Y fundaremos la ciudad más grande del mundo - Giovanni Nucci - E-Book

Y fundaremos la ciudad más grande del mundo E-Book

Giovanni Nucci

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Beschreibung

La historia de la fundación de Roma a través de sus mitos más hermosos y fascinantes. Este libro se despliega a lo largo de un hilo narrativo que une las aventuras de los personajes mitológicos que contribuyeron a la existencia de Roma: Eneas y su viaje en busca de una ciudad que fundar, la guerra para conquistar el Lacio, los dioses —Marte, Venus y Saturno— que la apadrinaron, los seres agrestes que poblaban los bosques en los que se alzaría —Fauno, Pomona, Hércules y Vertumno— y los personajes reales que realmente la fundaron, como Rómulo, el primer rey, y Numa, el rey sabio. Una mezcla de historia, leyenda, mitos, fábulas y aventuras en un cuento largo que nos lleva de la destrucción de Troya a la fundación de «la ciudad más grande del mundo». Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

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Edición en formato digital: marzo de 2023

Título original: E fonderai la città più grande del mondo

En cubierta: ilustración de © Carlos Arrojo

© Giovanni Nucci, 2010

Publicado originalmente en Italia por Feltrinelli, Milán

Publicado por acuerdo con Walkabout Literary Agency

© De la traducción, Ana Romeral Moreno

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19553-97-3

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

PRÓLOGO: Julio César y el cielo de Roma

PRIMERA PARTE: El viaje de Eneas

Anquises, príncipe de Troya

La destrucción de Troya

La bellísima Helena

Eneas

Dido, el amor

Sibila de Cumas

SEGUNDA PARTE: El Lacio

Latino, el rey

Acoged a los forasteros

Pico, Circe y Canente

Juno, la que siembra discordia

Hércules y Caco

El alfabeto de Evandro

TERCERA PARTE: Rea Silvia

Rea Silvia, la princesa vestal

Numitor, Amulio y el testamento de Proca

Pomona y Vertumno

Marte, el fuego y la guerra

Amulio, el tirano

Flora, la paz y la primavera

CUARTA PARTE: Roma, 753 a. C.

Fáustulo, el pastor

Rómulo y Remo

La conquista de Alba Longa

Roma

El pomerio

Júpiter en el Capitolio

EPÍLOGO: Julio César y las sardinas de Numa

 

A mi madre, que me llevó de la mano

A Émile, que me llevará a hombros

PRÓLOGOJulio César y el cielo de Roma

Julio César miró al cielo y le pareció que Roma tenía una luz maravillosa. Nunca había visto una luz tan hermosa en ningún otro lugar. Y eso que los últimos veinte años los había pasado recorriendo buena parte del mundo conocido.

Se emocionó al ver la inmensidad de esa ciudad. Y al recordar que siempre se la había imaginado así: destinada exactamente a aquella grandeza.

Julio César era el jefe militar más talentoso de todos los tiempos y se estaba preparando para su último triunfo. Una vez más, había regresado vencedor. Vencedor de la guerra civil contra Pompeyo y los enemigos que en el Senado y en la República habían confabulado contra él.

El pueblo, el pueblo que siempre le había amado más que nadie en el mundo y por el cual él había luchado, ahora lo festejaba acompañándolo en su triunfo por la ciudad. Al finalizar aquel glorioso recorrido por sus calles subiría al Capitolio, al enorme templo dedicado al padre de todos los dioses. Y ofrecería a Júpiter las armas del enemigo al que acababa de vencer. Ahora el pueblo lo alababa como si fuera un dios. En varias ocasiones, durante el triunfo, alguno lo había llamado rey. «¡La corona, la corona!», habían gritado los romanos.

Eso, naturalmente, le asustaba. Porque desde hacía casi quinientos años ningún romano había vuelto a ser llamado rey. Ahora, en Roma había una república. Y sus enemigos del Senado lo acusaban precisamente de eso, de querer convertirse en un nuevo rey.

Y esto Julio César lo tenía claro: no era un dios, ni siquiera era un rey. El Estado y la República se regían por un equilibrio muy delicado. Estaba el Senado, con los patricios, padres de la ciudad; y los plebeyos, con los tribunos de la plebe. Estaban los cónsules y los demás magistrados que gobernaban. César conocía muy bien cómo Rómulo, al fundarlo, había pensado y organizado el Estado de manera que ningún hombre acaparara demasiado poder en sus manos durante un periodo de tiempo demasiado largo. Incluso él, el fundador, el primer rey, se había hecho ayudar por el Senado y los tribunos. Y fueron ellos los que elegirían a su sucesor.

En efecto, cuando Rómulo murió, los senadores no supieron muy bien a quién elegir en su lugar. No era tarea fácil sustituir a un rey tan grande y justo como lo había sido Rómulo. Finalmente, eligieron a Numa Pompilio.

Y Julio César llegó a la conclusión de que fue una buena elección. Porque era una persona equilibrada, muy sensata y con un gran sentido religioso. Porque vivía apartado de la frenética vida de la ciudad, no tenía vicios y había demostrado que no sentía demasiado apego ni por el dinero ni por la gloria. Tras años de guerras y conquistas, Numa era precisamente lo que Roma necesitaba. No un jefe militar, sino un rey que otorgara paz y prosperidad a la ciudad, que enseñase a los romanos la humildad necesaria para convertirse en una gran civilización.

¿Y acaso no ocurría ahora lo mismo con la República? Así era: Julio César pensaba que lo que ahora necesitaba Roma era un rey como Numa Pompilio, más que un jefe militar.

Y la cuestión, consideraba él, no era tanto si es mejor la monarquía o la república, sino cómo puede ser de justo y equilibrado un rey o un cónsul. ¿No sería mejor quizá un buen rey que un pésimo cónsul convertido en dictador?

La República, después de quinientos años, se había extendido como ningún otro imperio. Ahora hacía falta un nuevo equilibrio, paz. Él, Cayo Julio César, único cónsul y dictador, ¿sería capaz de proporcionar esa paz a su ciudad?

Julio César sabía perfectamente cómo la grandeza y la inmensidad de la República eran inherentes a la historia de Roma desde sus inicios. Desde su nacimiento, con los héroes que la habían fundado y los dioses que la habían protegido. Julio César pensó en Rómulo y en su hermano Remo. En cuando la loba y el pájaro carpintero les dieron de comer, salvándolos de la muerte. En el rey Pico y en su padre Saturno, en Hércules y en cómo este derrotó al horrible Caco cuando el Lacio estaba habitado únicamente por pastores, y Evandro fue a vivir allí desde Grecia. En Pomona y Vertumno, en Flora y el dios Fauno. En los dioses que gobernaban aquella tierra antes de que Eneas llegara desde Troya gracias a la ayuda de su madre Venus. Pensó en su largo viaje, en sus amoríos con la reina Dido, y en Anquises, padre de Eneas y esposo mortal de la bellísima Venus. Pensó en la guerra que Eneas había librado contra Turno. En el rey Latino y en la boda de Eneas y Lavinia. Pensó en Alba Longa, en el tirano Amulio, en la princesa Rea Silvia y en sus amores con Marte. Pensó en el pastor Fáustulo y en los gemelos que derrotaron a Amulio y fundaron la ciudad más grande del mundo.

Así pues, le parecía evidente: Roma era belleza y guerra.

Cuanto más la miraba, más claro veía cómo todo en aquellas calles, edificios, templos, en el río, en el monte de Jano enfrente del Aventino, en el color del cielo al atardecer, incluso en los puestos del mercado, en el foro, en la manera en la que los mercaderes vendían su mercancía…, todo en Roma estaba impregnado de la belleza de Venus.

Y luego la política, la construcción del imperio, la ley: el Senado, la organización de la República, la red de carreteras que unía cada provincia con la capital, la organización que hacía de Roma una ciudad políticamente perfecta. Los romanos habían adoptado la planificación, la estrategia y la prontitud necesarias para la guerra, y las habían empezado a usar incluso en tiempos de paz. Y para Roma, eso era la política.

Él, Julio César, sí que sabía algo de guerras, de Marte y de su inexplicable fuerza. Y, por tanto, también de política. Efectivamente, la grandeza de Rómulo, el primero de los reyes, había consistido precisamente en haber sabido impedir, gracias a las leyes y la constitución, que las guerras prosiguieran eternamente.

La guerra y la belleza. Marte y Venus.

Y él, Julio César, ¿no era acaso descendiente directo de la mismísima Venus? Su familia descendía de Eneas, hijo de Venus y de Anquises. Y por tanto de Ascanio, llamado Julo, hijo de Eneas y padrino de la gens Julia. Julio César pensó que había algo de divino en su grandeza, así como en la grandeza de la ciudad.

Como gran jefe militar, sabía que ahora, para ganar definitivamente, tenía que llegar hasta el Capitolio, al templo de Júpiter. Y tenía que ofrecer su gloria al dios. Aquella grandeza, su grandeza, no le pertenecía a él, sino a su ciudad: al Senado y al pueblo de la República romana.

Y, antes incluso, a los dioses.

PRIMERA PARTEEL VIAJE DE ENEAS

Anquises, príncipe de Troya

Mucho antes de que Helena fuera raptada por Paris, el príncipe, y de que los griegos marcharan a Troya para dar comienzo a la mayor batalla de todos los tiempos, Anquises, príncipe de Troya, se dedicaba a cuidar del ganado. Es verdad, era el primo del rey Príamo, pero eso tampoco significaba nada. En el fondo, él era pastor, era devoto de Mercurio, y lo que esperaba de la vida era poder casarse y tener una casa, hijos, una familia. No mucho más.

Por eso, cuando vio a aquella bellísima muchacha dirigirse hacia él, Anquises pensó inmediatamente que no era una mujer normal, sino una diosa. Y entonces se inclinó. Porque, como le había explicado su padre, y como él enseñaría a su hijo, hay que inclinarse siempre cuando se está en presencia de un dios. Hay que saber reconocer a los dioses y después inclinarse para ofrecerles sus merecidos respetos y pedirles las merecidas bendiciones.

El caso es que aquella muchacha le pareció una auténtica diosa, incluso llegó a preguntarse si se trataría de Diana, la del arco de plata, que ama a los perros y la caza, o de una ninfa de los bosques. O si no de Minerva, inteligentísima señora de la guerra y de la estrategia. Por lo luminoso y dulce que le pareció su rostro, por la dulzura que manaba de sus ojos, por lo sumamente hermoso que vio su cuerpo, aquella muchacha tenía que ser una diosa.

Por eso se inclinó y le pidió su bendición:

—Dulce diosa, te lo ruego, bendice a este pobre pastor, ilumina mi vida, dime que tendré esposa e hijos, dime que mis descendientes serán honrados en Troya como valerosos soldados o nobles ciudadanos.

Ella se quedó mirándolo y, casi intimidada por las palabras de ese príncipe troyano, respondió:

—No soy una diosa, sino una mujer mortal, hija de Otreo, rey de Frigia. Mercurio me ha pedido que acudiera a Anquises, príncipe de todos los troyanos, para ser su esposa.

A Anquises le pareció increíble poder enamorarse de una princesa de Frigia. La cogió y la llevó a su casa. Nunca habría imaginado que su mujer pudiera ser tan hermosa, noble y parecida a una diosa.

Sí, porque la joven muchacha que a Anquises le había parecido tan similar a una diosa era realmente una diosa. Venus, para ser exactos. Lo había engañado. Quizá precisamente imbuida por Mercurio, dios de los poetas y de los fingidores, Venus había mentido a Anquises diciéndole que era lo que no era: una simple princesa.

Y todo esto porque el gran Júpiter, que gobierna y domina el cielo y la tierra, había decidido que también Venus debía saber lo que era enamorarse de un mortal.

Para un dios, amar a una diosa o a una ninfa, o a cualquier otro ser inmortal, era seguir el curso normal de los acontecimientos. Pero enamorarse de un mortal implicaba una serie infinita de complicaciones. Mientras que para los hombres amarse entre sí significaba crear vínculos, tener hijos, formar una familia…, sin embargo, para los dioses no era lo mismo. Cuando un dios amaba a una mujer mortal, podía nacer un niño mortal. Esto, para los dioses, era fuente de angustia y preocupación: significaba tener que inmiscuirse en la vida de los hombres, tratar de modificar su destino, interferir en el trascurso normal del tiempo. Encontrar el modo de que su hijo mortal pudiera tener una vida de dios.

Y la culpa de todo eso, en la mayoría de los casos, la tenía Venus. Es decir, cuando un dios amaba a una mujer o una mujer amaba a un dios era porque Venus así lo había querido, o simplemente pensado. Bastaba con que la diosa de las espléndidas vestiduras pasara por allí para que los prados se volvieran verdes, las flores se abrieran y la pasión se encendiera. Para que los hombres, los dioses y los animales del mundo se amaran.

Así pues, Venus solía presumir de haber despertado la pasión en muchos de los dioses del Olimpo. Y estos se habían enamorado de mujeres o de hombres mortales. Venus se había jactado de aquello, se había burlado de todos ellos: ella era la única que jamás había amado a un mortal.

Por eso Júpiter decidió encender en ella la pasión hacia el joven Anquises. Era una especie de castigo. Ahora también Venus sabría lo que aquello significaba. Y aunque esta no dejara de encender la pasión de los dioses por los hombres, al menos dejaría de jactarse de ello.

Por tanto, Venus se dirigió hacia Troya para amar a Anquises. Seguramente antes se refugiaría en la isla de Chipre para darse unos baños reconstituyentes y ungirse con aceites perfumados, adornarse con joyas de oro y vestirse con valiosos vestidos. Y finalmente iría a conquistar a Anquises. Él la amó desde el primer instante.

Después de una noche de amor, Venus se dio a conocer al príncipe troyano. Y él se asustó mucho. Aunque desde el primer momento hubiera intuido que era una diosa y no una mujer normal, aunque ya lo hubiera pensado, cuando Anquises comprendió que había pasado la noche con Venus se acobardó. Además, Venus le advirtió de que no se lo contara a nadie. Y mientras se lo decía, era mucho más aterradora y severa de lo tierna que había sido con él durante la noche. Y es que nadie debía saberlo.

De nuevo, Anquises se inclinó y le rogó a la diosa que no lo dejara vivir en medio de los hombres: «… porque quien ha compartido cama con una diosa no podrá llevar una vida feliz». Anquises sabía muy bien que el destino de los hombres debe ser diferente al de los dioses. Pero Venus lo tranquilizó.

—No temas, joven Anquises. Tu vida será feliz igualmente: tendrás un hijo mío, se llamará Eneas y su destino será glorioso. Será bello y fuerte como un héroe, y similar a un dios. Tú lo llevarás contigo a la ciudad de Troya. Y cuando alguien te pregunte quién es la madre de tu hijo, deberás responder que es hijo de una ninfa de los montes.

Anquises miraba a Venus, a sus ojos luminosos, a su cuello tan largo y noble. Apenas podía oír lo que le decía, pensando en la noche que acababan de pasar: él junto a la diosa de la belleza y de la pasión amorosa.

Venus le tomó el rostro con una caricia y lo miró fijamente a los ojos:

—Pero no vaya a ocurrir, noble Anquises, que, quizá por presunción, o mareado por el vino, vayas por ahí contando que pasaste una noche de amor con Venus, la de la hermosa corona. Si alguna vez desvelaras nuestro secreto, no te extrañe si Júpiter te alcanza con un rayo.

Quizá Venus supiera lo difícil que le iba a ser a Anquises guardar ese secreto. Y no poderle contar a nadie que era el único hombre mortal que había amado a Venus. ¿Por eso fue por lo que la diosa que ama la sonrisa le advirtió?

Y, en efecto, algo se le tuvo que escapar a Anquises, porque Júpiter lo alcanzó con un rayo y lo dejó cojo.

La destrucción de Troya

Eneas se despertó de golpe, sin llegar a comprender qué había pasado. ¿Un ruido? ¿Una violenta explosión? ¿Un terremoto? Había algo que no iba bien, pero no lograba entender qué. Trató de aclararse las ideas, de despertarse. Pero más que otra cosa, sentía miedo.

Entonces recordó las imágenes que acababa de soñar. Héctor, con la armadura de Aquiles chorreando sangre y gritando: «¡Escapa, Eneas! ¡Escapa! No sigas esperando a que tu ciudad arda».

Pero ¿qué quería decir aquel sueño? ¿Por qué Héctor se había dirigido a él? ¿Y por qué estaba vestido con la armadura de Aquiles?