La ventana de Olduvai - Hugo Alfredo Riquelme Becerra - E-Book

La ventana de Olduvai E-Book

Hugo Alfredo Riquelme Becerra

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Beschreibung

Una extraordinaria historia de aventuras y ciencia ficción con un profundo poso ecologista que hará las delicias de los fans más concienciados de Greta Thunberg. Hela, una huérfana terrestre, está embarcada en una cruzada para salvar a la humanidad de su destrucción. Convencida de que hay que huir del sistema solar, Hela luchará contra cielo y tierra para alcanzar su destino, pero encontrará el mayor de los escollos: la política inmovilista de los gobiernos de la Tierra. Solo el puro corazón de nuestra protagonista le servirá para triunfar en su gesta.

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Seitenzahl: 312

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Hugo Alfredo Riquelme Becerra

La ventana de Olduvai

 

Saga Kids

La ventana de Olduvai

 

Copyright © 2020, 2022 Hugo Riquelme and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728428559

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos los que alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido vivió su vida.

Carl Sagan

Júpiter

Osorno, Chile. Diciembre de 1973.

Si algo tenían de especial las noches cercanas al verano, era que se convertían en la excusa perfecta para quedarse hasta tarde despierta y visitar el patio del hogar. Sobre todo, aquellas en que las nubes olvidaban esconder el cosmos y abrían sus ventanas al infinito.

Hela sabía reconocer cuándo venía una de esas no ches. El profesor Giessen entraba al aula con un maletín de madera gastado, astillado en las esquinas. Luego de atravesar el salón lo depositaba con cuidado sobre su escritorio, desde donde no lo movía hasta finalizar la jornada académica. Ningún alumno tenía permitido acercarse, excepto ella que, en algunas ocasiones, logró acariciar con las yemas de los dedos la superficie del estuche, el cual, con la humedad y los años, ganó en rugosidad, impregnándose de un aroma musgoso y algo azumagado.

Ver a Karl Giessen portándolo le dibujaba una sonrisa franca en el rostro. Anticipaba una noche astronómica.

El pasto recién cortado se sintió áspero en la planta de sus pies, a veces hasta algo puntiagudo, debido al corte recto que la vieja máquina de podar dejaba en él, y aun así percibir cómo se escurría tibio entre sus deditos abiertos era una de las sensaciones más reconfortantes que había experimentado en su corta vida. Deseó haberlo hecho más seguido, pero esa humedad le provocó constantes resfríos y enfriamientos. Incluso cuando el césped verde se alejaba de la escarcha del invierno.

Los ojos de Giessen se clavaron hacia el este, unos pocos grados por sobre la dirección de la cordillera de Los Andes. La rutina era esa: él escrutaba el cielo con minucia y Hela corría por el patio del hogar con los pies descalzos, al son de un baile que, en su cabeza, y con la música de su imaginación, se repetía bajo la bóveda estrellada hasta pasar con amplio margen la media noche. Una semana entera duraba esa dinámica.

—¡Hela, ven! Mira, mira… Al fin lo encontré.

El profesor Giessen movió los brazos entusiasmado en un estéril esfuerzo por atraer a la niña, que bailaba al fondo del patio. Su voz acalló a los grillos, que chillaban excitados. No obstante, al momento de apagarse, estos volvieron a su faena. La pequeña no atendió al llamado y continuó girando sobre su propio eje, con los ojos puestos en el cielo.

—Lo hemos buscado por semanas. Te lo vas a perder

—insistió Karl, con un ojo pegado al ocular de un telescopio metálico que tenía montado sobre un trípode.

Fue su mano, en un movimiento de contracción repetida, lo que forzó a la niña a decidir acercarse a su profesor.

Él no la miró, pero confió en que ese gesto, sumado a la disciplina alemana en la que formaron a los niños del hogar, sería tan poderoso como la fuerza nuclear fuerte, manteniendo el núcleo atómico unido.

Hela bajó la vista hacia el pasto y apretó los ojos, sacudiendo sus neuronas mareadas. Tambaleando, se acercó al profesor y en silencio esperó a que este le cediera el turno en el telescopio.

Tenía la visión borrosa, en parte por el mareo y en parte porque al tomar el aparato pasó a llevar de forma sutil el ocular, desenfocando el objetivo. Bastantes noches de observación había acompañado al profesor como para no entender el ajuste que necesitaba. Entonces apareció, pulcro, nítido y estático en medio de su campo visual, un orbe majestuoso con cuatro puntos minúsculos danzando alrededor de él.

Hela conoció algo nuevo que su cuerpo, con sus innumerables reacciones químicas, manifestó como una sensación de paz solemne ante el infinito.

Aquella noche tibia descubrió que las pequeñas motas luminosas que atravesaban el cielo nocturno eran más que simples manchas lumínicas. Silente, contempló una pequeña parte de lo que había ahí afuera. Meditó acerca de la escala de las cosas que sus ojos midieron y un escalofrío sacudió su espalda cuando su mente inocente dedujo la violencia, la energía y la magnitud de los eventos que había necesitado el sistema solar para ordenar las cosas de la forma en que se presentaron ante ella. Entendió que no solo debió de ocurrir de manera local, sino que había sido un evento a nivel universal.

Tragó saliva. Abandonó la calma inicial que le regaló la vista del gigante gaseoso, para dar paso a una desolación interna que se hizo colosal al pensar en la abrumadora distancia entre el planeta y sus lunas, lo que empeoró cuando extrapoló esa distancia a su propio cuerpo celeste, desde donde vio en calma, casi estático, un objeto deambulando por el cosmos a una velocidad que ni siquiera los adultos eran capaces de asimilar.

Hela pudo ver a Júpiter. Clavó su ojo en la gran mancha roja, divisó las franjas de nubes que se pasearon por su atmósfera y el planeta le gritó de vuelta: “¿Sabes lo que soy, cuán fastuoso soy y qué edad tengo? ¿Puedes siquiera comenzar a comprenderlo?”.

Separó el ojo del ocular pocos segundos después de que echó el vistazo inicial. Aun así, su cerebro corrió a mil por hora, volviéndose confusa la temporalidad del evento que presenció.

—Está sucio.

—¿Qué dices?

—Está sucio. Tu lente está sucio. Esa bola se ve sucia.

—No es suciedad, Hela. Las manchas que ves son tormentas. Huracanes enormes, de tres veces el porte de nuestro planeta. Y también viste las nubes, que al girar tan rápido parecen alinearse en apretadas filas dentro de la atmósfera de Júpiter. —La menor guardó silencio. Uno profundo. Uno ensuciado por sus pensamientos en ráfaga; el planeta mayor volvía a increparla: “¿Qué eres tú, allá tan lejos, comparada conmigo?”—. ¿Por qué esa cara? ¿Estás triste? —inquirió el profesor.

—Tal vez la gente de Júpiter no puede vernos porque su atmósfera tiene muchas nubes.

Una carcajada desvió los ojos de la niña desde el cielo hasta la desencajada mandíbula de Giessen, quien acostumbraba reírse con la boca muy abierta.

—No hay personas mirando desde Júpiter, Hela. Que no te ponga triste eso.

—¿Cómo lo sabe?

—Su atmósfera está compuesta en su mayoría por hidrógeno y helio. Es demasiado hostil para albergar vida que pueda estar mirándote desde allá a través de un telescopio. Imagínalos encendiendo un cigarrillo y verías cómo todo el planeta se incendia.

La respuesta no la tranquilizó. Al contrario, profundizó su sensación de soledad y lejanía. ¡Un lugar tan enorme como Júpiter vacío, inerte y silencioso en medio de un mar oscuro!

—¿Y se incendiaría el planeta?

—En teoría —contestó el profesor mientras volvía a clavar su ojo en el telescopio, proyectándolo al espacio.

—El hidrógeno es el combustible de los cohetes.

Despegó el ojo del artilugio y lo posó directo en las cuencas oculares de la niña. Hela estaba ahí, estática contemplando el cielo, siguiendo a vista desnuda la luz brillante de Júpiter arriba del horizonte, la misma que hasta el día anterior no había sido más que otra estrella.

—¿Cómo sabes eso?

—Usted me regaló un libro acerca del viaje a la Luna para mi cumpleaños. Ahí dicen que el combustible del cohete era de hidrógeno. —Una sonrisa alargada se dibujó en la faz del docente; la niña continuó—: Antes me asustaba que siguieran viajando a la Luna, porque se iba a acabar el hidrógeno, pero usted dice que Júpiter está lleno. Solo hay que ir hasta allá y cargar el estanque.

Karl Giessen dio unas suaves palmadas en la cabeza de Hela. Era un gesto de recompensa que su padre, un alemán frío y distante, le enseñó. En su cabeza significaba aprobación, en la de la niña, la primera expresión física de cariño que hasta ese día había recibido.

—No te preocupes, Hela, el hidrógeno es el elemento más abundante del universo. No se va a terminar tan pronto, al menos no en los próximos miles de millones de años. —Ella sonrió con ternura, usando toda su cara para hacerlo, entrecerrando los ojos y coronando sus labios con dos camanances profundos—. Tú también tienes hidrógeno en el cuerpo. También puedes ser combustible de cohetes. —El profesor cerró la conversación con una risita en el rostro, erguido junto a la niña. Ambos tenían la vista en el cielo.

Hela buscó en sus recuerdos recientes aquel momento en que imaginó al deslumbrante gigante gaseoso increpándola: “¿Qué eres tú, parada tan lejos, comparada conmigo?”… Y al fin sonrió. “Hey, soy tú”.

El Evento de Umiat

Silicon Valley, Estados Unidos. Marzo de 2018.

La sala del piso 5 del edificio ubicado en Broadway con Warrington Avenue albergó largas jornadas de brainstorming. Los trabajadores del domicilio corporativo de la SpaceWater Inc. se acostumbraron a ver a sus directivos animando largas conversaciones en reuniones donde todo pensamiento estaba permitido, principalmente los días miércoles en la mañana, cuando se debatían ideas desafiantes para estudiar nuevas áreas de negocios o desafiar las actuales con disposición a innovar.

Tanto se habían acostumbrado a esta dinámica, que bautizaron la sala como el “Magic Room”. Era una pecera de vidrio aislador del ruido en medio del piso abierto. Estaba ubicada lo más lejos posible de cualquier ventana, pues Hela tenía como firme convicción que las ventanas podían ser muchas veces una tentadora fuente de distracción al discutir ideas. Sostenía que era distinto estar en su oficina, en una esquina del piso, parada en silencio mirando hacia Greco Island, madurando un pensamiento, que hallarse desmenuzando lo que otro llevaba al Magic Room para ser sopesado.

—I can’t beleive it, Hela. Just can’t believe it.

—Español, hoy usamos español.

—My spanish is no good!

—Nunca vas a mejorar si no lo intentas. Anda, hoy es mi reunión y en mi reunión hablamos en español.

Tom se llevó las manos a la cabeza y refregó sus ojos antes de continuar. Inhaló profundo y volvió a articular su idea:

—Digo que no poder dejar de lado la posibilidad de desarrollar vela solar.

—No digo que se deje de lado, Tom. Digo que tenemos quince años de atraso en ese campo y otros, como Caltech, ya tienen desarrollados materiales y tecnología suficiente en esa materia —replicó Derryl en un español fluido, si bien este no lograba escapar de un marcado acento estadounidense.

—I have to support Tom’s idea in this case…

Hela, Derryl y Tom depositaron sus agudas miradas sobre Steffan, el único participante de la reunión que vestía un ajustado traje con corbata.

—Si yo tener que intentar español, todos en empresa intentar, Steffan.

—I’m not part of your payroll.

—¿No eres parte? Entonces puedes tomar tus cosas e irte de esta sala. Es más, deja el edificio: interfieres con la magia —replicó Hela, sin pestañear un segundo.

—You can’t dismiss me just like this. I’m representing the shareholders and the investors…

—Sí eres parte de esta compañía, Steffan. Español, por favor.

Cediendo ante los ojos inquisidores de sus tres interlocutores, y sin disimular una mueca de hastío, continuó:

—Mis representados verían con buenos ojos las tecnologías derivadas de la investigación. Hoy las patentes de los materiales desarrollados en esos campos generan grandes ganancias por…

—No es una idea atractiva. Gracias.

Steffan dejó caer un bolígrafo que pasaba de mano en mano al desarrollar su punto y echó su cuerpo hacia atrás en el sillón.

—A mis representados, las ganancias les parecen bastante atractivas.

—Nosotros desarrollamos la tecnología necesaria para la explotación del agua congelada en la Luna. Nuestra investigación nos ha llevado a ser líderes en la fabricación de motores de reacción, los mismos que las tres grandes empresas fabricantes de aeronaves prefieren y, a la vez, hemos sido los pioneros en el desarrollo de los motores iónicos, lo que nos ha posicionado como una de las compañías más rentables de la industria aeroespacial.

¿No son suficientes ganancias para nuestros inversores?

—Son buenos niveles de ganancias, pero no puedo decir que sean suficientes…

Hela apuntó con un marcador de pizarra a Steffan, al tiempo en que recorría con la mirada a sus dos socios. Ella no acostumbraba hacerlo, pero en contadas ocasiones aprovechaba la oportunidad de remarcar algún punto que sintiese como una traba.

—Fíjense bien, señores. Este es, en efecto, el tipo de pensamientos que nosotros tenemos que aprender a identificar si queremos erradicarlos. —Los ojos de Steffan se abrieron de par en par y su mandíbula inferior cedió ante la gravedad sin abrir los labios, lo que remarcó las anguladas facciones del abogado. Reclinó el cuerpo en la silla, tomando distancia de la mesa, y puso las palmas de sus manos sobre la mesa, levantando los hombros respecto a su horizonte—. No te acongojes, Steffan, no te estoy acusando de nada en particular; solo quiero graficar algo que siento que debemos preocuparnos de no incorporar en nuestro proceso de toma de decisiones. Sobre todo hoy, que tenemos un nombre y un prestigio en esta bullante industria. —La mujer se puso de pie y se dirigió a una de las paredes de vidrio que utilizaba como pizarra en la pecera. Con el mismo marcador que usó como puntero, comenzó a escribir siglas y flechas en forma de diagrama—. Tenemos un contrato con la NASA. Los planes de esta agencia están en el mediano plazo puestos en la Luna, 2020, y en Marte, 2025. Esto para nosotros es una buena noticia, siempre y cuando se concrete. Dos veces ya se han pospuesto las fechas de la misión por un motivo particular: “Rentabilidad” —hizo una pausa para subrayar el concepto antes de continuar—. En esta empresa tenemos la responsabilidad de ayudar en dicha misión, disminuyendo los costos del viaje al desarrollar motores eficientes y, además, la tecnología de explotación del agua lunar y marciana. Señores, si permitimos que la “rentabilidad” guíe esta empresa, no podremos poner una base en ninguno de estos astros, pues la recuperación de esa inversión no será en el corto plazo. Desarrollar tecnología aeroespacial con un fin comercial retrasará la consecución de nuestro objetivo y el sistema económico, otra vez, significará nuestro estancamiento como especie.

Al abogado no le quedó otra opción que tomar nota y apretar los labios hasta tornarlos blancos. Nunca se sintió cómodo entre personas de ciencia, cuyo horizonte siempre estaba al menos diez años en el futuro. Tampoco se llevaba bien con los idealistas. Y su contraparte, los tres socios principales de la empresa, demostraron de sobra ser ambas cosas.

—¿Entonces volver a la idea de velas solares?

—Oh, vamos, Tom deja ya eso.

—Lo que me pasa con esta idea, Tom, es que concuerdo con Darryl…

—Derryl…

—Eso. Estamos atrasados quince años en desarrollo, por lo que no veo provechoso para nuestro fin último el desarrollo de las velas solares —hizo una pausa para beber un vaso de agua, ocasión que los otros asistentes aprovecharon para degustar sus expresos y dar una mascada a sus medialunas—. Pensando en el objetivo cercano, el de ir a la Luna, no nos sirve la idea. La distancia no es tan larga como para acelerar y desacelerar la nave a tiempo.

—Pero Marte… —replicó Tom con las manos extendidas, invitando a los demás a completar su oración.

—Sin duda ahorraría tiempo para ir a Marte, acortando el viaje en, yo qué sé… ¿Tres meses?

El silencio se apoderó de la sala de reuniones. Los nudillos contra el vidrio en la puerta de entrada sacaron del trance a los empresarios.

—Hela, disculpa la interrupción, pero deben ver esto. Olga se retiró sin esperar la respuesta de Hela y caminó hacia un televisor que ocupaba todo el muro más alejado, hacia el sur del edificio.

—Llama a Caltech y concreta una reunión para conocer sus últimas investigaciones en velas solares, Tom. Tal como Darryl mencionó, ellos llevan la delantera en esta materia, aunque sospecho que requieren financiamiento para desarrollar sus prototipos y nosotros podemos ofrecerlo. Que Owen, de Investigación y Desarrollo, te acompañe a la reunión. Me gustaría conocer su opinión antes de acudir a Finanzas a evaluar un proyecto.

—Yes —dejó escapar Tom, empuñando ambas manos en señal de triunfo, al mismo tiempo que Hela ordenaba sus carpetas para abandonar la sala.

—¿En serio vas a desarrollar prototipos en menos de tres años para ir a Marte solo por bajar de ocho a cinco meses el tiempo de viaje? —inquirió Derryl.

—No, Darryl. Estamos atrasados para Marte, pero estamos a tiempo para ir por el hidrógeno y el helio de otras regiones del sistema solar.

—¿Júpiter? ¿Saturno? ¿No puedo creer que después de quince años todavía no sepas pronunciar mi nombre?

—Piensa en grande, Derryl. El cinturón de Kuiper es una mina enorme. Y luego la Heliopausa; tal vez podamos sacar al ser humano del sistema solar. Marte es la próxima frontera, nosotros podemos establecer la siguiente.

La presidenta de SpaceWater Inc. dejó la sala de reuniones y se apuró en caminar hacia la televisión que Olga encendió. No tuvo tiempo de mirar a los demás empleados que la acompañaban en esa faena, mucho menos de preguntar qué estaba pasando ni de acomodarse en un sillón de tres cuerpos con un diseño moderno y lleno de colores, antes de ver en el gestor de caracteres la frase: “NASA’s press conference”, y debajo de este, en la franja de noticias en loop, una cantidad abrumadora de información respecto a cientos de kilómetros devastados a la redonda en Alaska. Guardó un profundo silencio.

Olga hizo una seña a un joven de lentes gruesos quien, con su control remoto, se apuró en subir el volumen de la televisión.

En pantalla sobresalía, al centro, un relieve con el redondeado logo de la NASA sobre un telón azul de aspecto frío y pesado. Muy por delante del telón, pero detrás de un mesón barnizado de raulí con superficie acrílica negra, campeaba Jim Bridenstine, flanqueado por un hombre afroamericano de cabello corto, canoso en las sienes y una barba recortada de escasa presencia que no le quitaba seriedad a su semblante, y por una mujer de amplia sonrisa, cabello blondo y anteojos rectangulares que se perdían en la redondez de su rostro. Enfrentaron los micrófonos y a los periodistas, quienes estaban organizados dos peldaños más abajo del estrado. Al costado derecho, un monitor apoyó la conversación con imágenes que terminaron por robarle el aliento a la ejecutiva.

“… El equipo liderado por el doctor Rabbindranath Bandyopadhyay arribó al sitio del suceso a las 14:37 del 11 de marzo, donde pudo constatar los más de dos mil kilómetros a la redonda de devastación en los bosques de Alaska. La estimación realizada por el equipo científico indica que la energía liberada por el bólido fue de alrededor de cuarenta megatones y que el tamaño del mismo alcanzaba los doscientos metros de diámetro…”.

La transmisión cambió a imágenes editadas que acompañaron las palabras del Administrador de la NASA. El equipo científico, enfundado en trajes blancos, periciaba el epicentro de la explosión del bólido en tanto una gráfica mostraba el mapa de Alaska con una seguidilla de círculos en un alarmante color rojo, que señalaba el punto ubicado en las coordenadas 69.161860, -155.872873 como si de un terremoto se hubiese tratado. La información fue ratificada por el generador de caracteres, donde se pudo leer: “Sismo de 6,4 grados Richter fue registrado en las cercanías al momento de la explosión”; “Los árboles a 40 km a la redonda fueron calcinados y arrancados de raíz”; “Nube de gas y polvo se eleva hasta 20 km de altura y provoca reducción de transparencia atmosférica captada en observatorios astronómicos cercanos”; “Fluctuación de presión atmosférica fue percibida por barógrafos en Washington DC”; “Perturbación electromagnética producida después de la explosión es responsable de apagón en la costa oeste de Canadá”; “Intensas auroras boreales son vistas en Chicago”; entre otra tonelada de información que se amontonó en la pantalla al mismo ritmo que se incrementaban las preguntas de los periodistas presentes.

—¿Se reportaron pérdidas humanas en el evento? — disparó un agitado periodista del Washington Post.

—Solo tenemos el reporte de dos personas heridas por la explosión de ventanas en una cafetería en la localidad de Umiat, el centro poblado más cercano al lugar del evento. Sin duda hemos sido afortunados: de haber ocurrido en una ciudad de mediano tamaño estaríamos lamentando tal vez miles de víctimas —contestó Bridens tine.

—¿Cuánto mide el cráter de impacto? —se adelantó una mujer de melena rubia, acreditada por el New York Times.

—No hay cráter de impacto. El equipo de investigación que arribó al lugar no encontró ningún rastro de cráter o restos del objeto que provocó el estallido…

—¿Cómo es posible que no haya impacto? Hace unos minutos habló de un sismo producido por el evento, motivo por el cual se lanzó la expedición —interrumpió otra mujer de lentes gruesos y riguroso peinado, que logró alzar la voz por sobre las de sus colegas.

—Manejamos la hipótesis de que el cuerpo estaba compuesto en su mayoría por hielo, y que, al calentarse con la fricción de la atmósfera, estalló y evaporó sus restos. Como les comenté en un principio, esta hipótesis no está comprobada ni es la única que manejamos.

Derryl y Tom flanquearon a Hela, sin dejar de seguir con atención la transmisión de noticias. El primero se cubrió la boca con la mano para preguntar a la ejecutiva si esto podía traer alguna consecuencia en su contrato con la agencia espacial. Tom, menos preocupado, contestó en español que no había ninguna posibilidad de que un asteroide interfiriera con las misiones a la Luna o Marte. Hela, sin decir palabra alguna, asintió. Ninguno supo para cuál de las intervenciones lo hizo.

—¿Hipótesis? Administrador Bridestine, lo que usted quiere decir es que aún dos semanas después del evento de Umiat no sabemos qué nos golpeó, y que, a pesar de todos los ojos puestos en el cielo, no fuimos capaces de ver venir esta amenaza: ¿es esto correcto?

Bridestine titubeó antes de continuar; hizo una mueca, de esas que hace la gente cuando tiene que explicar algo que les resulta obvio. Respiró profundo antes de volver a tomar el micrófono.

—Eso es correcto —contestó, separando de inmediato el cuerpo del estrado. Acto seguido retrocedió, como lo hace quien sabe que va a recibir un ataque.

—¿Cómo es posible que a pesar de todos los recursos y los avances de la tecnología seamos incapaces de detectar algo así, algo tan grande y que provocó tal devastación? El afroamericano se adelantó a Jim en la respuesta. Se presentó como Michael Greene, director para las comunicaciones y la educación del JPL (Jet Propulsion Laboratory), y, con tono grave, encaró la pregunta:

—Desde el año 2013, en conjunto con la NASA hemos impulsado el programa NEOWISE (Near Earth Object Wideield Infraded Survey Explorer), que nos ha permitido identificar más de 29.375 objetos en el espacio, así como catalogar alrededor de 136 cometas y 788 objetos que tienen su órbita en las cercanías de la Tierra. Aun así, los esfuerzos no son suficientes para poder vigilar todo lo que hay ahí afuera. El espacio es un lugar enorme y nuestros recursos, limitados. De vez en cuando los astrónomos son sorprendidos por objetos que aparecen de la nada y que son visibles días o incluso horas antes de cruzar su órbita con la nuestra…

La intervención de Greene fue acompañada por un diagrama proyectado en el monitor de la sala de conferencias, donde sobre un fondo blanco se observó un punto negro no mayor en tamaño al de una mandarina; alrededor de este, cientos de líneas de color azul comenzaron a dibujar una elipse en torno al círculo, cortando su camino en diferentes puntos, algunos más cerca y otros más distantes.

—En pantalla podemos ver una gráfica de lo que hemos encontrado. Como pueden observar son demasiados, pero aun así no representan ni el 5% de lo que podría estar ahí afuera deambulando. —El silencio se apoderó de la sala de prensa. Los ojos de los periodistas saltaron desde el monitor hacia los directores detrás de la mesa y se volvieron a mezclar, entre la sorpresa, la incredulidad y el abrumador peso de la evidencia de la que eran testigos privilegiados—. El cielo ya nos dio una advertencia en 1908 sobre Tunguska. Repitió el llamado en 2013 sobre Cheliábinsk y logramos reaccionar. Ahora golpeó con fuerza la mesa para decirnos que, a pesar de nuestros esfuerzos, no estamos haciendo suficiente. Es por ello que he decidido entrevistarme con el presidente Trump, en una reunión de emergencia, para solicitar de regreso parte del presupuesto que se nos ha recortado. Las agencias espaciales ESA (European Space Agency) y la JAXA (Japan Aerospace Exploration Agency), en coordinación con la NASA, están realizando pedidos similares a sus respectivos gobiernos.

—¿Cómo espera que se apruebe el presupuesto en una época de recesión económica?

La última pregunta desató el caos en la sala. Las manos de los periodistas se alzaron al unísono exigiendo ser escuchadas, y las decenas de preguntas a viva voz se perdieron unas sobre las otras. Bridenstine se refregó los ojos sin esconder su cansancio.

—Con todo respeto, solo basta con que uno de esos puntos desvíe su trayectoria, o que cualquiera de los que no hemos encontrado apunte con mayor precisión, para que ningún presupuesto de ninguna nación del mundo sea suficiente para ayudarnos. Si no actuamos hoy, podría no haber un mañana que lamentar.

Tom se apretó las manos de un modo obseso, sin dejar de mirar la televisión. Olga comenzó a bajar el volumen del aparato e invitó a su equipo a volver al trabajo.

Hela se mantuvo en silencio.

—Tom, será mejor que llames de inmediato a Caltech para avanzar con esa alianza estratégica. El JPL se asesora con ellos para el desarrollo de su programa de motores, y si reciben presupuesto podemos quedarnos fuera del baile —Derryl habló claro y Tom, quien era un contendor por excelencia, asintió con la cabeza y caminó con paso apurado hacia su oficina—. ¿Qué opinas de todo esto, Hela?

—Que es un error no tener una copia de respaldo para este planeta —sentenció con voz fría, respiración calmada y la vista dirigida al horizonte, sin detenerse en la televisión, que continuó atrapada en un loop de imágenes de archivo.

Conclusiones Apresuradas

Pekín, China. Diciembre de 2023.

El rostro de Hela luce cansado, con la tez gris y unas ojeras violetas que regalan un aspecto pesado a una faz que siempre lució llena de vida. Las líneas de la sonrisa, al costado de la boca, que entrados sus cincuenta años le imprimen vitalidad, retroceden veloces ante los surcos cada vez más severos.

Ya no sonríe, a pesar de tener en su interior la paz que debería garantizarle hacerlo varias veces al día. El cabello le cae por el costado, duro, como una espiga de trigo y bastante lejos del castaño claro que alguna vez lució con orgullo. Está opaco, más similar al tono cano que a un rayo de sol del atardecer. No lo dice, pero extraña el acondicionador con aceite de argan que, en broma, le regaló su equipo de trabajo, y al cual luego de usarlo le tomó un cariño casi ritual.

No se molesta en mirar a los costados. Aprendió hace varios días que, a pesar de hacerlo, no puede ver nada. Está en medio de una sala oscura, donde unas pocas horas al día logra ver algo más allá de su nariz. No es un lugar húmedo, tampoco frío, solo es un sitio monótono el que la rodea.

Le cuesta mantener la calma en su asiento; la ansiedad sube por sus dedos cada vez que posa las manos sobre sus piernas y roza la textura rígida del traje gris con el que la han mantenido vestida los últimos días. Se trata de una tela dura, almidonada al nivel de hacerla desagradable al tacto de la piel, y ese color se le hace insoportable. Lo mira de vez en cuando y repite en su cabeza, como un mantra, que debió usar colores distintos al negro cuando pudo, en sus mejores días. La aridez del tono le hace cuestionar su propia identidad, provocando que el impulso por morderse el labio se vuelva repetitivo.

El golpeteo incansable de pasos repicando por el pasillo la saca del trance. El grave tono de voz dando unas órdenes ininteligibles, así como el crujir de fierros, picaportes y bisagras la pone en alerta. La luz blanca, que se cuela por la puerta abierta del cuarto que ha sido su prisión, amaina poco a poco hasta volverse soportable, permitiendo, cuando sus ojos se acostumbran a ella, que sea capaz de distinguir a un oficial del Ejército de Liberación Popular China, quien se queda de pie junto a la puerta, en silencio, con el rostro duro y la mirada congelada. Dos soldados ingresan armados y un tercero, sin armas, la obliga a ponerse de pie, a lo que Hela accede de inmediato. No por sumisión, más bien por el incontenible anhelo humano de estar al aire libre, aunque esa libertad solo pueda ser percibida a través de las lejanas ventanas que posibilitan ver algún ave entre las nubes.

Ciento veintiocho pasos separan el cuarto en que está recluida de la sala donde la llevan a diario. Aprendió la rutina a la fuerza, de la misma forma en que comprendió que debe avanzar por el pasillo, doblar a la izquierda, luego a la derecha y, al final, a la derecha otra vez.

No es una cárcel, es un cuartel. Uno donde se da cita el Tribunal Popular Supremo de China, como lo viene haciendo desde al menos una semana, para tomar declaración a la empresaria chilena. Ninguno de los hombres detrás del podio viste las pelucas tradicionales o el traje negro ceremonial. Tampoco es el edificio que alberga este poder de justicia, sino una instalación más sencilla, una acondicionada para una clase de juicio que no le compete a los ojos del mundo.

—Bajo secreto de estado, tómese nota respecto a las respuestas proporcionadas por la prisionera Hela Muschgay en el quinto día de interrogatorio llevado a cabo por el Tribunal Popular Supremo de China. El presidente del tribunal, señor Xiao Qiang, secundado por los vicepresidentes Zhou Yang y Haihong Chen, entra en sesión —dice sin convicción el presidente, apurando el protocolo con el fin de conseguir la última parte del rompecabezas que representan las acciones recientes de Muschgay.

—¿Dónde está mi abogado? —pregunta con tono plano la empresaria.

—Su abogado no es necesario…

—No pueden sostener este juicio si no tengo una parte defensora. El Código de Procesamiento Penal especifica que este tribunal tiene el deber de asegurar al acusado el derecho de obtener defensa. Exijo que mi abogado esté presente en la sala al momento en que deba responder, o que al menos se me permita ejercer mi propia defensa…

—Que se anote registro en las actas del Tribunal que

la Señorita Muschgay no está siendo enjuiciada…

—¿Al fin aceptan que se trata de una farsa?

—¡Qué atrevimiento para con el pueblo de China!

—Mi problema no es con el honrado pueblo de China,

sino con la legitimidad de este juicio.

La mirada de acero de Qiang intenta calar hondo en Hela, pero ella es de titanio y no se inmuta ante el magistrado. Al contrario, se mantiene con la vista fija en él; con el temple de los que no tienen nada que perder. La calma regresa a la sala gracias al gesto cordial de Yang, quien pide con formalidad permiso para conversar con la interrogada, a lo que accede el asiático que preside la corte.

—Señorita Muschgay, no es necesario subir la tensión en la sala. Permítame recordarle que este no es un juicio, aunque puedo entender la confusión, debido a lo extraña que le pueda resultar la legislación de nuestro país.

—Si esto no es un juicio, ¿por qué me mantienen retenida en este lugar?

—El motivo es simple. Estamos intentando entender. El silencio se abre paso por la sala y se mantiene presente por largos segundos, en los que Hela percibe en su piel cómo el frío se apodera del lugar donde es interrogada.

—¿Entender?

—Eso es correcto. El crimen por el que usted fue enjuiciada es de una gravedad absoluta, por lo que el veredicto del Tribunal Popular es lapidario y nosotros, como entidad superior, queremos entender y revisar el fallo en esta causa. Es nuestra obligación ratificar o modificar la resolución del Tribunal ya mencionado.

—Pensé que revisarían el hecho de que tuve un juicio a puertas cerradas, lejos de los medios, lejos de la opinión pública y de los esfuerzos que el gobierno de mi país hizo para garantizar mi bienestar.

Yang sonríe levemente, como levantando los labios, y Haihong lo acompaña con un gesto mucho más evidente de satisfacción. Uno que lo lleva a apoyarse en forma contundente sobre el respaldo del sillón que lo acomoda.

—El artículo 7 de la Ley Orgánica de los Tribunales Populares establece con claridad la existencia de dos causas que no se procesan en público. Usted está relacionada con ambas, ya que sus faltas afectan de forma directa los secretos del Estado y vulneran nuestro sistema de defensa. El gobierno popular de China se toma muy en serio este tipo de amenazas y, como usted ya ha podido comprobar, su situación actual es crítica, por más que el gobierno de su país intente llamar la atención de la prensa mundial, aunque tampoco podemos decir que se ha esforzado mucho. Hela Muschgay, usted está condenada a muerte y nuestro tribunal es el único que puede revisar este veredicto. En este momento, usted es el gato de Schrödinger. Se encuentra viva, conversando con nosotros, y a la vez está muerta, por el peso del veredicto en su contra.

El hielo en el estómago de la empresaria se lleva de golpe toda la calidez y el fuego interno que antes tuviera para perseguir sus objetivos. Se siente acongojada y expuesta, como un nervio al viento. Sus brazos pesan, caen al costado de su cuerpo desbalanceado y, a pesar de mantener la vista fija, todo a su alrededor da bruscas vueltas, regalándole náuseas y una taquicardia que a ratos le impide respirar.

—Esto no está pasando —murmura con dificultad.

—Sabiendo y entendiendo que usted para el mundo ya está muerta, comprenderá que somos la única solución para su predicamento.

—Entonces, señorita Muschgay, ¿va usted a cooperar o seguirá desperdiciando los pocos días de vida que le quedan en ese cuarto donde ha permanecido encerrada por su terquedad?

Qiang se quita los lentes al tiempo que realiza su última intervención, y cierra ofreciendo sobre la mesa una carpeta gruesa que contiene al menos unos ocho centímetros de alto en documentos y anotaciones.

En medio de la tapa beige de la carpeta en español, se lee una etiqueta que, en azul, dice: Proyecto Nucleobases.

Vida Inteligente

Silicon Valley, Estados Unidos. Abril de 2018.

“Esto que les estoy contando a través de este video es algo complejo de explicar, pero voy a hacer mi mejor intento. De más está decirles mi nombre, porque todos acá ya me conocen; no obstante, dejaré en la descripción un link hacia mi perfil biográfico, donde pueden verificar mis antecedentes personales y profesionales. Solo quiero atraer la atención de ustedes, querida audiencia, para señalar una materia que me tiene demasiado preocupado.

Tal vez estamos asistiendo a uno de los momentos donde enfrentamos un ejemplo de la más grande malversación de fondos públicos. Esto no solo lo sostengo yo, así que para ayudar a ilustrar la gravedad de la situación, les presento un ejemplo:

Imaginen que el gobierno de Estados Unidos entrega noventa millones de dólares a Hollywood sin que medie explicación alguna.

Usted, al igual que yo, estaríamos furiosos de enterarnos de algo así, sobre todo entendiendo la grave crisis que tenemos en el sistema educativo y en la atención de salud pública.

Pues deberíamos estar preparando nuestras antorchas y nuestro equipo de linchar, porque existe una creciente cantidad de información y una contundente evidencia que demuestran que la Estación Espacial Internacional no se encuentra en el espacio exterior. Sí, tal como lo han escuchado. Las imágenes que nos llegan desde este lugar están siendo filmadas en piscinas de agua destilada aquí, en la superficie de la Tierra. Todo lo que nos han dicho que están haciendo ahí arriba, no es más que el resultado de un elaborado engaño.