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Ladrón de espadas es una frenética y apasionante novela de aventuras que los lleva a conocer a «O», un ladrón profesional especializado en robar espadas históricas de incalculable valor y, de paso, resolver injusticias por todo el mundo. Su vida dará un vuelco cuando conozca a Rebeca, la chica que lo acompañará en su misión más arriesgada: robar la espada de Fernando III, El Santo. A ambos los aguarda un camino repleto de acción, persecuciones y emociones al límite.
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Seitenzahl: 604
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Miguel Ángel León Asuer
Saga
Ladrón de espadas
Cover image: Shutterstock
Copyright © 2021 Miguel Ángel León Asuero and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726705638
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Al Jefe, mi padre, quien antes de que estas páginas vieran la luz marchó al Reino que no es de este mundo. Estoy seguro de que San Pedro le habrá facilitado un ejemplar de esta novela encuadernado en blanco algodón para que lo lea sentado en una nube mientras da sorbitos a una copa de vino celestial, aunque sólo sea en modesto pago por engrasarle las bisagras de las puertas del Cielo para que no chirríen cuando algún alma burlona entra a deshoras, o tal vez por haberle construido un soporte de marquetería para los mandos a distancia del Sol, la Luna y las Estrellas.
A mi madre, que me sigue enseñando muchas cosas cada día.
A Miguel Ángel y Fátima, mis hijos, a los que debo las fuerzas que me hacen bailar este Tango.
A mis hermanos, con los que mantengo una curiosa complicidad.
A Rosa Luz, devoradora de libros e inspiración de personajes. Su Tango es el mío, y su nueva historia es mi nueva historia.
A Berta, mi Melpómene Erikbertakova. Sin ella, estas páginas y otras muchas cosas no existirían. Gracias. Siempre Gracias.
Al verdadero David, que sigue allí, en su semáforo.
A mis compañeros del Cibertaller literario. Algún día tendremos que pensar juntos unas dedicatorias curiosas.
Este libro pretende ser un homenaje a todas aquellas personas que se la han jugado y se la siguen jugando por ser leales y fieles a las promesas que hicieron en algún momento, eludiendo siempre la traición y el engaño y bailando el Tango de la vida como debe ser: con paso firme, vista al frente, y la cabeza bien alta …
Porque, para mí, como para algunos más, la vida es como un Tango, un Tango con bandoneón de fuelle “desinflao”, voz dejada y curtida con acento arrabalero y atmósfera azul como humo de tabaco. Para vivirla, para bailarla, hay que dar grandes zancadas, manteniendo la cabeza alta y la mirada al frente cuando la música o la letra te hacen cambiar bruscamente de dirección.
Habrá quienes, por no ser capaces de afrontar un Tango, vivan la vida con otros ritmos, con otros sones, con otras letras, pero para mí, para mí, la vida es como un Tango.
Eso sí, un Tango no se baila en solitario. Hace falta alguien con quien compartir mejilla, a quien agarrar con fuerza y cuya mano sostener en alto.
Líbrenos Dios de los Tangos traicioneros de bofetada y cuchillo en el liguero.
Prefiero aquellos otros de roja flor apretada entre los dientes…
Seguro: la vida es como un Tango.
El Autor
BRITISH SURPRISE. THAT´S LIFE
Desgraciadamente no pude ver la escena, porque cuando ocurrió lo que aquí se cuenta ya me encontraba a muchos kilómetros del lugar de los hechos, tomándome un gin-tonic a la salud de la flema británica mientras admiraba el trasero de aquella azafata de la British Airways que me lo acababa de servir. Hasta podía oír el tranquilo pero alegre explotar de las burbujas en el vaso, y también notar sobre el envés de la mano las gotitas que de allí dentro, sorteando el hielo y el limón, saltaban buscando una vida que vivir y la aventura del salto al vacío. Pero aunque, como digo, no podía ver lo que ocurría allá de donde yo venía huyendo divertido, sospecho que las cosas no pudieron ser de forma distinta a como las imagino ahora en mi cabeza.
Por ejemplo, bien podría decirse que las sombras del vigilante se iban alargando y acortando sucesivamente mientras pasaba bajo las luces del techo y ante las ventanas en la primera de las rondas de aquella tarde-noche por las galerías del National Maritime Museum de Londres, en Greenwich. El domingo había transcurrido tranquilo y, por lo tanto, aburrido. Varios cientos de turistas habían pasado por allí para observar apelotonada y apresuradamente los mismos uniformes, las mismas banderas, las mismas armas, los mismos útiles de navegación que un desmotivado y coloradote segurata ahora repasaba distraída y monótonamente con la tranquilidad de saber que le quedaban ocho horas de lentos paseos, así como quince años más de similares rondas. Y todo hasta que una lejana jubilación pudiera permitirle cobrar esa pensión que deseaba poder gastarse viviendo en España, en algún pueblo turístico, playero y mediterráneo, donde cambiar la aglomeración de las gentes en el metro por la bulla de cuerpos al sol como salchichas en una barbacoa.
Sus pisadas iban resonando por los pasillos y las salas, dejando por todas partes el rechinar de las suelas de goma sobre el pulido suelo y acompañando a las noticias deportivas escupidas por el pequeño transistor que llevaba embuchado en el bolsillo de la chaqueta. De vez en cuando, el walkie talkie emitía pequeñas ráfagas de estática que ya ni oía, de acostumbrado que estaba a esos ruidos. Monotonía, en definitiva. Rutina.
Atrás había quedado, hacía ya un rato, el patio del Upper Deck Coffee Bar, situado sobre la segunda planta del edificio junto a la galería “Future of the Sea”.
Como era habitual, a las cinco, la hora de cierre del museo, había estado puntual en la barra para tomar el té y charlar un ratillo con Samantha, la atractiva camarera que tanto reía sus insulsas bromas. También como siempre, los tolerables cinco minutos para el té, se habían convertido en tres cuartos de hora de flirteo, justo el tiempo que la pelirroja y pecosa mujer tardaba en recoger los servicios sucios y prepararlo todo para el día siguiente mientras el vigilante hacía lo propio no perdiendo de vista ni el trasero ni la pechera de la camarera. Sin saberlo, y mientras imaginaba cómo serían las pecas de la espalda de Samantha, o si tendría algún lunar allá donde las manos sólo llegan cuando la falta de luz no deja ver los lunares, aquel infeliz me había estado dando tiempo suficiente para poner tierra por medio, o mejor mar, entre la Gran Bretaña y mi cuerpo serrano.
Al pasar junto al maniquí que vestía el uniforme del Vice-Almirante Horatio Nelson se paró, como otras tantas veces, para observar cómo un curioso e insignificante agujerillo en el hombro izquierdo marcaba el lugar por donde entró el proyectil que, perforando el pulmón del marinero y empotrándosele en la columna vertebral, acabó con su vida en la batalla de Trafalgar, en la que ganaría fama y pasado glorioso, perdería todo su futuro y cerraría los ojos para siempre. No se veían ya en la guerrera las manchas de sangre y sudor del combate, como ya tampoco se veía el sufrimiento de tantos hombres de ambos bandos en las guerras del pasado y del presente. Allí sólo se veían historia y honor, la victoria de Nelson sobre Napoleón y la consecución de nuevas tierras para la Corona Británica en el paso estratégico entre el Océano Atlántico y el Mar Mediterráneo. Victoria sobre Francia y victoria sobre España, los dos grandes enemigos del flemático Imperio. Mucha sangre de demasiados costó aquello, pero eso no importa cuando el nombre de la Nación, de la Patria, queda escrito en la Historia con letras de oro. La sangre se limpia, los muertos se entierran o se arrojan al mar, y luego las letras de oro se pulen para que brillen. La sangre no deslumbra, pero el oro sí.
La radio empezó a hablar de otra victoria, la del Arsenal sobre el Chelsea, lo que hirió en lo más profundo la afición futbolística de aquel vigilante, haciéndole continuar la ronda claramente malhumorado. Afortunadamente, perder un partido no era lo mismo que perder una guerra, o la vida.
Ante él se presentaba la galería de las armas de filo, las edged arms. Espadas, sables, espadines, dagas y todo tipo de hojas de acero que habían penetrado en más de una ocasión las carnes y vísceras de quienes se interpusieron entre el enemigo y la patria británica. Cientos de filos cortantes y puntas afiladas que en un sangriento trueque dieron muerte para recibir gloria, estaban allí expuestas para admiración y orgullo de los visitantes patrios así como para humillación de los que venían del extranjero a contemplar las armas con las que fueron derrotados tiempo atrás sus ejércitos y dieron muerte a sus antepasados.
Todo en calma. Vitrinas relucientes. Espadas relajadas tras los cristales. Brillos de acero durmiente. Ni una mota de polvo. Mortífera gloria expuesta a la admiración y a la añoranza de otros tiempos. Recuerdos de sangre, sudor, sufrimiento, muerte, dolor, humillación y, dicen, que también de honor. El vigilante, Peter Kingstone, que así figuraba en la plaquita que llevaba en la chaqueta, conocía de memoria la historia de cada una de aquellas armas gloriosas. Sabía sus nombres, el de quienes las poseyeron y el de quienes las fabricaron ganándose una fama que les haría pasar a la posteridad como creadores de obras de arte para la gloria y el orgullo, pero cuyos herederos tan sólo se dedicaban ya, cuando el acero no da honor sino dinero, a la fabricación industrial de cuchillas de afeitar. Conocía el nombre de los barcos en que prestaron servicio golpeando, cortando, atravesando, matando y conquistando a sangre y acero, pero desconocía el nombre de quienes murieron a causa de aquellas espadas. Mientras paseaba por la galería, escuchando aburridamente la radio y el eco de sus propios pasos, imaginaba el ensordecedor ruido de una batalla naval, con sus cañones, sus gritos de furia, miedo y sufrimiento, sus explosiones, sus crujidos de madera, sus oleajes, sus vientos, sus velas batiendo, sus disparos a bocajarro, sus astillas de madera volando por los aires y, sobre todo, su desesperanzador entrechocar de espadas en los abordajes.
A un tiempo, aquello le distraía e hinchaba de orgullo su británico pecho hasta el punto de igualarlo en volumen a la barriga cervecera repleta de pintas de espumosa pero templada ale que, detrás de los botones del uniforme, atirantaba el azul paño. Siglos de orgullo británico tras la negra corbata y pintas de London Pride tras el ombligo.
Muy pronto, tanto orgullo se desinfló de repente o, mejor dicho, estalló para sus adentros con un quedo y casi susurrado “My God!” que volvió a salir de aquella garganta una y otra vez in crescendo:
–My God!... My God!... My God!
No se le ocurría otra cosa que decir viendo lo que veía. Era algo increíble, absolutamente increíble, por no decir imposible: una de las vitrinas aparecía vacía, con el cristal limpiamente desmontado y depositado cuidadosamente en el suelo. La espada que debía encontrarse allí disfrutando del secular descanso merecido, no estaba. Alguien se la había llevado.
Una pequeña inscripción en blanca cartulina dejaba constancia de lo que ya no estaba allí: la espada corta de 794 milímetros de longitud que, fabricada por Richard Clarke & Son entre 1.797 y
1.798 en plata dorada y acero damasquinado, siendo Nelson Commodore regaló al entonces capitán George Cockburn por su heróica y brava actuación en “La Minerve”, capturada a los franceses, los días 19 y 20 de Diciembre de 1.796 tras evacuar la isla de Elba y de camino ya hacia Gibraltar.
No estaba. La espada no estaba. Se la habían llevado...
En su lugar, había un pequeño walkman con un post-it amarillo en el que había algo escrito a mano:
¡GIBRALTAR, ESPAÑOL!
“⭙”
El asombrado, impotente y jodido Peter Kingstone, sin pensarlo dos veces y sin darse cuenta de que podría estar destruyendo mis inexistentes huellas, presionó el PLAY de aquel aparatejo, y por el pequeño altavoz empezó a sonar una música que se le clavó en lo más profundo de su flema británica, como si de una estocada en el pecho con la espada robada se tratara, o mejor, como una estocada en el culo: un descarado Frank Sinatra cantaba “That’s life”. Así es la vida...
–My God!... Fucked Spaniards!
LADRÓN, A MUCHA HONRA
Entre otras muchas cosas, soy un ladrón. Y aunque tal vez debería estar escribiendo esta historia en la cárcel, a la sombra de las rejas en una celda compartida con algún banquero o algún político, la verdad es que lo estoy haciendo bajo otra sombra: la del cañizo de un chiringuito en la playa de Bolonia, en Cádiz, junto a las ruinas romanas de Baelo Claudia. Y esto es así no porque haya burlado a la Justicia, Dios me libre. De quien me he burlado es de aquellos que se sintieron heridos en su más profundo amor propio por las afrentas que les hice, afrentas que considero merecidas por determinados actos contra la Humanidad. Ahora, con fondo de azules y celestes salpicados de blanca y efervescente espuma, con la banda sonora de las olas rompiendo, los chiquillos jugando y los toldos y las toallas ondeando al viento como banderas que proclaman la victoria de la tranquilidad y la paz fruto del deseo de vivir sin dañar, voy a contar la historia que me ha llevado a tener lo que ahora disfruto, a disfrutar lo que ahora tengo.
Soy un ladrón, sí. Pero aunque no puedo negar que, en parte y sólo en parte, vivo de lo que cosecho durante mis “trabajos”, tengo que aclarar que no robo cualquier cosa, sino que tengo una especial debilidad por hacerme con botines muy concretos. Sólo robo espadas. Espadas con historia, espadas con leyenda, con sabor, con orgullo, con Patria, con Honor y, la mayoría de ellas, con muchas, muchas muertes en sus hojas. Y es por esto último por lo que las busco, las localizo, las cojo, me las llevo y lo canto a los cuatro vientos, para vengar así a quienes un día murieron atravesados por el acero en una injusta sinrazón: la guerra.
¿Cómo suena una espada que penetra en el vientre de quien la recibe a mayor Gloria de su Patria? ¿Qué siente quien es atravesado sado por el “heroico” acero? ¿Y el héroe que la empuña? ¿Qué siente el héroe? ¿Y la espada? ¿Nota algo?
Quiero dejar bien claro que las espadas no tienen la culpa del uso que les den quienes las empuñan. El acero no es responsable de caer en manos de un verdugo, o de un asesino, ni tampoco de ser empleado en combates que podrían haberse evitado usando la razón, la lógica y el sentido común. Algunas muertes a hierro puede que estén justificadas por inevitables, pero desgraciadamente cada espada, como cada hombre, tiene su lado oscuro, su historia oculta, su pasado inconfesable. Y ahí es donde yo voy, ahí es donde ataco.
Para un guerrero, de la época que sea, su espada es como una prolongación de su espíritu. En ella se afianzan su valor, su honor, su sentido caballeresco y, muchas veces, de ella depende la propia vida. Y como en combate, sea cual sea la causa por la que se inició, quien porta una espada acaba viéndose obligado a usarla para quitar de en medio a quienes se le ponen por delante blandiendo otros aceros, la defensa propia de quien vence la batalla acaba convirtiéndose en heroísmo, y el heroísmo del individuo acaba mutando en orgullo patrio de quienes le enviaron a matar o morir, con lo que, en definitiva, los cobardes de retaguardia se apuntan victorias, a veces injustas, que otros lograron arrancar a punta de estoque, a punta de sufrimiento, pasando penalidades e incluso muriendo. Sí, hay quien gana guerras pasando miedo con dos cojones. Y hay otros que no tienen dos cojones para pasar miedo en la guerra y mandan allá a quienes nada tienen que ver. A esos cobardes que se apropian de las gestas, de los miedos, de las vidas y de las muertes de otros, es a quienes yo les robo sus espadas, clavándoselas luego en el trasero para que vean lo que duele un palmo de acero hundido en la propia carne. Y así rindo homenaje a quienes no lo recibieron al morir. Les vengo, y eso me satisface.
Empecé en esta aventura hace años, siendo casi un chiquillo, cuando a los diecisiete y a la vuelta de una noche de parranda me dio por encaramarme a la estatua ecuestre que rinde culto a la memoria del Cid Campeador, frente a la antigua Fábrica de Tabacos de Sevilla, y tras ver de cerca los enormes atributos sexuales de aquel Babieca de bronce, me decidí a tomar prestada la espada Tizona que el caballero castellano portaba al cinto. Aquella no era sino una simple reproducción artística, no era la auténtica espada del Sidi Campidoctor, pero para empezar no estaba mal. Pesaba como ella sola, pero aunque no se parecía a la verdadera Tizona, la que según el Cantar de mío Cid el héroe capturó al Rey Búcar de Marruecos abriéndole en canal desde la cabeza a la cintura y se valoró en mil Marcos de Oro, era hermosa. Y para mi representaba, más allá de la leyenda y la gloria de quien la empleó en su día, el sufrimiento y la muerte de quienes por toparse de frente con aquella hoja mercenaria cayeron de bruces sin vida y mordieron el polvo para no poseer esa gloria que les fue arrebatada con su último aliento.
Siempre recordaré, de los versos que en el colegio me enseñaron cuando de alabar la historia de la Patria se trataba, aquellos que contaban la forma en que el valiente Ruy Díaz de Vivar ganó su espada Tizona:
“Buen cavallo tiene Búcar e grandes saltos faz,
mas Bavieca, el de mio Çid, alcançándolo va.
Alcançólo el Çid a Búcar a tres braças del mar,
arriba alçó Colada, un grant colpe dádol' ha,
las carbonclas del yelmo tollidas ge las ha,
cortól' el yelmo e, librado todo lo ál,
fata la çintura el espada llegado ha.
Mató a Búcar, al rey de allén mar
e ganó a Tizón, que mill marcos d'oro val.” 1
En señal de mi fechoría, y con la intención de fastidiar y despistar a quien tuviera que venir después a ver aquello, en una de las frías y oscuras ancas de Babieca dejé una nota escrita con tiza:
¡AL-ANDALUS RENACERÁ!
Y como entonces yo era un pipiolo y aún no se habían despertado en mí ciertas necesidades económicas por vivir bajo el mismo techo de mis padres a quienes, por cierto, aprovecho para rendir homenaje desde aquí, no se me ocurrió que esa espada, como símbolo que era, tenía un valor que rebasaba con creces el del bronce vendido al peso en un trapero de Triana, así que decidí rematar la bofetada sin mano al símbolo patrio de la reconquista de quienes no querían ser reconquistados devolviendo honestamente el bien robado, aunque sin arrepentimiento, acto de contrición, ni propósito de enmienda alguno. Y como, cosas de la juventud, tenía ganas de divertirme y pasarlo bien, no se me ocurrió otra forma de poner la espada a disposición de quienes la anduvieran buscando que dejarla clavada en otro símbolo patrio. Quince días después de mi escalada al monumento ecuestre, me fui al Parque de María Luisa y, en lo alto del pequeño Monte Gurugú, otro emblema de la Guerra Santa contra el “enemigo de la Fe y la unidad de la Patria y el Imperio”, deposité sobre uno de sus bancos de piedra la falsa réplica de la Tizona, escribiendo a su lado con la misma tiza una dedicatoria:
AL FINAL, PERDÍSTEIS ÁFRICA,
Y A MUCHOS, LES HICÍSTEIS
PERDER LA VIDA.
“⭙”
Curiosamente, el verdadero Monte Gurugú, el que está junto a Melilla y que en Septiembre del ya lejano 1.921 tomaron las tropas españolas durante la guerra de África, es hoy día lugar de “concentración” de los pobres desgraciados que, durante semanas e incluso meses, bajo la protección de su boscosa vegetación, aguardan el momento oportuno para atacar en masa e intentar saltar la valla que separa a Melilla del resto del continente africano.
En la prensa de la época sólo salió la gamberrada del robo de la espada y su hallazgo en el Parque, pero no trascendieron las notas del autor que se escribieron con tiza. Y me dio igual. Ya digo, era tan sólo un pipiolo. Pero me lo pasaba de escándalo sintiéndome como un maletilla que salta a oscuras el cercado para practicar clandestinamente verónicas y chicuelitas frente a una vaquilla a la que casi no ve. Me bastó robar la espada observado tan sólo por la luna y las estrellas, y devolverla entre ruidos de agua y chicharras. Se ve que me conformaba con poco o que, al menos, valoraba las cosas de otra manera.
Hoy día lo hago de otra forma: robo, pido rescate, cobro, y devuelvo. Y es que ya soy mayor, y con los años se aprende. Es más, de algo hay que vivir, que aunque tengo otros ingresos, digamos que “honrados” pero que no voy a desvelar aquí, me gusta la buena vida para mí y los míos, y la costeo con lo que algunos creen que vale su orgullo. ¿Descarado? ¿Vivalavida? ¿Sinvergüenza? Puede, pero... ¿Qué más da? Disfruto, vivo, me divierto, escarmiento, ajusticio, y me gusta.
Al parecer, con el paso del tiempo hay quien me ha copiado, y desde que casi en las Navidades del 2.000, teniendo yo ya muchos robos de aceros a la espalda, a alguien se le ocurrió robar del Museo Nacional de Suecia un par de cuadros de Renoir y otro de Rembrandt para pedir rescate a modo de “la bolsa o la vida”, a esto le llaman algo así como “Ransomart”, o algo parecido. Y es que, como decía mi padre, “siempre que sucede igual, ocurre lo mismo”, y basta con que alguien tenga una idea y dedique su esfuerzo y creatividad a hacer algo grande, para que otro se aproveche del invento, le ponga nombre, lo registre y hasta salga en los periódicos por su genialidad.
En fin, que siempre actué de forma descarada, aventurera, divertida y gratificante. Y casi siempre lo hice solo, sin meter a nadie en mis historias. Eso sí: nunca tuve miedo de nada, ni siquiera del traicionero agravio de quien antes pudiera haberme pedido ayuda y esfuerzo. Y, por supuesto, nunca tuve miedo de nadie. Esa actitud, que me ha hecho disfrutar mucho, también ha sido la causa de más de un problema, y no porque haya que ir temeroso por la vida, no, sino porque no se puede ser tan confiado. Siempre hay alguien dispuesto a darte el palo. Pero en cualquier caso, y parafraseando al increíble Frank Sinatra en “Pennies from Heaven”, diré que la vida es como una constante lluvia de monedas, por lo que para vivirla sólo hay que asegurarse de que se lleva el paraguas del revés. Y eso es lo que intento, llevar así el paraguas tratando de coger todo lo que me cae del cielo, que no es poco, porque para hacer honor a la verdad debo decir que del cielo me ha caído de todo, bueno y malo, e incluso que cuando desde arriba te quitan algo, también, cuando llega el momento, te envían oro puro a cambio de la bisutería perdida.
Así, un enorme desengaño, con origen en la traición que menos me podía esperar y de la que aquí no hablaré porque ya quedó atrás, me hizo replantearme toda mi vida.
Metí mi corazón y mis lágrimas en un hatillo y me retiré por una temporada allá donde no me conocían y donde comprobé que necesitaban hasta el aliento de quien no tiene resuello ni ganas de vivir. Me largué tan lejos como pude para ayudar a quienes nada tenían, y allí, entre ojos que todo lo miran, llantos que todo lo inundan, sufrimientos que todo lo hunden y alguna risa infantil que a todo daba sentido, me convertí en un olvidado más. Olvidado por los de aquí, que no por quienes me vieron con otros ojos.
Allí me di, me entregué y me regalé hasta el límite de mis debilitadas fuerzas y hasta que tanta injusticia hiciera cambiar mi completa visión de la vida. Fue por eso que pude ver desde la primera fila el aterrador resultado de las guerras. Tuve al hambre cara a cara, y a la muerte, y a las enfermedades, y a la extrema pobreza de quien sólo tiene paciencia para esperar su fin o su propio sufrir. Aprendí mucho, o más bien todo, lo juro.
Aquel período, como todos, llegó a su fin, aunque no del todo porque es imposible olvidar lo que te marca el alma, y entonces regresé a mi tierra, a seguir robando espadas, pero ahora a cambio de justicia para quien no la disfruta. Así empezó el cobro de rescates por la devolución de espadas, y también así comencé a enviar ayuda donde nunca antes la hubo. Y como si el cielo quisiera pagarme con sonrisas celestiales, cierto día, a partir de un momento dado, mi vida volvió a cambiar radicalmente, girando en un ángulo de ciento ochenta grados. Seguí robando espadas, eso siempre, pero ya no estaba solo. Y crea el lector que empecé a disfrutar mucho más de lo que hasta entonces lo había hecho.
Esa es la historia que voy a contar aquí, desde este chiringuito de playa, con un tinto de verano sobre la mesa de madera, unas patatas fritas de bolsa, unos cuantos duros en el banco y una preciosa compañera de aventuras y vida que en estos momentos se está metiendo en el agua, luciendo bikini y saltando las olitas, que en la playa de Bolonia son muy, pero que muy frías...
EL SOFÁ DE LOS PASEOS POR EL PARQUE
Ella paseaba por el parque, bajo los árboles, entre las flores. Sorteaba los parterres con la delicadeza de las mariposas que descienden sobre los tulipanes para disfrutar del néctar que la vida ofrece. Eran paseos largos. Largos y lentos. Tanto como toda una vida de paseante puede permitir o aguantar.
Pero el viento no mecía su pelo.
Paseaba desde el sofá, bajo la lluvia de unas lágrimas que no merecía, tras el cristal de una ventana que se interponía entre aquella mujer y la vida, protegida por una catarata de aguas agridulces que brotaba de aquellos manantiales que tenía por ojos, luminarias sinceras de mirar profundo y sereno que, las más de las veces, acababan convirtiéndose en espejos de una agonía que consumaba el desasosiego de una vida a la que no veía sentido. Desde allí podía pasear a la luz del ardiente sol de mediodía, y también podía contemplar cómo la luna llena derramaba su luz de plata en indescriptibles ángulos sobre aquellos caminos de albero mientras se desplazaba por el cielo de un punto a otro del inmenso ventanal. Noches de húmedo paseo por el parque.
Días de amargo caminar entre rosaledas que ya no le regalaban su aroma. Ese olor ya no era para ella. Hacía mucho tiempo que le fue vetado, igual que lo fueron los besos, los abrazos y las caricias.
Un sofá. Unos ojos. Miles de lágrimas. Y un dolor profundo, imposible, lacerante, pero real. Lo que menos le dolía ya era el abandono, la traición sufrida hacía años. De aquello casi ni se acordaba, y no seré yo quien lo saque a la luz en este momento. Habían sido horas, días, semanas, hasta años paseando por el parque desde aquel sofá. Ilusiones perdidas, proyectos truncados, caricias robadas, das, miradas desviadas, una enorme mentira… Y lágrimas, todas las lágrimas.
Música de Sirtaki para ayudar a comprender y a llorar. Asumir llorando, sólo eso podía llevar a sus paseos. Eso y aquella música.
La vida pasaba de largo. Desde aquel abandono del que ya no quedaban recuerdos sus horas las ocupaban sin piedad un monótono trabajo de ocho a tres ante la pantalla de un ordenador que le quemaba las pestañas, un triste almuerzo por obligación y el abandono de su cuerpo y su alma sobre aquel sofá que al mismo tiempo la anclaba y la transportaba. No tenía ilusiones. No tenía esperanzas. No tenía expectativas. Por no tener, no tenía ni vida, porque quien no tiene ganas de vivir, es como si no viviera, y ella no las tenía. Cuarenta años figuraban en su carnét de identidad y cuarenta años sentía haber estado tirada en aquel sofá, sin otra misión en la vida ni otras miras que llevarse así otros tantos. Se sentía como una bella durmiente que no consigue conciliar el sueño y, en vez de esperar al Príncipe que la despierte con un beso, lo espera para que la arrulle y con suaves, tiernas y dulces palabras de amor, la ayude a dormir profundamente envuelta en la esperanza de que al despertarla algún día con otro beso, la colme de una vida apasionante.
Amargada de la vida, amargada del trabajo, amargada de la espera, amargada de sí misma. Hastiada de no vivir mientras se le escapaba, de aburrimiento, la propia vida. Condenada a no hacer otra cosa que pasear por aquel parque, día tras día, año tras año, desde el sofá, con la tele apagada, el Sirtaki en los altavoces y el petit point en las manos, a la espera de que llegara la hora de dormir para iniciar de nuevo el círculo vicioso que favorecía la agonía de las ilusiones. La pastilla que maltragaba sentada en el borde de la cama era lo más parecido a un “buenas noches”. Llegó a estar segura de que, como cada ser tiene lo que merece, aquello no era sino un castigo. Su trabajo, organizando bases de datos en un inexpresivo ordenador, era un castigo. Su soledad, era un castigo. Su falta de deseos de vivir, era un castigo. Toda su vida era eso, un castigo, y no merecía perdón ni remisión, porque la vida ya no quería nada con ella ni ella con la vida. Se ignoraban mutuamente. Además, se le iba a pasar el arroz del deseo sin volver a conocer la pasión. Ni ganas tenía...
Pero el destino tiene una lanza. Una lanza que igual mata que cura. Una lanza que llega a rincones que nadie puede siquiera pensar que existen, y menos quien la recibe en sus entrañas y nota cómo su alma es atravesada por aquello que le ha llegado sin haberlo visto venir. Y, por una vez, tuve en mis manos esa lanza que me podía permitir hacer algo por alguien, algo que en realidad mereciera la pena y que al final me haría bien a mí mismo. Me convertí en el lancero del destino.
Todo un honor, y toda una alegría.
Conocí a aquella mujer en la consulta de una psicóloga. Sí, para que ocultarlo, hubo un tiempo en que necesité ese tipo de apoyos, porque mi vida, como ya he apuntado, dió cierto día un vuelco brutal, y pensé que gastarme cincuenta euros por sesión para oír la opinión de alguien acostumbrado a escuchar vidas, no iba a ser tiempo perdido. Y no lo fue, como ya se verá en su momento. Robar espadas calmaba mi inquietud vital, pero los cincuenta euros por hora apagaron una angustia, tal vez un resquemor, un rescoldo, que dio paso a que se abriera hueco esta increíble aventura en mi vida.
Era una de esas tardes de primavera llenas de árboles floridos, parejas de la mano, pájaros cantarines y sonrisas en las caras de quienes no iban donde yo. Cuando llegué a la consulta antes de la cuenta, como siempre me pasa cada vez que voy a algún sitio, ella estaba sentada en uno de los sillones hojeando una revista de psicología. Dio las buenas tardes, y yo le contesté por lo bajito, como si no le echara cuenta, aunque rápidamente me fijé en sus ojos que, tristes como ellos solos, denotaban una gran profundidad y un desasosiego harto importante. Ella me los clavó un instante como se clava la divisa de colores en el morrillo del toro que está a punto de salir al ruedo, y bajó la vista para inmediatamente volver a mirarme unos segundos, como si algo le hubiera llamado la atención en mí, como si un sexto sentido le hubiera avisado de algo relativo a aquel tipo que llegaba y se sentaba dos sillas más allá. Tal vez por eso se abrazó a sí misma como intentando calmar un cierto escalofrío interno. Por lo demás, parecía una mujer normal de treinta y pico o cuarenta años, media melena color caoba, una cara agradable y un cuerpo y un cutis mucho más que bien conservados. Vestía bien, con buen gusto, y su ropa revelaba unas curvas nada exageradas pero muy agradables de ver o, al menos, de imaginar. No pude dejar de fijarme en eso. En cualquier caso, aunque su atuendo decía mucho sobre el estilo de aquella mujer, le quedaba un tanto ancho a causa del peso que el sufrimiento le había rebajado. Aparecía descuidada y desaliñada, sin pintar, y no muy bien peinada, lo cual no me extrañó, porque si estaba allí para recibir cincuenta euros de ayuda espiritual, lo lógico es que tuviera aspecto de necesitarla y no le sobraran las ganas de ponerse guapa. Aún así, me resultó muy atractiva. Era como el abismo que te atrae cuando te asomas al borde del precipicio o el agua que despierta tu sed cuando pasas junto a una fuente cantarina.
Pronto le llegó el turno de entrar al confesionario de la psicóloga, y eso significaba que a mí me quedaba un buen rato de aburrimiento en aquella sala de espera, mirando una y otra vez los absurdos cuadros que rellenaban las paredes y leyendo artículos sobre cómo auto ayudarse ante las crisis, cómo afrontar la depresión, cómo evitar los fracasos escolares y cómo eludir o, en su defecto, superar las rupturas matrimoniales. Pasó ante mí con la mirada baja, dejando un pequeño reguerillo de dulce olor a limpio, a jabón de manos, para desaparecer tras la puerta y por el pequeño pasillo que la llevaba a la habitación de sincerarse. Cogí la revista que ella había dejado sobre la mesa al levantarse, pero pronto la dejé de nuevo en su sitio, porque lo que llegaba a mis oídos era más interesante, más atrayente. Tras el tabique que tenía a mis espaldas, sonó el cerrarse de una puerta, un par de “buenas tardes”, el arrastrar de una silla, y aunque algo amortiguada por el delgado pladur, empecé a escuchar la sinceridad que escapaba por la boca y las lágrimas de aquella mujer atormentada.
A través de la pared de papel, la oí contar sus agónicos paseos por el parque desde un frío sofá que otrora estuvo lleno de calor y pasiones. La escuché narrar sus angustias vitales, su falta de ganas de vivir, sus desesperanzas ante lo que anunciaba ser el resto de su vida, una monótona, fría, gris, desangelada y lacrimosa vida inerte. Dijo entre sollozos y desbaratamientos que a veces quería salir de aquello, que deseaba intermitentemente encontrar una ilusión de vivir, un aliciente para su existencia, algo que le demostrara que no estaba muerta y hasta amortajada entre los cojines de su sofá. Pero también dijo que tenía miedo de que esa esperanza, de que esa vida que a veces deseaba, llegara de verdad, porque si tras el renacer volvía a llegar el desengaño, no se sentiría capaz de continuar en este mundo, ni en ningún otro, y que por eso prefería desaparecer eternamente, aunque, por faltarle fuerzas para acabar con todo, se viera condenada a amarrarse al sofá y al sirtaki de por vida, para seguir paseando por el parque de forma permanente, para siempre, desde aquellos cojines mustios, como un alma en pena que, negándose a asumir que ya no está en el mundo de los vivos, se aferra al lugar donde vivió su vida.
Escuché también cómo la psicóloga la llamaba por su nombre, intentando aportar algo de calor a su intervención profesional. Se llamaba Rebeca. Y mientras yo oía el sollozo de Rebeca tras el pladur, mi corazón de ladrón tramó, sin avisarme de ello, un plan que permitiera a aquella desesperada mujer devolver a la vida el bofetón recibido, que la pudiera llenar de ilusiones, de aventuras, de placeres, de pasiones, de esperanzas, de intensas ganas de estar en este mundo, de irrefrenables deseos de abandonar de una vez por todas aquel sofá de los paseos por el parque, para lanzarse a un abismo de desorbitadas y vertiginosas sensaciones vitales. Nunca sabré si yo ayudé a Rebeca a salir de su infierno, o si fue ella y no mi psicóloga de a cincuenta euros la hora, quien me terminó de sacar a mí del mío. Es cierto que yo me refugiaba en mis robos de espadas, en mis venganzas por tantas muertes a hierro, pero ella no tenía ni esperaba refugio alguno para su padecer, fuera del parapeto de los cojines abrazados con dejadez.
La dramática confesión de aquella mujer dio a su fin y, tras oír su desganado taconeo por el pasillo, llegó mi turno de confesión profesional. Lo siguiente que ocurrió aquella tarde es fácil de explicar y no quiero perder mucho tiempo en ello, porque lo más importante viene después. Me limitaré a decir que sabiendo que la mujer atormentada se llamaba Rebeca, durante mi sesión con la psicóloga me fue fácil ver del revés, y descaradamente, en la agenda que había sobre la mesa de su despacho los apellidos de quien me precedió en las confidencias. Rebeca Lúmen Palacios... De allí, a casa, directo al ordenador. Es increíble lo que uno encuentra cuando busca adecuadamente, y yo aquella vez supe hacerlo. En unos minutos, mi impresora escupía más datos de aquel despojo de mujer de los que tal vez ella misma conocía o siquiera imaginaba, y me puse manos a la obra. Su herida mortal también podía considerarse una estocada injusta, y si mi destino era vengar vidas atravesadas por aceros forjados, ¿por qué no podía meter en mi trabajo vengador la agonía de Rebeca?
Sin pedir permiso, porque no lo consideré necesario, o más bien por verlo inútil, me propuse acabar con tanto sofá y tanto sirtaki, que es lo mismo que proponerme dar sentido a dos vidas que lo merecían. Y así, con el descaro que tal vez me caracteriza frente a quienes no ven mis adentros, me metí de sopetón y sin avisar en la apagada vida de Rebeca Lúmen con la idea de cogerla por la cintura y llevarla conmigo a volar lejos de su sofá.
UN, DOS, TRES, POLLITO INGLÉS...
Igual que imaginé la cara del vigilante del National Maritime Museum de Londres al descubrir la desaparición de la espada, imaginé también la del inspector de policía al que encargaran la investigación del caso cuando viera ante sí los indicios con que contaba para realizar su trabajo. Desconocía su nombre, y la verdad es que no me interesaba lo más mínimo conocerlo, pero por divertirme un rato lo bauticé al principio como “Cherlosjolmes”, aunque más tarde supe que su verdadero nombre era Jack Pint, y lo imaginé acertadamente rubio y calvete, con la corbata aflojada, vistiendo camisa casi blanca un tanto arrugada y tomando un café aguachirri ante la pantalla donde visionaba la grabación de video que habían realizado las cámaras de seguridad del Museo Naval durante toda la jornada. Para ver aquello, había tenido que desplazarse a las instalaciones del propio museo, en Greenwich, a orillas del Támesis, más allá de la Torre de Londres y del propio puente que, con el mismo nombre de la ciudad, dice la cancioncilla que “se va a caer, se va a caer”. 2
Pues eso, que Jack Pint, alias “Cherlosjolmes”, tras aflojarse aún más el nudo de la corbata, se estaba tragando la tercera hora seguida de video en blanco y negro, y alternaba con sorbos del insípido café en vaso de plástico servido por la camarera pelirroja del Upper Deck a cambio de una Libra y pico. Lo que veía era mucho más que aburrido. La cámara estática apuntaba hacia la zona donde se encontraba la vitrina defenestrada por un servidor, pero cogía en su ángulo de visión muchas cosas más, por lo que la definición de la imagen dejaba tela que desear, y ello unido a la circunstancia de que en realidad no se trataba de una grabación de video, sino de una sucesión de imágenes fijas tomadas cada escasos segundos. Total, un bodrio de trabajo que sólo podría suponer un resultado mucho menos que mediocre. La mediocridad perseguía a aquel hombre.
Los visitantes del museo aparecían en la pantalla como si estuvieran jugando al “un, dos, tres, pollito inglés”, y aunque no sé si los niños británicos juegan también al “one, two, three, English chick”, eso era lo que parecía aquella sucesión de gente de todos los tipos, razas y orígenes desfilando intermitentemente por la zona que barría la cámara de marras. Era como si avanzaran a saltitos, dejando a intervalos una serie de vacíos en sus vidas que no quedaban registrados en ningún sitio, ni siquiera en sus corazones. Tres horas ya, y nada de nada. Sobre las paredes se iba notando el peregrinar de las luces y las sombras a medida que avanzaba la jornada. La gente seguía andando a impulsos, pero la espada continuaba en su sitio, tras el cristal. A la tercera hora siguió una cuarta, y luego una quinta, y como la precisión que caracteriza a los ingleses, y sobre todo a su Policía, no permitía darle para adelante a aquel tostón, pues Jack Pint se lo tragaba entero, sin ganas, igual que hacía con el café aguachirri y con su desgana en aquel caso. Casi al final de la cinta del día de autos, y cuando el reloj-contador que aparecía con números blancos en la esquina inferior derecha de la imagen marcaba las 16:55:06, o lo que es lo mismo, cuando parecía que quedaban escasos cinco minutos para el puntual cierre del museo, en la sala se veía que sólo permanecían tres personas: un hombre alto y garboso con el brazo sobre el hombro de la que parecía su novia, y otro señor vistiendo larga gabardina, el cual se veía claramente que había sufrido hacía poco algún accidente, pues tenía un ojo y media cara vendados, llevaba el brazo izquierdo escayolado y en cabestrillo y además se ayudaba de una muleta para caminar.
Los dos novios, muy pegados entre sí, iban juntos a todas partes, y se movían rápidamente, mientras que el de la gabardina estaba más relajado. Bien vistos, parecían cubiletes movidos por trileros. Ahora aquí, ahora allí, y vuelta aquí. Pero nada raro en aquello. Se acercaba la hora de cierre del museo, y nada de nada. Por el lateral derecho de la imagen, también como a saltitos, apareció un vigilante –que imagino sería el tal Peter Kingstone–, quien señaló a los visitantes y luego desapareció tal y como había surgido del margen, camino de su diaria visita a la pelirroja Samantha y sus imaginados lunares secretos. Los novios se fueron tras quien les había llamado la atención, dejando solo en escena al maltrecho hombre de la muleta que, ante los expectantes ojos del inspector Jack Pint, en tan sólo dos instantáneas estaba ante la vitrina de la espada que Nelson regaló a Cockburn, en otras tres había sacado un tercer brazo de Dios sabe dónde y con algo que parecía un cutter, había rodeado el perímetro del cristal superior, en dos más estaba escondiendo el acero bajo su gabardina, en otra volvía a meter la mano en la urna, probablemente para dejar el walkman, y en la última desaparecía por la zona inferior de la imagen. Ni siquiera se había apreciado en la grabación el aparatejo que había fijado provisionalmente al cristal delantero de la vitrina para anular el detector de impactos y roturas. Simplemente, la alarma no había saltado. Y punto pelota.
Así de sencillo. Así de simple. Aquel falso cojo, en nueve imágenes nada nítidas, lo que representaba no más de dieciocho o veinte segundos, se había llevado limpiamente varios siglos de historia y un buen trozo de orgullo nacional. Las grabaciones de las demás salas también tuvo que tragárselas Jack Pint, pero afortunadamente ya no quedaba café en el vaso de plástico. Y nada, el tío de la muleta y las vendas en la cara sólo salió de refilón en algunas instantáneas, incluyendo las de la cámara situada a la salida del museo. Tal y como entró, salió, sólo que a la salida llevaba el acero de marras hábilmente camuflado. La policía británica no tenía nada que llevarse a la boca. No había huellas por ninguna parte, ni en el cristal, ni en el walkman, ni en ningún otro sitio. El de la gabardina debió usar guantes. Las escasas medidas de seguridad habían sido descaradamente burladas, y el ridículo era patente.
Eso sí, la portentosa y eficiente policía londinense había conseguido averiguar lo que significaban los extraños ruidos que se escuchaban en la cinta de cassette tras finalizar la descarada canción de Frank Sinatra. No era sino un archivo informático de texto simple, redactado en perfecto inglés y que sólo podía ser cargado en un tipo de ordenadores muy concretos y, además, muy antiguos. Era un archivo para ordenadores SPECTRUM, los primeros que fueron lanzados al mercado de consumo familiar hacía unos veinte años, con sólo 64 K de memoria que había de ser cargada desde una cinta de cassette. Aquel mensaje de texto, para idioma BASIC 3, venía a decir más o menos que si Su Graciosa Majestad quería que la espada en cuestión volviera a reposar en su sitio, una cierta cuenta numerada e innominada abierta en un cierto banco suizo, debía ver incrementado su saldo actual en una buena morterada de Libras antes de cuarenta y ocho horas, y que en caso contrario, la espada sería igualmente devuelta pero, eso sí, convertida en un lingote de metal fundido o en algo peor. El dinero del rescate, treinta y cinco mil Euros, no era excesivo para así facilitar que se accediera a su pago, pero sí arrojaba una cantidad suficiente como para permitir a aquel falso tullido vivir bien durante una temporada donde quiera que estuviese. Evidentemente, en la prensa se contaba todo. Pero todo, todo, todo. Eso significaba que el despotrique, el cachondeo, el fatalismo y el orgullo pisoteado estaban en letritas negras sobre blanco papel en todos los puestos de periódicos, en todas las estaciones del metro, en todas las cafeterías y, como no, en todos los escaños del Parlamento. Doscientos años después de la Batalla de Trafalgar la espada que Nelson regaló a Cockburn había sido secuestrada. Y encima, el ladrón reivindicaba la españolidad de Gibraltar.
Tengo entendido que hubo hasta conflicto diplomático, y que los embajadores de ambos países fueron llamados a consultas, aunque al final todo se arregló con alguna llamada de jerifalte a jerifalte jurando “por éstas, que son cruces” que no era un asunto de Estado, que el ladrón iba por libre y que, evidentemente, aquello no debía suponer ninguna mancha en la “inmaculada” relación entre ambas naciones.
Jack Pint, “Cherlosjolmes”, aparte de que tenía muy poco tiempo para no conseguir hacer nada, sólo sacó en claro que no tenía ninguna pista y por tanto decidió recomendar el pago del rescate sin perjuicio de que continuaran las pesquisas. Igualmente aquella tarde en el National Maritime Museum de Londres, yo había sacado en claro dos cosas: que el ordenador SPECTRUM que me regaló mi padre cuando terminé C.O.U., aunque desfasado en cuanto a tecnología, vale su peso en oro, y que andar cojeando con muletas, un brazo escondido bajo la ropa aguantando una espada sin que se note, y encima con un ojo tapado, es más difícil de lo que uno pueda imaginar sin haberlo probado antes.
COME FLY WITH ME
Dentro del disco compacto que giraba en el equipo de música los dedos de Mikis Theodorakis pulsaban unas cuerdas invisibles pero audibles que, una vez más, empujaban por los altavoces los acordes del sirtaki. Tal melancolía musical, que para Rebeca era sinónimo de hermosura, porque lo hermoso no tiene por qué ser alegre, inundaba el salón y, de paso, se colaba en el alma de aquella mujer acurrucada entre cojines mirando al parque que podía verse tras la gran cristalera de cortinas descorridas. Los ojos perdidos en lo lejano. Los brazos estrujando cojines. Los pies acariciándose mutuamente. La televisión, que mostraba un documental de viajes por los más exóticos lugares, permanecía sin voz, muda, lisiada, impedida. Aquello era como ver pasar la propia vida con pena pero sin gloria, sintiendo la profunda punzada que supone el saber que allá abajo, en la calle, hay gente feliz que ni se preocupa del anónimo dolor ajeno. Sobre la mesa, el cuadro de petit point que había empezado algún día y que terminaría un día de éstos. Total, para lo que iba a servir...
El primer toque de timbre en el portero automático ni la inmutó, por pensar que era alguien que se había equivocado pues no esperaba ni deseaba visita, pero el segundo timbrazo la elevó un poco, hasta el punto de hacerla sentir como un zombie arrastrando los pies por el pasillo para llegar a la cocina y descolgar el auricular.
–¿Quiéééén?
–¿Vive ahí doña Rebeca Lúmen Palacios?
–Si... ¿Quién es?
–Mensajero. ¿Me abre?
Maquinalmente, pulsó el botón y abrió la cancela al de la moto y el casco, que dos pisos más abajo empezó a subir escaleras mientras ella se comía la cabeza intentando averiguar qué era lo que podía traerle a la hora de la siesta un mensajero. Bueno, a la hora de la siesta y a cualquier hora, porque no esperaba nada de nadie. Ni de ella misma.
Rebeca atravesó cansinamente el pasillo, plagado de puzzles enmarcados y recuerdos de una vida anterior que, en forma de fotos y souvenirs la machacó una vez más mientras descorría el cerrojo. El chaval, acostumbrado a las lides de llevar paquetes a señoras solitarias, se quedó en la puerta, sonriente, con el minicasco puesto por montera, y enseñando un embalaje de plástico que parecía contener una caja que pesaba poco. Para él, era evidente que aquella puretona desaliñada se había comprado por internet un consolador. Para ella, era evidente que el de la sonrisa etrusca y el medio huevo en el cogote se había equivocado de dirección.Pero ninguno de los dos estaba en lo cierto. El paquete era para ella, y no contenía un vibrador, así que Rebeca firmó el albarán, cerró la puerta y se fue al sofá de los paseos por el parque para ver qué había dentro del paquetito. Como iba mirando lo que tenía entre las manos para ver si encontraba el remitente por algún sitio, se guió por las luces que se reflejaban en el suelo y los dedos de Mikis Theodorakis pulsando las cuerdas, hasta que por fin pudo dejarse caer a plomo sobre el castigado asiento.
Una vez destrozado el sobre de plástico que envolvía aquello, porque para abrirlo había que destrozarlo, apareció una caja de cartón de esas que se usan para meter regalos, una caja de un brillante color verde manzana cuya tapa estaba amarrada con un lazo de un verde un poco más oscuro. La agitó a ver si sonaba algo, cosa que prácticamente no ocurrió. La sopesó y la miró por todas partes, a ver si notaba algo especial. Y como lo único que le quedaba era ver lo que había dentro, pues deshizo el lazo que tanto trabajo me había costado anudar la tarde anterior y abrió la caja. Estaba llena de nubes de azúcar de color rosa de esas que compran los críos en los puestos de chucherías, y sobre las nubes, un CD-Rom regrabable metido en un sobre de transparente celofán. Nada más y nada menos que eso era lo que le había dejado el mensajero.
Ni corta ni perezosa, Rebeca, que ya andaba intrigada aunque bastante contrariada por aquella sorpresita, mandó callar a Mikis Theodorakis, que era lo primero que yo pretendía, porque aunque no había estado nunca en aquel salón me imaginaba una atmósfera de lo más triste. El sirtaki era la banda sonora más apropiada para la tragedia griega que aquella mujer representaba cada tarde frente a un auditorio de fotos y cojines desde su eterno sofá, así que si pretendía que Rebeca cambiara de registro interpretativo y pasara a representar una comedia musical, tenía que empezar por el principio.
¡Fuera sirtaki!
Al meter la mano en la caja para coger el CD-Rom, tuvo aquella extraña visión por primera vez. Fue como un flash, como una ráfaga de imágenes que pronto pasó. Vio, entre brillos de acero y nieblas difuminadas, una espada que volaba dando vueltas por los aires para ser recogida por una mano masculina que la tomaba por la empuñadura. Fue un instante lo suficientemente intenso como para impactarle. Cerró los ojos y pestañeó tres o cuatro veces. Ya estaba acostumbrada a esas cosas. Era parte de su destino. Su experiencia con esas raras imágenes que veía cuando tocaba algunos objetos por primera vez venía de antiguo. El primer recuerdo que tenía de tal lastre era la imagen que percibió cuando con seis o siete años estaba haciendo un puzzle que representaba el colorido mapa de la Península Ibérica. Prácticamente estaba terminado, y sólo le faltaba un hueco, una sola pieza que descansaba bocabajo sobre la mesa. Al cogerla, vio como un fogonazo tras el que le pasó por la mente la cabeza en piedra de una especie de animal echando agua por la boca. Ese fin de semana, sus padres la llevaron a Granada, y allí se quedó extasiada al ver la fuente del Patio de los Leones. Entonces lo comprendió todo.
Ahora, muchos años después, ¡cualquiera sabía lo que podía significar la visión fugaz de esa extraña espada que le acababa de asaltar!
Total, que el nuevo disco, el que venía con las nubes de azúcar, sustituyó al lastimero folcklorista heleno, pero nada sonó por los altavoces. “No disk inside”, avisaba la pantallita del aparatejo. Y como no siempre la tristeza arrumba a la lógica al desván de los trastos inservibles, Rebeca, que notaba cómo la primera de las nubes de azúcar se deshacía en su boca, se dio cuenta de que aquel disco no era para el equipo de música, sino para el ordenador, así que se fue corriendo al pequeño despachito donde un día preparó las oposiciones que ahora le daban de comer, encendió un portátil que tenía sobre el escritorio y, cuando el trasto hubo arrancado, introdujo el CD-Rom en la disquetera.
Aquel disco contenía un archivo, denominado “Léeme” y una carpeta de archivos denominada “Aventura y Vida”, y como la carpeta no había quien la abriera porque se solicitaba una clave que ella desconocía por completo, contrariada como ella sola pero muy, muy intrigada, decidió abrir el archivo, con lo que en pantalla apareció una presentación de PowerPoint. Sobre cambiantes fondos de paisajes y flores, las letras empezaban a discurrir ante sus ojos mientras, de fondo, una Big Band iniciaba ciertos acordes que pronto dejaron paso a la voz de Frank Sinatra. Cantaba “Come fly with me” mientras las letras formaban palabras, las palabras frases, y las frases la carta más extraordinaria que Rebeca pudiera haber recibido jamás en su vida...
Querida Rebeca:
No sé si preferirá que le hable de “tu” o si te gusta más que te hable de “usted”. En cualquier caso, como lo importante es la comunicación y yo ya he dado el primer paso, no me importa dar el segundo, así que le hablaré de “tu” unas veces y te hablaré de “usted” otras. ¿Está usted de acuerdo? Pues si te parece bien, prosigo.
Tú no sabes quien soy, pero yo sé mucho de usted. En realidad no es eso lo que ahora importa, y te garantizo que no tiene usted por qué tener miedo de mí. Soy inofensivo, puedes creerme. Tan sólo pretendo brindarle la oportunidad de ayudarme en algo apasionante que creo será de tu agrado, en una aventura digna de convertirse en película de Hollywood. Una vida para vivir.
Tengo que cumplir una misión para la que necesito su valiosísima colaboración, porque tú eres la persona a la que busco. Llevo algún tiempo fijándome en usted, y creo que cubres todas las cualidades que requiero para este asunto. Imagino que se estará preguntando de qué va todo esto. Es lógico. No esperaba menos de ti, pero aún no puedo decirle demasiado, porque antes necesito un compromiso por tu parte, una promesa de discreción, porque aquí hay mucho en juego, preciosa.
Le ofrezco reto, intriga, aventura, puede que peligros, dinero, pesquisas, viajes, y mil cosas más que son justo las que te hacen falta en vez de tanta reclusión y autocompadecimiento. Mi propuesta no va más allá de hacerla sentir viva, de hacerte sentir el latido de las arterias en el cuello y la risa en la boca. La felicidad está esperando ahí fuera, tras esos cristales que la separan del parque, tras ese ventanal que te protege de usted misma.
Ha llegado el momento de decidir, de ver si estás dispuesta a vivir algo impensable o si, por el contrario, prefiere usted recluirse de por vida en ese sofá que tanto daño te está haciendo. Eso sí, esta decisión habrá de tomarla a ciegas, sin que sepas de que se trata. Comprenderá que tengo que protegerme y protegerte, y sólo cuando conozca su respuesta te podré contar algo más. Poco a poco, Rebeca. Poco a poco.
Mañana, a las diez en punto de la noche, recibirá usted en su casa una llamada desde un número oculto. Descuelga el teléfono y simplemente diga “SI” o “NO“. Realmente no pierdes nada pensándolo a fondo de aquí a mañana. Sólo le pido que tu respuesta sea meditada y firme, sin vuelta a tras. Recuerde que esta propuesta es sólo para ti, y para nadie más. Personal e intransferible como la vida misma, encanto.
Hasta mañana a las diez de la noche.
Por cierto, tiene usted los ojos más bonitos que nunca haya podido ver. Lástima que los tengas tan castigados por las lágrimas. Me encantaría verlos brillar de felicidad.
Salte al vacío sin dudarlo. Ven y vuela conmigo, Rebeca.
Una mirada a los ojos.
“⭙”
EL TELÉFONO