidado también de sus ilusiones, dejándose hundir en la depresión.

Desde que había regresado a Nueva York, Gabrielle no había hecho amigos, sólo enemigos. Tenía colegas y empleados, pero no había entablado ninguna relación cercana con ninguno de ellos. Sus tíos vivían en el extranjero. Al principio, los hombres que se habían acercado a ella pensando que era rica, luego su matrimonio había sido un fracaso, igual que sus intentos de olvidarlo en los brazos de otros hombres. La muerte de su madre había sido el último eslabón en la cadena de su depresión.

Lo único que le había hecho no tirar la toalla había sido saber que el trabajo de sus empleados dependía de ella. Eso le había dado fuerzas para irse manteniendo a flote.

–Me siento responsable de tus problemas económicos –había dicho el rey, sacándola de sus recuerdos.

–Por favor, no, rey Benedetto. No es culpa suya.

El declive de la empresa de Gabrielle había comenzado con el descubrimiento de la enfermedad terminal de su madre. Una parte de ella había muerto con su madre, una parte que no sabía cómo resucitar. La crisis de Castaldini había sido sólo la gota que había colmado el vaso.

Y ella no había sido la única afectada. Muchas empresas pequeñas que habían invertido en Castaldini se estaban tambaleando. A pesar de que el nuevo regente, el príncipe Leandro D’Agostino, había intervenido para sacar a flote su economía, el golpe inicial había sido muy grave. Además, como regente, Leandro no podía prometer al país la estabilidad a largo plazo que necesitaba.

–Mario podría hacer revivir a tu empresa, tanto con un best seller como de otras maneras, si él quisiera.

Eso le habían dicho a Gabrielle sus consejeros, que sólo un best seller o la fusión con una compañía poderosa podría salvarla. El príncipe Mario podía satisfacer ambas opciones. Pero él ya había rechazado su propuesta con anterioridad.

–¿Cree que Mario estaría dispuesto a escuchar mi oferta ahora?

–No he dicho eso.

–Entonces, ¿qué ha cambiado?

–Tu situación. Y la mía.

Gabrielle no había entendido por qué pero, al parecer, el rey pensaba que ambos podían obtener algo positivo de su acercamiento a Leandro.

–Lo pensaré…

–Te estoy pidiendo que lo hagas, Gaby –le había interrumpido el rey–. Y no sólo quiero que firmes un contrato con él. Insisto en que te ofrezcas a escribirle el libro. Quiero que trabajes con él lo más de cerca posible, para que puedas convencerle de que vuelva a Castaldini.

Gabrielle no había conseguido comprender…

–Se fue hace cinco años, diciendo que no regresaría mientras yo viviera. Y ha mantenido su promesa. Ni siquiera me llamó cuando sufrí el infarto.

El corazón aletargado de Gabrielle había dado un salto y un cúmulo de sentimientos se había despertado dentro de ella: sorpresa, indignación… rabia.

¿Qué clase de monstruo le haría eso a su padre y a un gran hombre como Benedetto? Ella siempre había admirado a Mario por su éxito y por sus cualidades. Se había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo.

–¿Por qué toda esa… animosidad?

–Mario me culpa de cosas terribles; yo no he podido demostrarle que no soy responsable de ellas.

De acuerdo, se había dicho Gabrielle. Así que era más complicado de lo que parecía. No debía formarse una opinión de antemano, había pensado.

–Pero no importa lo que él piense. Debe volver, Gaby. No soy el único que necesita a mi hijo, Castaldini necesita su poder e influencia.

¿Pero qué podía hacer ella al respecto?, se había preguntado Gabrielle.

–Sé que puedes hacer algo. Te acercarás a él con un punto de vista nuevo, con preocupaciones legítimas sobre tu empresa. Pero dame tu palabra de que no le dirás que me conoces. Eso le haría mandarte directa al diablo. Y no podemos permitirnos eso ninguno de los dos. La situación es muy grave. Quiero que hagas lo imposible para que Mario vuelva, cualquier cosa.

Gabrielle seguía recordando las palabras del rey, tiempo después de su conversación. Estaba claro lo que Benedetto le había insinuado, que recurriera a cualquier cosa. Incluso a la seducción.

Ella se había resignado a su reputación de mujer fatal. Pero le dolía que hasta el rey pensara que la seducción era una de sus armas. Sin duda, Benedetto debía sentirse muy desesperado por resolver el futuro de su país.

Y lo que el rey le había propuesto era una causa justa. Si ella tenía éxito, todo el mundo saldría ganando. El rey recuperaría a su hijo, Castaldini tendría un hombre fuerte para recuperarse de la crisis y ella salvaría su empresa de la bancarrota. Pero, por supuesto, no pensaba utilizar artimañas femeninas para conseguirlo.

Sin embargo, el maldito príncipe ni siquiera había contestado sus mensajes. A Gabrielle se le ocurría sólo una razón. Lo más probable era que él hubiera investigado sobre ella y se hubiera topado con la mentira que todo el mundo creía sobre ella.

Furiosa, Gabrielle había llamado a un amigo que le había proporcionado la agenda del príncipe para la semana siguiente. Por eso, se había enterado de aquella subasta benéfica. Y había pretendido interceptarlo y hacerle una oferta que él no pudiera rechazar.

Por el momento, sólo había conseguido enunciar cinco frases.

Pero necesitaba resultados. Así que entró en la sala de fiestas y, nada más hacerlo, se encontró con la mirada de él al otro lado del salón. Al parecer, el príncipe la había estado buscando, esperando que entrara.

Gabrielle se quedó sin respiración mientras él la taladraba con sus ojos y se dijo que, después de todo, igual no era tan malo no tener la oportunidad de hablar con él a solas.

Ella creía que había conocido a todo tipo de hombres, pero el príncipe D’Agostino parecía escapar a cualquier intento de clasificación por su parte. Algo dentro de ella le advirtió que era peligroso.

Debía irse, pensó Grabrielle. En ese instante.

Para ello debía, primero, apartar los ojos de él.

Cuando, al fin, consiguió llegar a la puerta, escuchó un grave susurró a su espalda.

–No se vayan todavía.

Al oír aquella voz, Gabrielle tuvo la certeza de que se dirigía a ella. Entonces, se giró y vio que él estaba delante del micrófono, con la mirada puesta en ella.

–Damas y caballeros, gracias por pagar la entrada de diez mil dólares –dijo él–. Y, ahora que estamos todos, pasaremos directamente a hacer la verdadera recaudación. Tienen la lista de la subasta pero, después de cierto… incidente, he decidido hacer algunos cambios. El primer objeto listo para la puja… soy yo mismo.

Capítulo 2

El público reaccionó con sorpresa mayúscula, más que si el príncipe D’Agostino hubiera anunciado que era Superman y hubiera salido volando.

Aunque a Gabrielle eso no le hubiera sorprendido, pues ese hombre tenía el porte de un superhéroe, allí de pie dominando la situación, con sus elegantes facciones y su porte regio, su cabello denso y negro, su chaqueta oscura hecha a medida, la camisa blanca resaltando su ancho pecho, dejando adivinar los músculos que ocultaba bajo la tela.

De alguna manera, él consiguió recorrer el auditorio con la mirada y, al mismo tiempo, no quitarle los ojos de encima a Gabrielle.

–Antes de que cunda la excitación, quiero explicar que no saco a subasta todo mi ser, sino sólo mi oreja –añadió Mario–. Teniendo en cuenta que está muy demandada y muchos quieren hablar conmigo, ofrezco una hora de uso exclusivo. Ya tengo una oferta. Cien mil dólares.

Gabrielle se sintió como una marioneta, cuyos hilos él estuviera manejando a voluntad. Cuando él acercó los labios al micrófono de nuevo, una marejada de imágenes calientes inundó la mente de ella.

–¿Alguien ha dicho ciento diez? –preguntó él.

Alrededor de tres docenas de personas, casi todas mujeres, levantaron la mano. Gabrielle, la primera.

Mario esbozó una sonrisa de satisfacción.

–Gracias. ¿Alguien ofrece ciento veinte?

La mano de Gabrielle se levantó antes de que ella pudiera pensarlo. Él había conseguido despertar su instinto de competición.

El príncipe siguió subiendo las pujas. Cuando siguieron levantándose una docena de manos al llegar a cuatrocientos cincuenta mil, Gabrielle sintió una inyección de adrenalina.

–Ofrezco un millón.

Todo el mundo se giró para mirarla.

El gesto juguetón de él se desvaneció y su mirada se tornó seria.

–Vaya, es una bonita cifra. ¿Alguien quiere superarla? ¿No? Bien. Un millón de la dama de azul. A la una, a las dos, a…

–Yo ofrezco diez millones.

Mario observó el gesto conmocionado de su mujer misteriosa antes de comprender las palabras que lo habían provocado. Sólo entonces consiguió apartar los ojos de ella y buscar a quien había hecho la nueva oferta.

Sus músculos se tensaron. ¿Cómo había esquivado el sistema de seguridad? ¿Y cómo él no lo había visto antes?

Allí estaba Jeremiah Langley, con ojos de loco, mirando a Mario como un náufrago miraría un bote salvavidas. Hacía un mes, lo había apuñalado. Langley le culpaba a él de su bancarrota, en vez de hacerse responsable de las inversiones arriesgadas que había hecho.

Sin embargo, Mario no había querido presentar cargos contra Langley, sabiendo que el pobre diablo estaba destrozado. También, había decidido no anunciar que su empresa había quebrado hasta que no hubiera vendido la mayoría de las acciones, dejando así a Langley con una deuda mínima. Pero le había dejado claro a ese tipo, y a sus guardaespaldas, que no quería volver a verlo nunca jamás.

Nadie sabía lo que había pasado ni que Langley no tenía los diez millones de dólares que acababa de ofrecer. Mario no podía destaparlo delante de todo el mundo. Langley lo había acorralado para que aceptara su supuesta puja.

Pero lo peor era que la mujer misteriosa se había rendido y estaba yéndose.

No la dejaría escapar, se dijo Mario. Si conseguía lo que se proponía, como siempre hacía, la haría suya.

Gabrielle se sintió planchada. Cuando había hecho su última puja, su mente enfebrecida había empezado a calcular cómo podría pagar esa suma en su situación actual. La oferta de diez millones, sin embargo, había pulverizado tanto sus preocupaciones como sus esperanzas.

Ya estaba. Había perdido. Y él había dejado de mirarla. Diez millones eran capaces de distraer a cualquiera, incluso a él.

El nudo de la decepción la atenazó. ¿Pero por qué? ¿Acaso había esperado poder llegar hasta el príncipe D’Agostino? Su empresa había sido más que ingenua. Y, en ese momento, tenía que irse, antes de que los paparazzi empezaran a acosarla por la puja que había hecho. Debía irse sin mirar atrás.

Gabrielle llegó al aparcamiento y, cuando iba a abrir la puerta de su coche, una voz a sus espaldas la detuvo en el silencio de la noche.

–Quédate.

A Gabrielle se le cayeron las llaves. Y el bolso. Se apoyó en el coche, con el corazón acelerado.

–Quédate.

Entonces, Gabrielle cerró los ojos. Aquella voz era más profunda y oscura que una noche sin luna. Se giró, se apoyó en el coche.

Allí estaba él, parado a unos siete metros de ella.

Su voz sonaba más modulada y matizada que en el micrófono. Su acento, mucho más intoxicante.

Sus ojos transmitían la más pura excitación.

–No te vayas.

Al escuchar su susurro, Gabrielle se estremeció.

–No me gustan las órdenes –repuso ella, sin embargo.

Él ladeó la cabeza y sonrió, mostrando dos hoyuelos.

–Sólo quería pedirte que te quedes.

–Pues me has dado un susto de muerte, gritándome desde el otro lado del aparcamiento.

Él la recorrió con la mirada, de arriba abajo, y Gabrielle sintió como si la hubiera desnudado con ese gesto. Su temperatura subió al instante.

–Pues yo te veo muy viva.

De pronto, el silencio de la noche los envolvió. Los ojos azules del príncipe Mario eran como dos océanos en los que ella podría ahogarse.

–Sietto un uomo cattivo –dijo ella, sin pensar.

–Mia bella misteriosa… parlare italiano?