Laberinto de Fuego - Luisa Bragaña - E-Book

Laberinto de Fuego E-Book

Luisa Bragaña

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Beschreibung

Crímenes sin resolver, sexo tormentoso, magia y ocultismo. Inteligencia artificial. Ángeles y demonios debatiéndose en una lucha eterna. Un poder oscuro domina al planeta Tierra desde sus orígenes. Luisa Bragaña, en su novela "Laberinto de fuego", nos propone una historia inquietante donde el realismo y lo fantástico se entrelazan en proporciones iguales. «...esos cuadros encendidos, donde el fuego era un leit motiv recurrente, me cautivaban. Comencé a sentir un calor intenso, como si emanara de ellos, y de pronto los vi cercándome, susurrándome palabras ardientes, encendiéndome las mejillas. Tuve la sensación de estar frente a una hoguera preparada para el sacrificio. De pronto escuché tu voz, que con tono perentorio me sacaba de aquel estado de enajenación. Al principio no distinguí tus facciones ... sin embargo tus ojos relumbraban en la oscuridad, me indicaban el camino. Ahora que lo pienso, la disposición de los compartimientos erigía un pequeño laberinto».

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Seitenzahl: 217

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


LUISA BRAGAÑA

Laberinto de Fuego

Bragaña, Luisa Laberinto de fuego / Luisa Bragaña. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6059-9

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

Primera parte

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1976

María, 2016

Lucía, 1977

María, 2016

Segunda parte

Lucía, 1978, 1979

María, 2016

Lucía, 1979

María, 2016

Lucía, 1980, 1981

María, 2016

Lucía, 1981

María, 2016

Lucía, 1981

María, 2016

Lucía, 1981, 1982

María, 2016

Lucía 1983, 1984

María, 2016

Lucía, 1985

María, 2016

Lucía, 1985

María, 2016

Lucía, 1985

María, 2016

Lucía, 1985, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

María, 2016

Lucía, 1986

Tercera parte

León (203...)

Los escritos de María

León (203...)

Epílogo

“Lucho contra tres gigantes, querido Sancho; estos son: el MIEDO, que tiene fuerte raigambre y que se apodera de los seres y los sujeta para que no vayan más allá del muro de lo socialmente permitido o admitido; el otro es la INJUSTICIA, que subyace en el mundo disfrazada de justicia general, pero que es una justicia instaurada por unos pocos para defender mezquinos intereses; y el otro es la IGNORANCIA, que anda también vestida o disfrazada de conocimiento y que embauca a los seres para que crean saber cuando no saben en realidad y que crean estar en lo cierto, cuando no lo están. Esta ignorancia, disfrazada de conocimiento, hace mucho daño, e impide a los seres ir más allá en la línea de conocer realmente y conocerse”.

Don Quijote de la ManchaMiguel de Cervantes Saavedra

Primera parte

Lucía, 1976

Nací en una familia católica a ultranza; mis abuelos maternos habían tenido tres hijos: dos varones y mi mamá que, como la mayoría de las mujeres de su época, había quedado relegada a la tarea sin brillo de ayudar en la casa. A mis tíos, en cambio, se los trataba con gran consideración, sobre todo a Antonio, que había estudiado para sacerdote. Él era el asesor espiritual de la familia y sus consejos se acataban sin chistar. Alberto, mi otro tío, era doctor en Ciencias Económicas y gozaba de una posición holgada. Tenía cuatro hijos varones a los que, por consejo de su hermano, había inscrito en un instituto religioso valorado por su rigurosidad. Yo me había salvado del colegio de monjas gracias a mi padre, que era un ateo recalcitrante y no aflojó a las presiones. Aunque eso le valiera el encono de la familia de mamá.

Los domingos nos reuníamos en la puerta de la iglesia y entrábamos juntos para compartir la misa. Yo siempre le rogaba a mi madre que me permitiera quedarme en casa, fingía estar cansada o descompuesta. La verdad era que en la iglesia me asaltaba un desasosiego que, por entonces, no habría podido explicar. Me entristecían las figuras dolientes de Jesús y la Virgen, y también las de esos santos de caras compungidas. Y para peor, era incapaz de rezar como mis primos, de golpearme el pecho diciendo «mea culpa», «mea culpa». Aunque quizá lo más difícil era soportar los sermones de mi tío, que desde el púlpito nos exigía el arrepentimiento de nuestros pecados y nos amenazaba con un infierno inminente. El cielo no era para los que caían en la tentación de la carne, repetía cada domingo; esas palabras, lejos de asustarme, me disgustaban, aunque no entendiera su sentido.

Aquel domingo amanecí afiebrada pero sabía que cualquier cosa que dijera sonaría a excusa. Fuimos a misa, como siempre, acompañadas por mi padre. (Él, como acostumbraba, nos esperaría en la puerta). Mientras hacía la fila para comulgar sentí el incipiente mareo; cuando mi tío Antonio puso la hostia en mi boca, el ardor me abrasó la lengua, la garganta, y me desmayé.

Mi padre fumaba afuera cuando salió mi tío Alberto llevándome en brazos, seguido por mi abuela. Papá me sujetó de inmediato, paró un taxi con un chistido y me llevó al médico sin esperar a mamá.

Entre todos los recuerdos desdibujados de aquella mañana, uno se impone: el de mi tío Alberto levantándome mientras todavía me lastimaba el fuego en la boca, y la gente alrededor murmurando que «parecía poseída». Muchas veces, todavía de niña, me pregunté a qué se referían. Yo, por entonces, lo asociaba con lo que siempre decía mi abuela cuando hacía alguna travesura: «esta niña tiene el demonio en el cuerpo». Me asustaba pensar que mi tío tuviera razón, que el infierno quedara a un paso; y que yo me encontrara frente a su puerta esperando que se abriera.

María, 2016

Esa semana comenzaría con las sesiones de kinesio. No sé cómo había dejado pasar años sin tratar mi linfedema. Hasta que hace un par de semanas, después de horas dando clase, la hinchazón de mis piernas me asustó. Julio, como siempre, nunca dijo nada sobre mi dolencia, no sé si por ignorancia de que con el tiempo se agravaría o porque ni siquiera la notaba.

Con los años me había acostumbrado a su modo de ser. A él le interesaban pocas cosas: los deportes –había sido pilar en uno de los equipos más populares de rugby del país– y la gastronomía. De hecho había comprado varios restaurantes y bares junto con amigos de la infancia, porque el principal motivo de su existencia residía en compartir con ellos unas copas y alguna buena comida.

Me pregunto qué fue lo que me enamoró de él: ¿su bonhomía?, ¿que se tomara la vida como un juego?, ¿el buen sexo? Como sea, nada de eso ya me bastaba. Pero divorciarme no estaba en mis planes, no podría afrontar un nuevo problema en mi vida.

Mi madre había muerto cuando yo era adolescente, fue por entonces que mi padre se derrumbó. Ahora que él tenía una enfermedad grave, toda mi atención se centraba en cuidarlo, en mi trabajo de profesora –con demasiadas horas de cátedra– y en mi tratamiento de mi linfedema.

Cuando fui por primera vez a tu consultorio pensé que me había equivocado de piso. Por la mirilla entreabierta observé, en la pared que tenía de frente, una serie de cuadros. Toqué el timbre y le pregunté a la señora que me abrió si ahí atendía el kinesiólogo. Contestó afirmativamente y entré. Las paredes que no se veían desde fuera también estaban repletas de cuadros. La mujer advirtió mi sorpresa y, a boca de jarro, dijo:

—No están a la venta, ¿me permite su credencial?

Se la entregué sin dejar de mirarlos: esos cuadros encendidos, donde el fuego era un leit motiv recurrente, me cautivaban. Comencé a sentir un calor intenso, como si emanara de ellos, y de pronto los vi cercándome, susurrándome palabras ardientes, encendiéndome las mejillas. Tuve la sensación de estar frente a una hoguera preparada para el sacrificio. De pronto escuché tu voz, que con tono perentorio me sacaba de aquel estado de enajenación:

—¿Quiere pasar por aquí?

Al principio no distinguí tus facciones: estabas adentro del camarín, casi en penumbras. Sin embargo tus ojos relumbraban en la oscuridad, me indicaban el camino. Ahora que lo pienso, la disposición de los compartimientos erigía un pequeño laberinto.

Lucía, 1976

Mi madre sufría terribles jaquecas que la obligaban a permanecer días en cama, a oscuras. Entonces yo quedaba al cuidado de mi abuela. Cuando mamá mejoraba, la notaba lejana, distraída. Cada vez que le preguntaba algo debía hacerlo dos o tres veces, hasta que lograba sacarla de su ensimismamiento. ¿En qué pensaba? ¿Qué le afligía? Años después conocería la razón de su extraña conducta.

Yo estaba segura de que no me quería: ella no trabaja y, aún así, me dejaba demasiado tiempo con mi abuela. Ni siquiera me llevaba al colegio. Nunca olvido el día que me planté frente a mi abuela, que le exigí que sea mamá quien me llevara a la escuela. La anciana –que tampoco parecía muy conforme con tenerme a su cargo– me arrastró de las trenzas hasta la puerta de calle.

Jamás volví a armar un berrinche, pero esa misma tarde le conté a mi madre lo que había pasado. Al día siguiente, ella me llevó y me dio un beso al dejarme en la entrada. A la maestra, cuando la vio despedirse, se le humedecieron los ojos.

A la salida me esperaba en la puerta, lucía radiante. Sacó dos entradas del bolsillo y me dijo que el sábado iríamos al teatro, a ver a Carmen Amaya, la bailarina española a la que yo le copiaba todas las coreografías. Por eso me había anotado en la clase de danzas: se le había metido esa idea cuando me vio imitarle la «Danza Ritual del Fuego»; desde entonces repetía que yo tenía muchas condiciones.

En realidad, yo no lo hacía tanto por el gusto de bailar, sino porque me veía como la Amaya, girando alrededor del fuego, adorándolo. Sentía que me llamaba. El corazón se me aceleraba, los giros vertiginosos me arrojaban al trance, yo caía en las brasas ardientes, en éxtasis. Mi madre aplaudía emocionada, sin darse cuenta que me costaba mucho volver en mí. Tal vez pensaba que yo fingía que estaba muerta, que esa demora era parte del espectáculo. Sin embargo la verdad era otra: me costaba volver de ese lugar, en el que me hubiera quedado para siempre, donde el dolor y el placer se aunaban.

María, 2016

Cuando me pediste que me bajara la falda me sentí cohibida pero te obedecí.

—Si piensa que esto se arregla con unas pocas sesiones, está equivocada. Por lo menos tenemos para un año largo. Usted decide.

Y yo te contesté que el profesional eras vos y que me ponía en tus manos. ¿Por qué elegí esa metáfora? Mi expresión te arrancó una sonrisa.

—¿Estás segura? Vos lo dijiste, después no vengas a quejarte.

Como notaste que tu respuesta me había descolocado, quizá por tu cambio de humor repentino y tu tuteo inesperado, volviste a sonreír.

—Bueno, para que veas que a mí también me gustan las metáforas, ya nos ponemos con las manos a la obra –dijiste mientras señalabas la camilla.

Tiempo después pensé que esos magnetos que me conectaste habían tenido mucho que ver con la atracción que empecé a sentir por vos. Mientras masajeabas mis piernas recordé las manos de mi padre y la incomodidad cuando se posaban sobre mí. En cambio las tuyas, sobre mi piel, eran las caricias que estaba anhelando desde hacía mucho tiempo.

Lucía, 1976

Después de la salida al teatro, mi madre volvió a su actitud indiferente. Me propuse llamar su atención. Se me ocurrió no hacer más la tarea. La maestra, ante mis reiterados incumplimientos, la mandó llamar, y le habló de mi bajo rendimiento.

Yo lo había logrado: tras hablar con la maestra, ella empezó a sentarse conmigo después del almuerzo para comprobar si hacía bien los deberes, si entendía los temas tratados en clase.

Una tarde, mientras estudiaba la lección de historia ante los ojos vigilantes de mi madre, sonó el timbre. Ella dio un respingo y salió.

Segundos después escuché un portazo. Me asomé al vestíbulo y la vi pálida, temblorosa. Al parecer alguien había querido entrar y ella lo había impedido. Pero ¿quién? Se lo pregunté y no me contestó, sólo abrió lo boca para decirme que siguiera con la tarea. Luego se encerró en el baño, yo estaba segura de que lloraba.

Dejé el libro de historia y volví a mi cuarto. Recordé que muchas veces, cuando atendía el teléfono, me cortaban apenas escuchaban mi voz. Y cuando ella levantaba el tubo, hablaba entre susurros. Un día, incluso, gritó «por favor no llames más».

Por otro lado, había notado que desde hacía días pasaba más tiempo con mamá que con la abuela. Como si mamá temiera estar sola, aunque no creo que yo pudiera salvarla de ningún peligro. En todo caso, la pregunta era porqué no compartía con mi padre sus miedos.

Una mañana, mamá despertó con vómitos. Mi padre, que tenía una reunión de trabajo, no pudo esperar al médico. Aquél día mi abuela me dijo que ya estaba en edad de ir sola al colegio. Me puse el delantal y salí orgullosa. Sin embargo, mientras caminaba hacia la escuela, me pareció que alguien me seguía. No quise darme vuelta, aunque lejos de preocuparme, tuve la extraña sensación de que ese alguien me custodiaba.

María, 2016

—Debés respetar el horario –dijiste y, sin esperar mi respuesta, diste media vuelta y entraste.

Me quedé parada en la puerta sin saber qué hacer. Escuché que la mujer que me había atendido la primera vez te comunicaba que se iba. Ella abrió la puerta y se chocó conmigo: se sorprendió al verme, pero siguió de largo.

—Ah, todavía estás acá, entrá y cerrá la puerta –me ordenaste–. ¿Te vino bien el castigo?

Cuando notaste mi cara de desconcierto me guiñaste un ojo.

—¿Te asustaste, eh? No te enojes, ¿sabés lo que pasa?, si no trato así a las mujeres, se enamoran de mí.

—Perdé cuidado, eso nunca va a pasar, no me gusta que me maltraten.

—¿En serio? ¿Estás segura? –dijiste maliciosamente–. Bueno, vamos, sos la última, pero podés ser la primera, mi mejor obra, ¿qué tal si empezamos?

Lo último que recuerdo es haber mirado fijo ese cuadro de un rojo intenso que parecía a punto de prenderse fuego. Cuando desperté estabas a mi lado.

—¿Puedo saber qué soñaste?

—Soñé que me castigabas con un látigo –te dije para seguirte el juego.

—No estaría mal, pero por hoy te perdono. La próxima no llegues tarde y traé vendas.

Y sin más palabras, me despediste.

Lucía, 1976

Once años después de mi nacimiento y de dos abortos espontáneos, mamá volvió a quedar embarazada. Mi padre, por lo general era más bien parco, se mostró muy entusiasmado. Hablaba todo el tiempo de su hijo, dando por descontado que sería un varón.

Una tarde en que mis tíos habían ido a saludar a mamá, él dijo–A este lo voy a criar yo, ya vas a ver, a lo macho, nada de misas ni tilingadas.

Ante su actitud, todos se marcharon rápidamente. Él, entonces, destapó una botella de champagne y se la tomó casi entera. Esa tarde, mi abuela le informó que mamá tenía que guardar reposo por prescripción médica. Y que debía, también, hacerse unos estudios.

Con la alegría de la noticia, él no se dio cuenta que mamá no parecía feliz. Tal vez atribuyó su desánimo a la necesidad de guardar reposos. Como sea, papá le restó importancia a la cuestión.

Por entonces nadie parecía muy preocupado por mí. Mi abuela me trataba con rigurosidad, mi madre oscilaba entre el abandono y la culpa, mi padre acababa de demostrarme lo poco que me quería: era como si su próximo hijo fuera a ser el primero. Verlo así me sumió en una desdicha atroz, me llevaba a pensar que tal vez yo no era su hija. Pero si él no era mi padre, ¿quién lo sería? Y si así fuera, ¿porqué llevaba su apellido? Y para peor, ¿qué sería de mí cuando naciera mi hermano?

María, 2016

Me había olvidado las vendas, y me preocupaba demasiado cuál sería tu reacción. Pero ¿por qué estaba atemorizada como una niña que no hizo los deberes?

—Me parece que no querés que te curen las heridas... –dijiste.

—Yo no tengo heridas, a no ser que el tratamiento sea cruento y no me lo hayas dicho.

—Nunca se sabe, lo que uno cree que puede curarte por ahí te termina enfermando, y lo que puede parecer malsano quizá transforma tu vida para siempre. Yo debo tener vendas, ese no es problema, pero la cuestión es: ¿vos estás preparada para el tratamiento? Mirá que es un camino sin retorno.

—¿Y de dónde no voy a retornar?

—Del lugar donde las mujeres tienen unas piernas perfectas. Las vendas con el gel criógeno te van a aliviar y mis manos mágicas van a completar el tratamiento...

Me vendaste y te fuiste. Pasó más de media hora y no aparecías. ¿Dónde estabas? ¿Quedaba más gente en el consultorio? El silencio se imponía, llegué a pensar que me habías dejado olvidada. Yo parecía una momia, sólo me faltaba el sarcófago, y el aire estaba contaminado por un profundo olor a azufre, cuyo origen no podía determinar. Comenzaba a inquietarme cuando volviste.

—Disculpá, me olvidé la manta, te estarás congelando.

Mientras me cubría, me miraba con una expresión extraña, demasiada parecida al deseo. Poco después, agregó:

—¿Ya descubriste que en el infierno no hace calor? Siempre nos mienten, ¿viste?

Lucía, 1976

Aburrida del camino de siempre, esa tarde volví del colegio por uno distinto. Me despedí de mis compañeras con la excusa de que debía pasar por la farmacia. Una vez que ellas siguieron sin mí, yo retrocedí y crucé para la plaza: me encantaba ver la estatua de Caperucita escondiéndose del lobo.

El cuento sólo podía creerlo un chico de tres años y yo estaba a punto de cumplir los once. Un lobo disfrazado de abuela era ridículo, aunque mi abuela sí podía disfrazarse de lobo y correrme hasta alcanzarme. En la estatua, el lobo se mostraba amenazante, y a muy pocos pasos de Caperucita. Trepé por la escultura y la abracé, con la convicción de que así la protegería. Sentía su desamparo y el mío, como si fueran el mismo.

Cuando quise bajar, las lágrimas no me dejaban ver: apoyé mal el pie, resbalé y caí. Me dolían las rodillas, no podía levantarme. Entonces, como si mis deseos se hicieran realidad, alguien me ofreció ayuda.

—No te asustes, dame la mano.

Yo no quería, pero sola, iba a ser imposible levantarme.

—A la una, a las dos y a las tres, ¡muy bien! Esperá acá, voy a mojar el pañuelo en el bebedero y así te limpiás los raspones.

El pañuelo estaba perfumado y tenía unas iniciales bordadas: «L y A».

—Te llevo hasta tu casa y ahí te ponés alcohol y una curita, ¿dale? Pero nadie se tiene que enterar de que te ayudé, porque tu mamá o tu abuela se van a enojar...

Como todas mis amigas, tenía prohibido hablar con extraños. Pero ese hombre era tan amable, que me dejé llevar de su mano hasta la puerta de casa. Antes de despedirse, me acarició la cabeza con dulzura y sonrió.

Mientras subía en el ascensor pensé en una de las frases que mi tío repetía en sus sermones: «Hay que cuidarse de los lobos con piel de cordero». ¿Sería así? ¿Los lobos ya no se ponían cofias y lentes, imitando a una tierna viejecita? ¿Ahora se disfrazaban del papá bueno y cariñoso que no teníamos? ¿Y si, como decía mi abuela, ese hombre era uno de esos degenerados que acechaban niños? ¿Y qué significaba «degenerado»? Por otra parte, yo nunca le dije a ese hombre dónde vivía, ¿cómo pudo saberlo? ¿Me había estado siguiendo? ¿Él era la sombra que me escoltaba cuando iba al colegio?

Cuando el ascensor paró en mi piso, noté que con la mano izquierda estrujaba el pañuelo que él me había dado.

María, 2016

Cuando te conocí, mi padre sufría una leucemia de edad avanzada, los médicos le daban sólo diez meses de vida. Siempre pensé que la verdadera causa de su enfermedad había sido la huida de mi madre, que él nunca superó.

Mientras ella vivía con nosotros, lo recuerdo tan vital. Estaba en cada detalle de sus empresas y se hacía tiempo para su deporte favorito: la pelota paleta. Su gusto por la buena comida, la buena bebida y por los juegos de azar, esa fruición por la vida a la que le robaba horas de sueño con vehemencia, hacía pensar que moriría de un accidente cerebro–vascular o de un ataque de presión. Sin embargo, con la partida de mi madre, fue como si comenzara a desangrarse.

Mientras ella permaneció a su lado la vida para él era pura alegría.

—¡Vamos las dos! ¡qué caras!, pónganse lindas que las saco a pasear –decía eufórico.

—Pero Rafael son las doce de la noche –le contestaba mi madre.

—Qué importa, si hace falta les transformo la noche en día, pero quiero verlas felices.

Mamá intentaba seguirle el ritmo, pero eran el agua y el aceite. A ella le gustaba quedarse en casa escribiendo o leyendo, a veces escuchábamos juntas música clásica. Si llegaba papá, cambiábamos por algún tema de moda. Entonces él la tomaba en sus brazos y la hacía dar vueltas por el living.

—Rafael sabés que me mareo –se quejaba ella.

—Descansá, hay una suplente esperando–. Entonces me sacabas a bailar a mí, y decía: –Tenés que aprender para cuando tengas novio.

—Rafael, es una niña aún –le respondía mamá, molesta.

—Eso te parece a vos, yo veo a una hermosa jovencita que debería salir más, en vez de encerrarse con esas lecturas raras.

Papá se refería a unos libros que hablan de alquimia, de cómo volverse inmortal. Mamá los había heredado de un tío que integraba una logia ocultista, y esos textos misteriosos la fascinaban.

Lucía, 1976

Cuando salí de la escuela miré para todos lados, buscando a mi salvador, pero él no estaba. Y por qué debería estar, me pregunté. Fui derecho para casa, y al dar vuelta la esquina me sorprendió ver una ambulancia justo en la puerta. A varios metros, intentado pasar desapercibido, creí reconocerlo. Cuando me acerqué a casa vi que llevaban a mamá en una camilla. Una vecina me dijo que la trasladaban al hospital. Yo quiso meterme en la ambulancia, acompañarla, pero mi abuela me detuvo.

—Anda a casa, tu tía te espera, yo voy con ella.

Mi abuela subió a la ambulancia, que partió rauda, con la sirena a todo chirriar. Luego me pareció ver que mi salvador se tomaba un taxi y la seguía.

Mientras mi tía me servía la merienda, me contó conmovida que ya no iba a tener un hermanito. Luego me dijo que me quedara en mi pieza haciendo los deberes, que ella ordenaría un poco la casa. Yo no entendía nada, quería preguntarle más, si mi mamá iba a ponerse bien, si le habían avisado a mi papá. Antes de entrar mi cuarto, me asomé a la pieza de mis padres: entonces vi las manchas de sangre en el piso, en las sábanas que mi tía estaba cambiando. Mientras lo hacía, rodó por el piso una aguja de tejer grande. No quise ver más, pero recuerdo que sucedió algo terrible: mi padre entró como loco y fue hacia donde estaba mi tía, la sacudió con violencia, le exigió a los gritos que le dijera la verdad sobre lo que había pasado.

—Aníbal, no sé nada –respondió ella sollozando–. Soltame por favor, me lastimás.

—¿Dónde está? –preguntó él, sin soltarle el brazo.

Ella le dio la dirección del hospital. Yo le pedí que me llevara, pero me dio un empujón que me hizo trastabillar y se fue sin cerrar la puerta.

¿A qué verdad se refería mi padre? ¿Qué había pasado? Mi tía no contestó a ninguna de mis preguntas, pero luego tuvo que hablar con dos policías, que se presentaron en casa. Antes de retirarse, entre los dos metieron las sábanas y otras cosas del cuarto en bolsas de plástico y se las llevaron. Después, mi tía me ordenó que volviera a mi habitación.

Me recosté en mi cama y me desperté cuando escuché la voz de mi abuela, que entre susurros decía:

—Nadie tiene que enterarse de lo que pasó. Ella se provocó el aborto, esa es la única verdad, y así lo declararemos a la policía, aunque ellos ya sepan que todo es un simulacro.

No entendía de qué hablaban, ni siquiera sabía qué significaba «simulacro», sin embargo el tono oscuro y amenazante de mi abuela me perturbó.

María, 2016

—Así me gusta, en el día exacto y a la hora programada, estás aprendiendo. Bueno, vamos, que mis poderes mágicos se terminan a las siete en punto. Elegí: te corto al medio, te hago desaparecer o te transformo en una paloma blanca.

—Me conformo con tener unas piernas sanas.

—Yo prefiero lo segundo.

—Si desaparezco te quedás sin paciente.

—No me entendiste, la segunda parte del acto es hacerte aparecer completamente cambiada, de la cabeza a los pies.

—¿Y lo que está adentro de mi cabeza también?

—Ah, bueno, eso ya es otro precio, aunque por ser vos puedo hacer una excepción. Vas a ser otra, sin cargo, eso sí, no se aceptan reclamos y por eso mejor me vas a firmar un contrato –dijiste muy serio.

—¿Te entrego mi alma y seré joven y hermosa para siempre? –dije yo, que había aprendido a seguirte el juego.

—Además acordate que me pediste cambiarte la cabeza ¿no?

—Bueno, ¿dónde firmo? ¿O es un pacto de sangre?

—Hay muchas maneras de quedar comprometida; ya que los honorarios son los mismos para una transformación completa, elijo yo.

—¿Y no voy a saber de qué se trata?