Las ciudades que soy - Jesús Díez Fernández - E-Book

Las ciudades que soy E-Book

Jesús Díez Fernández

0,0

Beschreibung

Interesantísimo libro de relatos pseudobiográficos en los que su autor, Jesús Díez, examina la relación del escritor con su entorno. Más concretamente, con la ciudad; escenario de sus ideas, proyector de historias y contertulio de un diálogo mudo. ¿Hasta qué punto influencia una ciudad en lo que imagina el escritor? ¿Hasta qué punto cambia el paisaje urbano la imaginación del autor? Todas estas preguntas y muchas más quedan respondida en esta antología irrepetible.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 464

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Jesús Díez Fernández

Las ciudades que soy

 

Saga

Las ciudades que soy

 

Copyright © 2017, 2022 Jesús Díez Fernández and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728392713

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Entre mis brazos estáis desnudas

la ciudad, la tarde y tú…

¿Dónde termina la tarde, dónde comienza

la ciudad?

¿Dónde termina la ciudad,

dónde comienzas tú,

dónde termino yo, dónde comienzo?

Nazim Hikmet

Ocurre con las ciudades como con los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado, pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo, o bien su inversa, un miedo. Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso, sea secreto… De una ciudad no disfrutas las siete o setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya… Hay ciudades que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y otras en las que los deseos o bien logran borrar la ciudad o son borrados por ella… La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo… La ciudad para el que pasa sin entrar es una, y otra para el que está preso de ella y no sale…Al llegar a cada nueva ciudad el viajero encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no eres o no posees más te espera al paso en los lugares extraños y no poseídos.

Italo Calvino (Las ciudades invisibles)

La soledad del nadador

Tal vez fue un cúmulo de casualidades lo ocurrido aquella tarde, eso que los astrónomos denominan una alineación de planetas. A finales de noviembre hacía demasiado frío para pasear por el bulevar del barrio, donde me había mudado recientemente. Primero me detuve frente al escaparate de una librería, para ver las novedades editoriales. Después entré en la cafetería contigua, donde sólo quedaba libre una de las mesas. Aún estaba sin recoger: una taza con posos de café, un trozo de azucarillo y su envoltorio roto, también la cucharilla usada y vuelta sobre el borde del plato.

Ocupé una de las tres sillas, luego giré levemente la cabeza buscando al camarero. Pasados unos segundos, al regresar con la mirada sobre el mármol de la mesa, advertí sobre ella algo que antes no le había prestado ninguna atención, dos servilletas de papel. Una de ellas tenía restos de carmín, evidencias de haber sido utilizada. Tal vez limando el tono rosa dejado por unos labios de mujer, en el borde curvo de la taza. La otra servilleta parecía estar limpia, aunque era una bola de papel arrugado entre los dedos de alguien, y además denotaba estar escrita.

Fue un zarpazo de curiosidad lo que cruzó mi pensamiento. Me fijé en la servilleta arrugada, luego la retiré de la mesa temiendo que viniera el camarero y se la llevara. Durante los siguientes segundos, después de alisar el débil papel y haber leído lo escrito, afloró en mi garganta un susurro, una pregunta que nunca antes me había planteado: Si sería posible vivir sin el amanecer.

―No es más que una servilleta, déjeme que la tiro y le limpio la mesa.

―Me la quedo, quiero leer lo escrito en ella. ¿No le importa, verdad?

―¡Ya ve, a mí…! ¿No será usted de los que se acercan a la orilla del océano al oscurecer, esperando encontrar mensajes de náufragos dentro de botellas a la deriva?

Sonreí la ocurrencia, y a la vez aproveché para solicitarle un café. Cuando se fue el camarero, volví a planchar con las yemas de los dedos la servilleta de papel, a releer el texto escrito débilmente con lápiz de color negro: Cerró los ojos y no miró hacia atrás. Sólo llevaba con él, el olor a tierra intensa del amanecer.

Desde que había llegado a la ciudad para trabajar en el periódico, era la primera vez que entraba en aquel espacio de nombre nada vulgar, más bien un tanto turbador: La soledad del nadador. Las palabras que aparecían escritas en la servilleta con más nitidez y subrayadas con lápiz de color rojo, eran: olor a tierra, amanecer. Al ser para mí las más visibles, eran sin duda las que me habían empujado a recoger el envoltorio de papel.

Mientras dejaba la taza de café sobre la mesa, el camarero siguió hablándome con cierta discreción…

―Todos los viernes aparece esa mujer, a la misma hora. Siempre se sienta donde está usted hoy. Ese día le tengo reservada la mesa. Sé lo que tengo que servirle. Ella saca un libro del bolso y se pone a leer. Pasa la hoja, un sorbo de café y avanza otra página. Está una hora más o menos, leyendo y escribiendo en las servilletas. Sin prisa pero huyendo de algo, intuyo…

Sonaba como fondo musical la voz de la cantante Mercedes Sosa, dándole Gracias a la vida. Al lado de la taza, yo había colocado la servilleta con el mensaje escrito. Lo leía otra vez intentando memorizarlo, colgándolo del pensamiento como un amuleto en el que reconocerme. Luego cerraba los ojos, para que el olor a tierra intensa del amanecer me abriera los ventanales de un pasado lejano, el de la infancia rural. Cuando los volví a abrir, oí cercana la voz del camarero, estaba inclinado frente a la mesa queriendo completarme la confidencia anterior.

―También hay un gesto que la mujer repite, cuando viene los viernes a este Café. Incluso ya levantada de la silla para marcharse, parece que le asaltan las dudas: Si llevarse la servilleta que ha escrito, insertándola en las hojas del libro que ha estado leyendo, o arrugarla entre los dedos y dejarla sobre la mesa a la deriva, como ha hecho hoy.

Fue en ese preciso momento en el que el camarero terminaba de hablarme, cuando se volvieron a alinear los planetas. Descubrí no sin cierta alegría, que el otro lado del papel también estaba escrito. La misma letra, el mismo color del lápiz: Allí donde se junta el mar y la orilla. En esa efímera existencia alimentada siempre por la luz de la vela…

El camarero se había ido para atender a las personas de otras mesas. Mientras, seguían sonando cantados con una voz dulce y potente, más versos de la misma canción: Gracias a la vida que me ha dado tanto. Me dio dos luceros que cuando los abro, perfecto distingo lo negro del blanco y en el alto cielo tu fondo estrellado, y en las multitudes el hombre que yo amo..

Me llevé la taza a los labios, apurando el café antes de que se enfriara. Saqué del bolsillo interior de la cazadora la pluma estilográfica. Después de algunos minutos de mirar a través del ventanal, observando a la gente caminar el bulevar en una y otra dirección, me puse a escribir en un pequeño espacio en blanco de la misma servilleta. Estas palabras alumbradas ese día, serían mis primeros versos: Las hojas del otoño son cromos en mis manos./Son interrogantes de un mar de neón y de un amor difícil,/ detrás de los espejos heridos por el viento huracanado./Gracias a la vida y a las palabras, que no se cansaron de esperar,/que no se cansaron de mirarme…

Pedí al camarero que me trajera la cuenta. Dudé si continuar aquel juego de náufragos, y volver a arrugar la servilleta con el mensaje de los primeros versos escritos por mí, dejándola dentro de una botella invisible. Según el cálculo de probabilidades podría recogerla otro náufrago, sólo si estaba asomado al mismo faro del mismo acantilado. Antes de salir del Café le entregué la servilleta al camarero, haciéndole portador de mí deseo, para que el viernes siguiente se la diera a la mujer.

Pasado casi un año y después de algunos viajes, donde cubrir noticias de provincias para el periódico en el que trabajo, una tarde volví a entrar en el Café. Me reconoció el camarero, señaló con el dedo la mesa donde me había sentado la vez anterior, indicando que estaba libre. Antes de preguntarme lo que iba a tomar, se agachó hasta la altura de mis oídos y aún así procuró hablar en voz baja.

―La mujer estuvo aquí y le entregué la servilleta. Mientras leía lo escrito por usted, vi aflorar una sonrisa en sus labios, después dibujó un gesto de tristeza. Sacó del bolso un pequeño libro, creo recordar el título: La realidad y el deseo. Leyó de él, escribió sobre otra servilleta que ese día sí se guardó dentro del libro, con la que usted me dio escrita por los dos. Al marcharse sonrió y añadió cantando: Gracias a la vida, que me ha dado tanto… Desde ese día, ya no ha vuelto por aquí.

 

Postdata :

Notas que he encontrado escritas en mi cuaderno Moleskine, con fecha del 15 de Noviembre de 1976: el CaféLa soledad del nadador es un espacio muy agradable, sin cortinas en los ventanales. Colgado de la pared frontal y presidiendo las conciencias de los tertulianos, hay un reloj muy antiguo y afortunadamente con las agujas varadas. Su estado de náufrago certifica una alegría posible y soñada para mí. Una metáfora literaria, de cómo al escribir queremos detener el tiempo. La imagen del reloj parado se multiplica hasta el infinito, debido a la cantidad de espejos que arropan las paredes de este Café.

En el Café La soledad del nadador, como en las orillas de los acantilados del océano, a veces llegan botellas a la deriva, llegan cansadas, dando tumbos, con mensajes escritos por remitentes o náufragos que desconocemos. Hoy 15 de Noviembre de 1976, he encontrado sobre la mesa del Café donde acostumbro a sentarme, una servilleta de papel con este mensaje escrito: Y el hierro oxidado por los tiempos, y aquellas palabras dirigidas al oeste, permanecen en los grafitis del amanecer, y sólo el viento sabe que el faro existe, allá donde el escenario desaparece tras el cristal opaco de la realidad. Hoy tengo entre los dedos, una nueva tabla de salvación a la que agarrarme. Leo en la espuma de las olas, mis labios acarician las palabras en una servilleta de papel. Son los versos de un náufrago. Es de noche y el faro está apagado. Los relojes que se multiplican en los espejos del Café, tienen las manecillas varadas. Sin remedio, me hundo en el abismo submarino. Soy olvido, para siempre olvido.

Un niño en las calles sin nombre

Yo era un niño que pasaba mucho tiempo en la calle. En las calles que nadie había puesto nombre. Y en mi recuerdo pasados los años, hay cosas que no están muy claras y sin embargo la nitidez de otras, forman parte esencial de mi existencia. Fui amamantado por las calles que no tenían nombre, con sus ruidos atroces y los gritos potentes en imágenes que la niebla educada trataba de falsificar. Al recordar las calles sin nombre, otra vez oigo su música furtiva en aquel violinista que improvisaba los acordes sutiles, inmensos, marginales, y a la vez escribía pentagramas violentos en muros de ladrillo, que luego serían derribados para allanar el camino hasta la antesala del infierno.

Escucho las voces, la crispación de aquellos testigos que querían decirnos la verdad. Aunque en mi cerebro reverbera la guerra como una contraseña, una mentira embaucadora escondida en esas trastiendas de una ópera cantada a la belleza. Yo era un niño irritante, que estaba siempre levantando el telón en aquel teatro de marionetas al otro lado del río Salzach y del Mönchsberg. No era fácil arrojar del pensamiento el origen de los sótanos, el frío de las fronteras, la enfermedad y la muerte. El aliento reducido a escombros y a falsificación, era una señal más de la iluminación escasa en las calles sin nombre.

Yo era un niño sentado en el tronco de un árbol derribado por los bombardeos. Cada vez que levantaba el telón descubría un secreto y al querer encontrar la verdad, ésta siempre era un error. Es por eso que el absurdo me hizo tomar la dirección opuesta. Entonces me crucé con seres anónimos o no, que un día tras otro alguien había convertido en monstruos—marionetas. Y de aquellas figuras que les habían asignado, antes de ser arrojadas a la basura o a la lumbre por su deterioro, surgían de forma voluntaria otros muñecos sumisos. Dictaban nuevas órdenes que aceleraban el proceso de control y de aniquilación de los hombres, mujeres y niños, así hasta el infinito. Yo era un niño en las calles sin nombre, sin autorretrato, ni feliz ni infeliz. En todas las cosas y en ninguna estaban los dos conceptos.

Durante días y años enteros, detesté formar parte de aquel escenario. Veía repetidas las figuras humanas atrapadas por los harapos, y las vestimentas prestadas con la peor intención. Sus conciencias colgaban de tubos de escayola, de alambres oxidados o máscaras de porcelana. Por eso creía necesario seguir levantando el telón, sin aceptar papeles de actor pusilánime. No quise inmolarme en el attrezzo del olvido, con él pretendían envolvernos el cuerpo y el pensamiento, para luego ser despeñados en el frío de los sótanos. Yo era un niño del origen, del sótano, del aliento, del frío, un niño apartado por la brutalidad de los más fuertes. Yo era abofeteado dondequiera que me encontrara, en las calles, en el hospital, en el colegio, en los lavabos, en el dormitorio. A todas horas crecía en el castigo en el barracón del pulmón enfermo, contemplando mudo e inmóvil el techo de la sala al amanecer, al mediodía, por la noche.

Yo era uno de aquellos niños de las calles sin nombre. Y un día de lucidez al levantar el telón en la función asignada, un ángel caído del cielo de Salzburgo me invitó a tomar la dirección opuesta. Seguramente por eso me han atado a la camilla: El cirujano da sus órdenes. Otra vez oigo inspire, no respire, inspire, aguante el aire, espire lentamente, respire otra vez normal…me he acostumbrado a esas órdenes, quiero ejecutarlas correctamente, lo consigo. De pronto me siento débil, más débil aún…

Me rebelo, soy un ángel caído. Soyun niño de las calles sin nombre, y por eso era imposible que dejara de respirar por mi propia voluntad. Y aunque tenía miedo a decir no y a equivocarme, me olvidé por completo de las reglas de juego. Seguí levantando sin parar el telón del teatro de marionetas, quería volver a caminar con aquel ángel caído al otro lado del Mönchsberg y del río Salzach. Ahora estoy caminando en la lucidez, hacia afuera de los límites que trazan los agrimensores en las circunferencias del alma de las ciudades y los que las habitamos.

Monólogo de una barca

Quiero despertarme de este sueño de arena que me atenaza. De repente he oído un latido lejano. Es el océano y vuelvo a cabalgar en él con el pecho desnudo. Río con él dejando que los clavos profundos, esas yemas azules de sus dedos me atraviesen el vientre de madera. Todavía percibo en mis labios el abismo, el sabor salino de esas flores desconocidas con las que se llenan de olvido los jarrones del anochecer. Sé que ahora viajo a las tinieblas, ya no son las olas las que me acercan y me alejan, las que me llevan y me traen en sus grandes hombros. A veces oigo voces, susurros, sonoras carcajadas de los que habitan las dunas, una mezcla de pétalos abismales y de estrellas cayendo sobre mí. Lo que ha de venir forma parte del viento, él hace rodar las conchas marinas y el temblor de esa luz que arrastra el poniente en su arcoíris multicolor.

Veo acercarse a la gente, me miran de frente y de costado, pisan la arena a mí alrededor. Simplemente observan con desgana, culpándome del propio deterioro. Sólo los niños se suben a mi cuello, a lo visible aún del mascarón de proa, y parecen comprenderme. Hoy poco después del amanecer se acercó un fotógrafo, se puso en cuclillas frente a mí. Pensé que iba a mirarme a los ojos, a preguntarme el porqué de mi soledad, y quiénes fueron los tripulantes en mis últimos viajes. Sólo sacó varias fotos, soy una curiosidad más en la extensa playa. Creí que tendría demasiada prisa, es lo habitual, pero tardó un tiempo en marcharse.

Nos miramos. Él no se da cuenta de que yo le miro. No nos conocemos y al cabo de un rato él aparta la cámara. El desconocernos crea indiferencia y una cierta hostilidad. Él persiste y me mira, me rodea con sus pisadas como hacen las gaviotas en el atardecer, incluso se sienta en uno de mis costados. Siento que su equipaje es ligero. Abre un libro y durante unos minutos se pone a leer: Dos en los cuerpos, uno en vencer el tiempo fuimos. Tuproa flota y toma rumbo al arrecife del silencio. Luego se quita la ropa, y tiende su desnudez sobre la arena aún húmeda del rocío que me cubre. Alarga sus brazos, me rodea de silencio y metáforas en ambos costados, dejando que su cabeza se cite como otra máscara al lado de la mía.

Por un instante, siento a las olas salpicar de espuma nuestros ojos. Vuelvo a ser feliz, aunque enseguida me despierto. La realidad me inquieta, me acelera el pulso. La vida que se encuentra a mí alrededor, no tira de esa fuerte maroma que debe devolverme al océano. Sigo aprisionada por un reloj de arena cada vez más gigante. Como otros días sin niebla, hoy, una bandada de gorriones desciende buscando restos de comida que han dejado los bañistas. El repicar intenso de unas campanas en la ciudad cercana, les asusta. Les veo alejarse dibujando abanicos en el aire, formando rápidas pinceladas con sus alas abiertas. Oigo de nuevo los diálogos de los náufragos, son formas con las que expresan el júbilo antes de ahogarse en el horizonte. Se asemejan a un puñado de semillas, que al abrir los dedos lanza el sembrador. Sin remedio van hacia lo invisible del océano, haciendo crecer preguntas sin respuestas, tan cerca y tan lejos de nosotros. Son las mismas dudas, que siguen estando presentes en mí existir.

Un espejo y dos rostros

Un hombre vestido de manera sorprendente y silenciosa, me mira. También yo le miro tratando de apartar una cortina de lluvia, en el espejo que nos ha puesto frente a frente a los dos rostros. Los ojos de un rostro son la vida, los ojos del otro rostro son la literatura.

Toda la noche ha llovido en las crines del jardín. Hay un vestido de hojas rojas desprendido, el Árbol de Júpiter está desnudo y le acaricio el cuerpo con los ojos. Ha regresado el otoño a la ciudad. No es fácil huir en los corceles del color y deshacerse en la niebla, o habitar escondido como el frío en los párpados de invierno.

De manera silenciosa ella se acuesta a mi lado, y sonríe con sus labios a los disfraces de mi piel. Lo sabemos los dos. En nuestras manos, el nacimiento del frío lo acalla ese pincel de fuego, de ébano y marfil con el que un músico toca la trompeta. La noche tiene catedrales oscuras y ennegrecidos pulmones. En ella busqué el refugio, en ella el olor de las manzanas reinetas, madurando en arcones de neón y no de trigo. La noche va zurciendo las nubes a tu cuerpo, extendiéndose en las palabras que pronuncia el musgo, en la locura o el júbilo de las granadas y los membrillos maduros.

Tan cerca y tan lejos el sol del olvido, la belleza del viento, la nieve de las lágrimas que se enhebran en la misma aguja, en el mismo ojal que tiene la pluma estilográfica. La duda sigue reflejándose sobre un espejo roto. ¿Se escribe o se vive la vida? ¿Escribir es otra forma de habitarla? Juguemos a perdernos. Una luna escondida pero soñando, y el jazz que mantiene despierta a la Venus de Milo. La lluvia de perseidas que sube y baja los siete peldaños celestiales, todos necesarios para ser más libre.

Un hombre vestido con el color confuso que añaden las derrotas, de nuevo está frente al espejo tomando posesión de su sombra del tiempo, de esa prisa de ave nocturna que se sueña en el sueño. Sigue escribiendo una página nueva, en el cristal que se ha de romper al despertarme. De manera silenciosa ella se tiende a mi lado y teje las velas, escondiendo en ellas a las gaviotas lejanas, van envueltas en sábanas azules y en el despertar sin brújula.

El sol, jugador de naipes

Quise evitar que viniera a despedirme a la estación. Hubiera preferido salvar nuestras miradas dentro del soñoliento color de otra postal, para poder arrebatarle el alimento de los labios. Quería llevarme el pulso de su desnudez como perfume invisible que tienen las despedidas, todo en otro paisaje que no fuera asomándome a la ventanilla del tren que está a punto de partir. La busco entre la multitud del andén, y mis ojos son algo más que un juego de la memoria. Hubiera deseado recordarla en su hermosa buhardilla del barrio antiguo, mirando a través del ventanal cómo crecen las uñas doradas del atardecer sobre el río enturbiado de carbón. Y dejarla recostada en la melancolía de la mecedora con un libro en las manos, y antes de irme ayudarle a pasar una a una las páginas amarillentas, hasta encontrar éstos versos: Fue cuando el vino fuerte… El otoño había tejido ya el mimbre en torno a las botellas.

Pero ya es tarde para dejarse envolver por la tristeza y el tren está saliendo del regazo de la ciudad, como una mariposa que busca el maleficio del otoño. Y sobre el andén veo que se aleja el rostro de Elvira, surcado por las gotas de la lluvia. Yo sabía que el horizonte de esta ciudad era una balsa hechicera rodeada de torres nevadas, donde bebíamos la luz alcohólica de sus versos, y a los náufragos sí nos importaba la brevedad de la vida. Ahora es cuando valoro y necesito subir de madrugada a los acantilados de la ciudad, al despertar los rocíos góticos. Ahora me envuelvo en las telarañas de la niebla, invirtiendo con la yema de los dedos el pensamiento del alba que crece en el castillo deseado.

Todo esto es un prólogo para ilustrar una despedida. Desde el andén, entre paneles escritos en un idioma electrónico, aún adivino sus ojos remoliendo la harina de la tristeza. El tren avanza deletreando los mismos raíles que mis sueños. El tren es una armónica en busca de los labios periféricos, y el sol a lo lejos es un jugador de naipes, cayendo sobre los innumerables tejados en la ciudad vieja. Estoy recostado en el asiento del tren y el recuerdo me hace caminar con ella por una cosecha de tabernas y adoquines lavados por la lluvia. En los amaneceres, viajábamos en la mansedumbre de las estrellas antes de que se apagaran, y bebíamos el alba en las calles al lado de otros amigos.

Fue una noche después de amarnos. No recuerdo cual fue el motivo, por el que comenzamos a hablar sobre la Guerra Civil. En el silencio nocturno, aliviando de dudas nuestras creencias, oíamos la respiración agitada de una aceña dando vueltas en un canal cercano al río. Hubo un momento en que los dos permanecimos callados durante un buen rato. Elvira se alejó de la cama, alzó las manos hacia una estantería repleta de libros y carpetas con archivos. Regresó con un álbum de fotos y varios recortes de periódicos en color sepia. La luz de la lámpara se evadía en su mirada, y extrajo con cuidado temiendo que se rompiera uno de los recortes guardados en el álbum. En la pared de la habitación se dibujó el tintineo de la noticia, el reflejo del temblor de sus dedos sujetando la hoja del periódico.

Al mostrarme el titular en letras grandes encima de la fotografía, susurró con claridad:

―Este que ves en la foto sin los ojos vendados frente al pelotón de fusilamiento, en los primeros días de la Guerra Civil, es mi padre. Se llamaba Diego.

Volvió a pronunciar su nombre más pausadamente, casi deletreándolo y añadió con mayor firmeza:

―Yo tenía entonces apenas dos años, no recuerdo nada de él. Fue sacado de nuestra casa por la noche. Y fusilado en el desconcierto de los primeros días de la guerra, detrás de la tapia del cementerio.

La miraba desconcertado, sentía palpitar en las yemas de mis dedos el recorte de periódico, extraído del álbum para apreciar la fotografía con mayor nitidez.

―La imagen se publicó en el periódico de la ciudad al día siguiente, imagino a modo de escarmiento. Fue mi madre la que tuvo el valor de guardar esta hoja impresa. Quería que de mayor yo conociera cómo habían matado a mi padre.

Me di cuenta que estaba comenzando a llorar, cuando añadió…

―En el mismo periódico había más fotos de aquel suceso, pero no quise guardarlas, eran imágenes crueles. He preferido quedarme solamente con esta y admirar en ella la serenidad del guiño humano, frente al ojo del cañón que le va a asesinar.

El tren sigue paso a paso sofocando el poniente, y yo precipito la mirada fuera del vagón. Estoy una vez más, tratando de encontrarla en el recuerdo. A lo lejos va naciendo un pasillo de cables y raíles que carecen de sonrisas sinceras. En mis pupilas llora sólo la distancia y no veo a Elvira sobre el frío andén de la estación. Hubiera preferido que su risa de jazz, se quedara en esta despedida como un collage de calles y plazas soñolientas; eternizada en el otoño, en el trote sonoro de los cascos que tejen los caballos blancos de la niebla.

Vuelvo a recordarla en el misterio nocturno, abriendo los telones a las marionetas, como la nieve abre los ojos al escenario del invierno. Quisiera retenerla a través del espacio abierto en su buhardilla, junto al molino roto y varado en un tiempo de silencio. Tantas veces amándonos en la verdad del río, creyendo como él, que el viejo puente que une la ciudad pasaba por encima de nuestra desnudez y nos arropaba con su bufanda de bruma, de estatuas y piedras silenciadas.

Desandar los recuerdos ahora que regreso en el tren, aunque esa ciudad al norte no quiera ya soltarme. Yo había llegado a la ciudad hacía año y medio, al comenzar septiembre. En tan sólo estos meses, el reloj de aguas subterráneas que atraviesa cada ciudad, me había atrapado en sus clepsidras. Muestro primer encuentro fue hace dos años en el Museo del Prado en Madrid, algunos domingos yo ejercía de guía amateur en las salas de Goya y Velazquez.

Después de aquella noche en que me habló de su padre y vi la foto que de él guardaba, comprendí la pasión mostrada como pintora por la luz, la sombra, el trasmundo que representan estos dos pintores citados. También entendí porqué sus ojos se quedaron clavados aquel primer encuentro del museo, en un cuadro dramático y tan alegórico para ella al contemplarlo: Los fusilamientos del tres de Mayo. De alguna manera Goya y este cuadro en concreto, le hacía regresar a su ciudad natal y al recuerdo de su padre, a su rostro y a esa existencia difícil de enjugar con lágrimas. El cuadro le acercaba a la luz humana que ilumina la noche, y se enfrenta con la mirada limpia al ojo de un fusil que le va a aniquilar.

Aquel día de nuestro primer encuentro en el museo, mientras yo trataba de explicar a un grupo de visitantes el cuadro de Los fusilamientos, fijé mi atención en ella al escucharle este comentario: La historia se repite. Trascurridos los años, en el cuadro y en la foto que guardo de él, están representados los mismos actores. ¡Qué tristeza en el corazón del pincel, y en el ojo humano manejando la cámara fotográfica! Al terminar el recorrido en el museo quedamos para comer, y seguir hablando de arte y literatura. Antes de despedirnos, nos dimos las direcciones mutuas en cada ciudad. Prometí que en el otoño siguiente iría a visitarla, así podría conocer en su estudio la obra pictórica realizada hasta entonces por ella.

Todo esto es un epílogo, para ilustrar el silencio de dos gotas de rocío frente al sol, cuando amanezca de nuevo. Ahora regreso en el tren haciendo de la distancia un monólogo, recordando el día que llegué a su ciudad natal. Habíamos quedado en un lugar donde salvar la duda y la belleza. Atravesé emocionado el umbral de la puerta del Café. La busqué entre la bruma, estaba sentada en una vieja silla, atrapada entre el humo del cigarro. Ataviada con las notas musicales, que desgranaban los dedos de los músicos en un violín y un piano. Leía uno de mis primeros poemarios y al levantar la vista en un sorbo del ajenjo, su sonrisa se dibujó en los labios. Busqué las hojas que el otoño desprende en los cerezos centenarios, y el viento consigue unir en los colores ocres y hacerlas navegantes. Ahora marcha el tren sofocando el poniente, mientras el sol a lo lejos es un jugador de naipes, que ha vuelto a ganar el horizonte de otra ciudad.

Cinema Emperador & Cinema Paradiso

La piel de las cerezas en mi boca, me recuerdan sus labios. La solía llamar con este nombre, Cereza. Al abrir los ojos necesitamos la ficción y al cerrarlos nuevamente también, porque en la pantalla del cine aparece la realidad de una palabra escrita, indicando el final del sueño. Sombras invertidas de una habitación oscura, que el tiempo interpreta sobre la pared en blanco. La gran avenida por la que caminamos a lo largo de la vida, sin apenas luz. La volví a ver subiendo la escalinata principal de un Cinema emblemático. Los tacones elevados de sus zapatos rojos acariciaban el vacío, agrandando los recuerdos a medida que nombraba uno a uno los escalones de mármol. Una vez alcanzado el primer piso, desapareció con rapidez tras el dintel de la puerta que daba acceso a uno de los palcos. Busqué el billete de entrada en la cartera: Teatro Emperador y una fecha, indicándome la última proyección que se iba a emitir antes de clausurar el cine. La película era una metáfora del Séptimo Arte, su título: Cinema Paradiso.

El acomodador me indicó con diligencia el asiento en el patio de butacas, y me devolvió la entrada, un trozo de papel rectangular ya mutilado. Fue al colocarlo de nuevo en mi cartera, cuando presté atención al título que figuraba impreso en otra entrada con formato diferente, y que aún la guardaba en uno de los apartados del billetero. Era de una proyección en este mismo teatro y en los años setenta, la película se titulaba Isadora. Aquel día lejano la lluvia escribía sus propios pentagramas, unía las miradas de una mujer acomodada en un palco, a mis ojos que partían del entresuelo, hasta fundirse y escribir la misma partitura sobre la inmensidad blanca de la pantalla.

Cuando éramos niños trepábamos a los cerezales. Con una mano nos aferrábamos al tronco del árbol y a las ramas más altas. Con la otra mano cogíamos los frutos, las cerezas más rojas rociadas del sol de los veranos y las llevábamos hasta nuestros labios. Allí las reteníamos haciéndolas con deleite más nuestras. La piel de las cerezas en mi boca, me vuelven a recordar sus labios. Besos de cine, como esos labios que sabían a fruta, y el tiempo entre los arcones del trigo no hacía sino madurar con mucha más rapidez.

Giré ligeramente la cabeza y levanté la vista. Aquella mujer volvía a estar sola en el palco, como en los días lejanos cuando la conocí. Fijos los ojos en las últimas imágenes, proyectadas sobre la pantalla del Cinema Emperador&Cinema Paradiso. Estábamos en otoño, sin embargo en la sala del cine olía a flores de cerezo, también en los techos y corredores iluminados de luces y sombras, y en el anfiteatro. El público antes de salir, lanzaba las últimas miradas a un firmamento de estrellas que iba a desaparecer con la luz del día. Todo giraba como en el carrusel de un extraño y a la vez maravilloso sueño, el de la sala del cine. Todo aquel universo de constelaciones estaba aún a nuestro alcance, sin necesidad de brújulas, ni telescopios o astrolabios antiguos.

La esperé en la puerta de salida, buscando de ella tan sólo una mirada de complicidad antes de un nuevo final, sabiendo que la vida es una continua despedida. El cine que ya no existe también es cine, la lluvia sobre la ciudad y el álgebra de la linterna mágica. Ella cruzaba frente a uno de los laterales del teatro, sorteando los coches y los fotogramas que proyectaba el neón de las farolas. Era la silueta de una mujer madura, engalanando sus pasos de olvido y de recuerdos entre los adarves encendidos de la muralla antigua. Me fui tras de aquella sombra, sabiendo que sólo me quedaba París, Lisboa, el viaje sin destino a Ítaca, y la piel de las cerezas en la boca, porque al abrir los labios seguimos proyectando Cinemas Paradisos.

El buceador de Gutenberg

Desde hace un largo tiempo, tal vez diez o quince años, frecuento una de las librerías de viejo más antigua y de más ternura anacrónica, en la ciudad de provincias a la que me trasladé después de mi jubilación en la Universidad. A este recuerdo me remite el destello de una foto, con la noticia por otra parte estremecedora y que aparece en la portada del periódico de hoy: Arde la librería de viejo El buceador de Gutenberg. Una hoguera de palabras arde sin control, durante al menos dos horas de esta madrugada. El fuego ha devenido a silenciar, a reducir a cenizas miles de libros, algunos con los textos más hermosos escritos por Homero, Cervantes, Chéjov, Dostoievski, Kafka, Borges, Lorca, Pessoa, Onetti… Y de otros muchos escritores, que se hilvanaban como un tul de coral en las profundidades de los anaqueles, y en las estanterías de esta librería más que centenaria de nuestra capital…

El café sigue intacto en la mesa del escritorio. El tiempo trascurrido sin llevarme la taza a los labios, mientras leo la noticia del periódico, es un abanico inquieto y lo ha dejado frío. He tenido que calentarlo de nuevo en un pequeño cazo. El aroma salta por la habitación entre las dunas de libros, y regresa como un velero en su armonía de brújulas por encima de las hojas del periódico. Al final llega a mi pensamiento, lo enmascara de memoria y olvido otra vez.

Los libros cuando se leen dudan, te hacen preguntas, sueñan la realidad como tú. Pero cuando arden, sólo lloran tratando de apagar con lágrimas el fuego que les envuelve. Y si no lo consiguen, las mismas lágrimas les ahogan los ojos, se quedan ciegos, rotos. Este es el sueño de una música que nadie nos enseña a componer, de un recorrido para ir o venir en la vida sin demasiado sosiego. Un rito nunca del todo aprendido, para atravesar la sima de la noche y la desorientación del propio olvido. Una voz, un eco me lo reveló… El amigo sentado a los pies de una cama de hospital, donde hace años yo estaba ingresado. Tres años antes, los dos habíamos viajado juntos a la ciudad de Sarajevo. Por aquellos días de la hospitalización acababan de bombardear e incendiar la biblioteca de la capital Bosnia, reduciéndola a un letargo de escombros, de letras incineradas, de humo y cultura que se esparce o desaparece para siempre.

Llevo la taza a mis labios, apuro el café en un último trago. Ayer mismo había visitado, lo que era una catedral repleta de libros desordenados. Tenía un bello nombre, El buceador de Gutenberg. Estanterías alineadas formando estrechos pasillos, trincheras defendiendo la ficción y la realidad. Paredes hechas con hojas de papel impreso, libros de diferentes tamaños apilados en torres de Babel, elevándose desde un suelo incierto por el que resultaba difícil avanzar, pero en el que a la vez te sentías protegido. Millones de palabras y acordes sumergidos, solicitando auxilio desde lo más oculto, pidiéndonos una mirada, un rescate para que alguien se acerque y los tome entre las manos, los estreche en los ojos, los lea de nuevo. Seres funámbulos guardando entre las hojas escritas, las huellas dactilares del anterior propietario. Una dedicatoria en las primeras páginas, un nombre que les hizo suyo, una entrada de cine o de un museo, el billete del autobús o el metro sirviendo de señal. Los textos subrayados, anotaciones hechas con lápiz, atreviéndose a corregir al autor con frases añadidas en los márgenes de las hojas.

He cogido al azar un libro de mi escritorio, de los que están apilados encima de la mesa y tengo pendientes de releer. Lo abro, lo examino con las yemas de mis dedos. Paso las páginas, las huellas encontradas son pétalos de flores, hojas disecadas de otras plantas. Llevan textos escritos como mensajes secretos, enigmas difíciles de descifrar. El título del libro es bien conocido, Las ciudades invisibles y su autor Italo Calvino. Entre las páginas cinco y seis, he hallado un pétalo de rosa. En una de las caras hay escrito con tinta dos nombres propios y una fecha, Paola y Thomas, 20—4—76 y en el envés el verso: Lisboa amanecía en ti, si eras poniente. Avanzo en el libro, paso a otras páginas, la quince y la dieciséis. Hay un pétalo suelto de tamaño más grande que el anterior. Se repite el grabado de dos nombres, uno de ellos distinto, Paola y Andreas, Praga 10—11—80. En la otra cara hay escrito con letras muy pequeñas: El otoño de las rosas lo alimenta la nieve, el sueño de amarte.

Pétalos de ciudades invisibles, de camelias, de hojas de yedra, de un limonero, intercaladas entre las páginas, Paola y Alexis, San Petersburgo 25—1—99: Porque sé que te gusta leerme en las noches frías, porque sé que el hielo se deshace. Y otra hoja más, en este caso creo que es de abedul, Paola y Nazil, Estambul 9—6—90: Al gemir de una columna clásica, que sostiene el viento bonancible.

Sigo buscando, encuentro otros pétalos en que cambia el nombre de las ciudades y permanece el deseo. Se repiten los signos de una memoria, para que en ella todo vuelva a existir, Paola y Lucano, l6—11—78: Eres Venecia de orillas invisibles y un recuerdo claro, la respuesta de esa ciudad a mis preguntas. Paola y Henrí, París 13—10—70: La lluvia fugaz, tu conversación, las miradas donde guarecerse. Paola y Mikis, Epidauro 1—4—68: Una vez llegados a la ciudad, no me queda sino interrogar a Eurípides. También en una de las últimas páginas del libro, en el espacio del papel en blanco, encuentro escrito con tinta color verde, Paola y Abdulah, Fez 23—9—85: Atravesar el desierto, tus miradas, el tiempo en el reloj de arena y el puente levadizo de tus ojos, que me ayuda a atravesar la noche.

Cierro el libro, he llegado al final de esa inmensa vía láctea donde la oscuridad nos hace cerrar los ojos. Luego lo he dejado inmerso en una de las estanterías, reposando de ese viaje cautivo de millones de leguas submarinas. Abro los ojos, me había quedado dormido sobre la mecedora. Me asomo a la ventana, el sol despunta por encima de los tejados y refracta su luz, su pensamiento abierto sobre las rosas y el madroño plantado en el jardín. Sé que volveré a salir a la calle como otras mañanas de primavera, caminando despacio. Me ayudaré con el bastón, haciendo hueco en mi mano a esa empuñadura de marfil con la cabeza tallada del dios Baco. Buscaré otros bulevares y alamedas de Babel, otras librerías de viejo donde sumergirme. Quiero poseer los nombres temblorosos de las ciudades, y amasar los recuerdos con los olvidos.

Es un oráculo que no se equivoca, sólo conozco las ciudades que hay en ti al tocarlas con las yemas de los dedos, en esa melancolía desmesurada que da fuerza a los exploradores. ¿Qué miedo esconden los acertijos? Y los viajeros, que siempre vuelven con más preguntas que respuestas. Así retornó Ulises, con la necesidad de saber que el temblor de los ríos y los mares no es una derrota, sino uno de los atributos que mueve el corazón.

Desde hace un largo tiempo frecuento las palabras que arden, la cera que derriten los mudos en sus arrebatos. Quiero llegar con ellos al océano más convulso y más literario. El tiempo de las exclamaciones, el tambor de las metáforas, las palabras de la abundancia y del recién llegado a una clepsidra demasiado breve, y donde poder hacerse infinitas preguntas. Desde hace un largo tiempo, como el buceador de Gutenberg pido que Ítaca se aleje y el camino sea largo, rico en experiencias y sabiduría.

Tal vez un diario

Nunca he escrito un diario. Tampoco estoy seguro de que esto que ahora comienzo lo vaya a ser. La culpa en cierto modo, la vuelve a tener Évora Marçel. Es una idea más para hacer del amanecer un verso, una rosa que se abre y comienza a girar sobre sí misma a lo largo de todo el día, hasta ir perdiendo los pétalos, y en la desnudez total ir sintiendo la necesidad del verso hilvanado con el amanecer del día siguiente.

Frente a mí tengo una pared blanca, cubierta por cuadros de Tino Gatagán, el amigo que ha ilustrado las portadas de algunos de mis libros. A él también le gusta contar historias, lo hace mejor que yo, aunque valiéndose de otros lenguajes. Hay tanta claridad en sus dibujos, como en los mares del Sur que le gusta ilustrar. Hay tanta lucidez en esos rostros de sus metamorfosis como en los relatos de Kafka, por eso consigue hacer entrecerrar los ojos al tiempo, al personaje que pretende diluir nuestros pasos en el fango del olvido. A mi espalda hay varias estanterías a rebosar de libros. También algunas máscaras, que junto con otros objetos conforman los recuerdos de viajes a países diferentes. Y muchas caracolas con formas y colores extraños, que me remiten a un mar que ya es océano... Me dabas sed y eras el agua toda.

La primera vez que contemplé el mar, tenía veintidós años. Hasta entonces mi horizonte eran los trigales maduros, la inmensidad de la nieve, el humo de las locomotoras, los bosques con robles y encinas donde me perdía en la infancia. La primera vez que vi el mar, recordé los meses que estuve en el vientre de mi madre y fui muy feliz. Esta última frase la he dejado escrita en otro de mis libros. Lo sigo pensando y sintiendo en grado superlativo, pero añadiendo a mi barco un velamen que comienza en el amanecer y traza su singladura hasta el poniente.

Sobre la mesa en la que ahora estoy escribiendo, hay un cubilete de barro cocido, lo he traído hace años como recuerdo de la isla de Creta. En el contorno exterior, resaltan las siluetas de varias figuras mitológicas. En su interior junto a los lápices y los bolígrafos, se agrupan con gracilidad el vuelo de las olas, varias plumas de pájaros y aves diferentes: de gaviota, águila, milano, cigüeña, abubilla, paloma, golondrina, alondra, jilguero, churriquito...y aún caben muchas más. Plumas que sólo debe mover el viento, como símbolos de una escritura libre.

Ya se que he elegido una extraña soledad. La música que suena una vez más, me ayuda a comprenderlo. Son los versos del Fado Perdiçao en la voz de Cristina Branco: Esteamor nao é um río/ tem abismos como o mar./ E o manto negro das ondas/ cobre-me de negro o olhar. Esta tarde, las ramas desnudas del granado me han mirado desde el jardín. Por encima de la solemnidad que habita en cada árbol, he descubierto que hay brotes agitando su silencio. Es hora de irnos ya, el azul del mar siempre separa los brazos de la noche y nos espera. Abro el libro de fotografías que me regalaste de Os Cafés de Lisboa. Me precipito con las yemas de mis dedos en sus páginas, y me adentro en el desasosiego de uno de los cafés.

La ciudad que duerme sobre el mar nunca se equivoca, porque sueña el movimiento continuo de las olas. Los tranvías siguen desbocados desde el barrio de Alfama a La Baixa, desde el Barrio Alto con sus librerías de viejo hasta El Chiado de plazas blancas. Parto con la mirada en los transbordadores que cruzan el río Tajo. Escucho a los tranvías llegar o partir sin descanso, sigo sentado en un Café. Sobre el mármol de la mesa van naciendo las palabras de Pessoa...Me levanto, levanto mi cuerpo sobre sí mismo y voy hasta la ventana, a una altura superior a la de los tejados, desde donde puedo ver cómo la ciudad se va a dormir en un principio de silencio. ¡Hasta mañana! Quisiera saber si está lloviendo en las calles de Lisboa, si el olor del mar me pertenece, si algún día habitaré sus casas de varios colores. Quisiera saber si tus ojos saludarán un mismo amanecer en otro verso, mañana.

Con Bertolt Brecht a deshoras en Berlín

Me he despertado en las primeras horas de la tarde, y busco lo escrito en el amanecer, al regresar a la habitación del hotel. El cuaderno de notas se hunde levemente sobre la almohada cercana. Mis dedos se enredan en las páginas escritas, acarician las palabras, esos largos cabellos de la tinta a los que asirse. Leo de nuevo lo escrito, parece un sueño tapado por la nieve que alguien ha envuelto de interrogantes y ecos teatrales. Desde hace algunos años una pareja de ancianos actores y músicos a la vez, se suben a un escenario improvisado de la ciudad. Representan una función de teatro, son seres desplazados que arrancan lo que hay de fantasía en los almanaques, y a la vez se aferran a las preguntas de un obrero ante un libro.

El relato que he escrito, ya me lo habían contado antes de viajar a esta ciudad. Yo ahora sólo doy fe literaria de haberlo vivido, de haber trepado a los árboles en pie y de abrazarme con firmeza a las ramas mecidas desde siglos por un viento fuerte. Mis pasos imaginando sus pasos son una realidad. Existen, siguen vivos en la loa de la duda. Sobre el tablero dormido de un juego de ajedrez se alza el cielo de Berlín, saturado de cuadrículas en blanco y negro. Los actores llevan en los ojos una pregunta para cada historia, para cada tristeza: ¿Cómo imaginar la desolación, los olvidos guardados en vitrinas, y que han sido borrados de Potsdamer Platz?

He caminado las calles, injertando en el azar del calendario una isla de museos con poemas y canciones de Bertolt Brecht. Estoy extraviado en la niebla de la lucidez, con los versos de esa primera mirada a través de un ventanal, que me anuncia al despertar de dónde vengo, a dónde voy: Para ganarme el pan cada mañana, voy al mercado donde se compran mentiras. Ayer era otro aniversario de la caída del muro. La nieve ponía voz en los restos de los bloques anquilosados, cemento y hierros con grafitis hermosos que aún permanecen en pie. La nieve cauterizaba con versos inmaculados las venas de las amapolas financieras, dibujaba estrellas fugaces y luz cegadora horadando con lunas diferentes la cúpula del Reichstag.

He caminado Unter den Linden, bajo los tilos cuyas raíces siguen amamantadas por la metralla de los obuses y las bombas enquistadas en el subsuelo. La nieve clamaba contra el silencio de una guerra, que oxidó las pisadas de los hombres en los territorios más lúgubres del pensamiento. La nieve galopaba hacia ese ¡No! con forma coral, tratando de delatar al enemigo que nos engaña. Caía sincera la nieve, muy vivamente sobre la cuadriga en bronce alzada como neón en la Puerta de Brandeburgo, queriendo detener su furia desbocada.

Desde una fecha no tan lejana, aquel nueve de noviembre del año 1.989, Hansald y Karl, que son actores y músicos sobreviviendo a todos los imposibles del siglo veinte, nos habían citado otro invierno más en Tränenpalast, el Palacio de las lágrimas. Una estación de tren, bautizada así por las reiteradas y dolorosas despedidas que se producían entre las personas que allí acudían para verse. Un antiguo paso fronterizo, el más utilizado entre los dos Berlines. La nieve procedía de su voz blanca y fabulaba en la noche una luz palpable, dejándonos entre las manos unas sandalias de cuero ya rotas de tanto caminar por los surcos terrenales, y usadas con mayor libertad por otros indignados.

Las venas del silencio se abultaron bajo las grandes vigas de acero, zurcidas de tornillos en estaciones y puentes. Nos cobijaron esos arcos que soportan el paso de los trenes anulando fronteras y muros, salvando a los transeúntes que cantan en las dos orillas del río Spree. En mi canción —dice un niño—, rebota la nieve haciéndome una pregunta: ¿Sobrevive aún a los bombardeos el viejo lema de Brecht: La verdad es concreta. Afirmación que él mismo grabó en una de las paredes de su casa.

Ella, la actriz se acopló el violín entre el hombro y el cuello. Él, el actor acercó un soplo de verdad a los labios de madera del oboe, y sonaron los primeros acordes musicales de un concierto de Bach. El suelo seguía nevado de ira y esperanza. Una mujer descalza hacía crujir los versos de sus pies sobre el hielo: Estoy sentado al borde de la carretera, el conductor cambia la rueda. No me gusta el lugar de dónde vengo. No me gusta el lugar adonde voy. ¿Por qué miro el cambio de la rueda con impaciencia?

Antes del amanecer, la nieve se derretía en los ojos de los espectadores que habíamos subido al escenario. Entonces, si que vi las luces encendidas en los vagones de un tren sin viajeros, nadaban deprisa semejando un reflejo de los ahogados en los campos de exterminio. De una a otra orilla del río, fatigados por la vigilancia, un hombre y una mujer desnudos seguían amándose, remaban juntos porque la barca era la propia niebla.

Todo esto sucedía siempre antes del amanecer, como si fuera el último aplauso de las estrellas fugaces. Desde entonces, los actores y músicos formamos una nueva constelación, llevamos una máscara que no oculta nuestros rostros, somos el insomnio de esas palabras hermosas: ¡Más luz, más teatro! ¡Que no se vuelvan a bajar los telones en los escenarios del mundo, ocultando las miserias!.

Carta escrita en la nieve

¿Sabes ? Aunque es invierno, he visto en las estrechas calles muchos transeúntes caminando sobre la nieve. Van arropados con vestimentas descoloridas, semejantes a las fachadas de las casas, donde los tintes rojos, bronce y oro han envejecido en la retorta del alquimista. En el alambique del cielo de Praga, se destila segundo a segundo la sombra de un personaje teñido de metamorfosis y también de tristeza. Es la misma figura que se sube a un tren extraño y parte de la ciudad, para encontrarse lejos con una mujer llamada Milena. Son historias tan góticas como el tiempo que marca y cronometra el reloj del Maestro Jano, permaneciendo incrustado en la fachada de la torre del Ayuntamiento.

He llegado después de dos días viajando en el tren: Madrid, París y Praga. Ya conoces mis debilidades hacia este invento de locomoción. Desde la estación y sin querer pasar por el hotel, he venido directamente al Café Slávie. Estoy dentro de una fotografía, me reconozco en blanco y negro, que es como a los dos nos gusta aparecer. Me veo retratado en una ceremonia antigua, donde las tonalidades se representan como dos grandes personajes, la luz y la sombra. Trazan caligrafías extensas en las palabras tatuadas por la conversación y el humo del tabaco que se eleva en una metáfora inútil. También siento que he regresado a lo posible, que la carta introducida en una botella llegue hasta el teatro de Delfos y el oráculo se cumpla.

Precisamente para no darte la espalda, te voy a escribir una, y mil cartas desde los innumerables cafés de todas partes. Creo que ha sido la presencia del camarero, y su chaqueta blanca aliviando la penumbra. Está de pie frente a la mesa de mármol donde estoy colocado, y desde donde he dado comienzo a esta nueva carta. Él ha sido, el que me ha hecho desembocar en una búsqueda incierta. Quiero recordar que se llama Jaroslav, como el poeta. ¿Te acuerdas de sus ojos pequeños? Al verme entrar solo, me ha mirado en forma de interrogante. Una sola pregunta cabe en ese perímetro estrecho de sus pupilas, pero suficiente para entenderle: ¿Dónde estabas tú? Porqué no has vuelto conmigo a esta ciudad cubierta por la nieve. Por un instante he dejado de escuchar la canción Blue In Green, que un trío de músicos de jazz interpretan en directo. Ahora es cuando sobre el agua helada del río Vltava se enciende el atardecer, poniéndole un rostro más espeso, si es que fuera posible, a este recinto teatral. Aquí los sueños se interpretan con avidez al encenderse el poniente, detrás de las máscaras dionisíacas que ocultan las miradas cómplices

Ya conoces las sienes del río, también están encanecidas en esta época del año, son jardines de nieve y de hielo. Verdad que no es extraño pensar que algunos ríos son privilegiados, su fluir sosegado y turbulento dependiendo de los cambios de estación. Fluir bajo los doce puentes, buscando ese árbol inmenso que oculta la ventana cerrada de una casa en silencio en la Isla de Kampa. Allí acerco el oído y escucho los versos del poeta Vladimir Holan: Preguntad a la lágrima, qué hay que destruir. Busco junto a las aspas somnolientas y rotas de un molino, ese encuentro fugaz de lo imposible...Cuando la vida, la vida desaparecida hace ya mucho, empieza a tostar la avena para los caballos muertos en un lejano desierto y luego, montada en ellos, viene hacia nosotros, algún ser viviente toma en sus temblorosas manos un ladrillo de la Biblioteca de Asurbanipal y meditando abandona el presente ...Tras un breve momento ambos seencuentran en algún lado del espacio, pero sin detenerse siguen volando cada uno en distinta dirección, ya que podrían reconocerse...