La voz del caracol - Rodolfo Dada - E-Book

La voz del caracol E-Book

Rodolfo Dada

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Beschreibung

En "La voz del caracol" se congregan los poemas de Juan Aguilar. De su caracol emergen, mientras se sienta en una banca del parque, las historias del mundo submarino. Muchas son las criaturas que cuentan sus anécdotas: caballitos de mar, la sardina y el cangrejo, la medusa, la tortuga, la verdolina, el camarón, la sirena, el coral... así quién ingresa a esta poesía se zambulle y recoge los días más azules.

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Rodolfo Dada

La voz del caracol

IlustracionesRita Mazariegos

Juan Aguilar

Juan Aguilar tiene en sus manos

las algas y la espuma.

Sentado en una banca del parque

mira los árboles.

Hay tanta dulzura en sus ojos,

tanta suavidad en su pelo blanco.

Los niños se le suben como ardillas.

Entonces el viejo canta.

Saca su caracol

y hace volar como gaviotas

las historias del mar.

Mi perro chocolate

Mi perro se llama Chocolate.

En tiempos de la pesca

fue siempre el almirante de mi bote.

—¡Soltá las amarras! –le decía.

Y el perro las soltaba.

—¡Encendé el motor!

Y Chocolate lo encendía.

Le gustaban los pájaros del mar.

Ladraba a las gaviotas y a los peces voladores

que pasaban zumbando.

Por muchos años ha sido mi única compañía.

Cuando no tenemos comida

pasamos las horas mirándonos a los ojos.

Pero en los días buenos,

con las panzas hinchadas de pescado,

miramos las grandes olas del atardecer.

Un día llegó una perrita blanca a nuestra playa.

Los veía corretear todo el día

y besarse las narices.

Una tarde Chocolate llegó hasta mí;

me lamió los pies. Levantó sus ojos

y se fue.

Recorrí la playa muchas mañanas.

—¡Chocolate!... ¡Chocolate!

Pero no me hacía caso.

Después de varios meses

oí un ladrido en medio de la noche.

Al abrir la puerta de mi rancho, Chocolate

saltó de alegría.

Y junto a él saltó la perrita blanca

y junto a ella saltaron cuatro perritos canelos

que parecían motas de la flor del poponhoche.

Desde ese día no hemos vuelto a separarnos.

Chocolate alza los ojos y bosteza

desde la arena del parque.

Tenés que concederme un deseo

Un día saqué un pez.

Era plateado y ancho y me miraba.

Desde la arena

sus ojos diminutos parecían estrellas.

—Tenés que concederme un deseo.

Yo me extrañé porque nunca había oído

a un pez hablar.

—¡Serás mi almuerzo! –respondí.

Su cuerpo fuera del agua se ahogaba

y una gota de sangre

comenzó a salir por sus agallas.

—¿Cuál es tu deseo?

—¡Volver al mar!

De sus ojos salieron dos lágrimas

que parecían pedazos de coral.

Lo tomé entre mis manos

y caminé

a la orilla del mar.

—Fue tu deseo –le dije,

y lo puse en el agua.

Él levantó su cola transparente

y se fue.