Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Al llegar a Windsor, John Falstaff se encuentra escaso de fondos. Es por ello que decide cortejar, escribiendo dos cartas idénticas, a dos mujeres casadas, la señora Ford y la señora Page, para mejorar su situación económica. Así comienza esta historia de disparates, llena de ingeniosos personajes, como los criados Pistol y Nym, y divertidas confusiones y juegos de palabras, que lo entretendrán de principio a fin.En esta comedia clásica, presentada de la mano de John Falstaff como antihéroe romántico, Shakespeare supo combinar todos los personajes y situaciones de manera magistral, desplegando todo su talento teatral. La ironía, la sorpresa y la sátira lo atraparán desde el principio en esta agradable lectura. -
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 120
Veröffentlichungsjahr: 2020
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
William Shakespeare
Jaime Clark
Saga
Las alegres esposas de WindsorTranslated by Jaime Clark Original titleThe Merry Wives of Windsor Copyright © 1602, 2019 William Shakespeare and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726353020
1. e-book edition, 2019
Format: EPUB 2.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
En Windsor, delante de la casa de Page
[Entran el juez POCOFONDO, SLENDER y Sir HUGH EVANS]
POCOFONDO.—No tratéis de disuadirme, sir Hugh. Llevaré este asunto a la alta corte de justicia para lo criminal. Así valiera sir Juan Falstaff veinte como él, no ofenderá a Roberto Pocofondo, escudero.
SLENDER.—En el condado de Glocester, Juez de paz y coram.
POCOFONDO.—Si, primo Slender, y Cust-alorum.
SLENDER.—Si, y también ratolorum, gentilhombre de nacimiento, señor cura, que se firma armígero en todos los actos, notas, recibos, mandatos y obligaciones: armígero.
POCOFONDO.—Si, que lo hacemos y lo hemos hecho invariablemente en estos últimos trescientos años.
SLENDER.—Todos sus sucesores que han vivido antes que él, lo han hecho; y todos sus antepasados que han de venir después de él podrán hacerlo. Podrán exhibir los doce lucios en su casaca.
POCOFONDO.—Es una antigua casaca.
EVANS.—Sienta muy bien a una casaca antigua una docena de lucios. Lo uno se aviene muy bien con lo otro. Es un animal familiar al hombre; un emblema de amor.
POCOFONDO.—El lucio es pescado fresco: la casaca antigua es pescado salado.
SLENDER.—¿Puedo hacer tercio en vuestro escudo, primo?
POCOFONDO.—Sin duda alguna, si os casáis.
EVANS.—Pues si entra en tercio, de seguro que no podrá hacer sino mal tercio.
POCOFONDO.—De ninguna manera.
EVANS.—Por nuestra señora, que sí. Si él toma un tercio de vuestra casaca, no quedarán, en mi humilde juicio, sino los otros tercios para vos. Pero todo sale a lo mismo. Si el caballero Falstaff ha cometido algún desacato hacia vos, miembro soy de la iglesia y me emplearía de todo corazón en hacer mediar desagravios y avenimientos.
POCOFONDO.—No; la alta corte habrá de tomar noticia de esto. Hay rebelión.
EVANS.—No es propio que se le haga oír de tal asunto. En las rebeliones no hay temor de Dios y el Consejo preferirá oír hablar del temor de Dios másbien que de una rebelión. Considerad esto.
POCOFONDO.—¡Ah, por vida mía! Si fuese joven aún, esto acabaría a estocadas.
EVANS.—Más vale que sean los amigos y no la espada quien termine esto. Y además, tengo en la cabeza un proyecto que quizás tenga ventajosos resultados. Hay una Ana Page, hija del señor Jorge Page, que es una guapa doncella.
SLENDER.—¿La señorita Ana Page? Tiene cabellos castaños y habla tímidamente como cumple a una mujer.
EVANS.—De cuantas hay en el mundo, es ella precisamente la que podríais desear. Y su abuelo (guárdele Dios una resurrección feliz) en su lecho de muerte le dejó setecientas libras en dineros, y oro y plata, para cuando cumpla los diez y siete años. Sería cosa muy cuerda dejar vuestras disputas y procurar un matrimonio entre el señor Abraham y la señorita Ana Page.
POCOFONDO.—¿Setecientas libras le dejó su abuelo?
EVANS.—Sí, por cierto. Y su padre le dará aún mejor caudal.
POCOFONDO.—Conozco a la señorita: tiene buenas prendas.
EVANS.—Setecientas libras y esperanzas de heredar más, no son malas prendas.
POCOFONDO.—Bien. Busquemos al digno señor Page. ¿Está allí Falstaff?
EVANS.—¿Habré de deciros una mentira? Desprecio al mentiroso, como desprecio a uno que es falso, o como desprecio a uno que no es sincero. El caballero sir Juan está allí y os ruego que os dejéis guiar por los que os quieren bien. Llamaré a la puerta y preguntaré por el señor Page. (Golpea.) ¡Hola! ¡Dios bendiga vuestra casa!
Entra Page
PAGE.—¿Quién llama?
EVANS.—He aquí, con la bendición de Dios y con vuestro amiga, al juez Pocofondo y al joven señor Slender, que acaso podrán contaros un cuento, si las cosas salen a gusto vuestro.
PAGE.—Me alegro de hallar bien a vuestras señorías. Os doy las gracias por el venado que me habéis remitido, maese Pocofondo.
POCOFONDO.—Señor Page, me congratulo de veros. ¡Huélguese vuestro buen corazón! Hubiera querido que fuera mejor aquel venado, pues no fue muerto como manda la ley. ¿Cómo está la buena señora Page?… Y os quedopor siempre agradecido de corazón, ¡así!, de corazón.
PAGE.—Gracias, señor.
POCOFONDO.—Gracias, señor; por sí y por no, gracias.
PAGE.—Me alegro de veros, amiguito Slender.
SLENDER.—¿Cómo está vuestro lebrel leonado, señor? Me dijeron que había perdido en las carreras de Cotsale.
PAGE.—La cosa no pudo ser juzgada.
SLENDER.—¡No queréis confesarlo, no queréis confesarlo!
POCOFONDO.—¡No lo ha de querer! «Es culpa vuestra, es culpa vuestra». Es un buen perro.
PAGE.—Perro de mala ralea, señor.
POCOFONDO.—Un buen perro, señor, un hermoso perro. ¿Qué más se puede decir? Es bueno y hermoso. ¿Está aquí el señor Juan Falstaff?
PAGE.—Está dentro. Quisiera poder hacer algo en bien de vosotros.
EVANS.—Así es como debe hablar un cristiano.
POCOFONDO.—Señor Page, él me ha ofendido.
PAGE.—Lo reconoce en cierto modo, señor.
POCOFONDO.—Si lo reconoce, no lo repara. ¿No es así, señor Page? Me ha ofendido; en todas veras me ha ofendido: en una palabra, me ha ofendido. Creedme. Roberto Pocofondo, escudero lo ha dicho: se le ha ofendido.
PAGE.—Aquí viene sir Juan.
Entran sir Juan Falstaff, Bardolfo, Nym y Pistol
FALSTAFF.—Y bien, señor Pocofondo: ¿vais a quejaros de mí al rey?
POCOFONDO.—Caballero: habéis golpeado a mis gentes, muerto mi caza y allanado mi domicilio.
FALSTAFF.—Pero no he besado a la hija de vuestro guardián.
POCOFONDO.—Se me da un ardite. Tendréis que responder de esto.
FALSTAFF.—Y respondo desde luego: he hecho todo lo que decías. Ya está respondido.
POCOFONDO.—Esto irá a dar al Consejo.
FALSTAFF.—Sería mejor para vos que el Consejo nada supiera. Se reirían de vos.
EVANS.—Pauca verba, sir Juan; buenas palabras.
FALSTAFF.—¡Buenas palabras!, ¡buenas coles! Slender, os rompí la cabeza: ¿qué tenéis contra mí?
SLENDER.—Cierto, señor; tengo algo contra vos en la cabeza y contra vuestros ladrones de conejos, Bardolfo, Nym y Pistol. Me llevaron a la taberna, me emborracharon y en seguida me robaron el bolsillo.
BARDOLFO.—¿A ti, queso de Banbury?
SLENDER.—Bien, eso no importa.
PISTOL.—¿Con ésas nos sales, Mefistófeles?
SLENDER.—Bien, eso no importa.
NYM.—¡Tajarlo!, digo, ¡pauca, pauca, tajarlo! Eso me pide el gusto.
SLENDER.—¿Dónde está Simple, mi criado? ¿Lo sabéis, primo?
EVANS.—¡Paz, os ruego! Procuremos entendernos. A lo que se me alcanza, hay tres árbitros en este asunto, a saber: el señor Page, fidelicet, señor Page; yo mismo, fidelicet, yo; y por fin y remate el tercero es mi posadero de la Liga.
PAGE.—Nosotros tres para entender del asunto y arreglarlo entre ellos.
EVANS.—Muy bien. Tomaré nota en mi libro memorándum, y después nos ocuparemos de la causa con toda la discreción que nos sea posible.
FALSTAFF.—¡Pistol!
PISTOL.—Soy todo orejas.
EVANS.—¡El diablo y su abuela! ¿Qué frase es esa «ser todo orejas»? Pues eso es afectación.
FALSTAFF.—Pistol, ¿robaste la bolsa del señorito Slender?
SLENDER.—Sí, por vida de mis guantes, que lo hizo, (o no querría yo, a no ser cierto, volver jamás a mi salón). Me robó siete monedas de a cuatro peniques y dos tablillas Edward para jugar al tejo, que me habían costado dos chelines y dos peniques cada una, en casa de Miller. ¡Sí, por estos guantes!
FALSTAFF.—¿Es verdad esto, Pistol?
EVANS.—No: es falso, si es una ratería.
PISTOL.—¡Ah! ¡Eres un forastero montaraz! Sir Juan, amo mío, reto a combate a este sable de hoja de lata. Aquí, en tus labios está la mentira: hez y escoria, ¡mientes!
SLENDER.—Pues por estos guantes, que entonces era el otro.
NYM.—Andad con cuidado y dejaos de bromas, señor mío, que si os acomoda tratarme como a ratero, a mí me acomodará atraparos a mi modo. Y esto es lo que hay en el caso.
SLENDER.—Pues entonces, por este sombrero, quien tiene la culpa es aquél de la cara colorada; pues aunque no puedo acordarme de lo que hice cuando me embriagasteis, con todo no soy enteramente un asno.
FALSTAFF.—¿Qué decís vosotros, Scarlet y Juan?
BARDOLFO.—Por mi parte, lo que digo es que el caballero bebió hasta perder los cinco sentimientos.
EVANS.—Los cinco sentidos, se dice. ¡Santo Dios! ¡Qué ignorancia!
BARDOLFO.—Y estando achispado, le arreglaron las cuentas, como dicen, y así se acabó el cuento.
SLENDER.—Sí, y entonces hablaste en latín pero no importa. Nunca, jamás me emborracharé mientras viva otra vez, sino en honrada y buena sociedad, a causa de este percance. Si me emborracho, me emborracharé con los que tienen temor de Dios, y no con ebrios bribones.
EVANS.—Que Dios me juzgue, como es cierto que ese es un propósito de virtud.
FALSTAFF.—Oís, señores, que todos esos cargos han sido negados. ¿Lo oís?
Entra Ana Page, trayendo vino, seguida por la Sra. Ford y la Sra. Page
PAGE.—No, hija. Llévate el vino. Beberemos allá dentro.
Sale Ana Page
SLENDER.—¡Oh cielos! Esta es la señorita Ana Page.
PAGE.—¿Cómo va, señora Ford?
FALSTAFF.—Por vida mía, señora Ford, sois muy bien venida. Con vuestro permiso, buena señora. (La besa.)
PAGE.—Esposa mía, da la bien venida a estos caballeros. Venid, tenemos un buen pastel caliente de cacería para la comida. Vamos, señores, que ahogaremos en el vino todo resentimiento.
[Salen todos menos Pocofondo, Slender y Evans]
SLENDER.—Daría cuarenta chelines por tener aquí mi libro de canciones y sonetos. (Entra Simple.) ¡Cómo! Simple, ¿dónde habéis estado? Tendré que ser mi propio sirviente, ¿no es así? ¿Ni tenéis tampoco a la mano el libro de los enigmas, por supuesto?
SIMPLE.—¡El libro de los enigmas! ¿Pues no lo prestasteis a Alicia Pocapasta en la fiesta última de Todos Santos, quince días antes del San Miguel?
POCOFONDO.—Venid, primo, venid. Os estamos aguardando. Una palabra al oído, primo. Hay, como quien dice, una oferta, una especie de oferta muy a lo lejos, hecha por sir Hugh. ¿Entendéis?
SLENDER.—Sí, y me encontraréis razonable. Si ha de ser así, haré lo que esté puesto en razón.
POCOFONDO.—Pero entendedme bien.
SLENDER.—Lo hago, señor.
EVANS.—Prestad oído a sus consejos, señorito Slender. Ya os describiré el asunto si tenéis capacidad para ello.
SLENDER.—Haré como diga mi primo Pocofondo. Perdonadme, pues él es juez de paz en su condado, aunque yo no sea aquí sino un cualquiera.
EVANS.—Pero no se trata de eso. Se trata de lo concerniente a vuestro matrimonio.
POCOFONDO.—Sí; este es el punto vital de la cuestión.
EVANS.—Por cierto que lo es. Es el punto vital de la señorita Ana Page.
SLENDER.—Pues siendo así, me casaré con ella si se me pide en debida forma.
EVANS.—Pero ¿podéis amar a la mujer? Debemos exigir que lo digáis con vuestros labios; porque muchos filósofos pretenden que los labios son una parte de la boca; por tanto, ¿podéis, sí o no, inclinar vuestra buena voluntad hacia la doncella?
POCOFONDO.—Primo Abraham Slender, ¿podéis amarla?
SLENDER.—Así lo espero. Haré lo que cumple a uno que quiere obrar en razón.
EVANS.—No, por Dios y sus santos y sus esposas; debéis decir positivamente si podéis inclinar hacia ella vuestros deseos.
POCOFONDO.—Tenéis que hacerlo. ¿Queréis, siendo buena la dote, casaros con ella?
SLENDER.—Haré aún mucho más que eso, por cualquiera razón, primo, si lo queréis.
POCOFONDO.—No; comprendedme, comprendedme, amable primo mío. Lo que hago es por seros grato, primo. ¿Podéis amar a la doncella?
SLENDER.—La tomaré por esposa a petición vuestra, señor. Si no hay mucho amor al principio, con el favor del cielo podrá disminuir cuando nos conozcamos mejor después de casados y que haya habido ocasión de conocerse el uno al otro. Espero que con la familiaridad crecerá el menosprecio; pero si decís «casaos con ella», con ella me caso. A eso estoy disuelto disolutamente.
EVANS.—Muy juiciosa respuesta; salvo la falta en las palabras «disuelto disolutamente» que quisieron significar «resuelto absolutamente». Pero su sentido era bueno.
POCOFONDO.—Sí, creo que fue buena la intención de mi primo.
SLENDER.—Y si no, que me ahorquen.
[Vuelve a entrar Ana Page]
POCOFONDO.—He aquí a la hermosa señorita Ana. Querría por vos volver a la juventud, señorita Ana.
ANA.—La comida está en la mesa. Mi padre desea el honor de vuestra compañía.
POCOFONDO.—Estoy a sus órdenes, bella señorita Ana.
EVANS.—¡La voluntad de Dios sea bendecida! No faltaré al benedícite.
[Salen Pocofondo y sir Hugh Evans]
ANA.—¿Tenéis a bien, caballero, pasar adelante?
SLENDER.—No; gracias os doy por ello muy de corazón. Estoy muy bien.
ANA.—Os espera la comida, señor.
SLENDER.—No tengo hambre, os doy las gracias. Ve, criado, pues todo tú eres mi sirviente, ve a servir a mi primo Pocofondo. (Sale Simple.) Un juez de paz puede alguna vez quedar obligado a su amigo por un sirviente. No tengo a mi servicio sino tres criados y un muchacho, hasta que muera mi madre: pero ¿qué importa? Sin embargo, vivo como si fuera un caballero de cuna pobre.
ANA.—No entraré sin vos, señor. No se sentarán a la mesa hasta que hayáis llegado.
SLENDER.—A fe mía, no comeré. Os agradezco, sin embargo, como si comiera.
ANA.—Os suplico, señor, que entréis.
SLENDER.—Me agradaría más pasear aquí. Os doy las gracias. El otrodía, jugando a la esgrima, con espada y daga, con un profesor de armas, me lastimé la cara. Habíamos apostado en tres asaltos un plato de ciruelas guisadas. Desde entonces no puedo soportar el olor de las viandas calientes. ¿Por qué ladran vuestros perros? ¿Hay osos en la ciudad?
ANA.—Pienso que sí, señor. He oído hablar de ellos.
SLENDER.—Me agrada bastante la diversión de cazarlos; pero en ella soy tan pronto en enfadarme como el hombre que más en Inglaterra. Un oso suelto os intimida ¿no es verdad?
ANA.—Ciertamente que sí, señor.