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EL MÁS GRANDE DE LOS HÉROES, FUERZAS DIVINAS, UNA GUERRA SIN IGUAL... Después de Las aventuras de Ulises, Giovanni Nucci nos ofrece esta apasionada y poética historia para que los lectores más jóvenes descubran el fascinante mundo de la mitología griega y el fiero valor del legendario héroe de la guerra de Troya. Aquiles, el de los pies ligeros, es el más fuerte, el más grande de todos los héroes. Vino al mundo marcado por un destino glorioso e irrevocable, y después de ser confiado a la sabia tutela del centauro Quirón, se convirtió en un temible guerrero, listo para hacerse con la victoria más codiciada, aquella de la fama eterna... Pero Aquiles es también un joven mortal, y se dirige hacia su destino intentado vencer temores y dudas. Giovanni Nucci se inspira y sigue fielmente la Ilíada para contarnos las gestas del pélida Aquiles y la guerra más grande de todos los tiempos, en la que intervinieron fuerzas poderosísimas capaces de cambiar la vida de los hombres y el equilibrio del universo. Emocionante y llena de matices, esta historia milenaria habla a los jóvenes de hoy día de la valentía de crecer, el valor del cariño y la alegría de vivir.
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Seitenzahl: 140
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición en formato digital: febrero de 2022
Título original: Achille, il midollo del leone
En cubierta: ilustración de © Carlos Arrojo
© 2020 Giovanni Nucci
First published in Italy by Salani, Milano
Published by arrangement with Walkabout Literary Agency
© De la traducción, Ana Romeral Morero
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Ediciones Siruela, S. A., 2022
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19207-19-7
Conversión a formato digital: María Belloso
Prólogo
PRIMERA PARTE
1
La velocidad
2
Aquiles
Quirón
3
Amistad
Peleo
4
La elección
Tetis
5
Deidamía
Ulises
6
Dédalo, Hércules, Perseo
SEGUNDA PARTE
La guerra
1
Apolo, el del arco de plata
Criseida
Briseida
2
Tetis
Agamenón
3
Paris
Helena
Afrodita, la de las espléndidas vestiduras
4
Diomedes
Ares, el de la mirada de fuego
5
Héctor
Andrómaca
Las piras de cadáveres
6
Fénix
Ulises
Atenea, la de los brillantes ojos
7
Hera, la de los cándidos brazos
Néstor
Zeus, la mente espléndida
8
Áyax
Poseidón, la tierra que tiembla
9
Las armas
Patroclo
El cuerpo muerto
10
La rabia
Los dioses, la guerra
11
El escudo
Hermes, el de las sandalias aladas
Príamo
Epílogo
Nota del autor
A Arturo y a su magnífica velocidad
Y finalmente los barcos griegos llegaron a orillas del mar Egeo, en el estrecho del Helesponto, frente a la ciudad de Troya. Estaba a punto de dar comienzo la más grande de las batallas de todos los tiempos: nadie se podía imaginar que aquella contienda pondría fin a la edad heroica. Y que de la narración de aquella batalla, la primera de todas las narraciones, vendrían después el resto de las historias.
Zeus es la justicia, la paz y la guerra; es el cielo, el granizo, el polvo y la sequía; es el agua que rompe el dique. Y es la imaginación: una inteligencia ilimitada, repleta de amor y pasión, que contempla todas y cada una de las cosas. Zeus, hijo de Cronos y soberano de los dioses, es el escudo que nos protege o el rayo que nos destruye: es el equilibrio del universo.
Tiene que tenerlo todo controlado, junto a las fuerzas que impulsan ese todo a un lado y a otro, y que mueven el mundo, los planetas, las estrellas, pero también las personas o los animales. Entre las fuerzas impulsoras y la necesidad de un nuevo equilibrio, gracias a la imaginación de Zeus, surgen cosas nuevas y maravillosas.
Cuando llegó el momento en el que el tiempo de los héroes debía terminar, Zeus decidió enamorarse y organizar una boda. Se enamoró de Némesis y trató de conquistarla; se enamoró de Tetis e hizo que se casara con Peleo.
Para Zeus, el amor equivale a todas las posibilidades de su imaginación: por cada nuevo amor, fuga o pasión, habrá en el mundo una nueva criatura, otra inteligencia, una posibilidad distinta. Del amor de Zeus por Némesis resultaría la belleza de una mujer. Del amor de Zeus por Tetis resultaría la velocidad del más grande de todos los héroes.
Némesis es la justicia y la equidistancia, pero también la venganza. Porque para obtener justicia se necesita paz, pero también guerra y, por tanto, venganza.
Tan pronto como vio a Némesis, Zeus decidió que tenía que amarla. Y para ella se imaginó un huevo: Zeus pensó en un huevo que pudiera contener todas las posibles manifestaciones de belleza del mundo, todas las criaturas.
Némesis empezó a escapar, y para escapar mejor se transformó en oca. Entonces Zeus se convirtió en todos los animales. Pero no se trataba solo de una transformación, sino que él mismo se convertía en la manera en la que la belleza del universo se manifiesta en cada criatura.
Águila y cebra, pato, jirafa, esturión, bacteria, hipopótamo, cocodrilo, osa, ciervo, cervatillo, elefante, ñu, león, gacela, rinoceronte, chimpancé, renacuajo, rana, tortuga y babuino, hormiga y hormiguero, medusa, ballena jorobada, virus, anchoa, león y leona, liebre y conejo, dentón, lémur de Madagascar, pez globo, pingüino, oso polar, alce y tiburón, es decir, tiburón blanco y tiburón martillo y, probablemente, todos los demás tipos de tiburón. Se convirtió en todas y cada una de las criaturas del universo hasta convertirse en cisne. En ese momento Némesis se detuvo, él la alcanzó y entonces se enamoraron.
Némesis puso un huevo, e inmediatamente Hermes lo cogió y se lo llevó a Leda, que ya estaba embarazada de gemelos. Cuando Leda dio a luz, también el huevo se rompió, y fue así como nacieron Cástor y Pólux, Clitemnestra y Helena.
Helena era la belleza, cuando la belleza se convierte en esa cosa maravillosa que puede ser una mujer.
Después Zeus se enamoró de Tetis. Tetis era el mar, la suave fluidez incontenible del agua, y su maravillosa ligereza. Hija de Océano y nereida del mar, Tetis era hermosa, tanto que su belleza se infiltraba en el alma, llenando cada espacio.
Zeus se enamoró, pero Prometeo, encadenado a las rocas de Atlante, ya le había dicho que el hijo de Tetis superaría sin duda en grandeza a su padre. Así que decidió que no debía poseerla. El señor de los dioses sabía muy bien cómo es eso de que los hijos se vuelven más fuertes que los padres: es lo que había pasado cuando Cronos había ocupado el lugar de Urano; y cuando él mismo había ocupado el lugar de Cronos. Así que ahora sería mejor que el hijo de Tetis tuviera un padre mortal. Por muy fuerte, veloz e imbatible que fuera, el hijo de Tetis, en algún momento, moriría.
Zeus se imaginó que la belleza de una mujer y la maravillosa velocidad de un héroe eran un buen modo de terminar la estirpe de los héroes y restablecer el equilibrio en el universo. Así que dejó que fuera Peleo el que se enamorara de Tetis y el que quisiera conquistarla, y organizó su boda.
Aquiles era veloz, y su velocidad era magnífica.
No solo era veloz por cómo corría o por su rapidez a la hora de atacar. Aquiles también era rápido de pensamiento, en su manera de razonar y reaccionar, era veloz jugando a los dados y tocando la flauta, era veloz incluso cuando miraba a su alrededor. Y también lo era al atacar a sus adversarios.
Aquiles era la velocidad tal como esta se puede encontrar en la naturaleza: inesperada, imprevisible y maravillosa. Era rápido prestando atención a los demás, tratando de satisfacer sus deseos. Rápidamente reconocía el amor y la belleza en aquellos que lo rodeaban, igual de rápido que le inundaba una ira ardiente cuando sentía que había sido víctima de alguna injusticia.
Por lo demás, era tranquilo, casi frío, y silencioso. Le gustaba mantenerse al margen, incluso durante la batalla estaba generalmente quieto. Con la mirada atenta, alerta y salvaje de los animales, permanecía inmóvil, para después, rápido como el rayo, reaccionar.
Pero esta velocidad no era solo eficiente, sino que le permitía ser prácticamente invencible en la batalla. Su velocidad era, sobre todo, hermosa, luminosa, espléndida. De lo veloz que era, Aquiles casi parecía brillar. Y en esto se parecía a los dioses, que pueden permitirse hacer las cosas solo por su belleza.
Aquiles tenía velocidad un poco como Hermes posee la ligereza necesaria para mover las almas, llevar al mundo los pensamientos de Zeus, inventarse el abecedario, las letras, la literatura y las mentiras.
Cuando desembarcaron en las costas de Troya, aún lejos de la batalla, con el ejército troyano esperándolos en la playa para mostrarles todo su poder, Aquiles cogió la lanza y la arrojó con tal precisión y velocidad que nadie logró entender lo que había sucedido. Le bastó con ver a un comandante troyano en la playa, impartiendo órdenes con el escudo colgando del costado, para, desde donde se encontraba su barco, desde la distancia de su velocidad, atravesarlo y matarlo incluso antes de que comenzara la guerra.
Así de veloz era Aquiles.
Así que a Zeus se le ocurrió que Peleo podía conquistar a Tetis. Pero Tetis huía de Peleo como el agua escapa de un recipiente agujereado y se escurre, transformándose y convirtiéndose en otra cosa, cambiando de aspecto, cambiando de humor, cambiando de idea —como solo las mujeres saben y como les es imposible a los hombres impedírselo—. Pero cuanto más huía Tetis más se enamoraba de ella Peleo.
Entonces pidió ayuda a Quirón, que era un centauro, medio hombre medio caballo, con cuatro patas bien plantadas en el suelo, pero con el corazón y la cabeza erguidas hacia el cielo. Inteligente y sabio. Quirón le dijo que la abrazara, que la sujetara y la atara: «Mantenla tanto con amor como con fuerza, pero átala a ti, que no se escurra». Tetis se transformó en fuego, en polvo y en agua, pero él no la soltó hasta que volvió a ser Tetis. Y entonces, finalmente, se enamoraron.
Para asistir a su boda, en presencia de Zeus, llegaron reyes y príncipes de toda Grecia: desde Corinto, Micenas y Atenas, hasta Esparta y Tebas. Aquella sería la última vez que hombres y dioses se sentaran a la misma mesa. Zeus ofició la celebración bendiciendo a los novios, y Poseidón regaló al esposo dos caballos inmortales llamados Balio y Janto. Quirón, por su parte, regaló a Peleo una lanza de fresno: él había talado el tronco, Atenea había tallado el fuste y Hefesto le había acoplado una punta de bronce. Aquella lanza decidiría el destino de la más grande de las batallas de todos los tiempos.
Tetis dio a luz a Aquiles, pero ella era agua, estaba en el agua, y Aquiles no podía vivir con ella. Además, era una diosa, y por tanto inmortal: por muy hermoso y extraordinariamente dotado que fuera su hijo, ella lo vería morir. Intentó de todo para alejar la angustia que le producía la muerte de Aquiles, pero no hubo forma.
La idea de que su hijo muriera le aterraba tanto que pensó que iba a volverse loca. Por mucho que Peleo tratara de tranquilizarla, de convencerla de que aceptara el destino que los dioses habían querido para él, ella no conseguía encontrar la paz.
«Es mejor que desaparezca ya o abandonarlo —decía cada vez— que estar obligados a verlo morir».
Hasta que Peleo pensó que si ella no era capaz de aceptarlo, sería mejor para Aquiles que se criara lejos de su madre.
Tetis dejó a Aquiles con su padre y volvió a las profundidades del mar, dejándose llevar por el agua.
Entonces Peleo se encontró solo con este niño, sin tener ni idea de cómo criarlo. Decidió volver donde Quirón.
Desde que lo salvó de los otros centauros, aquella vez que se perdió en el monte Pelión, Quirón se había vuelto su mejor amigo. Había sido maestro de Jasón, Tesio, Áyax y, obviamente, de Hércules. Así que le pidió que criara e instruyera también a Aquiles.
Quirón contestó a Peleo que dejara a Aquiles con él en el monte Pelión, en su gruta. Le dijo que podía marcharse y volver a por él cuando estuviera preparado. Peleo volvió a Ftía, su ciudad.
Quirón crio a Aquiles en el bosque, en medio de la naturaleza; hizo que creciera lleno de fuerza y determinación, lo educó y cuidó con las mismas atenciones que le habrían dedicado sus padres.
—¿Cuándo volveré con mi padre? —preguntó Aquiles, en cuanto creció lo suficiente como para hablar.
Entonces Quirón cogió el arco y una flecha, y lo tensó con todas sus fuerzas.
—¿Estás listo? —le dijo.
—¿Para qué? —preguntó Aquiles.
—Para correr —le dijo Quirón— y alcanzar la flecha.
Aquiles no dijo nada, estaba acostumbrado a las peticiones de su maestro, y se colocó en posición.
Quirón disparó la flecha, pero Aquiles no la alcanzó.
—Cuando consigas alcanzar la flecha, entonces podrás volver con tu padre.
Aquiles no dijo nada más, no había nada más que decir. Por muy niño que fuera, sabía perfectamente que, con el tiempo, el entrenamiento y las enseñanzas de Quirón, conseguiría alcanzar también aquella flecha.
Antes de nada, Quirón le enseñó el silencio. «Lo más importante —le dijo— es no tener miedo del silencio».
De este modo, lo llevó a un bosque, en lo alto del monte Pelión, y le dijo que escuchara. Y lo dejó solo.
Tenía razón, el silencio asustaba: hacía falta mucho valor para conseguir escuchar, y no solo en un bosque.
Aquiles esperó, sin gritar, sin dejarse llevar por el miedo, dejando que su mente aprendiera poco a poco a controlar lo que estaba sucediendo: al fondo, lejos, había un ruido, el bramido de un ciervo, el viento que movía las copas de los árboles, el crujido de una rama, el paso ligero de un escarabajo entre las hojas. Bastaba escuchar con enorme atención para poder tener controlado cada ruido sin dejarse sorprender.
—¿Y hoy? —preguntó Aquiles al día siguiente.
—Hoy —respondió Quirón—, aprenderás a no tener miedo del ruido de la batalla.
Y lo llevó bajo una cascada, donde el torrente más impetuoso caía ensordecedoramente por un despeñadero con un fragor constante.
Quirón le enseñó también a enfrentarse a las fieras feroces, haciéndole luchar con osos, leonas y linces de la montaña. Le habría dejado que usara el hierro de las espadas y el bronce de las flechas como si fueran juguetes, pero primero le enseñó a probar su propia fuerza permaneciendo en silencio o ahogando el ruido con un grito aún más fuerte. Y luego le enseñó la velocidad.
De vez en cuando tensaba la flecha en su arco:
—¿Estás listo? —le decía.
Aquiles se ponía en posición y él disparaba. Aquiles no conseguía alcanzarla, así que le hacía perseguir a los ciervos y caballos más rápidos de todo el Pireo.
Y cuando le pareció que había mejorado, le dijo:
—Ven conmigo, ha llegado el momento de aprender la ligereza.
—¿Qué ligereza? —preguntó Aquiles.
—Esta —le dijo y señaló el río.
Era invierno, temprano por la mañana, hacía frío y una capa de hielo cubría el agua del río.
—Tienes que correr —le dijo— sin romper el hielo.
Aquiles se mojó.
Cada vez que Aquiles fallaba, Quirón no decía nada y lo atendía con el mismo cuidado que cuando tenía éxito en sus hazañas: sabía perfectamente que no se puede explicar nada más de aquello que nos enseña el fracaso. Nunca había dejado de apoyarlo, ni siquiera cuando sus errores habían sido estúpidos, previsibles, fáciles de evitar. Pero, al mismo tiempo, nunca le había permitido buscar refugio en justificación alguna. Si se había equivocado, se había equivocado. Debía aceptar su error y, después, corregirse.
Por la noche lo esperaba, listo para curar sus heridas. Y le explicaba medicina, hierbas y curas, cómo ocuparse de los compañeros heridos, cómo ayudar al cuerpo con medicamentos y al alma con palabras.
Después, mientras preparaba la cena, Quirón le hablaba de la estrategia de las grandes batallas, explicándole cómo luchaban los licios, los fenicios o los troyanos de Asia, lo fuertes y despiadados que eran los soldados espartanos, las técnicas de guerra que usaban normalmente en Corintio, el orgullo de los atenienses en la batalla, la soberbia de los tebanos.
Le hablaba de la grandeza de Ares, de sus historias de amor y de sus furibundas batallas; le enseñaba a ver cuánto hay de grande, hermoso y luminoso en el dios de la guerra y en las guerras, y cuánta fuerza y determinación hacen falta para entrar en batalla.
Y luego tocaba para él. Tocaba la flauta y le enseñaba a tocar la cítara.
—La música —le explicó Quirón— es el punto más cercano a los dioses al que un hombre puede llegar. La armonía de la música es la armonía del universo que muestra toda su belleza. Si cuando cantas, cuando tocas, sabes que simplemente eres un instrumento a través del cual la belleza llega al mundo, conseguirás hallar la paz incluso en los momentos más difíciles.
Le mostró la fuerza de los elementos, cómo la naturaleza no se mide con el pensamiento y no se controla con la inteligencia. Lo llevó a saltar fosos, atravesar llamas, detener un caballo a galope o a correr colina abajo desde lo alto de una montaña. Pero antes de eso le enseñó la importancia de la ley de Zeus, el respeto, y la fuerza que puede tener un hombre cuando sabe reconocer en qué parte del mundo residen los dioses. Luego volvía a tensar su arco y le hacía perseguir la flecha y correr por el río helado.
Una noche, Quirón fue a despertar a Aquiles y este se puso en pie rápido y aguerrido.
—No —le dijo—, esta noche nada de competiciones o combates.
Y lo llevó fuera. Se adentraron en el bosque y caminaron hasta llegar a un claro que se abría entre la oscuridad de los árboles. Quirón se tumbó en medio del prado.
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