LAS AVENTURAS DE CONAN EL BÁRBARO - ROBERT E. HOWARD - E-Book

LAS AVENTURAS DE CONAN EL BÁRBARO E-Book

Robert E. Howard

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«Las aventuras de Conan el Bárbaro» recoge cinco cuentos de Robert E. Howard en donde nos presenta a este entrañable personaje en diferentes etapas de su vida, desde sus comienzos en «La Torre de Elefante» hasta verlo como el gran rey de Aquilonia en «El fénix en la espada». Conan, apodado el León de Cimmeria, se enfrentará a sus enemigos con la agilidad y la fuerza de un felino, y derrotará a criaturas que incluso él creyó inexistentes. Una edición infaltable para los amantes de la fantasía

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Colección Crónicas de héroes y titanes

Título original: The Tower of the Elephant, A Witch Shall Be Born, Beyond the Black River, The Phoenix on the Sword, The Scarlet Citadel

Autor: Robert E. Howard

HISTORIA DE LA PUBLICACIÓN

Robert E. Howard empezó a lanzar sus cuentos en la revista Weird Tales en 1926, famosa por publicar fantasía y terror. En 1932 publicó El fénix en la espada, en donde apareció por primera vez su personaje más reconocido, Conan el barbaron. En 1933 publicó La ciudad escarlata y La Torre de Elefante, en 1934 Nacerá una bruja y en 1935 Más allá del rio Negro.

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-61-3

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Coordinador de colección: María Fernanda Medrano Prado

Adaptación y traducción: Ana Rodríguez S

Corrección de estilo: Tatiana Jiménez

Corrección de planchas: Alvaro Vanegas @alvaroescribe

Maqueta e ilustración de cubierta: David Avendaño @art.davidrolea

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

La Torre del Elefante

Capítulo i

Las antorchas resplandecían lóbregamente en las fiestas del Maul, donde los ladrones del este celebraban el carnaval por la noche. En el Maul podían divertirse y hacer todo el ruido que quisieran, puesto que las personas decentes evitaban esos barrios y los guardianes, bien pagados con monedas de todas clases, no interferían en sus diversiones. A lo largo de las callejuelas tortuosas y sin empedrar, llenas de basura y de charcos fangosos, los borrachos caminaban tambaleándose y gritando con estrépito. El acero relucía en las sombras de donde provenían las risas estridentes de las mujeres y los ruidos de escaramuzas y peleas. La pálida luz de las antorchas se reflejaba a través de las ventanas rotas y de las puertas abiertas de par en par, y en el exterior, el olor a rancio del vino y de los cuerpos sudorosos, el clamor de los bebedores que golpeaban las duras mesas con los puños y cantaban canciones obscenas, sorprendían como una bofetada.

En una de estas guaridas, la alegría atronaba hasta el techo bajo manchado de humo, donde se reunían bribones de todo tipo que lucían toda clase de andrajos y harapos; había rateros furtivos, raptores lascivos, ladrones de dedos ágiles, bravucones jactanciosos con sus mozas y mujeres de voces estridentes vestidas con ropas no menos chillonas. Los bribones del lugar eran en su mayoría zamorios de piel oscura y ojos negros, con dagas en sus cintos y astucia en los corazones. Pero también había allí lobos de varios pueblos extranjeros. Llamaba la atención un gigante hiperbóreo renegado, taciturno, peligroso, con un sable colgando de su lúgubre y feroz cuerpo, puesto que los hombres llevaban el acero sin disimulo en el Maul. Había también un falsificador shemita, de nariz ganchuda y barba rizada de color negro azulado. Un poco más allá, una moza brythunia de mirada descarada sentada sobre las rodillas de un hombre de Gunderland de cabello leonado, se trataba de un mercenario errante, un desertor de algún ejército derrotado. Y el obeso y grosero bribón, cuyas bromas procaces eran motivo de regocijo general, era un secuestrador profesional que había venido de la lejana tierra de Koth para enseñar a los zamorios a raptar mujeres, si bien estos conocían mucho mejor este arte de lo que aquel hombre podría saber jamás. El kothiano hizo una pausa en la descripción de los encantos de una de sus posibles víctimas y se llevó a la boca una enorme jarra de cerveza espumeante. Luego se lamió los gruesos labios y dijo:

—Por Bel, dios de los ladrones, que voy a enseñarles cómo se roba una mujer; estará del otro lado de la frontera de Zamora antes del amanecer y allí habrá una caravana esperándola. Un conde de Ofir me prometió trescientas piezas de plata por una esbelta joven brythunia de buena familia. Estuve vagando varias semanas por las ciudades fronterizas, donde me hacía pasar por mendigo, hasta que encontré una que valiera la pena. ¡Ah, es un hermoso equipaje!

Cuando terminó de decir esto echó al aire un beso lascivo.

—Conozco lores de Shem que darían por ella el secreto de la Torre del Elefante —dijo volviendo a su cerveza.

Alguien tiró de la manga de su túnica y el hombre giró la cabeza, frunciendo el entrecejo por la interrupción. Vio entonces a un joven alto y corpulento que se encontraba de pie a su lado. El desconocido estaba tan fuera de lugar en ese antro como un lobo gris entre las ratas de las cloacas. Su pobre y raída túnica dejaba ver las fornidas líneas de su fuerte cuerpo, sus anchos y recios hombros, el pecho macizo, la fina cintura y los brazos fuertes y musculosos. Su piel estaba bronceada por soles remotos, sus ojos eran azules y fogosos, y una desgreñada melena negra coronaba su amplia frente. De su cinto colgaba una espada dentro de una vieja vaina de cuero. El hombre de Koth retrocedió de manera involuntaria porque quien había tirado de la manga no pertenecía a ninguna de las razas civilizadas que conocía.

—Has mencionado la Torre del Elefante —dijo el forastero en lengua zamoria con un acento que parecía del extranjero—. He oído muchas cosas acerca de esa torre. ¿Cuál es su secreto?

La actitud del muchacho no parecía amenazadora y el valor del kothiano había aumentado por efectos de la cerveza y la manifiesta aprobación del público. El hombre lo miró henchido de vanidad.

—¿El secreto de la Torre del Elefante? —exclamó—. Bueno, cualquier imbécil sabe que el sacerdote Yara vive allí con la enorme joya llamada Corazón de Elefante, ese es el secreto de su magia.

El bárbaro estuvo callado un momento asimilando estas palabras.

—Yo he visto esa torre —dijo—. Está en un enorme jardín situado en lo alto de la ciudad y rodeado de elevadas murallas. No he visto guardianes. Las murallas parecían fáciles de escalar. ¿Por qué nadie ha robado esa misteriosa piedra preciosa?

El hombre de Koth se quedó boquiabierto ante la ingenuidad del muchacho y se echó a reír a carcajadas, a las que se sumaron todos los presentes.

—¡Escuchen a este pagano salvaje! —vociferó—. ¡Pretende robar la joya de Yara! ¡Escucha, muchacho! —dijo dirigiéndole una mirada siniestra—, supongo que eres una especie de bárbaro del norte.

—Soy cimmerio —respondió el forastero con tono poco amistoso.

La respuesta y el modo en que lo dijo no significaban casi nada para el hombre de Koth; se trataba de un remoto reino del sur, en las fronteras de Shem, y él solo conocía vagamente a las razas del norte.

—Entonces presta atención y aprende, muchacho —dijo apuntando con su jarra de cerveza al desconcertado joven—. Debes saber que en Zamora, en especial en esta ciudad, hay más intrépidos ladrones que en cualquier otro lugar del mundo, incluido Koth. Si algún mortal hubiera sido capaz de robar la piedra preciosa, puedes estar seguro de que habría desaparecido hace mucho tiempo. Tú hablas de escalar las murallas, pero tan pronto lo hicieras, desearías irte de inmediato. Por una buena razón, por la noche no hay guardianes, es decir, guardianes humanos en los jardines. Pero en el cuarto de guardia, en la parte inferior de la torre, hay hombres armados y, aun si lograras escabullirte entre los que rondan por los jardines de noche, tendrías que eludir a los soldados porque la gema está guardada en algún lugar de la parte superior de la torre.

—Pero si alguien consiguiera atravesar los jardines —arguyó el cimmerio—, ¿por qué no iba a poder llegar hasta la gema por la parte superior de la torre, eludiendo de ese modo a los soldados?

El hombre de Koth lo miró atónito una vez más.

—¡Oigan lo que dice! —gritó en tono burlón—. Este bárbaro debe de ser un águila capaz de volar hasta el borde enjoyado de la torre, que se halla a tan solo cincuenta metros de altura y que tiene paredes más lisas y resbaladizas que el cristal pulido.

El cimmerio miró furioso a su alrededor, molesto por las carcajadas burlonas con que los presentes acogieron estas palabras. Él no veía nada gracioso en eso y era demasiado ajeno a la civilización para comprender la falta de cortesía. Los hombres civilizados son menos amables que los salvajes porque saben que pueden ser más descorteses sin correr el riesgo de que les partan la cabeza. Estaba desconcertado y contrariado, y habría salido corriendo de allí, avergonzado, pero el kothiano decidió seguir mortificándolo.

—¡Ve, ve! —gritó—. ¡Cuéntales a estos pobres hombres, que han sido ladrones desde antes que a ti te engendraran, diles cómo robarías tú la piedra!

—Siempre hay alguna manera de hacerlo, si el deseo está unido al valor —contestó el cimmerio en tono tajante y lleno de rabia.

El hombre de Koth lo tomó como un insulto personal y se puso rojo de ira.

—¡Cómo! —bramó—. ¿Te atreves a enseñarnos nuestro oficio y a insinuar que somos unos cobardes? ¡Vete! ¡Fuera de mi vista! —gritó empujando al cimmerio con violencia.

—¿Primero te burlas de mí y ahora me pones las manos encima? —dijo el bárbaro con tono crispado; lo invadió la cólera y devolvió el empujón con un manotazo que hizo caer de espaldas sobre la mesa al hombre que lo molestaba.

La cerveza se derramó sobre la cara del kothiano y este desenvainó la espada, hecho una furia.

—¡Perro pagano! —vociferó—. ¡Te voy a arrancar el corazón por esto!

El acero centelleó y los presentes se apartaron rápida y desordenadamente. En su desbandada, tiraron la única vela que había allí y la guarida quedó a oscuras; se oyó el ruido de bancos rotos, los pasos rápidos de la gente que huía, gritos y blasfemias de individuos que tropezaban y caían encima de otros, y un estruendoso grito de agonía que cortó el alboroto como un cuchillo. Cuando encendieron la vela de nuevo, la mayor parte de los asistentes huyeron por las puertas y ventanas rotas, y los demás se apretujaban detrás de los barriles de vino y debajo de las mesas. El bárbaro había desaparecido; el centro de la habitación estaba desierto, con excepción del cuerpo apuñalado del hombre de Koth. El cimmerio lo mató en medio de la oscuridad y la confusión, con el infalible instinto de los bárbaros.

Capítulo II

Las pálidas luces y el jolgorio de los borrachos se desvanecían detrás del cimmerio. El joven se quitó la túnica desgarrada y caminó desnudo por las callejuelas oscuras sin más atuendo que el taparrabo y las sandalias atadas con correas a sus piernas. Se movía con la suave agilidad natural de un tigre y sus músculos acerados se marcaban como ondas bajo la piel bronceada. Llegó al sector de la ciudad reservado a los templos. Por todas partes brillaban a la luz de las estrellas las níveas columnas de mármol, las cúpulas doradas y los arcos plateados, los altares de los innumerables y extraños dioses de Zamora. El muchacho no pensó mucho en esos dioses; sabía que la religión de los zamorios, como todo lo que se refería a un pueblo civilizado y asentado desde hace mucho tiempo en el lugar, era intrincada y compleja, y había perdido en gran medida su prístina esencia original en medio de un laberinto de fórmulas y rituales. Estuvo muchas horas en cuclillas en los patios de los filósofos, escuchando los razonamientos y discusiones de teólogos y maestros, y se había ido de allí confuso y perplejo, con una sola idea clara: que estaban todos locos.

Sus dioses eran simples y comprensibles; Crom era su jefe y vivía en una gran montaña, desde donde enviaba condenaciones y muerte. Era inútil invocar a Crom porque era un dios tenebroso y salvaje que odiaba a los débiles; pero infundía valor a los hombres en el momento de nacer, así como la voluntad y el poder de matar a los enemigos, lo que, para la mentalidad del cimmerio, era lo único que cabía esperar de un dios. Las sandalias del joven no hacían ruido al caminar por el reluciente empedrado. No había guardianes, porque hasta los ladrones del Maul evitaban los templos, pues se sabía que caían extrañas maldiciones sobre los violadores. Delante de él, recortada contra el cielo, Conan vio la Torre del Elefante. Se preguntó asombrado por qué le habrían dado ese nombre. Nadie parecía saberlo. Nunca había visto un elefante, pero tenía la vaga noción de que se trataba de un animal monstruoso, con una cola delante y otra detrás. Eso, al menos, fue lo que le dijo un shemita errante, que le juró que había visto miles de animales como esos en la tierra de los hirkanios, pero era bien sabido lo mentirosos que son los hombres de Shem. De todos modos, no había elefantes en Zamora.

La torre resplandecía con un fulgor tenue bajo el cielo nocturno. A la luz del sol, en cambio, su brillo era tan deslumbrante que pocas personas podían soportarlo, se decía que estaba hecha de plata. Era redonda, en forma de un cilindro fino y perfecto, de casi cincuenta metros de altura, y su borde brillaba a la luz de las estrellas debido a las enormes joyas que lo adornaban. La torre se alzaba entre los árboles exóticos y cimbreantes de un jardín situado a gran altura. Había una gran muralla alrededor de este jardín y por fuera un terreno intermedio rodeado por un muro. No se veía ninguna luz; parecía que la torre no tuviera ventanas, al menos por encima del nivel de la muralla interior. Tan solo las gemas de la cúpula brillaban con un resplandor helado bajo el firmamento. Los matorrales cubrían parte de la muralla exterior, de menor altura. El cimmerio se acercó al paredón y lo midió con la mirada. Era alto, pero él podría saltar y alcanzar el borde con los dedos. Luego sería un juego de niños tomar impulso y pasar al otro lado, y no tenía ninguna duda de que podría saltar la muralla interior de la misma manera. Pero vaciló al pensar en los extraños peligros que, según se decía, le esperaban a quien entrara allí. Esa gente le resultaba extraña y misteriosa; no eran de raza y ni siquiera tenían la misma sangre que los brithunios más occidentales, los nemedios, los kothios y los aquilonios, de cuyas culturas y misterios había oído hablar. Los zamorios, en cambio, eran un pueblo muy antiguo y, por lo que pudo apreciar, muy maligno.

Pensó en Yara, el sumo sacerdote que condenaba a los hombres y lanzaba extrañas maldiciones desde su enjoyada torre, y se le pusieron los pelos de punta al recordar la leyenda que le contó un paje ebrio de la corte, según la cual, Yara se había reído en la cara de un príncipe hostil y alzó delante de él una gema resplandeciente y maligna de la que emergieron unos rayos cegadores que envolvieron al príncipe; este cayó al suelo dando un grito y quedó reducido a un marchito bulto oscuro que se convirtió en una araña negra, y, cuando esta trató de huir enloquecida, Yara la aplastó con el pie.

El sacerdote no salía con frecuencia de su torre mágica y cuando lo hacía era para lanzar una maldición y hacer el mal a algún hombre o pueblo. El rey de Zamora le temía más que a la muerte y estaba siempre borracho porque era la única forma de soportar el miedo. Yara era muy viejo; la gente decía que tenía cientos de años y agregaba que viviría por toda la eternidad debido al poder mágico de su piedra preciosa, que los hombres llamaban Corazón de Elefante. Esta era la única razón por la que llamaban Torre del Elefante a su morada. El cimmerio, enfrascado en estos pensamientos, corrió veloz hacia la muralla. Oyó unos pasos quedos dentro del jardín y un sonido metálico de acero, y se dijo que, a pesar de lo que afirmaban, un guardián rondaba por aquellos jardines. Conan esperó para ver si lo oía pasar de nuevo, pero el silencio era total.

Al final, la curiosidad pudo más que él. Dio un ligero salto, apoyó una mano en la muralla y se impulsó hacia arriba. Se tendió de bruces sobre el ancho borde y miró hacia abajo para observar el amplio espacio que había entre las murallas. No vio ningún arbusto, pero notó unas matas recortadas con cuidado cerca de la muralla interior. La luz de las estrellas alumbraba el parejo césped y se oía el rumor de una fuente.

El cimmerio se dejó caer con sigilo hacia el interior y desenvainó la espada mirando en todas direcciones. Se estremeció de miedo, como todos los salvajes cuando se ven sin protección bajo la desnuda luz de las estrellas, y avanzó con paso ligero hacia la curva de la muralla, pegado a su sombra, hasta que se encontró frente al matorral que había visto antes. Entonces corrió rápido hacia allí y casi tropezó contra un bulto que estaba entre los arbustos. Una rápida mirada en todas direcciones le aseguró que no había ningún enemigo a la vista; entonces se agachó para investigar. Sus agudos ojos le permitieron descubrir, aun en la tenue luz de las estrellas, a un hombre corpulento que llevaba una armadura plateada y el casco con penacho de la Guardia Real de Zamoria. Junto a él había un escudo y una lanza, y se dio cuenta de inmediato de que el hombre fue estrangulado. El bárbaro miró preocupado a su alrededor. Supo enseguida que aquel sujeto debía ser el guardia que oyó pasar desde su escondite. En ese breve intervalo de tiempo unas manos anónimas emergieron de la oscuridad para quitarle hasta el último hálito de vida al soldado.

Aguzando la vista en la penumbra, vio que alguien se movía entre los arbustos próximos a la muralla. Se dirigió hacia allí empuñando la espada. No hizo más ruido que el que hubiera hecho una pantera que acechara furtivamente en la noche, pero, a pesar de ello, el hombre al que seguía lo oyó. El cimmerio alcanzó a ver un enorme cuerpo cerca de la muralla y se sintió aliviado al comprobar que al menos era una figura humana; entonces el individuo giró rápido sobre sus talones y lanzó un grito de asombro que denotaba pánico, hizo ademán de dar un salto hacia adelante, con las manos extendidas, pero retrocedió al ver el brillo de la espada de Conan. Durante unos segundos llenos de tensión ninguno dijo una palabra, sino que esperaron atentos a lo que pudiera ocurrir.

—Tú no eres soldado —dijo por fin el extraño en voz muy baja—. Tú eres un ladrón igual que yo.

—¿Y quién eres tú? —preguntó el cimmerio con un susurro receloso.

—Soy Taurus de Nemedia.

El joven bárbaro bajó su espada y dijo:

—He oído hablar de ti. Todos te llaman el príncipe de los ladrones.

El extraño le contestó con una risa contenida. Taurus era tan alto como el cimmerio, pero más corpulento; aunque tenía un vientre voluminoso y era gordo, cada uno de sus movimientos denotaba un magnetismo dinámico y sutil reflejado en sus penetrantes ojos que brillaban como centellas, llenos de vida. Iba descalzo y llevaba algo que parecía una cuerda fuerte y delgada enrollada, con nudos distribuidos en forma regular.

—¿Quién eres? —susurró.

—Soy Conan el cimmerio —contestó el joven—. He venido a ver si podía robar la gema de Yara, que todos llaman Corazón de Elefante.

Conan notó que el enorme vientre se sacudía por las risas contenidas del nemedio, pero se dio cuenta de que no eran despectivas.

—¡Por Bel, dios de los ladrones! —dijo Taurus entre dientes—. Yo había pensado que era el único con valor suficiente para intentar este robo. Estos zamorios se consideran ladrones. ¡Bah! Conan, me gusta tu osadía. Nunca he compartido una aventura con nadie, pero por Bel que vamos a intentar esto juntos, si estás de acuerdo.

—Entonces, ¿tú también estás en busca de la gema?

—¿Qué otra cosa podía buscar? He estado trazando mis planes durante meses, pero me parece que tú, en cambio, has actuado en forma impulsiva, amigo.

—¿Fuiste tú quien mató al soldado?

—Por supuesto. Me arrastré por la muralla cuando él estaba en el otro extremo del jardín. Al momento de esconderme entre los matorrales me oyó, o creyó haber oído algo. Justo cuando cometió el error de venir hacia mí, fue muy fácil ponerme detrás de él y apretarle el cuello por sorpresa, asfixiándolo hasta que exhalara el último suspiro de su necia vida. Era, como casi todos los hombres, medio ciego en la oscuridad.

—Pero cometiste un error —dijo Conan.

Los ojos de Taurus se encendieron de cólera cuando dijo:

—¿Un error?, ¿yo? ¡Imposible!

—Debiste ocultar el cadáver entre los arbustos.

—El novato pretende enseñar su arte al maestro. Debes saber que no cambian la guardia hasta pasada la medianoche. Si alguien viene a buscarlo ahora y encuentra su cuerpo, irá a comunicarle de inmediato la noticia a Yara, lo que nos daría tiempo para escapar. Pero si no lo hallan, rastrearán los arbustos y nos atraparán como a ratas en una trampa.

—Tienes razón —admitió Conan.

—Así es. Ahora escucha. Estamos perdiendo tiempo con esta maldita discusión. No hay guardias en el jardín interior, quiero decir guardias humanos, aunque hay centinelas que son mucho más peligrosos. Es su presencia la que me ha detenido durante tanto tiempo, pero al fin he descubierto una forma de burlarlos.

—¿Y qué me dices de los soldados que vigilan en la parte inferior de la torre?

—El viejo Yara vive en las habitaciones superiores. Por ese camino entraremos… y saldremos, espero. No me preguntes cómo. Planeé una forma de hacerlo. Nos introduciremos con sigilo por la parte superior de la torre y estrangularemos al viejo Yara antes de que nos pueda hechizar con alguno de sus condenados maleficios. Al menos lo intentaremos; corremos el riesgo de que nos convierta en arañas o en sapos asquerosos, pero por otro lado tenemos la posibilidad de obtener toda la riqueza y el poder del mundo. Un buen ladrón debe saber correr riesgos.

—Iré hasta donde sea —dijo Conan, quitándose las sandalias.

—Entonces, sígueme.

Taurus terminó de decir esto y se giró, tomó impulso, se aferró a la muralla y saltó. La agilidad de aquel hombre era asombrosa, teniendo en cuenta su tamaño; parecía casi deslizarse hacia el borde del muro. Conan lo siguió y cuando estaban boca abajo sobre el ancho paredón, hablaron en voz baja.

—No veo ninguna luz —dijo Conan entre dientes.

La parte inferior de la torre se parecía mucho a la que se veía desde fuera del jardín: un cilindro perfecto y brillante, que no parecía tener ninguna abertura.

—Hay puertas y ventanas construidas con habilidad —respondió Taurus—. Pero están cerradas. Los soldados respiran el aire que viene de arriba.

El jardín era un vago conjunto de sombras cubiertas de pequeños árboles donde ligeros arbustos se balanceaban sobrios en la oscuridad. El cauto espíritu de Conan sintió el aura amenazadora que se cernía sobre aquel lugar. Percibió la mirada ardiente de unos ojos invisibles y sintió un aroma sutil que le erizó por instinto el pelo de la nuca como a los sabuesos cuando huelen la presencia de su antiguo enemigo.

—Sígueme —susurró Taurus—. Quédate detrás de mí si aprecias en algo tu vida.

Tras extraer de su cinto lo que parecía ser un tubo de cobre, el nemedio se dejó caer de nuevo encima del césped interior. Conan lo seguía de cerca con la espada preparada, pero Taurus lo empujó hacia atrás, contra la pared, y se quedó inmóvil. Estaba en una actitud de tensa expectación y su mirada, al igual que la de Conan, estaba fija en las sombras de los arbustos cercanos. La mata se movía a pesar de que la brisa había dejado de soplar. En ese momento vieron dos enormes ojos resplandecientes entre las sombras ondulantes y detrás de estos vieron otros destellos de fuego en la oscuridad.

—¡Leones! —musitó Conan.

—Sí. De día los encierran en unas cavernas subterráneas que hay debajo de la torre. Por eso no hay guardianes en este jardín.

Conan contó con rapidez los ojos y dijo:

—Yo veo cinco, pero quizá haya más en los matorrales. Nos atacarán de un momento a otro.

—¡Silencio! —dijo Taurus en voz muy baja y se apartó del muro con prudencia, como si estuviera caminando sobre cuchillas, luego alzó un tubo delgado.

De las sombras provenían ruidos sordos y los ojos resplandecientes avanzaban. Conan percibió las inmensas mandíbulas babeantes y las colas que azotaban el aire en todas direcciones. La tensión era insoportable. El cimmerio empuñó la espada, a la espera del inevitable ataque de los gigantescos cuerpos. Entonces Taurus se llevó el extremo del tubo a los labios y sopló con fuerza. Un gran chorro de polvo dorado salió por el otro extremo y se extendió al instante y formó una densa nube de color verde amarillento que cubrió los arbustos y oculto los ojos centelleantes. Taurus corrió apresurado hacia el muro. Conan lo miró sin comprender. La densa nube ocultaba los matorrales y no se oía nada.

—¿Qué es ese polvo? —preguntó el joven, preocupado.

—¡Es la muerte! —siseó el nemedio—. Si se levantara viento y soplara en nuestra dirección, tendríamos que huir saltando la muralla. Pero no, no lo ha hecho y la nube se está disipando. Espera hasta que desaparezca del todo. Respirar ese polvo supone la muerte.

Por fin, quedaron flotando solo unas tenues nubes amarillentas en el aire; cuando desaparecieron, Taurus indicó a su compañero con la mano que avanzara. Se dirigieron con sigilo hacia los arbustos y Conan se quedó boquiabierto. Tendidos en el suelo entre las sombras, yacían cinco cuerpos de color pardo cuya mirada feroz se había extinguido para siempre. Un olor dulzón y empalagoso persistía en el aire.

—¡Murieron sin lanzar un solo rugido! —murmuró el cimmerio—. Taurus, ¿qué era ese polvo?

—Estaba hecho con flores de loto negro, que crecen en las selvas remotas de Khitai, en la que solo habitan los monjes de cráneo amarillo de Yun. Esas flores causan la muerte al que las huele.

Conan se arrodilló al lado de los enormes animales muertos para asegurarse de que no podían hacerle daño. Movió la cabeza pensando que la magia de las tierras exóticas era terrible y misteriosa a los ojos de los bárbaros del norte.

—¿Por qué no matamos a los soldados de la torre de la misma manera? —preguntó el muchacho.

—Porque ese era todo el polvo que tenía. Obtenerlo fue una hazaña que por sí sola hubiera bastado para hacerme famoso entre todos los ladrones del mundo. Lo robé de una caravana que se dirigía a Estigia y me apoderé de él, con su bolsa tejida con hilos de oro, cogiéndola entre los anillos de la inmensa serpiente que lo cuidaba, sin siquiera despertarla. ¡Pero por Bel! ¿Vamos a pasarnos toda la noche hablando?

Entonces se arrastraron entre los arbustos hasta llegar a la fulgurante base de la torre y allí, imponiendo silencio con un gesto, Taurus desenrolló la cuerda de nudos, en uno de cuyos extremos había un fuerte gancho de acero. Conan intuyó cuál era su plan y no hizo ninguna pregunta. Entre tanto, el nemedio cogió la soga a corta distancia del gancho y comenzó a hacerlo girar sobre su cabeza. Conan apoyó su oreja sobre la lisa superficie del muro para ver si escuchaba algo, pero no oyó nada. Evidentemente, los soldados que estaban dentro no sospechaban la presencia de los intrusos, habían hecho menos ruido que el viento de la noche soplando entre los árboles. Sin embargo, el bárbaro sentía un extraño nerviosismo. Tal vez fuera por el olor de los leones, que se percibía en todas partes. Taurus lanzó la cuerda con un movimiento uniforme y ondulante de su fuerte brazo. El gancho trazó una extraña curva, difícil de describir, y desapareció por encima del enjoyado borde. Al parecer quedó bien sujeto, pues los cuidadosos tirones del hombre no consiguieron aflojarlo.

—Suerte al primer intento —murmuró Taurus—. Ahora…

El salvaje instinto de Conan hizo que se girara de súbito; la muerte que estaba encima de ellos era silenciosa. Un vistazo bastó para que el cimmerio viera la gigantesca sombra parda, erguida bajo el firmamento, preparándose para el ataque mortal. Ningún hombre civilizado se habría movido con la rapidez del bárbaro. Su espada centelleó bajo la luz de las estrellas, impulsada por la fuerza y el valor desesperado del joven, y en ese momento el hombre y la bestia rodaron juntos por el suelo. Maldiciendo de modo incoherente para sus adentros, Taurus se agachó para observar los cuerpos y vio que las extremidades de su compañero se movían en un intento por quitarse de encima el enorme peso fláccido sobre su cuerpo. El nemedio miró y vio asombrado que el león estaba muerto, con el cráneo partido en dos. Taurus sujetó el cuerpo del animal y, con su ayuda, Conan lo empujó a un lado y se levantó con su espada manchada de sangre.

—¿Estás herido, amigo? —preguntó Taurus, todavía perplejo por la pasmosa rapidez con la que había ocurrido todo.

—¡Por Crom, no! —respondió el bárbaro—. Pero me libré por poco. ¿Por qué esa maldita bestia no rugió en el momento de atacar?

—Todo es extraño en este jardín —dijo Taurus—. Los leones atacan en silencio, al igual que las otras muertes. Pero sigamos; aunque hemos hecho poco ruido en la pelea, los soldados pueden haber oído algo, a menos que estén dormidos o borrachos. Esa fiera estaba en alguna otra parte del jardín y escapó a la muerte de las flores, pero de seguro ya no hay más animales. Ahora debemos trepar por esta cuerda; imagino que no es necesario preguntar a un cimmerio si puede hacerlo.

—Si resiste mi peso —dijo Conan con un gruñido, mientras limpiaba su espada en la hierba.

—Puede aguantar tres veces mi propio peso —repuso Taurus—. Está hecha con trenzas de mujeres muertas, que yo mismo cogí de sus tumbas a medianoche y que luego sumergí en la mortífera savia del árbol de upas para hacerlas resistentes. Yo subiré primero y luego me seguirás tú de cerca.

El nemedio aferró la soga enganchando una rodilla en ella y comenzó el ascenso; subió como un gato, a pesar de la aparente torpeza de su pesado cuerpo. El cimmerio fue tras él. La cuerda oscilaba y giraba sobre sí misma, pero los hombres siguieron escalando. Ambos habían trepado por lugares más difíciles en otras ocasiones. Veían el resplandor del borde enjoyado de la torre por encima de ellos, que sobresalía un poco de la pared perpendicular; la cuerda colgaba unos cincuenta centímetros a los lados de la torre, lo que facilitaba el ascenso. Continuaron trepando en silencio, veían cómo las luces de la ciudad se hacían más pequeñas a medida que subían y el brillo de las estrellas se atenuaba por el resplandor de las joyas que adornaban el borde del edificio. Por fin Taurus tendió una mano y se aferró al borde, y con un impulso saltó al otro lado. Conan se detuvo un momento en el borde, fascinado por las enormes y frías joyas cuyo fulgor lo deslumbraba. Había diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros, turquesas y piedras de la luna incrustadas como rutilantes estrellas en un cielo de plata luciente. Desde lejos, su brillo se fundía en un solo resplandor blanco, pero ahora, de cerca, centelleaban con un millón de matices que cubrían todo el arcoíris e hipnotizaban al muchacho con sus reverberaciones.

—Aquí hay una fabulosa fortuna, Taurus —susurró el joven.

—¡Apresúrate! Si conseguimos el Corazón, esto y todo lo demás será nuestro —le contestó el nemedio con un gesto de impaciencia.

Conan trepó por el fulgurante borde. El techo de la torre estaba unos metros por debajo del saliente enjoyado. Era plano y estaba hecho de una sustancia de color azul oscuro, amalgamado en oro; el conjunto parecía un enorme zafiro salpicado de brillantes polvos de oro. Del otro lado parecía haber una especie de habitación construida sobre el techo, del mismo material que las paredes de la torre, adornada con figuras hechas con gemas más pequeñas; la única puerta que se veía era de oro macizo con paneles labrados e incrustaciones de piedras preciosas que resplandecían. Conan lanzó una mirada hacia el rutilante océano de luces que se desplegaban a lo lejos y miró a Taurus. El nemedio recogía y enrollaba la soga. Enseñó a Conan el lugar en el que se había enganchado el acero y pudieron ver que la punta había quedado sujeta debajo de una resplandeciente joya en el lado interior del borde.

—Tuvimos suerte una vez más —musitó el hombre—. Era de imaginar que el peso de ambos podría haber destrozado la piedra. Ahora sígueme, que los verdaderos peligros de nuestra aventura acaban de empezar. Estamos en la guarida de la serpiente y no sabemos dónde está escondida.

Atravesaron a rastras la misteriosa y brillante terraza, como tigres detrás de su presa, y se detuvieron delante de la puerta de oro. Con mano cautelosa y hábil, Taurus la empujó un poco y esta se abrió sin ofrecer resistencia; ambos miraron hacia el interior, atentos a lo que pudiera suceder. Por encima del hombro del nemedio, Conan vio una habitación resplandeciente, cuyas paredes, cielo raso y suelo estaban cubiertos de enormes joyas blanquecinas que la iluminaban con un brillo deslumbrante. No había señales de vida.

—Antes de cortar nuestra retirada —dijo Taurus en voz baja—, vuelve al borde de la torre y mira en todas direcciones. Si ves algún movimiento de soldados en los jardines o cualquier otra señal sospechosa, vuelve a decírmelo. Yo te espero aquí.

Conan no veía razones para hacerlo, por lo que tuvo una leve sospecha en su cauto ánimo respecto a su compañero, pero a pesar de eso hizo lo que Taurus le pedía. En cuanto Conan se dio la vuelta, el nemedio se deslizó hacia el interior de la habitación y la cerró por dentro. Conan se arrastró hacia el borde de la torre y después de comprobar que no había ningún movimiento sospechoso en los ondulantes matorrales de abajo, regresó a la puerta de la torre y de repente oyó un grito ahogado desde el interior. El cimmerio, electrizado, dio un salto y la puerta se abrió de par en par, dejando ver la silueta de Taurus recortada contra el frío fulgor del fondo. El hombre se tambaleó y sus labios se entreabrieron, pero solo se oyó un golpeteo seco. Se aferraba a la puerta dorada en busca de apoyo, dio unos pasos vacilantes por la terraza y luego se desplomó de bruces, apretándose la garganta. La puerta se cerró a sus espaldas.

Conan, encogido como una pantera acorralada, no vio nada detrás del nemedio herido en el breve instante en que la puerta estuvo abierta, salvo una engañosa sombra que cruzó como una flecha por el reluciente suelo. Nadie vino detrás de Taurus a la terraza y Conan se inclinó sobre el hombre caído. El nemedio miró hacia arriba con los ojos dilatados y vidriosos, con un desconcierto aterrador. Sus manos se clavaron en la garganta, sus labios babearon y emitieron un murmullo, y de pronto se puso rígido; el atónito cimmerio se dio cuenta de que estaba muerto. Tuvo la sensación de que Taurus lanzó su último suspiro sin saber qué clase de muerte se había abatido sobre él.

Conan miró perplejo hacia la enigmática puerta de oro. En aquel recinto vacío, de paredes llenas de deslumbrantes joyas, la muerte sorprendió al príncipe de los ladrones de una forma tan rápida y misteriosa como la que él le ocasionó a los leones del jardín. El bárbaro pasó su mano con cuidado por el cuerpo semidesnudo del hombre para ver si había una herida, pero las únicas señales de violencia que tenían estaban entre los hombros, en la base de su cuello de toro; eran tres heridas pequeñas como si tres uñas afiladas se hubieran hundido profundo en su carne. Los bordes de las heridas eran negros y emanaban un leve hedor putrefacto. ¿Serían dardos envenenados?, se preguntó Conan. Pero en ese caso, deberían estar clavados todavía en las heridas.

El cimmerio se acercó despacio a la puerta dorada, la empujó y vio ante sus ojos una habitación vacía, bañada por el resplandor helado y rutilante de miríadas de piedras preciosas. En el mismo centro del cielo raso observó distraídamente un dibujo extraño, se trataba de un diseño octogonal de color negro en cuyo centro brillaban cuatro piedras preciosas con un fulgor rojo distinto al resplandor blanco de las demás joyas. En el extremo opuesto de la habitación había otra puerta, igual a aquella en la que él se hallaba, aunque no tenía paneles tallados. ¿La muerte habría venido de allí y, una vez logrado su designio, se habría alejado por el mismo sitio? Después de cerrar la puerta, el cimmerio dio unos pasos por la habitación. Sus pies desnudos no hacían ruido sobre el suelo cristalino. No había sillas ni mesas, se veían tan solo tres o cuatro lechos cubiertos de seda, con extraños bordados en oro, y varios cofres de caoba con refuerzos de plata. Algunos de estos estaban cerrados con pesados candados dorados; otros, tenían las tapas talladas abiertas y en ellos se veían montañas de joyas en un exuberante y desordenado derroche de color para asombro del cimmerio.

Conan lanzó un juramento entre dientes. Aquella noche había visto más riquezas de las que jamás hubiera imaginado que existieran en todo el mundo, y sintió vértigo de solo pensar en el valor de la joya que estaba buscando. Se encontraba en el centro de la habitación y avanzó con cautela, tenía la cabeza en alto y empuñaba la espada cuando la muerte lo atacó de nuevo en silencio. Una sombra pasó volando por el suelo resplandeciente como única advertencia, y lo que le salvó la vida fue el instintivo salto que dio hacia un lado. Vislumbró por un instante una cosa negra y peluda que pasó por encima de él con un chasquido de colmillos, y algo que le salpicó el hombro desnudo; eran como gotas de fuego líquido. Al dar un salto hacia atrás, con la espada en alto, vio que esa cosa horrible cayó al suelo, giró y corrió hacia él con asombrosa velocidad; se trataba de una araña negra, imposible de imaginar, salvo en las pesadillas más horrendas.

Era grande como un cerdo y sus ocho patas gruesas y peludas transportaban su monstruoso cuerpo a gran velocidad, sus cuatro ojos malignos centellearon con una expresión de una inteligencia terrible y sus colmillos destilaron un veneno que Conan ya conocía por las quemaduras en su hombro; entonces comprendió que el veneno estaba cargado de muerte, de una muerte rápida y segura. Este era el asesino que se dejó caer desde el centro del cielo raso y atacó al nemedio en el cuello. ¡Qué necios fueron por no sospechar que las habitaciones superiores estarían tan bien cuidadas como las inferiores! Estos pensamientos pasaron rápido por la cabeza de Conan mientras el monstruo se abalanzaba sobre él. Dio un gran salto y la araña pasó por debajo, giró y volvió al ataque. Esta vez el joven la eludió con un movimiento hacia el costado y le asestó un golpe con la espada; su afilada hoja le cercenó una de las patas peludas. Volvió a salvarse cuando el monstruo se abalanzó contra él, con los colmillos chasqueando de una manera endiablada. Pero la araña abandonó la persecución; se volvió, salió corriendo por el suelo cristalino y subió por la pared hasta el cielo raso, donde se encogió por un instante, mirándolo fijo con sus demoníacos ojos rojos. Entonces, sin mediar señal alguna, se lanzó hacia el espacio y dejó tras de sí una hebra de una sustancia gris y pegajosa.

Conan retrocedió para eludir el cuerpo que caía con violencia sobre él, y luego se agachó exaltado justo a tiempo para no quedar atrapado en la gruesa hebra de la tela de araña. El joven vio la intención del monstruo y saltó hacia la puerta, pero la araña fue más rápida y lanzó una hebra pegajosa hacia allí y lo aprisionó. No se atrevió a cortarla porque sabía que aquella sustancia se quedaría pegada a la hoja y, antes de que pudiera limpiarla, el monstruo endemoniado le habría clavado sus colmillos en la espalda. Entonces comenzó un juego desesperado en el que el ingenio y la agilidad del hombre se enfrentaban a la astucia demoníaca y a la rapidez de la gigantesca araña. Esta no volvió a correr por el suelo para atacarlo directo, ni lanzó su cuerpo por el aire contra él, sino que corrió por el cielo raso y por las paredes, en un intento de enredar al muchacho con los lazos de la sustancia gris y pegajosa que arrojaba con diabólico acierto. Aquellas hebras eran gruesas como sogas y Conan se dio cuenta de que, si quedaba envuelto en ellas, ni siquiera su fuerza desesperada podría librarlo del ataque del monstruo.

Aquella danza perversa continuó por todo el recinto en medio de un silencio absoluto, solo interrumpido por la respiración agitada del hombre y el ruido sordo de sus pies desnudos arrastrándose por el brillante suelo y por el terrible castañeteo de los colmillos del monstruo. Las hebras grises yacían enrolladas sobre el suelo; estaban adheridas a las paredes, cubrían los cofres llenos de joyas y los lechos de seda, y pendían como oscuros festones del cielo raso enjoyado. La increíble agilidad de los ojos y de los músculos de Conan lograron mantenerlo a salvo, aunque las pegajosas hebras le habían pasado tan cerca que llegaron a lastimar su piel desnuda. El muchacho sabía que no podía eludirlas por mucho tiempo; no solo tenía que prestar atención a las hebras que colgaban oscilantes del techo, sino también a las que estaban en el suelo. Tarde o temprano lo envolverían como una serpiente y, entonces, envuelto como un gusano en el capullo de seda, estaría a merced del monstruo.

La araña atravesó la habitación a gran velocidad, con la hebra gris ondulando tras de sí. Conan dio un gran salto y se subió a uno de los lechos; con un rápido giro el monstruo se subió por la pared y la hebra saltó del suelo como si estuviera viva y apresó el tobillo del cimerio; este cayó al suelo y tiró de la tela de araña, desesperado para librarse de la trampa que lo tenía enrollado como un tornillo o el anillado cuerpo de una serpiente. El monstruo peludo bajó corriendo por la pared para consumar su captura. En el frenesí de la batalla, Conan cogió uno de los cofres de joyas y lo arrojó con todas sus fuerzas. El imponente proyectil fue a dar en medio de las negras patas y aplastó al monstruo contra la pared con un crujido sordo y repugnante. La sangre y la baba verdosa salpicaron en todas direcciones y el cuerpo destrozado cayó al suelo junto con el cofre. La araña negra quedó aplastada entre una cantidad enorme de rutilantes joyas; las patas peludas se movieron frenéticas, los ojos moribundos de la araña lanzaron una última mirada que brilló como un rubí entre las centelleantes piedras preciosas.

Conan miró a su alrededor y, al ver que no aparecía otro monstruo, se quitó la telaraña que lo apresaba. La sustancia gris se adhería con fuerza a su tobillo y a sus manos, pero por fin consiguió liberarse. Cogió su espada y se abrió camino eludiendo los grises anillos y las hebras, y se dirigió hacia la puerta interior. No podía imaginar los horrores que le esperaban allí. El cimmerio estaba enardecido y, puesto que había venido de tan lejos y superado tantos peligros, estaba resuelto a ir hasta el final de la aventura, ocurriera lo que ocurriera. Tuvo la sensación de que la joya que buscaba no se encontraba entre las que estaban desparramadas en desorden por la resplandeciente habitación.