Las congregadas del vaso - Miguel Ángel León Asuer - E-Book

Las congregadas del vaso E-Book

Miguel Ángel León Asuer

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Beschreibung

Un demoledor thriller con trasfondo religioso en la Sevilla de nuestros días. Alguien ha empezado a torturar y asesinar a las miembros de las Congregadas del Vaso, un grupo de mujeres religiosas, en imitación de martirios de santas de la Biblia. La jueza encargada de encontrar al asesino se lanzará a un peligroso juego de gato y ratón el que nada es lo que parece y la única certeza es la muerte.

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Seitenzahl: 534

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Miguel Ángel León Asuer

Las congregadas del vaso

 

Saga

Las congregadas del vaso

 

Cover image: Shutterstock

Copyright © 2021 Miguel Ángel León Asuero and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726705621

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A mis hijos, que empiezan su propia

búsqueda...

 

A ella, que sabe quien es. A sus ojos, a sus

hoyuelos y a su risa...

A Melpómene Erikbertakova.

Nunca podré demostrarle suficientemente mi

agradecimiento...

 

A mis padres y hermanos, por serlo...

 

A los que siempre estuvieron allí, por estar...

 

A quienes, con su personalidad, me

inspiraron algunos rasgos de los personajes

de don Custodio, doña Lolita, Cástula,

Angustias, Salvador, Elenita, Eudaldo,

Casiano, Mariana, Novicias, Dr. Bra,

Ramírez, Braulio, Anfortas y Madre

Abadesa...

 

A tantos otros...

NOTA DEL AUTOR

Las religiones son tan antiguas como el hombre, y tan respetables como la propia Humanidad. Ninguna de ellas es absolutamente original, y todas acogen para sí parte de otros credos más antiguos.

El Cristianismo no se escapa a esta premisa. Jesús era judío, y aunque propuso una renovación de su credo, lo hizo sobre bases judías, unas bases que se asientan en las creencias de civilizaciones anteriores, distantes en el tiempo y en el espacio. Cuando el Cristianismo se establece en el Imperio Romano, adopta ritos y creencias del pueblo que le acoge. Los distintos pueblos que componían dicho imperio aceptan de forma distinta y peculiar la nueva religión oficial, aportando la riqueza de sus costumbres y creencias anteriores. Imperio de Occidente, Imperio de Oriente. Iglesia Católica, Iglesia Ortodoxa. Hasta la política afecta a la religión: ahí tenemos al Anglicanismo.

Los propios cruzados, en su retorno a nuestra civilización, trajeron de Oriente ritos, creencias y costumbres que habían pervivido en aquellas tierras durante milenios.

Y esta situación no tiene por qué suponer herejía ni blasfemia. Los ritos y creencias ancestrales no sólo pueden convivir con nuevas posturas de Fe, con nuevos modos de ver la creación. A más de poder hacerlo, lo hacen. Creer en la naturaleza, en la creación, y venerarla no significa renegar de un Dios, sino alabar su obra. Sea cual sea la forma en que se haga. Basta con respetar a los demás y dejarles su propio espacio vital y trascendental.

Si alguien, además de la familia y amigos del autor, lee las páginas que siguen, no debería ver en ellas un desacato a lo establecido, ni siquiera a lo recomendable. Quien esto escribe, que en una época vivió profundamente incardinado en la sociedad católica oficial y que ahora, por esos avatares de la vida, camina por otros derroteros de la Fe, lo hace respetando profundamente el credo de los demás. Simplemente ha querido enjaretar una historia humana dentro de lo que a veces es el corsé de las creencias. Ha ligado la vida de los humanos con la esencia de la Divinidad y con lo que de misterioso, secreto y hasta mágico surge de esa ligazón. Es algo que ocurre a diario. No es tan extraño. En el fondo, la vida siempre tiene algo de apasionada búsqueda de cosas ocultas, sentimientos escondidos y misterios vitales que nos atraen.

Los personajes que a continuación se verán implicados en la narración son absolutamente ficticios, si bien algunos tipos y vivencias han sido sacados de personas e instituciones reales. Desde aquí, mis disculpas si alguien se siente aludido o afectado. No hay mala intención sino todo lo contrario.

Este libro es fruto de mi trabajo personal durante años... Lo empecé como distracción, y lo acabé como, digámoslo así, terapia.

Mi agradecimiento a quienes, sin saberlo, me han inspirado mucho de lo que viene a continuación.

Y, cómo no, gracias infinitas a quien, con su paciencia y sus críticas, me ha ayudado a acabar estas páginas y a pasar otras...

OS DIRÉ QUIEN SOY... Y OS CONTARÉ UNA HISTORIA

Tengo el privilegio de ser de Sevilla, estar en Sevilla y no poder irme nunca de aquí.

Y cuando digo “nunca”, es que quiero decir “nunca”...

No soy inmortal, porque no tengo vida propia, aunque no estoy muy segura de ello porque sí tengo conciencia de mí misma, pero a mi edad, y con las espectativas que vislumbro, puedo decir que probablemente mi existencia sea, al menos, tan larga como la de esta ciudad.

En realidad mi vida está formada por muchas otras que, siéndome ajenas, han dejado algo, poco o mucho, de ellas mismas en mí, hasta convertirme en lo que soy y en lo que creo que podría llegar a ser.

Os diré quien soy...

Soy el Arca... Soy la Nave... Soy la Casa... Soy el Sepulcro... Soy el Ara... Soy la Losa... Soy la Torre... Soy la Campana... Soy la Puerta... Soy el Vitral... Soy la Escalera que sube o que baja...

Soy el Templo.

Soy la Iglesia de las Ánimas.

Sí, Iglesia soy. Hace siglos que así me llaman. Pero no sólo soy eso...

Antes de que llegaran los que tal nombre de Iglesia me dieron, fui Ermita, y antes, Humilladero. Y antes, Mezquita.Y aún antes... Bueno, para abreviar, os diré que siempre fui Templo desde el principio de los tiempos, momento en que dentro de mí nació un misterio sacrosanto que cayó del cielo para asentarse en mi corazón y en el de los habitantes de esta fértil tierra, tan necesitados de tener una esperanza...

Evidentemente, no siempre fui como ahora me ven los que a mí vienen o de mí se van, pero mi espíritu sí ha sido siempre el mismo.

Muchas cosas veo y he visto desde mi posición, y he sido testigo de cómo Sevilla se iba convirtiendo en ella misma, naciendo, creciendo y madurando hasta ser lo que los sevillanos han querido que sea.

Los mismos sevillanos que me han ido amoldando a sus creencias, a sus ritos, a sus esperanzas... Los mismos sevillanos que han venido a mí para hablar con quien todo lo ve y lo oye... Los mismos sevillanos que, uno tras otro, y siglo tras siglo, creyendo o sin creer, han entrado en mí para nacer a la Fe de sus progenitores, y después para sacralizar su emparejamiento, y por último y ya sin vida, abrir a su espíritu la puerta de retorno al Infinito... A lo Absoluto... A lo Eterno... Lo Eterno...

De cada uno de ellos sé lo que me han querido confiar... Unos todo... Otros nada...

He visto prosperidad, riquezas y gloria. También he visto miseria, epidemias y guerras. He visto alegrías, y también llantos, y amores, y odios. Y vida... Y muerte...

Mucha sinceridad, y también mucha hipocresía.

Todo eso he visto. Lo he sentido, lo he disfrutado y lo he padecido.

Y todo eso ha dejado, de una forma o de otra, huella en mí, y me ha ido mutando hasta convertirme en lo que soy, como han ido mutando y cambiado quienes aquí me pusieron y aquí me siguen manteniendo. Con un nombre o con otro. Con una Fe o con otra. Con un fin o con otro. Pero siempre con un nombre, una Fe y un fin.

Sí, soy Iglesia. Una Iglesia como Dios manda, con altar y campanario, con coro y sacristía, y con capillas. Con Santos, Vírgenes y Cristos. Y con más cosas que sólo yo conozco... O tal vez no.

Soy la Iglesia de las Ánimas, custodia del secreto de los tiempos, un secreto por el que se mata y se muere, como se mata y se muere por amor, y os voy a contar una historia, la historia de mi secreto...

LA PIEDRA CAÍDA DEL CIELO

Muchas generaciones se habían sucedido a partir de que aquella bola de fuego cayera al mundo desde la morada de los dioses. Generaciones que, una tras otra, quisieron y supieron ver en ese signo la manifestación de un secreto divino cuyo descifrado se reservaba para tiempos venideros, conformándose con saber que en mi seno se custodiaba la esencia de la divinidad, el germen de la creación, el origen de todo, y resignándose a adorar la piedra celeste hasta que el elegido le diera la forma y el significado que le correspondía.

El primer paso estaba dado desde hacía tiempo. Los sacerdotes, los sabios, tal vez los brujos, me habían creado alrededor de aquel regalo de los dioses. Me habían edificado con los materiales que la naturaleza les brindaba. Piedra y arena. Mundo, en definitiva.

Y llegaba el momento de dar el siguiente paso, de subir el segundo escalón hacia el conocimiento mesurado de mi secreto, el secreto de la vida y de la muerte...

Empieza mi relato. Los signos quedaron expuestos. Las claves serán vistas. Aquello que oculto y a lo que sirvo y servire, va a manifestarse.

Protegiéndose del fuerte sol de mediodía, que caía a plomo sobre las arenas, unos chiquillos jugaban con sus espadas de madera. Jugaban a matar y a morir, porque si los juegos eran una forma de preparar a los crios para la vida, la vida que a aquellos les esperaba pasaba ineludiblemente por la espada y la muerte. Eran cuatro, y se enfrentaban de dos en dos lanzando al aire improperios mutuos que habían oído a sus mayores, a los que tenían la suerte de volver con vida de alguna batalla. Eran varones, y tenían que aprender a luchar.

Sus hermanas estaban cerca, bajo otro pino algo más bajo, y andaban distraidas haciendo collares y pulseras para sus madres con cuentas de barro coloreadas. De vez en cuando dejaban a un lado los abalorios y comían algunos piñones de los que estaban esparcidos por la arena, abriéndolos con unas piedras. Estaban tranquilas y contentas de no tener que hacer tanto ejercicio con aquel calor que los dioses habían tenido a bien enviar desde su morada. De vez en cuando, un grito o una imprecación de los chiquillos provocaba el súbito silencio de las chicharras y les hacía levantar la vista de sus manos para posarla, divertidas, en los guerrerillos.

A un tiro de piedra, tres mujeres alababan el trabajo de uno de los artesanos del poblado. Una de ellas, la más anciana, vestía ropas que demostraban alcurnia. A pesar del calor, sobre la túnica color cochinilla llevaba un manto de fino tejido púrpura, que al tiempo de dotarla de una elegancia digna de admiración, le servía para conservar la cabeza a cubierto de los rayos del sol de aquel verano. Por demás, los pendientes, las pulseras, los collares y la diadema de pesado oro cobrizo, enviada como presente personal del propio Argantonio, el más poderoso rey que tuvo nunca el pueblo tarteso, hacían ver más aún la importancia y riqueza de aquella anciana.

Las otras dos mujeres, mucho más jovenes, vestían ropas igualmente ricas, pero más sencillas, al tiempo que no llevaban tantas joyas.

Estaban de pie ante la vivienda del artesano, un hombre de mediana edad que se ganaba la vida con la alfarería y con la talla de ídolos y figuras para las gentes que por allí habitaban. Aunque humilde y sencillo, como buen artesano, se le veía orgulloso del trabajo que estaba terminando, pues sonreía sin parar ante las alabanzas que las tres mujeres hacían a su labor.

Aquel encargo suponía para el, además de un buen empujón a su economía, la culminación de su carrera artística. Viendo la talla que estaba terminando de pulir con arena molida, se veía también la destreza de sus manos y la sensibilidad de su alma.

La anciana sacerdotisa, porque tal era aquella mujer, no cesaba de llamar la atención de sus dos novicias sobre tal o cual detalle de la Diosa Madre que aquel hombre había sabido sacar a golpe de escoplo de la piedra que se le entregó hacía dos lunas. Alababa entusiasmadamente las facciones de la Diosa, que transmitían serenidad, poder y divinidad a un mismo tiempo, todo ello resaltado por la diadema que coronaba su frente. Y también destacaba, admirada, lo conseguido del rostro del infante que sostenía sobre uno de sus brazos. Los pliegues de la túnica y el manto eran igualmente dignos de admiracion.

Las dos novicias afianzaban con sus caras y palabras el entusiasmo de la sacerdotisa, y cuanto más decían entre las tres, más se iluminaba el rostro de aquel hombre.

Por fin, el artista había terminado, y para demostrar la calidad de su trabajo y hacer ver la perfeccion del pulido de la piedra, tomó, no sin esfuerzo, la imagen en sus manos y la sumergió en una tinaja de barro llena de agua. Con las manos, bajo el líquido, frotó la talla para retirar los restos de arena, y volvió a sacarla de allí, depositándola de nuevo sobre el tocón de pino que le servía como banco de trabajo.

Los rayos del sol abrasador cayeron directamente sobre la imagen mojada, que despedía un brillo especial que sólo la piedra con que estaba hecha podía proporcionar. Las mujeres quedaron sin habla debido a la belleza que contemplaban, y el artesano no pudo evitar que una emocionada lágrima bajara por su mejilla imitando a la piedra que, en llamas, cayera del cielo un día para permanecer dormida en mí hasta que aquel hombre naciera y adquiriera la destreza necesaria para descubrir lo que en su interior había dado forma a mi secreto.

Había llegado el momento de retornar aquella piedra divina, convertida ahora en Diosa, al lugar que le correspondía y donde había estado desde siempre. Debía volver a mí, que la esperaba impaciente.

Las tres mujeres giraron sobre sus pies y empezaron a andar por el camino que, saliendo del poblado, pasaba entre los aprendices de soldados y sus hermanas, para adentrarse en el sombreado pinar y llegar hasta mí. El orgulloso artesano se echó al hombro una pesada bolsa de cuero y con ambas manos volvió a coger la talla, empezando a andar en pos de las otras tres.

Y les vi venir por entre los pinos, como en procesión. La sacerdotisa delante, las novicias detrás y el artesano, con la talla entre sus brazos, el último. Los tres pasaron junto al diminuto arroyuelo que de mí salía entonces, y penetraron en mis adentros agradeciendo en silencio el humedo frescor que desprendían mis paredes, mis piedras.

Una vez ante la piedra del altar que había en mi centro, justo sobre el manantial que empezó a fluir cuando la piedra sagrada cayó del cielo envuelta en fuego divino, las dos novicias tomaron a la Diosa Madre de los brazos del artesano, que se retiró humildemente unos pasos, y la colocaron sobre aquel ara.

Mientras, la anciana sacerdotisa entonaba un cántico con secretas palabras de ensalmo a la Diosa, y tras un corto rato de contemplación, justo el que se precisa para alabar a la Madre de la Vida pronunciando su sagrado nombre siete veces, los cuatro se marcharon por donde habían entrado en mi corazón, dejándome de nuevo, y por fin, a solas con Ella, con la Diosa que cayó del cielo dentro de una piedra incandescente, la Diosa que se manifestó a los primeros hombres cuando empezaron a serlo, la Diosa que aquel artesano de humildes pero sabias manos había encontrado dentro de la roca celestial. La Diosa...

Siempre albergué en mí aquella piedra, desde que vino a este mundo caída de la morada de los dioses. Me construyeron hombres y mujeres piadosos alrededor del manantial sagrado. Y ahora, cientos, miles de vidas humanas después, por fin veia y custodiaba a la Diosa Madre descendida de las alturas, liberada ya de su cáscara de piedra.

Y desde entonces, no nos hemos separado ni un momento. Ni lo haremos mientras no sea su deseo, al final de los tiempos…

MATER DOLOROSA

Una luz.

Una sombra.

Humo en los ojos.

Miedo.

Música de fondo... La banda sonora de un suplicio...

Y dolor. Mucho dolor. Todo el dolor que se puede sentir y nunca se podría imaginar.

Sabía que la estaban matando, pero nada podía hacer. Era como si le diera igual. Le daba igual.

Ya todo le daba igual.

No recordaba cómo había llegado allí, a aquello, pero lo cierto era que allí estaba, resignada, esperando el final. Su final... Era plenamente consciente de lo que le estaba pasando, de lo que le estaban haciendo y de lo que le iban a hacer. Mi secreto la había llevado hasta allí, y ahora ese mismo secreto la iba a empujar más allá de la vida y la muerte, hasta el lugar donde todo se desvela a quien lo merece. En poco tiempo estaría en presencia de Aquella que habita en mi corazón, y los ojos de su alma se regocijarían con tal visión. Pero antes, antes debería sufrir lo indecible para merecerlo.

De rodillas en el suelo, sobre un cojín de terciopelo rojo y cordoncillo con flecos de hilo de oro, con el cuerpo completamente inmovilizado. Las punzadas de la nuca eran como un dolor que se sentía de lejos, que se adivinaba inmenso, pero que permanecía en segundo plano ante el resto de los suplicios, ante los demás dolores... Dolores... Las manos, unidas delante del pecho, con los dedos entrelazados, también inmovilizadas, como amarradas... Amarradas...

La luz le cegaba, y no era capaz de cerrar sus irritados ojos... Sólo a través de la cortina que formaba un mar de lágrimas podía discernir la sombra de quien le causaba aquel tormento. A veces le tenía cerca, tanto que perfectamente podía oler su aliento. Otras veces se alejaba, para regresar rápidamente y volver a tocarla. A veces le acariciaba el rostro, a veces le clavaba aquellos alfileres.

Calor...

Tenía mucho calor, y el humo la asfixiaba. Era incienso, no cabía duda, con su olor a un tiempo dulzón y acre que tanto la había fascinado desde pequeña y ahora le impedía respirar. Todo el cuerpo le picaba. Quizá en otro momento, en otras circunstancias, aquello sería del todo insoportable, pero ya lo había asumido, así que para qué empeorar la situación dando valor al padecimiento. El dolor no era más que una sensación, y ella había aprendido a controlarlo. Incluso a quererlo.

— Ama al dolor y a quien te lo causa —le había dicho muchas veces su confesor—. Amor y dolor van juntos. Son uña y carne. Si amas al dolor, el dolor te amará a ti, será parte de ti, se fundirá contigo, y darás sentido a tu destino y a tu vocación.

A ratos, veía extrañas figuras que la amenazaban, para unas veces convertirse en ángeles que desaparecían volando y dejando tras de sí una estela de aire fresco con olor a flores, y otras en demonios que la rodeaban desafiantes, burlones, iracundos y malolientes. Alucinaba con todo tipo de imágenes dantescas, como escapadas de un cuadro de El Bosco. Incluso se sentía como si fuera un personaje más de “El Carro del Heno”.

Su verdugo no dejaba de tocarle la cabeza, la cara, las manos, el pecho... Eran toques suaves, como si le estuvieran arreglando la ropa. Como los que le hacía “la Paquita”, su modista, cuando le probaba algún vestido.

Notó otro pinchazo en el cuello que le hizo estremecerse y gemir un poco. Aquella mala bestia, quien quiera que fuese, se limitó a chasquear la lengua y sisearle quedamente, como para tranquilizarla —¡Sssssshhhh!—, y luego, con un pañuelo o un trapo, quién sabe, no podía verlo, le secó las lágrimas del rostro y de los propios ojos abiertos, causándole un dolor que de nuevo le resultó extremo...

—¡Madre...! Te ofrezco mi padecer, mi angustia, mi dolor... Mi Dolor... dolor...

Con los ojos momentáneamente secos, aunque inmensamente doloridos, pudo ver cómo una mano se separaba de su cara, y la persona que tenía ante sí se alejaba por unos instantes... Lo que vio a continuación le heló aún más la sangre.

Tenía delante un espejo de pared, y pudo verse.

Y vio la saya. Y la toca. Y el pecherín. Y la ráfaga de estrellas. Y el manto. Y el rostrillo... Sonrió para sus adentros con una sonrisa mucho más que amarga... Y le dolió, y le brotaron lágrimas, y todo se le volvió a nublar.

Aquel verdugo la había vestido de Virgen Dolorosa, con saya y mantos de color negro bordados profusamente con hilo de oro. Un rostrillo y un pecherín de encaje, teñidos con té para darles algo de color, enmarcaban su demacrado rostro, blanco como la cera, en el que casi ni había podido reconocerse. Tenía una ráfaga de plata sobre su cabeza, a modo de diadema, encima del manto que le caía sobre los hombros y espalda hasta el suelo. Le escoltaban dos blandones con cirios encendidos — bendito olor a cera quemada—. A sus pies, un pebetero desprendía una incesante columna de humo que debía ser azulado... Incienso. Regalo que fue de Magos a quien debería reinar por los siglos de los siglos.

Dolor... Dolores.

Una vez más, intentó moverse, levantarse, salir corriendo, pero era inútil. Algo, o todo, se lo impedía. Tampoco podía gritar, sólo gemir. Ni siquiera podía abrir la boca, cuyo dolorido interior tenía obstruido con algo que su torturador le había introducido. Un plástico o algo así.

Estaba muy, muy mareada. La vida se le iba y volvía, una y otra vez, como regodeándose en aquella agonía, como si no supiera la forma de despedirse de ella. La música que se oía al fondo subió de volumen, atronando sus tímpanos, acariciando su alma para después desgarrarla. Conocía perfectamente aquella pieza.

Sí...

Era...

Era el Lacrimosa... Del Réquiem de Mozart...

Pura ironía...

Puro dolor...

Puro placer...

Pura Muerte...

La vista se le nublaba cada vez más, a cada instante, por culpa del chorro de lágrimas que manaba de sus ojos, de aquellos ojos que miraban pero no veían. Ojos espantados, suplicantes, asustados, expectantes... Pero sí distinguió la figura del verdugo, que volvía a acercársele demasiado, ahora con algo brillante en las manos.

Una vez más sintió aquel aliento, e imaginó unos labios crueles. Y una mirada asesina se le clavó en el rostro.

Notó cómo le recomponía una vez más la ropa, cómo le forzaba aún más la cabeza hacia atrás, obligándola a mirar hacia arriba, hacia el cielo que deseaba ya tanto alcanzar... Hasta que oyó un “clic” metálico en el cuello, por detrás, dejándola inexorablemente en tan dolorosa postura, mientras aquel quien quiera que fuese cuchicheaba para sí algo que parecía una oración.

La Salve... Sí, la Salve...

—¡Salve, Madre...! ¡Salve...! ¡Tú eres el Misterio de los misterios, hazme digna de llegar a tu presencia en el momento de mi muerte, déjame descubrirte aunque sólo sea en mi último instante, en el último latido de mi corazón!

Después, un dolor inmenso en el pecho, como si le quemaran por dentro con un hierro al rojo. Un dolor que se vio incrementado sobremanera por el grito que quería huir de su garganta pero que quedaba allí enterrado, inmovilizado como todo su cuerpo, convertido en un gemido interno. Una muerte que explotaba en su interior sin válvula de escape. Un alma que buscaba una salida por la que subir a las alturas... O hundirse en las profundidades... Eso ya hasta daba igual. Simplemente era ya un alma que quería huir de aquella tortura, de aquel dolor, de aquella Muerte.

Luego, como en el cine, la vista le hizo un fundido en negro. Ya no había luz, ni siquiera esa que dicen que ven los que están a punto de morir. Tampoco había túnel, ni recordó todas las escenas de su vida en flash-back.

Sólo sintió miedo... Pensó que debería pedir clemencia a Dios, o a La Madre. Pero no tenía fuerzas ni para eso...

Sólo quería desaparecer... No existir... No estar...

Ya no sentía dolor...

El dolor se fue...

Y la luz...

Y la música...

Y el incienso...

Y el amor...

Y el miedo...

Y la muerte...

La muerte...

La muerte...

Bendita muerte...

Un escalofrío, un escalofrío intenso... profundo... completo...

Dios...

Adiós...

Y nada...

LA JUEZ Y EL PERFUME

En los siete años que Fátima llevaba como juez de Instrucción en Sevilla, nunca había visto nada igual. Y eso que no era poco lo que hasta ahora había visto...

Eran muchos los cadáveres que había levantado. Demasiados, quizá... La mayoría, los más desagradables y sanguinolentos, se debían a accidentes de tráfico. También varios ahogados en el río, dos de ellos niños de corta edad, con la piel azul, los ojos entreabiertos y los brazos hacia delante... La postura del ahogado. Y ancianos que habían muerto en la soledad de sus viviendas sin más compañía que un gato o la televisión a media voz. Desgraciados que se habían metido en vena a la mismísima muerte en cualquier descampado. Bebés que nada más nacer en vez de en una cuna habían dormido su primer y último sueño en un contenedor de basura. Apuñalados, estrangulados, quemados. Hombres y mujeres, niños y viejos... Todos esperando a que la Justicia determinase que podían ser enterrados. Sin importarles ya que alguien pagara en la cárcel o en el infierno —¡qué más da!—, por haberles quitado la vida...

Pero nunca había visto otro cadáver como éste... Había batido su propio récord. Y lo peor era que no tenía ni la menor idea de lo intrincado del camino que empezaba a recorrer, ni de cómo los recovecos de dicho camino obedecían a la existencia de aquello que desde la noche de los tiempos custodio en mis entrañas.

Como siempre, ella tenía que tomar personalmente las notas que consideraba oportunas, porque Ramírez, su Secretario Judicial, se negaba educadamente a ver el cadáver, y permanecía en otra habitación con la cara blanca y los ojos saltones, casi más blanca y más saltones que la propia muerta.

Seis o siete policías, algunos de paisano, merodeaban por la casa, mirando, buscando, rastreando, casi olisqueando como sabuesos que eran. Cualquier pista sería bien recibida. La casa estaba en orden, no había nada revuelto, todo parecía estar en su sitio. Hasta el cadáver...

La juez saltó por encima del ataúd de fibra de vidrio que estaba en el suelo, esperando que otro pasajero se diera un paseo en él hasta el Anatómico, y se colocó delante de la víctima, recorriendo con sus inmensos y preciosos ojos verdes todos los detalles que tenía ante sí. Si la víctima, en vez de mujer, hubiera sido un hombre, sin dudas habría resucitado para gozar de Fátima desde tan cerca, de sus ojos, de su pelo, de su olor...

No había desperdicio alguno en aquel espectáculo. La muerta estaba pegada a la pared, junto a la puerta del dormitorio, perfectamente vestida de Virgen Dolorosa, hasta el punto de poder salir en cualquier paso de misterio al pie de la cruz, mirando hacia arriba, con los ojos ya secos y nublados como los de un pescado en la bandeja del horno.

A aquella mujer la había matado un puñal de plata labrada que aún permanecía clavado en su corazón. Pero eso no era lo peor... Quizá la muerte no había sido sino una liberación de los tormentos a los que había sido sometida.

Fátima volvió la cara hacia Don Vidal, el Forense, interrogándole con la mirada. El médico dejó la conversación que mantenía con uno de los agentes sobre la próstata y los paseos nocturnos al retrete y se acercó a la juez, mirando disimuladamente el escote de la blusa de Su Señoría, el cual prometía bastante.

— La muerte se produjo hace unas treinta o treinta y dos horas, y la causa fue probablemente ese puñal — afirmó don Vidal, mirando ahora a la difunta—. Estaba inmovilizada por un corsé ortopédico o algo así, ahora lo veremos cuando le quiten esa ropa. Los ojos permanecen abiertos porque le pegaron los párpados con pegamento de cianocrilato. Con Loctite, vamos... Al igual que hicieron con los labios y las manos, probablemente emplearon el mismo pegamento con los dientes. También le pegaron unas lágrimas de cristal en las mejillas... Es una auténtica Dolorosa barroca, ahí arrodillada, con su corona, sus cirios y todos los avíos. — Volvió a mirar, de reojo, el escote de la juez, como intentando decidir cuál de los dos espectáculos le llamaba más la atención. Ella lo intuía, pero no le daba importancia. Ya estaba acostumbrada a las miradas que aquel viejo verde dedicaba a su escote y a todos los que se le pusieran a tiro. Seguro que incluso habría mirado al de la pobre muerta si estuviera de otra guisa menos recatada. No en balde le llamaban Doctor Bra—.

También se acercó uno de los policías, quien informó que la víctima, de sesenta y tres años de edad, era Doña María de los Dolores de Rivera y Casas-Bloissèmont, Condesa de la Cueva, que aquella era su casa, en la que vivía sola, que era viuda desde muy joven, que no tenía familia cercana, y que sus únicas allegadas eran unas beatonas con las que se reunía a rezar el Rosario y vestir santos en la Iglesia que había al otro lado de la calle. Tampoco tenía enemigos conocidos, llevaba una vida anodina y rutinaria, sin lujos destacables a pesar de la fortuna que aparentemente disfrutaba. Al menos eso es lo que manifestaba la sirvienta que hacía un par de horas había descubierto el cadáver cuando entró en la casa para empezar a trabajar, como todos los lunes.

Fátima echó una ojeada a la pobre criada, de unos cuarenta y cinco años, bajita y regordeta, con pinta de hacer unos guisos de Padre y Muy Señor Mío, que estaba sentada en un sillón de la pieza contigua sin cesar de lloriquear y de decir aquello de “con lo buena que era” y “ya le decía yo que no abriera la puerta a nadie”. Una mujer policía trataba, a un tiempo, de tranquilizarla y sonsacarle detalles del hallazgo. Que si qué fue lo primero que vio, que si notó algo raro en la casa durante los días anteriores al suceso, y cosas así. Lo de siempre...

La juez, mientras se abrochaba el botón de la blusa que traía de cabeza al forense, repasó con sus verdes ojos la habitación donde se había producido el macabro hallazgo. Era el típico dormitorio de una beata adinerada como la Condesa, oscuro, con muebles de caoba, Santos y relicarios de plata cincelada por todas partes, fotografías de Vírgenes y Cristos. Hasta tenía sobre la peinadora una palangana con su jofaina, a saber si por adorno o para su verdadero uso.

Encendió un cigarrillo y, después de dos o tres caladas, dio las instrucciones de rigor, tras serle confirmado por la policía que el levantamiento del cadáver no obstaculizaría ya las pesquisas que se estaban llevando a cabo. Tras comprobar que, cuando se empezó a desvestir a la difunta, apareció un corsé de plástico y metal de los que se veían antaño en los escaparates de las ortopedias, al que se habían añadido palos y estacas para inmovilizar brazos y piernas en aquella postura orante, salió de la habitación, buscó a Ramírez, el Secretario, y le dijo que era hora de volver al Juzgado. Al salir, el Doctor Bra no fue el único que se la quedó mirando. Más de un policía volvió la cara un instante para regalarse la vista, para admirar aquel cuerpo tapado por una blusa floreada de viscosa, en tonos verdes y rosas, sin mangas, y pantalón azul marino de hilo...

La juez dejó tras de sí una deliciosa estela de perfume...

Efectivamente, Fátima era una mujer hermosa... Con treinta y seis maravillosos años, exhibía una mezcla de sangre mora y latina que la hacía mucho más que atractiva. No en balde había nacido en Melilla, de padre marroquí (un comerciante de artesanía y souvenirs) y madre argentina, a su vez de origen italiano, venida de la tierra gaucha en la época de Evita, que buscó y encontró trabajo en la tienda del que después fuera su marido y padre de su única hija.

Fátima Al Razir Fusiglieri, morena, muy morena... Guapa, muy guapa... de abundante cabellera negra, grandes ojos verdes, verdísimos... pechos, cintura y caderas más que proporcionados; para satisfacción de su madre había huido del destino gris que a papá le habría agradado para una buena y modosa hija. De Melilla, se fue a Jerez de la Frontera, donde estudió Derecho, pagándose los estudios con las comisiones que ganaba en una agencia inmobiliaria. Se licenció con un expediente importante y preparó las oposiciones a judicatura con la misma financiación. Tuvo suerte y éxito a la primera, dijo adiós a Melilla y tomó posesión de su Juzgado de Instrucción en la capital hispalense. Desde entonces, hacía iete años.

Aquel lunes, que el destino había elegido para que sus voluptuosos rizos se acercaran a mi arcano secreto y sus preciosos ojos vieran el castigo que se cierne sobre quien intente desentrañarlo, Fátima estaba de guardia, y le había tocado en suerte el numerito de la Dolorosa. Era consciente del revuelo que aquel asunto iba a suponer en una ciudad como Sevilla, Invicta, Heroica y Mariana. Sobre todo, muy, muy mariana... Por suerte, o por desgracia, ella no era nada religiosa. Su padre la había querido educar de forma insistente en el Islam, y su madre había intentado, muy de pasada, que también conociera la fe de Occidente. El resultado fue que, no aceptando como propias ni una ni otra creencia, se había convertido en una trilingüe (árabe, español y francés) sin identidad religiosa definida. Sólo tenía un credo... Bueno, dos: la Ley, y disfrutar de sí misma y de la vida.

El resto del día lo pasó tomando declaración a los detenidos que iban llegando al juzgado. Dos tironeros de móviles, una desdichada camella-prostituta-carterista a la que el síndrome de abstinencia no permitía ser consciente ni de que estaba declarando ante una juez, un marido que, tras descubrir que su mujer le ponía los cuernos, le dio por golpearla con la botella de tinto que acababa de beberse, y un inmigrante marroquí, compatriota de papá, al que dos agentes de la Nacional habían pillado in fraganti rompiendo el cristal de un vehículo policial “k” camuflado para robar en su interior. Nada especial...

La autopsia de la Señora Casas-Bloissèmont y las primeras averiguaciones del caso tardarían en llegar aún un par de días. Todo llevaba su tiempo...

DESCANSA EN PAZ, HERMANA

Aquella señora debía tener un calor espantoso, a juzgar por el énfasis con que se abanicaba al tiempo que miraba hacia las vigas del techo para que el ventarrón generado por el abanico le diera en la papada —enorme, por cierto—. Además debía estar impaciente, porque emitía sin cesar un claro “Osú... Osú... Osú...” que parecía una especie de alarma termostática.

Estaba sentada sola al fondo, en el último banco, delante de la Capilla Bautismal, oscura y cerrada a cal y canto con reja, cadena, candado y cortina de damasco rojo salpicada de lamparones y cicatrices dejadas hace años por la plancha.

Durante los últimos casi cincuenta minutos, contados de uno en uno mediante un diminuto reloj de pulsera redondo y dorado que repetidamente se acercaba exageradamente a la cara, había estado allí abanicándose, alternando las Avemarías cuchicheadas con el inacabable mantra del “Osú... Osú... Osú...”. El ritmo lo marcaban el tintineo de la enorme pulsera de oro con rosas de coral y medallitas con piedra encastrada que heredó de su tía Purita — pobrecita, que era muy limpia y muy buena, pero sobre todo muy limpia— y el golpeteo incesante de las varillas del abanico contra el pecho. Bueno... el inmenso pecho.

Ella era una de las piezas de mi rompecabezas, uno de los elementos de mi secreto, una de las sirvientes de la Piedra Celeste, un alma perteneciente a la que reina sobre los destinos de quienes la buscan. Pero eso llegará a su tiempo, cuando en esta historia se hayan pisado otros escalones que aún están por subir y se hayan accionado otros resortes que quedan por descubrir.

Doña Cástula Páramo, que así se llamaba la buena señora, estaba esperando sentada. Su sino era esperar, y eso llevaba haciendo toda la vida. Más que Cástula, debería haberse llamado Esperanza, como la Virgen cuya Imagen tenía a su izquierda y a la que miraba torciendo el cuello mientras rezaba las Avemarías. Tampoco le habría venido mal llamarse Expectación, pero ese nombre no le pasó por la mente a su abuela materna, curiosamente llamada también Cástula, cuando decidió matriarcalmente el nombre que habría de sufrir y arrastrar de por vida su primera y única nieta hembra para poder “ser persona y llamarse”.

De pequeña, doña Cástula, entonces Castulita, tenía la esperanza y el anhelo de ser maestra, y dedicar su vida a enseñar las letras, los números y el catecismo a los pobres niños pobres... pobrecitos, los niños. No pudo ser así por culpa de la tuberculosis que se llevó a su madre y a su abuela, con un mes de diferencia, cuando tan sólo tenía diez años. Su padre la quitó de la escuela para que cuidara de él y de su hermanillo Luis.

Siendo ya una moza bastante guapetona, esperó y deseó encontrar un hombre — maestro por supuesto— que, siendo bueno, cariñoso y trabajador, aunque un poco bohemio, le sacara de su casa para meterla en otra nueva. También se quedó sentada, porque se medio enamoró de un muchacho delgaducho y moreno que tan sólo era afilador y que se marchó lleno de ilusión y patriotismo cierto mes de Julio de hace muchísimos años dispuesto a dar su vida por la patria. Y eso mismo hizo, darla, pues la patria le tomó la palabra, y la vida. Además se hizo póstumamente famoso en todo el mundo al posar, ya cadáver, para unas fotos que aparecen en todos los libros de historia demostrando los horrores de la Guerra Civil. Castulita ya no quiso ser maestra...

Ahora, doña Cástula, después de vivir sola muchos años, y de trabajar como asistenta, costurera, cocinera y ama de compañía para diversas familias bien de la ciudad, cobraba una pensión no contributiva de la Seguridad Social que complementaba cocinando las tapas que se ponían en tres o cuatro bares de El Tardón. ¡Y qué tapas...! Ensaladilla, croquetas, tortilla de papas, los huevos rellenos, las papas aliñás, el menudo, las cabrillas con tomate, el atún encebollado... De todo, doña Cástula hacía de todo.

Además, los viernes por la mañana iba a lavar y planchar a casa de un concejal solterón que le dejaba en faena una montaña de ropa, fundamentalmente camisas, tan voluminosa como ella misma.

Era todo un espectáculo ver cómo le bamboleaba el triceps, o el sitio donde se supone ha de estar, cuando batía los huevos para la tortilla de patatas o planchaba un pantalón. Mientras, cantaba alguna coplilla y meneaba los volantes del delantal protector de una batita fresca.

Pero doña Cástula, a pesar de los avatares de su vida, aún tenía dos esperanzas más: que Su Majestad el Rey probara su ensaladilla rusa — no sabía Su Majestad lo que se estaba perdiendo—, y presidir la Congregación de la Santísima Virgen del Vaso... Pero al paso que iba, ni lo uno ni lo otro. Ni siquiera la macabra muerte de doña Lolita, la Condesa de la Cueva, le dejaba vía libre, de momento, para ocupar el cargo que tanto anhelaba. Pobre doña Lolita, tener un final tan horrible... ¿Pero quién tenía tan mala sangre como para matar a una persona así? Esas cosas no pasaron ni en la guerra... ¡Ni en la guerra! Entonces, simplemente se sacaba a la gente a la calle y se les daba matarile sobre la marcha, pero sin regodeo. Nadie se recreaba en la sangre, estas cosas sólo pasan en las películas, y es lo que aprenden los jóvenes con ver tanta tele. “Osú... Osú... Osú...”

Ella se llevaba bien con doña Lolita, nunca habían tenido problemas, y si no habían congeniado todo lo que debieran, no había sido culpa de ellas, sino de las circunstancias y del papel que cada una debía desempeñar en la Congregación... La Congregación era lo más importante, y la Virgen del Vaso estaba por encima de todo, hasta de las relaciones personales, porque la Virgen del Vaso, la razón de mi existencia, la que da sentido a su propia búsqueda, la Luz de mis entrañas, el Misterio de los misterios, el secreto que late en mí, es lo primero. Es lo primordial. Y lo eterno.

Estaba tan sumida en sus calores, sus rezos, sus recuerdos de la pobre doña Lolita y sus “Osú... Osú... Osú...” que ni se percató de que Salvador había salido de la Sacristía y se dirigía a las cuerdas para tocar la campana. Dentro de unos minutos empezaría a llegar la gente y comenzaría el funeral.

Salvador Calatrava, el sacristán, era un hombre sencillo. Con eso ya estaba definida toda su persona.

Desde que se jubiló, hacía unos tres o cuatro años — antes era mancebo en una farmacia de la Puerta de la Carne—, echaba dos o tres horitas diarias en la Hermandad de la Sangre de Cristo, a la que pertenecía desde su fundación — o mejor dicho, desde su refundación—, con residencia canónica en mis naves. A cambio recibía una pequeña gratificación, la cual dejaba en el cepillo de la bolsa de caridad a escondidas, para que nadie lo supiera por aquello de que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha, sin percatarse de que una humilde servidora sí se daba cuenta.

Nada más tirar de la cuerda sonó la campana, allá en la espadaña, bajo la oxidada veleta que representaba a un caballero portando una enorme lanza con el correspondiente banderín desplegado.

Como si el toque de campana fuera la señal convenida, la puerta que daba a la plaza se abrió con un grito de las bisagras, y por ella entró don Custodio dando una gran zancada.

Don Custodio Álvarez de Alvite, sacerdote, historiador, Canónigo de la Catedral de Sevilla — mi gran amiga Santa María de la Sede, compañera con la que mantengo silenciosas conversaciones en la distancia— y archivero de la misma, era, a pesar de sus setenta y nueve años, un hombre alto, robusto, bien proporcionado, activo y vital. La sotana —porque era cura de los de sotana—, le daba, aún más si cabe, un porte elegante y distinguido.

Hombre importante y conocido en el mundillo cofrade, había sido presidente de varias Juntas Gestoras y director espiritual de varias hermandades y congregaciones. En definitiva, guía y faro de dos o tres generaciones de cofrades que se habían educado a su sombra en eso de los pasos y las túnicas —y de los Cabildos, que todo hay que decirlo—. Incluso el Cardenal contaba con él como asesor a la hora de tomar decisiones de importancia respecto de las hermandades y cofradías, aunque al fi nal no siempre le hacía caso, y luego pasaba lo que pasaba... Pero eso es otra historia que no tiene nada que ver con esta.

De lo que más orgulloso parecía estar don Custodio de puertas para afuera era de haber sido el promotor de la refundación de la Hermandad de la Sangre de Cristo. Esa era la niña de sus ojos, su obra maestra cofrade. Otros orgullos tenía, por supuesto, y yo los conozco, pero no alardeaba de ellos... Aunque ésos sí tienen mucho que ver con esta historia, y con lo que durante la misma se irá desvelando.

Bastante había llovido desde aquel tres de mayo de mil novecientos cincuenta y siete, cuando don Custodio, junto con otros cinco hermanos comprometidos, llevaron a Palacio el acta fundacional —mejor refundacional— y las reglas por las que había de regirse la hermandad. Y nunca mejor dicho lo de la lluvia, porque aquel día caía el agua a espuertas sobre aquellos seis hombres mientras cruzaban la Plaza de la Virgen de los Reyes. El único que no corría, evidentemente, era el cura. Ante todo, había que mantenerse digno... En todo momento y circunstancia.

Doña Cástula le tenía mucho respeto a don Custodio, y no sólo por su rango eclesiástico. Se había portado siempre muy bien con ella, procurándole trabajo donde fuera. Hacía muchos años que se conocían, tiempo durante el que siempre se había sentido protegida por el canónigo, al que en señal de agradecimiento abastecía regularmente de manjares caseros.

— Cástula, hija: tu esperanza, tu fe y tu perseverancia en la oración y en el trabajo son tus armas más valiosas. No las abandones nunca y saldrás victoriosa de todas las lides — le había repetido más de una vez aquel hombre ensotanado.

Bueno, pues una vez el Canónigo entró por completo en una servidora, lo que suponía agachar la cabeza para no darse con el marco de la puerta, echó una mirada panorámica, localizando rápidamente a doña Cástula, que ahora cuchicheaba otro Avemaría, y a Salvador, que había acabado de tocar la campana y pasó por delante suya camino de la sacristía. No cruzaron ni palabra.

De dos zancadas, don Custodio se plantó en la pila de agua bendita, haciéndose la señal de la cruz después de mojar un poco los dedos y tocar con ellos la cruz de piedra que estaba incrustada en la pared. Giró el cuerpo y se dirigió al Sagrario, donde se arrodilló ágilmente en su reclinatorio. El hombre de la sotana, el Guardián de las arcanas sirvientes de mi secreto, la Piedra Angular de mis entrañas, de rodillas, humillado, lanzando sus plegarias y sus pensamientos hacia lo más buscado y mejor escondido.

Yo, la Iglesia de las Ánimas, cuyas luces acababa de encender Salvador, seguía —y sigo— necesitando una buena tanda de reparaciones. Mis paredes, encaladas de mala manera durante una epidemia de peste hace varios siglos, excepto en el sagrario y el altar mayor, estaban abultadas y ahuecadas por la humedad. La sillería del coro, que no se podía ver gracias a una enorme cortina de terciopelo, estaba destrozada, y la techumbre también estaba más que dañada por la edad y los elementos. La palabra “gotera” alcanzaba allí el culmen de su significado. La cosa estaba tan mal, que la última Cuaresma hubo que suspender a la mitad el concierto que estaba dando la banda de cornetas y tambores de la hermandad, porque con las vibraciones de la música se me empezaron a caer caliches de las paredes y el techo. El concierto hubo de continuarse fuera, en la plaza, delante del nicho que, dedicado a las Ánimas del Purgatorio, tengo empotrado en la fachada principal.

Mi parte más antigua, lo que ahora es la Sacristía, data de la primera mitad del siglo XIV, según algunos documentos encontrados aquí y allá, pero no puede descartarse que sea más antigua —yo siempre he sabido que sí, que lo es—, y tiene forma octogonal, estando construida en el mismo lugar donde anteriormente había existido una pequeña mezquita que a su vez había aprovechado los elementos de un templo romano y otro visigodo que también estuvieron situados allí, sobre vestigios de otro templo más antiguo que hoy se tildaría de “pagano”. Ya no quedaban restos visibles de tales edificios, ni de los santuarios que les precedieron, si bien quienes por mi historia se interesaban suponían que por algún lado estarían los cimientos o algo por el estilo.

El resto había sido construido por etapas sucesivas y como ampliaciones del edificio inicial, dedicado en sus principios cristianos a ermita-humilladero, por lo que no tenía la tradicional forma de cruz latina, disponiendo de una nave central en cuya cabecera está el altar mayor, con un retablo de autor desconocido en cuyo centro existió en su día un enorme lienzo representando a las Ánimas en el Purgatorio, que ahora estaba colgado, sin marco, junto al desvencijado y oculto coro, justo en el lado opuesto al que le correspondía por propio derecho. Ese cambio en una de las principales claves del Divino Secreto que atesoro, sin que lo supieran quienes lo hicieron, rompió la fina armonía del recinto sagrado, eso que los orientales llaman Feng no se qué y que ahora está tan de moda.

Dos naves laterales, más estrechas y bajas, en su día destruidas por sendas bombas caídas durante la invasión francesa, flanquean mi nave central, a la que brindan acceso desde las dos puertas que tengo. Mi edificio se completa con la capilla del Sagrario, la Capilla Bautismal y la Capilla de la familia Casas-Bloissèmont, dedicada a las anónimas y enigmáticas Santas Pétrula y Liguriana, las que antaño supieron encontrar a la Madre que discreta y confidencialmente custodio, destinada a enterramiento de tal linaje, y donde estaban a punto de ser inhumados los restos de la Condesa de la Cueva. Además, existe una sala de cabildos, y dos casas anejas al templo: la mínima vivienda de un antiguo sacristán, destinada ahora a almacén y taller de priostía, y la antigua vivienda del párroco, que ahora es la casa de la Hermandad de la Sangre de Cristo.

Como templo en cristiano, fui primero, como creo haber dicho ya, una especie de ermita-humilladero, después Iglesia, y posteriormente parroquia, hasta mediados del siglo XIX, en que cedí — me hurtaron— el rango de parroquia a la Iglesia de Santa Ursulenda, más grande, y mejor cuidada que yo y en la que se custodiaban las macabras reliquias de su Santa titular (la falange de un dedo atravesada por un clavo mohoso y un trozo de su mortaja). A partir de ese momento, empezó mi declinar, y con ello mi abandono casi total durante lustros, salvo por la constancia de la Primitiva Congregación de la Santísima Virgen del Vaso que desde el siglo XVI tenía su sede en una servidora, y un reducido turno de Adoración Nocturna que me mantuvo en uso durante muchísimos años, hasta que los miembros de dicho turno, acaudillados por don Custodio, refundaron la Hermandad de la Sangre de Cristo, recibiendo mi edificio del Arzobispado para su uso y mantenimiento Ad Perpetuam.

Tal era y es, a grandes rasgos, mi historia conocida... Que no la otra... La importante, la oculta, la que lleva a la mismísima esencia divina de la vida y la fe, la que aquí se irá revelando por el actuar, la búsqueda, las pasiones y los sacrificios de todos y cada uno de los que en ella intervienen.

Dicho todo esto, sigamos con nuestro asunto...

Al fondo, doña Cástula se había puesto en pie, y se entretenía en arreglar los paños de los altares. Ya estaba empezando a llegar la gente y todo tenía que estar dispuesto para el solemne funeral que estaba a punto de celebrarse.

Cuando el cura entró en la sacristía, recibió el saludo de Salvador, que estaba preparando el cáliz y las jarritas con el agua y el vino de consagrar:

— Buenas tardes, don Custodio... ¿Cómo va ese catarro?

— Bien, bien... sí, bien, bien... —contestó el canónigo casi sin echar cuenta. Hacía por lo menos tres meses que despidió su último resfriado, pero el sacristán seguía interesándose por aquello. La voluntad es lo que cuenta—. Parece que empieza a llegar la gente...

— Sí, don Custodio, ya verá cómo se llena la Iglesia. Doña Lolita no es que tuviera demasiadas amistades, pero era querida en la hermandad. Además como murió como murió... Bueno, como la mataron como la mataron, pues el morbo hará que venga más gente aún... Doña Cástula está ahí desde hace más de una hora, y las demás mujeres ya deben estar a punto de llegar. Voy a asomarme a ver cómo está la cosa.

El sacristán se fue para la puerta, parándose antes un momento para poner derecha la toalla que colgaba junto a la piletilla. Cogió la caña y salió para encender las velas. Al pasar junto a las puertas que daban a la plaza, las abrió de par en par, con alguna dificultad, y pudo ver los corrillos de gente que se estaban formando allí fuera. Evidentemente, en todos ellos el tema de conversación debería ser el asesinato de la Condesa, sus circunstancias y el escándalo que había supuesto. Hacía años que en Sevilla no había un crimen de tanta repercusión. Desde que le dieron garrote vil al Tarta, no había ocurrido nada parecido ni comparable...

Angustias acababa de llegar y estaba de pie, apoyada en la mesa roja y dorada de la Junta de Gobierno mientras recobraba el aliento. A sus casi noventa y dos años, y en su estado, ir todas las tardes a misa era mucho más que una proeza. Era más bien una heroicidad digna de una medalla. Sin embargo, los sábados descansaba, y los domingos se quedaba en casa oyendo la misa de la tele. La gente le mareaba... Pero en esta ocasión había que hacer el esfuerzo de ir en sábado. Enterrar a los muertos es una obra de caridad, y además una obligación que era preciso cumplir. Todas las de la Congregación debían estar presentes y asistir al funeral por una de sus compañeras.

Angustias vestía hábito morado con cordón amarillo, por una promesa que hizo al Cristo de Medinaceli cuando enfermó su marido de no sé qué cosa del hígado, que los médicos no atinaban a solucionar. La buena señora pidió al Cristo que sanara a su Joselito, y si no era esa su voluntad, por lo menos que no sufriera. Como Joselito sólo duró un par de meses desde que se puso en manos de los médicos, Angustias se colocó el hábito por aquello del beneficio de la duda, sin pararse a pensar demasiado si estar dos meses en creciente agonía era sufrir o no. Pero bueno, siempre podría haber sido peor.

Era todo un espectáculo verla llegar: con el hábito morado, encorvada por los años, dando pasos cortos y cojeando a causa de los múltiples dolores óseos de que disponía en su inventario. Recordaba al Gran Poder por la calle Gravina, ya de recogida en la madrugá del Viernes Santo. Sí, todo un espectáculo sobrecogedor.

Cuando por fin llegó a su banco de siempre, en primera fila delante del Sagrario, se sentó con más trabajo que parsimonia, y allí se quedó, jadeando por el esfuerzo y con los ojos muy abiertos.

Salvador, el sacristán, le puso el ventilador. Pero flojito, no fuera a coger una pulmonía, y mirando para arriba, para que no se apagaran las velillas de las ofrendas, situadas en la parrilla que había junto a la reja del Sagrario, debajo del púlpito de forja. Total, que el ventilador, en realidad, era para nada, y eso que el veranillo del membrillo que arrasó aquel mes de septiembre la ciudad hacía pedir aire fresco a gritos.

Don Custodio salió de la Sacristía, y se dirigió al altar mayor, pasando por delante del Sagrario, donde cada día celebraba misa de siete. Le gustaba más el sagrario que el altar mayor, porque era la excusa perfecta para celebrar de espaldas a los fieles, o mejor dicho a la fiel (en todas las posibles acepciones de la palabra, porque Angustias era normalmente la única persona que asistía a las misas, y a diario). El cura comprobó que Salvador había dispuesto correctamente el servicio de misa, y que todos los utensilios estaban en su sitio. Hojeó el libro que estaba en el atril, buscando las lecturas que iban a hacerse, y retornó a la Sacristía, para preparar el terno fúnebre que tenía que ponerse... Le encantaba ese terno, no podía negarlo. De un morado oscuro, casi negro, adornado con galones de hilo de oro viejo y bordados en el mismo color que la tela, aunque con el tiempo el fondo y los bordados habían virado a tonalidades distintas, lo que lo hacía más hermoso si cabía... Era un vestuario que llevaba siglos en una servidora, y que sólo se empleaba en las grandes aunque tristes ocasiones, como la de aquel día.

Mientras empezaba a vestirse, el cura inició en voz baja y de memoria la plegaria ritual que tantas veces había pronunciado:

—“Da, Dómine, virtútem mánibus meis ad abstergéndam omnem máculam: ut sine pollutióne mentis et córporis váleam tibi serviré...”1

Doña Cástula entró en la Sacristía.

— Osú... Osú... Osú... Qué calor que hace, Salvador... Yo no he visto cosa igual en los días de mi vida. ¿Tiene agua el búcaro?

— Tiene su agua y su mijita de anís, para que sepa como tiene que saber. Que aquí no falta de nada. Salvador Calatrava está pendiente de todo y sabe cumplir su obligación —contestó el sacristán—. ¡Sobre todo hoy, porque doña Lolita se lo merecía todo! La pobre... ¡Qué final más malo ha tenido...! ¿Quién habrá sido el canalla que le hizo eso...? ¿Y por qué...? ¿Se sabe ya si le robaron...? ¿Hay alguna novedad...? ¡Qué mala sangre hay que tener...! ¡Qué tío más malo...! ¡Lo que tuvo que pasar la pobre!

— Que yo sepa, aún no hay muchas noticias —dijo la buena señora, al tiempo que volvía a darle meneos al abanico—. Como vendrá Merceditas, su asistenta, podremos saber algo... ¡La pobre! ¿Qué va a ser ahora de ella? Espero que encuentre trabajo pronto... Y como después del funeral tenemos reunión las del grupo, pues también imagino que algo sabremos.

— A ver si hoy tardan un poquito menos que la última vez, que yo tengo que cerrar la Iglesia, y no quiero tener que esperar hasta las tantas —espetó Salvador, quien no recibió respuesta, aunque tampoco la esperaba.

Y no la recibió porque en ese momento entró otra señora...

Elenita Fierro era la miembro más joven de la Congregación del Vaso, pero tenía un aspecto enfermizo que acompañaba a su personalidad discreta y moderada. Vestida siempre de negro y con una tez más transparente que blanca (a través de la piel del cuello y de las mejillas se le notaban las venas azulonas), contrastaba con el resto de sus compañeras de Congregación, que aunque mayores, vestían de otra forma, con más colores y flores en los vestidos, pero sin abandonar la decencia y el gusto de quienes ya pasaron de los sesenta hace algún tiempo.

Elenita no hablaba mucho. Más bien nada. En las reuniones se dedicaba a escuchar y asentir, siempre con una sonrisa tímida y una mirada interesada. Pero era inteligente... más que las demás. Y ellas lo sabían. Por eso, las pocas veces que hablaba, su opinión sentaba cátedra y era bien valorada. Ella ponía las ideas, la solución a los problemas, el análisis de la situación. Pero el resto del trabajo correspondía a sus compañeras de grupo. Elenita era una cabecita fuerte en un cuerpecillo enclenque. Elemento vital en la grandiosa búsqueda que nos acontece.

A sus cincuenta y cuatro años, Elenita no había viajado nada, pero se conocía el mundo entero. Los libros eran su gran pasión. Toda su vida había leído ávidamente cualquier cosa escrita que hubiese caído en sus manos. Cualquier género le atraía: novelas, historia sagrada, viajes, poesía... Eso sí, la poesía la leía normalmente por la noche y en la cama, antes de dormir, porque así conciliaba mejor el sueño.

Don Custodio sentía un cariño especial por ella. Su afición por los libros le sirvió de gran ayuda a la hora de organizar y catalogar la interesantísima colección de documentos que existía en mi abandonadísimo archivo. Lástima que fuera tan débil... Siempre enferma... Siempre tirando de su cuerpo... Siempre pensativa.

Las larguísimas y abundantísimas horas que habían compartido en el despachito que don Custodio tenía en la casita que me servía a la vez de anexo y puntal, se habían convertido unas veces en interminables conversaciones sobre historia, filosofía e incluso teología... Otras veces todo quedó en confesiones informales. De todo ello he sido único testigo...

Verdaderamente, Elenita tenía en el anciano cura a un magnífico amigo y compañero de aficiones. A él le había contado toda su vida... todas sus penas —muchas— y todas sus glorias — mínimas—.

De niña siempre quiso ser monja de clausura. Quería dedicar toda su vida a la contemplación, a la meditación, al estudio y la adoración de la Divinidad. Su máximo anhelo era lograr parecerse, de puertas para adentro de su corazón, de su claustro, a los místicos, a Santa Teresa... A San Juan de la Cruz... En definitiva quería descubrir la Luz Eterna, la Verdad Absoluta, y grabarlo todo en su corazón, para después donarlo a la Humanidad, pero de forma callada y anónima. Eso sí, nunca consiguió levitar...

Fue don Custodio quien, de jovencilla, y estando a punto de profesar en el Convento de Santa Marta, la convenció para que no lo hiciera. Aún pareciendo ir contra toda lógica eclesiástica que un clérigo frustrara una vocación como la de Elenita, lo hizo... Le ofreció más medios, más posibilidades, más oportunidades de conseguir su meta fuera que dentro. En definitiva, le ofreció dar un mejor servicio a “su causa”