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Novela policíaca que nos presenta una historia de amor, intriga, venganza y crimen, que ocurre en La Habana de 1957, donde el vicio, la corrupción política y las ambiciones señoreaban, sobre todo en las altas esferas del país, de forma impúdica. Texto que resalta por su discurso diáfano y por la manera en que el autor ha sabido hilvanar los hilos de este género, manteniendo al lector en vilo en cada hecho que narra, sin soltar las riendas del mismo, así como la estructura de los personajes que intervienen, que no se alejan de la época representada.
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Seitenzahl: 235
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición: Bertha Hernández López
Diseño de cubierta y fotografía: Suney Noriega Ruiz
Corrección: Jacqueline Carbó Abreu
Realización: Yuliett Marín Vidiaux
Conversión a E-book: Rafael Lago Sarichev
© Ariel Sarduy, 2021
© Sobre la presente edición:
Ediciones Cubanas ARTEX, 2021
ISBN 9789593141253
ISBN Ebook formato PDF: 9789593141277
Sin la autorización de la editorial Ediciones Cubanas
queda prohibido todo tipo de reproducción o distribución de contenido.
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Índice
Sinopsis
[texto]
Sobre el autor
Cover
Novela policíaca que nos presenta una historia de amor, intriga, venganza y crimen, que ocurre en La Habana de 1957, donde el vicio, la corrupción política y las ambiciones señoreaban, sobre todo en las altas esferas del país, de forma impúdica. Texto que resalta por su discurso diáfano y por la manera en que el autor ha sabido hilvanar los hilos de este género, manteniendo al lector en vilo en cada hecho que narra, sin soltar las riendas del mismo, así como la estructura de los personajes que intervienen, que no se alejan de la época representada.
Era una madrugada extrañamente brumosa. El viento traía una fina y salada lluvia desde el mar cada vez que las olas rompían contra el diente de perro de la costa, labrada durante siglos con la inigualable paciencia del agua y el aire. Un malecón de hormigón separaba las rocas salvajes de una interminable y sinuosa calzada. Algunas ventanas, dibujadas en las fachadas de viejos edificios coloniales, permanecían iluminadas a pesar de la hora, recordándoles a los pocos transeúntes que mucha gente todavía celebraba el comienzo del año 1957. Se escuchaban quedamente, entre mezcladas en el aire, sones y boleros, guarachas y cha-cha-cha, provenientes de algunos gramófonos.
Dos figuras caminaban trabajosamente, una al lado de la otra, por la ancha acera junto al malecón habanero. Eran dos hombres que vestían ropas idénticas, cubiertos con una gruesa y larga capa gris de hule que brillaba cuando alguna luz se reflejaba en ellos, producto de la fina película de agua que les cubría. Uno portaba una linterna innecesaria en esos momentos, pues los faroles del alumbrado público proyectaban círculos amarillentos cada treinta metros, permitiendo ver lo suficiente, incluso con ese clima. De vez en cuando un haz de luz, proveniente del faro del Morro, barría todo el litoral, cortando en dos la oscuridad de la noche y dejando a su paso ciegos por un unos instantes, a los que se atrevieran a mirarlo directamente. Luego se marchaba al mar, oteando el horizonte en su búsqueda eterna de almas en problemas para guiarlas a puerto seguro. Los dos guardianes conversaban entre dientes y apuraban el paso para terminar la ronda e irse a descansar.
—¡Es una noche endiablada para estar aquí afuera! Me vendría bien un trago de ron para calentar el esqueleto.
—Cuando lleguemos al cuartel te doy de lo que me quedó de ayer.
—Entonces apúrate, ya tengo las pestañas llenas de salitre.
—¡Espera! Creo que vi una silueta allá abajo —dijo uno de los guardias, sosteniendo al otro por la manga del impermeable e improvisando una visera con la mano libre, para evitar que el agua salada se le metiera en los ojos. Miró hacia la costa cerrando los párpados, hasta no dejar más que una fina hendidura.
Los dos hombres se acercaron al muro que separaba la civilización de la furia del mar. El de la linterna, la alzó todo lo que pudo para distinguir mejor lo que su amigo le indicaba. En efecto, parado a solo tres o cuatro metros del agua, un hombre delgado y alto parecía meditar sobre si lanzarse a las olas o terminarse la botella que mantenía fuertemente agarrada con su mano derecha. Con la izquierda señalaba hacia el mar, como debió hacer el primer español que vio la flota inglesa en el horizonte de La Habana.
—¡Otro maldito borracho! ¿Por qué le gustará tanto el agua a esta gente? ¿Tú no vas a...?
—No. A mí no me mires. Yo saqué al último y era mucho más grande que ese –dijo el más alto de los dos, cortando a su compañero, alzando los brazos y retrocediendo dos pasos.
Tras un gesto de resignación y con una agilidad que no aparentaba, el otro policía saltó por encima del ancho muro y se acercó al sujeto que permanecía inmóvil.
—¡Eh, amigo! No quiero tener que usar la fuerza para sacarte de aquí. Así que deja para otro día lo que estés planeando y regresa conmigo allá arriba. Además, el agua está congelada —gritó al extraño que se tambaleaba, mientras se encogía un poco y cerraba los brazos para contrarrestar el frío.
El hombre no se movió, ni siquiera parpadeaba. Parecía sufrir una especie de trance. La ropa estaba empapada por el agua salada y su mano se levantó, señalando hacia la nada, en un gesto absurdo que le daba el aspecto de un espantapájaros sin uno de sus brazos. El guardia siguió instintivamente la dirección que marcaba y su vista cayó en un amasijo flotante de redes de pesca y algas, a unos cinco metros del rompiente. Parecía que un delfín o un manatí se había enredado con ellos. Por un instante, el torrente de luz del faro recorrió las aguas de la bahía e iluminó la masa sin forma, sobre la cual tenían puesto la vista los tres hombres. De entre los cordeles y las plantas acuáticas, sobresalía algo blanco que reflejó toda la luz como un espejo. Era una mano deforme e hinchada, pero indudablemente una mano humana. La calma de la lluviosa noche habanera, se vio rota por un agudo y prolongado silbido de policía, anunciando el trágico hallazgo.
Cuando desperté el sol ya calentaba bastante. Era domingo, así que me podía dar ese lujo. Me senté con los sentidos un poco aturdidos todavía por efecto del alcohol. Busqué del otro lado de la cama con la certeza de que algo iba a estar allí y en efecto, un cuerpo desnudo asomaba entre las sábanas haciendo un bonito contraste con el edredón. El cabello castaño le cubría el rostro, pero dejaba ver sus pequeños y bien formados pechos. Lo aparté con un suave gesto y apareció la cara de una bella mujer. Mientras sonreía mentalmente me felicité. No estaba nada mal para un cuarentón como yo y si contaba que no tuve que pagarle, como casi a todas las mujeres que terminan en mi apartamento, entonces tenía el mérito doble.
Me metí al baño para sacudirme la modorra y el agua fría se llevó los restos de la resaca. Me cepillé los dientes y salí envuelto en una toalla, conteniendo la respiración para ocultar las libras de más que ya se acumulaban peligrosamente en mi vientre, con la idea en la cabeza de seguir el combate con la escultura que todavía dormía en la cama; pero al parecer ella no pensaba igual. Ya estaba vestida, con la cartera en una mano y la puerta en la otra. Me dirigió una sonrisa sardónica y salió sin decir una palabra. No sé por qué, pero me pareció que la falta de alcohol en su cerebro le llevó a la conclusión de que ese no era un apartamento de lujo y que yo no era un abogado, como recordaba vagamente haberle dicho la noche anterior. Un poco decepcionado y herido en mi amor propio, me dispuse a hacer lo que hacía todos los domingos; absolutamente nada.
Después del almuerzo, me encontraba a punto de dormirme mientras leía “Entierro prematuro”, cuando alguien llamó suavemente a la puerta. Alguien que no hizo ruido al subir la escalera, ni se apoyó en la baranda suelta, evitando que sonara contra el mármol del piso. Alguien educado como para no tumbar la puerta y definitivamente alguien desconocido; porque si no lo fuera, sabría que los domingos son sagrados para mi mente y mi cuerpo. Ignoré por completo la llamada con la vana idea de que desistiera, aunque sabía muy en mi interior, que no sucedería así; nadie sube cuatro pisos para luego rendirse a la primera. Volvió a tocar como predije con mi entrenado instinto detectivesco. Esta vez fue más fuerte y acompañando el golpe con una voz que me levantó del sofá como si me hubiesen pinchado.
—Señor Fuentes. ¿Señor Fuentes?
—¿Quién llama?
Era una pregunta retórica. Le iba a abrir la puerta así me dijera que era la muerte y que me cortaría la cabeza con una vieja y oxidada guadaña. Abrí solo un poco, de modo que podía ver de quién se trataba sin necesidad de salir. No era una mujer, era una alucinación envuelta en un vestido negro, que no conseguía ocultar las curvas de su portadora, aunque no creo que ese fuese su objetivo. Su piel de marfil, contrastaba con la tela como las teclas de un piano, tanto que daban ganas de tocar alguna sinfonía sobre ella. Entre el fin del vestido y los zapatos de tacón, alguien había tallado dos columnas perfectas, sosteniendo una escultura de carne y hueso, que me miraba consiente del efecto que producía en mí. No me sentí culpable de mi vulnerabilidad, hasta las piedras voltearían a mirarla si tuviesen ojos. No obstante, no parecía importarle mucho, casi podría decirse que le molestaba ser tan hermosa, cosa que la hacía más atractiva aún. En su preciosa cabeza traía un sombrerito también negro, ladeado hacia su derecha, del que caía una rubia cascada que rebotaba en los desnudos hombros, enmarcando de paso la cara más encantadora que jamás había visto. Me pregunté cuántos hombres de este planeta le dirían:
“Disculpe señorita, pero yo no atiendo a nadie los domingos, así que regrese otro día si quiere”, pero su voz no me permitió responderle.
—¿Es usted el señor Fuentes?
—Sí, yo mismo soy —dije poniendo la mejor cara de estúpido que pude, mientras buscaba un balde para recoger la saliva que caía de mi boca.
—Necesito contratar sus servicios. Me dijeron que podría encontrarlo aquí. ¿Puedo pasar?
Antes de que terminara la pregunta ya había cerrado la puerta. A la velocidad de la luz recogí los calcetines del piso, la camisa del sofá, el libro de mi buen amigo Poe y las colillas del cenicero. Me vestí con una mano y me peiné con la otra. Abrí la puerta y allí estaba todavía. La invité a entrar.
—Pase, por favor. Lo siento, no trabajo hoy y no estaba preparado para recibir visitas.
—No se preocupe señor Fuentes; debí haber avisado que vendría, pero tenía tanto apuro que...
—Por favor, llámeme Francisco y no tenga cuidado, siempre es un placer una visita tan hermosa.
No se sonrojó ni medio tono, seguramente ya estaba acostumbrada a que la lisonjearan. Le señalé mi mueble más cómodo y como había recuperado la compostura, me dispuse a tomar las riendas de la conversación como todo un profesional, aunque no podía dejar de mirar aquellas piernas. Se sentó en la punta del mueble con las rodillas juntas y ladeadas en la misma dirección del sombrero, adoptando una pose algo aristocrática al sostener su cartera con ambas manos sobre las piernas.
—Si no le importa iré directamente al asunto. Mi nombre es María, María Mercedes. Hace dos semanas que no sé nada de mi hermana y un amigo suyo de la policía me recomendó venir a verlo. Dice que es muy bueno siguiendo rastros y que es muy discreto.
—¿Y ese amigo es...?
—El capitán Odrisios.
Por supuesto que era él. No conocía a más nadie en la policía, pero me encantaba hacerme el importante con los clientes y era el momento de ganarme un poco de puntos con la rubia. El capitán y yo éramos buenos amigos, aunque casi nunca nos veíamos fuera del cuartel. Desde que le ayudé con un caso que resolví más por casualidad que por intelecto, me mandaba algunos clientes que querían solucionar sus problemas con discreción. Casi siempre eran mujeres que huían de sus esposos, hombres que escapaban de sus esposas o jóvenes que se marchaban de sus casas. Así me ganaba la vida y de paso le aliviaba el trabajo al capitán, quien a veces recibía el elogio de sus superiores y yo el dinero de los clientes.
—¡Sí, como no, el buen capitán Odrisios! —fingí recordar—. Bueno, ¿en qué puedo serle útil, señorita Mercedes?
—Como ya le dije, hace dos semanas que no sé nada sobre el paradero de mi hermana Carmen. Ella siempre va a verme cada dos o tres días en las mañanas y los fines de semana me llama por teléfono invariablemente. De pronto no supe más de ella. Nadie la ha visto, ni en la pensión ni en sus alrededores, como si la tierra se la hubiese tragado.
Su pecho se agitaba en la medida que hablaba y los ojos, claros como un manantial de montaña, se llenaban de lágrimas sin brotar. Me dieron unos deseos inmensos de abrazarla, pero me contuve. En su lugar le ofrecí café.
—Voy a hacer café. ¿Desea una taza? Lo hago bastante decente.
Ella asintió con la cabeza. Fui a la cocina y preparé le cafetera con la habilidad y rapidez de un hombre soltero. Le pregunté la cantidad de azúcar deseada. Tomé dos tazas, le puse una cucharada a una y dos a la otra. Vertí el líquido en las tazas y se la llevé a mi futura esposa. Ella me lo agradeció con la cabeza y bebimos despacio y en silencio. Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro a mi futura esposa. Lo rechazó amablemente y sacó uno de su cartera, manteniéndolo en el borde de sus rojos y carnosos labios. Con un gesto ensayado miles de veces, encendí una cerilla y le brindé fuego a mi futura esposa. Aspiró una bocanada larga y continuó la conversación donde la había interrumpido.
—Perdone que sea tan directa, pero mi esposo me recogerá en media hora y aún no hemos acordado nada.
Como se había acabado de joder lo de mi futura esposa, me concentré nuevamente en el trabajo.
—¿Tiene algún otro familiar con quien su hermana pudo haber ido?
—No lo creo. Tenemos otra hermana aquí en La Habana, pero ella no sabe dónde vive y un tío alcohólico en igual condición, en algún solar de San Isidro.
—¿Alguna foto de su hermana... Carmen; alguna carta, una idea de dónde podría estar? Cualquier cosa en estos casos puede ser de utilidad, aunque parezca que no tiene relación.
Buscó en su enorme bolso negro. Luego me extendió una foto y la mitad de un sobre vacío. En la foto estaba retratada una joven casi tan bella como ella, posando junto a un farol del alumbrado público con un vestido demasiado corto y muy maquillada para esa hora del día. En una postura algo atrevida dejaba ver buena parte de las piernas y sonreía con cierto descaro. Su figura se reflejaba en la vidriera de una tienda de zapatos que le servía de fondo. El sobre tenía escrita a mano una dirección en el lugar del remitente, pero la del destinatario la habían rasgado.
—Había un hombre, alguien especial que llegó a su vida hace poco. Estaba emocionada por ese hecho, pero no me quiso decir de quién se trataba. Cuando yo quería abordar el asunto, se ponía nerviosa y cambiaba de tema. Me llamó la atención porque ella no es así. Cuando se enamoró era solo una adolescente y le salió tan mal que nunca más tomó en serio ninguna relación. Solo me decía que pronto haría un gran cambio en su vida, para retomarla donde la dejó.
—Quizá se refería a estudiar o cambiar de trabajo.
—No. Cuando hablaba, se le iluminaban los ojos de una manera que no puede significar otra cosa que amor. Nosotras tenemos un sentido especial para eso. Usted no entendería, sin que se ofenda.
—No me ofendo. Siendo tan hermosa me imagino que tenga mucho más experiencia que yo en cosas del amor.
Ahora sí se sonrojó y para mi sorpresa se veía más bonita todavía.
—He venido buscando ayuda y usted no para de coquetear conmigo.
Se paró bruscamente y se dirigió a la puerta, amenazando con dejarme solo.
—Es usted del campo, ¿cierto? Huérfana seguramente y es la mayor de las tres hermanas. La otra logró lo mismo que usted, conseguir un buen partido, pero las relaciones entre ustedes están tocadas, no tanto entre usted y ella, pero sí entre ella y la desaparecida. ¿Problemas de amores quizá? Sí, eso suele pasar entre hermanas tan hermosas.
La señorita Mercedes se detuvo y subió la barbilla dándome la razón, pero no se volteó, como esperando más de mí.
—Su hermanita se gana la vida de una manera no muy honrada, con lo cual yo no tengo ningún problema si me pregunta. Ella es la oveja negra de la familia, pero usted le ama, por eso la ayuda económicamente y se mantiene al tanto de sus problemas. Y usted se puede quedar todo el tiempo que quiera, pues su esposo no vendrá a recogerla.
Dejó escapar el aire que mantenía retenido, relajó el cuerpo y volvió a buscar en su bolso mágico. Esta vez dejó caer en la mesa un sobre bastante grueso y siguió su camino hacia la puerta. Al llegar se volvió y me miró con cierta curiosidad.
—Parece que es tan bueno como parece. En el sobre está la primera paga. Si necesita más, cuando regrese dentro de una semana, nos arreglamos.
—La foto que me mostró fue sacada de un cuadro, aún tiene las huellas del marco. ¿Dónde la consiguió?
Entreabrió los labios, sorprendida por mi súper poder de deducción. Yo aproveché para acercarme y mirarme en sus ojos. Tenía otra vez el control de la situación. En una relación, no importa de qué tipo, todo se reduce al control.
—Fui a su apartamento. Es un lugar espantoso. Cuando usted vaya verá de qué le hablo.
—Por ahora quiero que no se preocupe sin razón, no se adelante a los acontecimientos. Nada dice que pasara algo malo.
—Me gustaría pensar eso. Es usted muy amable.
—Quizá ya rentaron el apartamento de su hermana.
—No —respondió enseguida—, dejé pago todo el mes.
—Una última pregunta: ¿Por qué en la policía no le ayudaron?
—El esposo de mi otra hermana es un político muy influyente, parece que su amigo no quiso verse involucrado.
—¿Y qué le hace pensar que yo sí? —dije acercándome peligrosamente.
—Sé que lo hará. Me ha causado una buena impresión señor Fuentes, me alegro de haberlo conocido.
Salió de la estancia sin darme tiempo a pensar en algo para retenerla, quedando claro que la última palabra era suya. Dejó en el aire un suave olor a violetas que duró toda la tarde y la noche. Traté de leer algo, pero no podía concentrarme, ni siquiera con la ayuda de mi amigo Edgar. Así que me vestí y salí a comer y a caminar un rato. Regresé a eso de las nueve de la noche, me bañé y me acosté observando la fotografía de la joven desaparecida. Miré cada rasgo de su cara y de su cuerpo, hasta convencerme de reconocerla entre un millón de mujeres aunque cambiara de color de pelo o de peinado. Era tremendamente bella como su hermana, pero era de una belleza alcanzable, terrenal. La que conocí personalmente era de esas que ponemos en un altar y la adoramos el resto de nuestras vidas. Aunque nos inyecte veneno directamente en las venas, seguiríamos poniendo el brazo para la próxima dosis. Me quedé dormido con la foto sobre mí y tuve sueños eróticos con mi cliente como si fuera un adolescente. Por la mañana, abrí el sobre y conté el dinero. Había el triple de lo que cobraba por semana. Primero sentí pena por María, pero después se me quitó al recordar que era casada y que el dinero era seguramente de él. Me afeité y me dispuse a trabajar. El sobre, con la dirección de la hermana desaparecida, sería un buen comienzo. No sé por qué, pero me sentía con suerte.
Aún no había salido el sol; pero la claridad permitía ver perfectamente cuando, entre cinco hombres, pudieron sacar un cuerpo desfigurado del agua. Lo pusieron sobre una lona gruesa y con cuchillos cortaron la red de pesca que mantenía todo el conjunto en una pieza. Devolvieron al mar las plantas acuáticas y tres cangrejos, separaron el cuerpo de los cordeles de nylon que se habían incrustado en la carne de la desafortunada chica y se la llevaron a la morgue. Allí le realizaron la autopsia. No fue muy difícil dictaminar la causa de la muerte. Una depresión, perfectamente circular del tamaño de una bola de billar en su cráneo, no dejaba lugar a dudas. Los pulmones estaban limpios, por lo que cuando la lanzaron al mar ya estaba muerta. Por lo demás, el cuerpo tenía múltiples mordidas de animales y el rostro irreconocible. Le faltaba la pierna derecha a la altura del muslo y el brazo izquierdo completo, todo estaba hinchado y desagradablemente blanquecino por el tiempo que se mantuvo expuesto a los medios. El forense dictaminó que llevaba muerta al menos una semana, aunque con un margen de error importante, por el estado de descomposición que presentaba. Al parecer le ataron algo pesado al pie para hundirla, pues todavía tenía un pedazo de soga atado al tobillo y el cabo suelto se encontraba deshilachado. Quizá un tiburón u otro pez grande tratando de devorarla, la desprendió de su ancla y se enredó con las redes de algún pescador. Luego, al llenarse de gases el cuerpo, salió a la superficie.
Se documentó todo con lujo de detalles, incluyendo marcas, lunares, cicatrices, talla, peso aproximado, color de pelo, etcétera. Después la policía comparó los datos con los reportes de personas desaparecidas. Dos o tres interesados vinieron a verla sin poder reconocerla y se archivó el caso ante la falta de coincidencias. Se incineró el cuerpo a los siete días, por la falta de espacio refrigerado en la morgue y se le dio sepultura en una fosa común del cementerio de Colón. La policía averiguó sin muchas ganas ni pistas y todo quedó en el olvido, cerrando el caso. Cuando alguien no le importa a nadie, vive una vida solitaria; pero cuando ese alguien muere, es como pasar por el mundo sin dejar huellas. Aunque lo contrario tampoco es la gran cosa, después que mueres da lo mismo si te recuerdan o no. Igual, estás solo.
El edificio en que se alquilaba Carmen era de dos plantas empotrado entre otros dos idénticos. Su balcón era el del centro, en una fachada de tres. El inmueble compartía, como casi todas las edificaciones de La Habana, el mismo portal con el resto de la cuadra. Cientos de columnas soportaban otros tantos arcos de piedra que se extendían en todas direcciones, proporcionando sombra y fresco a los que transitaban por ellos, de forma tal que podría pasear por horas sin sufrir el fuerte sol de la isla.
Crucé los tres metros de granito pulido que separaban la acera de la puerta, hecha de tablas de madera dura, amachimbradas y unidas con pernos de bronce. Estaba abierta y entré. Un piso de mosaicos que necesitaba una buena limpieza me dio la bienvenida. A mi derecha, un buró de caoba sin barnizar soportaba el peso de una carpeta desteñida, un libro grande abierto y una campanilla. Detrás del conjunto se amontonaban periódicos amarillos y cajas de cartón con logotipos de varias marcas de jabón. Algo que aparentaba ser una pintura colgaba de la pared flanqueada por dos lámparas de cobre bruñido. Debajo del cuadro colgaban tres juegos de llaves en una pequeña pizarra.
Usé la campanilla varias veces. Cuando las arañas casi terminaban de envolverme con sus telas para dejarme podrir y comerme luego, apareció el encargado, estirándose y secándose la cara con una pequeña toalla gris o blanca, no podría decirlo con seguridad. Vestía una camisa blanca... o gris, remangada y mal abotonada y un pantalón azul (de eso sí estoy seguro) que se sostenía gracias a unos tirantes que pasaban por encima de sus hombros.
—¿En qué puedo ayudarle, amigo mío? —me preguntó, ocultando la toallita en el bolsillo trasero del pantalón y metiéndose los dedos pulgares en los tirantes.
—Buenos días. Estoy buscando a la inquilina del cuarto 102.
Estos edificios no tienen más de seis habitaciones, pero sus dueños le ponen esos números, porque al parecer, piensan que así suenan más rimbombantes.
—Es muy popular su amiga por estos días.
Se sentó tras el buró y se reclinó, sacando hacia delante la panza y preparándose para una batalla verbal. Yo no tenía tiempo para convencerlo por las buenas ni para conversar, así que puse el retrato de la chica junto con un billete sobre la carpeta sucia. Sabía que la foto no hacía falta, pero era una prueba de que la conocía.
—¿Por qué no me dice cuándo fue la última vez que la vio?
El señor, que me parecía menos simpático que al principio, al parecer tenía el don de la telequinesia, porque no pude ver cuándo cogió el dinero, pero ya lo tenía en la mano.
—Esa foto estaba en la mesita de noche de la señorita, hace dos días.
Me miró, esta vez con recelo.
—¿Es policía?
—Soy investigador privado.
—¡Así que la hermanita lo contrató! Tiene suerte amigo, todos sabemos cómo terminan esas historias de detectives y chicas guapas.
Quiso poner cara de pícaro, pero parecía un perturbado mental, mirando una niña de diez años. Al ver mi expresión de asco, dejó de sonreír y retornó la vista a la foto, fingiendo recordar algo.
—La última vez que la vi, fue el veintitrés de diciembre. Lo recuerdo porque le dije que no estuviese tan triste faltando un día para Nochebuena. Ella no me hizo el menor caso, me pagó el mes que debía y se metió en su apartamento.
—¿Triste, no sabe por qué estaba triste?
—Hacía dos días que su novio no venía y le cayó el mundo encima. Pero el verdadero problema fue a la mañana siguiente, cuando él la visitó.
—¿No me dijo que la última vez que la vio fue el veintitrés?
—Y así fue. Esa mañana no la vi. Yo me preparaba para ir a ver a mi hija y escuché el escándalo cuando salía.
—¿Y qué decían?
—¡No, no, no yo no me meto en las cosas de mis inquilinos, no faltaba más!
Le tiré otro billete que agarró en el aire, con la habilidad de un ave de presa. Este tipo prometía como ilusionista.
—Bueno, en realidad solo escuché palabras sueltas como... “claro que es tuyo”, “ella es la puta” y “me traicionaste”, la que gritaba era ella, el hombre hablaba tan bajo que ni pegándome a la puerta pude escuchar nada.
—Así que pegándose a la puerta, ¿no?
El hombre pareció un poco contrariado. Aproveché para pedirle ver la habitación.
—¡Pero eso es violar la ley, amigo mío...!
Interrumpí su protesta poniendo otro billete sobre el mostrador con un manotazo. Él lo miró como si fuera una cucaracha y lo aplastó, antes que se extinguiera el eco del golpe sobre la caoba. En su lugar dejó dos llaves muy gastadas engarzadas a una plaquita metálica con el número 201. Cuando me marchaba, el sujeto trató de intimidarme.
—¡Oiga, tengo todos los artículos bien contados!
Sin detenerme, le clavé una mirada justo entre los dos ojos y me dirigí a las escaleras mientras se desangraba a borbotones sobre el mueble. Caminé hasta encontrar la puerta que buscaba. Inserté la llave y la giré suavemente, casi con miedo, como si de pronto la mujer pudiese aparecer y gritarme, pero nada pasó. En cambio, me recibió un vacío frío y ausente. Un perfume de flores marchitas golpeó suavemente mi nariz. Cerré la puerta tras de mí y observé el panorama que ofrecía el pequeño apartamento. Dos copas casi vacías, mostraban varias marcas, producto de la evaporación del vino día tras día. Un zapato de mujer en la sala, seguramente de la desaparecida; el cenicero lleno a reventar, un centro de mesa con un ramo grande de flores muertas. Fui al cuarto. Allí encontré el mismo ambiente de desolación y pérdida. Gavetas y armarios abiertos, vestidos por el suelo. No hacía falta un cadáver para saber que aquí había muerto alguien.