Las aventuras de Tom Sawyer - Mark Twain - E-Book

Las aventuras de Tom Sawyer E-Book

Mark Twain

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Beschreibung

La presente novela de Mark Twain es considerada, en la actualidad, como obra maestra de la literatura universal. A través de Tom Sawyer, el autor representa la imaginación juvenil y sus ansias de aventuras. Las apasionantes y divertidas peripecias del protagonista corresponden a hechos y personajes reales vistos por el propio autor y propiciados por el terreno fronterizo que suponía el Mississippi, lleno de transeúntes, personajes de todo pelaje y rica orografía en islotes, grutas, pantanos y bosques.

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Las aventuras de Tom Sawyer
Mark Twain
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Introducción: Juan LeitaTraducción: Jorge BeltranDiseño de portada: Santiago Carroggio
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción AL AUTOR Y SU OBRA
PREFACIO
Capítulo primero
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXI
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Conclusión
Introducción AL AUTOR Y SU OBRA
En el agradable marco de la literatura juvenil, el nombre de Mark Twain resuena sin duda alguna como uno de los sonidos más peculiares que consigue atraer y magnetizar inmediatamente la atención. Los personajes y los argumentos que creó se han difundido tanto por todo el mundo, que prácticamente resulta casi imposible no saber algo de Tom Sawyer o de Huckleberry Finn. Quien no ha leído sus obras, ha vivido en el cine sus originales aventuras. ¿Algún muchacho no se ha estremecido ante la amenaza de Joe el Indio, que se cierne sobre Tom y su pequeña novia, Becky Thatcher, en la profundidad de unas grutas sin salida? ¿Hay algún chico que no haya sentido con Tom y Huck la enorme emoción de visitar un cementerio en plena noche, para ser testigos oculares del más innoble asesinato? Ni el cine ni la televisión se cansan de reproducir de tiempo en tiempo las célebres novelas de Mark Twain, porque saben que la atención y el interés del público juvenil están asegurados. Conozcamos, no obstante, antes de empezar la lectura de sus más emocionantes relatos, algo de la vida de un autor tan singular, así como algunos pormenores interesantes que ayudan a captar y a comprender mejor sus obras.
UNA VIDA AGITADA
El verdadero nombre del creador de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn era Samuel Langhorne Clemens. Nació el 30 de noviembre de 1835 en un pueblo casi olvidado de Norteamérica, llamado Monroy County (Florida, Missouri), aunque muy pronto la familia Clemens se trasladó a Hannibal, población a orillas del río Mississippi, donde en realidad transcurrieron la infancia y la adolescencia del escritor. Así, Hannibal había de constituirse de hecho como la primera patria de Mark Twain. Todavía hoy cines, calles y plazas aparecen bautizados con los nombres de sus héroes e incluso se ven estatuas con las figuras de algunos de ellos. En la misma comarca existen un faro y un enorme puente dedicados a la memoria del famoso autor.
La vida del joven Samuel Clemens, sin embargo, no fue tan triunfal como puede dar a entender esta explosión de fervor popular por un gran artista. Su padre murió muy pronto y, a los trece años, el muchacho tenía que abandonar ya la escuela y entrar a trabajar como aprendiz en la imprenta de su hermano Orion, a fin de colaborar con su esfuerzo a solventar los problemas y las necesidades de su familia.
En 1851, no obstante, había de producirse en la vida de aquel muchacho un acontecimiento decisivo que marcaría en varios sentidos la persona y el espíritu del futuro creador literario. Abandonando el oficio de tipógrafo, entró como aprendiz de piloto en los vapores que surcaban por aquella época las aguas del río Mississippi. Aunque su primer trabajo en la imprenta puede considerarse como la forja donde Samuel Clemens entró en contacto con las letras, la nueva experiencia significaría el gran acopio de material para sus mejores libros. La imaginación despierta de aquel joven de dieciséis años iba observando y reteniendo la variada serie de detalles que ofrecía la vida del piloto en aquel amplio horizonte de la naturaleza. El maravilloso paisaje, los extraños nombres de las aldeas que circundaban el río y las costumbres exóticas de sus habitantes se iban grabando profundamente en su ánimo. Estudiaba detenidamente aquellos barcos a vapor, propulsados por ruedas, se fijaba en los diversos y curiosos tipos de gente que se embarcaban en ellos, atendía sin cansarse al grito del hombre que echaba la sonda para comprobar la profundidad de las aguas, anunciando que el fondo quedaba sólo a dos brazas: «Mark twain! (¡Marca dos!)»
Al estallar la guerra de Secesión, sin embargo, cuando, siendo ya un hombre, había conseguido pilotar uno de los navíos que hacían la travesía ordinaria por el Mississippi, su nueva profesión fue de repente interrumpida. La terrible contienda entre Norte y Sur dejó casi paralizadas las acciones normales que se desarrollaban en la paz. Durante un breve período, militó incluso en el ejército del Sur, comportándose de manera valiente y llena de coraje, aunque en sus escritos nunca quiso hablar seriamente de este episodio de su vida.
En 1861, terminada ya la penosa guerra civil que asoló gran parte de Norteamérica, trabajó de nuevo con su hermano Orion que había sido nombrado secretario del Estado de Nevada. Otro tipo de labor, completamente distinta de las anteriores, se sumaba a la gran variedad de actividades que animaron sobre todo su primera época: durante dos años, estuvo empleado como minero en las minas de plata de Humboldt y de Esmeralda. Al mismo tiempo, empezó a colaborar en un periódico de Virginia, llamado Territorial Enterprise. Sus artículos llamaron muy pronto la atención del público. En cierto sentido, la llamaron demasiado, ya que a resultas de un comentario periodístico estuvo a punto de batirse en condiciones muy duras con el director del diario Union. Se difundió, no obstante, la invención de que Samuel Langhorne Clemens era un tirador extraordinario, por lo cual su adversario prefirió presentarle sus excusas. A pesar de todo, aunque el duelo quedó frustrado, aquel lance tuvo consecuencias en la suerte del nuevo periodista dado que, perseguido por la justicia, se vio obligado a emigrar a California, donde se convertiría en el director del Virginia City Enterprise. Allí fue donde decidió utilizar un seudónimo para firmar sus escritos. Su recuerdo lo llevó inmediatamente a la época feliz en que surcaba como piloto las aguas del Mississippi y no encontró mejor nombre que el grito oído tantas veces: «Mark Twain!».
En 1865 cambió nuevamente de residencia y se trasladó a San Francisco, trabajando durante unos meses en la revista Morning Call. En el mismo año, aprovechando su experiencia como minero, probó fortuna en unas minas de oro situadas en el condado de Calaveras. La empresa, sin embargo, no resultó específicamente fructífera y al año siguiente emprendió un viaje a las islas Hawaii, donde permaneció por un período de seis meses. El reportaje que escribió sobre esta larga estancia lo hizo por primera vez célebre y, a su vuelta a Norteamérica, dio una serie de conferencias muy graciosas en California y Nevada que consolidaron su fama como agudo humorista.
El gran éxito de este proyecto indujo a la dirección del periódico llamado Alta California a enviarlo a Tierra Santa como corresponsal. De este modo, en 1867 visitó el Mediterráneo, Egipto y Palestina, con un grupo de turistas. Todo ello lo contó luego en el libro titulado The Innocents Abroad (Inocentes en el extranjero),que se convirtió en uno de los primeros best-sellers norteamericanos.
Al regresar de nuevo a su país, dirigió el Express de Buffalo y contrajo matrimonio con Olivia L. Langdon, de la cual tuvo cuatro hijos. Tras un período de conferencias en Londres, en el año 1872, se inicia la gran producción de Mark Twain como narrador y novelista. Las aventuras de Tom Sawyer es la primera obra que le habrá de dar un renombre universal, aunque su agudo poder satírico se manifiesta con enorme vigor en historias breves como The Stolen White Elefant (El elefante blanco robado),en la que arremete graciosamente contra la policía norteamericana. El príncipe y el mendigo,quizá su más emotiva y poética ficción como creación literaria juvenil, se publica en 1882. Tres años más tarde, sin embargo, aparece su Huckleberry Finn, acerca de la cual toda la crítica está de acuerdo en afirmar que se trata de su obra maestra.
Entre tanto, una nueva profesión vino a sumarse al variado número de actividades que abordó aquel hombre de cualidades, ciertamente, polifacéticas. Asociándose con Charles L. Webster, Mark Twain dedicó sus esfuerzos al difícil campo editorial, emprendiendo un negocio de vastas y ambiciosas proporciones. Hasta aquel momento, las ganancias conseguidas como escritor y conferenciante lo habían hecho poseedor de una considerable fortuna. La nueva tentativa, no obstante, lo iba a llevar en un período de diez años a la más absoluta ruina. Así, durante 1895 y 1896, se vio obligado a dar un extenso ciclo de conferencias por toda Europa, a fin de poder pagar a los acreedores. El éxito de sus publicaciones, como el de Un yanqui en la corte del rey Arturo, en 1889, era ya lejano e insuficiente para subsanar las cuantiosas deudas contraídas en su trabajo como editor. A pesar de todo, la gran acogida que obtuvo como agudo y divertido conferenciante, así como la notable venta de un nuevo libro titulado Following the Equator (Siguiendo el Ecuador),en donde se narra su vuelta al mundo, lograron rehacer su situación económica y resolver este momento crítico de su vida.
El prestigio de Mark Twain como autor, sin embargo, había llegado a su máximo grado. Su categoría literaria era reconocida internacionalmente. En 1902, la universidad de Yale le concedía el doctorado en letras y en Missouri era nombrado doctor en leyes. En 1907, el rey de Inglaterra lo recibía en el palacio de Windsor y la universidad de Oxford le otorgaba el título de «doctor honoris causa».
Aquel «típico ciudadano yanqui», tal como lo describe Ramón J. Sender, de «estatura aventajada, cabellera rojiza y revuelta, el bigote caído —se usaba entonces— y una expresión de sorna bondadosa y a veces un poco apoyada y gruesa», supo compaginar de una forma difícil de entender para nosotros las más diversas imágenes sociales de un personaje. Impresor, piloto, soldado, minero, periodista, conferenciante, editor, escritor, hombre de negocios y publicista, poseyó la rara y admirable cualidad de saber relacionarse con todo el mundo de la misma manera simpática, viva y afectuosa. Por esto, a su muerte en Redding (Connecticut) el 21 de abril de 1910, su figura ya era mundialmente admirada, no sólo por su poderoso ingenio literario, sino también por su enorme categoría humana.
UN RÍO Y DOS MUCHACHOS
Evidentemente, dos de sus novelas tienen dos protagonistas concretos que la imaginación juvenil y sus ansias de aventura no olvidarán jamás: Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Con todo, es importante observar que existe en el fondo de ambos relatos otro protagonista no menos verdadero, aunque sea solamente un elemento inanimado y pasivo del paisaje y de la naturaleza: el inmenso río Mississippi. Tal como nos anuncia Mark Twain al comienzo de la primera novela, las incidencias apasionantes y divertidas que viven Tom y Huck corresponden a hechos y personajes reales vistos por el propio autor. Lo que no se nos dice, sin embargo, es que la emoción de la aventura y las posibilidades casi ilimitadas de sorprendentes peripecias se deben sobre todo al vastísimo sistema fluvial Mississippi-Missouri que atraviesa todos los Estados Unidos, de Norte a Sur, y que alcanza una longitud de 6.260 kilómetros.
En efecto, en primer lugar hay que notar la aportación material de un escenario casi insuperable por lo que se refiere a la capacidad de llevar a cabo innumerables hazañas de exploración y atrevidas incursiones. Bosques, pantanos, grutas, lagos, pequeñas islas y brazos muertos, forman la diversa gama de componentes que se extienden a lo largo del Mississippi, con sus múltiples afluentes que acaban por conferir una complicada variedad al enorme cúmulo de posibilidades. No es nada difícil reproducir en este marco la fantasía infantil de la piratería ni planear una prodigiosa escapada aguas abajo.
En segundo lugar, no obstante, hay que insistir principalmente en la acumulación de los tipos humanos más diferentes que se produce alrededor de aquellas aguas de carácter fronterizo. Ello no era debido únicamente al hecho de que el Mississippi constituía una vía fluvial de primer orden, surcada por barcos que, cargados de cereales, madera y algodón, descendían hasta Nueva Orleáns, sino también al hecho de ser el límite a partir del cual se extendían amplísimos territorios por colonizar. De este modo, negociantes, aventureros, vagabundos, malhechores, indios y buscadores de oro, se mezclaban con la pacífica población dedicada al cultivo, confiriendo a aquellas aldeas y ciudades una naturaleza auténticamente dispar de razas y mentalidades. Los mismos nombres pintorescos de sus poblaciones parecen representar un símbolo de esta característica cosmopolita. La aparición repentina de un San Petersburgo, un Cairo o un Constantinopla, resulta tan sorprendente, que es posible que el lector piense que la acción se ha trasladado sin previo aviso y como por arte de magia a las tierras de Rusia, de Egipto o del Antiguo Oriente.
Las aventuras de Tom Sawyer es el primer relato que se desarrolla en ese majestuoso marco americano, punto de confluencia de las costumbres y de los personajes más curiosos. Es cierto que una buena parte de la novela recoge las experiencias personales del autor vividas en la escuela de Hannibal. El mismo Tom es el compuesto de tres muchachos que allí conoció. Sin embargo, la obra no se limita en modo alguno a ser un mero documento de género escolar, sino que hay que calificarla corno un panorama épico y realista de los habitantes de las llanuras del Medio Oeste, extendidas a lo largo del Mississippi.
El policromo cuadro de individuos y caracteres constituye ya una muestra importante de este hecho: el viejo Muff Potter, Joe el Indio, el negro Jim, el vagabundo Huck y tantos otros, aparecen como fieles reproducciones de aquella concentración de tipos humanos que se daba únicamente en un territorio limítrofe a causa sobre todo de sus condiciones geográficas. En aquel marco se hace perfectamente posible que, al lado de la severa y puritana tía Polly, anden malhechores y pordioseros abandonados a su propia maldad o miseria. Al lado de las costumbres más piadosas y normales, surgen extrañas supersticiones que se relacionan con un gato muerto y ritos insospechados que llevan a derramar la propia sangre de los protagonistas. Si Mark Twain puede describir las características de unos individuos que son temibles y tortuosos, «la figura de su primera novia, inmortalizada con el nombre de Becky Thatcher, es una de las más delicadas del mundo idílico en cualquier cultura y en cualquier tiempo», tal como ha afirmado Ramón J. Sender.
La poderosa atracción y la misma acción física del Mississippi, no obstante, son elementos que juegan un papel decisivo en este relato, aunque luego han de engrandecerse notablemente en Las aventuras de Huckleberry Finn. Tom se siente irresistiblemente impulsado a lanzarse a la suerte de la piratería, dejando a un lado sus deberes escolares y la atención de los suyos, mientras que el final de la novela, verdaderamente épico, se hace posible por la erosión fluvial que crea el incomparable ámbito de unas grutas inmensas y tenebrosas.
Las aventuras de Huckleberry Finn representa, en efecto, la sublimación y el engrandecimiento de aquel mundo fronterizo, tan diverso y pintoresco. En realidad, aunque la novela pueda incluirse perfectamente dentro de la literatura juvenil, sus valores artísticos alcanzan una categoría muy superior, hasta el punto de que Ernest Hemingway la reconoció como el libro de donde procede toda la literatura moderna norteamericana.
Con la escapada de Huck y Jim por el río a fin de liberar a este de su esclavitud, el Mississippi pasa a ser en primerísimo término el amplio horizonte de la naturaleza donde van apareciendo las miserables ciudades esparcidas a lo largo del valle del Missouri y del Ohio, la América de la colonización y de la vida violenta, los más atrevidos aventureros y los más exóticos tipos errantes. No solamente las posibilidades de aventura que ofrece el hecho de convertirse el río en decorado principal se acrecientan hasta el máximo, con emocionantes abordajes a barcos, ocultamientos y persecuciones en islas, sino que la exótica acumulación de personajes producida en aquel territorio limítrofe llega a su punto culminante. El episodio en que aparecen dos raros vagabundos, el Duque y el Rey, es uno de los pasajes más divertidos, frescos y originales de toda la creación literaria de Mark Twain.
En este mismo sentido hay que hablar del propio protagonista. Si Tom Sawyer es el retrato fidedigno del boy americano, Huckleberry Finn representa la fiel descripción del muchacho abandonado a su propia suerte en medio de la vida dura y difícil de aquella época que le tocó vivir al mismo autor en sus años de juventud. No sólo es el reflejo exacto del chico avispado y lleno de coraje que en un aspecto más realista surcaba las aguas del Mississippi, sino también el portavoz de sus ideas más queridas y humanas. En este apartado, hay que mencionar sobre todo su admirable y sorprendente posición ante el tema de la esclavitud.
Si tenemos en cuenta que la mentalidad esclavista era lo más normal alrededor de aquel río en cuyas orillas se habían establecido numerosos mercados de esclavos, resulta perfectamente comprensible que Huck tenga graves problemas de conciencia en uno de los capítulos más logrados desde el punto de vista humano y psicológico de la novela. La conducta honrada e incluso piadosa parecía consistir a todas luces en oponerse a la empresa de liberar a un negro. El enorme peso de la sociedad y de la opinión pública recaía avasalladoramente sobre el pobre juicio de un muchacho que no tenía más armas que sus sentimientos y su forma primitiva de proceder. Por esto Huck duda de su actuación y se siente tentado a denunciar a su amigo, escribiendo una carta a la legítima dueña del esclavo a quien él defiende con su atrevida escapatoria: «Miss Watson: su negro fugitivo Jim está aquí a dos millas más abajo de Pikesville y míster Phelps lo tiene preso y lo entregará a cambio de la recompensa, si usted la envía. Huck Finn».Sin embargo, la evocación de la amistad y de la bondad natural lo llevan a rechazar la conducta «honrada y piadosa», para adoptar precisamente la actitud justa y razonable: «Reflexioné un minuto, conteniendo la respiración y entonces me digo a mí mismo: Bueno, pues iré al infierno. Y rompí el papel en pedazos. Temibles pensamientos y temibles palabras, pero ya estaban dichas y así las dejé y nunca más volví a pensar en reformarme. Me quité de la cabeza toda idea al respecto y dije que volvería a dedicarme a la maldad, que era lo mío, ya que en ella me habían criado, mientras que lo otro no lo era. Y, para empezar, iría a sacar de nuevo a Jim de la esclavitud y, si se me ocurría algo peor, lo haría también, ya que, dado que estaba metido en ello, y metido hasta las cejas, debía llegar hasta el límite».
Por este y por muchos otros conceptos, Las aventuras de Huckleberry Finn ha sido considerado acertadamente como la obra maestra de Mark Twain. Con razón, la crítica más autorizada no ha dudado en afirmar que esta novela constituye una vasta epopeya realista, una visión americana notable tanto por la delicadeza de los detalles como por la grandeza de su conjunto.
UN REINO Y DOS HISTORIAS FASCINANTES
El genio literario de Mark Twain no se limitó simplemente al género real y costumbrista, basado ante todo en la propia experiencia personal, sino que su imaginación se desbordó profusamente no sólo fuera de su país y de su tierra natal, sino también fuera del tiempo histórico en que vivió. La prueba más brillante del vigoroso poder de su fantasía se encuentra, de manera evidente, en los otros dos relatos que se incluyen en este volumen.
Con Un yanqui en la corte del rey Arturo,nos trasladamos de repente y por obra de un extraño fenómeno de la América colonizadora a la Inglaterra de los reyes que se hunden en la leyenda, de la época contemporánea del autor al período que se calcula comprendido entre los cincuenta primeros años del siglo VI. Un yanqui de Connecticut sufre una fuerte conmoción a causa de una pelea y, al despertar de su desmayo, advierte con sorpresa que se halla en los tiempos medievales de los caballeros de la Tabla Redonda y del rey Arturo.
Resulta difícil averiguar cuál es el verdadero fondo histórico que dio pie a la serie de relatos fantásticos conocidos comúnmente con el nombre de «ciclo artúrico». Según la opinión más generalizada, sin embargo, parece haber existido un fundamento en la persona del prefecto romano Lucius Artorius Castus quien, a principios del siglo ii, ayudó a defenderse a los bretones contra un pueblo invasor, originando una leyenda que aparece ya consignada en documentos del siglo vi.
Fuera como fuese, no obstante, la versión casi completa y definitiva de esta parte legendaria de la historia de Inglaterra se debió a Godofredo de Monmouth, con su obra publicada en 1136 bajo el título de Historia regum Britanniae (Historia de los reyes de Bretaña).Allí se cuentan por primera vez de una forma ordenada y con pretensiones históricas el nacimiento prodigioso del rey Arturo, gracias a las maravillosas artes del mago Merlín, sus grandes victorias sobre sajones, pictos y escotos, el establecimiento de una corte fastuosa en Camelot, así como su deseo de proclamarse emperador en Roma y la ulterior guerra civil en la que el rey cae gravemente herido, debiendo retirarse a la isla de Avalón. Una traducción francesa de la obra de Godofredo, realizada por Wace en 1155, incluyó el detalle de la Tabla Redonda, la mesa en torno a la cual se colocaban los caballeros de la corte para evitar toda discusión por razones de prioridad o dignidad superior. Las hazañas portentosas de estos caballeros, como Lancelot (Lanzarote) o Perceval, empezaron a ser relatadas por Chrétien de Troyes, ensalzándose así no sólo el amor caballeresco, con la defensa a ultranza de la dama de sus sueños, sino también las virtudes cristianas y místicas, con la búsqueda y posesión del Santo Graal (la copa utilizada por Jesucristo en la Santa Cena).
Dejando a un lado, sin embargo, cualquier comprobación de tipo histórico, lo que interesa a Mark Twain en su novela es recoger aquel ambiente fantástico para desarrollar un argumento repleto de gracia, humor e ironía. El yanqui de Connecticut pretende reformar con sus conocimientos modernos las instituciones y la vida económica de la Inglaterra del rey Arturo. Pero la empresa es gigantesca y las dificultades se sucederán, a pesar de ser reconocido en la corte como un mago mucho más prodigioso que Merlín, gracias a la ventaja que le proporciona el hecho de estar en posesión de los datos científicos de la astronomía y de la técnica moderna-Ni los poderes feudales ni los intereses de la Iglesia estarán dispuestos a aceptar una reforma tan radical.
Por lo que se refiere a este punto concreto, hay que hacer una observación importante, a fin de que el lector no se llame a engaño ante los exagerados ataques de Mark Twain al espíritu caballeresco de la Edad Media y a la influencia que ejercía entonces la Iglesia sobre el pueblo. Una posición radicalista, muy propia de la mentalidad ochocentista que impera con gran fuerza en el pensamiento del autor, lo induce a admitir llanamente que todos los males y miserias de la época medieval se debían al afán de dominio y riqueza por parte de caballeros y eclesiásticos. Si su actitud frente al problema esclavista era muy acertada y profunda, tal como hemos visto al comentar Las aventuras de Huckleberry Finn, en Un yanqui en la corte del rey Arturo se peca de superficialidad por lo que respecta al modo de enjuiciar aquel período de la historia. Sin duda, se produjeron desatinos y existieron discriminaciones sociales innegables. Con todo, se deben tener en cuenta también otros aspectos que Mark Twain se calla. El descrédito de la caballería andante no puede llevarse seriamente hasta el extremo, porque la Inglaterra democrática surgió precisamente de los caballeros y no de los yanquis o de cualquier otro proceso histórico. Al mismo tiempo, no puede silenciarse la importante labor de la Iglesia como conservadora y transmisora de la cultura, el elemento primordial que conducirá al progreso renacentista y, a fin de cuentas, a la posibilidad de hacer una crítica ajustada de las instituciones tradicionales y de las estructuras de una sociedad.
A pesar de los pesares, nos damos cuenta de que Mark Twain buscaba por encima de todo la gracia y de que su sátira no era corrosiva. Como dice muy bien Ramón J. Sender, «era un hombre sin hiel y sin rencor que trataba de hacerse perdonar su felicidad haciendo reír a la gente grave».
La mejor muestra de su bondad natural y de sus finos sentimientos es la novela Elpríncipe y el mendigo. Haciendo gala de un profundo humanismo y de una penetración psicológica admirable, el autor crea una bella ficción en la que, por un exacto y casual parecido físico, un futuro rey conoce amargamente la situación desdichada de su pueblo, mientras que el hijo de una familia pobre y miserable vive la angustiosa estrechez del protocolo real. El marco histórico en que se desarrolla la original trama es también el reino de Inglaterra, durante la primera mitad del siglo xvi, y la figura del príncipe corresponde en la realidad a Eduardo VI.
Hijo de Enrique VIII y de Juana Seymour, Eduardo VI reinó por un breve período, desde 1547 a 1553, año en que murió en Greenwich cuando sólo contaba dieciséis años de edad. Había subido al trono siendo todavía un niño y le tocó uno de los momentos más dramáticos de la crisis económica y política del reino de Inglaterra y de Irlanda. Por una parte, el estado en que a su muerte había dejado el país Enrique VIII no era precisamente halagüeño, sino todo lo contrario. Los conflictos religiosos derivados de la ruptura del rey con la Iglesia y de la penetración del protestantismo habían causado profundas e irreparables heridas a la nación. A resultas de una pésima economía, la moneda se había devaluado enormemente, al tiempo que las finanzas estatales padecían una presión peligrosísima. La propiedad rústica se había trastornado, produciéndose un desequilibrio social y financiero que debía alcanzar más larde proporciones verdaderamente trágicas. Por otra parte, las rivalidades internas de hombres ambiciosos que se disputaban el poder, ante la natural inexperiencia de un niño de pocos años, incrementaron el desastre en que se sumiría la nación. El protector Somerset, tío de Eduardo VI, y el duque de Northumberland, el temible Dudley, no hicieron otra cosa que empeorar la complicada situación con sus luchas privadas que obedecían a sus secretas ambiciones. Principalmente, la miseria de las clases populares había llegado a un límite verdaderamente insostenible. Por esto, el reinado de Eduardo VI terminaría en medio de una indescriptible tensión dramática.
Este es el fundamento auténtico de un cuadro social repleto de desigualdades e injusticias que Mark Twain sabe describir acertadamente y que sirve de base para el desarrollo de uno de sus argumentos más emotivos y electrizantes para la mentalidad juvenil.
UN HUMORISTA, SOBRE TODO
Alguien dijo una vez que «quien no es en parte un humorista, sólo es en parte un hombre». En este sentido, no cabe ningunaduda de que Mark Twain fue un hombre completo. Su humor, sano y agudo, no solamente es un elemento primordial que sazona constantemente sus obras, sino que fue también la característica más dominante de su bondadosa y humana personalidad. En contra de lo que suele suceder con muchos humoristas, su gracia era viva e ingeniosa, de forma que todavía en nuestro tiempo provoca la hilaridad. Hablando, por ejemplo, de las personas que pretenden dejar de fumar y no lo logran, el famoso autor respondió: «¿Dejar de fumar? Nada más fácil. ¡Yo he dejado de fumar más de mil veces!».
La risa de Mark Twain era saludable, porque empezó riéndose de sí mismo y de su propio país. No había mordacidad en su sátira, ya que no tenía la pretensión de imponer su punto de vista ni demostrar ningún principio moralizador. En muchos sentidos, fue el representante genuino de una tierra joven que sabía relativizar su mundo y que, a pesar de todo, miraba siempre coro optimismo el futuro. «El humor de Mark Twain», como afirma Ramón J. Sender con profunda visión acerca de la personalidad de aquel gran novelista, «fue durante treinta años el de América. Hoy no hay nadie entre los escritores que se le pueda comparar. Los humoristas son demasiado intelectuales y pretenciosos o demasiado bufonescos. Una buena condición de Mark Twain: nunca fue pedante. Otra no menos noble: no dio señales de ese escepticismo inhumano del que hoy se hace gala más o menos en todas partes».
En una época de encontrados intereses y de falseamientos de todo tipo, provocados por el carácter transitorio de la historia de América, la figura del creador de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn no sólo supo avalarse con la garantía de la sinceridad y de la honradez, que eran partes integrantes de su humor, sino que se distinguió de forma sobresaliente por una liberalidad que lo hizo trascender su propia tierra y su propio tiempo. Ha sido José M. Valverde quien ha trazado con breves palabras y sumo acierto el cuadro general que enmarcaba a este gran escritor y que al mismo tiempo se veía incapaz de reducirlo a sus límites. Un resumen tan claro y tan sintético es la mejor conclusión a este comentario introductorio, encaminado a preparar la grata lectura de las cuatro obras que siguen a continuación: «Mark Twain queda como símbolo de un momento en que, a la vez que se vivía la aventura de ¿as tierras abiertas, se hacía sobre ello literatura y humor sofisticado, por lo mismo que los hombres pasaban por todos los oficios, y hacían alternativamente de pioneros y de periodistas: Buffalo Bill escribía novelas en que hinchaba sus propias peripecias; Davy Crockett fue, al principio, algo de una escalada literaria, que por suerte se legitimó muriendo heroicamente; Kit Carson encontraba ejemplares de falsas aventuras suyas al realizar las verdaderas. Pero lo que más importa es que Mark Twain es el primer norteamericano que escribe una prosa de valor absoluto».
PREFACIO
La mayoría de las aventuras narradas en este libro ocurrieron en realidad; una o dos de ellas me ocurrieron a mí mismo, las demás a mis compañeros de escuela. Huck Finn existió en la vida real; Tom Sawyer también, aunque no se trata de un solo individuo, sino que es la combinación de las características de tres muchachos a quienes conocí y, por tanto, pertenece a la arquitectura de orden compuesto.
Las raras supersticiones que se mencionan prevalecían entre los niños y esclavos del Oeste en la época en que transcurre este relato, es decir, hace treinta o cuarenta años.
Si bien mi libro va dirigido principalmente a entretener a los niños y las niñas, confío en que no por ello deje de interesar a los hombres y las mujeres, pues mi intención es en parte el recordarles a los adultos lo que fueron una vez, y cómo sentían, pensaban y hablaban, así como las extrañas empresas en que a veces se embarcaban.
El Autor
Hartford, 1876.
Capítulo primero
—¡Tom!
No hubo respuesta.
—¡Tom!
Silencio.
—¿Dónde se habrá metido ese chiquillo? ¡Tom!
La anciana señora se bajó las gafas y miró alrededor —de la habitación por encima de ellas; luego se las echó sobre la frente y miró por debajo. Raras veces o nunca miraba a través de sus cristales cuando buscaba algo tan pequeño como es un chiquillo, pues eran sus gafas de lujo, el orgullo de su vida, y estaban hechas para ser lucidas, no para servirse de ellas; lo mismo hubiera podido ver a través de un par de tapaderas de estufa. Durante un momento se quedó perpleja y con voz sosegada, aunque lo bastante fuerte como para que la oyeran los muebles, dijo:
—Si te echo la mano encima, te…
No terminó la frase, pues estaba agachada y con la escoba hurgaba debajo de la cama, así que necesitaba de todo su aliento para manejar la escoba. No hizo salir más que al gato.
—¡Jamás he visto un chiquillo como este!
Se acercó a la puerta, se quedó de pie en el umbral y miró entre las tomateras y hierbajos que constituían el jardín. Ni rastro de Tom. Así, pues, alzó la voz hasta alcanzar un volumen calculado para que se la oyera a distancia, y gritó:
—¡Tom!
Se oyó un leve ruido detrás de ella y se volvió justo a tiempo de atrapar a un chiquillo por las solapas de la chaqueta, poniendo así punto final a su huida.
—¡Ya te tengo! Debí suponer que estabas en ese armario. ¿Qué has estado haciendo ahí dentro?
—Nada.
—¡Nada! Mírate las manos, mírate la boca. ¿Qué son esas tonterías?
—No lo sé, tía.
—Pues yo sí lo sé. Es confitura, eso es lo que es. Te he dicho cuarenta veces que si no dejabas en paz esa confitura te despellejaría. Dame esa vara.
La vara se agitó en el aire, a punto de caer. El peligro era inminente.
—¡Sopla! ¡Mira allí detrás, tía!
La anciana señora se volvió rápidamente, tratando de poner a salvo sus faldas, y en aquel preciso instante el chiquillo emprendió la huida, escalando la alta valla y desapareciendo al otro lado. Tía Polly se quedó sorprendida un momento, luego se echó a reír bondadosamente.
—¡Ese chiquillo! ¿Es que nunca aprenderé? La de veces que me ha gastado jugarretas como esta. Pero los viejos somos los tontos más grandes que existen. Dicen que el perro viejo no aprende nuevos juegos. Pero siempre los está cambiando, ¿y cómo va una a saber lo que la espera? Diríase que sabe hasta qué momento puede atormentarme antes de que se me suba la mosca a la nariz, y sabe que si logra sorprenderme o hacerme reír, se me pasa y soy incapaz de zurrarle. No estoy cumpliendo con mi obligación para con él, Dios lo sabe. No eches mano de la vara y echarás a perder al chico, como dice la Biblia. Estoy pecando y sufriendo por los dos, lo sé. Es de la piel de Satanás, pero ¡ay!, es el hijo de mi difunta hermana, pobrecita, y no tengo corazón para pegarle. Me remuerde la conciencia cada vez que le dejo salirse con la suya, y cada vez que le pego se me rompe el corazón. En fin, el hombre nacido de mujer tiene los días contados y son muchos sus pesares, como dicen las Escrituras, y así es. Hoy hará novillos en la escuela y mañana tendré que hacerle trabajar para castigarle. Resulta muy duro hacerle trabajar en sábado, cuando los demás niños tienen fiesta, pero odia el trabajo más que cualquier otra cosa y tengo que cumplir con mi deber, o seré la perdición de ese chico.
Efectivamente, Tom hizo novillos y se lo pasó en grande. Regresó a casa con el tiempo justo para ayudar a Jim, el negrito, a aserrar la leña para el día siguiente y a partir la leña menuda antes de cenar, cuando menos regresó a tiempo para contarle sus aventuras a Jim mientras este hacía las tres cuartas partes del trabajo. Sid, el hermano pequeño de Tom (o mejor dicho, su hermanastro) ya había terminado la parte del trabajo que le correspondía (recoger astillas), pues era un chiquillo tranquilo, poco dado a aventuras y travesuras. Mientras Tom cenaba y robaba azúcar cuando se le ofrecía la ocasión, tía Polly le hizo preguntas llenas de malicia, pues quería tenderle una trampa y hacerle confesar. Al igual que la mayoría de las almas sencillas, se hacía la ilusión de poseer un talento especial para las sutilezas diplomáticas y sus tretas más trasparentes le parecían maravillas de astucia. Dijo:
—Tom, haría bastante calor en la escuela, ¿verdad?
—Sí, tía.
—Muchísimo calor, ¿verdad?
—Sí, tía.
—¿No te dieron ganas de irte a nadar, Tom?
Tom se sintió súbitamente alarmado y concibió unas sospechas nada tranquilizadoras. Escrutó el rostro de la tía Polly, pero no sacó nada de él. Así, pues, dijo:
—No, tía… bueno, no muchas.
La anciana señora alargó el brazo, palpó la camisa de Tom y dijo:
—Pero ahora no tienes demasiado calor.
Y se sintió halagada al reflexionar que había descubierto que la camisa estaba seca sin que nadie supiera que aquello era lo que estaba pensando. Pese a ello, Tom comprendió de qué lado soplaba el viento, así que se puso en guardia con vistas al siguiente ataque.
—Algunos de nosotros nos mojamos la cabeza… todavía la tengo húmeda. ¿Ves?
A tía Polly le disgustó el pensar que se le había pasado por alto aquella prueba circunstancial, echando por tierra su estratagema. Entonces tuvo una nueva inspiración:
—Tom, para mojarte la cabeza no tuviste que desabrocharte el cuello de la camisa, donde te hice un remiendo, ¿verdad? ¡Desabróchate la chaqueta!
La preocupación se borró del rostro de Tom. Se desabrochó la chaqueta. El cuello de la camisa seguía bien cosido.
—¡Caramba! Estaba segura de que habías hecho novillos y te habías ido a nadar. Pero te perdono, Tom. Reconozco que por esta vez te has salido con la tuya, quizás por aquello que dicen del gato escaldado…
Se sentía contrariada al ver que su sagacidad había fracasado y, al mismo tiempo, contenta al ver que por una vez Tom se había portado bien.
Pero Sidney dijo:
—Vaya, yo diría que le cosiste el cuello con hilo blanco, y ahora lo lleva negro.
—¡Con hilo blanco se lo cosí! ¡Tom!
Pero Tom no esperó a oír el resto. Al salir, dijo:
—Me las pagarás por esta, Siddy.
Ya en lugar seguro, Tom examinó dos grandes agujas de coser que llevaba clavadas en las solapas de su chaqueta y que estaban enhebradas: una con hilo blanco, la otra con hilo negro. Dijo:
—Jamás se hubiese dado cuenta de no haber sido por Sid. Maldita sea, a veces cose con hilo blanco y a veces con hilo negro. Ojalá se decidiera por uno u otro… así no hay quién sepa qué hacer. Pero Sid me las pagará, que me aspen si no.
No era el chico modelo del pueblo. Conocía muy bien al chico modelo, sin embargo, y le detestaba.
En cosa de dos minutos, quizá menos, se olvidó de todos sus pesares. No porque a él le resultaran menos graves y amargos de lo que a un hombre pudieran resultarle los suyos, sino porque un nuevo y poderoso interés los barría de su mente, del mismo modo que los hombres olvidan sus reveses con la excitación de una nueva empresa. Este nuevo interés consistía en una apreciada novedad en el arte de silbar, que acababa de aprender de un negro y que le gustaba practicar sin ser molestado. Se trataba de un peculiar trino pajaril, una especie de líquido gorjeo que se obtenía colocando la lengua a cortos intervalos en el cielo del paladar, sin dejar de silbar mientras. Probablemente el lector recordará cómo se hace si alguna vez ha sido niño. La diligencia y la atención no tardaron en descubrirle el truco y echó a andar calle abajo con la boca llena de armonía y el alma llena de gratitud. Sus sentimientos eran muy parecidos a los del astrónomo que acaba de descubrir un nuevo planeta. Aunque sin duda el muchacho le llevaba ventaja al astrónomo en lo que se refiere a placer puro, intenso y profundo.
Las tardes de verano eran largas. Todavía no había oscurecido. Al poco, Tom dejó de silbar. Ante él se hallaba un desconocido, un chico algo más robusto que él. Cualquier recién llegado, fuese cual fuese su edad y su sexo, era toda una novedad en el mísero pueblo de San Petersburgo. Además, el muchacho iba bien vestido, bien vestido para ser día laborable. El hecho resultaba simplemente asombroso. Su gorra era un primor, su chaqueta azul y bien abrochada era nueva y elegante, y lo mismo sus pantalones. Llevaba zapatos, y eso que era viernes solamente. Incluso llevaba corbata: una cinta de precioso color. Tenía un aire de ciudad que picó el amor propio de Tom. Cuanto más contemplaba aquellas maravillas, más arrugaba la nariz y más andrajosas le parecían sus propias ropas. Ninguno de los dos muchachos dijo nada. Si uno se movía, el otro también, pero de lado, describiendo un círculo. Se miraban fijamente a la cara, sin apartar los ojos un solo instante. Finalmente, Tom dijo:
—¡Puedo más que tú!
—Me gustaría verlo.
—Te digo que sí.
—No, no puedes.
—Sí puedo.
—No puedes.
—Sí.
—No.
—Sí.
—No.
Tras una incómoda pausa, Tom dijo:
—¿Cómo te llamas?
—¿A ti qué te importa?
—Pues, voy a hacer que me importe.
—A ver si eres capaz.
—Di lengua y lo haré.
—¡Lengua, lengua, lengua! Hala, ya está.
—Ah, te crees muy listo, ¿no es así? Te podría aunque me atasen una mano a la espalda.
—Bueno, ¿pues por qué no lo intentas? Si eso es lo que dices…
—Pues lo haré, si me provocas.
—Ah, sí… he visto familias enteras en el mismo aprieto.
—¡Qué listo! Te crees alguien, ¿eh?
—¡Oh, qué sombrero!
—Quítamelo si no te gusta. A que no te atreves. Si alguien me lo quita lo pasará mal.
—¡Eres un embustero!
—Y tú otro.
—Un embustero y un bravucón.
—¡Anda, vete a paseo!
—Oye… si sigues dándome la lata, cojo una piedra y te doy en la cabeza.
—Oh, no faltaría más.
—Claro que lo haré.
—Bueno, ¿entonces por qué no lo haces? ¿Por qué no dejas de decir que lo harás? ¿Por qué no lo haces? Yo te diré por qué: tienes miedo.
—No tengo miedo.
—Lo tienes.
—No.
—Sí.
Hubo otra pausa mientras seguían mirándose y dando pasos midiéndose uno a otro. Al poco quedaron uno junto a otro, tocándose con los hombros. Tom dijo:
—¡Lárgate de aquí!
—¡Lárgate tú!
—No quiero.
—Yo tampoco.
Y así se quedaron, como a punto de acometerse, empujándose con los hombros y mirándose con odio. Pero ninguno de los dos consiguió sacar ventaja. Tras forcejear hasta quedar sofocados y sudorosos, ambos cedieron con cautela y Tom dijo:
—Eres un cobarde y un cachorro. Se lo diré a mi hermano mayor, y él puede echarte al suelo con un solo dedo, y le diré que lo haga.
—¿Y a mí qué me importa tu hermano mayor? Yo tengo un hermano que es mayor que él y, lo que es más, que es capaz de lanzarlo por encima de aquella valla.
(Ambos hermanos eran imaginarios.)
—Mentira.
—No porque tú lo digas.
Con el dedo gordo del pie Tom trazó una línea en el polvo y dijo:
—Atrévete a pasar de aquí y te daré tal paliza que no podrás tenerte en pie. Quien se atreva a cruzarla se las verá conmigo.
El otro muchacho se apresuró a cruzar la línea; luego dijo:
—Has dicho que me darías una paliza, ahora veamos cómo lo haces.
—No me busques las cosquillas; ándate con cuidado.
—Bueno, dijiste que lo harías… ¿por qué no lo haces?
—¡Diablo! lo haré por dos centavos.
El forastero sacó dos monedas de cobre del bolsillo y se las ofreció con gesto despreciativo.
Tom las hizo caer al suelo.
En un instante los dos muchachos se encontraron revolcándose por el suelo, aferrados como gatos el uno al otro, y durante un minuto estuvieron tirándose del pelo y tratando de rasgarse las ropas, dándose puñetazos y arañazos a la nariz y cubriéndose de polvo y gloria. Al poco la confusión cobró forma y a través del humo de la batalla Tom apareció sentado a horcajadas sobre el forastero, asestándole puñetazos sin cesar.
—¡Para que aprendas!
Y siguió aporreándole.
Por fin el forastero logró proferir una exclamación ahogada y Tom le dejó levantarse, diciéndole:
—Eso te enseñará. La próxima vez piénsalo bien antes de meterte con alguien.
El forastero se alejó sacudiéndose el polvo de las ropas, sollozando, resoplando por la nariz y mirando hacia atrás de vez en cuando, meneando la cabeza y soltando amenazas sobre lo que le haría a Tom la próxima vez que le pillase. Tom le respondió con gestos de burla y echó a andar lleno de júbilo. Apenas le hubo vuelto la espalda, el forastero cogió una piedra, la arrojó y le dio entre los hombros, luego giró sobre sus talones y echó a correr como un antílope. Tom persiguió al traidor hasta su casa y así averiguó dónde vivía. Se quedó apostado ante la verja del jardín durante un rato, retando al enemigo a que saliera, pero este se negó, limitándose a hacerle muecas desde una ventana. Al fin hizo su aparición la madre del enemigo y le dijo a Tom que era un chiquillo malo, perverso y vulgar, y le ordenó que se marchase. Así que Tom se marchó, pero dijo que ya le ajustaría las cuentas a su hijo.
Aquella noche llegó a casa bastante tarde, y al entrar cautelosamente por una ventana, cayó en la emboscada que le había tendido su tía, que al ver el estado en que se hallaban sus ropas, sintió cómo se afirmaba hasta extremos increíbles su decisión de convertir la fiesta sabatina del muchacho en reclusión y trabajos forzados.
Capítulo II
Llegó la mañana del sábado y el mundo estival se mostró brillante y jugoso, rebosante de vida. En todos los corazones había una canción, y si el corazón era joven, la música salía por los labios. Había alegría en todos los rostros, y viveza en el andar de las gentes. Los algarrobos estaban en flor y llenaba el aire la fragancia de las flores.
La colina de Cardiff, que se alzaba más allá del pueblo, dominándolo, lucía el verdor de su vegetación y se hallaba lo bastante lejos como para semejar un paraíso, lleno de ensueño, tranquilo, incitador.
Tom apareció en el borde del camino con un cubo de cal y una brocha de largo mango. Echó un vistazo a la valla y la alegría desapareció de la naturaleza, al mismo tiempo que una profunda melancolía invadía su espíritu. ¡Treinta metros de vallas de tres metros de alto! Se le antojaba que la vida estaba vacía y que la existencia no era más que una carga. Suspirando, metió la brocha en el cubo y la pasó a lo largo del tablón de arriba; repitió la operación; lo hizo otra vez; comparó la insignificancia del trazo encalado con la inmensidad de la valla que quedaba por encalar y, desalentado, se sentó en una caja de madera. Jim salió brincando por la puerta del jardín; llevaba un balde de hojalata y cantaba Las muchachas de Buffalo. A Tom siempre le había parecido odiosa la tarea de ir a por agua a la bomba del pueblo, pero en aquel momento no se lo pareció. Recordó que en la bomba se hallaba siempre compañía. Chicos y chicas blancos, mulatos y negros se encontraban siempre allí aguardando su turno, descansando, cambiando juguetes, discutiendo, peleándose y armando jarana. Y recordó que, aunque la bomba distaba apenas ciento cincuenta metros, Jim nunca regresaba con un balde de agua en menos de una hora, e incluso hacía falta que alguien fuese por él. Tom dijo:
—Oye, Jim; yo iré por agua si me ayudas a pintar eso.
Jim meneó la cabeza y dijo:
—No puedo, señorito Tom. Amita me dijo que fuese por agua y que no me parase a jugar con nadie. Dijo que esperaba que el señorito Tom me pidiese que le ayudara a encalar, así que me dijo que me fuera y que me cuidara de mis obligaciones… dijo que ya se cuidaría ella de que la valla fuese encalada.
—Oh, no hagas caso de lo que te dijo, Jim. Siempre habla así. Dame ese cubo… no tardaré ni un minuto. Ella ni se enterará.
—Oh, no puedo, señorito Tom. Amita me daría una paliza si la desobedeciera, vaya si lo haría.
—¡Ella! Siella nunca pega a nadie; no hace más que darte un golpe en la cabeza con el dedal, ¿y a quién le preocupa eso, me gustaría saber? Siempre anda con amenazas, pero las palabras no hacen daño… en todo caso, no lo hacen si no llora. Jim, te daré una canica. ¡Te daré una de vidrio blanco!
Jim empezó a titubear.
—¡De vidrio blanco! La mejor de todas, Jim.
—¡Atiza! ¡Eso es una maravilla, vaya si lo es! Pero, señorito Tom, me da mucho miedo la amita.
—Y, además, si quieres, te enseñaré el dedo del pie que tengo irritado.