Las dos vidas de Michel - Diana Lyra Gael - E-Book

Las dos vidas de Michel E-Book

Diana Lyra Gael

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Beschreibung

Cécile Jourdan y su marido Luc, cuyo matrimonio no está en su mejor momento, se trasladan a un château cercano al bosque de Fontainebleau que acaban de recibir en herencia al morir la abuela de Cécile. El primer día en el château ella conoce a un atractivo y misterioso hombre, Michel D'Albis, que le cuenta que era amigo de su difunta abuela y que juntos llevaban a cabo la búsqueda de un objeto mágico. Cécile tiene un don. Puede ver fantasmas y no tarda en percibir la relación entre esa búsqueda y la leyenda que envuelve a la casa en torno a un enigmático fantasma del siglo XIX. Cécile decide ayudar a D'Albis a desentrañar los misterios de la mansión, pero no podrá evitar una peligrosa atracción hacia ese desconocido de oscuro pasado, que pondrá en riesgo su monótona y acomodada vida. "Debo decir que este libro me ha resultado interesante por la temática del fantasma. Hace tiempo que no leía libros donde se tuviera este tipo de ambiente paranormal. Una lectura entretenida, con un desenlace cada vez más trepidante y con una temática diferente que permite leer algo distinto a lo que recientemente se nos ofrece en paranormal." Blog de Literatura Romántica. "La ambientación está muy bien, porque tiene detalles que me metieron de lleno en la historia." El Rincón de la Novela Romántica - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

© 2013 Diana Lyra Gael. Todos los derechos reservados.

LAS DOS VIDAS DE MICHEL, Nº 10 - junio 2013

Publicada originalmente por Harlequin Ibérica, S.A.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

HQÑ y logotipo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

I.S.B.N.: 978-84-687-3421-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

El château se encontraba en las afueras de Melun, casi en los límites del bosque de Fontainebleau, a menos de una hora de la bulliciosa París. Contaba con tres plantas —la última abuhardillada bajo un tejado de pizarra gris, al estilo de la zona—, además de con una amplia finca, jardín, terraza de más de sesenta metros cuadrados con vistas al río, una capilla medio en ruinas y una casita de piedra para los guardeses. Conservaba el clasicismo de un hôtel particulier del siglo XIX, no tan recargado como un palacio, pero dotado de ese encanto señorial y ese amor por los materiales de calidad que habían caracterizado el gusto de los burgueses antiguos. Se encontraba, además, en excelentes condiciones de conservación y bien comunicada: a menos de un kilómetro había una parada de autobús que llevaba al centro de la ciudad. Su valor era muy elevado, más de dos millones de euros. Eso le había explicado el albacea días atrás a Cécile Jourdan cuando le anunció que era su nueva propietaria. Nunca hubiera imaginado que su difunta abuela, la señora Bauvan, una mujer con la que apenas había tenido contacto en los últimos tiempos, hubiera decidido dejársela en herencia.

Su esposo, Luc, había sido el primero en decidirse a visitar el legado tras recibir la inesperada noticia, que le llegaba como caída del cielo. Hacía años que tenía el deseo de mudarse al campo y de residir en una casita o un château donde poder hacer reuniones al aire libre con sus amigos.

—Es por aquí —dijo Luc, al volante del Audi, mirando a un lado y otro del cruce en busca de los carteles indicadores—. Está más cerca de lo que pensaba.

Quería comprobar cuánto se tardaba en ir desde allí hasta las oficinas de la empresa. Pisó a fondo para llegar cuanto antes.

Cécile sintió un cosquilleo en el vientre cuando vio aparecer la fachada de piedra blanca y roja tras la larga avenida flanqueada por álamos, al lado de la rústica casa de los guardeses, y el jardincillo y las tres estatuas que brotaban entre los macizos y los parterres. Luc había dicho la noche anterior, mirando las fotos que les había mandado el albacea, que parecía el decorado de una película de terror; a ella, en cambio, le evocaba el espíritu de las novelas de Dumas, Zola, Balzac...

Excitado, Luc se detuvo frente a la escalinata de la fachada, menos ostentosa que la de los castillos ingleses. Allí aguardaba un hombrecillo sonriente, vestido con un pantalón gris y una amplia camisola manchada de tierra, que portaba una azada al hombro.

—Hola, ¿los señores Jourdan? —preguntó el hombre, en tono entusiasta, como si hiciera mucho tiempo que no veía personas en los contornos.

—Y usted será el señor Leclerc —dijo Luc, ya fuera del coche. Se le acercó y le estrechó la mano con firmeza de ejecutivo cerrando un buen contrato. Cécile fue detrás de él, y también saludó a Leclerc—. Encantado de conocerlo. Qué buena pinta tiene la casa —dijo Luc, mirando a un lado y a otro, desde el jardín a las mansardas, de un ala a la otra.

—La difunta realizó reformas hace un par de años —explicó el guardés—. Dejó la mansión como un palacio. Y mire que estaba casi en ruinas cuando llegó. Pero a la señora Bauvan le gustaban las cosas bonitas, las flores, las pinturas... Ya verá cómo decoró el interior.

—En fotos parecía algo tétrico todo —objetó Luc—. Pero ya nos encargaremos de arreglarlo, ¿verdad, cariño?

Era la primera ocasión durante la charla en la que su esposo se dirigía a ella. Cécile asintió sin ganas. El señor Leclerc se había quedado repentinamente serio.

—A la señora Bauvan le gustaba así —se atrevió a decir, para sorpresa de Cécile: ¡un hombre llevándole la contraria a Luc!

—Pero ahora ya no le pertenece —replicó este, al instante, sin perder la sonrisa—. Vamos a echar un vistazo.

El señor Leclerc ya no estaba serio, sino enojado, con el entrecejo fruncido. Su mirada colérica hizo estremecer a Cécile. Luc, que había sacado las llaves, abrió la puerta y penetró en el interior, llevándola de la mano.

—Qué hombre más grosero —le susurró al oído, entre risas, cuando ya estaban en el vestíbulo. Le hacía gracia que alguien se creyera con derecho a opinar sobre algo que era de su propiedad.

—Pues la decoración no está tan mal —dijo Cécile.

Sus ojos se habían posado en las escaleras que daban al vestíbulo y en la lámpara enorme de cristales de roca. En verdad, las maderas oscuras le daban un toque sombrío a la entrada, pero tenían su encanto. Había muchos relojes de pared y cuadros con marcos enormes y recargados.

—Para la mansión del conde Drácula es perfecta —dijo Luc, irónico—. Una escultura de Gérard aquí, en la entrada, quedaría estupenda.

Gérard era uno de los amigos artistas de Luc, un escultor que trabajaba el hierro forjado con soplete. Sus obras siempre le habían parecido horribles a Cécile; tenía el disgusto de contemplar varias de ellas en su apartamento. La de su cuarto era una simple viga con remaches, como un trozo de la torre Eiffel.

—No sé si estará bien cambiar lo que mi abuela hizo aquí —dijo Cécile, tras unos minutos de reflexión, que su marido había aprovechado para husmear por los rincones de la planta baja. Él, naturalmente, no la escuchó.

Se oyó a lo lejos el eco de puertas que se abrían y se cerraban.

Un reloj de pared dio las cinco con toques ominosos.

Entonces, Luc regresó, sonriente.

—Oh, la hora de las brujas —se burló él—. ¿De verdad no te da miedo? Esos colores granate oscuro de los cortinajes, los mismos cortinajes... Los muebles casi negros, por favor, esos papeles pintados que parecen del siglo XIX. La biblioteca te encantará, miles de libros en boiseries polvorientas pasadas de moda. Faltan unos cuantos esqueletos y ataúdes para rematar el conjunto. Tu abuela era muy rara.

—Tal vez tenía el ánimo negro —dijo la señora Jourdan.

Sabía que eso era cierto. Poco antes de la muerte de la madre de Cécile, la señora Bauvan había ido a visitarles varias veces. Nunca habían mantenido mucho contacto con ella, a decir verdad. Era una mujer distante, reservada, elegante como una aristócrata venida a menos que aún conservara el orgullo de su linaje.

El abuelo Charles no había podido acompañarla, ya que también se encontraba muy delicado de salud. Esa era la causa de sus pronunciadas ojeras, que no deslucían el digno conjunto.

—Hola, guapa. Qué triste estás —le había dicho la última vez que se vieron en el hospital, con cierta frialdad, y Cécile respondió sin ganas. ¿Cómo no iba a estar triste? Su madre agonizaba a un par de metros, víctima del cáncer.

La señora Bauvan se inclinó sobre la cama donde yacía su hija única. Habló con ella durante largo rato, del pasado, de viejos conflictos ya superados, y, luego, se despidió con un beso en la frente. «Dile adiós a papá —había musitado su madre, con un hilo de voz—. Tal vez nos vayamos juntos».

En efecto, ella falleció a los dos días. Y, poco después, también lo hizo el señor Bauvan, al empeorar tras enterarse de la noticia. La mujer digna y fría a la que no había visto llorar durante los funerales consecutivos se negó entonces a ver a nadie, vendió su apartamento de París y se fue a vivir a esa mansión de Melun. Cécile había comprendido su tristeza; ella también lo había pasado mal esa temporada. Tres días después de que su madre fuera enterrada, creyó ver su figura incorpórea sentada a los pies de su cama. El psicólogo había dicho que era fruto del estrés postraumático y que no debía darle importancia. Durante el funeral de su abuelo cometió la debilidad de confiarle el secreto a su abuela, aunque esta estaba tan ausente que dudaba de que se hubiera enterado de algo.

Y no había sabido más de ella, excepto que había caído en una profunda depresión. Una mujer sin deseos de vivir podía haberse sentido a gusto en un ambiente así. Aunque por lo que habían insinuado el guardés y el albacea, en los últimos años había recuperado la alegría, hasta el punto de tener la iniciativa de realizar reformas.

—Nosotros, al contrario que tu abuela, somos alegres y divertidos. —Luc depositó un beso en su frente—.Vamos a ver las plantas superiores. —La invitó.

Como un niño con zapatos nuevos, Luc descubrió los rincones de la mansión, los largos corredores, las alcobas hacía tiempo abandonadas, algunas de ellas vacías de mobiliario; se asomó por los ventanales para otear los campos próximos y el jardín. Por experiencia, Cécile sabía que su mente había puesto ya en marcha mil planes de diseño. Admirador de Ikea y de sus líneas limpias y austeras, desearía cambiarlo todo de inmediato, pintar las paredes de blanco y remodelar hasta la estructura para meter cristaleras y metal, maderas y contrachapados claros.

Sin embargo, a Cécile la embargó una novedosa cólera. No quería que Luc estropeara el legado de su abuela, que profanara aquellos rincones melancólicos y sombríos donde ella habría meditado quizás sobre la vida y la muerte.

Mientras examinaban el desván de techos inclinados, lleno de polvo, baúles, cuadros apolillados y sillas con patas rotas, apiladas unas sobre otras, bañado todo por tenues rayos de luz que se colaban por las claraboyas y las ventanas, sonó el móvil de Luc.

Como solía hacer, se retiró unos metros para mirar la pantallita. Luego, salió de la estancia, dejándola sola en la penumbra cargada de doradas partículas en suspensión.

Luc, como sociable hombre de negocios, recibía incontables llamadas de teléfono, tanto de clientes como de amigos. Poseía la facilidad innata de atravesar las barreras que levantan las personas entre sí. Llegaba a una fiesta llena de desconocidos y, en cosa de media hora, ya tenía formado un grupo extenso en torno a él y su labia. No era de extrañar que hubiera encandilado al padre de Cécile, el exitoso empresario Jules Meyer (que se había vuelto a casar no hacía mucho y se había ido a vivir a Estados Unidos), y hubiera terminado de gerente en la empresa familiar. Y vender muebles se le daba tan bien como hacer amistades.

Nunca olvidaría la tarde en la que él le pidió por primera vez que salieran juntos, en la universidad.

Al principio, no le había atraído demasiado ese chico que hablaba con todo el mundo, o mejor dicho, lo había excluido de la lista de sus potenciales amigos precisamente debido a ese carácter expansivo y jovial. Ella era mucho más retraída, solo tenía un par de amigas íntimas, apenas hablaba con nadie; los hombres con ese aire mundano le daban miedo: creía que le exigirían mucho más de lo que ella podría ofrecer.

Pero Luc se le acercó con su aire desenvuelto y valiente, la invitó a tomar café con toda naturalidad a la salida de clase, y esa misma tarde, ante el tazón humeante, ya le confesó un interés más fuerte que el del simple compañerismo. Al inicio de su relación había temido que llegara un día en que él se hartara de su recogimiento, de sus pocas ganas de salidas nocturnas, de sus gustos reposados como la lectura o la música clásica, de que considerara tiempo perdido las horas dedicadas a las plantas o a la repostería, y empezara a fijarse en otras.

Y es que Luc era un hombre muy atractivo: alto, de cabellos castaños, cortados con volumen, casi esculpidos, ojos negros y penetrantes, con un par de hoyuelos a los lados de la boca que se hacían enormes cuando sonreía. Le gustaban los deportes de aventura, el descenso de aguas bravas, las motos, las mujeres... Ah, sí. Estas lo rodeaban y él les daba charla a todas, fueran guapas o feas, listas o tontas, ricas o pobres. Cécile había evitado mostrar celos; sabía lo mucho que a él le molestaban las críticas y los reproches, pero no habían sido pocas las veces que, en sus primeros años de matrimonio, había llorado tras verlo en amigable actitud con alguna joven en la oficina. Nunca dejaba de estremecerse cuando él recibía llamadas fuera de las horas de trabajo y se retiraba para contestarlas.

Pensaba en ello cuando, de pronto, experimentó un frío intenso en lo profundo del corazón. Se volvió, asustada. Le había parecido vislumbrar una sombra que bailaba entre las sillas desportilladas, tras los baúles. Estaba segura de que no la engañaba la vista. El polvo que flotaba en la luz se había movido, como arrastrado por una brisa. Se frotó los brazos para entrar en calor, pero resultó imposible. Por suerte, Luc volvió.

—Ha surgido un imprevisto y tengo que volver a París —dijo él—. Qué fastidio. Una cena y luego reunión hasta altas horas. No sé por qué Bernard me mete en estos líos... Pero podemos continuar mañana con la exploración.

—Yo me quedo —dijo Cécile, casi como si no fuera dueña de su lengua. Le había salido sin querer; ni ella misma entendía la razón de sus palabras.

Luc se quedó en silencio unos segundos, desconcertado.

—¿Estás de broma? ¿Quedarte aquí? ¿Tú sola?

—Ya que estoy de vacaciones... Pasearé por los contornos, leeré algún libro. También quiero hablar con el guardés, conocer más sobre mi abuela. No te molesta, ¿verdad, Luc?

Él se mordió la lengua.

—Bueno, allá tú. Espero que no pases miedo.

Siempre conservaba esa remota esperanza de que le dijera: «Y si lo tienes no dudes en llamarme, que vendré a recogerte», pero Luc no dijo nada. Solo se pasó la punta de la lengua entre los labios, como anticipando un placer oscuro cuyos detalles ella no deseaba conocer.

—A ver si mañana puedo comprobar los anejos de la finca. Vendré a primera hora o esta noche si termino pronto. Te llamo en todo caso. Cuídate.

Volvió a besarla en la frente. Se le veía ansioso por marchar. Cuando salió del desván iba tecleando un mensaje en el teléfono.

Capítulo 2

Cécile suspiró.

Por fin estaba sola, rodeada de cosas rotas y muertas, con la piel de gallina. El rayo de sol de la ventana caía sobre sus brazos y su pecho, pero no lograba hacerla entrar en calor. Extrañamente, la marcha de Luc le había producido alivio. Él quería destrozar algo que ella consideraba bello por el mero hecho de ser obra de una persona que había puesto su amor en crearla. Después de todo, no eran más que unos forasteros que acababan de tomar posesión de un territorio desconocido. Le daba la impresión de que su abuela no se había ido del todo: le debían respeto. Luc se hubiera reído de una idea semejante. Él solo creía en las líneas de los diseños, en los balances contables, en la armonía conyugal que era garantía de su permanencia en el puesto.

Descendió a la planta baja. Luc arrancaba el coche en ese momento. Escuchó la voz del señor Leclerc despidiéndose. Ya no sonaba tan alegre como cuando los había recibido.

La puerta estaba entreabierta. Leclerc asomó tímidamente la cabeza.

—¿Da su permiso? —preguntó.

—Adelante, pase.

—¿Su esposo ha ido al pueblo?

—No, regresa a París. Pero yo me quedaré esta noche en la casa. Espero que mi abuela haya dejado algún camisón.

—Uf, llámeme supersticioso, pero jamás me pondría la ropa de un muerto —dijo Leclerc, asustado—. Y eso que la señora era muy buena, pero quite, quite... Si quiere, la acompaño al pueblo y compra algo. Cualquier cosa antes de que use las de la señora...

A Cécile le hizo gracia la simpleza del guardés, que no se había quedado satisfecho con las recomendaciones.

—O le puede prestar algo mi mujer. Es más o menos de su talla. Venga a cenar con nosotros sobre las ocho. Cocina muy bien. Y así no estará tan sola. Estamos en la casita de piedra que hay junto al camino. La habrá visto al entrar.

—Gracias, muy amable. Quedamos, pues, en eso: en su casa a las ocho. Aprovecharé hasta entonces para explorar el château. Es más grande de lo que pensaba. Y a mí sí me gusta la decoración.

—Me alegro. Se parece usted un poco a su abuela, ¿sabe? Ella no tenía miedo a la casa... —A Cécile le sonaron extrañas las palabras de Leclerc, quien se había puesto pálido. ¿Por qué iba a tenerle miedo?

—La viudez la habría acostumbrado a la soledad —dijo Cécile, un poco a la ligera.

—Sí, sería eso... Bueno, la dejo. Si tiene algún problema o ve algo inusual no dude en llamarme. Estaré en el jardín.

Cécile caminó hacia la puerta de la biblioteca, pensando en las palabras del señor Leclerc y en el énfasis que había puesto al pronunciar alguna de ellas. No le parecía el tipo de hombre que se divertía asustando a mujeres ingenuas. Y, sin embargo, hubiera jurado que era sincero en su preocupación.

La biblioteca era una enorme pieza de planta rectangular, con boiseries y estanterías hasta el techo, distribuidas en dos niveles, al más alto de los cuales se accedía mediante una escalera de madera con ruedas, encajada en un riel. En la única pared no ocupada por libros se abría un balcón al jardín. Muy cerca de ese foco de luminosidad natural había un escritorio antiguo con varios cajoncitos, sobre el cual aún permanecían papeles y libretas. Como había dicho Luc, la decoración era algo tétrica, pero eso no evitaba que fuera hermosa.

De pronto, volvió a sentir frío dentro de los huesos. Por un instante, le había parecido que la luz que se reflejaba en los cristales se había atenuado como cuando pasa una nube solitaria ante el sol. Cécile se acercó al ventanal y lo abrió de par en par. El cielo estaba impecablemente azul. Se adentró en el balcón, temblando, y se apoyó en la barroca barandilla de piedra. Se había levantado un poco de brisa. Las ramas de los árboles del jardín se agitaban entre murmullos.

—Hola.

Un relámpago de hielo atravesó la columna vertebral de Cécile.

—Perdone, ¿la he asustado? —repitió la voz, viril, pero dulce.

Cécile se llevó la mano al pecho. En el jardín, junto a una de las estatuas, había un hombre alto, con el pelo castaño claro, rozando el rubio, y unos intensos ojos verdes, vestido con un abrigo largo y negro, adecuado para los ramalazos invernales del mes de marzo. Tenía las manos sepultadas en los bolsillos y estaba serio. Su mirada baja sugería recelo.

—Perdóneme usted a mí. Pensará que soy tonta. Dios mío, pero es que no lo había visto.

—No se preocupe. Suele ocurrir, soy muy sigiloso —bromeó—. ¿Es usted la nieta de Estelle?

—¿Estelle?

—La señora Bauvan. La dueña de esta casa —aclaró el hombre.

—Sí, ¿la conocía usted?

—Bastante. Hablamos todos los días. Es una mujer encantadora.

—Ha fallecido —dijo Cécile, extrañada de que él se refiriera a su abuela en presente.

—Sí, perdone. Para mí es como si siguiera viva —dijo el hombre, en un tono que sonaba a broma. Sonreía—. Y como ella anda por aquí...

Cécile no pudo evitar sonreír también.

—Oh, vaya, esto parece una conspiración. El guardés hablando en tono misterioso sobre la mansión y las cosas inusuales que podría ver, y usted me insinúa que hay fantasmas.

—Ella no se quedará mucho tiempo, pero aún le tiene cariño a la casa. Y supongo que quiere darle un mensaje antes de partir para siempre.

Lo dijo con tanta seguridad que Cécile hubiera jurado que estaba convencido de ello. El frío que recorría sus entrañas se mezcló con un calor de origen desconocido. El amigo de su abuela le inspiraba sosiego, pese a todo.

—Al final van a lograr asustarme.

El hombre se acercó sin dejar de mirar hacia el balcón. Sus rasgos se hicieron más nítidos para Cécile. Realmente era un hombre guapo, no tanto como Luc, pero en su semblante se reflejaba un poso de gravedad del que su marido carecía y que lo hacía mucho más enigmático.

—No lo pretendía. ¿Va a quedarse mucho por aquí?

Aliviada por el cambio de tema, Cécile se relajó y se volvió a apoyar contra la barandilla. Los ojos del hombre atraían sin remisión los suyos. Emanaban un magnetismo que la desarmaba y le liberaba la lengua, habitualmente cautiva de la timidez.

—Mi esposo desea venir a vivir aquí. Quería una casita en el campo y el destino le ha favorecido. Pero hoy solo estoy de visita. No sé por qué mi abuela me dejó esta finca. Usted que hablaba con ella... es decir, ¿hablaron alguna vez de mí?

—Sí, me contó que usted vio en un par de ocasiones a su madre... tras su muerte.

Cécile tembló de pies a cabeza. Nunca se hubiera esperado tal respuesta. Su abuela había contado a un vecino algo muy íntimo sobre su persona, algo que siempre había deseado olvidar.

—¿Solo hablaron eso de mí? —balbuceó Cécile.

El hombre hizo una mueca divertida.

—Antes de entrar en temas tan íntimos —bromeó—, tal vez deberíamos presentarnos, ¿no le parece? Me llamo Michel D’Albis. Y usted es Cécile Jourdan, si no me equivoco.

—Un placer, señor D’Albis. Un apellido poco corriente.

—Soy un individuo poco corriente... Su abuela también. Supongo que por eso nos llevamos bien.

Otra vez ese perturbador presente. Pero si su intención era asustarla no se lo pondría tan fácil.

—Así que usted cree en los fantasmas —susurró ella, inyectando un poco de humor en la frase.

—Firmemente. Tal vez usted tenga ocasión de ver en esta mansión cosas que sobrepasen su entendimiento. ¿Sabe que su abuela tampoco creía en fantasmas cuando llegó aquí? Deseaba creer. Había experimentado una vivencia muy dolorosa, la muerte de una hija y de un marido casi al tiempo. A veces es necesario el dolor para abrir la mente... Al final de su vida ella encontró la paz. Puede creerme si le digo que la muerte la fastidió mucho. Y a mí también.

—Vaya, veo que tenían una relación muy estrecha —dijo Cécile, sorprendida por las palabras del señor D’Albis.

—Ella me ayudaba en una investigación digamos histórica. Tendré que buscar otra persona para que la sustituya. Quizás usted...

El señor D’Albis lo había dicho con una sonrisa pícara, pero muy seguro de sí mismo. No parecía una broma en absoluto. Cécile, que seguía muerta de frío, se abrochó la chaqueta de punto.

—¿Yo? No sé qué clase de investigación sería esa que tenían entre manos usted y mi abuela, pero dudo que le sea útil. Además, ¿no dice que ella aún sigue por aquí?

Ella sí había querido bromear, presa de una súbita e inexplicable inquietud. Michel D’Albis replicó al punto:

—Necesito a alguien que esté vivo.

—Claro, cómo no había caído en eso... Ah, por cierto, perdone mi falta de educación. Debería haberlo invitado a entrar y a tomar un café. Espero estar aún a tiempo.

—Me encantaría, pero no puedo quedarme. Volveremos a vernos.

«Eso también me encantaría», pensó ella, ruborizada. El señor D’Albis se dio media vuelta y echó a caminar hacia un grupo de árboles cerca del lugar donde trabajaba el guardés a golpe de azada. De inmediato, ella sintió un calor intenso que emanaba del centro del corazón y se extendía por sus no hacía mucho ateridos miembros. Era como si el sol hubiera aumentado su temperatura en cuestión de segundos. No quiso pensar que la presencia de aquel atractivo y misterioso hombre le había hecho hervir la sangre. Era inadecuado en una mujer casada dejarse llevar por una sonrisa, palabras ambiguas y una mirada verde. La idea de que un hipotético traslado a la mansión traería como consecuencia un trato continuado con aquel amigo de su abuela (perdón, colaborador en una investigación desconocida) la animó sobremanera. Si vivía por allí lo vería con frecuencia, y si realmente tenía interés en sustituir a la finada por ella, podrían incluso llegar a ser amigos. Tal vez Luc sintiera celos por una vez.

Tras una inspección exhaustiva de la casa, Cécile se sentó en la butaca junto al escritorio de la biblioteca. Aunque le daba un poco de reparo hurgar en los papeles, al final venció sus reticencias y hojeó unas libretas.

Su abuela tenía una letra clara y firme para una anciana. Lo raro era lo que había escrito. Había anotaciones extensas sobre temas de esoterismo o magia negra. Cécile no era entendida en esos asuntos, pero los símbolos dibujados en las hojas resultaban inequívocos, incluso para ella: pentáculos, jeroglíficos egipcios, signos astronómicos, cuadros con letras hebreas y palabras ininteligibles. Junto a eso, escritos donde su abuela hablaba de Michel D’Albis. Debía de tratarse de una investigación sobre sus ancestros, ya que tenía apuntadas fechas del siglo XIX; también había listas de nombres y de direcciones de París, una agenda con todas las visitas que había hecho a casas particulares, bibliotecas, museos... Michel D’Albis no había mentido. Le intrigó el objeto de tantas pesquisas. ¿Buscarían un tesoro? ¿Por qué D’Albis había buscado el auxilio de su abuela? ¿Poseía ella conocimientos secretos que todos ignoraban?

El reloj dio las ocho de la tarde. Cécile dejó las libretas. Había prometido estar a esa hora en la casa del guardián. La lectura de los apuntes incomprensibles de su abuela le había hecho perder la noción del tiempo.

Un poco agobiada salió de la vivienda. El señor Leclerc venía por el caminito empedrado del jardín.

—Ah, está usted bien. Había pensado... —musitó él—. Bueno, que tal vez necesitaba mi ayuda.

—No, todo está bien. Estuve mirando algunas pertenencias de mi abuela —explicó Cécile—. Y hablé un rato con ese hombre, el señor D’Albis. Supongo que lo conocerá usted. Al parecer era amigo de ella. La visitaba con frecuencia.

El guardés se quedó rígido como una estatua de cera, y tan pálido que parecía que no tuviera sangre.

—La señora no recibía visitas, al menos que yo supiera —dijo, dubitativo y con cierto temblor en la lengua.

—¿Está seguro? Él estuvo por la tarde en el jardín. Tuvo que verlo, pasó por el caminito, hacia donde usted cavaba.

—Pues no vi a nadie. En todo caso, me siento culpable de que un extraño haya podido entrar en la finca sin permiso.

Cécile se sintió desconcertada. La mano de Leclerc temblaba como si tuviera Parkinson. Ella misma había sentido un leve escalofrío. Los ojos verdes de D’Albis la habían hechizado lo suficiente como para no darse cuenta de que era inusual su familiaridad. Probablemente no le habría dicho toda la verdad sobre la famosa investigación. Probablemente sus ojos verdes fueran anuncio de un peligro.

Capítulo 3

Sentada a la mesa con los Leclerc, a Cécile se le pasó un poco el desasosiego. La señora de la casa, una mujer de cabello grisáceo pero peinado con estilo, a capas, y mejillas sonrosadas, que no revelaban su verdadera edad (cerca de cincuenta, según confesó) se mostró tan amable con ella como su esposo.

En realidad, era mucho más habladora. En unos pocos minutos, le hizo una entrevista sobre su vida casi como la de un jefe de personal de empresa en busca de un nuevo fichaje.

Arrastrada por su deseo de no comportarse como una retraída, Cécile les contó que había estudiado Economía, pero que nunca había ejercido, que trabajaba en una empresa que organizaba congresos y exposiciones, aunque no tenía un cargo muy importante, y tampoco era un trabajo muy continuo; que no tenía hijos con Luc, aunque los deseaba; que fabricaban unos muebles muy bonitos y modernos, inspirados en las tendencias suecas del diseño; que le gustaba leer a los clásicos, pues los contemporáneos le parecían sin sustancia, que adoraba a Flaubert. La señora Leclerc escuchó con interés sus relatos sobre los últimos negocios exitosos de Luc, que había logrado introducir varias líneas de producción de mobiliario en China, la nueva tierra de las oportunidades. Luc soñaba con llevarla a Shanghai, cuyos rascacielos y construcciones lo tenían encandilado.

Cécile no olvidaba al señor D’Albis y sus extrañas relaciones con su abuela. Pero el señor Leclerc no quería hablar del tema; se le notaba en la forma cómo derivaba la charla hacia otros asuntos cada vez que ella, tímidamente, trataba de sacarlo. El guardés tenía, sin embargo, razón en que era una temeridad dejar que se paseara por su finca gente que parecía ocultar tantas cosas. Le habló de los sistemas de alarma que la señora Bauvan nunca había tenido interés en instalar, pero que él estimaba necesarios, a pesar de...

—¿De qué? —inquirió Cécile, al ver que el hombre detenía el movimiento de su boca.

—Bueno, trataron de entrar en la casa en un par de ocasiones —declaró, tras mirar de reojo a su mujer—. Pero los ladrones... salieron corriendo.

—Perdón, no le entiendo.

Leclerc tragó saliva.

—Pues que entraron y escaparon despavoridos. Eso, los primeros que lo intentaron. Los segundos... los encontró la policía al día siguiente, junto al jardín. Eran una pareja de jovencitos, dos delincuentes habituales. Estaban, ¿cómo se dice? ¿Catatónicos?

—¿De qué se asustaron?

—Serían las cosas que su abuela hacía en la casa... —dijo Leclerc, medio tartamudeando—. Se largaba a París sin avisar y volvía por la noche cargada de libros. Libros raros y antiguos. Era una buena persona pero no parecía estar en sus cabales, y perdóneme que sea tan franco. Le gustaba leer sobre... magia. A menudo se encerraba en la biblioteca y echaba las cortinas para que nadie la molestara. Podía pasarse horas así... Durante el primer año que vivió aquí ella estaba muy triste; yo pensé que moriría de pena. En cuanto empezó a interesarse por esos asuntos mejoró y mucho, se lo aseguro.

Cada vez le intrigaba más la supuesta investigación que su abuela llevaba a cabo con D’Albis. El guardés afirmaba que ella no recibía visitas y, sin embargo, aquel hombre parecía saber demasiado. Y se había deslizado en el jardín de su casa con todo sigilo, como si no quisiera ser visto nada más que por ella, la nueva dueña de la casa. Es decir, también estaba al tanto de su llegada. Eso sí que le produjo inquietud.

Los Leclerc trataron de retenerla tras la cena. Querían invitarla a dar un paseo por las cercanías de Fontainebleau antes de que oscureciera. Ellos realizaban esa rutina diaria para mantenerse en forma, según le contaron. Pero Cécile ansiaba regresar a la mansión y aclarar sus dudas.

—Si tiene miedo, venga a dormir a nuestra casa. Una persona sola ahí... —le dijo el señor Leclerc, cuando ella declinó su oferta—. No tenga reparos. La señora Bauvan estaba acostumbrada, pero usted...

—Muchas gracias, no se preocupe. Yo también estoy acostumbrada. Mi marido viaja bastante y paso muchas noches sola.

«Por desgracia.»

—Ya, pero esto no es lo mismo —declaró él, ominoso.

—¿Usted también cree que hay fantasmas?

Cécile había logrado vencer su sentido del ridículo por fin. La idea de que su abuela siguiera vagando por los rincones de su antigua casa le parecía absurda, pero el señor D’Albis lo creía cien por cien, o eso le había dado a entender. Y el señor Leclerc también compartía esa creencia.

—Yo nunca he visto nada, pero sí que he sentido... No sé cómo explicarlo, cosquilleos extraños, fríos súbitos... Puede ser sugestión, no digo que no, pero... Hace un año estuvo por aquí una de esas personas que investigan fenómenos paranormales. Entró en la casa con instrumentos para detectar actividad inusual, energías, esas cosas. Su abuela la echó de mala manera al final... Pero algo debe de haber si hasta los expertos quieren estudiar el sitio.

—Entiendo —musitó Cécile, aunque en realidad no entendía nada. ¿Acaso los rumores sobre presencias ya existían antes del fallecimiento de su abuela?

—Llévese unos dulces por si le entra hambre —terció la señora Leclerc mostrándole una bandeja con las pastas de té que había horneado el día antes.

No solo se llevó las pastas, también hizo acopio de pan y de un poco de fruta. Los señores Leclerc le habían caído muy bien, pese a sus recelos hacia la casa y sus supuestos habitantes invisibles. En las viejas casas no eran raras las corrientes de aire. Ella misma había experimentado un brusco cambio de temperatura por la tarde. También contaba con escuchar crujidos de madera producidos por la contracción nocturna de los materiales. Una persona sugestionable podría achacarlo a la presencia de un espíritu, pero ella prefería pensar de la manera más racional. Eso ayudaría a ahuyentar el miedo. Cécile no creía en la magia que supuestamente estudiaba su abuela encerrada en la biblioteca.

Pero ella se encerró también en la estancia, y rebuscó entre los discos que se conservaban en un rinconcito, donde había localizado un anticuado equipo de música dentro de un mueble. El Réquiem de Camile Saint-Saëns resultaba bastante tétrico para la ocasión, y aún así lo colocó en el reproductor, casi por mostrarse provocativa hacia las presencias invisibles. Recostada en la butaca, leyó algunas libretas más de las que estaban en el escritorio. La llamada de Luc, sobre las once, la sacó del ensimismamiento.

—Me alegro de que estés entretenida. Lamento no haber podido ir al final. Se me hizo tarde con estos ejecutivos —dijo él, después de que Cécile le pusiera al tanto de todo lo ocurrido—. Pero me asusta lo del tipo que se coló en el jardín. Mañana mismo contactaré con alguien para que instale un sistema de seguridad. Si vamos a vivir en la casa quiero estar tranquilo. Nunca se sabe. Si tu abuelita era una fanática de la magia a lo mejor hay otros como ella rondando. Mañana ya estoy ahí a primera hora, no te preocupes. Un beso.

Cécile se sintió aliviada, aunque no dejaba de pensar en si Luc pasaría la noche con alguien aprovechando la coyuntura. Se acarició el anillo de bodas. En su dorada superficie creía vislumbrar la sonrisa de Luc cuando era algunos años más joven y aún estaba enamorado de ella y la encontraba deseable, hasta el punto de poder pasar juntos horas en la cama de algún hotel extranjero sin agotarse, alimentándose mutuamente de sudor, besos y caricias.

Se acostó temprano, y aunque le costó conciliar el sueño en una cama cuyo colchón no estaba hecho a su espalda, en un cuarto enorme, como de reina del Barroco, en una casa extraña demasiado grande para una persona sola, tal y como le habían asegurado, terminó por caer en la inconsciencia y comenzó a soñar.

Al principio eran sueños agradables, escenas banales con Luc en la cocina de su apartamento. Él regaba una planta cuyas ramas gigantescas se arrastraban por el suelo, cargadas de hojitas de un verde muy intenso. De pronto, ya no estaban en la cocina, sino en el jardín de la mansión de Melun. La planta se había transformado en una serpiente de varios cuerpos que la rodeaba con malas intenciones. De su boca escapaban sombras heladas que gemían como condenados a penas muy dolorosas. Cécile sintió terror. Las sombras rozaron su piel, luego trataron de entrar por su boca. Aunque no podía distinguir ningún rasgo, sabía que se trataba de personas muertas en busca de un cuerpo aún caliente. Estaban desesperadas, ansiosas de volver a la vida, de volver a sentir las emociones y placeres que la muerte les había arrebatado. El señor D’Albis, cuyos ojos eran mucho más verdes que las escamas del reptil, apareció de la nada, corrió hacia ella y pisoteó al animal hasta matarlo. Entonces las sombras se disolvieron como humo arrastrado por el viento. Cécile le abrazó, agradecida, o quizás excitada.

—No tengas miedo, yo te protejo. Conmigo estás segura —le dijo él.

Al sentirlo tan cerca, pegada a su pecho, lo descubrió como un hermoso ejemplar de caballero antiguo. Esos ojos, jamás había visto un color tan puro en el rostro de ningún hombre. Estrechó el abrazo, liberada de todo remordimiento. Luc, unos metros más allá, regaba más plantas, de ramas escuálidas a las que no lograba revivir. Chillaba y maldecía; estaba muy enojado por su fracaso con la jardinería.

—Ayúdalo, ya que él te ha ayudado a ti —dijo una voz a su espalda.

Se giró. Era una jovencita vestida como una anciana, con un traje negro, collar de perlas y rebeca gris ceniza. Su rostro le resultó familiar. Por un instante pensó que era ella misma, duplicada y ataviada en un estilo pasado de moda, pero no podía ser. Se le hacía raro estar en dos sitios a la vez.

—Ayúdalo, yo me tengo que marchar —repitió la joven, que cada vez se parecía más al recuerdo que tenía de su abuela. Y, entonces, se tornó transparente y atravesó un muro cubierto de hiedra que daba a un cementerio abandonado.

—Tenemos mucho trabajo por delante —musitó el señor D’Albis, forzándola a mirarlo a aquellos ojos que deslumbraban—. ¿Me ayudarás?

—No sé qué he de hacer —respondió Cécile, aunque su deseo era dar un sí rotundo.

El sol que brillaba como en pleno verano en medio de un cielo azul se apagó dejando en su lugar una luna mortecina que hizo cambiar las facciones de D’Albis. Ya no parecía un ser humano, sino una criatura descarnada, de contornos brumosos, bañados por un halo blancuzco, como si se reflejara en él la luz de la luna. De nuevo, las sombras sin forma regresaron, y se interpusieron entre ellos. Cécile trató de abrazarlo, pero las sombras lo sujetaron y lo arrastraron.

—¡Ayúdame! —gritaba él, mientras, impotente, Cécile contemplaba como era inmovilizado, vapuleado y vejado por los seres de la oscuridad. Las plantas y el muro de hiedra se cubrieron de escarcha. Y, de pronto, esta se extendió por el suelo hasta alcanzarla a ella. Gritó, pero no pudo evitar que su carne se convirtiera en hielo.

Despertó agitada, con el corazón a mil por hora. Por suerte, había dejado la luz de la mesita de noche encendida. No tenía sombras en torno, pero sí soledad y silencio. Junto a la lámpara, seguía una de las libretas de su abuela, una mala lectura para antes de acostarse. Echaba de menos a Luc; solo faltaban unas horas para que volviera a su lado. Pensar en ello la confortó. Tras unos minutos de dudas y miedo, recostó de nuevo la cabeza en la almohada, con la intención de dejar pasar el tiempo hasta que amaneciera o hasta que la sedujera el sueño.

Capítulo 4

Luc llegó sobre las nueve y media, cuando ella, tranquilizada por las luces del alba, ya había desayunado con los Leclerc en su casita de piedra.

Nada más verlo salir del coche, se le arrojó encima y lo abrazó como si llevara un año sin verlo.

—Eh, ya sé que me quieres mucho —bromeó Luc—. Yo también te echaba de menos —susurró, mientras la besaba en los labios.

A Cécile le daba igual que fueran palabras vacías; se alegraba de tener compañía en aquel tétrico lugar.

—Tenías razón, no tenía que haberme quedado. He pasado una noche malísima, con pesadillas.

—Claro que tenía razón, siempre la tengo. Entonces, ¿viste algún fantasma? —se rio él.

—Soñé con mi abuela: eso ya fue bastante. Las historias del guardés me han afectado.

—Ja, ja. A ver si es como en las películas, que el empleado se inventa historias para ahuyentar a los nuevos propietarios y quedarse con la casa... o con algún tesoro escondido en ella.

—No creo que Leclerc sea de esa clase de personas.

—Qué ingenua eres. Todo el mundo, si tiene oportunidad, aprovecha para medrar y sacar ventaja. Y nadie es de fiar, y menos si hay dinero de por medio. Pero bueno, olvídate de eso. Ahora ya estoy aquí. Examinaré la casa. Luego iremos a almorzar al pueblo, y por la tarde, veremos al hombre de la empresa de seguridad. Vamos a tener un bonito hogar aquí. Solo hace falta adecentarlo y hacerlo habitable, con muebles de verdad y colores claros. Tú déjame a mí, y ya verás cómo nos queda esto. A mi hermano le va a encantar traer aquí a los niños.

«¿Y por qué nosotros no tenemos niños?», pensó Cécile, abatida. Su marido sentía adoración por los hijos de su hermano Henri. Cada vez que lo veía retorcido por el suelo con los pequeños encima, en un remedo infantil de lucha libre, se preguntaba por qué sus planes para engendrar siempre se posponían. Y cada vez que le oía decir «cómo me gustan los críos», sentía punzadas en el corazón. Con treinta y cinco años, Cécile no disponía de mucho margen de maniobra en lo tocante a la maternidad.

Cumplieron al pie de la letra los planes que Luc había trazado para la mañana y la sobremesa. El recuerdo de la pesadilla aún provocaba desasosiego a Cécile, en especial la parte en la que D’Albis la abrazaba y le clavaba sus intensos ojos, tan hipnotizantes como los de la serpiente. ¿Sería tan peligroso como el ofidio? En el sueño, era arrastrado por criaturas sin rostro hacia un destino incierto. Su abuela se había ido, dejándole (poética y metafóricamente) la encomienda de ayudarlo. Ayudar ella a alguien. Lo máximo a lo que había llegado era a organizar reuniones de ejecutivos, de médicos, de profesionales, quedando siempre en la sombra, como una pieza sin importancia del engranaje. Luc era brillante; ella se refugiaba bajo su sombrilla. Incluso su interpretación del sueño le parecía digna de una persona mediocre. No era más que un delirio surrealista causado por las impresiones del día, sin trascendencia. Los sueños no conectaban con el mundo de los muertos. Pensar lo contrario era acercarse peligrosamente a la locura. No quería que le volviera a suceder lo mismo que cuando la muerte de su madre.

El empleado de la empresa de seguridad llegó puntual. Con la soltura de un hombre que hubiera vivido allí toda la vida, Luc le mostró las estancias, los puntos peligrosos del exterior, las puertas, ventanas, etc.

Mientras él se ocupaba en estos menesteres, Cécile se refugió en la biblioteca. Se había prometido no acercarse a las libretas de su abuela, en evitación de más pesadillas, pero no pudo derrotar a la curiosidad y a algo más que tiraba de ella. Había una que contenía entre las páginas fotografías antiguas, en color sepia. No representaban solamente la mansión, sino estancias y situaciones muy extrañas. En una de ellas se veía una pieza no muy grande, con un círculo dibujado en el suelo, sobre el cual reposaba un hombre, mientras, a su alrededor, otros dos, vestidos con túnicas, hacían gestos con la mano. Un tercero, a modo de atril, sostenía un libro abierto. El conjunto se iluminaba con velones y cirios. Había varias perspectivas de la misma escena donde podían apreciar detalles tales como jeroglíficos egipcios dibujados en el suelo, un papel extendido sobre una mesa y rodeado de velas. Cécile tomó una un poco más grande e inquietante: los hombres de las túnicas sujetaban por las piernas y el tronco el cuerpo del hombre que había visto tumbado en el centro de la sala, como si acarrearan un peso muerto. Sintió un escalofrío. ¿Estaría muerto aquel hombre?

—En efecto, lo estaba —dijo una voz.