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Los versos únicos de Las flores del mal, irrepetibles en su particular revelación de la imperfecta, a veces aberrante naturaleza de los hombres, suponen la culminación de siglo y medio de romanticismo. En su tiempo significaron una explosión de espíritu revulsivo y provocaron una marejada de críticas, desconcierto y desaprobaciones; si bien a partir del siglo xx se los reconoció como precursores de la mayor poesía contemporánea. Este volumen recoge una nueva y cuidada traducción, realizada por uno de los mayores estudiosos de Baudelaire, y permite apreciar en toda su riqueza la complejidad del ritmo y de las imágenes del poeta, facilitando la posibilidad de acceder en castellano al verdadero texto original, a menudo traicionado en versiones anteriores.
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Seitenzahl: 212
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Akal / Básica de Bolsillo / 333
Charles Baudelaire
LAS FLORES DEL MAL
Edición de: Enrique López Castellón
Los versos únicos de Las flores del mal, irrepetibles en su particular revelación de la imperfecta, a veces aberrante naturaleza de los hombres, suponen la culminación de siglo y medio de Romanticismo. En su tiempo significaron una explosión de espíritu revulsivo y provocaron una marejada de críticas, desconcierto y desaprobaciones; si bien a partir del siglo XX se los reconoció como precursores de la mayor poesía contemporánea.
Este volumen recoge una nueva y cuidada traducción, realizada por uno de los mayores estudiosos de Baudelaire, y permite apreciar en toda su riqueza la complejidad del ritmo y de las imágenes del poeta, facilitando la posibilidad de acceder en castellano al verdadero texto original, a menudo traicionado en versiones anteriores.
Diseño de portada
Sergio Ramírez
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Título original
Les fleurs du mal
© Ediciones Akal, S. A., 2017
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4511-3
Introducción
Estas flores malsanas
La atracción del mal
Trouble es uno de los pocos términos franceses que expresan sintéticamente el mundo poético de Baudelaire. Cabe decir incluso que él lo introdujo en la literatura de su país. Trouble significa «disturbio», «desorden», «desconcierto» ante «una agitación tumultuosa» que desquicia y zarandea a quien la padece. Expresa también las ideas de «turbación», «confusión» y «pudor» por haber sentido una emoción que trasluce una profunda «ruptura» o «disensión» interior. En plural, troubles son «disturbios» o «revueltas sociales», movimientos inesperados que, al estallar, muestran con su violencia desatada la represión que se había ido gestando y cultivando durante un periodo considerable de tiempo. En su aspecto psicológico, troubles son ciertos «trastornos de la personalidad» que alteran repentinamente a un sujeto al quebrar una monotonía cargada de virtualidad en su repetición y que, de improviso, distorsionan, descomponen, rompen aparentes unidades y frágiles concordancias. Como adjetivo, trouble designa lo «turbio» por haber sido removido, lo «confuso», lo «poco claro», lo «empañado», lo que impide una visión nítida porque «desenfoca» las imágenes. De ahí que todo sujeto sensato haya de temer la potencialidad de su ser, lo que podría llegar a hacer si no estuviera dominado por el miedo, la timidez, la cobardía y la pereza. Acorde con cierta tradición penitencial judeo-cristiana, Baudelaire explicará esa fuerza como una consecuencia del «pecado original».
Obsérvese que este trouble (masculino en francés), que Hugo, sin explicarlo demasiado, calificó en 1859 de un «estremecimiento nuevo», representa un estado anímico muy distinto de los dolores del joven Werther y de la melancolía de Chateaubriand; como la retórica desesperación de Rolla, el protagonista de la novela homónima de Musset, difería considerablemente de él, por no hablar ya de la «tristeza de Olimpio» que Hugo había plasmado en Los rayos y las sombras. No es descabellado decir que Werther, Chateaubriand y Rolla fueron seres «turbados», pero que nunca llegaron a expresar la dimensión subterránea de su turbación. En vez de describirla, se limitaron a expresar sus efectos con más o menos brillantez o a adoptar la correspondiente actitud, no sin cierto agrado morboso. Baudelaire viene precisamente a declarar lo que ellos evitaron; se atreve a lo que otros no se atrevieron: a llegar al fondo del deseo imposible, de la embriaguez engañosa, de la decepción inevitable, del tedio eterno. Esa impudicia desconcertó vivamente al «hipócrita lector» de la Francia del Segundo Imperio, no porque este no hubiese experimentado nunca semejante «turbación» («todo buen poeta nos plagia», dirá Ortega), sino porque no creía que hubiese alguien capaz de plasmarla literariamente. Bien es cierto que la tradición agustiniana de la perversión radical del hombre había permitido bucear en las profundidades del alma hasta diagnosticar que el mal se halla hondamente inserto en los hijos de Adán, que no cabe deslindar actitudes moralmente laudables como la caridad de otras «pecaminosas» como la soberbia. Más que en la ciencia de los contrarios, estamos en los dominios de Dioniso y de Hefesto, como explica Platón en el Filebo. Cuando Nietzsche desenmascara el pretendido «desinterés» de la abnegación y el altruismo, ya los «moralistas franceses» del XVIII (La Rochefoucauld, La Bruyère, Fontenelle) habían dejado al descubierto las miserias humanas que se esconden tras las grandes palabras de la moral a base de husmear en los posibles móviles de la acción. De este modo quedará a la intemperie una vastísima zona de la psique que había permanecido inexplorada, no porque fuese desconocida, sino porque los preceptos de la ética religiosa y el concepto ilustrado de dignidad humana amonestaban: Hic sunt leones, y había que protegerse a leone et dracone, del león y de la serpiente. Pero a la vez que entraba en crisis la noción de héroe literario y que se despertaba el interés por los humildes y los degradados, se levantaba el velo que había cubierto las partes más «innobles» del alma. Es el momento en que De Quincey escribe sus Confesiones de un opiómano inglés o en que George Moore declara con evidente complacencia: «Soy afeminado, enfermizo y perverso. Pero sobre todo perverso. Todo lo perverso me fascina». Con su mundo poblado por ángeles con alas de murciélago y caras de ramera, Baudelaire se esforzará precisamente en analizar ciertos estados de un alma que Émile Faguet consideró «herida, hastiada y enferma», confiriendo un papel a ese poeta que Rimbaud habrá de caracterizar como «el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito y el sabio supremo». Lo paradójico es que este ser maldito, nocivo y presumiblemente excepcional será una fiel representación del «hombre físico moderno», según el diagnóstico de Verlaine, el producto de «los refinamientos de una civilización excesiva, con sus sentidos agudizados y vibrantes, su espíritu dolorosamente sutil, su cerebro saturado de tabaco, su sangre quemada por el alcohol, en una palabra el bilio-nervioso, como diría H. Taine».
Pues ¿qué había de expresar Baudelaire sino las turbaciones de la carne ocultas hasta entonces bajo el velo del sentimiento, púdicamente confundidas con los movimientos del corazón? Había aquí, como antes decía, una inmensa provincia sin explorar, cuya importancia era implícitamente reconocida desde el momento en que se subentendía que las pasiones, cuya dimensión afectiva se analizaba con claridad o cuyas consecuencias funestas se describían, manaban de una fuente desconocida. Esa fuente quedaba siempre en la sombra. Cuando alguien se arriesgaba a evocar la presencia de semejante trasfondo terrible y vedado solía hacer dos cosas: o recurría a todo un sistema de elipsis y de silencios embarazosos, o se alineaba con los autores «licenciosos» que arrojaban a un círculo reducido de «depravados» una parodia o una caricatura infame del asunto. Habían existido momentos de expresión libre, como el Renacimiento, donde autores sensualistas de la talla de Ronsard o de Louise Labé, por no salir de las letras francesas, habían cantado los ardores del deseo y el entusiasmo de la unión carnal. Pero no daban al tema un tratamiento optimista y, por así decirlo, solar. Era preciso retroceder al paganismo jovial de Ovidio o de Catulo para encontrar unos versos brillantes y salpicados de malicia donde se cantara el delirio sagrado que acompaña a este impulso natural. No bastaba que estas sensaciones profundas y escondidas fuesen experimentadas con disimulo por el «ingenuo hombre de bien»; habían de ser promulgadas por los timbres y los ritmos que constituyen la lengua cifrada del poeta; habían de ser solemnizadas y escritas en el ritual, con el hálito poético de un Racine. Las penas de amores, por ejemplo, de los trovadores provenzales o ese extraño «placer de ser desdichado» del que hablaba Hugo, tenían que ser sometidos a la vivisección pormenorizada del científico para acabar expresándolos con la paciencia de un orfebre. A veces, como en los Esmaltes y camafeos de Gautier, el primor superaba a la truculencia. Pero en otras ocasiones sucedió lo contrario. En el autorretrato que nos legó Baudelaire en La Fanfarlo explica cómo los poetas de su tiempo «se habían ido despojando poco a poco de los pudores virginales que alzaba su conciencia de personas decentes» para «abusar del microscopio estudiando las repugnantes excrecencias y las vergonzosas arrugas que les cubrían». Por esta vía del autorretrato ante el espejo el «no vayas fuera» agustiniano dejó de ser un imperativo para convertirse en una necesidad imposible de superar. El poeta moderno descubre que se halla encerrado en su castillo interior, que no puede ir más allá de sus estados de conciencia y que toda presunción de realismo, esto es, de adecuación entre la percepción del sujeto y las cosas externas, incluidos los otros seres humanos, no es más que una impostura. «No amamos a otro (puntualizará Nietzsche); amamos las sensaciones agradables que otro nos suscita». «Nos habíamos resignado al sufrimiento, creyendo amar fuera de nosotros y nos damos cuenta de que nuestro amor está en función de nuestra tristeza», confesará también Proust desde esta monadología del sentimiento. De ahí que ese «niño», «convaleciente» y «embriagado» que es el flâneur baudelaireano no pueda hacer otra cosa que reforzar su identidad apropiándose las alegorías que descubre en su entorno. Esta terapia paliará su enfermedad con la medicina que supone ver nuestro «yo multiplicado». En este intento de curación, la apelación a la universalidad de la condición de pecador, los gestos de complicidad del poeta al lector y los constantes recursos a la analogía no serán sino formas de escapar de este solipsismo de los sentimientos pocos años después de que Schopenhauer declarase que «el mundo se reduce a mi representación» y que «sólo lloramos por los males ajenos cuando vemos en la situación del doliente nuestro propio destino».
Por otra parte, el poeta lírico, cuya función había quedado proscrita en un mundo regido por la utilidad y la producción, se convierte en la encarnación perfecta del maldito cuyo destino no es sólo ocasionar dolor sino sobre todo extenderlo, lograr que todo ser que se le acerque comparta, a pesar suyo, el castigo de su crimen primigenio. Baudelaire sabe desde su primera juventud que nunca podrá poseer un cuerpo sin exponerlo al riesgo de inocularle su propia enfermedad. Obsesivo e irradiante, su papel de enamorado contagioso desborda el ámbito de su mal y marca con su sello infamante sus menores relaciones con el mundo, con los otros y consigo mismo. El odio a la naturaleza, el sadismo y el masoquismo brotan de la misma fuente. Baudelaire es el maldito, el que contamina, el que sólo puede causar daño al objeto de su deseo, como el Manfredo de Byron. Ello le lleva a identificar el dolor con la mancha, la voluptuosidad con la muerte, el mal con el coito, experiencia íntima, más allá de toda metafísica, oxímoron definitivo que induce a considerar la fascinación que suscita en el hombre el mal como una interpretación moral de la atracción sexual. Ante el lugar central que ocupa en sus poemas el goce de la carne, los otros «pecados capitales» de la tradición cristiana (el orgullo satánico del teólogo, la avaricia de Harpagón, el odio condenado a la insaciabilidad) apenas son tratados por Baudelaire. Si le atrae la insensibilidad del dandi-Don Juan es porque su ausencia de piedad guarda una íntima conexión con el sadomasoquismo del sexo, donde los partenaires se descubren e igualan en la experiencia del dolor común. Como quiera que el hombre no puede sustraerse a la fuerza del instinto, esto es, a la «tentación», no hay en Baudelaire responsabilidad ni libertad pero sí sufrimiento y castigo, tanto más inexorables cuanto que los verdugos (Dios, Satán, ángeles o demonios) son seres omniscientes que no dejarán «pecado» alguno sin su correspondiente «penitencia». El sufrimiento es consecuencia del pecado y motor del mismo. «Soy malo porque soy desgraciado», podría decir el poeta usando las palabras que Mary Shelley puso en boca de la criatura de Frankenstein, «el moderno Prometeo».
En un proyecto de prólogo a su poemario en verso escribió Baudelaire: «Ilustres poetas se habían repartido desde largo tiempo atrás las más floridas provincias del ámbito poético. Me pareció agradable, dada sobre todo la dificultad de la tarea, extraer la belleza del Mal». El poeta pretendía recoger, así, el punto culminante del mito de Adán, lo que el relato bíblico no dice pero la razón lee entre líneas para, asustada, reabsorber la idea en la telaraña de un sistema filosófico: el mal preexiste a la creación de los ángeles y de los hombres, siempre estuvo en el mundo y, sobre todo, el mal fascina. De no ser así, ¿qué significaría ser tentado? La filosofía que considera el bien como lo que confiere verdad e inteligibilidad a los objetos o la que interpreta el mal como el objeto negativo del deseo, como lo que suscita aversión y rechazo, muestra su radical incapacidad para dar cuenta de semejante fascinación. Cuando la filosofía había intentado incorporar el mal a sus sistemas o lo había entendido como privación de bien o lo había situado en un momento pasajero del proceso que conduce al triunfo moral definitivo. En su discurso, o se resaltaba la «astucia» de la razón para utilizar las pasiones humanas al servicio de la Idea universal, o se afirmaba la superación definitiva del mal en la unidad absoluta y primigenia de Dios. Como ejercicio de la razón, la filosofía dejaba fuera de su visión del mundo el ámbito del mal, esto es, de lo desmedido, lo impredecible, lo gratuito, lo arbitrario, lo azaroso, calificativos todos que podrían aplicarse también a la conducta libre. Sin embargo, la propia filosofía de la modernidad había ido destacando poco a poco la necesidad del mal para la producción del bien, la utilidad de los vicios privados para el florecimiento de las virtudes públicas, aunque para ello hubiera de introducir una «mano invisible» cuya misión consistiría en armonizar misteriosamente los intereses particulares con el provecho del conjunto.
Hay, pues, excepciones en el mundo de la filosofía. Pero lo frecuente y comprensible es que el tema del mal no halle acomodo en el discurso racional. La paradoja socrática salta a la vista: ¿cómo va a dejar de hacer el bien el hombre que lo conoce? El mal sólo puede ser ausencia de conocimiento. Es absurdo perjudicarse a sabiendas; quien lo hiciera se expondría a la burla de todos, como en las comedias de Menandro y de Terencio. El lenguaje del mal se volvió, pues, al terreno del mito, de la literatura y del arte y, en concreto, de la poesía y de la tragedia; es decir, allí donde es posible describir la pasión y apelar a la ambigüedad y al símbolo, donde Eurípides en Fedra había hecho expresar a Hipólito la paradoja que luego recogerá Ovidio en su Metamorfosis: «Veo y compruebo lo mejor, sigo lo peor». En esta misma línea, la Bildungsroman alemana se había convertido en el relato de la violación del orden y de la imposibilidad de integrar en una estructura social estable al individuo que ha entrevisto las múltiples posibilidades de lo marginal. De este modo, como indica Lukács en su Teoría de la novela, este género literario pasó a ser «la epopeya de un mundo abandonado por Dios donde la psicología del individuo es lo demoniaco y la objetividad de la novela la madura comprensión viril de que el sentido no consigue penetrar totalmente la realidad, aunque, sin él, se descompondría en la nada de la inesencialidad».
La atracción que el mal ejerce sobre el hombre comenzó a insinuarse en la novela gótica a impulsos de la urgencia romántica por romper con los moldes sociales, políticos y filosóficos del Siglo de las Luces, cuando la crítica social tomó los visos de la exaltación de las energías transgresoras y la orgullosa autoafirmación fue presentada como la virtud fundamental del héroe prometeico cuya rebelión contra Dios le otorgaba un aura satánica. No era ajeno a esta tendencia, naturalmente, el tratamiento ambiguo que había hecho Milton de la figura de Satán incorporando ideas recogidas del orfismo. No podemos olvidar que, entre las sectas gnósticas, los ofitas adoraron a la serpiente porque se había revelado contra Yavé, trayendo así al mundo el conocimiento del bien y del mal, y que los cainitas veneraron a cuantos en el Antiguo Testamento se habían revelado contra el Dios de los judíos, especialmente a Caín y a los habitantes de Sodoma. Cuando Lautréamont escribe sus Cantos de Maldoror como una epopeya del mal, ya se habrá producido una serie de obras violentas en las que el Demiurgo era duramente increpado por su torpeza. Es lo que recoge Baudelaire en su retórica pregunta: «¿Qué hace Dios con ese mar constante de anatemas que cada día asciende hasta sus serafines?».
La insensibilidad de Dios ante el dolor humano, ya apuntada por Homero, proyectaba una sombra misteriosa e insalvable sobre su grandeza. Rimbaud podrá leer en Proudhon: «¡Dios es el mal!», y esta frase resonará una y otra vez en su cerebro enfebrecido, mientras Nietzsche explicaba que «fue el propio Dios quien, al acabar su obra, se escondió en el árbol del conocimiento bajo la forma de serpiente y de este modo descansó de ser Dios». «¿No será la creación la caída de Dios?», se había preguntado antes un Baudelaire neoplatónico. Degeneración del Uno convirtiéndose en Múltiple: el mal como negación de la necesidad del Uno para afirmar la contingencia de lo Múltiple; como ceguera ante la sentencia de Shelley: «Lo Uno permanece, lo vario cambia y pasa». El rasgo distintivo del mal es, pues, su proliferación. No hay flor del mal, sino flores. Cuando Dios pregunte a Caín por la suerte de su hermano, este unirá la mentira al asesinato. Y, tiempo después, antes del Diluvio, Yavé observará «cuánto había crecido la crueldad del hombre sobre la tierra y cómo sus pensamientos y sus deseos sólo tendían al mal». Pues lo mismo que el error, para Aristóteles y para Pascal, es multiforme y «plurívoco», el mal opone a la uniformidad de la felicidad y del «Ideal» el polimorfismo de la desgracia y del spleen. Esta variedad de estados existenciales dolorosos explica la necesidad de Baudelaire de plasmar el spleen en numerosos poemas.
Ahora bien, más que por la contradicción de los opuestos, Baudelaire se siente subyugado por el intercambio de esas máscaras que son sus atributos en «una tenebrosa y profunda unidad»: la atracción irresistible del Mal-Satán y el rechazo desquiciado del Bien-Dios que Delacroix había pintado en la lucha de Jacob con el ángel. Satán se presenta con la apostura y la misericordia de Dios. Y Dios ofrece el aspecto terrible y despiadado de Satán. En este intercambio de disfraces se disuelve el dualismo humano, sus dos «postulaciones» enfrentadas: el gozo universal de rebajarse y el frágil, delicado y heroico deseo de ascender. Este balanceo entre contrarios definiría la concepción baudelaireana del sujeto si el poeta no oscilara entre la postura de los autores prometeicos (Hölderlin en Patmos, Novalis en los Himnos a la noche, Jean-Paul en el Sueño de Cristo muerto) y la de los poetas maniqueos (Milton, Byron, Hugo, el Vigny del Huerto de los olivos, Lautréamont o Blake).
Pero Baudelaire necesitaba un diagnóstico radical y sistemático para conducir la experiencia poética encaminada a reparar su ser. La «evaporación» que padece la voluntad humana puede reducirse a una dualidad y simplificarse en una oposición que enfrente una «postulación» a otra, hablándose incluso de «redención», porque cada una de estas postulaciones que experimenta el homo duplex es lo bastante confusa para admitir todas las variaciones posibles de un estado fluctuante que supera por naturaleza a toda suma finita de males o de bienes, como en los ingenuos cálculos de los ilustrados. Por ejemplo, el título del primero y más largo de los apartados de Las flores del mal, «Spleen e Ideal», contrapone dos conceptos antagónicos pero vacíos, lo cual no quiere decir que esta oposición no responda perfectamente a un deseo de sistematizar que nombraría una dualidad sugiriendo una constelación de tensiones que en conjunto excedería a la suma de ambos polos. En este caso, frente a la materialidad opaca, pesada y duradera del spleen, el «ideal» es raro y corto, contabilizándose sólo en esos escasos «minutos deliciosos» que salpican como chispas esporádicas la cadena de la duración. De este modo, a la afirmación del carácter permanente de la atracción del mal y en contraste con las brevísimas aspiraciones al bien, corresponde la descripción minuciosa del spleen donde fulgura, de forma tan inesperada como fugaz, el bosquejo de una idealidad. Las oposiciones teológica (Satán-Dios), moral (Mal-Bien) y existencial (Spleen-Ideal) se resuelven entonces en la plasmación de las complejas profundidades de la voluptuosidad. En este viaje iniciático a los abismos del alma Baudelaire acabará descubriendo la tendencia a la autodestrucción, «la apetencia de muerte», que dirá García Lorca. Hemos de aguardar a Leopardi para que el mal ya no sea visto sólo como una perturbación episódica de un orden divino o natural: lo que llamamos realidad equivaldrá, en ese momento, a una «sólida nada», a un tejido de ilusiones que la propia razón habría venido urdiendo desde Platón hasta Leibniz.
La atracción irresistible del mal se presenta ahora bajo una nueva luz: será el recurso irresistible a la imaginación para evadirse del spleen. El plurimorfismo del mal y la riqueza de los mundos imaginados responderían a la multiplicidad de experiencias designadas como ennui. En el colmo de su ambigüedad, el taedium vitae, el hastío profundo, la acidia (que algunos medievales consideraron «pecado capital» por inclinar al mal) paraliza la voluntad al tiempo que en ocasiones impele a la realización de acciones inesperadas. «¿No es la propia creación del hombre –preguntará Nietzsche– un recurso de Dios contra el tedio de su sublime soledad?». ¿Cómo paliar el dolor del spleen sin racionalizarlo, esto es, sin convertirlo en dolor moral, en castigo de un pecado originario o personal? El mecanismo de la racionalización es tan eficiente que pasará por alto la irresponsabilidad del presunto pecador. Pocos años después, Rimbaud podrá considerarse ajeno al concepto de pecado y no llamará vicio al desenfreno, pero seguirá exigiendo al poeta una «fortaleza sobrehumana» para sobrellevar «la más inefable de las torturas».
Poesía y modernidad
Si el mal atrae es porque puede ser embellecido mediante la expresión poética. Hasta el objeto corrompido y el sujeto condenado pueden ser redimidos con la palabra. El poema adquiere, así, un carácter soteriológico respecto a las miserias de la vida. Al menos, acuna nuestros dolores con el balanceo de la rima y habitúa a nuestro oído con la monotonía de la métrica. No hay relato ni razonamiento: nada que suponga un avance; nada que se encuentre más allá de la orla de vacío que circunda al poema. Los dos poemarios de Baudelaire son una galería de cuadros yuxtapuestos (escenas, estados de alma, memorias, retratos) donde algunos están vinculados a los anteriores por escoger un motivo, un detalle de los mismos y tratarlo por separado a la manera de los bosquejos del pintor que prepara un gran cuadro. Ver en Las flores del mal un «itinerario», un argumento es aceptar las falsificaciones del sentido de su obra que Baudelaire se vio forzado a redactar a modo de defensa ante la condena judicial. El orden de los poemas no respondería a una «arquitectura secreta». De darse una supuesta unidad, el poeta concebiría ese orden arquitectónico como una adición de elementos móviles. Recogiendo una imagen de Proust, se trataría de añadidos estructuralmente insignificantes, de fragmentos que se van cosiendo al tejido del libro. El «principio y el final» (que el autor nos exige comprobar) estarían ya allí, formando un cuadro arquitectónico que acogería lo nuevo limitando su eficacia. La obra precedería, así, a la empresa de su composición, y esta no podría modificar retroactivamente a aquella.
Contra esta interpretación se alzan otros textos donde Baudelaire plasma su extrema sensibilidad a la fragmentación de la realidad exterior e interior que caracteriza al arte moderno. Cabe decir que, en parte, su reacción frente al estatuto problemático del arte de su época fue una evasión hacia la transcendencia, esto es, hacia un mundo anterior o superior a la dualidad Bien-Mal desde el que pueda contemplarse el spleen «sin asco ni temor». Esto es lo que significa para él «embriagarse de poesía», por la similitud que guarda esta borrachera con la experiencia que tiene del tedio quien se encuentra bajo los efectos de la droga. Es de añadir que si nuestro conocimiento derivase de sensaciones irreductibles, sería absurdo hablar del bien y del mal, de lo bello y lo feo, del orden y el caos. Si desaparece el fundamento, la razón o la forma que transciende a los sujetos que la contienen y que representa lo eterno, lo inmutable, lo necesario, lo primordial y lo transcendente no tendrían sentido las interpretaciones del mundo que ven una degradación en el tránsito de lo Uno a lo Múltiple. Paralelamente, si el bien y el mal no tuvieran una esencia separada, se esfumaría la atracción hacia el mal entendida como una voluntad de aniquilación dirigida contra el origen del bien, como un acto libre de rebelión, de soberbia grandiosa, de voluntad de caos. El hombre sería un animal degenerado, un negador de la vida, infectado por un ansia de destrucción similar al «fúnebre goce» de que hablaba Hölderlin.