Las aventuras de Robinson Crusoe - Daniel Defoe - E-Book

Las aventuras de Robinson Crusoe E-Book

Daniel Defoe

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Beschreibung

Nuestro barco pesaba ciento veinte toneladas, tenía seis cañones y una tripulación de catorce hombres, sin contar al capitán, a su siervo y a mí. Solo sobreviví yo. Sería un viaje como tantos otros, en el que seguiríamos una ruta muy conocida que nos llevaría de Brasil a África. Esperábamos contar con un tiempo excepcional, cielos despejados y pequeñas olas encrespadas, como las del dorso de un cocodrilo. Pero los cocodrilos saben morder, y el océano nos mordió a nosotros.

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Título original: Le avventure di Robinson Crusoe

© 2015 Edizioni EL, San Dorligo della Valle (Trieste), www.edizioniel.com

Texto: Tommaso Percivale

Ilustraciones: Matteo Piana

Dirección de arte: Francesca Leoneschi

Proyecto gráfico: Andrea Cavallini / theWorldofDOT

Traducción: Carmen Ternero Lorenzo

© 2021 Ediciones del Laberinto, S. L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-882-1

THEMA: YFA / BISAC: JUV007000

EDICIONES DEL LABERINTO, S. L.

www.edicioneslaberinto.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com <http://www.conlicencia.com/> ; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

1

El naufragio

Nuestro barco pesaba ciento veinte toneladas, tenía seis cañones y una tripulación de catorce hombres, sin contar al capitán, a su siervo y a mí.

Solo sobreviví yo.

Sería un viaje como tantos otros, en el que seguiríamos una ruta muy conocida que nos llevaría de Brasil a África. Esperábamos contar con un tiempo excepcional, cielos despejados y pequeñas olas encrespadas, como las del dorso de un cocodrilo.

Pero los cocodrilos saben morder, y el océano nos mordió a nosotros.

El huracán nos alcanzó tras cruzar el ecuador, a unos siete grados veintidós minutos de latitud norte. Comenzó a soplar del sudeste, pero después, indeciso, cambió al noroeste, el este y el norte.

Era tan poderoso e invencible que no pudimos sino dejarnos arrastrar por la furia de la tempestad. Duró doce días. Doce días interminables que tuvimos que pasar en las literas, anhelando que el barco resistiera y el gran cocodrilo no nos engullera entre sus negras fauces.

Tras tanto tiempo sumidos en el terror y la angustia, ya habíamos perdido toda esperanza de salvar el pellejo cuando un marinero gritó: «¡Tierra!», y todos nos sentimos renacer.

Salimos corriendo de los camarotes, con los ojos clavados en el cielo y el corazón suspendido sobre las aguas. ¿Lo habíamos conseguido? ¿Aún teníamos esperanzas?

El barco chocó contra un banco de arena y encalló. El capitán dio órdenes de abandonarlo y, a toda prisa, calamos un bote. Una vez en él, nos dejamos llevar por los brazos del mar enfurecido. Bogamos hacia tierra con todas nuestras fuerzas. Éramos condenados a muerte que marchaban hacia el patíbulo, pero no podíamos resignarnos.

Después de remar casi una legua, divisamos una ola aterradora, tan alta como una montaña, que se nos echaba encima rugiendo desde popa. Implacable, embistió el bote sin que nos diera tiempo ni a susurrar: «¡Es el fin!».

Me hundí en una tumba de agua y perdí el conocimiento.

Todo comenzó cuando aún era joven y mi padre quería que fuese distinto de como era.

Nací en 1632, en York, Inglaterra. Mi padre era un próspero comerciante y quería que estudiara Derecho. Viajar, decía, era incómodo y peligroso. Hacerse a la mar significaba ponerse en manos de la suerte, y nunca son buenas manos las que no puedes controlar. En el mar solo hacía falta un capricho del viento para perderlo todo, incluso la vida.

Mi padre no lo entendía. No sabía lo que era aquel fuego que me abrasaba por dentro. Mi sed de viajar, la vida errante que apasiona a los corazones aventureros y no los deja vivir en paz.

Con diecinueve años me embarqué sin decirles nada a mis padres. En aquel momento estaba en Hull, adonde había ido para encargarme de unos asuntos en nombre de mi padre. Pero el destino quiso que me encontrara con un amigo, hijo de un capitán de barco. Estaban a punto de embarcar rumbo a Londres, un viaje corto y cómodo.

—Vente con nosotros —me propuso—. Serás nuestro invitado. ¡Nos lo pasaremos bien!

Acepté sin dudar. Era el 1 de septiembre de 1651.

En cuanto salimos del estuario Humber se levantó un viento impetuoso. Era la primera vez que cogía un barco y el mar era muy diferente a como me lo había imaginado. No era una cuna generosa y amiga en la que podías mecerte soñando con horizontes lejanos, sino un depredador inmenso y feroz que gorgoteaba en sus abismos más profundos y arañaba el cielo con garras de espuma.

—¿Te asusta esta brisa? —me preguntaban los marineros entre risas.

Cuando una ola rompía sobre el casco, se me retorcían las tripas. Cada vez que nos encontrábamos en la pared de una ola, cerraba los ojos y juraba que, si sobrevivía, volvería a casa y haría todo lo que quisiera mi padre.

Al arreciar la tormenta empecé a ver el miedo en los rostros de los demás marineros. En la rada de Yarmouth, el capitán ordenó amainar las velas, echar el ancla y cerrar las escotillas. Era mejor permanecer en la bahía, esperar a que pasara lo peor. Pero lo peor no pasó.

A mediodía, el viento se había hecho tan fuerte que el capitán ordenó que echáramos también el ancla de emergencia. Lo oí murmurar:

—Esta vez estamos perdidos…

El contramaestre lo convenció para que les permitiera cortar el trinquete y el mástil, y luego mis compañeros se arrodillaron en el puente y rogaron al Señor que los salvara de aquel infierno.

Solo pudimos sobrevivir gracias a la intrépida ayuda de otro velero. Unos marineros se lanzaron al agua con un gran bote, arriesgando su vida para salvar la nue